10 de noviembre de 2012

Una expedición española maldecida: la historia de la Comisión Científica del Pacífico.



Años después de la pérdida de las posesiones americanas de Ultramar, la corona española de la reina Isabel II apostaría por realizar una misión científico-cultural para estrechar las difíciles relaciones con las antiguas colonias emancipadas de América. Pero entonces, a pesar de lo que pudiera parecer, la reina española poco podía hacer frente a unos gobiernos veleidosos, cambiantes y demasiado seguros de sí mismos. Aunque el periodo liberal -el bienio progresista- de los años 1854 a 1856 había intentado provocar esos posibles encuentros culturales, el nuevo gobierno fuerte del presidente Leopoldo O'donell se aprovecharía de esos intentos para afianzar, años después, algo más que unas buenas relaciones culturales. Así que en junio del año 1862 se nombraría una Comisión de profesores de ciencias naturales para acompañar a una escuadra naval española que marcharía al océano Pacífico. La comisión científica estuvo compuesta por el marino gallego retirado y aficionado a los moluscos Patricio Paz Membiela, cuya sordera no le impediría dirigir la comisión; por el entomólogo y catedrático madrileño Fernando Amor; por el zoólogo y catedrático madrileño Francisco Martínez; por el zoólogo murciano del Museo Nacional de Ciencias Naturales Jiménez de la Espada; por el botánico del Museo de Ciencias, el catalán Juan Isern; por el antropólogo cubano Manuel Almagro; por el médico y disecador catalán Bartolomé Puig; y, finalmente, por el pintor, dibujante y fotógrafo madrileño Rafael Castro Ordóñez.

Todos salieron de la ciudad de Cádiz el 10 de agosto de 1862 a bordo de la fragata de la Armada Triunfo. Entonces, junto a la fragata capitana La Resolución, formaban parte de una escuadra naval militar que el gobierno español utilizaría para ejercer en la zona una influencia más político-económica que científico-cultural. Se dirigieron primero a las islas Canarias para pasar por las islas más al sur de Cabo Verde; más tarde llegarían a las islas de San Vicente hasta, por fin, alcanzar Bahía en la costa de Brasil. De aquí pasaron a Río de Janeiro el 6 de octubre de 1862. Desde Uruguay fue a recogerles la goleta de la Armada Covadonga, con lo que, al regresar con ella, pisaron por primera vez suelo hispano-americano el 6 de diciembre de 1862 en la bahía de Montevideo. Algunos expedicionarios se adentraron entonces en el interior del continente y otros continuarían en la goleta Covadonga hacia el estrecho de Magallanes. Ambos grupos se reunirían finalmente en Chile, donde estuvieron radicados hasta mediados del año 1863. Desde Chile recorrerían toda la costa suramericana del Pacífico hasta llegar a California incluso, para luego volver a las costas del Perú a mediados del año 1864. Cuando la escuadra naval, mandada por el almirante Pinzón -un descendiente de los hermanos Pinzón del descubrimiento-, se encontraba en las costas peruanas un incidente local alteraría gravemente el inestable equilibrio diplomático de la zona. Unos colonos vascos que trabajaban de operarios en la hacienda Talambo -propiedad de un rico peruano-, se enfrentaron entonces con otros peones del lugar resultando de la pelea muertas dos personas, un español y un peruano.

Los ánimos desde la independencia no se habían llegado a calmar y los diplomáticos españoles -y un gobierno peruano recién salido de un golpe- no ayudaron a resolver el pequeño incidente, un conflicto que acabaría ocasionando finalmente una de las guerras más absurdas en las que España hubiera participado nunca. Los científicos españoles tuvieron además sus diferencias con los militares de la escuadra naval de la Armada. El responsable de la Comisión científica Paz Membiela regresaría a España en diciembre del año 1863 por los duros encuentros con el mando naval. El entomólogo Amor enfermaría en mayo de 1863 en el desierto de Atacama en Chile y moriría en octubre de ese mismo año en San Francisco, EEUU. El botánico Isern contraería una enfermedad infecciosa en el río Marañón en 1865, falleciendo en España meses después. En marzo de 1864 el conflicto con Perú llevaría al Jefe de la escuadra naval a disolver la expedición científica. Debían regresar todos a España cuanto antes. Pero entonces cuatro de los científicos se negaron a marchar, Martínez, Jiménez de la Espada, Almagro e Isern decidieron seguir con la expedición. Entonces atravesaron, transversalmente, todo el continente sudamericano desde Guayaquil -Ecuador- en el oeste hasta llegar a la ciudad costera de Belén -Brasil- en el este. 

El pintor, grabador y fotógrafo madrileño Rafael Castro (1830-1865) se había formado en la prestigiosa Academia de Bellas Artes de San Fernando y viajaría luego a París para aprender de uno de los pintores que más influiría en los artistas de mediados del siglo XIX, Léon Cogniet -un maestro del Romanticismo y del Neoclasicismo-.  Rafael Castro buscaría antes de partir con la expedición el consejo de uno de los pioneros en fotografía de viajes, el inglés Charles Clifford, por entonces trabajando en España. Estos fotógrafos decimonónicos utilizaban el colodión húmedo, una técnica que permitía un menor tiempo de exposición, aunque, a cambio, sus destartalados equipos, de grandes placas de vidrio e instrumentos ópticos abigarrados, les obligaban a llevar pesadas cargas durante las difíciles tomas en el exterior. Finalmente la expedición científica española del Pacífico conseguiría una importante documentación sobre flora y fauna americanas, introduciría algunos animales autóctonos en España e incrementaría los fondos museísticos con cantidad de datos naturales y culturales. Pero la realidad fue que sólo pasaría a la historia marginalmente, sin ninguna gloria nacional ni científica. Jiménez de la Espada se empeñaría en continuar la expedición a partir de marzo de 1864 y esa iniciativa -llamada entonces El gran viaje- le llevaría a conseguir un cierto prestigio científico. La aventura fue considerable ya que atravesaron el río Amazonas y las selvas peruanas y brasileñas hasta llegar a la desembocadura del poderoso río en el Atlántico. Escribiría de aquel viaje Jiménez de la Espada su obra Mamíferos del alto amazonas y publicaría la monografía Especies desconocidas de la fauna neotropical.

El fotógrafo Castro Ordóñez regresó a España en el año 1864 trayendo consigo unas trescientas placas fotográficas y un gran número de bocetos e ilustraciones de Brasil, Chile, Bolivia, Perú y la costa pacífica hasta California. Mostraría, como buen creador y artista, sus discrepancias con la Comisión científica por utilizar ésta más esfuerzos a la inmensidad que a la intensidad de las cosas... No podría él dedicar así el tiempo que consideraría necesario para profundizar en las costumbres y en los lugares impresionados. Al llegar a España a principios de 1865 -los restantes expedicionarios lo hicieron a finales de ese año- las autoridades le dieron la espalda, negándole cualquier retribución económica por su trabajo en la Comisión del Pacífico. El día 2 de diciembre del año 1865 se dispararía Castro Ordóñez en su domicilio de Madrid un tiro de revólver en el corazón, falleciendo así uno de los pioneros españoles en fotografías documentales de grandes viajes. La guerra del Pacífico, aquel enfrentamiento tan absurdo entre España y dos países sudamericanos -Perú y Chile-, llegaría a acabar también con el suicidio del Comandante general de la escuadra española en el Pacífico, José Manuel Pareja. Este almirante se habría sentido deshonrado por las fatídicas decisiones que llegó a tomar en un enfrentamiento naval con Chile donde se perdió la goleta Covadonga, cuando además la flota chilena era bastante inferior a la española. Tan sólo la intervención del nuevo recién nombrado Comandante general, el contralmirante español Méndez Núñez, consiguió recomponer el maltratado orgullo nacional y dejar en tablas -salvado el honor de la Armada- aquel desesperado conflicto naval del Pacífico. Hasta sucedería que en pleno conflicto, en las islas Chincha del Perú, la fragata Triunfo, aquella fragata en la que los expedicionarios se embarcaron ilusionados en Cádiz dos años antes, sufriría un trágico accidente en noviembre de 1864, cuando un producto inflamable provocase un incendio terrible y la fragata española acabara perdida, como toda aquella expedición maldecida, en el lejano océano Pacífico para siempre. 

(Fotografía de algunos de los expedicionarios españoles de la Comisión científica del Pacífico, 1862; Imagen de la cubierta de la fragata Triunfo, 1862; Autorretrato fotográfico de Rafael Castro Ordóñez, pintor y fotógrafo de la Comisión, 1862; Óleo del pintor francés Léon Cogniet, Autorretrato en su habitación en Villa Médicis, 1817, Museo de Cleveland, EEUU; Fotografía de los expedicionarios, 1862; Fotografías de Rafael Castro Ordóñez: Vista del acueducto de Río de Janeiro, 1862, Fotografía de la Estación de Chañarcillo, Desierto de Atacama, Chile, 1862; Fotografía del Teatro Principal, Lima, Perú, 1862; Imagen fotográfica de los científicos de la Comisión, de izquierda a derecha: Juan Isern, Fernando Amor, Patricio Paz, Jiménez de la Espada, Francisco Martinez y Manuel Almagro; Imagen de la fragata de la Armada española Triunfo, 1862; Cuadro del pintor español Castellón, Batalla Naval de Abtao -1866, Chile-, pintura de principios del siglo XX, Museo Naval de Madrid.)
 

8 de noviembre de 2012

La imaginación en la Pintura: a veces como un Arte sorpresivo o como un Arte creativo.



¿Qué es sino imaginación lo que se plasma en un cuadro, aunque sea la fiel representación de la realidad más nítida y correcta -casi fotográfica- de una imagen natural? Porque el ojo del artista presume siempre de conocer de antes lo que ve o mira, y que luego decodificará en cada trazo de lo que, finalmente, narrará en su lienzo con belleza. Sin embargo, hay una sagrada misión artística -no siempre asequible a todos los creadores- que hace creativa o no una imaginación inspirada. Esa misión sagrada consistirá en trasladar al observador la emoción contenida o semi-oculta en el universo de su creación artística. Pero, dejando aún ciertos sabores emocionales por asimilar de la obra, unas sensaciones ahora nuevas que, a cada revisión posterior, irá el espectador dilucidando con ellas el profundo motivo de toda esa emoción presentida de antes. Cuando el pintor realista Jean-François Millet (1814-1875) quiso transmitir las cosas de otro modo a como se habían transmitido antes con el Romanticismo, descubrió entonces que el Realismo más natural -el Naturalismo- podría servir mejor para lo que deseara expresar en un lienzo. ¿Cómo mostrar lo mismo de antes -belleza, equilibrio, naturaleza feliz- pero ahora de una forma distinta? Porque ahora el Arte habría sublimado de tal modo la realidad que ésta no parecía sino una pantomima ensimismada de la misma. Fue particularmente sensible Millet además con esa parte de la sociedad más vulnerable y dolida, ajena por lo tanto a esos paradigmas gozosos -mostrados en las obras clásicas o románticas de antes- de una fabulación ilusoria, del todo inexistente en la realidad de la vida más normal o vulgar de los humanos. Y entonces quiso plasmar el pintor  la imagen más veraz y vulgar de la vida humana. Pero hacerlo con la genialidad de enmarcarlo en  el mismo decorado fabuloso, inspirado, irreal, mítico y sosegado de antes. 

Para ello pinta en el año 1863 su lienzo La chica del ganso, una obra del Realismo artístico más curioso del siglo XIX. Porque en su obra vemos el desnudo vulgar y normal de una simple campesina representado ahora, sin embargo, como si fuese el desnudo más fabuloso de las heroínas míticas de antes. Tan fabuloso como el de aquellas inocentes ninfas de las leyendas griegas antiguas que, tímidamente, se acercaban desnudas a la orilla calmada de su maravilloso e idílico escenario mitológico. El motivo estético nos parece ahora incluso el de cualquier escena barroca, renacentista o romántica, donde la belleza del conjunto ocultara las posibles sensaciones agresivas o vulgares de lo real. Pero el autor lo consigue plasmar gracias a una novedosa artimaña: con una creativa y sutil imaginación trascendental. Porque la chica desnuda no es ninguna ninfa perfecta de belleza clásica, es solo una vulgar campesina del mediodía rural francés. Es una joven que, aunque desnuda -para hacer algo tan vulgar como lavarse en el río-, nos muestra ahora el gesto torcido de su figura poco grácil, nos muestra las manos ásperas y desproporcionadas de sus extremidades, sus pies deslucidos o una silueta demasiado mediocre para pintarla en un bello lienzo natural. Pero todo eso era, sin embargo, mucho más normal y real que el candoroso y bello perfil de las atractivas ninfas clásicas. Porque esos mediocres símbolos tan vulgares destacados aquí son ahora propios de su quehacer real y oprimido, diferente por completo a toda aquella estampa sublime y distante de las lánguidas, aristocráticas y fugaces criaturas tan bellas de antes.

Es la misma narración ideada -imaginada- de una visión manida en el Arte -el desnudo mítico y bello de una ninfa-, pero que ahora es una visión creativa tan solo por el hecho de haber sido construida de un modo que nos transmita algo más que belleza. Y esto es lo que algunos creadores han sido capaces de realizar también a veces, por ejemplo, con sus obras modernistas. El pintor español Beltrán Masses lo consiguió con su obra Alegoría de Carmen compuesta en el año 1916. Sin caer en un excesivo tipismo regional o folclórico, el pintor reconstruye la escena alegórica de la pasión sacrificada del personaje arquetípico español de Carmen, pero ahora lo hace sin mostrar los elementos figurativos propios -tan típicos- de su representación iconográfica folclórica, lo que sería justo lo contrario del realismo pictórico de entonces. Y todo ello con el equilibrio delicado y bello de un nuevo estilo artístico especialmente creativo, para sublimar así -elevarlo artísticamente- el tan tradicional asunto típico. La pintora norteamericana Rebecca Harp (Wisconsin 1973) consigue en estas obras alcanzar un virtuosismo clásico muy merecedor de elogios. Pero, a cambio, no muestra nada de aquel mensaje originado previamente, es decir, de aquel mensaje artístico que demostraba que el creador usará  a veces el Arte para componer una idea previa -imaginación creativa-, en vez de ser usado por éste -por el Arte- para hacer otra cosa, perfecta y bella, pero sorpresiva, incluso para el propio creador, imprevista absolutamente en una obra ahora creativamente improvisada. En su web nos dice la autora: Aunque el acto de la creación, de la separación de la luz y la oscuridad, pueda llegar a ser demasiado audaz y arrogante, el proceso de percepción de la pintura me pone en un estado de ánimo por el que estoy más servil y sensible a la naturaleza y, por tanto, más capaz de dejar que la pintura me lleve a un lugar que no podría haber imaginado.

Porque este es el Arte sorpresivo, el que llevará al pintor de manera inevitable a una creación sobrevenida, sin saber siquiera adónde le llevará... Este es el Arte que plasma algo improvisado sin un mensaje previo razonado, sin un fundamento anterior que transmita ahora algo más de lo correcto que lo hace. Y luego está el Arte creativo, donde la imaginación creativa hilvana antes que nada cuál es el objetivo pretendido, cuál la expresión simbólica que trazará, además de belleza plástica, además de impresión emotiva, el sentido más profundo o metafórico de un sentimiento transido. Van Gogh lo conseguiría hacer siempre en sus obras impresionistas. Otros, como el desconocido pintor norteamericano Albert Pinkham Ryder (1847-1917), a veces lo conseguirán. Como se ve en su obra tan inexpresiva con el subjetivo mundo imaginativo de su Arte anacrónico, por ser extemporáneamente romántico. Un Arte donde el pintor reflejaría, sin verse, el profundo desamparo humano de la vida, ese desolado sentimiento ante las desconsideradas y viles fuerzas de una Naturaleza hostil o de una vida demasiado desvalida o demasiado indefensa.

(Óleo Alegoría de Carmen, 1916, del pintor español modernista Federico Beltrán Masses; Obra Retrato femenino, de la pintora norteamericana actual Rebecca Harp, EEUU; Óleo Ingrid, 2003, Rebecca Harp, EEUU; Cuadro Sin modelo, de la misma autora, actual, EEUU; Obra de la misma pintora, Interior del Palazzo, 2004, EEUU; Óleo de Van Gogh, Celebración del 14 de julio en París, 1886; Obra del pintor naturalista francés Jean-François Millet, La chica del ganso, 1863, Maryland, EEUU; Óleo del mismo pintor Millet, Desnudo reclinado, 1845; Cuadro Jonás, 1885, del pintor americano Albert Pinkham Ryder, Museo Smithsonian, EEUU.)

5 de noviembre de 2012

La servidumbre humana, sus historias, sus protagonistas y el Arte.



El pintor español Murillo (1617-1682) sería el encargado de componer un inmenso lienzo para una capilla dedicada a San Antonio de Padua en la catedral de Sevilla. La enorme obra artística, cinco metros y medio de alto por tres metros y medio de ancho -el mayor lienzo pintado por Murillo y uno de los más grandes de toda la pintura española-, fue colocada además en un suntuoso marco de madera tallado por Bernardo Simón. Ubicado finalmente en el baptisterio de la capilla de San Antonio en noviembre del año 1656, era tan impresionante su visión que, siglos después, el mariscal napoleónico Soult decidiría llevarse la obra de Murillo en el año 1810, cuando las tropas francesas a su mando controlaban la ciudad de Sevilla y lo que tuviese entonces de valor artístico. Sin embargo, el cabildo de la catedral sevillana le ofrecería mejor, a cambio, otra obra del mismo pintor, el lienzo Nacimiento de la Virgen. El general francés no puso inconveniente y así fue como el San Antonio de Murillo pudo conservarse en Sevilla. La pintura ofrecida a cambio acabaría terminando entre las piezas exhibidas en el museo del Louvre.

Pero, la servidumbre de las cosas valiosas no acabarán nunca su riesgo azaroso, ni siquiera a salvo de una virtual sustitución proverbial de una obra por otra...  A las ocho de la mañana del cinco de noviembre del año 1874 un empleado de la catedral sevillana descubriría una agresión al cuadro de Murillo. Esta obra era una creación extraordinaria del Barroco español y la habían seccionado vilmente, llevándose una parte importante del lienzo. El ladrón comprendería todo su valor, pero no podía hacerse con toda la pesada obra de Arte ni transportarla.  No se le ocurrió otra cosa que cercenar el lienzo y elegir la más elogiosa parte del mismo: la figura arrodillada del santo portugués. Aun así, el trozo extraído todavía medía bastante para un cuadro: un metro y ochenta y cinco centímetros de alto por un metro y noventa centímetros de ancho. Inmediatamente las autoridades españolas pusieron un anuncio con dos imágenes del cuadro, antes y después del robo, en una publicación internacional, La Ilustración española y americana. Pero no sería hasta enero del año siguiente cuando un anticuario de Nueva York, Williams Schaus, recibiera de un español -al parecer llamado Fernando García Vinuesa- la obra fragmentada para venderla. Este honesto comerciante neoyorquino, informado del robo de la obra, lo puso en conocimiento de la embajada española días después. 

Lo sucedido rozaba el misterio decimonónico más surrealista por entonces: el fragmento del lienzo cercenado, recompuesto entre cuatro bastidores, fue embarcado con rumbo a Cuba para, finalmente, ser enviado tiempo después a España. El sospechoso -autor o cómplice- sería puesto en libertad y el lienzo seccionado llegaría a Sevilla con la alegría devaluada por el deplorable estado de la obra. Tuvo que ser restaurada -cosida, encastrada y unida añadiendo partes eliminadas- en una de las más importantes reconstrucciones artísticas llevadas a cabo por la Academia de Bellas Artes de San Fernando. Años después, cuando el novelista inglés William Somerset Maugham (1874-1965) viajase a España en 1897 acabaría visitando Sevilla a principios del mes de diciembre y tuvo ocasión de ver la obra. Maugham terminaría fascinado por la cultura y la sociedad andaluza que viese. Escribiría hasta un libro de ese juvenil viaje, Andalusia, Sketches and Impressions.

En uno de los capítulos del libro dedicado a la ciudad andaluza escribe Somerset Maugham: En el baptisterio, llenándolo todo con una cálida luz, está el San Antonio de Murillo, tela que produce más que ninguna otra una intensa emoción religiosa. El santo, alto y enjuto, de rostro hermoso, contempla al Divino Infante suspenso en una niebla dorada con un éxtasis que raya los límites de lo sobrenatural. Es interesante considerar si un artista necesita experimentar el sentimiento que desea transportar a la tela. Cierto es que muchos cuadros han sido pintados bajo la influencia de un profundo sentimiento que no produce, sin embargo, efecto alguno sobre el espectador, y es bastante probable que los italianos primitivos sintieran muy pocas de las emociones que sus telas expresaban. Sabemos muy bien, por ejemplo, que las obras maestras del Perugino, tan conmovedoras, tan animadas de religiosa ternura, fueron en gran parte cuestión de dinero contante y sonante. Pero Luis de Vargas -pintor sevillano del renacimiento-, en cambio, se humillaba a diario flagelándose y usando el cilicio, y Vicente Joanes -pintor valenciano del Barroco- se preparaba por medio de la confesión y la comunión para trabajar en una tela. La impresión que puede inferirse de Murillo por medio de sus obras es confirmada por el estudio de su vida simple y mesurada. No poseía él la turbulenta piedad de los otros dos, sino una dulce y serena devoción que lo llevaba a pasar largas horas en la iglesia, sumido en hondas meditaciones. El, sea como fuere, sentía todo lo que expresaba.

En el año 1915 publicaría Somerset Maugham su novela Servidumbre humana. De rasgos semi-autobiográficos, la obra literaria relata la historia de un joven huérfano que sufriría toda clase de humillaciones y vilezas durante su adolescencia. La crítica fue muy despiadada por entonces y descalificaría la novela con esta invectiva frase demoledora: parece la servidumbre sentimental de un pobre tonto.  El autor reconocería que la escritura del relato le había servido para exorcizar sus demonios de juventud, y le aliviaría así la angustia que, durante mucho tiempo, le hubo causado su propio tartamudeo. William Somerset retrataría en la novela con crueldad y desgarro la servidumbre a que nos someterán nuestros propios deseos y anhelos, así como también la imposibilidad de zafarse del encadenamiento emocional a que nos acabarían llevando, inevitablemente, esas mismas pasiones.

(Detalle de la obra San Antonio de Padua, 1665, del pintor español Murillo, Museo de Bellas Artes, Sevilla, obra procedente de un convento Capuchino; Imagen del cuadro La Santa Cena, 1650, Bartolomé Esteban Murillo, Iglesia de Santa María la Blanca, Sevilla, cuadro rechazado entonces por el mariscal Soult por su tenebrismo; Óleo Visión de San Antonio de Padua, 1656, Murillo, Catedral de Sevilla; Fotografía del mismo cuadro, capilla de San Antonio, Catedral de Sevilla, fuente: leyendasdesevilla.blogspot.com.es; Pintura Nacimiento de la Virgen, 1660, Murillo, Museo del Louvre, París; Retrato de William Somerset Maugham, 1931, del pintor inglés Philip Steegman.)
  

2 de noviembre de 2012

La capacidad de tolerancia más grande ante la vida y el mundo la produce el Arte.



El Arte nos educará en tolerancia mucho más que cualquier otra cosa en este mundo. La capacidad crítica se desenvuelve en el Arte de un modo suave, tolerante, hacia el aspecto valorable de lo que atraiga o repele en el gusto. También con aquello que tiene que ver con el modo de hacer Arte, es decir, con la composición o el resultado -éste subjetivo- de lo que acabemos apreciando en una obra. ¿Hay algo más universal, transversal e imparcial -nos guste o no lo que veamos- que el propio Arte? Cuando un ateo observe el cuadro de la Sagrada Familia del pintor renacentista Rafael, ¿pensará acaso que lo que mira ahora, la belleza de lo que tiene delante, es algo rechazable, objetable o alienante para un espíritu materialista, agnóstico o anticlerical? Del mismo modo, cuando los herederos de los enemigos de la Francia imperial de principios del siglo XIX vean el magnífico lienzo del pintor David sobre el dictador Napoleón, ¿pensarán que nada de belleza puede deducirse de un alarde tan belicista, imperialista o megalómano? No, no es ese el sentido del Arte. Porque el Arte -el verdadero Arte- es la única representación cultural que no irrumpe negativamente con motivos propagandísticos, torticeros o parciales de alguna expresión interesada para manipular conciencias o voluntades. Por eso mismo, no existe otra cosa como el Arte para enseñar la tolerancia en el mundo.

Es como la Belleza, que nunca se cuestiona nadie si lo es o no realmente dependiendo de su origen, venga ésta de donde venga, proceda de una cloaca o de una elegante fragancia, de una cuna inferior o de una alta cumbre social, de una basta y desollada llanura o de un maravilloso e idílico vergel natural: la Belleza asombrará siempre gratamente venga de donde venga. Si no hubiese sido por la iglesia católica y su decidida defensa de la imagen como vehículo de fe, probablemente hoy no estaríamos viviendo en la actual civilización de la imagen, de tanta influencia en nuestras vidas. Como es bien sabido de las grandes religiones monoteístas, el Judaísmo y el Islam rechazan el uso de las imágenes en lo religioso, e incluso el propio cristianismo estuvo en peligro de suprimirlas durante el famoso episodio de los iconoclastas (destructores de imágenes), que tuvo lugar en Bizancio allá por el siglo VIII. Tras la querella de los iconoclastas hubo otro momento delicado que hizo peligrar la utilización de imágenes en la Cristiandad occidental. Fue el cisma de Lutero en el siglo XVI, cuando rechazó el uso de imágenes en los templos por su manifiesta exhibición de lujo e idolatría. (Profesor Pablo López Raso, El triunfo de la imagen, de las catacumbas a los jesuitas.)

Podemos estar o no de acuerdo con el país donde haya nacido un pintor, o con la cultura regional de donde proceda éste, o hasta con la filosofía que ilumine su mente, pero, sin embargo, su obra artística siempre será el resultado del imparcial objetivo misterioso y desinteresado que es el Arte. De algo que es autónomo en sí mismo y no pertenece a nada ni a nadie, ni siquiera al propio creador que lo origine. Tan sólo a la grandiosidad artística de su acabado eterno, a la maravillosa expresión de sus colores ecuánimes o a la perfecta composición plasmada de su infinito encuadre. Y estas son las únicas cosas que se adueñan del motivo real -independiente- de todo sentido artístico expresado en una obra de Arte. Luego, incluso, llegaremos a admirar, o no, su virtuosismo con algún alarde comunicador o simbólico que posean las obras. El Arte sirve para comprender y para relativizar las cosas del mundo, aceptando la belleza como un elemento unificador de posiciones o de delirios enfrentados. Y todo esto, contenido y continente artístico, desarrollarán en el Arte las definitivas formas de enjuiciar solo las armas estéticas de la creación sublime. En algún caso como una exaltación genial para poder expresar alguna de las grandes cosas que abrumen a los seres humanos, y en otros como la manifestación más bella que de una emoción sincera sea capaz de expresarse en un cuadro.

(Óleo del pintor Rafael Sanzio, La Sagrada Familia del Roble, 1518, Museo del Prado, Madrid; Cuadro Napoleón cruzando los Alpes, 1801, del pintor neoclásico David, Alemania; Óleo Isaac bendiciendo a Jacob, 1638, del pintor flamenco Govert Flinck, Museo de Amsterdam; Pintura del pintor postimpresionista Gauguin, Jacob en lucha con el Ángel, 1888, Galería Nacional de Escocia; Óleo Sheherazade, 1913, del pintor austro-húngaro Franz Helbing.)

28 de octubre de 2012

El sentimiento de pudor como una manifestación sincera y libre de los seres.



El Arte nos invita a respirar libertad y belleza, armonía y seducción; también equilibrio y contraste, virtuosismo, expresión, candidez y sobrecogimiento. Y mucho más... Pero, sobre todo, el gesto humano interpretado ahora desde la más exquisita inspiración personal, demostrando la inmensa capacidad expresiva que pueda llegar a manifestar una misma emoción humana. Y en la representación de la belleza erótica del cuerpo femenino los pintores han transmitido sus personales características iconográficas, psicológicas y sociales. A veces con el pudor como un rasgo asimilable o no a su objetivo expresivo final. Hay diversas formas de pudor como hay diversas formas de mentir, de amar, de pintar o de entenderlo. En esta muestra de imágenes artísticas destacaré diferentes semblanzas de pudor que sus creadores pudieron idear con sus obras de Arte. Primeramente está el pudor natural, el más sereno, el más respetado incluso, el que se expresa desde la razón más elogiosa de una imagen sosegada. Aquí, en el cuadro del pintor mexicano Ángel Zárraga, la modelo señala con su pudor ahora la humanidad más razonable, la más equilibrada, la que cubre así los motivos racionales más importantes de su especie. Demuestra que su mente es sólo ahora para ella lo más importante, lo más salvable, lo único que se permitirá esconder así bajo su velo.

Luego, el creador español Romero de Torres nos sitúa ante el pudor indiferente, ese tipo de pudor con el que da igual lo que se vea o lo que se oculte, o lo que se quiera o no velar ante los ojos. Ese pudor que sepa esconderse así bajo una capa... En este caso la bella modelo se desboca aquí natural y perfecta, inevitable y rigurosa. Sin recatarse en nada que sienta ahora que obedece a algún pudor artificioso, porque da igual lo que ahora se desprenda del gesto orgulloso de su estampa. Pero existe también otro pudor, el pudor más inevitable, aquel inexistente para todos, el aprensivo, el hierático o solemne. Especialmente posible por la representación justificada de un concepto irreverente... Es ahora la Magdalena penitente, la que tiene más que ganado el verdadero pudor de su actitud, la modelo que eterniza la virtud de lo entregado, del espíritu sensible, casi infantil, y que descubre así el puro valor de lo sagrado. Después está la modelo descarnada, la que no se permite ningún pudor determinado. La que demuestra que está todo justificado así con su gesto, la que nada teme porque nada puede elegir..., la que la muerte amenaza.

Así nació ella, desnuda; y así vivió, desnuda; y así -desnuda- deberá dejar también de hacerlo. El creador español Eugenio Hermoso se aproxima aquí a enfrentar los dos extremos más salvajes de nuestro mundo: la vida y la muerte; y ambos extremos están aquí ahora desnudos, sin ambages, sin recatos ni amuletos, sin adornos ni equipajes. Pero también existe otro pudor, un pudor más arriesgado, más auténtico, el que se vence y sostiene a solas ocultando apenas ya su rostro, demostrando el motivo más sagrado de su ocultación: su respeto por sí misma y por los otros. Es la obra del pintor canario José Aguiar García la que consigue representar el pudor obligadamente desvelado, el más solemne pudor o el más hermoso, pero, también, el más vencido y desolado. Por último una obra diferente, una forma distinta de Arte para entender algo más el pudor. La pintora francesa Kiéra Malone nos muestra una extraordinaria obra de desnudo. En su creación la belleza prima sobre todo y revela así el pudor ahora con el desnudo más velado, el que manifiesta el sentido más clásico y condescendiente junto con el más verdadero significado de una expresión pudorosa... Vemos así un desnudo ahora del todo esplendoroso y maravilloso, pero no los designios ni los rasgos de ninguna intimidad impudorosa

Cuando los dioses griegos pensaron la necesidad de crear en el mundo sus criaturas, decidieron utilizar la tierra, el fuego y el agua para modelar todas las especies diferentes. Entonces enviaron a dos titanes primordiales, Prometeo y su hermano Epimeteo, para que proveyesen las facultades que cada especie precisase para vivir. Epimeteo le pidió entonces a su hermano que le dejase elegir la distribución de las facultades: una vez que yo haya hecho la distribución  tú luego la supervisarás, le dijo. Así, Epimeteo le dió a unas especies la fuerza pero no la rapidez, ésta se la entregaría a otras más débiles. A unas especies les daría armas para defenderse, a otras les proporcionaría sutileza. A las que tenían un cuerpo pequeño las dotaría de alas para huir, a otras especies la habilidad para guarecerse, y así... Pero como Epimeteo no era del todo muy sabio gastaría pronto todas las facultades en los animales, quedando la especie humana sin equipar en nada. Al llegar Prometeo para supervisar lo realizado observa que todos los animales están facultados pero al hombre lo encuentra desnudo, sin calzado, sin abrigo e inerme.

Es entonces cuando, apiadado y generoso, Prometeo robará a Hefesto y Atenea -los dioses griegos del fragor luminoso y la sabiduría- el fuego y las artes para que con ellas pudieran los hombres sobrevivir. De este modo acabarían por reproducirse y desperdigarse por el mundo. Pero, sin embargo, sólo podrían vivir así los hombres solos. Cuando decidieron vivir juntos algunos de sus miembros les fue imposible hacerlo. No sabían comportarse juntos, no tenían conocimiento para ello, se ultrajaban, se abatían o se insultaban. Les faltaba otro arte, una sabiduría muy diferente, algo que sólo Zeus poseía guardado en el Olimpo. De esta manera fue como Zeus, convencido de que no sobrevivirían así los hombres, envió al dios Hermes para que les llevase ahora el pudor. Pretendía el gran dios que reinase entre ellos la justicia, la amistad, el respeto y la armonía. Hermes le preguntó entonces al poderoso Zeus la forma de repartir el pudor entre los hombres: ¿Lo distribuyo como fueron distribuidas las demás facultades? Quiso decir Hermes que, con que a uno de ellos le tocara un arte, éste se encargaría de mantener a los demás hombres -con que uno, por ejemplo, dispusiera del arte de la medicina bastaría para tratar a los demás, y lo mismo con las otras facultades-. Insistió Hermes, ¿reparto así la justicia y el pudor entre los hombres, o bien los distribuyo entre todos por igual? "Entre todos", respondió Zeus. "Y que todos participen de ellas, porque si participan de ellas sólo unos pocos, como ocurre con las demás artes, jamás habrá civilización. Además, establecerás esta ley: Que todo aquel que sea incapaz de participar del pudor y de la justicia sea completamente eliminado como una horrible peste que deba ser alejada siempre de la comunidad."

(Óleo La bailarina desnuda, 1907, del pintor mexicano Ángel Zárraga; Cuadro del pintor español Julio Romero de Torres, La niña torera, 1928; Óleo del pintor del renacimiento italiano Giampietrino, Magdalena penitente, 1550; Pintura del pintor español Eugenio Hermoso, La muerte y un desnudo, 1940; Óleo Desnudo, siglo XX, del pintor canario José Aguiar García, Museo Bellas Artes de San Fernando, Madrid; Pintura de la creadora actual francesa Kiéra Malone, Desnudo.)

25 de octubre de 2012

Sólo se ama lo que se conoce, y ese conocimiento debe ser libre, accesible y primario.



Uno de los corsarios del siglo XVI más desesperantes para la Corona española lo fue el inglés Walter Raleigh (1552-1618). Apasionado del mar, atravesaría el Atlántico decenas de veces para conseguir la gloria en la conquista y el honor en la victoria. Apoyado por la reina Isabel I de Inglaterra, lograría colonizar las costas atlánticas de la Virginia norteamericana. En el año 1596, participaría en el asedio británico a la ciudad de Cádiz en una de las muchas guerras de Inglaterra contra España. Sin embargo, con los años iría alejándose de la corona británica -Isabel I, su valedora, moriría en 1603-, sobre todo después de la llegada de un nuevo rey al trono inglés. Sería el pirata Raleigh entonces hasta encarcelado por traición -no apoyaría al nuevo monarca favorable a España- durante doce años en la Torre de Londres. Las relaciones entre ambas coronas europeas terminarían mejorando y la piratería inglesa dejaría, al menos por entonces, de tener patente oficial. Es por lo que ante una de sus últimas acciones corsarias, Walter Raleigh acabaría siendo detenido, condenado a muerte y decapitado finalmente en Whitehall durante el otoño del año 1618. El pintor prerrafaelita John Everett Millais lo pintaría una vez de niño sentado cerca del mar, absorto ante historias relatadas de lugares lejanos llenas de monstruos, tesoros, maravillas, luchas o leyendas del mar. El marinero relator -de espaldas a nosotros- le señala al joven Raleigh hacia el sur o hacia el oeste, indicando así las lejanas y enemigas fronteras de España y su imperio. Lugares todos a los que, algún día, mucho tiempo después, osaría el corsario inglés dirigirse para realizar sus apasionados sueños de la infancia.

Unos deseos de aventuras alumbrados por sus mayores, por aquellas leyendas y relatos contados al amparo de un anhelo impenitente o de una voluntad litigadora, o de una visión de conquistas, triunfos y gloria. Recreamos así nuestros deseos más arraigados en la infancia, provocados por el influjo inconsciente de un ambiente propiciatorio. Imitamos los anhelos seducidos de los otros y descubriremos así sus historias, esas que nos enamoraron de las cosas que sedujeron nuestros años precoces. Admiraremos todo ello con los ojos sorprendidos de lo ajeno, de lo que desconocemos aún pero que aprenderemos luego, en nuestra mente, arrogados por un sueño implantado por los otros. Rodeado entonces de pasiones, de gestos y mensajes; también de imágenes, de versos, de gráficos o de cantos... De misterios, en definitiva. De cuentos desvelados por el ejercicio continuo y sutil de un saber influenciado. Sólo las cosas que se marquen profundas a una edad temprana, podrán llegar a causar luego el sentido más poderoso de nuestro acervo perviviente. Ese sentido que, mucho más tarde, precisen las acciones que nos basten para calmar los deseos que arrastren así nuestra vida hacia adelante.

Las técnicas o alardes estilísticos de muchos creadores fueron establecidos ya desde su infancia. El historiador Gombrich, para justificar esa teoría, utilizaría una vez el caso del gran pintor barroco Rubens. Con ella probaría que este genio flamenco del Arte comenzaría a dibujar el cuerpo humano así, de esa forma característica tan suya, como lo hacía con su expresión tan rubensiana, condicionado por los manuales que instruyeron ya su infancia. Y el dibujo no sería por entonces, sin embargo, una asignatura especialmente destacable en el aprendizaje de la infancia. No lo sería hasta el siglo de las Luces, es decir, un siglo después de Rubens. Fue el filósofo francés Rousseau quien establecería las bases o enseñanzas del dibujo moderno. Lo haría en su obra literaria Emilio, publicada en el año 1762, donde incluiría al dibujo como una disciplina fundamental para la educación de los niños. A partir de ahí, finales del siglo XVIII y principios del XIX, esa influencia de Rousseau determinaría toda la creación pictórica posterior, llegando a alcanzar su influjo a una de las revoluciones artísticas tiempo después más decisivas de la historia: el advenimiento del Arte moderno.

Cuando el pintor español Delfín Salas alumbrase su familiar vocación militar se encontraría, sin embargo, influido por un aprendizaje artístico orientado ya desde su infancia. Admirado por las historias de sus mayores y los dibujos de soldados de aquellos Tercios españoles, dejaría volar su deseo artístico inspirado ahora en la imagen gallarda de su vocación primera. De ese modo, se acabaría dedicando luego más al Arte que a la guerra. Crearía en sus lienzos épicos los momentos emocionales escuchados de su infancia, esos relatos de orgullo, leyenda y gloria de sus héroes románticos. Pintaría una vez una de las cargas de caballería más heroicas de su ejército español. En su pintura Carga de Taxdirt (hecho real sucedido en Marruecos en el año 1909) proyectaría el pintor español toda aquella expresión asumida desde antes. En ella, plasmaría el trágico momento heroico en el que un regimiento de caballería español se decide a cargar entre enemigos a cubierto. Y, sin embargo, sólo la carga de caballería está ahora aquí insinuada (no vemos nada más que nos exprese qué es lo que pasa) tan solo por el gesto ofensivo de una desenvainada espada.

El pintor prerrafaelita Everett Millais pintaría una obra legendaria y sorprendente sobre el año 1857, Sir Isumbras en el vado. Con ese título se relataba un poema medieval de historias y leyendas de caballerías. En la obra pictórica un anciano caballero cabalga aún por la vida, después de haber llevado muchos años de vaivenes, luchas, soledades y dramas. Pero, en esta ocasión lleva sobre su cabalgadura a dos pequeños junto a él. Esos pequeños son su legado más vital y duradero. Y el pintor lo decide así, dedicando al héroe compungido el alarde de poder transmitirles algo de toda aquella heroica vida vagabunda. Es ahora la infancia quien recoge aquí la potestad de toda esa experiencia cabalgada, de una etapa vital que puede ahora ya, por fin, reconocer las desgranadas o sabias ansias de una vida terminada. La fotógrafa rusa Anka Zhuravleva (1980) comenzaría su infancia rodeada de libros de Arte y útiles de dibujo de sus padres artistas. Quedaría huérfana de ambos tiempo después, y, para entonces, se entregaría a una vida vagabunda, bohemia y artística a saltos. Pero pudo dirigir a cambio su vida a la pintura, aquello que aprendiera de pequeña entre los ojos de una niñez determinada. Aun así, en el año 2006 cambia definitivamente su vocación artística del Arte a la fotografía. En esta actividad desarrollará toda aquella ilusión artística primigenia de entonces. Toda aquella pasión creativa que aprendiera en los años en que ella comenzara entendiendo, aun vagamente, que lo único que existe es lo que quedará de antes..., de aquello que ella viera y aprendiera rodeada de su infancia.

(Óleo La infancia de Raleigh, 1870, del pintor John Everett Millais, Tate Gallery, Londres; Cuadro Carga de Taxdirt, del pintor español Delfín Salas -fallecido en 2007-, representa una carga de caballería en Marruecos en 1909; Dos fotografías de la fotógrafa rusa Anka Zhuravleva, actualidad; Óleo Sir Isumbras en el vado, 1857, del pintor John Everett Millais, Inglaterra.)

22 de octubre de 2012

Un cierto rubor de consistencia y un fuerte mensaje necesario: la tregua del Arte.



El gran novelista español Pérez Galdós escribiría un ensayo en el año 1889 a propósito de un viaje a Inglaterra. En uno de sus artículos describía una parte geográfica de ese país: Entre Newscastle y Birmingham el viaje es entretenidísimo pues se pueden admirar las catedrales de York y Durham. Después se atraviesa una de las comarcas fabriles más interesantes, la de Hallamshire, donde campea Sheffield, la metrópoli de los cuchillos. Sin detenerme recorro esta región contemplando la inmensa crestería de chimeneas humeantes que por todas partes se ve. Y luego llego a Birmingham, ciudad populosa, una de las más trabajadoras y opulentas de Inglaterra. Un poco más alegre que Manchester, se le parece en la febril animación de sus calles, en la negrura de sus soberbios edificios y en la muchedumbre y variedad de establecimientos industriales. La estación de este formidable emporio industrial es de tal magnitud, hay en ella un vaivén tan vertiginoso de trenes y gentío tan inquieto, que no me extrañaría que perdiera el sentido quien, desconociendo la lengua y las costumbres, quisiera indagar una dirección en aquella Babel de los caminos humanos...   Cuando el pintor inglés John Martin (1789-1854) quiso representar una imagen de cómo debía ser el fin del mundo, se inspiraría en la negrura humeante y despiadada del horizonte más desolador de la región inglesa de Birmingham.

Había visitado el pintor británico el llamado País Negro, una zona de la West Midlands situada entre Birmingham y Wolverhampton. Durante la Revolución Industrial del siglo XIX se convirtió esa región en una de las zonas más ferozmente industrializadas de Inglaterra. La denominación País Negro (Black Country) fue una expresión del año 1840 que  debía su nombre a la gran cantidad de hollín negro de las abundantes chimeneas industriales de la región. Y es así como, en el año 1853, crearía el pintor John Martin su apocalíptica obra denominada El fin del mundo. En una de las reseñas que el Tate Gallery dedica a este cuadro hace mención al libro del Apocalipsis: Y vi cuando abrió el sexto sello y se produjo un gran terremoto, y el sol se puso negro como un saco de crin y la luna entera se puso como sangre; y las estrellas del cielo se cayeron a la tierra como deja caer sus brevas la higuera por el viento. Y el cielo fue cediendo como un rollo que se envuelve y todas las montañas e islas fueron removidas de sus lugares. Y los reyes de la tierra y los ricos y los fuertes y todo siervo y todo libre se escondieron en las cuevas y entre las peñas de las montañas. Y decían a las montañas y a las peñas: ¡caed sobre nosotros y escondednos de la faz de aquel que está sentado sobre el trono!; porque ha llegado el gran día de su ira y, para entonces, ¿quién podrá sostenerse en pie? 
 
Los motivos inspiradores de su Arte hacen a los pintores de un virtual enlace entre un mensaje consistente -la obra de Arte- y un ser necesitado de sosiego, de algún tipo de tregua existencial -el espectador de la obra-. Así, buscaremos entonces en el Arte de un modo inconsciente la reconfortante sensación tan necesitada de un alivio existencial. Esté plasmado ese alivio estético entre las obras protegidas por los muros decorados de museos fervorosos, o entre las láminas coloreadas de algún catálogo infrecuente, o entre las páginas virtuales y cercanas de un ubicuo internet. Por eso internet -sus imágenes de Arte- nos reconfortará y ayudará a encontrar lo requerido cuando sintamos, por ejemplo, la insidiosa orfandad de una estética... Nos acercará así a la creación determinada que se aviene generosa a calmar nuestro espíritu anheloso. Y el Arte que veremos nos descubrirá entonces el auxilio del talento, del color, de la forma y del contraste de algún mensaje estético solvente. Esta es la tregua del Arte. Una tregua que necesitaremos a veces entre la acción y la emoción de una vida desatenta.

Cuando el pintor francés Manet quiso expresar la ceremonia plástica de un instante emotivo, pensó que nada lo haría mejor que impresionar ese instante con los propios sujetos que lo miran... Su obra El ferrocarril trata de plasmar la estremecedora entrada de un tren en su estación parisina. Pero, sin embargo, nada en la obra representa una estación ni una línea de ferrocarril, ni un tren siquiera. Sólo veremos a dos personas en el plano de la obra. Una joven sentada que nos mira indolente y una niña -que mira lo que no vemos- de espaldas a nosotros. Esta observa a través de la reja lo que parece una estación. Una enorme nube de humo -lo único que insinúa lo titulado- oculta parte de ese fondo apenas presentido. Un fondo donde no vemos nada que aclare lo que oculta la obra. Porque ahora no vemos más que rejas, edificios y plantas. Pero el autor lo dejará claro con su título: lo que pinta es un ferrocarril. Lo mira la niña pequeña que nos ayudará a entenderlo. Incluso, su hermana nos confunde, ¿por qué no se sorprende también y mira lo que pasa detrás de ella? Pero no, porque ella sólo es ahora una modelo sosegada -como nosotros, receptores de la tregua del Arte-, lejos totalmente del feroz acontecimiento de su espalda.

La obra La buenaventura del pintor modernista español Romero de Torres nos muestra ahora, sin embargo, los gestos pasionales de un deseo representado. Con la imagen del conjunto y un primer plano que parte sale del encuadre, vemos a una echadora de cartas y a una joven distraída. Al fondo se refleja ahora la acción principal de la obra: el abandono pasional de una pareja enamorada. Luego ella se lamenta y se sitúa, compungida, resignada y melancólica, frente a la sonrisa insidiosa de una aviesa adivina. La creación maneja aquí dos tiempos distintos en dos escenarios contrapuestos. Pero sólo el paisaje de uno de ellos existe ahora, subordinado, en el universo pictórico del otro. Ambos escenarios comparten la misma historia pero sólo ahora uno existirá realmente. Y existe ahora porque el otro lo requiere así. Sirven ambos para transmitir lo mismo porque son lo mismo y son dos cosas diferentes. Y el Arte lo consigue hábilmente porque nos devuelve tanto un sentido como el otro. Del mismo modo que antes en la obra de Manet, ahora también lo acabaremos entendiendo... Como entendemos que la vida y el Arte no son más que dos instantes solapados de una misma experiencia existencial. Una -la vida- que vivimos claramente y otro -el Arte- que requerimos a veces para poder sobrellevarla, calmarla, asimilarla, sublimarla o amarla.

(Óleo El Ferrocarril, 1873, Manet, National Gallery de Art, Washington, EEUU; Cuadro Crepúsculo sobre un lago, 1840, Turner, Tate Gallery, Londres, aquí el pintor romántico Turner nos presenta una escenario indefinible, tan sólo el color recrea lo que la imaginación alumbra vagamente; Obra del pintor británico John Martin, El fin del mundo, 1853, Tate Gallery, Londres; Óleo La buenaventura, 1922, Julio Romero de Torres, Museo Thyssen, Málaga.)

20 de octubre de 2012

Renacer, volver a ser otro, ese es el auténtico renacimiento, algo que Arte alguno nunca podrá conseguir.



En el bíblico paraíso terrenal habitarían todo tipo de especies animales, fieras o no. Aunque, también cada cual obedecería a su propio instinto equilibrado o a su buen hacer biológico... o espiritual. Y así de bien funcionaría todo hasta que, de pronto, algo muy grave sucediera por entonces. Una de aquellas especies de aquel paraíso, una de las aves más extraordinarias habidas jamás, de colores brillantes y destacados, anidaría además beatífica y candorosa en lo alto de un espléndido rosal de ese paraíso. Pero poco después todo ese mundo idealizado se trastornaría por el descalabro fatal de un equilibrio inexistente. Porque cuando el hombre y la mujer eligieron -azarosos- ser libres y hacer su propia voluntad fueron condenados, inapelablemente, a abandonar de inmediato el edén paradisíaco. Y entonces un ángel flamígero con su espada decidida e insensible acompañaría, impasible, a los dos seres al final del paraíso. Pero de la invencible espada de ese ángel brotaría una chispa peligrosa, un rayo llameante que prendería fatalmente el inseguro nido de aquel ave extraordinaria. Ardería entonces todo el nido y lo que dentro de él había. Pero, por haber sido tan piadoso, por haberse negado a tomar parte en aquella perdición paradisíaca, a este ave desgraciado se le concedieron varios dones. El más importante acabaría siendo una inmortalidad peculiar: poder renacer siempre de las desprendidas cenizas de su sacrificio. Cuando sintiera que llegaba el momento de morir volvería a crear su nido confiado, colocaría en él su nuevo huevo, y, tres días después, empezaría a arder todo su cuerpo como entonces. El ave Fénix se consumiría así, de nuevo, por completo. Luego, del huevo inusitado renacería el mismo ave antes consumido, siempre ahora único, siempre permanente y siempre redivivo.

Para el ser humano su mundo personal no se limitará solo a los acontecimientos de su pasado, sino que deberá incluir también las enormes posibilidades de un futuro por vivir. Porque éste está ahí siempre para nosotros. Aunque no lo sepamos aún. Sin embargo, es nuestro antes de que exista. Debemos proyectarnos hacia él porque esa proyección es lo que nos hace, entre otras cosas, humanos y nos distingue de las demás especies terrenales. Lo que nos diferencia de sólo existir, de sólo habitar o de sólo vegetar. No debemos perder nunca esa sensación renacedora. Si lo hacemos estaremos condenados al despiadado pasado insidioso, a su poder subyugante, engañoso y devastador. El historiador y mitólogo francés Pierre Grimal dejaría una vez escrito esto: La leyenda del Fénix concierne a la muerte y al renacimiento de esta ave. Es única en su especie y no puede reproducirse como las demás. Cuando siente aproximarse su fin comienza a acumular plantas aromáticas y fabricará su nido. Hay dos versiones mitológicas: una que dice que se prendería fuego a su olorosa pira y que de sus cenizas surgiría un nuevo ave; otra que el Fénix se acuesta en el nido y muere impregnándolo en su propio semen. Entonces nace el nuevo ave y, recogiendo el cadáver de su padre -su otro yo de antes-, lo encierra en un tronco hueco que transporta hacia la ciudad de Heliópolis y lo deposita en el altar del Sol. Una vez alcanzado el altar del Sol el ave planea afuera a la espera que se presente un sacerdote. Cuando ha llegado el momento, éste sale del templo y compara el aspecto del ave con un dibujo representado en los textos sagrados. Sólo entonces comienza a quemar el cadáver del viejo fénix. Terminada la ceremonia el joven fénix reemprende el vuelo hacia Etiopía, donde vivirá alimentándose de incienso hasta el término de su existencia.

Al final de su vida el escritor ruso Dostoievski escribiría una novela fascinante y sorprendente, desgarradora a la vez que sensible, demasiado humana para todos o demasiado real para nosotros: Los hermanos Karamazov (1880). Dostoievski incluía siempre en sus relatos una aguda observación psicológica y moral, amén de una atrayente narración genial e inevitable. Pero conocía como pocos la auténtica naturaleza humana de la que estamos hechos. El escritor ruso opinaba que uno de los principales problemas de la sociedad de su tiempo (pleno siglo XIX) era la pérdida del valor espiritual y de su sentido en el mundo. Sostenía que los seres buscan la salvación en la obsesiva ideación de recrear un paraíso material fundado en la impasible razón o en la insensible voluntad. Temía el novelista que la falta de espiritualidad llevara a una tiranía tanto personal como colectiva. Su propia vida le había enseñado que sólo mediante el sufrimiento y la virtud quedaría el alma de cualquier ser purificada. En una de las ocasiones más dramáticas y esclarecedoras de la novela uno de los hermanos protagonistas, Dimitri Karamazov -un ser atormentado acostumbrado a sufrir a pesar de sus buenas intenciones-, se enfrenta a un juicio por el asesinato de su padre. Es injustamente acusado -con la prueba aviesa de un malévolo ser que le envidia- solo por una emoción intencional (su padre era un personaje cruel y despiadado con el cual él siempre se enfrentó), pero no por un hecho real (jamás haría daño a nadie, ni siquiera a su cruel padre). Entonces se dirige al tribunal inflexible y frío de su jurado diciendo, más o menos, algo así: ¡Aún quiero vivir, aún siento unas enormes ganas de vivir! He cometido injusticias, he pagado y pagaré por ello. Pero soy inocente de lo que se me acusa, yo no lo he hecho. ¡Castíguenme por mis propios delitos! Porque, sin embargo, ahora lo comprendo todo: sin castigo no hay salvación y sin salvación no hay renacimiento.

(Cuadro surrealista de Salvador Dalí, Niño geopolítico observando el nacimiento del hombre nuevo, 1943, Museo Salvador Dalí, San Petersburgo, Rusia; Grabado del antiguo Egipto con la representación del Ave Fénix; Fresco de Miguel Ángel, Expulsión del Paraíso, 1484, Capilla Sixtina, Roma; Aguafuerte del creador Paul Klee, Fénix anciano, 1905, Múnich, Alemania; Representación medieval del Ave Fénix; Pintura del pintor alicantino Ramón Pérez Carrió, Fénix, 1988; Óleo del pintor ruso Vasili Perov, Retrato de Fiodor Dostoievski, 1872.)