30 de noviembre de 2010

La salvación griega en su Arte trágico, el último pensador europeo y el sentido de existir.



Johann Jakob Bachofen (1815-1887) fue un antropólogo suizo que desarrolló una teoría sobre la evolución cultural de la humanidad desde sus días primitivos. Básicamente, presentó la maternidad como la piedra angular de la sociedad primigenia, y, por tanto, también de los inicios de la religión, de la moral y del decoro. Estableció cuatro fases históricas generales en la evolución del hombre, etapas que se fueron superando unas a otras: 1) La telúrica, salvaje y sexual, promiscua y colectiva, con Afrodita (diosa griega de la belleza) como diosa representativa; 2) La lunar, agrícola, mistérica y jurídica, con Deméter (divinidad de la vida y la muerte) como su diosa significativa; 3) La dionisíaca, un período transitorio, donde lo masculino moderado empezaba a prevalecer, con su dios Dionisos como valedor; 4) La apolínea, la solar, la aniquiladora de la prevalencia matriarcal y del pasado dionisíaco, con su dios Apolo como ejemplo virtuoso y viril. De esta última surgiría la clásica, moderna y actual sociedad. Los griegos, los europeos más conscientes de serlo por entonces, tuvieron que crear el arte para poder soportar la dolorosa angustia de la existencia. De ese modo la tragedia, como un arte poderoso, llevaría al pueblo heleno a superar el conflicto primigenio interior que aquel primer homo sapiens, consciente ya de vivir y morir, debió de haber sentido por primera vez. El filósofo alemán Nietzsche, influido en parte por Bachofen, publicaría en el año 1871 su ensayo El Nacimiento de la Tragedia, una obra donde trataba de exponer que, desde que el filósofo griego Sócrates (año 390 a.C.) se elevara como pensador radical frente a los dionisíacos trágicos con su decidida moral inflexible, la tragedia salvadora griega había sido suplantada equivocadamente por un racionalismo único, decidido y bienpensante.

El filósofo Nietzsche nos dice en su obra que todo es uno, que la vida es una eterna fuente que, constantemente, produce individuaciones que se acaban desgarrando y destruyendo por siempre. Por ello todo es dolor y sufrimiento, el mismo dolor y sufrimiento de quedar despedazado aquel uno primordial. Pero, a la vez la vida tiende a reintegrarse, a salir de su dolor y a concentrarse en su unidad primera. Esta reunificación se produce en la muerte con la aniquilación de las individuaciones. Morir entonces no es desaparecer sino volver al origen; un origen que incesantemente producirá una nueva vida. El mundo se justifica y se redime -continúa diciendo Nietzsche- por la Belleza. El Arte nos salvará. Por tanto, desde la caída del esplendor cultural griego, que  tuvo lugar a la decadencia de las tragedias de Eurípides (480-406 a.C.) y al advenimiento de la estricta moral de Sócrates, decayó en el mundo occidental el instinto de belleza en favor de un exclusivo saber racional y de una nueva búsqueda ética alternativa y angustiosa de la verdad. El error fue entonces, probablemente, la sustitución de aquel instinto de belleza por otra cosa y la anulación de ese esplendor griego, no el advenimiento racional, ya que ambas cosas podían haber sido justificadas.

Esos dos dioses griegos, Apolo y Dionisos, ejercían sus fuerzas contrapuestas en el mundo: lo apolíneo y lo dionisíaco. El dios Apolo representaba el orden, la forma armónica, pero, también ocultaba lo ilimitado y caótico de la existencia global, ya que supone la luz -el sol de Apolo- que impide ver más allá de las cosas en penumbra. Porque es Apolo el que sostiene las apariencias luminosas que ocultan a la humanidad la unidad de todo lo existente. Del mismo modo, Apolo es el dios de las artes plásticas que mitigan el dolor que proviene de la individuación desgarradora de los seres, y lo hace a través de la evasión intelectual que provocan las bellas formas en el mundo (escultura, pintura, arquitectura...). Dionisos, a cambio, es el dios de lo informe, de lo desbordante o de lo sin límites. Él es el abismo que subyace bajo el mundo de las formas. Dionisos destruye el sentido de esa individualidad y la libera así de su limitación, provocando a la vez el mayor sufrimiento pero también el mayor placer -la divina embriaguez-, ese que se produce al verse liberado el ser de las cadenas que le impiden contemplar la unidad que hay debajo de todo lo existente. Su arte paradigmático es la música, que provoca la mayor emoción y el mayor entusiasmo en el espíritu de los hombres.

Esas dos contraposiciones vitales o esos dos instintos artísticos de la naturaleza, lo apolíneo y lo dionisíaco, se funden en la tragedia griega. La muerte de los personajes en las representaciones trágicas es aparente, no existe en realidad, como no existe la desaparición total e irreversible de las cosas. Porque la tragedia lo que ofrece es un consuelo metafísico al ser humano al representar las cosas así, tan cercanas, justificadoras y comprensibles. El filósofo alemán Nietzsche nos dice que aquella etapa que dio comienzo a la rígida filosofía socrática, el ser humano entró en la ilusión existencial de pensar que no sólo era capaz de conocer sino también de cambiar y de corregir al propio ser humano. Frente al optimismo socrático, la tragedia es pesimista esencialmente porque es el resorte que equilibra la absurda existencia. Y continúa el filósofo alemán diciéndonos: ¡Cuánto tuvo que sufrir el pueblo griego para llegar a ser tan bello! Fue un pueblo con una sensibilidad especial que le dotaba de capacidad para el sufrimiento y el dolor. En los dioses griegos no debemos buscar misericordia, amor o compasión. Ellos nos muestran la exuberancia de la existencia, la jovialidad, la alegría y el dolor de vivir: la Belleza en una palabra. El mundo griego es anterior a las categorías del bien y del mal. Para Nietzsche el racionalismo excesivo al que la civilización occidental había llegado la habría llevado a querer circunscribirlo todo a esquemas mentales estáticos. Sin embargo, Nietzsche nos indica que el mundo es contradictorio, variable, mudable, que todo nace y sucumbe. Y que, finalmente, en la ascesis de la contemplación estética de la tragedia está la salvación de todos. Por tanto, sólo como un fenómeno estético -el Arte y todas sus manifestaciones- pueden estar realmente justificados la existencia y el mundo.

(Cuadro del pintor español José de Ribera, 1630, Triunfo de Baco, cabeza de Dionisos; Cuadro del pintor Waterhouse, Apolo persiguiendo a Dafne, 1895; Óleo del pintor Edvard Munch, Nietzsche; Cuadro del pintor Bartolomeo Manfredi, Apolo y Marsias; Cuadro del pintor griego Nikiforos Lytras, Antígona y Polinices, 1865; Óleo del pintor francés David, Muerte de Sócrates, 1787; Cuadro del pintor academicista William Adolphe Bouguereau, Los jóvenes de Baco, 1884.)

25 de noviembre de 2010

La tempestad y el ímpetu: la revolución del alma o el Romanticismo.



El período histórico situado en pleno siglo XVIII denominado Ilustración determinaría el imperio de la razón y de la influencia clásicas, representados ambos por el antiguo esplendor grecorromano. Pero es justamente en los años finales de ese siglo cuando algunos hombres y mujeres, artistas, creadores o filósofos, llegarían a dar uno de los giros más vertiginosos y trascendentes que hayan existido en la historia de la humanidad, y cuyos efectos aún perduran en el mundo. El escritor alemán Friedrich Klinger (1752-1831) publicaría en el año 1776 un drama apasionado de amor y guerra al que titularía Sturm und Drang (La tempestad y el ímpetu). En esta obra novedosa se reflejaban ya las características propias románticas del movimiento creativo al que acabaría dando su nombre. Los autores de este nuevo movimiento creativo, entre ellos Schiller y Goethe, empezaron a afirmar un cambio radical en el pensamiento del hombre: la prevalencia de la emoción personal y subjetiva frente a cualquier otra cosa. También preconizaban la espontaneidad estética en la creación artística, frente al rígido clasicismo y racionalismo de antes. No rechazaban la razón del todo, pero llegaban a traspasar sus fronteras mediante algo parecido a la experiencia mística o a la fe.

Fueron denominados los prerrománticos, unos seres humanos que iniciaron por entonces las bases de lo que, años más tarde, el posterior movimiento romántico llevaría a expresar, con las suyas,  la total infinitud de los límites de la razón y de la conciencia Ésta -la conciencia-, decían los románticos, es infinita, lo es todo y lo hace todo, es libre y está privada de todo control y rigidez. En el Arte hubo precursores del Romanticismo que desarrollarían una creatividad y originalidad opuesta por completo a lo que fuera la tradición o el clasicismo estéticos. Propugnaron la creación imperfecta e inacabada, la obra llena de un aura espiritual pero con rasgos ahora casi irreverentes. Todo cambiaría con ellos y sus efectos han llegado en el Arte y en la vida hasta la actualidad, anticipándose incluso a lo que fuera después el surrealismo o el simbolismo, tendencias artísticas que se inspiraron ávidamente en ellos. En la búsqueda del sentido de sus deseos, llegaron los románticos a glosar las ruinas, los desastres, los naufragios, el desvanecimiento, la muerte, la soledad o el paisaje nebuloso, oscuro e inquietante. Todos estos elementos estéticos donde las figuras humanas apenas se perciben o se aprecian frente a la grandiosidad, impetuosidad o fuerza descomunal de una naturaleza omnipotente. 

El pintor británico de origen suizo Henry Fuseli (1741-1825) es un ejemplo gráfico de esas sensaciones prerrománticas en el Arte. En su cuadro La Pesadilla apreciamos el tenue paso del neoclasicismo al prerromanticismo. En la imagen de sus obras se observan ya los rasgos románticos, aunque sin dejar de plasmar un cierto estilo neoclásico anterior, casi manierista. Otro pintor romántico lo fue el británico David Roberts (1796-1864). Fue el primer artista europeo en viajar a países exóticos y orientales para recrear impresiones de la antigüedad en un entorno extraño y decadente pero, sin embargo, lleno de emociones y fuertes sentimientos poéticos. Aquí nos muestra el pintor británico las ruinas fenicias y romanas del enclave de Baalbeck -en el actual Líbano- y un paisaje español del año 1830 de una población sevillana con su castillo ruinoso y un bello atardecer sobrecogedor.  Por otro lado, un pintor francés desconocido, Louis Girodet-Trioson (1767-1824), el autor romántico de la imagen La revolución del Cairo de 1798, una escena que recuerda el momento histórico cuando los turcos declaran la guerra al conquistador Napoleón en Egipto. Se aprecian ya los teatrales gestos de la composición romántica -en una pintura ya del temprano año 1810-, unos gestos románticos que con posterioridad el gran pintor francés Delacroix llevaría a la genialidad más expresiva con su obra La Muerte de Sardanápalo. Un óleo romántico del año 1827 donde se ven ahora cómo los esclavos comienzan a matar a las propias concubinas del sátrapa legendario Sardanápalo, acciones homicidas para evitar así que fueran violadas por los bárbaros sitiadores de la ciudad asiria. Y todo mientras el rey tirano mesopotámico lo observa todo ahora abúlico, imperturbable y sin inmutarse.

Luego veremos una obra sorprendente del pintor británico Turner y sus extraordinarios matices románticos, precoces ya de lo que será más tarde la imperiosa tendencia más triunfal en el Arte: el Impresionismo. Del mismo modo nos inquieta también el excelente pintor alemán Caspar David Friedrich (1774-1840), el cual representa el Romanticismo en su expresión más poderosa, por ejemplo con una Naturaleza que domina impertérrita al hombre mostrando sus limitaciones terrenales ante tamañas fuerzas telúricas. En tres de sus obras expuestas de él aquí, El mar de Hielo, Mujer ante el atardecer y Puesta de sol, nos sobrecogen e inspiran las imágenes desgarradoras tanto de un escenario desolador como de uno estimulante, emocionándonos lo justo ahora al poder contemplarlas desde fuera del poderoso imperio de sus garras. Porque en ellas observamos, alejados y seguros, los descriptivos, emotivos o trágicos momentos románticos de, por ejemplo, el naufragio de un velero ante las inexorables fuerzas de un hielo despiadado o la infinitud de un misterioso horizonte en el momento justo de la decadencia del sol sobre su fondo. Ésta, la gran estrella dadivosa de luz, que, solo minutos antes, dominaría aún el cielo majestuoso con su refulgente reflejo embriagador. Por último una muestra del Romanticismo español de la mano del pintor Jenaro Pérez de Villaamil (1807-1856). Aquí se muestra su pintura Interior de la iglesia de San Juan de los Reyes de Toledo, donde ahora la perspectiva de la obra de Arte no es tan perfecta y los personajes están además desdibujados o no son lo más importante...  Porque para los románticos, unos seres especiales que sólo verían lo esencial desechando lo accesorio, lo importante para ellos era entonces otra cosa, algo que pasaba y no se vería en el lienzo del todo, algo que tratarían ellos siempre de comunicar ahora lateralmente, marginalmente, en sus obras. Como era que la belleza, la serena y frágil belleza estética romántica, estaba en todo aquello que nos emociona, que nos trasciende o que nos traspasa. También en todo aquello que hace que el ser humano sea, que termine siendo, mucho más que una mera racionalidad insensible, despreciable o lastimosa.

(Imagen del óleo de David Roberts, La entrada al templo de Oro en Baalbeck, 1841; Fotografía del templo de Baalbeck, 1910, Librería del Congreso, EEUU; Cuadro del pintor John Henry Fuseli, La pesadilla, 1781; Óleo del pintor francés Girodet-Trioson, La Revolución del Cairo, 1810; Cuadro La muerte de Sardanápalo, de Eugene Delacroix, 1827; Cuadro del pintor Caspar David Friedrich, El mar de hielo, 1823; Óleos del pintor británico William Turner, La tempestad y Boyas para señalar un naufragio, 1842 y 1845; Cuadro Interior de la iglesia de San Juan de los Reyes de Toledo, del pintor español Jenaro Pérez Villaamil, 1839; Óleo El Castillo de Alcalá de Guadaíra, 1830, del pintor David Roberts (paisaje de una población sevillana en el siglo XIX); Óleos de Caspar David Friedrich, Mujer ante el atardecer y Puesta de Sol, 1818.)

17 de noviembre de 2010

Un mito demasiado humano: el antihéroe Jasón, o la historia de la vida.



Dos grandes y épicos viajes legendarios nos han llegado desde la antigüedad griega: el de Ulises y su Odisea y el de Jasón y sus Argonautas. El primero es el viaje épico del gran héroe mitológico que guerreó en Troya, triunfó y que, luego, con su inteligencia, artimañas, decisión imperturbable y objetivo claro, conseguiría regresar a su meta anhelada, a su reino natal y a su patria. El segundo es, sin embargo, un personaje mítico menos seguro, más indeciso, casi desesperado, equívoco e influenciable. También es guiado en su épico viaje por una necesidad, una obligación o un destino, aunque éste ahora, sin embargo, mucho más azaroso, voluble y desmerecido. Porque es con Jasón ahora el itinerario existencial de cualquier vida humana normal, nada heroica ni grandiosa, como una vulgar historia humana más plagada de fuertes y débiles, malvados y simples; de otros seres como él que pasan por la vida del protagonista y le condicionan, le ayudan o le pierden, le dicen qué hacer o le manejan ante sus rasgos tan humanos y vulnerables. Se inicia la vida de Jasón con la tragedia del desheredado que estaba destinado a reinar y que su padre entonces, vilmente, es destronado y muerto. Ante tal perspectiva frustrada, al cumplir la edad apropiada, su preceptor -el centauro Quirón- le aconseja entonces que regrese a su reino y luche por su trono. Sin embargo, el usurpador del reino -tío de Jasón- le engañará a su regreso con un disuasorio ardid casi imposible: deberá conseguir el Vellocino de oro (algo absurdo y sin sentido por otra parte). Si lo hace, si Jasón lo consigue finalmente, se le ofrecerá el trono -el éxito en la vida- y podrá así reinar y vivir feliz para siempre. Esta difícil misión -tan imposible de llevar a cabo por nadie- piensa su tío que le hará desistir a Jasón de sus derechos legítimos al trono. Pero acepta Jasón el reto, es decir, la vida, esa existencia azarosa e indomable. A cambio del duro reto vital puede elegir ahora él, sin embargo, libremente a sus compañeros de viaje. Además le proporcionarán una nave, el Argo, una embarcación de extraordinaria resistencia y velocidad (oportunidades a veces que nos ofrece  también la vida).

Hasta la meta de su viaje deberá luchar Jasón con los doliones y las harpías. A lo largo del recorrido azaroso, irán incluso abandonándole algunos de sus compañeros de viaje. Cuando por fin llega Jasón adonde se encuentra su objetivo, el Vellocino de oro, no puede ahora conseguirlo. Tan sólo con la inestimable ayuda de Medea -hija del soberano que posee el Vellocino-, que le ofrece una pócima poderosa (la emoción y el entusiasmo que necesitamos en la vida a veces para triunfar), puede Jasón alcanzar su deseado y apasionado propósito en la vida. Ambos, ahora enamorados, regresarán juntos a la tierra de Jasón. Pero, en el camino de regreso, tienen que tomar ahora una nueva dirección (azares imprevistos y condicionantes de la vida desatenta), un nuevo camino tortuoso e imprevisto -la ciudad de Corinto- obligados también por el cruel e insidioso destino trágico e irredento. Allí Jasón acabará enloquecido por Creusa, otra mujer decidida y absorbente, a causa de la cual y sin quererlo él así, se desatará la cruel y espantosa tragedia inevitable. El destino sucumbirá con todos ellos y provocará así, finalmente, la separación, los celos, la venganza, la crueldad y la muerte.

La historia mítica de esta leyenda épica es como la representación nítida del drama vital e inevitable de todos los hombres. La iniciación a la vida en un mundo difícil, cruel y desamparado. La fortuna de la misma que, en un momento dado, ante un reto cualquiera, te facilita el destino temporalmente y él mismo te la quita. Y la lucha permanente, donde otros te ayudan y te abandonan y, aun así, casi desconfiado ya de todo, sin aliento incluso, aun sin ganas, aún así, seguirás adelante. Y, después, el amor, sus necesidades, sus alianzas y sus oscuras diatribas; también, sus entrecruzadas realidades y sus tristes y trágicos resultados vitales. Y, al final, la soledad. La burla del destino cruel a los seres confiados que maneja desatentos. Según nos cuenta la leyenda, Jasón acabaría sus días solo en su patria griega recordando los viejos tiempos con sus argonautas. Y murió, ridículamente, al desprenderse un trozo de madera de la popa del Argo, su mítica nave expedicionaria que visitaría, nostálgico, entre los diques abandonados de su ciudad natal. Algo que haría por entonces recordando así sus heroicas hazañas tan lejanas, ahora confundido por los años, sin embargo, durante todos los paseos matutinos que él daría, todos los días, hasta volver a encontrarla.

(Imagen de La constelación Nave Argo en el firmamento según un mapa de Gerard Mercator, siglo XVI; Cuadro del pintor Waterhouse, Jasón y Medea, 1907; Cuadro Jasón encantando al Dragón, del pintor napolitano Salvator Rosa, 1615-1673; Óleo del pintor inglés Turner, Jasón, 1802;  Cuadro del pintor Gustave Moreau, Jasón, 1865; Escultura del artista danés Bertel Thorvaldsens, Jasón, 1803; Grabado del Mosaico de Hilas -compañero de Jasón- y las Ninfas, Museo Arqueológico de León.)

13 de noviembre de 2010

Una confesión sin riesgos y una canción triste de desamor y sosiego.



Una de las obras literarias más conocidas de la Edad Media es la Divina Comedia, un relato lírico y narrativo escrito por el poeta italiano Dante Alighieri sobre el año 1307. Trata la obra literaria de los pecados humanos y su penitencia luego de la muerte. Los pecados y la muerte eran cosas muy connaturales con la vida y sus costumbres en la época medieval. Pero hay otra obra literaria menos conocida, Prufock y otras observaciones, escrita en el año 1917 por el poeta inglés Thomas Stearns Eliot (1888-1965), y cuyos versos tan desconocidos y complejos nos ayudarán a tratar de comprender  algo más al ser humano y a su difícil, oscura, desesperada, frágil y contradictoria naturaleza. El género y lenguaje de la obra de Eliot no ayuda, sin embargo, a entender muy bien el mensaje esperanzador que ofrece. Porque el lenguaje es tan desgarrador como críptico y aséptico. Pero, aun así, nos emociona e inspira a la vez que nos relata y describe cómo somos, realmente, de complejos los seres humanos en nuestra vida cotidiana. Con armonía y distanciamiento poético nos muestra ahora una confesión, pero una confesión que nadie, sin embargo, se atrevería nunca a pronunciar... Nos posibilita el poeta Eliot ahora con esa confesión imposible a comprender algo que jamás deberíamos consentirnos los humanos nunca: dejar que la inacción y la autocomplacencia nos invada en nuestra existencia desolada.

Uno de los poemas de esta obra literaria de Eliot, La canción de amor de John Alfred Prufrock, comienza con una cita escrita en la Divina Comedia en el capítulo El infierno en su canto número XXVII:

Si yo creyese que mi respuesta fuese
a persona que alguna vez volviera al mundo,
esta llama quedaría sin más sacudidas.
Pero como jamás desde ese fondo
volvió nadie vivo, si es verdad lo que oigo,
sin temor de infamia te respondo...

Esta cita pronunciada por el infortunado condenado a las brasas infernales Guido Montefeltro nos explica que, como ya no hay forma de salir de ahí -del infierno-, el pecador puede ahora confesar lo más inconfesable de su vida a quien allí también esté sin temor a verse ofendido con la infamia o la vergüenza. Porque esas acciones ignominiosas habrían quedado fuera del infierno para siempre, en el mundo de arriba, en el mundo de los demás, de los respetados o de los dignos... Pero Prufock, en su canto de amor -que aparentemente poco de canto de amor tiene-, sólo se permitirá hacer una confesión a sí mismo: reconocer que no tiene el valor de hacer todo aquello que debiera hacer; que siempre podría hacerlo después, que no merece tampoco hacerlo a veces y que ya sabe, de todas formas, qué sucederá...; también admite que el mundo está deslucido, lleno de vulgaridad, mediocridad y desaliento.

Fragmentos líricos de la obra poética de Thomas S. Eliot, La canción de amor de John A. Prufock:

Vamos, entonces, tu y yo, (1)
cuando el atardecer se extiende contra el cielo
como un paciente anestesiado sobre una mesa;
vamos, por ciertas calles medio abandonadas,
los mascullantes retiros
de noches inquietas en baratos hoteles de una noche
y restaurantes con serrín y conchas de ostras:
calles que siguen como una aburrida discusión
con intención insidiosa
de llevarnos a una pregunta abrumadora...
.....
Y claro que habrá tiempo
para el humo amarillo que se desliza por la calle
restregándose el lomo contra los cristales de las ventanas;
.....
En el cuarto las cocineras van y vienen
hablando de Miguel Ángel. (2)
.....
Y claro que habrá tiempo
de preguntarse ¿me atrevo? y ¿me atrevo?,
tiempo de volver atrás y bajar la escalera,
con un claro de calvicie en medio de mi pelo.
.....
Envejezco..., envejezco...
Tengo que llevar vuelta en los bajos de los pantalones.
.....
He oído las sirenas cantándose unas a otras.
No creo que me canten a mí.
Las he visto cabalgar en las olas mar adentro
peinando el blanco pelo de las olas echando atrás
cuando el viento sopla el agua hasta ponerla blanca y negra.
Nos hemos demorado en las cámaras del mar
junto a ondinas (3) enguirnaldadas de algas, en rojo y pardo,
hasta que nos despierten voces humanas, y nos ahoguemos.

(1) La conciencia y el protagonista;
(2) El gran artista -escultor y pintor- Miguel Ángel Buonarroti (1475-1564);
(3) Ser mitológico y fantástico con forma de mujer y que habita en el fondo de las aguas.


(Cuadro del pintor Bronzino, Alegoría de Dante, 1530; Fotografía de T.S. Eliot, 1956; Óleo del pintor William Bouguereau, Dante y Virgilio en el Infierno, 1850; Cuadro del pintor expresionista alemán George Grozs (1893-1959), The lovesick man -El hombre enfermo de amor-, 1916; Cuadros del pintor surrealista Rene Magritte (1898-1967): El espíritu de aventura, 1962, y el cuadro La perspectiva amorosa, 1935; Grabado de la Divina Comedia de Dante, La puerta del Infierno, del ilustrador francés Gustave Doré.)

9 de noviembre de 2010

Una obra hospitalaria, un incumplimiento ruinoso, un expolio incivil y un maravilloso contrato.



Fue un sobrino del obispo Diego de Deza (1443-1523) -el prelado amigo de Colón que intercedió por él ante los Reyes Católicos-, Juan Pardo de Tavera (1472-1545), quien llegaría a ser cardenal y presidiría el Consejo de Castilla, consiguiendo así luego el importante Arzobispado de Toledo. Pero a la vez fue también un gran mecenas de las Artes. En el año 1540 solicitaría a la ciudad de Toledo la petición de unos terrenos donde poder construir un hospital para pobres muy suntuoso. Ese diseño tan artístico fue muy criticado por algunos diciendo ahora que iba a ser demasiado lujoso para recibir a enfermos menesterosos. Le respondió a esos ignorantes el cardenal Tavera: que representando los pobres a Nuestro Señor, poco le parecería todo esplendor para cobijar a tales representantes... En el año 1608 se le encargaría al gran maestro pintor Doménicos Theotokópoulos, El Greco (Creta, 1541-Toledo, 1614), la decoración artística de todo el Retablo de la capilla del Hospital Tavera. Para ello, se firmaría entonces un contrato entre el administrador del hospital toledano, don Pedro de Salazar y Mendoza, y el propio pintor manierista cretense. En una de sus cláusulas se establecía la obligación de que el mismo pintor amaestrase -realizase- la obra, que no encargase a ningún otro esa función. Sin embargo, los retablos tuvieron que ser terminados, luego de la muerte de El Greco, por el propio hijo del pintor, Jorge Manuel (1578-1631), durante los años 1614 y 1621.

En el contrato se estipulaban la decoración pictórica -sin precisar el número de lienzos ni los temas- y que los cuadros deberían ser entregados, sin excusa, en un plazo máximo de cinco años. El Greco no respetaría esos términos y, a su muerte producida en el año 1614, las telas artísticas no estarían acabadas, dando lugar a un famoso pleito entre el Hospital Tavera y su hijo, don Jorge Manuel Theotocópuli. Éste acabaría siendo embargado con la incautación de sus bienes y terminaría arruinado como consecuencia de ese fatal litigio. El único cuadro destinado al Hospital Tavera, y que acabaría de pintar Jorge Manuel, fue El Bautismo de Cristo, lienzo situado en el lateral izquierdo del retablo de la capilla del Hospital. El resto de las obras contratadas y destinadas al Hospital Tavera nunca llegaron a ser entregadas. Pero en el inventario del pintor cretense, realizado a su muerte en el año 1614, figuraban, sin embargo, todos aquellos lienzos contratados -finalizados algunos de ellos por su hijo- para el retablo del Hospital Tavera. Unas obras de Arte español que acabarían luego, sin embargo, radicadas en otros tantos museos o colecciones de todo el mundo.

(Óleo La visión del Apocalipsis, Museo Metropolitano de Arte, Nueva York, El Greco, 1608-14, cuadro destinado al Hospital Tavera pero nunca entregado; Autorretrato, atribuido a El Greco, mismo museo de Nueva York, 1600; Fotografía del Hospital Tavera, hoy centro cultural de la fundación Medinaceli, Toledo (España); Fotografía del Retablo de la capilla del Hospital Tavera, con el cuadro El Bautismo de Cristo a la derecha; Imagen fotográfica de 1938 donde se aprecian las roturas realizadas al lienzo Cardenal Tavera del Greco durante la guerra civil española, 1936-39; Lienzo restaurado de El Greco, Retrato del Cardenal Tavera, 1614, Hospital Tavera, Toledo; Cuadro La dama del Armiño, cuya modelo fue la madre del hijo de El Greco, doña Jerónima de las Cuevas, con la cual nunca se casó el pintor, colección particular, Glasgow; Óleo Retrato de Jorge Manuel Theotocópuli, pintado por su padre El Greco, 1610, Museo Bellas Artes, Sevilla; Cuadro El Bautismo de Cristo, Hospital Tavera; Cuadro La Anunciación, Particular, Madrid; Cuadro El Concierto de los ángeles, Pinacoteca Nacional, Atenas, todos estos cuadros de El Greco, estos dos últimos destinados al Hospital Tavera, pero que nunca llegaron a entregarse ahí; Imagen fotográfica del panteón escultórico de Alonso Berruguete en homenaje al Cardenal Tavera, Hospital Tavera, Toledo, España.)

6 de noviembre de 2010

Un mecenazgo oportuno, un deseo prohibido y una música y un amor inmortal.



Los grandes creadores siempre tuvieron necesidad de mecenazgo, de ayuda económica por parte de los admiradores de su maravillosa creación artística. Richard Wagner (1813-1883) llegaría a padecer además una convulsa vida conyugal con su primera mujer, la actriz alemana Wilhelmina Planer (1809-1866). Así que sus primeros años de creación fueron difíciles. Wagner fracasaría también a causa de la quiebra del teatro donde trabajaba como director de orquesta. Desde ese momento viajaría por toda Europa llegando finalmente a Suiza en el año 1852. Allí conoce a un gran admirador de su obra, y mecenas suyo, el banquero Otto Wesendonck, cuya joven esposa Mathilde (1828-1902) acabará enamorando al gran compositor alemán. Y es ahora cuando Richard Wagner, inspirado gracias a su propia emoción desgarradora, abandona toda obra anterior en la cual estuviese trabajando para dedicarse sólo a componer musicalmente un famoso drama medieval, el melodrama de un gran amor secreto y trágico, Tristán e Isolda.

Años después regresa Wagner a Alemania y conoce entonces al director de orquesta Hans von Bülow, otro gran admirador de su música que había luchado mucho por imponer su obra en Alemania. Wagner se lo paga enamorándose ahora de su joven esposa Cósima Liszt (1837-1930), hija del compositor Frank Liszt. Aun así, el director von Bülow continuaría apoyando la música de Wagner. La desesperada situación económica de éste se soluciona, finalmente, gracias a la ayuda del monarca Luis II de Baviera, príncipe de este pequeño reino histórico del sur de Alemania. Luis II fue un entusiasta admirador de toda la música de Wagner, especialmente de su obra Tristán e Isolda, de la que acabaría patrocinando su magnífico estreno en Munich en el año 1864. Este drama literario basado en un poema celta antiguo -poema que no había llegado completo en ninguna de sus versiones, tanto francesas como alemanas-, relataba el inevitable lazo amoroso de Tristán, un caballero sajón de la inglesa región de Cornualles, e Isolda, una hermosa y rubia heredera del trono irlandés. Con destinos diferentes y enfrentados, ambos no podrían siquiera sospechar entonces, cuando coinciden sus vidas en circunstancias prosaicas, el poderoso influjo que un filtro de amor, o pócima accidental de amor ineludible, acabará por unirlos, fatalmente, para siempre.

Tristán debe acompañar a  Isolda a Cornualles para celebrar el matrimonio de ella con su señor, el rey sajón. Pero en el viaje por mar la doncella de Isolda prepara una pócima que su señora debe tomar para afrontar un matrimonio no deseado, un enlace descompasado en años y en sentimientos. Pero, equivocadamente, Tristán también lo toma. A partir de ahí ambos personajes estan unidos para siempre, inevitablemente entrelazados en un drama que sólo terminará con la muerte, con la eterna noche que les permita mantener toda esa pasión exagerada. Una pasión desaforada inspirada por ella sin límite ni final. En la obra de Wagner, cuando Tristán muere a manos del enviado del rey por su traición, Isolda comprende que ella también debe morir. Acabarán los dos amantes juntos, yacentes y entrelazados. Luego de esto, hay un momento en el que Isolda vuelve, por un pequeño instante, a la vida... Es en este preciso momento mágico, llamado en alemán el liebestod, o la muerte de amor, cuando el compositor Wagner expresa toda la emoción musical de la obra operística en un final extraordinario. Es este aquí ya, por tanto, el final del drama..., pero ahora también, justo ahora, sin embargo, el comienzo, verdaderamente, del amor...

(Cuadro del pintor prerrafaelita Dante Rossetti, Tristán e Isolda; Fotografía del compositor Richard Wagner; Óleo de la pintora vienesa Marianne Stokes (1855-1927), Muerte de Tristán; Cuadro del pintor norteamericano actual Miles Williams Mathis, Tristán e Isolda; Muerte de Tristan e Isolda del pintor español Rogelio de Egusquiza (1845-1915); Castillo bávaro del rey Luis II de Baviera; Cuadro del rey Luis II de Baviera; Retrato de Mathilde Wesendonck; Retrato de Cósima Liszt; Imagen de la actriz Wilhelmina Planer.)

Vídeo del final de la obra Tristán e Isolda, el Liebestod: