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20 de marzo de 2021

El tiempo, el paso de los siglos, salvará la verdad, revelará la historia.



La figura histórica de Santiago Antonio María de Liniers y Bremond es, seguramente, tan desconocida en España como en Argentina. Había nacido en Niort, antigua provincia francesa de Poitou, el 25 de julio del año 1753 en el seno de una familia de la nobleza vetusta. Las relaciones entre España y Francia se incrementaron a lo largo de ese siglo de cambios, enfrentamientos, sacudidas y desarraigos. El hecho de que la nueva dinastía española tuviese  orígenes franceses, fomentó la movilidad social entre los dos reinos. Hasta el punto de que, gracias a los acuerdos bilaterales tan fuertes entre ambos, los franceses que quisieran podían servir como militares en España con igualdad de derechos, servicios y honores que los nativos. Por razones más económicas que sentimentales, la verdad es siempre la verdad, Liniers se traslada a Cádiz en el año 1775 para ingresar en la Armada española. Al año siguiente se embarca rumbo al virreinato del Río de la Plata, que por entonces ni siquiera era oficialmente un virreinato. Tan sólo lo era de forma provisional, ya que no fue hasta octubre del año 1777 cuando el rey Carlos III ordena la creación de dicho virreinato, dando así gran importancia, que no tenía por entonces, a su capital la ciudad de Buenos Aires. De regreso a España dos años después participaría Liniers en septiembre del año 1782 en un ataque naval a Gibraltar, un asedio que no conseguiría más que llegar a un acuerdo con Gran Bretaña que trataría de salvar el conflicto con cesiones de sus posesiones en otras latitudes. Inglaterra ofrece a España la Florida americana, parte de Honduras y Campeche, así como la isla de Menorca (posesiones que estaban en poder de los ingleses luego de haberlas invadido años antes). Así fue como una parte de la península ibérica fue retenida por los ingleses a cambio de una isla que ya era española de antes. De nuevo embarca Santiago de Liniers al Río de la Plata en el año 1788, donde obtuvo a finales de 1796 el ascenso a capitán de navío de la Real Armada española. 

En octubre de 1804 una escuadra española procedente de América fue atacada, sin previa declaración de guerra, por una flota británica cerca de la costa portuguesa del Algarve. Como consecuencia España declara la guerra a Inglaterra el 14 de diciembre de 1804. Este hecho supuso la intervención y hostigamiento de los ingleses a ciertos enclaves americanos en poder de España. En el año 1806 una flota inglesa ocupa la ciudad de Buenos Aires. Fue entonces cuando Santiago de Liniers decide atacar la ciudad rioplatense, venciendo a los ingleses y obligando al autoproclamado gobernador británico de Buenos Aires, William Carr Beresford, a rendirse solo cuarenta y cinco días después. Luego de esta magnífica gesta, Liniers sería considerado un héroe por los ciudadanos de la capital del virreinato y nombrado Gobernador militar de la misma. En junio de 1807 la Real Audiencia de Buenos Aires, cumpliendo una Real orden, nombra a Liniers virrey interino ante la amenaza de otro asalto británico. Fue ascendido poco después por Carlos IV a Brigadier de la Real Armada española. Así hasta que Napoleón invadió España en el año 1808 y la autoproclamada Junta de Sevilla, el gobierno provisional de España en 1809, eleva a Liniers a Mariscal de Campo, un rango equivalente a vicealmirante de la Armada. Para este momento la Junta de Sevilla se enfrentaba en los campos españoles a los franceses y la nueva dinastía del rey francés José I de España. Tiempo después de la invasión francesa, en agosto del año 1808, recibe Liniers en Buenos Aires al enviado de Napoleón, marqués de Sassenay, el cual pretendía que el virreinato reconociera a José Bonaparte como rey de España. Liniers no quiso oficialmente reconocer nada, manteniéndose prudentemente neutral.

Pero ese gesto prudente le costaría a Liniers un revés en la historia. El general Elío, gobernador de Montevideo, la zona más oriental perteneciente al virreinato, convocaría una asamblea para crear una Junta de Gobierno que, si bien no declaraba independencia alguna, manifestaba el derecho de Montevideo de gobernarse a sí misma. La población de esa ciudad empezaría a gritar por las calles: "¡abajo Liniers, abajo el traidor, viva Elío! La invasión de España por los franceses convirtió a Liniers en personaje sospechoso por su origen francés. Mientras tanto en España, a principios del año 1809, el virrey Liniers fue nombrado conde de Buenos Aires por la Junta Suprema Gubernativa del Reino en nombre del retenido por Francia rey Fernando VII. El nombre del título de nobleza fue elegido por Liniers como reconocimiento a su pequeña patria adoptiva. Sin embargo, el cabildo o ayuntamiento de Buenos Aires se opuso a la utilización del nombre para dicho título, entre otras cosas porque ofendía los privilegios de la misma. Así que el título fue cambiado por el de conde de la Lealtad, algo que no desmerecía nada sino que, además, un título de nobleza nunca fue, probablemente, calificado con más tino. Pero los acontecimientos de la guerra de la Independencia en España fueron alterando la vida del virreinato argentino. La Junta Suprema Central nombra a otro virrey para marchar a Buenos Aires, Hidalgo de Cisneros. Cuando Liniers está preparándose para regresar a España a mediados del año 1810, le llega la noticia de la revolución argentina, una declaración que aprovechaba la inestabilidad de España para pedir la independencia del virreinato. El seis de agosto de 1810 Liniers es arrestado por el revolucionario argentino Ortiz de Ocampo. El veintiocho de julio la Junta revolucionaria de Buenos Aires decide fusilar al virrey. Sin embargo, Ocampo se negaría a cumplir dicha orden, él había sido compañero de armas de Liniers cuando ambos luchaban juntos contra los ingleses años antes. El 26 de agosto de 1810 fue fusilado, sin embargo, el virrey Santiago Antonio María de Liniers en Los Surgentes, al sudeste de la ciudad argentina de Córdoba. Luego de su asesinato, el revolucionario bonaerense Juan José Castelli ordena enterrar su cadáver en una oculta zanja al costado de una iglesia cordobesa.

En el año 1861, cincuenta años después de su entierro en la zanja de Los Surgentes, el segundo presidente de la República Argentina designa una comisión para localizar los restos de Liniers. Gracias a un anciano testigo fueron encontrados los restos semidesnudos y con los ojos picoteados por las aves. En la misma fosa se descubrieron suelas de botas, zapatos y botones de uniforme, uno de los cuales inscribía en su metal el relieve con la forma ostentosa de una corona real. Poco después se incineran los restos de Liniers y sus cenizas colocadas en una urna de caoba para ser llevadas a la iglesia principal de la ciudad de Rosario. En junio del año 1862 el cónsul español en Rosario expresa al gobierno argentino la satisfacción de su majestad por el homenaje tributado al antiguo virrey, uno de los españoles que sellaron con su sangre y vida la promesa sagrada de defender su patria. Solicita, además, que le entreguen los restos mortales para ser trasladados a España. Los restos de Liniers embarcan con destino a Cádiz donde fueron recibidos con honores y llevados a la ciudad de San Fernando para ser sepultados en el Panteón de Marinos Ilustres, donde reposan en la actualidad. 

 El escritor checo Milan Kundera escribió en su novela Los ignorantes del año 2000, una reseña basada en la historia de triste final de un patriota romántico islandés, el poeta Jonas Hallgrimsson (1807-1845). En su novela, Milan Kundera escribiría (resumidamente) lo siguiente en su capítulo 31:

Jonas Hallgrimsson fue un gran poeta romántico y un gran combatiente en favor de la independencia de Islandia. Islandia era entonces una colonia de Dinamarca y Hallgrimsson vivió sus últimos años en la ciudad de Copenhague. Un día, completamente borracho, Jonas cae escaleras abajo, se rompe una pierna, tuvo una infección, murió y fue enterrado en el cementerio de Copenhague en 1845. Cien años después, en 1944, se proclama la república de Islandia. En el año 1946 el alma del poeta visita en sueños a un rico industrial islandés y le dice: "Desde hace ciento y un años mis huesos yacen en el extranjero, en suelo enemigo. ¿No habrá llegado la hora de que regresen?".

El industrial patriota manda extraer del suelo enemigo los huesos del poeta y se los lleva a Islandia. Los ministros de la reciente república habían creado un cementerio para los grandes personajes de la patria; le quitan el poeta al industrial y lo entierran en el Panteón, que no contenía entonces más que la tumba de otro gran poeta (las pequeñas naciones rebosan de grandes poetas), Einar Benedktsson.

Todo el mundo se enteró luego de lo que no se había atrevido a confesar el industrial patriota; ante la tumba abierta de Copenhague, se había encontrado en un aprieto: el poeta había sido enterrado entre gente pobre, su tumba no llevaba nombre alguno, sólo un número, y el industrial patriota, ante aquellas calaveras amontonadas y entremezcladas no había sabido cuál elegir. En presencia de los severos e impacientes burócratas del cementerio no se atrevió a expresar sus dudas. De modo que lo que se había llevado a Islandia no era el poeta islandés sino un carnicero danés. 

En Islandia se quiso mantener en secreto este error. Pero en 1948 el indiscreto escritor Halldor Laxness divulga la patraña en una novela. ¿Qué hacer? Callar. De modo que los huesos de Hallgrimsson yacen a dos mil kilómetros de su Ítaca, en suelo enemigo, mientras el cuerpo del carnicero danés, que sin ser poeta era también un patriota, se encuentra desterrado en una isla glacial que no había despertado en él sino miedo y repugnancia.

Aun mantenida bajo secreto, la verdad provocó que no se enterrara a nadie más en el hermoso cementerio de Thingvellir, que sólo contiene dos ataúdes. Así, de entre todos los panteones del mundo, grotescos museos del orgullo, éste es el único capaz de conmovernos. Hace mucho tiempo su mujer le había contado a Josef esta historia,  les parecía graciosa y pensaban que de ella se desprendía una lección moral: a nadie le importa un comino adónde van a parar los huesos de un muerto...


(Retrato de Santiago de Liniers, pintor desconocido, 1812, Museo Naval de Madrid; Óleo sobre lienzo El paseo de Andalucía o La maja y los embozados, 1777, del pintor español Francisco de Goya, Museo Nacional del Prado, Madrid.)

18 de marzo de 2020

Una forma de estar en el mundo..., ¿una inspiración estética?



Desde los albores de la humanidad los seres humanos vertieron en su destino vital una forma concreta de estar en el mundo. La mitología griega fue uno de los referentes más poderosos para crear esas maneras paradigmáticas tan personales de estar, algo que con su maraña profusa de personajes estereotipados consiguieron impregnar ya en el inconsciente colectivo europeo. ¿Qué es estar en el mundo? No es lo mismo que vivir, ya que para esto no es necesario estar de una forma determinada. Es decir, que para vivir solo es necesario alimentarse, abrigarse, cuidarse y proseguir... Estar en el mundo de una determinada forma fue algo que surgió cuando las sociedades evolucionadas consiguieron estructurarse en jerarquías o en estamentos sociales diferentes y compartimentados. Entonces hubo que introducir el sentido del cómo estar, olvidándose, o marginando en algo o en mucho, el sentido del porqué o del para qué estar. De hecho, la mitología griega, tan sustentadora de elementos espirituales a veces, es un ejemplo claro de la preponderancia del cómo frente al para qué. Cuando el héroe mitológico Jasón tuvo que llevar a cabo su aventura vital tan extraordinaria para conseguir el Vellocino de Oro, el motivo o la causa que lo propiciara fue, sin embargo, la banal distracción que su tío Pelias, el rey de la tesalia Yolco, deseaba para Jasón a fin de evitar ninguna rivalidad con él en la herencia del propio reino. Conseguir el Vellocino era una excusa, una trivialidad, aunque fuese también de oro. Pero Jasón debe posicionarse en el mundo, tiene que ubicarse, tiene que elegir una forma ahora de estar en él. Así que, cuando su tío le propone una hazaña tan elogiosa, no duda en absoluto de la veracidad de su decidida acción influenciada. Rubens atraería a muchos artistas a su peculiar forma de pintar, no sólo por su estilo apasionado e innovador sino por su éxito así como por las necesidades de disponer de ayudantes en las grandes composiciones que le demandasen. Uno de esos pintores discípulo de Rubens lo fue el flamenco Erasmus Quellinus (1607-1678). 

Cuando a Rubens le encargan desde España la decoración de un Pabellón real de caza para Felipe IV, el gran pintor flamenco tuvo que necesitar la ayuda de algunos de sus discípulos. Durante la segunda mitad de la década de los años treinta del siglo XVII se instalaron en el Pabellón real no menos de sesenta cuadros compuestos por Rubens o su taller. Todos ellos solicitados para la decoración de uno de los edificios reales, La Torre de la Parada. Quellinus realizaría la obra de Arte Jasón con el vellocino de oro. La composición y el sentido de la misma fue una ideación de Rubens, que en un boceto disponía a sus ayudantes de la forma y la manera de poder pintarlo, pero la ejecución artística fue una tarea solitaria de Erasmus Quellinus. Pero ahora, además de admirar la obra barroca, nos sirve para exponer la idea de qué es estar en el mundo. ¿Es una elección? ¿Es una proposición? ¿Es una obligación? Y, por otra parte, para ir más allá en la aventurada ideación de ese concepto (estar en el mundo), ¿qué tanto influiría al aceptar o al asignar o al definir esos papeles el planteamiento estético? Porque cuando vemos o percibimos o asimilamos algo estéticamente (leyenda, estatua, pintura, tragedia, comedia, narración, etc...) que nos gusta mucho o nos impacta interiormente, ¿no será ya eso una forma de identificación o de justificación de ese modelo vital representado para ser o estar en el mundo de una determinada manera un individuo? En el comienzo fue la palabra..., decía el evangelio de San Juan, y con ella la idea, la manera y la forma en que veremos o percibiremos las cosas de este mundo. Esta mediatización es a veces inconsciente, pero eficaz. Cuando el objetivo de las ideas producidas por una cultura es la ordenación de la vida según un criterio determinado estamos ante una religión (o ideología), una comunidad y una jerarquía cohesionadas. Así se desarrollaron las civilizaciones pero, también, el modelo, el sentido concreto de la definición de una realidad vital muy concreta: la de estar en el mundo de una determinada forma.

La libertad fue durante gran parte de la historia algo incompatible con esa realidad originaria de estar en el mundo. No se podría cuestionar esa realidad encorsetada. Se estaba de una forma pero no podía estarse de otra distinta. En el Romanticismo comenzaría a cuestionarse ese encorsetamiento formal. Pero, duró poco, no podía dejarse al albur de una barbaridad tan libertaria el hecho de no definir una posición o un estar en el mundo concretos. Por esto el Neoclasicismo o el Realismo regresaron pronto, útiles entonces, para no desordenar una manera de vivir que había funcionado relativamente bien desde siempre. Aunque pronto la evolución fue la alternativa al Romanticismo para poder proseguir en el mundo sin perder el sentido conquistado de libertad personal tan irrenunciable. La evolución inspirada por Darwin calmó la ciencia poderosa, calmó la industria irascible, calmó la sociedad inquieta, y hasta calmó la estética que la influyese... ¿Calmó al ser humano, finalmente? En absoluto. Hoy por hoy, la forma de estar en el mundo difiere bien poco en lo esencial de la originaria forma establecida de siempre. Sigue patrones estéticos, como entonces; aunque la evolución haya conseguido también matizarlos, seguirá los mismos básicos patrones de siempre. Porque estar en el mundo es más relevante que vivir...   Estar en el mundo es lo que se precisa para no caer en aquella barbarie que los primeros hombres imaginaron si no se ordenaban las cosas meramente. Para comprender aquel sentido primigenio sólo hay que ver cómo una sociedad se enfrentaría ahora a sí misma si no tuvieran sus miembros una forma de estar en el mundo. Y es ahora, en el confinamiento tan extraordinario de una cuarentena global como la que vivimos, como mejor se puede apreciar ese hecho vital histórico de estar en el mundo. En el confinamiento, los seres entonces sólo se limitarán a vivir, no a estar en el mundo... Este matiz, que en el caso de un confinamiento tan global se puede ver más claro, es el que hace que la diferencia entre el cómo y el para qué se vuelva ahora, en esa experiencia vital tan radical, una realidad tan persistente como esclarecedora.

Cuando Rubens ideara la vuelta del héroe con el motivo fundamental de aquella aventura mitológica, quiso componer en su boceto previo a Jasón saliendo del templo de Marte donde se guardaba el vellocino. Y así lo compuso Erasmus Quellinus en su impactante obra barroca. Jasón recorre el pavimento despejado del sagrado templo del dios Marte llevando consigo la piel dorada de su anhelado trofeo. Ya lo ha conseguido. Ahora sólo tiene que regresar para alcanzar a consumar, por fin, aquel reto aceptado ante su tío de obtener el Vellocino. Una banalidad absoluta, ya que éste no supondría ni valdría para ninguna cosa o sentido que para la placidez incierta de su conciencia de héroe o sobrino regio. Un engaño. Una fatalidad. Algo que llevaría al héroe griego a recorrer, maltratando sin querer a otros incluso, todo un escenario vital tan absurdo y malogrado como inútil era su trofeo inanimado e inconsistente. El pintor fijaría la imagen artística en un gesto extraordinario de dinamismo y, a la vez, de parálisis estética. Justo cuando le quedaban pocos pasos para salir del templo sagrado, Jasón volvería su cabeza, sin detenerse (señal inequívoca de una dinámica forma de estar en el mundo), para poder observar ahora, justificado y satisfecho, la imagen representativa y elogiosa de su modelo más paradigmático y querido: la estatua clásica del dios Marte. El mismo modelo vital y apasionado que, desde pequeño, el héroe malogrado habría tenido como ejemplo e inspiración de una forma o una manera de estar en el mundo.

(Óleo Jasón con el vellocino de oro, 1638, del pintor barroco flamenco Erasmus Quellinus, Museo Nacional del Prado, Madrid.)

6 de diciembre de 2019

No estamos salvados..., solo temporalmente confiados.



A finales del siglo XIX, en España surgieron algunos pintores muy bien formados por la Academia de Bellas Artes de San Fernando, entre ellos el catalán Luis García Sampedro (1872-1926). En el año 1892 sería premiado en la Exposición Nacional de Bellas Artes con una obra producida ese año y titulada ¡Siempre incompleta la dicha! Por entonces el realismo en la pintura era todavía la forma de mayor expresión artística, donde el detallismo, la composición equilibrada, el mensaje claro, la ética reconocida y el virtuosismo creativo eran elementos muy considerados. Como gran dibujante, García Sampedro nos abruma aún más en esta impresionante obra llena de emoción, sentido existencial, realismo social y semblanza histórica. Habían pasado las grandes gestas bélicas, pero todavía los conflictos que España mantenía en su desmembrado imperio, hacían de sus soldados expedicionarios una realidad histórica ofuscada por las difíciles condiciones sociales de entonces. En su obra de Arte el pintor consigue expresar el momento más crítico, ese que determina en la dramaturgia el más expresivo instante por su fuerza más trágica. Un soldado español destinado en las colonias -Cuba o Filipinas aún eran en el año 1892 parte de España- regresa a su hogar, después de haber superado la fiereza de la guerra, para hallar fenecida a su esposa ahora tendida en la cama. No hay mejor encuadre para entender una realidad existencial tan inapelable en nuestro mundo: no estaremos salvados nunca, tan solo confiados de que nuestra dicha es ahora, sólo por ahora, una realidad engañosa por la sensación temporal e imprecisa de una vida aparentemente controlable.

Vivimos anestesiados y auto-engañados por la multitud de sensaciones virtuales -hoy en día en exceso- que nos rodean y que nuestra mente provoca además, sosegada, por la frágil realidad material de un mundo profunda y retrasadamente peligroso... Es una huida inconsciente que obtiene un éxito temporal, que requerimos y encontramos siempre, para conseguir así, automáticamente, olvidar por ahora el abismo existencial de nuestro mundo. Es el éxito de nuestra especie y de la evolución científica y tecnológica que ha conseguido. La realidad virtual reforzará aún más ese éxito y, con la vana seguridad de un mundo personal controlado, nuestra mente nos acabará acogiendo en un islote existencial cerrado a las ignotas y tendenciosas fuerzas oscuras de lo inevitable. Es una falsa sensación, como todas las sensaciones, donde la duración de su efecto es tan escasa como efímera la reacción que sucede a su delirio. Por eso el Arte ayudará con obras como estas a reiniciar ese proceso existencial, a volver a resituar la inconsciencia humana en su sentido salvador. Pero la salvación es una falacia, un ardid para poder justificar la existencia y su sentido equivocado. Es tan débil y tan evanescente, tan liviana la realidad, que solo podremos exorcizarla con subjetividades cada vez más sofisticadas o ideadas para transformarla. Pero es un error que atraviesa la existencia, que solo nos aísla en una obcecación personal equivocada y peligrosa. No estamos salvados porque la salvación no es un significado acorde con el mundo en que vivimos. Vivir no es estar a salvo, es sortear con eficacia las olas de un fluir inesperado que la realidad de nuestro mundo hace de él lo que es y no otra cosa. Reconciliarse con este pensamiento nos fortalecerá para confiar en la aceptación existencial de una incertidumbre y no para engañarnos ante la falsa sensación de seguridad de un mundo fatalmente ideado.

Para la escena representada el pintor expone un encuadre cargado de figuras y elementos variados. Con la elección de un habitáculo inclinado consigue el artista dar profundidad y una sensación de vaga seguridad ante la inútil protección de un espacio resguardado. Una pequeña llama brilla al fondo del todo, que apenas ahora ilumina la oscuridad del habitáculo. La luz de la obra está además dividida en su propio origen, parte proviene de una ventana lateral que no vemos, y parte, que no vemos tampoco, nos llega de un pasillo exterior a través de la puerta. Las figuras de los seres humanos retratados configuran el escenario artístico con dos opuestos elementos. Por un lado el soldado arrodillado y su familiar ante la cama, por otro los seres humanos que se agolpan, distanciados, a la entrada. Los separa ahora aquí la figura enhiesta y equidistante de un sacerdote. Esos dos mundos representados son el personal o íntimo y el exterior de cada uno de nosotros. Ambos mundos determinarán una existencia. Pero es, sobre todo, la figura del soldado arrodillado la que nos muestra la expresión más dramática e impactante de esta iconografía. Esta figura es la representación más significativa del mensaje metafísico de la obra. Acaba de regresar el soldado de la guerra salvado, ha conseguido sobrevivir, ha conseguido sortear la realidad de su existencia con la falsa seguridad de una sensación temporal aleatoria... Porque ahora, sin embargo, descubrirá, asolado, aquella falsa sensación en el pequeño espacio inclinado del habitáculo de su vivienda. Una aritmética inapelable resulta ahora de sustraer una mera sensación por otra. Aquella dicha de sobrevivir antes acabará destruida aquí por la sorpresa y la muerte. La misma muerte que dejaría atrás él entre las duras y alejadas escenas sangrientas de una guerra displicente; la misma que superaría él gracias, tal vez, a un saber hacer ante la contienda concreta de una lucha diferente. Pero que, ahora, no superará, ni comprenderá, ni controlará, abatido. Porque ahora aquella salvación anterior no sería ya más que una parte, terriblemente equivocada, de una falsa sensación existencial enajenada, tan errónea, frágil, subjetiva e imaginada, como cruelmente engañosa.

(Óleo ¡Siempre incompleta la dicha!, 1892, del pintor Luis García Sampedro, Museo del Prado, Madrid.)


6 de septiembre de 2019

El Arte para serlo o es emoción desgarrada y sobrecogedora o es otra cosa distinta.



Para admirar una pintura solo bastará un observador sensible y motivado, pero para que la iconografía de una obra de Arte nos cause gran impresión en nuestro ánimo, llevado ahora por la fuerza de algo apenas ahí representado, pero sublime, es necesario que eso que no existe aún manifestado nos haga preguntar, subyugado: ¿qué sucederá? Toda representación o es una contingencia banal de una escena definida y terminada o es la sobrevenida sensación especial de un incierto momento anticipado. Ambas son susceptibles de ser representadas en una imagen permanente bajo la estética fijada de un momento resaltable. Pero el momento sin avance contenido en la escena retratada solo es la escena estéticamente banal por su falta ahora de una emoción pasional, especial  o sobrecogida. Porque no estará intuida en la imagen terminada ninguna sensación subsiguiente, ninguna que suponga así una escena necesaria luego, esa de que se transforme después en otra cosa diferente. Se transforme, de existir una escena subsiguiente, en algo necesario o suficiente para comprender ahora su sentido, insinuado apenas antes en aquella abierta imagen de algo meramente transmisible.

El Arte o es emoción sobrecogida o es un apaño de imagen retratada sin ninguna sensación que la proyecte. El Arte necesitará proyección, avanzar así en la imaginación de un observador que, ahora, mirará subyugado por la sensación de ver solo una parte temporal de algo aún sin desarrollar en la escena artística. Y eso sin desarrollar es lo que nos hace valorar una imagen, sin embargo, estéticamente argumentada. Cuando el pintor Alexandre Cabanel quiso expresar la fuerza de la pasión más inevitable ante cualquier otra emoción humana en nada parecida, compuso una escena mitológica tan arrebatadora como confusa. Pero para hacer de la obra una pintura sublime que llevase el apelativo de Arte, entendió el creador francés que la sublimidad solo era posible si la escena representaba el momento de un avance y no la expresión finalizada de una admiración sin tránsito, sin sorpresa o sin sentido  ulterior tan necesario. Es el suspense del Arte, algo muy valorado en la estética de todas las tendencias artísticas. Es lo que marcará una diferencia. Porque no toda pintura es Arte, pero todo Arte puede ser una gran pintura. Para comprender esa valoración subjetiva del Arte comparo ahora la obra de Cabanel con otra representación mitológica parecida. Pero, apenas parecida. El pintor Joseph-Désiré Court se inspiraría en la admiración clásica que un sátiro tuviese por la bella  visión de una ninfa acuática en su baño. La inspiración mitológica de ambos pintores franceses es la misma, pero Court no traspasaría la escena más allá de una afable visión terminada o finalizada por haberse cumplido ya ese efecto: contemplar la belleza de una ninfa que ahora aparece satisfecha; tanto la visión como la ninfa y la belleza.

En Cabanel es todo diferente. El fauno o sátiro está abrazando ahora en una escena sin final el cuerpo arrebatado de la ninfa, imbuida ésta además de un tránsito estético muy efusivo, largo y poderoso. No es algo terminado en su sentido ese tránsito estético, no es una escena agotada en sí misma, sino que traspasará el umbral artístico de un momento ahora sublimado. Del mismo modo podremos argumentar lo mismo ante la imagen de un paisaje artístico. El pintor Constant Troyon crearía en el año 1849 una escena de paisaje extraordinaria por plasmar ahora dos momentos en uno. Ante un paisaje sosegado, incluso espiritualmente acogedor por sus trazas de belleza y calma interior representadas, mostraría al fondo de la obra la tormenta más lejana y, a la vez, más inminente y desgarrada que con su belleza pudiera hacerlo. Pero, sin embargo, aún no se sabe ni se ve en la escena por los protagonistas de la obra. Ningún personaje es ahí consciente de ese momento estético tan sublimado. Tan solo el espectador de la obra, el mismo que ahora admira, sin distancia ni grandes hazañas estéticas, la grandeza subyacente y emotiva de una iconografía tan eterna. Porque es eternidad lo que estas creaciones inacabadas (no en lo estético sino en lo formal) llevarán siempre asociadas a la realidad artística propia de una obra pictórica abierta. No sucederá lo mismo con el maravilloso y bello, pero no sublime -no Arte en su acepción más desgarradora-, lienzo impresionista del pintor español Aureliano Beruete. El Puente de Alcántara es la bella imagen paralizada de una estética sin recorrido o sin avance, de una realización estética que, ahora, no nos producirá la sensación transitiva tan sublime de una obra como la de Troyon

Es por eso que el Arte para serlo verdaderamente o genera una emoción o genera una belleza. En el primer caso, con la emoción, el sentido sublime alcanzará además la mayor expresión y fuerza que el Arte pueda tener de una imagen en la interpretación tan sensible de un observador sobrecogido. En el otro caso solo la belleza congelada o fijada en el lienzo puede, si acaso, alcanzar a desvelar una mera admiración estética cerrada, como fuera la que sintiera el sátiro de Court ante la aparición de la hermosa e ingenua ninfa mitológica. En la vida sucederá lo mismo. Nada apasionará menos que la rápida comprensión de un momento ya agotado en su secuencia. Necesitaremos agenciar resquicios por donde poder hilvanar el hilo que mantenga, perenne, la admiración que nuestro espíritu inquieto requiera así para sobrevivir extasiado y sin miserias. Y en esa creación personal que consigamos idear en nuestra mente habrá mucho del propio Arte sublime que expongo en estas obras. Todo debería estar siempre abierto y transitable en nuestra mente insaciable de sucesos, aunque no haya más ahora que un mero gesto inacabado e inútil pero, sin embargo, muy poderoso, latente o emotivo. Los genios del Arte lo hicieron con la grandeza sublime de plasmar dos momentos en uno. Qué menos ya que, ahora, en nuestra alma desasosegada y anhelosa, pudiera así también combinarse esa misma intención en los instantes de alguna sensación tan pavorosa o tan definitiva, ese mismo momento tenebroso o cerrado que cualquier ser humano, a veces, pudiera llegar a tener en su secuencia existencial nada sorprendente, algo inquieta, agotada, o demasiado conocida. 

(Óleo del pintor Academicista francés Alexandre Cabanel, Ninfa y Fauno, 1860, Museo de Orsay, París; Cuadro Ninfa y Sátiro en el baño, 1824, del pintor Joseph-Désiré Court, Museo de Bellas Artes de Alenzón, Francia; Óleo La tormenta se acerca, 1849, del pintor francés Constant Troyon, National Gallery de Arte, EEUU; Obra impresionista del pintor español Aureliano Beruete, El puente de Alcántara, 1906, Hispanic Society, Nueva York.)

10 de abril de 2018

El grito desesperado de un poder incomprensible devastado por la comprensión más violenta de los hombres.



Es una satisfacción justificar la labor que hago en este caso más que nunca. Es muy simple: localizar Arte a través de los museos virtuales que exponen sus obras entre la maraña difusa y disgregadora de la imagen digitalizada, seleccionar la obra de Arte que pueda ofrecer emoción, conocimiento y belleza para descubrir, finalmente, la obra escondida entre las múltiples salas virtuales reseñadas y archivadas del mundo. En este caso ha sido todo un descubrimiento, azaroso, virtual, maravilloso. En España disponemos de extraordinarios lienzos de Goya, los hemos visto tanto que hasta su técnica y color, su fuerza y talento nos han llenado el sentido de lo que debe ser una obra de Arte. En Goya su grandeza como creador es absolutamente extraordinaria. Fue el primero de los pintores en descubrir el impacto de la imagen en la mente humana. De la imagen compuesta para eso, una idea traducida ahora en colores, formas, trazos, siluetas y sentimientos. Más aún en una época en la que la grandiosidad artística era otra cosa: era lujo clasicista y belleza sublime llevada a la más armoniosa proporción del detalle. Sin embargo Goya quería exponer otras cosas con sus obras. Para él los trazos pictóricos eran un medio banal para representar algo más importante: la semblanza de un perfil desgarrado de sombras, de contrastes, de oposiciones, de equilibrio inestable o del fragor más indecible en una obra.

Aproximadamente sobre el año 1809, en plena guerra de la Independencia española, compuso Francisco de Goya esta escena sobre aquel conficto bélico. Las escenas bélicas en el Arte fijaban sobre todo el campo de batalla, las efusivas cargas de caballería o los ingentes batallones coloreados de uniformes, pero Goya no crea nada de eso en esta obra bélica. De hecho, en España, para ver escenas de batallas así, habría que alejarse un siglo o dos desde entonces, cuando el siglo de oro pintase sus obras flamantes de victorias gloriosas por el mundo. Ahora, sin embargo, a comienzos del siglo XIX, cuando Goya adivinase la sutilidad del Arte para plasmar ideas a través de nuevas técnicas iconográficas, el pintor español fijaría en sus óleos la representación de un sentimiento sin más decoración que un espacio desalentador y desnudo ahora de fragancias estimulantes. Tendría un motivo muy humano detrás para hacerlo. La crueldad del conflicto bélico franco-español fue alarmante entonces. Nunca el pueblo español había sufrido tanta maldad humana sobre su tierra. Pero Goya va más allá del conflicto en cuestión para utilizar su nueva técnica y mostrarla claramente. Ese modernismo pictórico le ayudaría al pintor a reflejar lo que su idea le apasionaba fijar en un lienzo. No hay referencias ideológicas ahora, ni banderas, ni uniformes -apenas se vislumbran los de los soldados napoleónicos- para mostrar el mensaje universal que su sentido humanista le pidiera al pintor.

Pero esta obra de Arte es, además, una composición extraordinaria. Sobre un perfil del horizonte que divide sinuosamente el lienzo en dos, el mundo se escinde aquí entre un cielo oscuramente poderoso y una tierra oscuramente deshecha. ¿Escindido? Pero si parece lo mismo. Hay oscuridad en ambas escenas opuestas. No hay esperanza. Nada ofrece ahí una solución a esa continuidad tenebrosa. Los soldados disparan sus fusiles en una dirección y los guerrilleros en la opuesta. Enfrentados están sin ninguna separación, sin ninguna tregua. No es un campo de batalla, la población desarmada sufrirá entonces también la cruel guerra terrible. Como en la modernidad, el desorden humano ocupa ahora el lugar inexistente de aquella clásica representación armónica del Arte. Componer la desolación entre la desolación escénica hace a la obra mucho más impactante. Pero, no bastó. Sólo reflejaba el deseo inspirador de un genio tan humano como era Goya. ¿Quién compraría entonces esta obra? Ni siquiera los que sobrevivieron a esa afrenta espantosa. Tuvieron que pasar los años y ver entonces la grandeza iconográfica detrás de una obra universal. ¿Sólo iconográfica? En absoluto. Para Goya el Arte era una forma de transmitir un mensaje humano a los oídos inhumanos del mundo. En el lienzo vemos un enfrentamiento humano terrible aglutinado en una parte localizada -la parte inferior- del mismo, siguiendo, como un reflejo, el perfil del horizonte tan desnudo del lienzo. Los seres luchan ahora decididos sin terror, abatidos por la conformidad de un sentido comprensivo que les ha llevado a eso. Otros padecen sin luchar enfrentados a un mal comprensivo también para ellos, y lo hacen así porque entienden que la vida es parte inevitable de eso mismo.

¿Qué podría decir el pintor ante la imposibilidad de cambiar tanto entendimiento? ¿Cómo hacer ver lo imposible ahora? Y lo comprendió Goya. Pintaría, en el filo sutil de ese horizonte dividido, el perfil aterrador de un ser humano que ahora levanta aquí sus brazos. Pero, sin embargo, no los levanta como los otros seres abatidos que comprenden lo que hacen. No, los levanta desde la incomprensión más absoluta, lo hace con el deseo más atronador de un silencio tan poderoso, profundo como fantasmagórico. Ese personaje solitario, fuera del sentido narrativo de la obra, eleva ahora sus brazos ahí para gritar al mundo, sin ruido, sin coherencia, sin destino casi: ¡basta!, ¡basta ya de tanto horror y tanto odio! Nadie le ve, sin embargo, nadie le oye, nadie. Tan sólo nosotros, los que vemos el cuadro. Para eso lo pintó ahí Goya, para que las generaciones siguientes lo comprendieran al verlo. ¿Lo comprendieron? No, para nada. El mundo no tiene oídos sensibles lo suficientemente abiertos para eso. Solo la sensibilidad de una imagen, sabría Goya, podría si acaso satisfacer esa demanda tan necesaria. Aun así el cuadro seguirá descansando entre las paredes decoradas del Museo de Bellas Artes de Budapest. Lo verán en su clasificación de Arte romántico español de principios del siglo XIX. Verán su magnífica composición tan modernista para entonces, verán al precursor artístico que fuera Goya. ¿Verán el grito desesperado...? 

(Óleo sobre lienzo, Una escena de la guerra de la Independencia, 1809, del pintor Francisco de Goya, Museo de Bellas Artes de Budapest, Hungría.)

3 de julio de 2017

El naturalismo barroco menos realista, el más humano, cercano y entrañable.



Durante la extraordinaria etapa artística que vivió España en la primera mitad del siglo XVII -aquel siglo de oro tan poco comprendido-, la pintura española florecería con algunos grandes creadores que hicieron del Barroco la más sugerente de las tendencias que una forma de comunicar belleza tuviese en el mundo. Velázquez, sin duda, fue su mayor paradigma artístico, pero, no fue el único creador que brillara en el firmamento pictórico de aquel tiempo glorioso. Aunque, sin embargo, la sombra de este genio fue tan ancha, tan larga y potente que todos los demás quedaron apenas en un apunte marginal en los grandes libros de historia. José Leonardo de Chavacier había nacido en la población aragonesa de Calatayud en el año 1601, pero, muy niño, marcharía a Madrid, huérfano, para terminar aprendiendo con un maestro de pintores de entonces, Pedro de las Cuevas. Pero fue el patronazgo real, el hecho de que la tan artística corona española de Felipe IV amase tanto el Arte, lo que llevaría a este pintor, como a otros desconocidos, a poder al menos iluminar el orbe creativo tan luminoso de aquellos genuinos años barrocos. Pero, sobre todo, lo que deseo es reconocer la grandeza que consiguiese este pintor cuando le encargan componer, en el año 1635, la gesta heroica de la toma de Breisach el 20 de octubre de 1633 (realmente el socorro o ayuda de Breisach) por los tercios españoles al mando del general Gómez Suárez de Figueroa (1587-1634).

Breisach era una ciudad estratégicamente situada a comienzos del siglo XVII. Para España se situaba a mitad de camino entre Italia y sus dominios flamencos: entre Alsacia-Renania y la parte borgoñona francesa (el franco condado español). La ciudad había estado bajo dominio español durante los primeros años del siglo XVII, pero fue sitiada por el gobernador sueco de Alsacia, Otto Louis, en el año 1633, durante la Guerra de los Treinta años (1618-1648). El imperio sueco protestante fue muy belicista en esa guerra europea y lucharía contra los españoles por el dominio de algunas importantes ciudades del Rin. Breisach fue una de ellas. Durante el año 1633 el general Otto Louis la hostigaría hasta la extenuación de sus habitantes. Fue entonces cuando el duque de Feria, Suárez de Figueroa, la libera del acoso de las fuerzas suecas a finales de octubre de ese año. Pero no duró mucho tiempo el dominio español de Breisach. Cinco años después, en 1638, el príncipe alemán Bernardo de Sajonia-Weimar tomaría definitivamente la ciudad alsaciana con el decidido apoyo francés. A la muerte de este príncipe alemán, la ciudad sería anexionada finalmente por Francia. Pero, lo que deseo transmitir ahora no es una historia bélica europea, sino la belleza más emotiva del Arte barroco español durante aquellos años.

Otros pintores españoles del barroco de esos años también pintaron heroicas gestas de ese general español. El pintor español de origen florentino Vicente Carducho (1578-1638) fue uno de ellos. Pintó también al general Gómez Suárez en su obra del año 1634 sobre la liberación de la ciudad suiza de Rheinfelden, producida durante septiembre de aquel exitoso año de 1633, mes y medio antes de la toma de Breisach y compuesta un año antes de pintar la suya Leonardo. Pero no es la misma semblanza, ni la misma sugerente composición emotiva que hiciera José Leonardo en su toma o socorro de Breisach que la gesta parecida que hiciera Carducho de este general y sus hombres en la liberación de la ciudad de Rheinfendel. Y no lo es porque fueran dos momentos diferentes, no porque durase más uno que otro asedio, o fuese uno u otro más difícil o más estratégico, tampoco porque tenga más o menos luz. No. La sutil diferencia de las dos obras está en el matiz de crear instantes muy emotivos de sus personajes retratados, además de la originalidad que José Leonardo demostrase en su obra. Porque la geometría plástica de esta obra barroca está diseñada para gozar mirando, y no tanto para recordar agradecido heroicas y grandiosas batallas triunfantes (aunque también). 

Es el momento elegido por el creador lo importante aquí, es el instante único que fija el pintor lo que hace que una imagen artística sea emotiva o no lo sea. Este es el secreto. Pero, sin embargo, esto no es fácil. ¿Cuántos posibles momentos podríamos fijar en un lienzo de una escena concreta y determinada? Con matemáticas probabilísticas podríamos llegar a componer una cifra enorme de posibles momentos. Pero, es solo uno, uno solo el instante que hay que elegir para hacer, con él, una sutil, hermosa y emotiva obra de Arte. Ese fue el instante elegido por José Leonardo en el año 1635 para expresar el momento que Suárez de Figueroa, el más insigne general de aquellos años ilustres (junto al gran Ambrosio de Spínola, retratado por Velázquez en su famoso Cuadro de las Lanzas), tuviese aquella mañana del 20 de octubre de 1633 en las cercanías de la ciudad de Breisach. Con la maestría de un primer plano ladeado, propio de la escuela española barroca (todos pintan en un lado del lienzo al principal personaje), subido en su caballo triunfante (en posición de corveta, elevado ahora sobre sus cuartos traseros) y dirigido hacia la ciudad asediada que, a lo lejos, se vislumbra apenas en grisalla (con los perfiles grises descoloridos propio de la lejanía).

Pero, además, la figura cabalgada del general gira ahora hacia atrás, su cabeza especialmente lo hace, en un forzado gesto no demasiado favorecedor en el Arte. Sin embargo, Leonardo de Chavacier lo consigue  genialmente. ¿Por qué ahora girado el general hacia atrás? Este es un gesto y acto de gallardía y consideración hacia el observador que hace el insigne general (lo hace el pintor realmente), también un gesto de cortesía hacia la visión de la obra por el propio rey. Pero, sobre todo, y este es el emotivo gesto humano del Arte barroco de Leonardo, hacia sus hombres, hacia los oficiales o suboficiales que, ahora, acompañan a Suarez de Figueroa, unos personajes incruentos aún aquí, serenos, convencidos personajes anónimos para luchar absolutamente decididos en su arrojo. Unos seres humanos que, junto a su general, están unidos por un sentido que va más allá de lo meramente belicista: por un poderoso sentido de vida y compromiso, por un poderoso y mágico destino vital de lealtad, de colaboración, de cercanía, de confianza, de conmiseración incluso, o de entrega emotiva que el Arte barroco español supo destacar, bellamente, una vez más en su historia.

(Óleo barroco del pintor español José Leonardo de Chavacier, Socorro de Brisach (Toma de Breisach), del año 1635, Museo Nacional del Prado, Madrid.)

17 de abril de 2017

El encuadre ajustado y la perspectiva grandiosa: la batalla de los bátavos contra los romanos.



De la inmensidad de una escena grandiosa es difícil obtener una imagen emotiva y placentera, a menos que se dominen técnicas iconográficas. El parlamento holandés encargaría en el año 1613 al pintor Otto van Veen (1556-1629) componer la antigua batalla de los bátavos contra los romanos. El pintor entonces homenajearía artísticamente más a sus enemigos de antaño -los romanos- que a sus ancestros holandeses, los bátavos. Pero nadie rechazaría la obra, menos un pueblo tan enamorado del Arte. La rebelión bátava fue feroz en los tiempos del dominio romano, ya que los bátavos -germanos del norte- habían sido adiestrados como tropas auxiliares para el propio imperio. Fue además un momento delicado en el imperio romano porque coincidió con la inestabilidad del año de los cuatro emperadores, el año 69 d.C., cuando Nerón muriese y dejase el imperio en manos de unos oportunistas gobernadores o cónsules. En la pintura de Van Veen la perspectiva de la obra nace en las figuras derrotadas o muertas de los romanos atrapados por sorpresa a orillas del Rin. La visión del campo de batalla es la que tendría alguien situado a la misma altura de los romanos caídos. No es una visión de pájaro ni una visión general de todo, solo es la sesgada visión desde un ángulo imposible para poder apreciar la batalla completa.

Pero eso es lo genial en esta pintura, es lo inesperado, lo sorprendente, lo artístico. El pintor fue maestro de Rubens y además nació en la creativa ciudad de Leiden, donde naciera años después Rembrandt. Volviendo a la obra, ¿cómo encuadrar toda esa batalla tan ingente de guerreros multitudinarios para poder hacer una maravillosa obra de Arte? Pues lo consiguió el pintor con la intersección de dos planos que no se acaban de tocar... Por un lado el plano de los romanos caídos y de los bátavos rebeldes que, detrás de aquellos, se dirigen decididos portando los emblemas tomados al enemigo. Por otro lado el grueso plano de la infantería romana que se prepara ahora a la lucha y culmina el paisaje panorámico del cuadro. Porque los romanos habían sido sorprendidos por la terrible fiereza del pueblo bátavo rebelde. Las figuras de los soldados romanos heridos en el plano principal configuran ahora, junto al cuello y la cabeza de un efectista caballo muerto, el encuadre más poderoso y emotivo de esta obra de Arte. Está representado el heroísmo y el arrojo guerrero de los bátavos que consiguieron avanzar su frente y mantener cierta prevalencia en su rebelión, pero,  también está el sentimiento épico de los soldados romanos caídos por su imperio. Toda una genialidad añadida en la obra holandesa, ya que la revuelta bátava fue sofocada al año siguiente por el emperador Vespasiano definitivamente.

Estamos al final del Renacimiento y comienzos del Barroco, cuando la caballerosidad, el reconocimiento al enemigo por su valor y virtudes, el respeto por el clasicismo latino y el amor al Arte más elogioso habían sido elementos iconográficos que Otto van Veen consiguió expresar en su lienzo. ¿Lienzo barroco?, ¿renacentista?: humanista mejor. Porque lo fue el propio pintor en su época. Como los grandes hechos humanos, la valoración de una gesta bélica es mayor por la magnitud del enemigo, en este caso Roma, como defensor además de los principios que determinaron el sentido más elogioso de su singladura histórica. Roma fue una civilización cuyos principios en la época del pintor mantenían aún una sólida significación. Pero habían pasado muchos siglos desde entonces y los holandeses, los descendientes de aquellos bátavos rebeldes, se enfrentaban ahora con los españoles, los descendientes de aquellos romanos latinos imperialistas. Y ahora sucedía lo mismo que antes, la historia se repetía, caprichosamente. Los holandeses guerrearon con los españoles en Flandes durante los siglos XVI y XVII y perdieron algunas batallas, aunque ganaron finalmente la guerra. A diferencia de Roma, España acabaría abatida por las circunstancias políticas de una Europa de intereses contrapuestos. Roma ganaría la batalla y la guerra a los bátavos y solo caería al final, cuando su imperio se derrumbase para siempre. 

La obra de Arte Los bátavos derrotan a los romanos en el Rin es un modelo de la belleza que los pintores flamencos glosarían años después en la historia más gloriosa del Arte barroco. Porque ahí están vislumbrados ya Rubens y Rembrandt: en su composición, en sus colores, en sus gestos, en su dinamismo o en su emotividad. Cómo no apreciar la perspectiva tan extraordinaria del paisaje de un campo de batalla donde vemos una gradación de multitud de cascos guerreros diseminados. Cómo no apreciar ese caballo caído que indica ahora el sentido entre lo que no tiene remedio y lo que se enfrentará pronto a su destino. La obra no es del todo belicista, todo lo contrario. El humanista pintor holandés no pudo menos que transmitir, sutilmente, esos valores propios de la civilización europea. Por eso muestra a uno de los soldados heridos con un gesto aturdido, mirando sentimentalmente  hacia ninguna parte. Tal vez pensando el soldado herido el hecho incomprensible de producirse una rebelión como esa -los rebeldes bátavos eran tropas auxiliares que luchaban junto a los romanos frente a otros bárbaros-, algo inexplicable para él -representante de la civilización más insigne-, una barbarie que esa sublevación supondría para el futuro y el progreso de todos. Pero el pintor debía satisfacer a los gobernantes holandeses de entonces y recordar aquella gesta heroica de sus ancestros. Y lo hizo el pintor con la belleza artística que mejor pudiera hacer sentir la forma en cómo el Arte puede llegar a expresar así la incongruencia, la estupidez o la necedad más humanas.

(Lienzo del pintor holandés Otto van Veen, Los bátavos derrotan a los romanos en el Rin, 1613, Museo Nacional de Ámsterdam, Rijksmuseum.)

26 de enero de 2017

El neoclasicismo derivó una vez en una semblanza romántica, sustituyendo veracidad por sortilegio.



En pleno fervor historicista neoclásico, justo en la encrucijada de un final revolucionario con el comienzo de una era imperial, el pintor Pierre-Narcisse Guérin crearía en el año 1799, sin embargo, una obra épica ahora muy impactantemente emotiva. Pero no era una escena histórica tampoco, porque no había sucedido nunca que un tal Marcus Sextus regresase de un exilio ni que existiera su persona real. Entonces, ¿por qué un pintor tan clásico se atrevió a componer -y titular así- una obra de Arte inventada con unas características tan verídicas o realistas? Pues porque no encontró en la historia real una vida como esa, tan dramáticamente épica. Pero era inconcebible que una obra de Arte clásica pudiera expresar un hecho épico por entonces -pleno momento neoclásico- sin ser referido a algún personaje histórico o legendario conocido. El tema de la obra trataba del regreso del exilio de un romano en época republicana, Marcus Sextus, un patricio que volvía a Roma después de haber sido desterrado por Sila, uno de sus primeros dictadores latinos. Porque pudo el pintor haber titulado su obra El retorno del exiliado, por ejemplo, pero esto no era conforme a los requerimientos tan clásicos del momento artístico. ¿Y, sin embargo, no pudo existir, verdaderamente, un caso así en la historia?

El pintor Guérin vivió en un periodo histórico que también padeció, como en la antigua Roma, destierros o huidas de personajes desconocidos o anónimos que no fueron recordados o descritos por los anales de la historia, pero que sufrieron también el trágico desgarro inhumano del exilio. Hacía referencia a un drama muy duro la obra, pero incluía ahora algunos rasgos subjetivos propios de un romanticismo posterior (en Francia el Romanticismo se retrasaría). Porque por entonces, finales del siglo XVIII, todavía no había triunfado el Romanticismo artístico en Francia, un estilo de expresar la existencia que glosaba además la vida anodina o anónima de seres vulgares frente a los grandes personajes, algo esto último más propio del clasicismo. Sin embargo, Guérin consiguió emular por entonces lo que, después de él, acabaría triunfando en el mundo artístico y cultural, y aún continúa: la semblanza emotiva de un paradigma social expresado con rasgos anónimos. La obra de Guérin es extraordinaria porque consigue llegar a ser muy intemporal en su dramatismo estético. A pesar de las vestiduras romanas, podría pasar esa escena dramática por ser una representación universal de todas las épocas y de todos los seres malogrados por un exilio o tragedia familiar. Porque no hay un relato concreto verídico en la obra, ni histórico ni legendario ni literario siquiera, que sostenga alguna referencia conocida de la escena.

Aun así, la escena representada nos ayudará a comprender la esencia fundamental del sentido de la obra: el ser humano que regresa de su destierro y descubre desolado la tragedia que su alejamiento había llevado a su familia. Es ahora una encrucijada existencial la que se impone, es el momento de la determinación de elegir ahora un camino ante la sorpresa desesperada de la vida. Y el pintor compone su escena terrible con las figuras cruzadas de Marcus Sextus y su esposa yacente a su espalda. Conforman así sus figuras cruzadas un símbolo cristiano -la cruz- utilizando, sin embargo, los perfiles paganos de dos seres anteriores a la época de Cristo, algo anacrónico para representar eso verídicamente. Hay que situarse en la época del pintor -final de la Revolución francesa- para entender las duras condiciones de algunas personas que sufrieron también destierro en un momento tan poco espiritual o tan poco emocional como lo fuera aquella época revolucionaria. Por eso el pintor comete otra afrenta más contra su neoclasicismo académico tan ortodoxo: no bastaba con pintar y nombrar -con nombre y apellido- a un personaje inexistente en la historia, además le inspiraba una religión que todavía -el siglo I a.C.- no existía en el mundo.

Doble rebeldía clasicista que Pierre-Narcisse Guérin se atrevió a componer en su obra neoclásica. ¿Es que estaba el mundo asistiendo a un necesitado semblante más emocional o espiritual que fríamente racional? Pero el pintor no fue sensible a eso, sin embargo. En la reseña de su biografía se dice de su vida: especializado en temas históricos, sobre todo de la Antigüedad clásica: personajes de la historia de Grecia y Roma, pasajes de la guerra de Troya o de la Eneida, aunque también dedicó alguno de sus cuadros a Napoleón. Sus cuadros se caracterizan por la maestría en el tratamiento, el correcto dibujo y, sobre todo, la iluminación con la que abrió nuevas direcciones en la pintura. Debió haber sido entonces su juventud, veinticinco años, que era la edad que tenía cuando crease su obra El retorno de Marcus Sextus, lo que motivaría llevar ese sesgo tan romántico o emotivo para un momento, sin embargo, tan clásico. El creador francés expuso la escena de un modo muy trágico en su obra: la esposa del personaje retornado está ahora muerta y él tomará su mano inerte entre las suyas. No hay más acción en la escena dramática. La vida se ha llevado su promesa de regreso y Marcus Sextus dirige ahora una mirada a la nada más desoladora. La luz y la oscuridad envuelven aquí el gesto tenebroso para no darle sentido ahora más que a la nada.

Sin embargo, el pintor neoclásico transformaría en su obra ahora el componente melodramático haciendo posible girar la mirada del espectador de la mujer muerta a la hija viva. Porque es ésta ahora quien, abrazada desconsolada a la pierna de su padre, representaba el sentido más emocionalmente lleno de esperanza. Esta es, simbólicamente, la otra encrucijada estética de la obra. Porque ahora todo continuaba con la sustitución de una vida por otra y de una esperanza en otra...  Al menos, al personaje retornado le quedaba aún una salvación existencial expresada en la emoción de otra mirada no extraviada ahora de esperanza... Pero esa mirada es también aquí la nuestra, para eso la compuso el pintor, para nosotros, para cualquier ser humano que pudiera comprender todavía que, a pesar de todo, aún la vida se recompone emocionada de las trazas de un escenario malogrado en otro ahora muy diferente, emprendedor, poderoso, ferviente y muy esperanzado...

(Óleo El Retorno de Marcus Sextus, 1799, del pintor neoclásico Pierre-Narcisse Guérin, Museo del Louvre, París.)

14 de enero de 2017

El Arte manierista interpreta lúcido la representación imposible e inútil de un efecto estético.



Pero ese efecto estético es más que una expresión de belleza, es una declaración de intenciones expresada en un mensaje tácito -por tanto dejado fuera de signos comprensibles y transmisibles- para mostrar la contradicción de las cosas que los humanos sean capaces de hacer con su vida a veces, aun a pesar de las pocas razones que suponga afrontar un destino así de incomprensible. ¿Qué otra tendencia artística hubo mejor que el Manierismo para representar una contradicción como esa? La Belleza fue a principios del siglo XVI un concepto estructurado, desarrollado, argumentado y sustentado con un sentido ideológico y plástico para justificar, con ella, toda forma de expresión artística. En el año 1539 finalizaría el pintor italiano Francesco Primaticcio su obra El Rapto de Helena en Francia. Había sido uno de los muchos pintores italianos llevados a Francia para ejecutar el sentido extremo de belleza con esta nueva y arrebatadora tendencia renacentista, el Manierismo. El famoso relato homérico descrito en La Ilíada cuenta cómo la ciudad de Troya fue asediada durante muchos años -casi diez- por haberse atrevido los troyanos a raptar a la bella esposa de un monarca griego. Ese fue el relato, pero, ¿fue un relato mítico o histórico? No se tienen certezas históricas de ese hecho relatado por Homero. Sus personajes fueron durante siglos héroes míticos incluso, pero, sin embargo, ¿nos costará creer que los hombres cometan esas cosas tan absurdas para conseguir sus deseos irrefrenables?

En este extraordinario lienzo manierista vemos a Helena en el centro de la composición llevada en volandas por varios troyanos en una escena desmedida. Desmedida porque, ¿quiénes son todos esos seres que aparecen tan aglutinados y caóticos como para poder entender bien la obra y relacionarla con el famoso rapto? Desmedida también porque más que un rapto parece una batalla donde unos -griegos- y otros -troyanos- están luchando enfrentados. Imposible entender que un rapto troyano fuese posible llevar a efecto enfrentados como están éstos ahora -tan pocos- en suelo griego y rodeados aquí por tantos griegos. Pero el Arte, y menos el manierista, no se dejaría guiar por razones lógicas o realistas para expresar la visión de un relato, mítico o no. Y siguiendo con el planteamiento inicial, ¿hay en este lienzo manierista algún mensaje ahora, aunque éste sea tácito? ¿Y qué mensaje es ese? Pues el descrito al principio: la contradicción humana en tratar de resolver un problema creando otro. Los troyanos habían ido a Grecia para firmar una paz entre sus reinos y consiguieron justo lo contrario, algo mucho peor incluso que la inestabilidad que tendrían antes de firmarla. Pero, en el Arte, ¿cómo expresar todo eso con los rasgos nuevos de una manera de pintar diferente -la manierista- llena de alarde y espíritu eterno de belleza, cosas que, serenamente, traspasan ahora el propio cuadro e incluso la propia y ridícula leyenda griega?

En la escena pictórica manierista hay una aglomeración de seres que están divididos y mezclados sin orden en una imposible secuencia traducible. Del pintor solo podemos elucubrar qué quiso representar con cada personaje anónimo que retrata en su obra. Porque sólo tenemos claro quién es Helena, del resto nada. ¿Quién es y qué hace esa otra bella mujer desnuda y solitaria en una posición tan inquietante? Ella, los niños y la joven agachada detrás de su figura desnuda son los únicos personajes que desentonan con el dinámico rapto. ¿Qué representan? Parte de aquella contradicción. Ellos son ahora la paz, la belleza, el equilibrio, la sorpresa y la tristeza... No mantienen en la obra gestos realistas ni sentido alguno natural correspondiente a la supuesta fuerza dramática y violenta de la escena. Los demás pelean, huyen, se enfrentan, se miran o se aferran sin remisión. Porque es ahora un rapto en el que la violencia convive con la belleza, la vida con la afrenta y la razón con la inconsciencia. Y todo eso maravillosamente compuesto además en un imposible lienzo de leyenda. Vemos un palacio griego con los fanales ardiendo en un extremo del lienzo, y el muelle griego con  un barco troyano esperando poder huir con Helena en el otro. Y en el pequeño trayecto entre uno y otro extremo los seres en conflicto, la raptada Helena y la belleza azorada y misteriosa de la joven desnuda y extraña.

Pero ese es el mensaje del Manierismo aquí: la belleza desnuda, representando la verdad y el bien, es alarmada por el hecho ignominioso de un innoble rapto. Porque la leyenda de Homero no relataba una huida deseada por Helena y su pasión, y cuya única salida fuera ahora marchar junto a su amante hacia Troya. No, la leyenda describe una violenta e involuntaria huida de Helena. Es un rapto con todas sus consecuencias trágicas. Fue un deseo de ofender y ultrajar gravemente al pueblo griego y, en consecuencia, se desataría luego una guerra. La contradicción llevada totalmente al paroxismo. ¿Cómo no pensaron los troyanos que aquella afrenta causaría un daño aún mucho peor? Por eso el pintor, que conocía la leyenda y conocía la forma de expresarla con belleza, debía introducir un elemento de contradicción, un gesto de sorpresa o de efímera sensación de ruptura con respecto al sentido final de una leyenda tan épica. Y mostraría en su obra manierista una figura elegante, hierática, desnuda, misteriosa y eterna -su pose alude a una estatua de belleza- que contrasta con tanta absurda violencia o fealdad manifiesta. Porque en el Manierismo no se podía entender que algo tan desmedido fuera capaz de ser creado sin belleza. Sin la forma de equilibrar ahora esa imagen extraña, bella y perfecta con la estúpida manera de actuar la humanidad ante su propia inconsciencia. Y el creador manierista lo representaría con un cierto alarde incluso de esperanza milagrosa, de un deseo ahora de que las conciencias despertasen así ante la visión desmesurada de una escena tan dramática, tan absurda y tan estética.

(Óleo del pintor manierista Francesco Primaticcio, El Rapto de Helena, 1539, Museo Bowes, Inglaterra; Detalles del mismo cuadro, El Rapto de Helena, 1539, Francesco Primaticcio.)

14 de noviembre de 2016

La dicotomía de la desaparición de la vida como metáfora erótica o como maldición solemne.



Es la única certeza. La única. Y, sin embargo, no tiene nada de ningún reflejo confirmatorio de qué representa verdaderamente. Utilizada para reprimir, para seducir, para amenazar, para reaccionar, para moralizar y para justificar... La muerte es una fase, la final en la existencia conocida. La que se comprende por el deterioro físico y biológico de los seres. La que durante gran parte de la historia -la renacentista en este caso- los humanos no podían evitar asociar no solo al deterioro sino a la azarosa y cruel suerte universal más desconocida. El pintor alemán Hans Baldung (1484-1545) fue un extraordinario representante -junto a Alberto Durero- del Renacimiento germano. Su visión estética y ética de la muerte la fijaría en muchos óleos que él pintase. Pero sólo en dos de sus obras -La muerte y la doncella y Las edades y la muerte- dejaría reflejado el creador alemán una huella profunda de lo que para él tendría la muerte como imagen representada. La obra Las edades y la muerte es parte junto con La armonía del anverso y el envés de dos conceptos contrapuestos, la vida y la muerte, y que se complementan estéticamente para llegar más a comprender esos conceptos. Decía un pensador materialista francés que la vida es todas aquellas fuerzas que luchan contra la muerte, pero, ¿se puede vencer a un enemigo desconocido? ¿Es esa relación entre ambos conceptos real?, ¿es posible articular ambas cosas en un único sentido general y universal? Imposible saberlo. Pero aquí ahora solo veremos su obra Las edades y la muerte; el otro concepto, la vida -La armonía, otra obra suya-, no interesa por ahora ni como contraste siquiera...  En otras obras de Arte, los pintores han plasmado las edades del ser humano con la representación de la juventud o de la niñez, de la madurez o de la vejez o senectud. Pero aquí, además, Baldung incorpora la muerte en su obra. ¿Por qué? Habían pasado unos veinticinco años desde que pintase otra obra donde la muerte aparecía manifiesta, La muerte y la doncella, y los años le habrían ofrecido, quizá, una visión más moderna -en el sentido actual- para llegar a entender que la muerte es un proceso normal y no solo accidental, dramático o cruel de la vida.

La obra La muerte y la doncella del año 1520 es mucho más estética y representativa del sentido que la desaparición de la vida tiene en el acontecer de cualquier existencia. Porque en Las edades y la muerte del año 1544 el pintor alemán pinta a una joven doncella muy orgullosa, convencida de su valor como ser humano y como individuo. Vanagloriada de su belleza se permite incluso mirar -o no mirar- con desdén a la anciana que, ahora, es sostenida por una esquelética representación de la muerte. El proceso del tiempo ineludible forma aquí ahora un círculo quebrado. A los pies de la anciana un bebé -¿dormido, muerto?- no deja de posar su mano sobre una lanza que, como el tiempo inquebrantable, refleja ahora la quebrada línea que la muerte mantiene muy derecha, sin embargo. Claramente religioso, el óleo del año 1544 compone al fondo de la escena la conocida dualidad del mal -infierno con demonios atrapando seres en la torre derruida- y del bien -cristo crucificado elevándose hacia un sol muy poderoso-, para justificar el sentido más justiciero de la muerte insoslayable. El pintor, no obstante, se permite mostrar el símbolo de la sabiduría con una lechuza mirando al espectador para ayudar a distinguir ambas dualidades.

Nada de lo representado en la obra del año 1544 aparece simbolizado en el óleo que Baldung compuso en el año 1520, La muerte y la doncella. Porque en esta obra del año 1520 el creador renacentista, a cambio, nos confunde ahora gratamente. Antes comprenderíamos que el paso del tiempo y la elección del bien nos salvarían del horror de la muerte, es decir, que lo normal es morir después de haber vivido..., y hacerlo además bien para poder trascenderla gloriosamente. Pero ahora, sin embargo, no hay vejez en esta obra para entender que la muerte es una consecuencia final de la vida, pero, tampoco vemos a ninguna joven altiva ni orgullosa ni enferma. Porque la muerte está ahora aquí actuando no como en la otra obra, que esperaba ociosa, sino decidida ahora contra la vida y contra la belleza. ¿Contra la bondad, también? Porque aparecen ahora aquí las lágrimas de un ser acongojado. Por otro lado la erótica de la visión de la muerte en esta obra es una característica señalada: es un amante abrazando y besando a una joven lozana y desnuda. Pero, sin embargo, no hay amor correspondido ahí. Ella está ahora claramente afligida, demolida, hundida, perdida. En la obra de antes, a cambio, sí había cosas representadas para determinar los dos conceptos fundamentales esgrimidos antes: se acaba la vida siempre al pasar el tiempo y la perdición o salvación son parte de lo que nuestras elecciones hayan ocasionado.

Pero en la obra del año 1520 Hans Baldung no expone nada de salvación ni de paso de tiempo. Sólo muestra la belleza dejándose dócilmente avasallar por las decididas y firmes manos cadavéricas de una muerte voluptuosa. Una muerte que sostiene consideradamente la cabeza a la doncella, que la inclina además para dejar que la muerte le muerda cerca de sus labios con la fruición de un amante deseoso. Hasta parece que se descubre ella misma con su brazo izquierdo el suave lienzo que sostiene la joven frágilmente. Como en el amor, ¿será inevitable la emoción sentida aunque dañe la vida y los propósitos inútiles de ésta? ¿O será la reconciliación de un amante que sabe que no puede evitar eludir lo que una fuerza -ajena a sí misma- pueda llevarle a la deriva? No hay tiempo aquí, no hay nacimiento ni desaparición, verdaderamente. Sólo hay la maldición -o bendición- de una profecía siempre cumplida. Algo que, a pesar de los sufrimientos o las lágrimas que produzca, no debería ser una relación desestimada o atropellada o rechazada la de la muerte con la vida. Una controvertida forma de dolor eterno, tampoco. Tal vez por ser, como el amor, algo repentino y efímero, algo que sucede en un instante para, como en las emociones sentimentales, sentirlas lo suficiente como para comprender que no duran, que continuará luego en otra cosa, incognoscible o desconocida, y, por tanto, inconsistente para vivirla -para no sufrirla- antes de que ese preciso momento, ese mismo y definitivo momento, inevitablemente, suceda a vivir.

(Detalle del óleo La muerte y la doncella, 1520, Hans Baldung; Óleo La muerte y la doncella, 1520, del pintor renacentista alemán Hans Baldung, Basilea, Suiza; Obra de Hans Baldung, Las edades y la muerte, 1544, Museo Nacional del Prado; Detalles de la misma obra de Baldung, Las edades y la muerte, 1544, Museo Nacional del Prado, Madrid.)

6 de noviembre de 2016

La transmisión de mensajes en la imagen armoniosa, eternizada y sutil que produce el Arte.


La leyenda bíblica de Goliat es muy conocida. El joven y frágil David acabará, decidido, con la vida del fiero, enorme y devastador -enemigo de su pueblo judío- Goliat. El libro de Samuel contará la leyenda heroica del judío David sobre el gigante Goliat: Metiendo David la mano en su bolsa cogió de allí una piedra y la tiró con su honda; al instante el filisteo Goliat fue herido en su frente y cayó sobre su rostro en la tierra ensangrentada. Así venció David al filisteo con su honda y una piedra, lo hirió y lo mató sin tener David espada alguna en su mano. Esta es una leyenda de la mitología hebrea, una de las que la civilización europea se alimentaría para forjar su cultura. Y el Arte es cultura representada en imágenes. Los pintores y sus tendencias plasmaron el rostro de David en muchas de sus obras artísticas. Pero fue el Barroco el estilo que mejor sabría llevar esa mitología -la bíblica en general y la heroica de David en particular- a la más bella y mejor forma de representar una imagen trascendente junto a una grata sensación estética. Guido Cagnacci (1601-1682) pasaría a la historia del Arte con pocos elogios. Sus contemporáneos no le alabaron ni le admiraron. Claro que brillar fuerte en el Barroco era lo más difícil del mundo: estaba lleno de genios. Y Cagnacci además innovaría desde una perspectiva moderna para la época, llevaría su Arte a combinar sensualidad con belleza natural, a utilizar fondos poco elaborados o monocromáticos, a destacar al personaje principal sobre cualquier otra cosa o escenificación relacionada.

Se adelantaría el pintor barroco al Arte neoclasicista en dos siglos. Pero, de todos los posibles cuadros de su producción, es su óleo David con la cabeza de Goliat una muestra extraordinaria no solo para valorarle como creador sino para comprender el Arte barroco, el Arte más seductor. Porque no bastará con hacer llegar una luz a nuestros ojos que delimite ahora formas armoniosas: hay que transmitir además mensajes, enseñanzas, alardes vitales, o un sentido profundo e inspirador que el propio Arte produzca en nuestro ánimo, ávido de emociones artísticas. En su obra de Arte, Cagnacci consigue, gracias a la profundidad de la perspectiva, dividida entre el color gris y negro del fondo, aumentar ahora la grandeza de la figura de un David vencedor y satisfecho de sí mismo. El gris del fondo lo realzará bellamente; el negro del fondo oscurecerá, aún más, la cabeza degollada de Goliat. Detalle este de importancia para la belleza de un barroco naturalista, pero no grotesco ni cruento ni ensangrentado, sin embargo. La imagen de David es la imagen de la seguridad en sí mismo desde antes de haberse decidido a llevar a cabo la hazaña heroica. Aquí no mirará David a su enemigo abatido, ni a nosotros tampoco; no mira él ni arriba ni abajo, mira ahora fijo a su derecha. ¿Pero, hacia qué cosa mirará? Hacia la abandonada miseria del temor que hace a los hombres desaparecer entre las sombras... Porque él, a cambio, no ha desaparecido. David ha triunfado, porque él mismo lo habría decidido así antes. Y solo mira ahora convencido, es decir vencedor de sí mismo, de lo que por ser humano -no bestia ni inhumano ni cobarde- ha sido él capaz de llevar a cabo, frente a las fútiles sensaciones angustiadas de la vida y de los hombres.

Pero el Barroco es florecimiento bello, es adorno destacado. Por esto aquí el pintor nos muestra no ya al real y exacto joven hebreo rústico de la leyenda antigua, sino al elegante y noble efebo del siglo XVII, que llevará ahora su elegante vestido, su capa encarnada y el sombrero coronado con su perfecta pluma enjoyada de perlas. ¿Hay mayor contraste aquí ahora, por ejemplo, entre esa sofisticación de vestuario y la cuerda basta y vulgar de la honda asesina que portará David en su mano derecha? ¿O, también, la belleza de David con la grotesca cabeza de Goliat que ofrecerá el feroz y aterrador perfil más siniestro de un ser malvado? El Arte de Cagnacci y su barroco poderoso utilizarán su equilibrio y composición genial para abatir la sordidez cruenta del heroico crimen. Pero, además, destacará en la obra la promesa sosegada de un futuro esplendoroso...  Porque la inteligencia, la decisión y la honradez humanas de una parte, vencerá a la pérfida, brutal e insensible maldad de la otra. Y el mensaje artístico se transmite ahora con la maravillosa eternidad fijada en esta bella imagen barroca. Los que vean la imagen representada en el cuadro entenderán la sutil y bella escena de un David mirando, victorioso de sí mismo, hacia su derecha, aquí ahora invisible del todo en la obra. Esta es otra de las grandes y geniales características del Arte: que el creador puede dejar fuera del escenario visible las múltiples cosas que puedan ser miradas ahora por el personaje retratado... y también por nosotros. Porque cada cual de nosotros que lo mire ahora puede imaginar lo que desee ver, según su propia emoción sentida. Esas cosas imaginadas serán, a fin de cuentas, las cosas por las que merecerá la pena vencerse, y vencer así, a la vez, las temeridades o dificultades más abyectas de la vida.

(Óleo del pintor barroco Guido Cagnacci, David con la cabeza de Goliat, 1650, Museo Paul Getty, Los Ángeles, EEUU.)

21 de abril de 2016

El valor de la imagen universal, la más completa e intemporal, o el sentido más auténtico del Arte.



Pocas obras de Arte pueden conseguir hacernos comprender que en ella está la obra más completa o universal del mundo. No la más perfecta, que es una cosa distinta, sino la más completa, la que lo contiene todo y que, mirándola detenidamente nos llevará a sentir que no es necesario mirar ya nada más creado por el hombre, ni antes ni después, para acabar de entender lo que es el Arte. Y esa sensación, más espiritual que material por otra parte, es la que se siente observando una de las tres obras del tríptico La batalla de San Romano del pintor gótico-renacentista Paolo Uccello (1397-1475). Llega a tanto ese sentimiento etéreo, casi una emoción primitiva, que no hará falta saber nada de la batalla, ni lo que la causó, ni la fecha en que se produjo, ni los protagonistas que tuvo, para llegar a entender su completo sentido artístico. ¿Entender, exactamente, el qué? Porque cuando un cuadro hay que explicarlo mucho poco será el mérito artístico de su obra. Es más, si no sabemos nada de la historia que describe el cuadro aún sabremos -entenderemos- más de la propia obra de Arte reflejada en él. 

Fijémonos, por ejemplo,  en el enfrentamiento entre los dos caballeros medievales. En concreto en el caballero del caballo blanco y la silla azul, que es descabalgado ahora por la lanza decidida del otro caballero, el que acabaría siendo vencedor de la batalla. Pero, ¡qué maravilloso plano artístico con su caballo blanco, qué momento más glorioso eternizado en el lienzo! Es el gesto tan elegante y bellamente plástico que su personaje -Bernardino della Ciarda, jefe del ejército sienés- muestra ahora ante el desafortunado empuje de la lanza enemiga. Y esto a pesar de que el tríptico fuera encargado por los vencedores florentinos. El pintor Uccello era florentino, pero no era un propagandista sino un artista universal. Incluso la cabeza del soldado de Siena, situada justo detrás del caballo blanco vencido, nos confunde ahora con su imagen superpuesta: parece la del jinete lanceado antes de ser éste derribado. Tal es la irrealidad plástica tan maravillosa de la obra. Pero, no es esto lo único extraordinario aquí, y no ya por la genialidad artística, que lo es, sino por ser una obra de Arte fuera de lo ordinario para describir una batalla real tan decisiva.

Para este pintor prerrenacentista lo más importante en una obra de Arte es la perspectiva. Por entonces era lo más novedoso, lo técnicamente decisivo para afrontar un Arte pictórico que comenzaba a latir con fuerza. Pero, sin embargo, no utilizaría el pintor la perspectiva como era habitual por entonces: para establecer varios escenarios temporales diferentes en un mismo lienzo. Para Uccello la perspectiva es necesaria -como lo será siempre luego- para dar profundidad a un único momento temporal. Y en un único momento temporal pueden pasar muchas más cosas de las que, objetivamente, precisen mostrarse de una batalla en un cuadro. Y en uno de los tres momentos temporales pintados en su tríptico, El descabalgamiento de Bernardino della Ciarda en la batalla de San Romano -expuesto en la Galería de los Uffizi-, el pintor florentino nos presenta en la mitad superior de la obra cosas que para nada tienen que ver con una batalla cruenta, por muy importante que haya sido.

En esa parte de la obra se muestran un paisaje labrado con frutas apetitosas colgadas de un árbol y cazadores con sus galgos, liebres o conejos corriendo por el campo. Pero no hay límites ahí que los separen, todo está mezclado con todo. Nada ahí hace que las cosas no se puedan mezclar azarosas, o no sean también compartidas en el universo limitado del cuadro. Las lanzas, las alabardas, las armaduras de los jinetes escorados, los plumajes de sus yelmos, todo eso está ahora confundido con los árboles, con el paisaje profundo o con las inexistentes flores del campo. La irrealidad está vestida aquí de realidad gracias a la perspectiva o a la dinámica de los gestos gloriosos, heroicos y gallardos de los hombres. La lanza vinculadora y poderosa es el elemento estético que está expresado con más realidad de todo lo expuesto en la obra. El resto es infantil, ridículo, grotesco o extremadamente fantasioso. Pero, sin embargo, hay elementos pictóricos muy modernos para un lienzo tan arcaico, cosas que le dan además a la obra un estudiado diseño gráfico y artístico muy novedoso para la época. Las lanzas rotas o partidas en el suelo dibujan ahora una perfecta silueta ortogonal: son todas líneas paralelas que se cruzan rectangularmente, algo imposible de ser visto así o de quedar así de regular o de perfecto en cualquier batalla campal representada.

En este lienzo gótico-renacentista están, premonitoriamente, todas las tendencias y todos los periodos artísticos de la historia. Es como si a un ordenador le hubiésemos introducido todos los datos iconográficos de todas las tendencias artísticas para terminar por componer un compendio de todos los estilos en un lienzo virtual: del Renacimiento, del Barroco, del Rococó, del Neoclasicismo, del Romanticismo, del Realismo, del Impresionismo, del Cubismo, del Simbolismo, del Surrealismo... Porque están todos ahí, algunos mostrados en pequeñas cosas, otros en cosas más definidas y algunos más en grandes cosas. Como, por ejemplo, las lanzas guerreras, propias del barroco velazqueño; o como los caballos y las imágenes dinámicas de Rubens; o como el oscuro paisaje incongruente -parece de noche y es de día- propio del Romanticismo; o como los paisajes lejanos y relevantes de los descriptibles lienzos realistas; o como los árboles y sus frutos con el fugaz momento temporal retratado por los impresionistas; o como las metáforas visuales de las obras simbolistas; o como los objetos regulares y geométricos del Cubismo; o como el Surrealismo y sus gestos extraños de contrastes de unas imágenes con otras.

El poeta español José María Álvarez (1942) compuso para su obra El botín del mundo del año 1994 un verso inspirado en este tríptico de La Batalla de San Romano de Uccello:

"No estás aquí", dijiste,
con esa desmedida pretensión
tan femenina (¡Que no escape, que no se me escape!), y
encendiste con rabia
un cigarrillo, y te apartaste como
para mostrar disgusto (pero
tampoco mucho, no
vaya a
recelar; lo suficiente para
que sepa lo importante
que es que yo me abra
de piernas). Y, bueno, sí, llevabas
razón: No estaba
allí. Escuché tus suspiros, notaba
tus piernas enredadas como lianas en mis lomos,
el golpear de nuestros cuerpos en la cama, la uña inmensa
de la lujuria arañando
dentro de mi vientre, y tus besos en mi garganta, y,
sí, sin
duda, oí
el crujido del vacío al helarse. Pero
lo siento, querida, yo no estaba
allí. Yo estaba
contemplando una pintura
de Uccello, recreándome en mi memoria, y
cuando volví a aquel lecho
y te besé -"¿Y dónde voy a estar?" te
dije-, de la fogosidad de mis abrazos
-y esto no es poner en duda tus encantos-
un cincuenta por ciento, me imagino,
era de Uccello, de la plenitud
que me había invadido recordando
la belleza sin par de esa batalla.

Del poeta español José María Álvarez, (Cartagena, 1942).

(Tabla de temple al huevo del pintor Paolo Uccello, Niccoló Mauruzi da Tolentino desmonta a Bernardino della Ciarda en la Batalla de San Romano, del Tríptico de La Batalla de San Romano, 1440-60, Galería de los Uffizi, Florencia; Detalle del mismo cuadro, Paolo Uccello, 1440-60, Galería de los Uffizi.)