27 de enero de 2022

La confusa, inevitable, inconsistente, efímera, sorprendente, inspiradora, ilusa y misteriosa naturaleza del amor.


 

A finales del siglo XIX hubieron unos creadores que necesitaron expresar de un modo desgarrador los deseos, frustraciones, anhelos, miedos y experiencias de los seres abatidos por la ilusión y la decepción del amor. La sociedad llevaría ya el germen del cambio que haría explosionar la sosegada, huérfana, opresiva e hipócrita forma de mantener las relaciones sentimentales hasta entonces. Cuando el dramaturgo rompedor noruego Ibsen transformara el teatro para siempre, estrenaría en el año 1879 su obra Casa de muñecas. Era la primera representación teatral donde una pareja acababa rota para siempre a causa de la decepción, de la manipulación, de la confusión, de la inflexibilidad y de la arrogancia. Especialmente parcial ante la debilidad social de la esposa, la obra es una justificación de la mujer y de cómo estará condicionada su relación marital por situaciones que la harán reaccionar de un modo radical ante la sociedad y ante sí misma. La libertad había sido un componente exclusivamente masculino, y las disenciones amorosas en el matrimonio habían sido desequilibradas en detrimento de la mujer. Los dos padecían el horror del desamor insidioso, pero las elecciones quedaban indefensas mucho más por las debilidades o inseguridades femeninas. En el año 1900 el pintor británico de origen alemán William Rothenstein (1872-1945) compuso en Francia su obra de Arte La Casa de Muñecas. Pero lo que el pintor finisecular expresaría en su obra pictórica iría mucho más allá de lo que la obra teatral supondría. Como toda inspiración creativa del Arte, las representaciones pictóricas muestran una síntesis vaporosa de la esencia nuclear de una emoción, especialmente contenida ahora ésta entre formas estéticas aparentemente armoniosas. No hay mejor alarde comunicativo que el Arte para transmitir lo que sólo puede verse en un instante emotivo. El pintor sitúa a dos de los personajes, no precisamente a los protagonistas, en una escena de pareja frustrada por la imposibilidad de realizar lo que ya es imposible. La escena retratada es original, ya que en la obra teatral no están situados en una escalera ni de ese modo tan expresivo cuando acaban así. El pintor transformará la representación para crear con ella otra cosa, la imagen que él considerará más emotiva para compendiar la sensación artística más desgarradora que deseara expresar.


Entonces la obra pictórica se hace universal y obtiene una expresividad por sí misma, sin necesidad de conocer la obra teatral ni la historia que subyace a los personajes. Ahora son una pareja que no pueden serlo ya, no necesariamente los personajes dramáticos de Ibsen. El pintor además utiliza la escalera como un símbolo extraordinario de desigualdad, huida, desnivelación, ruptura espacial y pérdida temporal. Tiene la osadía además de dirigir la mirada de él a los observadores de la obra y la de ella hacia la nada. Pero ni la una ni la otra son dos miradas perdidas. La de él parece desafiante, es una mirada resignada pero segura, acorde y asumida; la de ella es una no mirada, ni la detiene ni la anima. Sin embargo, están absolutamente perdidos ambos. Nada habrá que pueda relacionar ya lo irrelacionable. La atmósfera de la obra es el tercer personaje en ese encuadre desolador donde se encuentra ahora la mejor expresión de una causa perdida. Es la gravedad del espacio y la imposibilidad de moverse en él, así como de poder cambiar ya nada. No hay sitio. Sólo se puede huir o quedarse. No hay alternativa a esas dos opciones. El tiempo también es limitado, pero no porque no lo haya sino porque no se puede hacer nada ya con él. Los peldaños siguen ahí sólo para recordar que nada es posible también hacer ya con ellos. No hay luz hacia donde sube la escalera, como no hay lugar mejor donde estar que aquel que no se mueve, ni se pierde, ni se facilita al intercambio. La fugitiva sensación es aquí inútil apreciarla o buscarla. No existe porque ya no hay nada de qué huir, más que de la propia sensación apremiante de la nada. Las libertades se han igualado apenas en la obra para expresar ahora lo que de ellas tampoco ha podido conseguirse, para dilucidar tal vez el extraordinario misterio del amor y sus extrañas motivaciones, situaciones y esperanzas.


El sutil filósofo Platón consiguió hace muchos siglos componer una explicación a lo que imaginaba él como algo muy especial a los seres humanos y, a la vez, radicalmente mendaz y falsario. En su diálogo Fedro escribiría algo así: Y si mientras estar enamorado es pernicioso y desagradable, cuando cesa de estarlo se convierte en desleal para el futuro; ese tiempo para el que hizo muchas promesas con muchos juramentos y súplicas, reteniendo a duras penas unas relaciones que eran ya difíciles de soportar para el ser amado, gracias a las esperanzas de bienes venideros que le infundía. Pero precisamente en el momento en que sería menester que las cumpliera, poniendo a otro guía y patrono en su interior, el buen juicio y la templanza en lugar del amor y la pasión, se convierte en otro sin que el ser amado se dé cuenta. Entonces le reclama éste el agradecimiento de los favores del pasado, recordándole los dichos y los hechos, como si estuviera conversando con el mismo amante de siempre. Pero ahora, por vergüenza, ni se atreve a decir que se ha convertido en otro, ni tampoco sabe cómo podrá mantener los juramentos y las promesas de su anterior e insensato estado, ahora que ha adquirido juicio y calmado sus pasiones, sin convertirse otra vez, por hacer las mismas cosas de antes, en un ser idéntico o semejante al de antaño. Así que el amante del pasado viene a ser un desertor de sus promesas, forzado a la no comparecencia y, al caer de la otra cara de la moneda, da asimismo la vuelta y emprende la huida.


La lírica ha dado respuesta a veces a la naturaleza incomprensible o paradójica del amor, a su sinsentido o a su inevitabilidad. Como todas las cosas inventadas por el ser humano, también el amor es una forma elaborada de insatisfacciones, deseos, refugios, distracciones o vagas esperanzas. 


Debieramos hacer como si nada nos uniera;

esperar sin deseos el regreso de la vida,

volver a comprender lo que una sorpresa

pudiera ser, de nuevo, el mejor acontecer

de una belleza perdida.

No existe lo vivido más que en la distancia

calumniosa, desmemoriada, espantosa del pasado;

lo mejor es la asunción de una alborada,

el amanecer permanente de una luz inesperada.

Vuelve siempre lo que no esperamos,

así recuperaremos la distancia, la agonía,

la fuerza;

la atonía incluso necesaria.

El sentido de lo vivo no es más que arrullo,

espasmo, revoltijo y calma;

amarlo es no perder nunca la dicha de ser,

de justificar, de querer la vida,

de volver la espalda..., 

sin buscar una respuesta,

ni derramar una lágrima.


(Óleo La casa de muñecas, 1900, del pintor británico William Rothenstein, Tate Gallery, Londres.)



15 de enero de 2022

La arbitrariedad de las elecciones, de la libertad, del determinismo, o de cualquier otro destino desconocido de los seres.


 

El secreto fascinante de la imagen artística deriva del hecho sutil de que ignoramos qué es, exactamente, lo que representa una iconografía. Hemos de acudir al título de la obra y, entonces, así, comprender, en parte, el sentido emotivo que habríamos percibido antes. Separamos entonces, por lo tanto, dos cosas, la sensación estética primaria, emotiva y placentera, fundamentalmente plástica, física o de belleza visual, de la percepción intuitiva que su imagen representa de su propia realidad, sea legendaria o histórica. Esas dos cosas van unidas en el Arte. En el Arte que pretende aleccionar o gratificar siempre con sus muestras extraordinarias de un cierto embeleso místico... Ya que entonces, ¿qué si no es la fuerza intangible que nos llevará a valorar una representación estética que nada esconde y todo lo guarda, como es el Arte desgarrado e inspirado de la estética vital más humanística? En las profundidades del pensamiento filosófico de siglos se habría debatido ya una de las polémicas existenciales más enfrentada por su fuerte oposición. ¿Somos libres verdaderamente los seres humanos o estaremos determinados en nuestras acciones, en nuestro desarrollo o en nuestro destino vital por otra cosa?  Es complejo el dilema ya que la libertad es un hecho contrastado: se es o no se es libre, esto es algo constatable. Cuando se es libre el ejercicio de la vida nos lleva por caminos que decidimos, por elecciones que tomamos o por acciones que seguimos de nuestra propia voluntad libre. Por tanto, la decisión al falso dilema está muy clara. Existe la libertad y el ser humano puede ejercerla libremente. Y al mismo tiempo es un falso dilema porque tampoco podremos negar lo contrario... No podemos, aunque seamos libres para no hacerlo. Esta es la difícil cuestión que la polémica o dualidad del desarrollo de la vida tiene realmente. Hay una libertad posible, cercana, limitada, cierta, pero, sin embargo, existe también una infinidad de motivos para poder condicionarla o trastocarla completamente. Lo cual nos llevará al principio, ¿podemos libremente decidir o estaremos determinados por algo ajeno a nuestra voluntad? 

Los grandes relatos mitológicos griegos fueron la fuente cultural que permitieron a los europeos comprender la vida, sus misterios, sus valores, su estética y su ética, en este mundo. La Odisea de Homero permitió situar el destino de un hombre en perspectiva por primera vez. O uno de los primeros, ya que también los babilonios tuvieron un héroe encantado, meditabundo y confundido en su Epopeya de Gilgamesh. El de un hombre no el de un dios, o un santo o un místico, o un gran rey o un extraordinario semidiós. Simplemente un héroe limitado por sus debilidades humanas, por su única capacidad humana limitada, aunque a veces ésta estuviese inspirada por la inteligente fuerza de la superación más heroica. Porque Ulises es un personaje con el cual podemos identificarnos, a pesar de las hazañas que, a veces, realizará propias de un gran héroe estimado. Esta es una de las características aleccionadoras que podemos señalar del relato homérico: la humanidad del héroe, su cercana vulnerabilidad humana. En sus decisiones, sin embargo, es implacable con las terribles fuerzas contrarias que, a cada paso de su viaje, le salen azarosas para impedirle proseguir o avanzar sin menoscabo. Hay una capacidad que no dejará de poseer el héroe: su libertad de elección, su sagaz independencia ante los terroríficos condicionamientos que se le presentan en su camino. Ejerce su voluntad y prosigue su viaje, desea hacerlo así, porque éste es su propio destino elegido libremente. Sin embargo, hay un capítulo del relato griego que hará enfrentar la voluntad inicial de Ulises con otra voluntad diferente, con otra situación extraña que el personaje no puede controlar, o no sabe, o no entiende. Cercano ya al recorrido final de su destino fijado inicialmente, la embarcación del héroe arribará a las costas de una isla desconocida. En ella podrán descansar ya Ulises y sus hombres de una terrible tormenta marina. Es una salvación y, a la vez, una maldición del destino. Porque en el reino de esa isla misteriosa gobierna Calipso, una hermosa, decidida y amable mujer. Es recibido Ulises con la mayor de las bondades y remesas gratificadoras. Se recuperan de las fuerzas perdidas, descansarán de los vientos, de las monstruosidades o de las calumnias que su odisea azarosa les habría hecho padecer por los temerarios lugares por donde habrían navegado. Ahora están a salvo, y, además, en un paraíso, en un lugar afortunado donde la vida y las satisfacciones de la vida se les ofrecen sin limitaciones, sin malicia o sin deletéreas intenciones oprobiosas. 

En ese idílico lugar se llevaría Ulises muchos años ofrendado así por el amor incondicional de Calipso, ya enamorada para siempre del héroe griego. Porque además su necesidad de salvación fue extraordinaria, tanta como el sufrimiento que llevara acumulado poco antes de arribar en la anhelada isla de Ogigia. Eso y la actitud generosa, amorosa y venerable de Calipso llevaría al personaje decidido a enfrentarse, por primera vez, con su destino, con su íntima libertad poderosa. No le falta de nada ahora en su vida. Después de muchos años de alejamiento de su reino, podría decirse que aquella decisión inicial tan ineludible que albergara su voluntad de regresar a su isla de Ítaca, a su reino, a su familia, a su abnegada Penélope, habría sucumbido ante la fuerza contraria, novedosa y alternativa, que supondría el nuevo medio ambiente vital que disfrutaba ahora, ya tan acogedor y satisfactorio. No se acierta a especificar en el relato el tiempo que Ulises pasó en la idílica isla de Ogigia con Calipso. Tan solo que fue mucho tiempo, tanto que no alcanzará el propio personaje a comprenderlo siquiera. ¿Qué habría pasado con su decisión? El tiempo y la bondad, el amor y el cansancio, habían condicionado todo ya, lo habrían transformado todo haciendo ahora una nueva realidad del todo maravillosa. Hay un olvido y, a la vez, por tanto, ya no hay una esperanza... Porque está en su paraíso, es éste, el que vive ahora y que le ofrece todo lo que necesita. Pero, sin embargo, Ulises no acabará por identificarse con esa nueva situación, o con esa nueva decisión, o con esa nueva actitud en su vida. ¿Esa nueva libertad? El caso es que presiente que no es él mismo o que no es su libre voluntad lo que le mantiene, sereno y feliz, sin embargo, en ese destino sobrevenido tan maravilloso. No tiene nada que reprochar a Calipso, ni a su reino, ni a su nueva vida placentera. Es más, no desea hacer nada, no lo deseó durante los muchos años que estuvo disfrutando de su vida allí. Pero, a pesar de todo eso, siente que algo no va bien, algo que es incapaz de saber qué es, o de entender qué es lo que siquiera pudiera llegar a pensar sobre ello. Aun así, un día, decide de pronto abandonarlo todo, la isla de Ogigia y a Calipso, y dirigirse, con su barco, a su inicial destino interrumpido. ¿Qué le habría hecho tomar esa otra decisión? El poeta griego Homero escribe que es la diosa Atenea, su mentora divina, quien no puede dejar que Ulises no cumpla con su determinado destino. La libertad del héroe homérico fue parcial entonces, fue condicionada, fue relativa. Al final, sólo una misteriosa y enigmática causa, del todo incomprensible para el ser humano, llevaría al protagonista de La Odisea a desvirtuar cualquier elección verdaderamente libre, a abandonar una vida satisfactoria por otra cosa, tal vez satisfactoria o no, pero, finalmente, a abandonarla sin ejercer él mismo, realmente, ninguna autonomía en su decisión personal más definitiva.  

(Óleo Calipso, 1852, del pintor neoclásico-romántico francés Henri Lehmann, Colección Privada.)


12 de enero de 2022

Una alegoría de la vida expresada en un retrato de interior del realismo sensible más inspirado.


 

Corot fue un pintor francés de exteriores, sus paisajes sensibles competían con el realismo desesperado de mediados del siglo XIX. Pocas obras de él disponían de un perfil humano sin más. Pero, al final de su vida, tal vez por la pesadez también de ir a las afueras de la ciudad para plasmar belleza natural encontrada, recurriría el pintor a la socorrida escena de interior. Pero lo que el romántico y realista creador francés consiguió con esta obra sorprendente fue representar la alegoría más introspectiva de la vida humana, la que define lo que ésta es sin ninguna palabra, tan sólo gracias a una simple y única imagen estética. La expresión de una mujer leyendo sí había sido compuesta, en las sutiles y evanescentes pinturas barrocas, románticas o impresionistas de entonces, pero, ahora, Corot consigue representar, sin el gesto propio de la lectura, otra cosa mucho más sublime aún: una alegoría de la vida humana. Porque la vida humana, la humana propiamente, es justo todo lo que existe cuando se interrumpe una lectura. ¿Cómo se puede expresar tanto con tan poco? Corot lo consiguió genialmente. Y lo hizo a pesar de no decir nada ni expresar nada más que el instante indefinido de una simple interrupción lectora. Cuando leemos la vida se interrumpe, del mismo modo que, a la inversa, la lectura se interrumpe cuando aquélla regresa. El Arte casi siempre había compuesto a sus personajes, sagrados o profanos, leyendo mientras eran eternizados por los pintores. Era la forma en que expresaban el sentido de introspección que la lectura ofrecía a sus retratados y a la lectura misma. Pero, nunca habían creado una escena los pintores tan definida de una abstracción de la vida humana con un instante artístico tan indefinido. No tendría sentido hacerlo. ¿Por qué sino se representaba un personaje leyendo? El mundo del ser humano, la vida humana, no era entonces lo que los pintores reflejaban en su obra, era al propio personaje, a la abstracción del personaje leyendo (no a la vida misma) como el sentido divulgativo de una actividad introspectiva que suponía la interiorización así de algún conocimiento. La vida humana en el Arte no interesó, realmente, hasta que, a finales del siglo XIX, no comenzara un cierto sentido existencialista a prevalecer en el pensamiento. Ese sentido ya se habría intuído algo por los novelistas precoces del siglo anterior, cuando el ser humano empezaba a ser el objeto de interés de una narración y no las idealizaciones o generalizaciones de un mundo distante o despiadado.

Al leer abandonamos la vida que vivimos y distraemos así cualquier atención de ésta para introducirnos en otra esfera distinta. Es así como la vida se interrumpe y deja de ser una manifestación física y psíquica de la que antes teníamos. Así que cuando, por algún motivo, interrumpimos la lectura de un libro volvemos a la vida y ésta entonces es lo que representa realmente, lo que ella es, la vida que dejamos antes al comenzar a leer. Por eso en su obra Corot expone un personaje, concretamente una mujer, que ahora está sosteniendo su libro interrumpido y que, con su gesto meditabundo o melancólico, expresará así la verdadera apariencia de la realidad de la vida misma, esa que ahora vuelve a retomar la mujer retratada por un instante. Toda una alegoría extraordinaria de la vida humana. Los filósofos idealistas radicales defendían que la vida no era más que lo que nuestro yo creía percibir o percibía; los realistas que era justo lo contrario, lo que existía a pesar de nuestro yo. Como pintor realista, Corot sabría que la vida se acerca bastante a esta última definición. Como pintor también romántico, sabía que la vida podía decorarse además con otros sentimientos. Es por eso que su obra Lectura interrumpida contiene las dos caras de su propia realidad artística. Nunca se definiría en una tendencia, así que sus obras rezuman tanto sensibilidad como realismo. Esta obra de Corot es la manifestación más aséptica de un retrato sin artificios. No hay nada más que una mujer y un libro entre sus dedos, entreabierto, cercado, dominado, perdido... Las formas se mantienen aquí, en la obra, huérfanas de color atribulado o de perspectiva profunda o de fondo iluminado. No hay nada que distraiga en su representación estética, más que la abstracción propia de un cierto sentido alegórico. Su expresión estética encierra emociones o no encierra ninguna. Es por ello que lo que vemos ahora es una percepción fragmentada del personaje abstraído en su interrupción, porque ya no hay una línea argumental de otra vida, una que no existe realmente, en la que estaba imbuida ella poco antes; ya no hay una historia que percibir ahora por ella. Tan sólo hay imaginación, distanciamiento y vacío. Lo que es la vida humana en sí misma cuando no hay nada que la distraiga. 

Por eso mismo lo que consigue expresar con genialidad el pintor francés en su obra es la vida humana misma, lo que queda, aunque sea por un instante, después de haberla abandonado poco antes con otra vida distinta. Porque ese instante artístico reflejado es la vida en su expresión más contenida, más constreñida. No olvidemos que el pintor trata de expresar una alegoría de la vida con una imagen artística representada. Podríamos, sin embargo, expresar cualquier representación estética de la vida humana en otra obra, en el Arte hay muchas, para decir ahora: esta es una alegoría de la vida humana. Pero no se trata aquí de definir la vida humana en general, ya que ésta es múltiple, compleja, confusa e incierta. Se trata ahora mejor de comprender en un instante sensible lo que, alegóricamente, la vida humana es, sin distracción, sin aditamentos, sin decoración alguna. Con la cualidad íntima de un gesto humano individual que representa la forma más objetiva, ni siquiera subjetiva, de lo que es la vida humana en sí. O de lo que no es...  Sólo los que se han sumergido alguna vez en la narración absorbente, maravillosa y exultante de un relato único, pueden entender el hecho de lo que, en esos momentos de placer absorbente de lectura, la vida dejará de existir para introducirse en otra forma distinta ahora de percibirla. Algo que no es la propia vida, la vida humana real, y que sólo lo empezará a ser cuando interrumpamos la lectura, aunque sea por un instante, para regresar así a la percepción real de lo que es la vida verdaderamente. Por esto mismo en esa interrupción, representada en la obra de Corot de manera genial por su simplicidad, se expresará, por oposición, por enfrentamiento con lo de antes, la alegoría más significativa de lo que es la vida humana. La que se había dejado antes, la que vuelve ahora, la que nos regresa ya al comienzo de todo, cuando, ansiosos, deseábamos empezar a sentir una sensación diferente, una que nos aleccionara o nos abandonara a la forma impenitente de percibir o de sentir la vida real, no la romántica o la imaginada, sino la real o desapasionada que vivimos.

(Óleo Lectura interrumpida, 1870, del pintor francés Jean Baptiste Camille Corot, Instituto de Arte de Chicago.)




4 de enero de 2022

El desconcierto representativo de un mundo indefinido tanto por las formas como por lo meramente trascendente.


La representación estética de una obra de Arte, a diferencia de otras, dispone solo de imágenes individuales que, armonizadas, descubren un mundo acotado por el espacio definido de un marco físico. El Barroco fue el primer estilo artístico que utilizó el sentido iconográfico del paisaje para hacer, con él, una representación subjetiva y alegórica más mundana que trascendente. Para ello el sentido teórico que supuso la nueva dimensión estética de la Academia francesa, fue la excusa primorosa que permitió conciliar alegoría mundana intrascendente con una representación estética universal. Las formas heterodoxas del Barroco inicial, con sus alardes naturalistas, con sus despropósitos formales, con sus curvas aleatorias, con su irrealidad trascendente, fueron transformadas al amparo de la influencia académica de París en una reverente estética clásica donde, eso sí, las alegorías y las efusiones imaginarias podían, sin embargo, manifestarse sin restricciones representativas de ninguna clase. Fue un advenimiento casi de revolución cultural, política incluso, en los años mediados del siglo XVII. Sutil y artística, pero revolución al fin y al cabo. Esta obra del pintor francés Henri Mauperché (1602-1686) expresa muy bien el sentido transformador que el Arte tuvo en aquellos años del Barroco. Pero, para poder transformar una estética representativa sin menoscabar aún (esto llegaría un siglo después con la Ilustración) el sentido teológico del mundo, los pintores de entonces idearon componer sus obras con el fantasioso alarde de lo que acabaron llamando caprichos. En estas representaciones podían combinar espacios diferentes o escenarios distintos, como edificaciones clásicas, anacrónicas o fantasiosas, con personajes históricos o no, intrascendentes o no, versificados o no, realistas o no. Estas particularidades estéticas permitían representar un paisaje como el sentido aglutinador, es decir, no fragmentario, de aquello que el artista deseara expresar sin errar en ninguna interpretación maliciosa. 

En la obra de Mauperché el paisaje, el alarde natural del mundo, que es aparentemente el sentido principal estético representado, está aquí ahora en un segundo plano visual, frente al plano inmediato al espectador, que es aquí el humanista sentido estético representado por los seres vivos y pétreos, que la civilización clásica viene a exponer con sus muestras definidas de orden, equilibrio, belleza y placidez. Hay que situarse históricamente para comprender el extraordinario alarde estético de esta obra barroca. Porque el mensaje, camuflado en el impresionante paisaje luminoso e intrascendente de un atardecer natural prodigioso, es ahora sublimado por la lubricidad de unas figuras representadas con distanciamiento, marginalidad e indiferencia. La cultural a una parte, la mundana a otra, y al fondo el resplandor iridiscente de un sol que, ahora, no veremos más que brillar poderoso sobre el mundo misterioso, contradictorio, enfrentado y disperso del hombre. ¿Dónde está el sentido trascendente, universal, que cohesiona todo dándole finalidad o consistencia? El pintor no sabe dónde representarlo, solo parece que expone cosas aparentemente inconexas que describen un mundo fragmentado. Hasta las columnas del edificio clásico muestran las grietas de su padecer pétreo. Por un lado la vida, la fuerza de la vida de los seres vivos, representada por las parejas amorosas de los humanos y los animales. Por otro lado la historia, la cultura latente y mortecina, representada por las esculturas afines a la vida y por las formas ajenas a toda fragmentación o desmembramiento ilusorio de la nada. La consistencia inmanente frente a la inconsistencia trascendente. Sólo la luz intensa de un atardecer poderoso expone aquí la necesaria representación más trascendente. El pintor intuye esta necesidad para compensar, serenamente, la fragilidad de la vida humana y mundana de lo presente y de lo pasado. Porque lo pasado reflejará en la obra lo único que ofrece orden, sin embargo, lo único que se mantiene, aun deteriorado, para representar la escasa definición de un mundo fragmentado. 

En la metáfora representativa que la obra expone sin pudor, el pintor reflejará la transformación histórica que la sociedad europea iba desarrollando, poco a poco, en la mitad del siglo barroco por excelencia. Son los artistas, creadores y pintores, los que se anticiparán siempre, con sus metáforas estéticas, al desarrollo itinerante de la evolución social del mundo. ¿Puede esconder esta obra alguna alegoría que nos permita comprender el sentido del mundo? Puede. Como toda interpretación estética, la diversidad de expresión y sentido que una representación pictórica posee es aquí especialmente interesante. El mundo no tiene sentido en sí mismo, éste fue creado artificialmente por la filosofía teológica que triunfó en los inicios de la civilización occidental. Del mismo modo, el Arte no tiene un sentido en sí mismo, es creado artificialmente según los criterios estéticos de cada momento. En el momento histórico en el que el pintor francés compone su obra, pleno siglo XVII, el clasicismo francés del barroco impone su criterio estético. Y este es el observado desde planteamientos de orden, simetría, armonía y valores clásicos representativos. Con ellos el pintor propone un paisaje, un mundo, un universo, donde expresar una contradicción indefinida. Una donde la realidad de aquella filosofía teológica no se desmienta pero tampoco se exprese con claridad. Otra donde la civilización clásica, el orden, el equilibrio, la esencia del pasado, sea expuesta con todo detalle, con toda perfección, con toda grandeza, pero, ahora, sin embargo, enfrentada aquí, de un extremo al otro de la obra, con la algarabía vital de la vida de los seres que habitan el mundo. ¿Hay contradicción ahí, realmente? Porque en los  relieves clásicos de los frisos de la edificación clásica observaremos también la efusión sensual de los fragores dionisíacos de un mundo pasado... La vida que se repite, insustancialmente, frente a los alardes naturales de un paisaje trascendente. Para ese momento histórico, el pintor no supo mejor que representar así la estética más primorosa de un mundo desconcertado por entonces tanto por sus descubrimientos como por sus misterios más desconocidos.

(Óleo barroco Paisaje clásico con figuras, mediados del siglo XVII, del pintor francés Henri Mauperché, Museo Metropolitano de Arte de Nueva York.)

15 de diciembre de 2021

La desesperanza y el Arte, la Belleza y la muerte, la esperanza y la vida.


 

¿Cómo combinar las cosas? ¿Cómo combinar las diferentes cosas de la incomprensible vida múltiple? En el trasiego existencial de un mundo vertiginoso y sin sosiego, sólo es posible alguna combinación desde la abstracción estética que traduce el Arte. No hay otra cosa que, desde la distancia ideológica, pueda satisfacer las opuestas contradicciones de un mundo diverso y complejo. Porque la ideología no es transversal pero el Arte sí. Para entender esto hay que encontrar algo que satisfaga la completitud que el mundo encierra en su diversidad y en su sinsentido. Para los pintores que se acercaron al Arte desde planteamientos puramente estéticos, la única valoración que se podía hacer del Arte para alcanzar a satisfacer no sólo la armonía sino la combinación más conseguida del sentido del mundo, era poder reflejar todas las contradicciones de la vida sin dejar de apreciar su belleza. Para el pintor holandés Adriaen Van Der Werff (1659-1722) el motivo principal de la representación estética era esa combinación perfecta. En el año 1705, cuando el mundo había entrado en un nuevo siglo lleno de cambios y sorpresas, el pintor barroco, que se resistía a cambiar de crear la belleza, compuso su obra El entierro de Cristo. En ella vemos la expresión más lograda de esa combinación perfecta. Hay elementos opuestos que el pintor se obliga a componer juntos para obtener el sentido que él creía mejor para expresar el Arte. Por entonces, comienzos del siglo XVIII, el mundo empezaba ya a separar unas cosas de otras. La ciencia, la filosofía, la sociedad, aunque tímidamente, buscaban una explicación racional al mundo y la vida y no entendieron otra forma mejor que el análisis, la separación, la catalogación y el desperdigamiento. Esa actitud intelectual llevaría a la mayor revolución en el pensamiento que hasta entonces el mundo habría tenido. Entonces no se comprendería otra forma más adecuada que el enfrentamiento de las cosas para tratar de llegar a dilucidarlas. Fue una opción racional que trajo evolución y avance, pero que dejaría huérfanos los principios que habían hecho sostener la mente humana a la extraordinaria diversidad que encierra la vida. 

En la obra de Werff hay oscuridad y luz, hay muerte y hay Belleza, hay desesperanza y hay vida. Y no es una expresión ideológica o religiosa, es una expresión estética que llevará una combinación de esas cosas opuestas para conseguir la armonía plástica necesaria que nos descubra el misterio del mundo. ¿Qué misterio? El único que es posible aclarar sin aclararlo, aquel que hace entender el sentido universal de lo que no lo tiene. Cuando observamos la simetría curva que forman la figura maternal de azul intenso y el personaje masculino de la izquierda ante el cuerpo sin vida, es esa armonía vigorosa la que traduce, sin error, la incomprensible realidad de la muerte y la vida. Para el pintor holandés la representación estética además es una sutil combinación de naturalismo y de belleza sublime. Es decir, de realismo impactante y de detallismo exagerado de equilibrio y preciosismo clásicos. Otra combinación. Realidad absoluta y artificio logrado. Para hacer más acusado ese contraste el pintor utiliza el color como un elemento imprescindible de la combinación. El manto azul resaltará ante toda desesperación uniformada de la vida monocorde. Ese es aquí el leit motiv de la obra, el sentido primordial de un referente estético que debe romper con la angustia de lo esperado, de lo no esperado más bien, de la desesperación, de la defenestración o de la muerte. Pero también de un mundo incomprensible, lleno de oscuridad, de fragor inconsistente ante la dificultad de poder combinar las cosas para poder entenderlas. A partir de esta creación ya no se volvería a pintar de ese modo nunca más. Con Werff terminaría una forma de expresión que no trataría de resolver el problema de la vida, sino que trataría de sosegar la orfandad posible que llevaría una escisión tan dolorosa del mundo, como es la de separar las cosas sin tener en cuenta la posible crueldad de la desesperanza que supone. El Arte a partir de entonces separaría las cosas, al igual que la ciencia, el pensamiento o la cultura. Esa separación llevaría con el tiempo a no comprender que la belleza, por ejemplo, pudiera entender mejor una contradiccción que cualquier otra forma de explicarla.

Para la vida la combinación es el mejor sentido que dispone para serla. Todo es una mezcla aleatoria y sin sentido para llegar a disponer de vida maravillosa. Como esta obra de Werff. En su lienzo, el pintor barroco holandés mezcla desesperanza oscura y misteriosa con equilibrio armonioso de belleza. No hay, precisamente por esa combinación perfecta, otra sensación mejor que toda esa al vislumbrar ahora una escena de muerte, de desolación, de terror, de pasión, de oscuridad... ¿De dolor?  En la obra estará sublimado el dolor, como lo está el espacio que describen unas formas que, aparentemente, parecen determinadas a extraer lo más negativo del mundo y su sentido. Pero no, la armonía del color, de los pliegues del color, de la forma del color, del sentido del color azul en esta obra macilenta, llevará a sublimar el desterrado y elogioso alarde de poder combinar la vida con la muerte, la belleza con la desesperación o el Arte con el mundo. Nunca podremos explicarnos por qué una armonía sorprendente podrá conseguir eso, como tampoco podremos explicarnos por qué la desesperación existe a la vez que la esperanza... ¿Es una forma de combinar? ¿Es una manera estética de ver las cosas? La realidad es que la obra de Arte de Werff nos llevará a preguntarnos cómo es posible que la belleza pueda estar tan cerca de la desesperación y no sentirla... Y esa pregunta es la pregunta que el Arte nos hace cada vez que descubrimos una representación donde la verdad no es lo que reluce..., sino la belleza, la calmada, exultante, sorprendente, efímera y eterna belleza.

(Óleo El Entierro de Cristo, 1705, del pintor tardobarroco Adriaen Van Der Werff, Museo de las colecciones estatales de Baviera, Munich.)


4 de diciembre de 2021

El Arte es la nostalgia que experimentamos, aunque no lo hayamos vivido, cuando miramos un cuadro.


 

Esta pintura de Pietro Vanucci, conocido también como el Perugino, es un ejemplo claro del sentido modulador que el Arte puede llevar a la memoria inconsciente del ser humano. ¿Existe una memoria inconsciente? Debe existir. Es esa que, sin recordar nada, nos alinea con un acorde de elementos familiares o complacientes que nos llevarán a sentir que lo que vemos ahora es una experiencia vivida o compartida alguna vez con nosotros. Para el Renacimiento el Perugino lo es todo. En su Arte comprobaremos esa particularidad especial que hace que la vida no sea más que un sueño ajado recordado en bellas imágenes serenas. ¿Cómo es posible que eso que miramos ahora sea una lamentación? No, no puede ser eso lo que vemos. Para una obra coral, es decir, para una obra de Arte donde aparecen muchos personajes, no dos o tres, es además todo un reto expresar esa emoción sin desmejorar el resultado. Este pintor italiano consiguió definir el concepto de Arte sin él mismo saberlo. El Arte es una comunicación incomprensible con algo que no acaba de existir, pero que vemos, que sentimos, que hacemos nuestro. La sensación es muy vaga, apenas perceptible. Tiene que ser así, el Renacimiento es eso, insinuación, delicadeza, inspiración, instante... Pero la elección de un grupo tan numeroso para una obra de Arte (decían algunos entendidos que superar nueve personajes es un riesgo) es aquí genial y necesaria. Porque basta solo uno, uno de ellos, para que el sentido de la obra cambie por completo. Es una alegoría de la vida, del mundo, de los seres humanos, más que otra cosa. Bastará uno solo de los personajes que nos resulte halagador, entre un abrumador elenco, para transformar ahora el sentido del cuadro. Pero aquí, además, todos son necesarios, todos son precisos, todos comunicativos, todos son conformados de una manera especial para el sereno conjunto expresivo. Ahí estará también parte de esa emoción sorprendente. A pesar de ser un grupo numeroso, la sensación de intimidad o de serenidad no dejará de experimentarse ante su visión artística compleja. Esto lo consigue el Renacimiento del Perugino genialmente. Para entonces, como para nunca, el mundo no era un paraíso ni un equilibrio de gratas emociones peripuestas. Los artistas y pintores buscaron en el Arte entonces la mejor forma de expresar, sin embargo, otra cosa del mundo...

Pero, ¿existe otra cosa del mundo? Aquí nos acercaremos, con el Renacimiento, a la subjetividad mucho antes de que los filósofos o pensadores hablaran sobre la parcialidad con la que miramos el mundo. En la obra del Perugino no sólo hay personajes existe también un paisaje muy inspirador. Son las dos cosas necesarias en toda obra renacentista: seres humanos y paisaje. El paisaje es ahora aquí un personaje más de los que están ahí sin expresividad. Porque no hay expresividad en el Renacimiento. Pero, sin embargo, ¿cómo se puede expresar algo sin expresividad? Se puede, y la mayor parte de los pintores renacentistas lo consiguieron. La inexpresividad no es exactamente falta de expresividad. Cuando expresamos cosas, varias cosas, muecas, gestos, guiños, sonrisas o emociones especialmente fuertes es expresividad. Cuando sólo expresamos una suavemente es inexpresividad. Al menos en el Arte es así. Pero esa inexpresividad aparente es aquí, en esta obra, el motivo de que no se altere nuestra sensación particular de serenidad. De que podamos ejercer la nostalgia, una emoción especialmente familiar o íntima de los seres individuales. Ante la visión de este cuadro del Perugino no podemos dejar de sentir que hay algo ahí que nos llevará a presentir una emoción particularmente indefinida. Y no me refiero a una cuestión religiosa, que es posible, sin duda, pero no especialmente a eso. Es una sensación artística en el sentido de que el Arte nos traslada a otra dimensión donde el tiempo y el espacio se subliman. En el paisaje de esta obra anacrónica (porque el sentido de lo representado, muerte de Cristo en Palestina a comienzos del siglo I, y el sentido de lo expresado, reunión de seres humanos ante el cuerpo sin vida de otro humano en la Italia del siglo XV, no estará acoplado realmente) el referente especial de la nostalgia es aquí el lago Trasimeno y la silueta de los torreones y murallas grises de una ciudad y sus orillas. Hay en la obra del Perugino una referencia emotiva a su lugar de nacimiento, la región de Umbría y su lago Trasimeno. Para el Renacimiento la emotividad nostálgica es más importante que la representación mimética de las cosas expresadas.

Otra especial característica de la nostalgia es la individualidad, ya que no es posible compartirla tanto como sentirla a solas. La composición de la obra del Perugino nos ofrece esa particular forma de poder compartir una emoción, sea la que sea, sin compartir la nostalgia. Y es por eso mismo que los seres representados disponen de una individualidad expresiva extraordinaria. Solo comparten el tiempo pero no el espacio. Hasta uno de ellos parece mirarnos ahora, ensimismado, alejándose del sentido colectivo para reflexionar, perdido, sobre el sentido de lo que no comprenderá muy bien. Es el único que no inclina la cabeza de esa forma similar en que todos los personajes, vivos o muertos, inclinarán la suya. Esa extraña serenidad no compartida es visible desde la nostalgia de la obra artística tan extraordinaria. Qué sensación de vida hay en esa lamentación sobre la muerte... El Arte consigue eso en las composiciones donde el observador se identifica con parte de lo representado. Pero esa identificación es general, apenas insinuada, llevada a cabo por la armonía del conjunto donde nada desmerece la visión de una nostalgia. Las emociones inexpresivas son precisamente las que más se parecen a la nostalgia, porque no se siente del todo, porque no se termina por ver qué cosa hace que la sienta uno o que la recuerde a veces. En su obra el pintor Perugino consigue algo que hasta entonces no se había visto en el Arte, la perceptividad psicológica de algunas expresiones. Y esa sensación solo puede representarse en un entorno acorde con los principios renacentistas de entonces. No hay otro estilo, salvo el Manierismo, donde podamos descubrir mejor ese instante que no representa nada especialmente, pero que tiene una característica muy personal, muy íntima, muy trascendental. No hay nada en la obra que nos haga sentir repulsión, ni siquiera la imagen evidente de un cadáver, como para que la emoción no pueda volar ahora libre entre los perfiles inexpresivos de unos gestos tan diversos. La vida y el mundo están aquí retratados bajo la suave sensación silente de unos rostros ajenos. Con todo ello, con los seres humanos y con el mundo alrededor, el pintor consiguió hacernos percibir belleza ante la nostalgia presentida de un cierto misterio tan incomprensible como inevitable.

(Óleo sobre tabla Lamentación sobre Cristo muerto, 1495, del pintor renacentista italiano Pietro Perugino, Palacio Pitti, Florencia.)

21 de noviembre de 2021

Cuando solo la belleza justificará el anacronismo decadentista de un alarde estético desentonado.


 

Cuenta la historia que el pintor vienés Hans Makart se inspiró en el relato escrito por otro pintor más de trecientos años antes para componer su enorme cuadro decadentista. Efectivamente, Alberto Durero presenciaría el espectáculo que supuso la entrada de Carlos V en 1520 en Amberes para ser coronado en Aquisgrán. Yo, que he asistido a todo el espectáculo, he visto cosas tan soberbias, preciosas y exquisitas como no ha visto jamás ninguno de los vivos. Con estas palabras Durero sentenciaba una visión que, siglos después, utilizaría un pintor vienés desconocido para consagrarse definitivamente en el año 1878, cuando compusiera el gran lienzo hoy expuesto en el museo de Hamburgo. En el año 1615 otro pintor, el alemán Hans von Aachen, crearía su obra David y Betsabé, una obra de Arte que empezaría a rechinar ya por esos años del siglo XVII, de tan decadente que supondría el verla ya así por entonces. ¿Qué hace que creaciones excelsas en otro momento sean luego ya del todo decadentes? ¿Es que la belleza tiene fecha de caducidad? La belleza no, la idea de la belleza sí. La belleza y la idea de la belleza son dos cosas diferentes. Cuando analizamos, observamos, admiramos o simplemente vemos un cuadro, no percibimos la belleza sino la idea de ésta. La idea es la representación mental de un concepto físico que existe pero que no es único. La unicidad no existe en el universo. Por eso la abstracción de un concepto universal es una entelequia absurda. Hablar de la belleza no tiene sentido, como tampoco lo tiene hablar del Amor. Cuando los filósofos del medievo se debatieron con el manido problema de los universales, no hicieron otra cosa que caer en esa falsedad. Frente a los que defendían el sentido universal de las cosas surgieron los contrarios, los nominalistas, aquellos que hablaban de las cosas concretas, del único sentido ideado por los seres humanos para referenciar cosas existentes: ponerles nombres, nominarlas. No existían las ideas generales, solo las particulares. Pero seguían siendo ideas... No existe la belleza en general como concepto, para ello tendríamos todos que ponernos de acuerdo, algo imposible. Pero tampoco la particular, ya que ésta es, si cabe, más imposible de catalogar como belleza. Sólo existe la tendencia y la decadencia. 

Cuando el academicismo de Hans Makart brillaba en los salones austríacos del último tercio del siglo XIX, el Arte llevaba siglos desarrollando una historia de tendencias. Había una línea general que era respetada por todos: la sensación emotiva que expresaban los colores en la representación estética. Los colores ganaron la batalla del Arte a las formas con el transcurrir del tiempo. Pero no se comprendía la representación del mundo sin las formas, éstas debían ser traducibles a la realidad. El recurso de la belleza humana era utilizado con frecuencia en el Academicismo. Si hay una forma de belleza que nunca es rechazada es la belleza humana en sus armoniosas formas desnudas. Ahí hay consenso. Cuando el pintor Makart ideó su gran obra sobre Carlos V quiso combinar espectacularidad, historia y sensualismo. Curiosamente, todo eso sucedió en realidad. En una carta del pintor alemán del Renacimiento Alberto Durero al reformista religioso Philipp Melanchthon, mencionaba unas doncellas de honor desnudas representando alegorías, aunque indicaba a continuación que el emperador apenas había mirado... Para la coronación de Carlos V en Aquisgrán en octubre de 1520 había desembarcado en septiembre el nuevo emperador en Amberes. El pintor Durero, que había estado a sueldo del anterior emperador y abuelo de Carlos, Maximiliano, decidió renovar su contrato y marcharía con su mujer en el viaje de Carlos por el norte de Europa. Así, al llegar a Amberes, el pintor alemán quedaría fascinado por la extraña y pagana escena de la ciudad en el recibimiento de su joven y nuevo monarca. Tan fascinado como el pueblo de Viena al ver por primera vez el cuadro de Makart en 1878. Las enormes dimensiones del lienzo hacen además impresionante cualquier visión del mismo. La representación estética por entonces no sorprendería a los espectadores del cuadro, salvo por el hecho de que algunos personajes eran reconocibles por el público, lo que creó una polémica. El Arte había llegado ya a su cénit más desarrollado de belleza, y ésta no era ninguna novedad ni ninguna especial motivación ya para componer un alarde estético tan significativo. Apenas menos de veinte años después, el Arte dejaría definitivamente de asociar representación a belleza.

Para el año 1615 el Manierismo había dejado de ser ya una tendencia artística, convirtiéndose en un fenómeno estético decadente. Pero el pintor Hans von Aachen se resistía enconadamente. Para su obra David y Betsabé no pudo evitar de nuevo dejarse llevar por su sentido de belleza. Un sentido que ya no tendría en absoluto ningún atractivo estético para el momento. Su decadentismo duraría poco, ya que ese mismo año fallecería en Praga. Sin embargo, se vengaría de todos y de las ideas artísticas demoledoras de la belleza. Para la composición de su obra había elegido el relato legendario bíblico de Betsabé. Esta mujer hebrea de gran belleza sería vista en uno de sus baños por el rey David. Esa visión fue su perdición y su destino. El rey mandaría ajusticiar al esposo de Betsabé para poder casarse con ella. La historia del Arte la había retratado muchas veces, creando cuadros donde la sensualidad de Betsabé era retratada sin contenciones. Había que justificar la acción calamitosa del rey hebreo, había que justificar así, con belleza, la injusta acción criminal de un rey. Y el pintor ideó entonces una sutil y descarada -anacrónica también- forma de representar esa escena legendaria. Compuso la belleza de Betsabé con los gestos manieristas más elegantes y armoniosos de su tendencia, pero incluyó un espejo para reflejar, sin embargo, la silueta invertida y desmejorada del rostro de su perfil. Llevó a cabo, por tanto, dos realizaciones en una, con una originalidad subjetiva extraordinaria. Por un lado observaremos la belleza conseguida del rostro femenino de una mujer desnuda; por otro, el reflejo deslucido de un rostro invertido. ¿Son la misma persona? Representan la misma, pero, sin embargo, son dos cosas distintas. Como la belleza... Como la forma de comprender y entender el sentido de belleza. El pintor enamorado de la belleza decadente había compuesto, además, el sentido realista tan reflejado de una belleza nueva, la del Barroco... Con ese gesto artístico tan atrevido quiso el pintor hacernos entender el contraste, tan feroz, de la realidad tan diversa en este mundo con el propio sentido de la idea de belleza.

(Cuadro La entrada del emperador Carlos V en Amberes en 1520, 1878, del pintor vienés Hans Makert, Museo de Hamburgo; Óleo  David y Betsabé, 1615, del pintor alemán Hans von Aachen, Museo de Historia del Arte de Viena.)


6 de noviembre de 2021

El lenguaje del color, como el verso y las palabras, buscarán la armonía precisa para no llegar a exceder la emoción.



Hay dos épocas históricas muy parecidas en la efusión de rasgos artísticos transgresores, pero que éstos no alcanzarán a traspasar todavía el sentido universal de la comunicación artística más emotiva. La poesía generará esa sintaxis propiciatoria para que los materiales de la que están hecha no dejen a la emoción huérfana de razones para sentir cosas. Una fue la modernista finisecular de comienzos del siglo XX y finales del XIX; otra se desarrollaría en pleno siglo de oro español, mediados del siglo XVII. Ambas épocas fueron herederas de la culminación artística clásica más elogiosa o desarrollada. Sin embargo, esa culminación clásica no satisfizo a los nuevos creadores que, perdidos entre tanta maravillosa forma y composición plástica, dejaron que la emoción volara sobre las musas para alcanzar una síntesis armoniosa entre la gravedad de las cosas y la sublimidad de lo sentido. Así se consiguió crear, en esas dos extraordinarias épocas, combinaciones de elementos artísticos que, apenas antes, no habían sido utilizados ni contrastados de manera tal que fueran ubicados con la genialidad atrevida de la sencillez y de la emotividad, de la introspección y la memoria. El espacio y el tiempo, por tanto, fueron sublimados. Siempre habían sido glosados en la poesía, por supuesto, pero entonces, primera mitad del siglo XVII y finales del XIX, llegaron a ser elevados en un simbolismo casi místico de la emoción y el intimismo. Con la pintura sucedió algo parecido. Había sido elaborada con los rasgos efectistas de las tonalidades más artificiosas para obtener una inspiración magistral. Así los pintores renacentistas consiguieron excelsas obras maestras. Pero en el Barroco la emotividad y la introspección hicieron alcanzar a nivelar el sentido heroico de los colores con el menos distinguido de los personajes, obteniendo un equilibrio. Los colores se esforzaron por servir a la emoción, no al revés. Fue la época de la invención del subjetivismo, cuando el filósofo Descartes señalaría el yo de cada cual como el motivo principal del sentido del mundo. 

La extraordinaria nómina de pintores que prosperaron artísticamente, no tanto personalmente, en España durante el siglo XVII no ha sido suficientemente valorada. A la sombra de grandes genios maestros del Arte, estos creadores barrocos desconocidos compusieron obras de una maravillosa factura artística que llevaron a combinar emotividad con simbolismo. Para ellos el color fue un lenguaje poético donde la armonía estaba al servicio de la pasión emotiva, y no tanto un alarde plástico de grandes artificios volumétricos. El humanismo, que nació en el Renacimiento, fue llevado en el Barroco a su sentido más personal, más íntimo, más emocional. Pero la emotividad no podía erigirse entonces desde presupuestos heroicos reconocidos, aún no había llegado Rousseau ni el Romanticismo posterior. Por eso cuando el pintor español Francisco Rizi compuso sobre 1660 su óleo Un general de Artillería, no dejaría referenciado claramente de qué personaje concreto se trataba tal retrato. La emotividad artística, como el verso vinculante de un sentido íntimo, no es particular aquí, no se individualiza sino que se universaliza con la fragante sensación de un lenguaje más compresivo, más amable, más amplio, más acorde con la ruptura de lo convencional que un ser personal pueda llegar a concebir desde su más profundo arraigo interior para poder llegar a sentir, sin embargo, algo más intemporal e indefinido. En su original obra barroca, Rizi no pintaría el "color" sino la armonía de los colores; no pintaría las "formas" sino la vaguedad de éstas; de ese modo el retratado formará parte del paisaje tanto como el color formará parte de los sentimientos. Es la sintaxis del color; es el lenguaje que los versos universales buscarán para tratar de llegar a la emoción más universal de los humanos. Cuando el poeta irlandés William Butler Yeats (1865-1939) quiso encontrar su sentido expresivo emocional más íntimo, lo buscaría en el lenguaje novedoso de un cierto desapego heroico clásico para poder acercarse, así, a una comunicación íntima a la vez que universal. En su poema Sueños rotos Yeats meditaría por entonces con belleza sobre el desengaño del tiempo y la decadencia de los propios sentimientos. 

Tu belleza no puede sino dejar entre nosotros
vagos recuerdos, nada sino recuerdos.
Así dirá un muchacho a un viejo cuando los viejos callen:
«Hábleme de esa dama que el poeta
de obstinada pasión cantó para nosotros
cuando la edad más bien debía helar su sangre».

En el año 1904 el padre del poeta irlandés, el pintor John Butler Yeats (1839-1922), crearía el retrato de Maire Nic Shiubhlaigh. En su obra modernista el pintor irlandés manejaría genialmente el lenguaje del color, aquel lenguaje que los pintores barrocos vislumbraron meramente, un lenguaje ahora lleno de matices con los rasgos emotivos claramente desaforados en su expresión artística más subjetiva. Porque ahora las emociones se personalizarían sin ningún pudor, se mostrarían sin ocultar nada esencial, solo apenas aún los valores estéticos plásticos más clásicos, esos que denotarían la naturaleza objetiva de lo retratado y no fragmentado todavía, como lo es el rostro o las facetas más características de una figura humana. "Tu belleza no puede sino dejar entre nosotros vagos recuerdos...". Ahora, en los inicios del siglo XX, el color y su lenguaje comenzaban a transformarse para poder llegar así a alcanzar una armonía muy diferente. No bastaba la sabiduría de las combinaciones hermosas, no importaba su mensaje trascendente, como aquel que el pintor barroco consiguiera expresar en el equilibrio universal del gesto meditabundo de un personaje anónimo y de las ajenas tonalidades de un paisaje emotivo...  Ahora, en el Modernismo finisecular, el paisaje no tendría que ser emotivo y el personaje, sin embargo, dejaría de ser confuso en su determinación expresiva para ser definido como sensible, como plenamente emotivo en todos sus rasgos estéticos. El sentido emotivo se manifestaría, sin embargo, en ambos casos, sólo que en uno, en el barroco, el lenguaje artístico completaría totalmente la sintaxis emotiva más universal. Aunque hubo un caso en el que la emoción subjetiva barroca alcanzaría tonos semejantes a los que hacen que éstas sean tan universales como íntimas. El poeta español barroco Andrés Fernández de Andrada (1575-1648) consiguió emular una vez la belleza artística de una emoción universal como símbolo muy particular de una especialmente más íntima:

Ya, dulce amigo, huyo y me retiro
de cuanto simple amé; rompí los lazos.
Ven y sabrás al alto fin que aspiro,
antes que el tiempo muera en nuestros brazos.

(Obra modernista Retrato de Maire Nic Shiubhlaigh, 1904, del pintor irlandés John Butler Yeats, Galería Nacional de Irlanda; Óleo barroco del pintor español Francisco Rizi, Un general de artillería, 1660, Museo Nacional del Prado.)

16 de octubre de 2021

La Representación, la Idea, la Creación estética, es lo único que nos diferencia de la nada, de la desolación, de la miseria.




 Desgranando la biografía humana individual de los seres que han habitado el mundo desde sus orígenes, se descubre habitualmente la inanidad más desoladora de una vida anónima. El sentido de todo se desvanece entonces, y la sensación de los que, todavía, mantenemos un atisbo de cierta conciencia universal comparece ante la insatisfactoria interrogación de lo permanente, de lo verdadero, de lo poderoso o de lo justificador. Partiendo de una existencia autoconsciente como es la humana el sentido del mundo se enfrenta ante el concepto de pasado, presente y porvenir. Es decir, que el tiempo es el concepto inventado por el ser humano más acorde para llegar a entender el ejercicio de la conciencia. La invalidez de lo poseído alguna vez se manifiesta claramente en el devenir azaroso del tiempo ineludible. ¿Cómo mantener algo que se desvanece imperceptiblemente cada vez que nos detenemos a considerarlo? El filósofo alemán Schopenhauer describiría el mundo con dos grandes y abstractos conceptos: la representación y la voluntad. Y así es. Se podrían corresponder con la energía (voluntad) y la creación (representación) universales. Son las únicas dos cosas, si lo pensamos bien, que existen en el mundo para poder llegar a entenderlo. Una, la voluntad, nos mantiene vivos, nos hace prosperar o descarrilar a veces; otra, la representación, nos justifica las cosas de la vida, nos hace identificarlas, nombrarlas, padecerlas o elogiarlas. Desde que Caín considerara que su voluntad era superior a la voluntad de otro hombre, el ser humano ha desarrollado una historia de evolución y de miseria. Por tanto, la voluntad, un ejercicio personal y universal (son dos versiones de una misma o parecida fuerza) de naturaleza desconocida, nos ha hecho existir ajustados a leyes o exigencias que anulan, en la mayoría de los casos, la conciencia personal de un sentido universal de todo lo existente. ¿Cómo descubriría el ser humano la forma de conciliar ambos elementos tan determinantes, la voluntad y el sentido abstracto universal?

La mitología fue la primera agrupación de conceptos abstractos que el ser humano utilizó para tratar de definir o describir un sentido con el mundo y del mundo. Esos conceptos abstractos eran ideas, invenciones del pensamiento que relacionaban cosas diferentes aportándoles algún sentido distinto. Eran representaciones, es decir, muestras físicas de algo que sólo, o la mayor parte de las veces, se encontraban en la mente humana, en el pensamiento más inspirador. Este pensamiento inspirador surgía, casi siempre, de una vaga sensación de malestar. Cuando el ser humano desarrolla un bienestar prolongado es, sin embargo, la voluntad la que prosperará frente a la representación. Una voluntad sin conciencia, determinada así por los sentidos satisfechos que, sólo, desean más y más satisfacción. No tiene sentido, entonces, descubrir la idea oculta bajo la máscara de una existencia imprevisible. Las ideas que están asociadas a la representación abstracta no son prácticas, no hacen cosas, ni siquiera la vida la hace mejor. Estas ideas representativas afectan a la conciencia más íntima, trascendente o justificativa de lo que pueda llegar a ser una conciencia poderosa. Con ellas los seres humanos describieron el concepto de belleza. No era la belleza algo afectado por la satisfacción, sino por el placer. Hay una importante diferencia entre una cosa y la otra. La satisfacción exige un aporte de cosas para llenar un cierto vacío; el placer sólo necesita su objeto de adoración, sea éste el que sea; aunque, en este caso, para la representación o idea (abstracta o no) de belleza el sentido placentero tiene que tener un componente de continuidad, que no culminaría sino cuando el objeto de placer es desestimado. Desestimado no es aquí lo mismo que rechazado, sino más bien entendido como que dejaría de ser el centro de atención o de contemplación manifiesta. Para ese momento de placer representativo (estético) el ser ha sido incrementado en su conocimiento con una impronta intuitiva que le permitirá sostener las algaradas desestabilizadoras que la voluntad asesina de sentimientos placenteros tenga a bien considerar desde sus maléficos momentos azarosos.

Para los pintores del siglo barroco la representación de sus obras debían considerar expresar ideas, grandes ideas a veces, que llevaran en sí la fórmula imperecedera de un adagio, de una metáfora o de un aforismo universal. Esa enseñanza estética, es decir, esa muestra de algo que, a la vez, representa una belleza y un conocimiento, tendría para los pintores barrocos un prodigio exitoso de consideración y justificación artística y antropológica incluso. Alessandro Turchi fue un pintor veronés que llegaría a presidir la reconocida Academia de San Lucas de Roma. Creada esa Academia para ennoblecer aún más la profesión de pintor, elegirían el nombre del evangelista Lucas por haber sido este santo el primer definidor de un retrato de la Virgen María. ¿Hay mayor abstracción que esa? En el año 1632 el pintor Turchi compuso su grandiosa obra de Arte Baco y Ariadna. El mito de origen griego nos cuenta la leyenda de Ariadna. La que fuese hija del rey Minos tuvo su gran momento de esplendor biográfico en la conocida historia de Teseo y el Minotauro. Enamorada luego del héroe Teseo, se embarcaría con él en el camino vital de su infortunio. La mitología la salvará después, cuando el dios Baco la encuentre, desolada, entre los acantilados desesperados de la isla de Naxos. Esta es la escena que el pintor italiano expresará con belleza extrema en su obra barroca. En ella, Ariadna aparece afligida y abatida ante un Baco que sorprende por su galante postura de belleza masculina acogedora. El dios Baco no se caracterizaba por ser un dios galante o considerado, pero aquí el pintor no lo duda, lo pintará sublime en su decidida manera sorprendente de salvar, admirado, la desafecta belleza de una mujer perdida. Al descubrirla así, sola, renunciada, indiferente y permutada, Baco la transformará pronto en una diosa, la hará así su esposa y la encumbrirá de promesas y adoraciones excelsas. Esta es la representación, la idea primorosa que el mito, el Arte y la creación de ideas estéticas, conseguirán en el abatido mundo desasosegado en que el ser humano se debate sin futuro. Otra vez el tiempo. Porque la leyenda nos contará incluso, maliciosa, cómo Ariadna terminaría también abandonada tiempo después por Baco. Pero esa es la parte que la representación, la idea grandiosa, no estimaría en absoluto para obtener su creación vinculante. Una creación que lo que persigue es mostrarnos el sentido de la vida desde una perspectiva de belleza, de verdad, de placer o de refugio trascendente, ante una inanidad tan engañosa como es el tiempo transcurrido y sus consecuencias insensibles. 

El Arte buscaría en sus inicios grandiosos una representación vigorosa ante la vida vulgar, insulsa y tan anónima de los seres humanos transeúntes. La idea estética debía entonces conformar un pensamiento que permitiese posicionarnos ante el desolado sinsentido del mundo. Así, el Arte obraría el maravilloso prodigio de la conciliación entre voluntad y representación. Entre un poder desmesurado e insistente de vida exultante por un lado, lo que es la voluntad, y un sentido trascendente, alimentador de conciencia y justificador de vida sosegada, inteligente, placentera, equilibrada y argumentada, por otro, lo que es la representación. Pero a veces el Arte no conseguirá conciliar siempre esas dos fuerzas antagónicas o aliteradoras del mundo. Cuando los prerrafaelitas apasionaron con su belleza arcaica los salones británicos de finales del siglo XIX, algunos pintores continuaron utilizando esa tendencia actualizada a los rasgos estéticos del momento. Fue el caso del pintor inglés John Collier, quien en el modernista año 1914 pintaría un retrato de mujer con el semblante iconográfico de las modelos góticas más evanescentes del Prerrafaelismo. En este retrato compuso Collier la belleza tranquila, frágil y casi transparente de la desconocida Angela McInnes. El retrato se encuentra en la Galería Nacional de Victoria en Melbourne. Pero, nada sabemos de quién fue la desconocida Angela McInnes. Sin embargo, el maremágnum de internet a veces aflorará información relevante. Buscando su nombre sorprenderá saber que llegó a ser una novelista que escribiría más de treinta novelas que fueron populares a mediados del siglo XX en Inglaterra. El Arte aquí, en el retrato de Collier, no consigue enseñarnos nada relevante, ninguna idea trascendente ni ninguna representación que inspire así un pensamiento abstracto que lleve a justificar algo trascendente. El Arte aquí sólo nos procurará parte de lo que el sentido representativo persigue a veces: placer, un placer estético. Pero también algo más, no obstante, un triunfo sobre algo que nos condiciona y apelmaza en la vida contingente: el tiempo indeseable. Con ese reflejo poderoso, que sólo el Arte pictórico consigue sutilmente, hemos podido apaciguar una voluntad desaforada por una vida sin medida y sin sentido, y, a la vez, materializar una representación abstracta que, desde los rasgos perfilados de un retrato de belleza, nos unirá al sentido más universal y trascendente de un mundo, sin embargo, desolado e imprevisible.

(Obra del pintor inglés Herbert James Draper, Ariadna, 1905, Colección Privada; Cuadro  Retrato de Angela McInnes, del pintor John Collier, Galería Nacional de Victoria, Melbourne; Óleo Baco y Ariadna, 1632, del pintor Alessandro Turchi, Museo del Hermitage.)


24 de septiembre de 2021

La provisionalidad de la vida no eludirá dos cosas: una afirmación vitalista y una constatación moral, ambas son una salvación real.



 

El Posromanticismo surgió a finales de la década de los años sesenta del siglo XIX. Coincidieron tres acontecimientos políticos: la guerra civil norteamericana, la guerra franco-alemana y, en consecuencia, el fin del imperio francés y un advenimiento nacionalista en Europa. Las emociones colectivas se reflejan en las individuales, unas y otras no pueden separarse realmente, por mucho que el individualismo creativo suponga que sí lo están. El Romanticismo había sido el mayor acontecimiento cultural en la historia desde el Renacimiento. Sus influencias fueron enormes y sus estertores aparentes aún siguen influyendo en la sociedad, que por mucho que quiera no podrá eludir o evitar nunca. Aun así, la creatividad artística necesitó luego de un referente primordial, de un sentido director que pudiera conformar la vida con la emoción liberadora o los hechos reales con la rebeldía interior. Y surgió el Realismo artístico desde las entrañas de un ser humano escindido entre deseo y verdad. Fue entonces, mediados del siglo XIX, cuando la verdad dejaría de ser un alarde metafísico  para convertirse en una manifestación cruda, objetiva, inmediata, precisa, desnuda, inconsiderada o valiente de la vida. Pero el Realismo creativo es un contrasentido, ¿cómo crear algo si ya existe y es además muy conocido y sufrido por todos? Por esto mismo duraría tan poco como las placenteras emociones de una sociedad autocomplaciente e injusta. Los conflictos políticos vinieron por entonces a provocar el cambio radical de las cosas, de unas cosas que, por su inadecuada relación con la verdad, debían ser adaptadas a una evolución social vertiginosamente incontrolable. Así que los poetas, pintores y pensadores sintieron, en el último tercio del siglo XIX, que la verdad no podría conocerse realmente, que ésta era ambigua, incierta, basada tal vez en dos opuestos que no podrían eludirse y, a la vez, coincidir sin contradecirse. El pesimismo brillaría a la vez que el hedonismo. Ambas cosas reflejan la misma visión de una realidad indeterminada o fluida. Phillipp Batz (1841-1876) fue un pensador alemán absolutamente pesimista. Ideó una teoría cósmica de la creación... Para él el comienzo del mundo y el tiempo fue el desgarramiento de un dios poderoso. A partir de esta rotura divina en multitud de pequeños fragmentos (el dios poderoso habría dejado, en consecuencia, de existir como tal) surgiría la vida individual. Pero ésta no era autónoma, era dependiente de un sentido catastrofista del universo. Por esto mismo no hay salvación, y la solución no es crear más vida sino anular esa posibilidad; por otro lado, el sufrimiento vendría a ser el resultado de esa dependencia escatológica o fragmentada de la existencia. 

Uno de los mitos griegos más interesantes referentes a la salvación es el de Andrómeda y Perseo. En él aparecen elementos que vienen a vislumbrar el sentido poderoso que tuvo el Posromanticismo, y que se acerca mucho a la verdad de esta vida desconcertante. Por un lado tenemos la figura del semidiós Perseo, un héroe romántico como pocos en la diversa nómina de héroes grecolatinos. Hay en él un deseo de salvación, en este caso hacia su madre Dánae, también en sus principios personales ante la vida. No hay un anhelo egoísta en él, no hay tampoco una taimada forma de conseguir sus objetivos vitales. La ingenuidad o inocencia son rasgos fundamentales en la personalidad mitológica de Perseo. El destino, en forma del poderoso y cínico rey Polidectes, le llevará a conseguir un objetivo imposible, un terrible y peligroso prodigio monstruoso para, sin él saberlo, acabar también consigo mismo. Sin embargo, como todos los héroes, se salvará. Esto, la salvación, es un rasgo metafísico del Romanticismo, y, por supuesto, del Posromanticismo, a pesar de sus propias divergencias o insurrecciones con la Teología o el Providencialismo. El héroe en su mito es ayudado por la Providencia. Ayudado, no totalmente transformado. El útil metafísico aquí es un espejo providencial, un escudo mágico que reflejará la imagen tenebrosa que en él se proyecte. Aquí se configura, en el reflejo poderoso, el sentido individual e introspectivo tanto del personaje honesto como del monstruo asesino. Con este artefacto mágico y trascendente el héroe Perseo vencerá al mal...   Porque hay que reflejar bondad y autenticidad moral para conseguir vencer dos cosas importantes: a uno mismo y sus pasiones desintegradoras y, luego, al desgarramiento tan desolador de un mal concertado por los otros. Después de obtener, gracias al espejo poderoso, la terrorífica cabeza degollada de la Medusa el héroe griego regresa donde su madre para salvarla de las desavenencias del codicioso rey. Pero en su camino un azar, tan vital como la propia vida, le lleva a encontrar a la abatida Andrómeda atada a unas rocas ante un mar impetuoso, un odioso mar que alberga un devorador marino enviado por los dioses. Perseo entiende entonces dos cosas en su íntima razón portadora de esperanza... Primero, que la vida no es, en ningún caso, una moneda de cambio para conseguir nada de ese modo tan horrible. Segundo, que la belleza inesperada, la que de repente surge en las mentes honestas e inocentes, es una razón muy consistente para afirmar la vida. Así, salvará a Andrómeda y se salvará a sí mismo.

Para contrarrestar aquel pensamiento pesimista de Philipp Batz sin ninguna utilidad, surgiría otro filósofo alemán pesimista... ¿Un pesimismo para salvar a otro? Sí, porque el pesimismo inteligente no es una forma de pesimismo absoluto, es una forma pesimista de cierto realismo romántico. Eduard von Hartmann (1842-1906) crearía una teoría pesimista también, como lo hiciera Philipp Batz, aunque en su caso se alejaría del componente cósmico pesimista del sufrimiento. Para Hartmann el egoísmo es negativo. El sentimiento de autoafirmación (el espejo mágico) no debe estar en contradicción con la realidad social o personal de los otros, del otro, de la otra, etc... Para este pensador alemán la salvación por la negación de la vida, lo que los pesimistas absolutos defienden, es un error existencial e irracional. La concepción de una redención del inconsciente, por ejemplo, proporcionará una cierta base para la ética. Debemos afirmar la vida, aunque ésta sea provisional, y dedicarnos a la evolución social y personal en lugar de buscar, impenitentemente y sin sentido, una felicidad imposible. Con esto descubriremos que la moral, la moral bien entendida, convierte la vida en algo menos infeliz de lo que podría ser de otra forma.    A finales del siglo XIX el pintor español Ulpiano Checa (1860-1916) no acabaría de encontrar la tendencia artística con la que sentirse cómodo pintando. Como el Posromanticismo preconizaba, una amalgama de sentimiento y racionalidad flotaba por entre las brumas inspiradas de los creadores desubicados de finales de aquel siglo. El color y la pasión, el trazo equilibrado y la emoción espontánea, hicieron al pintor madrileño perderse sin mucho éxito por las algaradas posrománticas de una pintura española decadentista. En el año 1885 se decide por pintar una alegoría clásica, La ninfa Egeria dictando a Numa las leyes de Roma. En esta obra, aparentemente esteticista y hedonista, hay mucho más que erotismo y romanticismo inspirador, se trató de conjugar dos elementos terrenales que, difícilmente, habían sido emparejados por la sociedad con mucho éxito: el vitalismo sensual o la afirmación más vitalista romántica, y, luego, los principios morales más alentadores de convivencia personal y realidad social. Ambas cosas eran, y son, una fuente inspirada muy poderosa de salvación... ¿De salvación también para el Arte?  Para cuando el pintor Checa muere en Francia en el año 1916 el mundo empezaba una radical transformación social y cultural nunca antes conocida en la historia. Tanto como lo sería en el Arte. La provisionalidad de la vida se hizo patente de un modo muy desgarrador por entonces (la Primera Guerra Mundial), el fraccionamiento de la vida también... Desde entonces, tanto el hedonismo como el moralismo han alternado en la historia con excesos, incongruencias y desatinos. ¿Cómo fue posible que entonces, hace más de cien años, el ser humano pensase que esa cosa, la conjugación de emoción y realidad,  podría ser la salvación? Fue, tal vez, el Arte lo único que pudo explicarlo, ya que el Arte no busca nunca una explicación sino sólo una emoción sin sustancia, un sentimiento inespecífico. Lo único, probablemente, que la sociedad no haya llegado a comprender aún, a pesar de sus avances: que la vida sin emoción virtuosa, sin aquel sentido mítico que el héroe Perseo inspirase con su gesta prodigiosa, no tiene ni moral, ni placer, ni sufrimiento, ni razón alguna que tenga algún sentido. 

(Óleo Andrómeda, 1869, del pintor y grabador francés Gustave Doré, Colección Particular; Lienzo La ninfa Egeria dictando a Numa las leyes de Roma, 1885, del pintor español Ulpiano Checa, Museo del Prado, Madrid.)

17 de septiembre de 2021

La grandeza artística de Tiziano estuvo en la totalidad de su Arte, en la Belleza, pero, también, en la manera de narrarla.

Hubo un pintor veneciano que sorprendería una vez a Tiziano en la primera mitad del siglo XVI. Pintaba de un modo distinto a como antes, sus trazos eran muy diferentes a lo que antes se había hecho en pintura: los colores eran más brillantes, la luz muy diferente y el movimiento innovador. Andrea Meldolla, también conocido como Schiavone (1510-1563), crearía en la historia del Arte algunos lienzos manieristas fascinantes. Sin embargo, no triunfaría en el Olimpo de los Pintores, pasaría sin pena ni gloria por la historia decorando palacios imperiales o castillos vetustos sin muchos visitantes. ¿Es injusta la historia...? No, la historia no; lo es, si acaso, el Arte. Pero el que lo sea el Arte no significa nada, ya que el Arte no admite valoraciones éticas ni morales, solo es Arte. Lo que sucede es que el Arte necesitará escudriñarse, pararse uno a ver, a mirar y a descubrirlo. No es tanto los creadores como la creación lo importante. Aun así, existió un milagro artístico consagrado por todos en su época y en la historia: Tiziano. Si hay que elegir un genio de la pintura, de la pintura nada más, lo cual excluye a grandes como Miguel Ángel o Leonardo, que se dedicaron a más cosas, hay que hablar del veneciano manierista Tiziano. El Manierismo aquí nos ayuda a ser justos, porque clasifica o selecciona el Arte y deja a otros genios sin valorar ahora, consagrados así en otras tendencias. En el Renacimiento, que finaliza cuando Tiziano empieza a pintar de un modo distinto a como antes, brillaría el genio pictórico de Rafael Sanzio. Este pintor italiano alcanzaría la culminación de la belleza renacentista más elaborada: la medida correcta, el gesto perfecto, la composición sublime, la luz adecuada. No hay distracción, ni sagrada ni artística, en Rafael. Sublime del todo. No sería superado en su Arte por nada ni nadie. Pero la historia continuaría su senda injusta, llena luego de sorpresas y deseos emancipadores de algunos nuevos espíritus que necesitarán también brillar y sostenerse. Con Tiziano la pintura alcanzaría a ser un Arte completo. Luego de él todo son imitaciones divergentes o innovaciones artificiosas sobre su manera de componer tan fascinante. Realmente, él fue el modelo artístico sublime en el que se inspirarían todos los creadores posteriores. No se trataba en Tiziano sólo de componer una figura perfecta, con el color perfecto y la luz precisa, no; se trataba de describir una escena artística, de narrarla con belleza, pero, también, con soltura innovadora, con sorpresa, con un cierto desequilibrio efectista muy estético y grandioso.

La figura iconográfica de la Madonna había sido un motivo artístico creado a lo largo de toda la historia del Arte. No es sólo algo sagrado, es además la representación de la vida en su ejemplo más significativo o revelador del inicio y continuación de la misma. En la figura de esa representación sagrada hay un vínculo, una relación, del creador, en este caso creadora -la madre de Jesús-, y de lo creado...  ¿Tendría que ver esa metáfora vinculadora creativa con la querencia artística de los pintores por representarla compulsivamente? En esta muestra de obras de Madonnas he incluido desde el Renacimiento de Rafael hasta el Modernismo de Picasso. Cinco autores que han compuesto la imagen sagrada de la madre y el hijo de Dios en el Arte. Esta vinculación entre el creador y lo creado se ha hecho con el paso de los años más acentuada en el Arte. Si nos fijamos bien observaremos como lo creado, el niño Jesús, es desde los inicios de la historia del Arte una representación que se expresa interactuando con otros seres humanos: o con otro niño (el pequeño san Juan) o con otra mujer (santa Catalina en ocasiones). El creador, la creadora, se muestra satisfecha, metafóricamente, en su sentido participador de vida, de belleza y de Arte con el mundo. No se posesiona de lo creado, no hace suyo en exclusiva el sentido creador de lo que su existencia artística haya podido componer con algo nuevo en el mundo. Hay como una especie de magnanimidad, de conmiseración, de agradecimiento incluso, al mundo. Un mundo que, por otra parte, está ahí en la obra completa representado de alguna manera claramente. En el Modernismo de Picasso eso se diluye, se transforma ahora entre las formas innovadoras de una revolución absoluta en la manera en que se representa lo creado y el creador. Ya no hay intermediarios, ya no existe un mundo que importe: ahora lo creado está posesionado totalmente por el creador. Éste expresa su voluntad absoluta de ser reivindicado unido a su creación, sin fisuras, sin interpretaciones, sin necesidad de satisfacer otra cosa que su propio sentido artístico reivindicado.

Cuando Tiziano alcanzó su vejez creativa, llegaría casi a los noventa años, empezaría a pintar de una forma diferente, muy desgarradora. Ya no se preocuparía tanto de la Belleza, ese concepto que él había logrado llevar a la más alta cota de sublimación, representación, expresión y sentido artístico. No, ahora, al finalizar su larga, decepcionante y brillante vida, el pintor veneciano más grande de la historia empezaría a mostrar un rasgo de innovación expresionista que el Manierismo le permitiría en un momento, finales del siglo XVI, tiempo en el que el Arte entraría en cuestión dado cierto decadentismo artístico, algo propio de las tendencias artísticas, que alcanzarán su culminación y no conseguirán ir más allá sin perder algún sentido o alguna dignidad... Para entonces el Arte no querría saber ya nada de narración, ni de composición desequilibrada ni de gestos. El momento, el paso del siglo XVI al XVII, fue revulsivo y crearía una vuelta a la Belleza per se, sin saber los creadores por entonces que la expresión artística no puede eliminar el componente de lo creado del hecho de que el Arte es una forma de vinculación con el mundo, sea la que sea, para poder transmitir algo más que belleza estética. Hay tres participantes en el hecho artístico: el creador, lo creado y el observador. En el inicio de la historia del Arte, siglos XIII y XIV, el observador importaba poco. Con el Renacimiento empezó a importar, se embelleció todo aditamento compositivo y se esforzaron los creadores por fascinar con sus creaciones a los observadores del Arte. Con Tiziano se alcanzaría la máxima relación artística entre lo creado y el mundo. Luego, esa narración iniciada exitosamente por Tiziano llevaría en el Barroco a su expresión más popular, más terrenal o más naturalista. Tiempo después, cuando el Romanticismo y el Academicismo del siglo XIX quisieron encontrar su sentido artístico, el creador se fue acercando, tímidamente aún, a lo creado de un modo más definitivo. El salto final lo llevaría a cabo la Modernidad de principios del siglo XX. Para entonces el creador necesitaba identificarse con lo creado, hacerlo suyo y desposeer así al mundo de su creación. En su obra del período azul Madre e Hijo, el creador español Picasso rompe por completo con la composición anterior donde lo creado interactuaba con el mundo. Ahora no, ahora la figura creadora, la madre, está unida palpablemente con la figura de su creación y el mundo no aparece por ningún lado. Así cambiaría una cosmovisión del mundo y del Arte, una que aún sigue y que ha llevado, inconscientemente y sin querer, a que un cierto egoísmo artístico, también social y antropológico, se haya posesionado de lo creado y no desee ya participar a éste ni con el mundo ni con los demás ni con la vida. Ejemplo claro, posiblemente, de una sociedad estéticamente insolidaria, ensimismada y limitante con lo humano...

(Óleo La Madonna de Aldobrandini, 1531, del pintor Tiziano, National Gallery, Londres; Pintura del Manierismo, Sagrada Familia con Catalina y San Juan, 1552, del pintor veneciano Andrea Schiavone, Museo de Bellas Artes de Viena, Austria; Óleo del Renacimiento La Madonna de Aldobrandini, 1510, del pintor Rafael Sanzio, National Gallery, Londres; Cuadro academicista Amor fraternal, 1851, del pintor francés William Adolphe Bouguereau, Colección Privada; Obra de Arte Modernista de Picasso, Período Azul, Madre e Hijo, 1901, Museo de Arte de Harvard, EE.UU.)