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19 de febrero de 2015

El Arte no desea saber nada de la realidad ni de la verdad, tan solo de la emoción, de la melodía, su leitmotiv...



En España el Realismo y el Impresionismo no fueron estilos artísticos que se desarrollaran tanto ni al mismo tiempo que en el resto de Europa. Así que desde mediados del siglo XIX la Pintura en España no acabaría por encontrar acomodo en ningún estilo concreto. Los grandes modelos estéticos, Goya entre ellos, ya habían pasado. ¿Qué hacer ahora sin ellos? Dos conceptos vinieron a ayudar a salir de esa atonía estética, de esa confusión artística tan desoladora. Por un lado, cuando no se tiene claro qué estilo utilizar, se hallará que la mezcla de ellos es la mejor solución: el Eclecticismo. Por otro, ¿a qué mayor temática se podía recurrir en España?: a la Historia. Desde una perspectiva exclusivamente artística, de Arte en el sentido más auténtico del término -lo que fue Goya por ejemplo-, la Pintura española de la segunda mitad del siglo XIX fue deslucida, sin perfil, sin fuerza o sin originalidad. Y es por esto que el Eclecticismo español de esa época, realmente el único eclecticismo que hubo en el Arte por entonces, combinaría varias tendencias en una sola: un Realismo (en el sentido de que la figuración lo fuera no que fuera real lo que representara), también un Academicismo hispanizado, luego un pseudo-Impresionismo, paisajista o no, y, por fin, un Romanticismo exagerado, pero éste no tanto en los trazos pictóricos como en la esencia de lo buscado para ser expresado en un lienzo. Eugenio Álvarez Dumont (1864-1927), como todos los pintores españoles destacados de entonces, se formaría en la prestigiosa Academia de Bellas Artes de San Fernando. Más tarde lo haría en Roma y acabaría viajando a Marruecos para interesarse por un cierto espíritu orientalista que lograse aunar estilo e inspiración. Se especializó en temas históricos, especialmente el periodo alrededor de la Guerra de la Independencia de 1808.

En el año 1887 se decide el pintor español a crear una escena histórica de una profunda emotividad sentimental. La guerra de la Independencia española tenía muchas, grandiosas batallas o momentos estelares del levantamiento contra los franceses, como lo había pintado Goya incluso antes. Pero Dumont elige una leyenda, sin embargo, con muy poco rigor histórico, pero de una gran sensibilidad popular y de muchísimo fervor estético: la muerte de una hermosa joven madrileña vengada luego por su padre. La leyenda popular fue recogida por las crónicas románticas de la ciudad y luego plasmada en la historia para reivindicar, muy emotivamente, unos hechos sangrientos ocurridos en Madrid. La reseña que describe la obra en el Museo del Prado, donde está la pintura de Dumont, dice así: El cuadro rinde homenaje a dos de los héroes que alcanzaron más legendaria gloria en la lucha del pueblo de Madrid contra las tropas francesas. El guerrillero Juan Malasaña da muerte al dragón francés que acaba de asesinar a su hija Manuela, quien suministraba munición a las tropas españolas del cuartel de Monteleón. El panadero madrileño Juan Manuel Malasaña era descendiente -curiosamente- de un artesano francés, Jean Malesange, que se había instalado en Madrid tiempo atrás para ofrecer los maravillosos panes de Francia. Como muchos otros madrileños se enfrentaría con las bárbaras acciones que las tropas napoleónicas infringían en Madrid. Su hija Manuela Malasaña, humilde adolescente, trabajaba en una casa de costura cuando el dos de mayo de 1808 la sorprendió. La realidad, al parecer de los datos actuales, es que nada de lo reseñado o registrado en la leyenda sucedió en verdad. Sí que Manuela murió aquella jornada, pero como muchos madrileños anónimos también lo hicieron. Tal vez influyó su belleza, tal vez su inocencia, tal vez su juventud, tal vez que murieron ambos, padre e hija, en aquellos terribles momentos.

Pero esos detalles históricos no importaban nada al Arte, para el pintor -como para el Arte- la verdad no interesa en absoluto, la leyenda es la única fuente necesaria para expresar un sentimiento artístico. Si no, ¿cómo hacerlo artístico? La emotividad en el Arte exige que una muerte joven y bella, zaherida incluso, caiga delante de los ojos del espectador. Y luego que una reacción violenta de venganza de esa belleza caída surja poderosa contra la ofensa vil y opresora de esa belleza. Algo esto, la ofensa vil y opresora, que debe ser grandiosa además, y que debe estar adornada con los elementos encumbrados de su poder estético: el casco y el peto napoleónicos. Y que sorprendida esa ofensa se enfrente, sin razón, contra la fuerza, ridícula pero auténtica, de lo más persistentemente invencible: el dolor por la pérdida más querida y espiritual, por la más sentida, por la más emotiva, por la más eterna. Esto es sólo lo que el Arte requiere. Que su padre hubiese muerto antes, que ella -Manuela- fuese fusilada luego en grupo, que ningún dragón de las fuerzas napoleónicas fuese -justamente- sentenciado en ese asalto, poco o nada relevante es para representar esa historia artística.

El pintor español Álvarez Dumont conseguiría todo eso en su obra de Arte histórica... Lo conseguiría desde la composición más emotiva del hecho descrito, porque la acción violenta es ahora motivada por algo muy personal. Alejado de las fuerzas napoleónicas que recorren las calles, el dragón francés está arrinconado y vencido por el guerrillero madrileño. La patria está abatida aquí en el suelo y su belleza -la de la joven madrileña- se percibe desolada  y eterna junto a su inocencia y valor. Pero pronto esa misma belleza zaherida es vengada, y lo es como sólo las ofensas más sentimentales puedan serlo. Un balcón florecido y un farol solitario y deslucido son los únicos testigos del terrible hecho sangriento. Y el pintor utilizaría el Romanticismo más genuino, ese que terminase hacía cincuenta años antes, pero que ahora lo lleva el creador español a su más histórico y apasionado momento emotivo. Por la misma época -cinco años después- otro pintor decimonónico español, Francisco Pradilla Ortiz (1848-1921), llevaría a cabo otra semblanza de la historia de España a un lienzo. Según contaban las leyendas, cuando Granada fue tomada en el año 1492 por los Reyes Católicos, el emir árabe granadino Boabdil tuvo que marcharse de la ciudad camino de Motril para embarcar fuera de España para siempre. Sin embargo, poco antes de dejar de ver su hermoso paisaje granadino, justo en lo alto de una loma -el suspiro del Moro- de ese mismo camino sureño, se volvería el rey árabe para mirar a la Alhambra por última vez y pronunciar entonces su madre allí las poéticas palabras ("llora como mujer ya que no has luchado como un hombre")... que ella nunca pronunciase.  

(Óleo Malasaña y su hija se baten contra los franceses en una de las calles que bajan del parque a la de San Bernardo. Dos de mayo de 1808, del año 1887, Eugenio Álvarez Dumont, Museo del Prado, Madrid; Óleo de un representante del Eclecticismo español, Desnudo de mujer, 1902, del pintor español Ignacio Pinazo Camarlench, un impresionismo academicista hispano, Museo del Prado; Detalle del mismo cuadro de Pinazo Camarlench; Cuadro del pintor español, representante también de ese Eclecticismo hispano, Francisco Pradilla, El suspiro del Moro, 1892, Colección particular; Obra extraordinaria de un pintor extraordinario, seguidor de Goya, y que aquí no recreará nada conocido, sino un lugar de fantasía, un paisaje tan extraño como su pintura, Puerto fluvial junto a un Castillo, 1850, Eugenio Lucas Velázquez, Museo del Prado, Madrid.)

(Dedicado a Lourdes, una bloguera madrileña)

14 de noviembre de 2014

Un siglo después la imagen sigue vigente y sin reparos: el Arte emociona menos tiempo que la vida.



La Pintura fue la forma que el hombre tuvo de mostrar la vida, el mundo y sus crudas realidades. A veces con metáforas o mitos y otras con el reflejo de la realidad más descarnada. Pero todas con una belleza sugestiva que nos llega aunque lo que muestre no agrade tanto a nuestra conciencia. ¿Qué cosa hemos creado en la historia para tratar de calmar la indignación? No hay nada más frágil que la indignación, ya que, ¿cuánto durará?, ¿cuánto tiempo mantendremos la indignación que, se supone, debe enfrentarse a las cosas crueles o insensibles de la vida? Tan poco tiempo como la sensación que ocupa el momento de mirar a dejar de hacerlo. En el origen del hombre el mito comenzaría tratando de explicar el mundo y sus miserias. La persistencia de la maldad, la ferocidad de la maldad, la ingratitud de la maldad, la desfachatez de la maldad, empezaron cuando dejase de asombrarse alguien ante la desgracia ajena o cuando el sufrimiento humano se añadiera pronto a las cosas normales de la vida. La conciencia, eso que nos distingue de los animales, es lo único que poseemos para ser humanos. Nada más. Tanto para sentir como para comprender, tanto para permanecer como para abandonar, tanto para omitir como para determinar una acción decidida.

Y es justo ahora, en este momento en que vivimos, cuando debemos tener conciencia, ni antes ni después de la vida... La conciencia no nos sobrevivirá, puede sobrevivir, si acaso, alguna sustancia ignota y liviana, algo sin recuerdo ni memoria, o sin sentido temporal ni identitario, pero no lo vivido ni lo sufrido ni lo alcanzado a sentir cuando lo sentíamos. Porque es ahora, cuando la conciencia nos late y la notamos palpitar, cuando comprenderemos mejor que la mirada de los otros no es más que un reflejo de la nuestra. Es ahora cuando las cosas hay que girarlas de alguna forma para poder verlas mejor... Después de que los mitos calmaran la conciencia de los primeros hombres maldecidos, el ser humano se volcaría en buscar fuera del mundo un Ser imponente que justificara las cosas más terribles y sus descalabros azarosos. Así nacería la religión y la cultura que luego la sostuviera. Pero el tiempo evolucionaría como para entender que los designios trascendentes no son tales o no son infalibles. Que no son nada inevitable como para que las cosas más duras o desoladas no tengan una respuesta en la vida. Es por lo que la ciencia terminaría por calmar otra conciencia diferente.

Los creadores de Arte son testigos tangibles de esos procesos culturales. Por eso se pintaría el mito, la religión y la naturaleza. Porque eran tres cosas que los seres más comprenderían para poder entender la vida y sus miserias. Porque eran los detalles de esas cosas los que todos habrían mejor oído que visto. Pero nada de lo que se percibe cotidianamente se mantiene unido a la belleza. Sin embargo, la belleza  es siempre una garantía de permanencia, de sublime permanencia, de grandeza o analgésico espiritual que llega a todos para entender mejor el mundo y sus desdichas. Luego llegaron otros creadores y mostraron la realidad sórdida de la vida, una para la que no habría que alejarse mucho para verla, que no solo era ya oída sino vista. Pero sucedía que era ahora una realidad muy diferente a la de antes. Porque los seres habrían nacido, sufrido y desaparecido siempre por algo concreto, algo tajante, ineludible, inevitable. Las guerras siempre habían existido y, con ellas, las enfermedades, la desolación y la muerte. Pero pronto llegaría al mundo con su evolución social y tecnológica un tiempo diferente. Ahora las cosas comenzaron a cambiar como cambian los colores de una tierra lastimosa: lenta e inapreciablemente. Ya no es solo que la gente perezca como siempre, no, ahora es que el tiempo se había aliado en parte con la muerte.

No es una muerte definitiva o definida, es otra cosa, es una forma de percibir de la vida cada día algo menos algunos seres. Es ver amanecer como siempre, pero ahora sin poder mirar el sol y deslumbrarse, sin poder volver a mirarlo luego satisfecho, aunque el tiempo no dure ya para ello más que un solo instante. Porque ahora, sin embargo, todo duraba más. Ahora las cosas lacerantes de la vida no mataban, seguian como si lo hicieran pero sin hacerlo. Y, además, estaban los seres en el mismo lugar de antes, con el mismo mito, la misma religión y la misma lógica aplastante. Y, así, un nuevo modo de ver las cosas surgió ya hace más de cien años. Los pintores tuvieron entonces que esforzarse por seguir emocionando como antes. Inútilmente. Por esto no se pudo ya sino inventar ahora otra forma de expresión para el Arte. Hasta hubo que  trastocar el concepto realista de la imagen para hacer con ella otra cosa, justo lo contrario: una forma de surrealismo...  Porque las imágenes más realistas dejaron de estar solo fijadas en un lienzo para repetirse ahora, una tras de otra, aunque con sutilezas, en la nueva dinámica visual  más asombrosa del cinematógrafo. El cine llegaría para suplantar y expresar aquella misma emoción desolada de antes. Esa misma emoción sublimada ya por el mito, la religión o la ciencia desbordante. Las nuevas imágenes dinámicas eran ahora la vida misma, la emoción descubierta de la vida, en un trozo de tiempo mayor que el de antes. Así empezaron a sentirse y a crearse. Pero, nada más. Las cosas importantes de la vida no cambiaron, ni han cambiado mucho, desde entonces. Cien años después la emoción -la más desgarrada, la más indignante-, esa que subyacía elogiosa antes en el Arte, seguirá durando el mismo tiempo, muy poco, para el que la mira que para el que la siga sufriendo como antes.

(Óleo realista del pintor británico Thomas Benjamin Kennington, Sin hogar, 1890, Museo Art Gallery de Bendigo, Australia; Vídeo de la película muda Ménilmontant, 1926, Francia; Óleo de Thomas B. Kennington, Pandora, 1908, Colección Privada; Cuadro del mismo pintor Kennington, Pan diario, 1883, Walker Art Gallery, Liverpool, Inglaterra.)

30 de octubre de 2014

La creación es azarosa y, sin embargo, representa el único sentido predeterminado por el Arte.



Cuando el pintor romántico Caspar David Friedrich (1774-1840) se sintiera inspirado en su estudio de la calle An der Elbe de Dresde, le pediría entonces a su esposa Christiane Caroline Bommer (1797-1847) que abriese la ventana del estudio y se asomase ahora al exterior. ¿Qué arrebatadora cosa le surgiría al pintor para pedirle eso a su mujer? ¿Qué cosa especial sintió el pintor alemán para que, de espaldas, la pintase a ella ahora mirando un limitado paisaje conocido? Dos años antes, en 1820, se habían mudado a esta casa, justo cinco meses después de haber sido asesinado camino a Dresde un amigo del pintor, el también pintor Franz Gerhard von Kügelgen (1772-1820). El río Elba a su paso por Dresde es muy caudaloso, y aún más lo debía ser a principios del siglo XIX, lo que permitiría la navegación de barcos y veleros por su cauce. La situación de la casa del pintor justo a la orilla del río hacía de su ventana un encuadre virtual de cambio, de movilidad, de viaje azaroso, de desplazamiento o de huida. La sensación visual de ese encuadre debía ser, por tanto, un motivo para la fugacidad de las cosas, para la simple y etérea sensación de fugacidad de la vida.

Pero entonces el creador romántico no quiso pintar claramente eso. Porque para haber hecho eso sólo tendría que haber salido él con su propia mirada -no la de su esposa- y componer el cuadro natural de un paisaje vibrante. Pero deseaba el pintor que fuese su mujer quien lo mirase, a riesgo de no pintarla bien -se pinta a alguien bien cuando es identificable-, sólo su espalda y el poco ángulo que de su visión -la de él, no la de ella- tuviese el limitado encuadre: los álamos del fondo, parte de la rivera del Elba y los extremos de los mástiles de unas embarcaciones. Pero, nada más. Esa parte del estudio del artista estaba tan vacía como el alma atormentada de un espíritu sin vida. La amplia ventana superior -compuesta por cuatro cristales entrecruzados- servía de entrada útil de luz para su estudio. Ahora un recurso místico aquí, para enlazar así un cielo trascendente con el foco delimitado de una pequeña ventana. Porque lo que ve el pintor -y nosotros- no es lo mismo que ella está viendo ahora. Nosotros solo vemos una mujer de espaldas asomada a una ventana. Si no existiera el ventanal superior aún sería más inquieta y confusa la visión de lo que vemos. Es con la ventana superior con lo que el pintor quiere ahora transmitirnos profundidad, grandeza, sentido y esperanza. Pero seguro que Friedrich no habría antes calculado todo eso. Tal vez, sólo quiso pintar a su esposa mirando así por la ventana.

Porque la visión de la escena representada es, al parecer, la conciencia del observador -la del pintor y la nuestra- y lo poco que vemos por la pequeña ventana es parte del mundo desolado, cambiante y virtual que nos ignora. La estancia es nuestro mundo interior -del pintor y nuestro-, del cual no vemos ahora más que unos pequeños frascos solitarios en un alfeizar. La esposa del pintor simboliza el deseo de querer sentir, de querer llegar a ser, de querer entender, de querer ver... La imagen del cielo límpido y celeste a través de la ventana alta de cristales -algo que ella no está mirando ahora porque no lo puede ver- nos ilumina el sentido inalcanzable -incognocible del mundo- de la visión universal de la misteriosa obra. Algo que solo desde lejos, distanciándonos, podemos apreciar siempre de las cosas. Como el encuadre limitado del paisaje que ella mira, como la pequeña estancia desolada del estudio del pintor, como los extremos limitados de los mástiles desnudos, o como la futilidad temporal de las cosas insensibles...

(Óleo Mujer asomada a la ventana, del pintor Caspar David Friedrich, 1822, Museos Estatales de Berlín, Berlín, Alemania.)

16 de septiembre de 2014

La Belleza es la lucha interior por resguardar el recuerdo primero más maravilloso y efímero.



Para celebrar la conquista del reino de Granada, producida en el año 1492, los Reyes Católicos Fernando V e Isabel I decidieron erigir un templete en Roma sobre la colina donde la tradición afirmaba que el apóstol Pedro había sido crucificado. Años antes, en 1480, los mismos monarcas españoles habían patrocinado la construcción de una iglesia -San Pietro in Montorio, un edificio renacentista- en esa misma colina romana, llamada desde siglos antes colina del Janículo. Esa colina romana, situada al sur de la colina Vaticana, no fue un lugar muy afortunado en la antigüedad ni en los siglos posteriores del medievo. Situada a las afueras de Roma, más allá de las antiguas murallas servianas, parte de la colina fue consagrada en los albores de la cultura latina a una diosa de la fuente del Janículo y de las aguas que abundaban en la parte más boscosa de su inclinada ladera. Furrina era una diosa latina de la paz social, y castigaba a todos aquellos que por entonces pudieran perturbarla. Cuando las costumbres de Roma cambiaron a peor, se relajaron moralmente, como sucediese luego con su aviesa y relajada política imperial, se dejaría de adorar a dicha diosa latina. Simplemente, se acabaría temiendo que ella lanzara su furia terrible y mortal contra Roma. Era mejor dejar de adorarla que arriesgarse a sufrir su ciega venganza.

Así que, durante el largo periodo medieval, la colina del Janículo quedaría totalmente abandonada por Roma. Fue en el Renacimiento cuando empezaron a construirse villas por su alrededor, y la leyenda de haber sido aquel el lugar donde san Pedro fuese martirizado llevaría a consagrar ese emplazamiento a su memoria. Con unos ochenta metros de altura sobre el nivel del mar, desde la colina del Janículo se puede observar el maravilloso decorado del complejo arquitectónico Vaticano, con su enorme basílica y su cúpula renacentista, una obra de Arte maravillosa diseñada por el mismo arquitecto que levantase aquel pequeño templete homenaje al martirio de san Pedro, el artista del Renacimiento que fuese Donato Bramante (1444-1514). Aquel templete representaba por entonces la belleza perfecta, la clásica y perfecta belleza donde la circunferencia perfecta de su estructura clásica, soportaba su perfecta y armoniosa cúpula renacentista. Fue rodeado el edificio de unas columnas toscanas -un estilo dórico romanizado- que concentraban, en tan pequeño edificio clásico, toda la grandiosidad y belleza del Renacimiento. Y es ese extraordinario monumento clásico el que, entre otros muchos, aparece maravillosamente incluido en la película italiana La grande Bellezza. Porque es desde ese curioso lugar romano -la colina del Janículo- donde comienza la película a mostrarnos la belleza más sugerente, la más deslumbrante y hermosa belleza de la fragante y eterna ciudad de Roma.

¿Qué gran belleza es la que el director Paolo Sorrentino quiere hacernos ver en su extraordinaria película? Porque, de pronto, dejamos de ver los maravillosos paisajes romanos y las deliciosas esculturas clásicas, de fragancia equilibrada o de música de dioses, para asombrarnos ahora con el disruptivo cambio de una fiesta moderna, mundana, avasalladora y frívola. Y entonces el Arte tiene que venir a ayudarnos a comprender.  Porque, realmente, la Belleza es aquí ahora el Arte, o, mejor aun, es como el Arte. Es decir, la Belleza es lo recreado por el ser humano para representar bellamente lo que antes, en otros momentos abandonados, no pudo atrapar ni aprehender de nuevo y para siempre. La palabra Arte conjuga la raíz latina del término artificio, por lo tanto es un tipo de maniobra creativa para hacernos ver algo diferente o distinto a lo que es la realidad dolida, degradante o efímera de la vida. Algo que querríamos de antes, y lo deseamos aún, pero que ahora, cuando lo comprendemos mejor por padecerlo, no es más que aquello tan idealizado que antes recordábamos perdidos. Porque los seres humanos no podremos dejar de crear o sentir cosas bellas que nos alejen de la sensación de vacío. Unos lo conseguirán con su trabajo, alguna tarea ideal, convencional, repetitiva o codiciosa; otros con la entrega, la compasión o la experiencia del sufrimiento, y algunos otros con la contemplación o la fragancia, con la nostalgia o el recuerdo. Pero todos buscarán en algo la Belleza, una sensación que no es más que la inquietud íntima por tratar de no perder el recuerdo de una juventud, sin embargo, ya perdida para siempre.

Entre los años 230 y 220 a. C. un rey griego de la antigua Pérgamo, Atalo I, mandaría componer en bronce una escultura helenística que recordara la victoria de su reino frente a las bárbaras tribus germanas de los gálatas. Esas tribus eran pueblos celtas que habitaban en la antigua Galia europea y que luego se desplazaron hacia el este. Años más tarde los romanos copiarían la escultura helenística en mármol blanco, como con tantas obras griegas clásicas ellos harían. Y acabaría la escultura tiempo después perdida tras las asoladas pisadas del declive del imperio y de los oscuros siglos subsiguientes. La impactante escultura helenística representaba a un guerrero gálata, o galo, con un realismo y una belleza extraordinarios. Su figura perfecta estaba esculpida completamente desnuda, sin nada más que cubriese su cuerpo que un pequeño torque o collar que rodeaba el cuello de su estatua. Así es como la escultura griega, sentada y solitaria, mostraba al gran héroe vencido, al ser humano que lo había perdido todo, pero que, ahora, no se resistiría al vacío de dejar de ser, de no ser nada. La escultura clásica fue erigida por los vencedores -los griegos- y representaba, sin embargo, el gesto más sublime y bello admirado por éstos. Sus heridas las soportaba el vencido galo moribundo con estoicismo, tratando el héroe malogrado de luchar contra su destino, consiguiendo no perder ni la apostura ni el recuerdo ni el pudor ni su sentido. Apoyaba el gálata orgulloso la mano firme contra el muslo, antes fuerte y poderoso, pero ahora malherido, derrotado y vencido por el mundo. Pero, entonces, como queriendo no perder el sentido de su vigor ni de su grandeza, ni de su momento más maravilloso y efímero, permanecería así, sin abatir, decidido y orgulloso, eternamente así para nosotros. Porque todas las miradas solícitas al querer verlo experimentarían aquel mismo anhelo complaciente y poderoso, ese de admirar, eternas, toda aquella belleza malherida, sufrida  y perdida para siempre...

(Detalle de la escultura romana Galo o Gálata moribundo, de una copia griega del periodo Helenístico, siglo III a.C. Museo Capitolino, Roma; Fotografía de la actriz italiana Sabrina Ferilli; Óleo del pintor inglés Richard Wilson, 1713-1782, Roma, San Pedro y el Vaticano desde la colina del Janículo, 1753, Tate Gallery, Londres; Fotografía actual de Roma desde la colina del Janículo; Cuadro del artista italiano Giovanni Paolo Panini, Capricho romano con la columna de Trajano, el Coliseo, la escultura de Gala moribundo, el Arco de Constantino y el Templo de Cástor y Pólux, 1734, Museo Thyssen, Madrid; Escultura de Gala Moribundo, Museo Capitolino, Roma; Templete de San Pietro, Colina del Janículo, Roma; Imagen fotográfica de una vista de Roma desde la colina del Janículo; Escultura del Marforio, estatua parlante romana representando al dios Océano, siglo II, d.C., Museo Capitolino, Palacio de los Conservadores, Roma; Fotograma de la película La Gran Belleza, 2013.)

6 de junio de 2014

La mejor impresión proyectada desde una pared para una mirada necesitada de paz.



¿Cómo describir la obra de Monet desde una teoría iconológica del Arte? Porque el autor impresionista fue un reflejo extraordinario de lo que sucedió en la pintura a finales del siglo XIX. Pero Monet (1840-1926) además vivió y creó durante muchísimos años. Tantos que en su biografía se sucedieron varias tendencias distintas para encarar una modernidad que él mismo abanderara con su peculiar estilo. Él es el Impresionismo, pero, también una abundante muestra demasiado convencional o contaminada de las típicas imágenes vulgares apropiadas por el diseño, la publicidad o el decorado. ¿Quién no ha visto alguno de sus coloridos paisajes vegetales como centro de alguna etiqueta publicitaria, de algún producto comercial o de un calendario oportuno? Con Monet descubriremos al gran creador impresionista que es, pero también -sin él desearlo así- al vulgar artista artesano o al sagaz publicista del Arte. Esta circunstancial ambivalencia que caracterizaría su pintura no hizo sino ofrecerle una desafortunada proyección en el ámbito de la creación menos sublime, o también en la menos dedicada a combinar impresión artística con el mejor artificio creativo. Entendiendo artificio aquí como un lenguaje artístico profundo y no como un recurso iconográfico denostable.

Pero a Monet todo eso le importaría muy poco, a sabiendas incluso de lo que equivaldría luego en el Arte. Posiblemente, no llegaría a intuir lo que la masiva producción de imágenes supondría en el siglo XX para competir con el Arte más consagrado, para ser objeto ahora de más cosas que de un muy grato momento de visión emotiva. Aunque poco demostraría Monet tratar de diferenciar toda representación de una creación pictórica, fuese la que fuese. Porque crearía extraordinarias obras maestras, cuadros que siguen demostrando la perfección de sus líneas, de su composición, de sus colores o de sus mejores recursos para hacer distinguir una mera sombra de un maravilloso reflejo. Sin quererlo exactamente, se convertiría Monet en el padre putativo de todos los aspirantes a crear paisajes impresionistas desde el más sincero diletantismo, es decir, desde el más relajante y honesto modo de ejercer ahora de pintores amateur. Porque la posmodernidad vino a adueñarse luego de un estilo que, dada su elástica, colorista, luminosa, floreada, simplista o insustancial forma de componer paisajes -algo poderoso por su extensa manera de llegar a todos y ser apreciado-, fuese capaz de incidir en todos los estilos o en todas las formas de expresión para mostrar así la impresión de un paisaje furibundo...

Pero, sin embargo, luego está el otro Monet, el que es capaz de crear algo imposible de no ser comparado con las más grandes obras maestras del Arte. Con Monet hay que aprender a mirar. Hay, quizá, que entender mejor que con otros pintores las obras que hizo. Porque hay que desentrañar en sus creaciones la paja del grano, la esencia de la mejor imagen artística del manido y floreado paisaje furibundo. En una de sus últimas etapas -comienzos del siglo XX- crearía Monet obras impresionistas todavía de gran interés cuando el Impresionismo dejaba ya paso a otras tendencias. Su obra El Palacio Ducal del año 1908 es un modelo del impresionismo más subyugador. Un paisaje veneciano de un palacio gótico que hunde sus raíces en la visión más inspirada del Renacimiento, una arquitectura de extraordinarios efectos de belleza muy sugerida y emotiva. Pero él la pintaría de otra forma, con una laguna de reflejos imposibles pero que parecen tener efectos de verdad. Sólo apenas tres colores armonizan el sustento más sensible de toda la obra. ¡Qué grandeza de creación artística! ¿Cómo se puede hacer algo así y demostrar con ello que solo lo creado es aquí lo que veremos creíble? ¿Qué ojos internos no hay que tener para poder traducir el sentido más natural de lo que vemos? Pero, no, ¡lo veremos claramente!: es una laguna de olas modeladas por la corriente y el viento... Sólo los más grandes pintores pueden llegar a hacer eso. Y él lo hizo así, sin complejos, sin alardes excesivos, sin demora ni tardanza de un estilo -el Impresionismo- que habría muerto ya, sin embargo, mucho antes. Así vino a demostrar Monet que el Arte llegará a rozar las fronteras de lo etéreo, de lo que, sin llegar a serlo realmente, porque no es fiel a la realidad, se basará en las máximas no escritas de lo más creativo, de lo que surge además de lo más humano sólo por ser creado así, sin retorcidos artificios. Aunque, eso sí, unas veces como muestra de lo menos artístico que pudiera existir y otras como un grandísimo reflejo de lo mejor que existe. 

(Obras de Claude Monet: Lienzo El Palacio Ducal, 1908, Museo de Brooklyn; Óleo Campo de amapolas en Argenteuil, 1875; Cuadro Ninfeas, efecto en el agua, 1897, Museo Marmottan, París; Óleo Lirios del agua y puente japonés, 1899, Universidad de Princeton, EEUU.)

19 de febrero de 2014

Cuando también el Arte desaparece poco a poco como aquel que fenece bajo la sombría historia.



A mediados del siglo XV el Renacimiento había llevado al arte de construir palacios bellas formas con la revolucionaria y pujante arquitectura de Florencia. Plantas rectangulares y definidas, pequeños arcos de ventanas decoradas, paredes macizas, casi rústicas, con curiosos y estéticos sillares almohadillados, algo muy costoso de hacer por entonces. Así fue como el Ducado de Medinaceli construiría, en la villa guadalajareña de Cogolludo, su renacentista palacio ducal a finales del siglo XV. Una fachada extraordinaria se elevaba entonces por entre las rudas laderas castellanas según los principios clásicos de la época. Según esos principios, la belleza arquitectónica debía disponer de un cierto orden y una cierta unión dentro del organismo del que forman parte, conforme a una definida delimitación y a una colocación de todo de acuerdo con un número determinado de cosas, tal y como lo exige la armonía de la belleza. De esa forma, la fachada renacentista del Palacio de Cogolludo se dividiría en dos partes iguales desde su mismo centro. A cada lado se situarían tres ventanas geminadas con el escudo nobiliario inscrito entre sus tímpanos. Esas ventanas, divididas por una pequeña columna de mármol, estaban diseñadas con pequeños arcos trilobulados decorados todavía con los elementos góticos de antes (las llamadas cardinas decorativas vegetales). También con sus grandiosos relieves superiores formando un arco conopial que enlazaba con el florón final que lo apuntara. Así que toda esa decoración mostraba aún trazas de un gótico agonizante frente al conjunto arquitectónico propio del triunfante, armonioso y espectacular Renacimiento.

El palacio de Cogolludo se construyó a finales del año 1492 cuando el reino de Castilla y León había alcanzado su máximo esplendor político. Luis de la Cerda (1442-1501) fue el V conde de Medinaceli, título castellano que le sería otorgado a uno de sus antepasados en el año 1368, un noble francés que se uniría en matrimonio con una descendiente de un malogrado infante de Castilla (el infausto Fernando, primogénito fallecido del rey Alfonso X). Un día cualquiera de un siglo después, cuando el rey Enrique IV de Castilla deseara reconocer como heredera a su hija Juana -frente a su hermanastra Isabel la futura reina Católica-, ese conde castellano, demostrando gran valor, se negaría a reconocer a Juana por las dudas sobre su legitimidad. Ante aquel gesto valiente y decidido la futura reina Isabel le otorgaría el ducado de Medinaceli, siendo el primero de su familia en ostentarlo. Fue este duque quien quiso construir el palacio en Cogolludo siguiendo el Renacimiento inspirado ya en Italia. Era nieto del marqués de Santillana -cultivado poeta castellano enamorado del arte clásico-, descendiente de la familia Mendoza y sobrino del famoso cardenal Mendoza. Los Mendoza fueron los primeros que importaron a España el gusto renacentista. En Florencia existían palacios con estas características: fachadas de sillares almohadillados, patio interior de galerías ajardinadas, jardín elevado, espacio anexo para servicios, caballerizas, capilla y dependencias propias del palacio. Tan maravilloso alojamiento suntuario fue aquel palacio de Cogolludo que el propio duque acabaría residiendo en él sus últimos años.

Cuentan las crónicas que en el año 1502 los príncipes de Castilla y Aragón, Juana y Felipe de Habsburgo, visitaron Guadalajara en su primer viaje a España desde Flandes. En otros palacios de la familia Mendoza -duques del Infantado- estuvieron alojados varias noches, pero quisieron visitar entonces el palacio de Cogolludo del que habían oído hablar de sus bellezas artísticas renacentistas. El propio chambelán flamenco del archiduque Felipe escribiría sobre este palacio: Vale siete veces cualquiera de los nuestros; es el más rico alojamiento que hay en España. Así de impresionante debía ser la maravillosa visión de aquella hermosa fachada, de sus patios, de sus galerías ajardinadas o de sus ornamentos interiores. Porque toda aquella decoración del palacio fue de estilo renacentista, pero también del estilo gótico y mudéjar. La construcción y la decoración superaban con mucho -decían las crónicas- cualquier otra edificación flamenca o castellana construida por entonces. Pero, sin embargo, toda esa maravilla del arte renacentista castellano acabaría malograda a principios del siglo XVIII. De toda aquella exquisita magnificencia decorativa, de sus artesonados, azulejería, yeserías y grandeza, sólo quedarían la estructura de su fachada y poco más. El resto moriría; acabaría como toda aquella grandeza hispana de entonces, como toda aquella gran historia gloriosa que alguna vez existiera. El último miembro de la familia de la Cerda que ostentaría el ducado fue don Luis Francisco de la Cerda y Aragón (1660-1711), IX duque de Medinaceli. Con él finalizaría la gloria del palacio castellano, fueron los años de la decadencia española de finales del siglo XVII, cuando la descendencia maldita de los reyes españoles de la dinastía austríaca acabaría por hacer estallar el reino frente a las ambiciones de otros grandes poderes europeos. Al morir sin descendencia el rey Carlos II en el año 1700, la monarquía hispánica no pudo más que hacer uso de un real testamento que otorgaba la sucesión del trono español al más poderoso reino europeo de entonces, a Francia.

Con esa decisión se precipitaría entonces una guerra, una dolorosa escisión del reino, pérdidas territoriales, y, luego, la decadencia malograda más absoluta y definitiva. Así entraría España en su postrer enfisema. Muchos nobles apoyaron la decisión real y otros aceptaron a regañadientes la influencia francesa. Pero, aunque Luis Francisco de la Cerda aceptase inicialmente al joven Felipe de Anjou -el rey español de origen francés Felipe V-, luego opinaría el duque de Medinaceli sin reservas que la excesiva influencia francesa de la corte no sería buena para España. El caso fue que, como su valeroso antepasado ya lo hiciera, no rehusó dar su opinión en unos graves hechos ocurridos por entonces en Flandes -los intereses inconfesables de ambición territorial de Francia-, ni ocultarlo ante el nuevo monarca claramente. Así que ahora el rey Felipe V -el primer rey Borbón de España- lo mandaría encarcelar por traición en el Alcazar de Segovia en el año 1710, falleciendo en el castillo de Pamplona al año siguiente el duque y su legado. Sus dos únicos hijos tenidos en dos matrimonios diferentes fallecieron antes que él. Así que el ducado de Medinaceli pasaría a uno de sus sobrinos, el cual nunca quiso residir en un palacio tan antiguo, alejado y decadente. Con su abandono de Cogolludo la población guadalajareña entraría en una completa decadencia, tanta como aquella misma que su reino habría comenzado a padecer.

Pero tiempo antes de suceder todo eso, en el año 1684, el pintor flamenco Jacob-Ferdinand Voet (1639-1689) pintaría al joven IX duque de Medinaceli en un retrato de salón en otro de sus palacios. En esta extraordinaria -y premonitoria- pintura barroca se vislumbraría ya la atmósfera decadente que el autor flamenco insinuara aún levemente en su obra. Al ser un pintor extranjero no se puede evitar pensar la audacia, suspicacia y brillantez que anticipara tener el creador ante su singular personaje retratado. Porque en esos años se comenzaría a identificar España más con su gloria pasada que con su incierto porvenir, pero, sin embargo, nadie se atrevería por entonces siquiera a mencionar o expresar algo parecido. Y en este curioso retrato barroco subyace veladamente esa sutil sensación decadentista, una sensación crítica que solo algunos extranjeros -en este caso artistas como Voet- podían acaso percibir, comprender y atreverse a expresar así en un lienzo. Pintaría por entonces Voet el retrato del duque en un escenario desolado, casi declinante, sin demasiada luz o con una palidez inquietante en su decadente lienzo barroco. Hasta una columna del fondo aparece ahora oscurecida, tenebrosamente incluso, donde parte de la misma está cubierta por una cortina encarnada, simbolizando un estremecido, sangriento y desalentado porvenir. Además observaremos la visión parcial a la izquierda de la obra de un balcón entreabierto, desnudo y sin brillo, mostrando un mar ahora reducido con unos cuantos buques atracados, muy pocos y deslucidos, casi nada enarbolados y algo escorados incluso. Reflejando así el pintor, vagamente, la por entonces terrible realidad de un poder disminuido. Y con la imagen solitaria sobre la mesa de la estancia de un antiguo casco emplumado de armadura, un símbolo deslavazado del poder imperial que España una vez fuese en el mundo, de lo que sólo fuese una vez y dejaría ya de ser entonces. Y el semblante hosco, casi entristecido, de un noble retratado con aspecto inseguro, indolente, rígido o más sorprendido que sus grandiosos antepasados de antes. Con una apostura sin fuerza, desposeída de la gracia o de la finura de un esplendor ya perdido. Y con su vestimenta ridícula, desproporcionada, decadente, muy poco a la moda, menos avanzada o menos florecida.

(Óleo Barroco del pintor flamenco Jacob Ferdinand Voet, Retrato de Luis Francisco de la Cerda, 1684, Museo del Prado; Fotografía de mediados del siglo XIX realizada por el francés Jean Laurent, Palacio de Cogolludo, entonces transformado en una fonda o posada decadente; Imagen fotográfica actual de la fachada renacentista del Palacio de Cogolludo, Cogolludo, Guadalajara, España; Fotografía del palacio renacentista Medici Riccardi, siglo XV, Florencia, Italia; Fotografía del palacio renancentista Strozzi, siglo XV-XVI, Florencia.)

29 de marzo de 2013

La historia permanecerá subsumida en las inadvertidas creaciones del Arte.



Cuando los almohades llegaron a Hispania a mediados del siglo XII -seducidos por los perdedores almorávides vencidos por los cristianos en la península Ibérica-, alcanzaron su esplendor más glorioso con el califa almohade Abu Yusuf (1135-1184). Este califa norteafricano decidió que su capital imperial almohade fuese la ciudad ribereña de Sevilla. Fue él quien ordenaría construir una gran mezquita en la ciudad sureña de Al Andalus, proyecto que sólo pudo comenzar y que nunca llegaría a competir con la tan hermosa, grandiosa y sagrada mezquita cordobesa... Pero, al menos, la mezquita almohade hispalense tendría ahora un alminar, una torre de llamada a la oración tan alta y decorada como lo era la sagrada Kutubia de Marrakech. Y así pasaron los años hasta que, en 1248, los cristianos del rey Fernando III alzaron el pendón castellano-leonés sobre la famosa Giralda sevillana. Sin embargo, fueron esos mismos cristianos los que mantuvieron la torre sagrada, ahora consagrada al rito católico, tal y como estaba antes para ser sede arzobispal del nuevo reino reconquistado. Así que no fue hasta el mes de julio del año 1401 cuando entonces el cabildo sevillano decidiera erigir, en ese mismo lugar, una gran catedral cristiana, tan grande y buena que no haya otra igual en el mundo... La ciudad de Sevilla por entonces -principios del siglo XV- no tenía demasiados artesanos o artistas conocedores de técnicas constructivas y decorativas catedralicias, esas que una obra tan importante y sagrada requería para ser embellecida. Y es por lo que fueron llamados por toda la Europa cristiana los mejores artistas que el nuevo siglo pudiera ofrecer. Vinieron entonces de Italia, de Francia, de Alemania, también del resto de los reinos peninsulares. Arquitectos, escultores, pintores, artesanos o creadores, con experiencia en decoración y construcción de templos sagrados por toda la Cristiandad.

¿Quién fue realmente el primer arquitecto que ideara el diseño de ese enorme templo nunca antes diseñado? Por entonces, como ahora, se obligaba a dibujar los planos del edificio y a firmarlo al maestro constructor de la obra. Esos documentos existieron y en ellos aparecía el nombre del primer atarife responsable de la catedral de Sevilla. Porque luego hubieron más, tantos como los años que se tardaron en terminarla. Desde comienzos del siglo XV hasta mediados de ese siglo -año 1465- no se consiguió alcanzar levantar la catedral poco más allá de la mitad de su altura definitiva. Porque no fue sino a finales de ese siglo XV cuando se lograría terminarla, llegando incluso al año 1506 su completa finalización arquitectónica. Aquellos planos iniciales fueron guardados en el archivo catedralicio sevillano, pero el rey Felipe II ordenaría luego llevarlos al Palacio Real de Madrid a finales del siglo XVI. En ese viejo Alcázar madrileño durmieron sus recuerdos los planos de la Catedral de Sevilla con el diseño inicial y la firma de aquel primer arquitecto que ideara la estructura de sus muros. Allí estuvieron hasta que perecieron por completo -y con ellos el nombre del autor de los mismos-, consumidos por las feroces llamas del arrasador incendio que acabara con el Real Alcázar madrileño el día 24 de diciembre del año 1734.

Una de las puertas del magno edificio eclesial, situada hacia el este del edificio, hacia la actual plaza de la Virgen de los Reyes, es la llamada de las Campanillas. Fue llamada así porque, cuando se construía la catedral, ese lugar era desde el que se llamaba con unas campanillas a la finalización de la jornada. Como Sevilla y sus alrededores no poseen canteras de piedra, tuvieron que utilizar otros procedimientos artísticos para esculpir. El gran relieve que decora el tímpano de la puerta de las Campanillas representa la llegada de Jesús a Jerusalén. Está realizado en barro cocido, una técnica que sólo los artesanos franceses dominaban por entonces. Uno de los mejores escultores conocedores de esa técnica en barro llegaría a Sevilla en el año 1516 procedente del sur de Francia: Miguel Perrin. Junto a él, otros artistas finalizarían las obras de decoración que se prolongarían durante muchos años luego de haber acabado la catedral. Unas obras de Arte que tratarían de adornar aquel grandioso deseo monumental de algunos sevillanos hacia finales del siglo XIV. En estas obras de Arte decorativas contribuyeron diferentes creadores y arquitectos, diferentes órdenes de diseño también. Está diseñada con el estilo de la arquitectura Gótica -su principal orden constructiva y artística-, pasando luego por la arquitectura alemana medieval y la greco-romana, pero también por la árabe y hasta por la plateresca, ésta propia de sus últimos años decorativos. Así se configuraría la extraordinaria construcción que, como todas las obras de los hombres, pasaría por años de vicisitudes, de cambios y de fracasos. Por ella recorrieron y dejaron su arte primoroso unos seres desconocidos hoy, artistas que un día pensaron sobrevivir a sus esfuerzos dedicando por entonces todo su saber y destreza a esas sagradas construcciones artísticas. Unas obras -grandes o pequeñas- que permanecen indelebles como aquellos deseos tan inmortales de sus abnegados, desconocidos y efímeros promotores.

(Fotografía del tímpano de la Puerta de las Campanillas, Catedral de Sevilla, obra Jesús entra en Jerusalén, 1520, barro cocido, del escultor de origen francés Miguel Perrin, 1498-1552; Fotografía de una gárgola de la Catedral hispalense; Fotografía de la fuente de la plaza de la Virgen de los Reyes, Sevilla; Fotografía del tejado de un edificio anexo a la Catedral de Sevilla; Fotografía de la fachada de un edificio de la ciudad de Sevilla; Fotografía de Sevilla, vista parcial de la cúpula de la iglesia de la Magdalena, Sevilla; Fotografía de una esquina del Palacio Arzobispal, Sevilla; Fotografía de los arbotantes del edificio gótico de la Catedral hispalense.)

6 de agosto de 2012

El más elogioso reconocimiento al Arte: entregar la propia vida a lo que haces.



Algunos grandes creadores que lo fueron en su tiempo, no fueron luego reconocidos. Unas veces porque se anticiparon y otras porque se retrasaron, también otras porque se obsesionaron, y, algunas otras, quizás, porque se encasillaron. Tal vez, por nada de eso, como en este caso. Porque no necesitaron al Arte para vivir sino todo lo contrario: el Arte les necesitó a ellos. Cuando al pintor catalán Isidre Nonell (1873-1911) le preguntaban, ¿por qué pintaba así, tan sórdidamente sus modelos?, ¿por qué pintaba solo personajes marginados o parias?, o ¿cuál era el sentido estético de lo que hacía?, siempre contestaba el pintor lo mismo a todos: yo sólo pinto, nada más.  Ante los destellos tranquilizadores y sosegados de un impresionismo cautivador, un revulsivo nuevo modo de pintar se apoderaría, a finales del siglo XIX, de algunos pintores que hicieron de su modo de expresión un alarde crudamente realista de su sociedad. Este fue además el gran cajón artístico llamado Postimpresionismo. Aquí cabría todo lo que representara a seres humanos vagando por sus vidas desoladas, oprimidas o marginadas. Desde van Gogh hasta Toulouse-Lautrec y Munch, pintores reconocidos universalmente, pero también existieron otros menos conocidos que se impregnaron luego de una tendencia que vendría a salvarlos de la justificación permanente a lo que hacían: el Modernismo.

En ese momento histórico decisivo en el Arte, el paso del siglo XIX al XX, explosionaría una forma multifacética y liberal de representar una época de grandes cambios sociales. Situaciones que llevarían a reflejar una sociedad desorientada y perdida. Y ahí surge la figura peculiarísima de Isidro Nonell Monturiol. De crear imágenes amables para una burguesía autocomplaciente, pasaría el pintor catalán a componer rostros y escenas profundas, marginadas, dolorosas o desgarradoras de los suburbios finiseculares de la Barcelona industrial. Ahora Nonell el color -que había sido para los postimpresionistas no una rémora sino un aliciente, y para los modernistas no un obstáculo sino una expresión-, sin embargo, lo ensombrece particularmente y lo lleva, con esa especial oscuridad suya, a una utilización sublime y elogiosa para con sus modelos antisociales. Pintó siempre lo que quiso sin importarle si lo aceptarían o no; crearía siempre sin preguntarse el porqué lo pintaba así, tan desoladamente oscuro. Se adentraría en su creación artística del mismo modo a como los poetas decadentistas franceses se habrían comprometido en sus inspiraciones. Y aun así es posible que, a diferencia de éstos, la inmersión en su entrega obsesiva la hiciera el pintor catalán sin razones especiales: sólo porque sí, sólo porque quiso hacerlo así, sin razón alguna. ¿Hay que encontrar alguna razón del porqué se hace algo para expresar lo que se desea?

Y el poeta y escritor Mario Verdaguer (1885-1973) escribiría una vez del malogrado creador catalán una reseña sobre su vida basada en una obra literaria de Eugenio Dors, La muerte de Isidro Nonell:

A Nonell le impresionaba hondamente el Carnaval de los barrios bajos de Barcelona, el carnaval de las calles sórdidas, rebosantes de mascarones estrafalarios. Gustaba de ver esas comparsas absurdas, precedidas de un destemplado tambor. En el carnaval de 1911, Isidro Nonell y Ricardo Canals iban una tarde juntos por la calle del Conde del Asalto. De pronto, descubrieron andando por el arroyo a una máscara extraordinaria. Traje de maja deteriorado, con deslucidas lentejuelas; chapines sucios de seda; como peineta, una pala de lavar, y, a guisa de mantilla, largas tripas de bacalao, que descendían desde lo alto de la pala hasta los tobillos. Nonell la contempló estupefacto, en su vida obsesionante de pintor, entre seres de pesadilla, no había visto jamás un engendro igual. Al lado de la máscara trágica, iba una vieja jorobada, con cara de idiota, vestida de torero. Aquella manola de pesadilla, llevaba el rostro embadurnado con harina amarillenta que acentuaba el gesto ambiguo de su boca sin dientes.

- ¡Nunca había visto una imagen tan extraordinaria de la muerte!, exclamó Nonell, contemplando aquella estantigua que rápidamente se perdió entre la multitud bulliciosa.

Nonell quedó obsesionado. Era el modelo más impresionante que había pasado jamás ante sus ojos de pintor, y, dominado por el estupor, la había dejado perderse entre la confusión de la gente. Como si intentase buscarla, se metió en las calles del Distrito Quinto. Visitó los ceñudos tugurios de la calle del Marqués de la Mina, los tabernuchos apestantes, los cuartos angostos, tenebrosos como ataúdes, separados sólo por tabiques de madera. Cubiles donde no entraba el aire, ni la luz clarificaba las horrendas pesadillas. Nonell buscaba, sin saberlo, a su último modelo para su último cuadro. Y acabó por encontrarlo. Lo encontró en su primer delirio de enfermo del tifus. La máscara llegó, para ser el modelo fatal de un cuadro que ningún pintor hubiera pintado jamás.

Una gitana bronceada había contagiado a Nonell una enfermedad terrible. Esta enfermedad se complicó con el tifus, y, en pocos días, el pintor dejó de existir. Tenía treinta y ocho años. Desde la modesta casa mortuoria, a pie y detrás del féretro, iban plañendo seis desoladas gitanas cubiertas con largos crespones negros. Eran las modelos del pintor. Antes de que el coche fúnebre emprendiese la marcha, las gitanas depositaron unas flores silvestres sobre el ataúd. En el cortejo figuraban muchos artistas y gran cantidad de gitanos, guitarristas, cantaores y taberneros, amigos de Nonell. Eugenio Dors escribiría unas páginas admirables: La muerte de Isidro Nonell, en las que el pintor muere a manos de la horda que él hace vivir en sus maravillosos cuadros.

(Todas obras del pintor modernista Isidre Nonell: Óleo Reposo, 1904; Gitana, 1909; Dolores, 1903; Estudio, 1906; Maruja, 1907; La Paloma, 1904; Miseria, 1904; Museo Nacional de Arte de Cataluña, Barcelona; Fotografía de Isidre Nonell en su estudio, con sus modelos gitanas.)

12 de julio de 2012

No ignores tu belleza para que quedes aún más confundido por tu fealdad.



Fui capaz de sobrevivir porque fui capaz de amar; lo amaba todo..., una noche estrellada, la odiosa gangrena, la brisa suave del atardecer o la terrible serpiente venenosa; la hendidura hedionda de una herida o la luz sublime de un amanecer... ¿Cuánto de semejanza hay en las cosas opuestas?, ¿cuánto de necesario en la enfrentada complementación de lo contrario?, y, sobre todo, ¿cuánto de valioso a veces para la vida en la sórdida, escatológica, obtusa y cruel infelicidad...? Cuando en el siglo VI comenzaron las degradaciones morales propias de una sociedad en proceso de transformación o deterioro -la caída del imperio romano por un mundo bárbaro e impredecible-, Benito de Nursia (480-547) decidiría abandonarlo todo y refugiarse en una gruta del valle de Aniene a las afueras de Roma. Establecería luego las reglas monásticas que fueron famosas por su ascetismo, rigurosidad y eficiencia. Su mensaje entonces fue restaurar al hombre, para lo cual el aprendizaje que ofrecía de la caridad comprendía varios grados de humildad. Suponía además tomar conciencia y conocimiento de sí mismo. Para conocerse, decía san Benito, no hay que ignorar la lucha que se da en el alma rota, entre lo que permanece de bueno y el desgarro acaecido por la maldad heredada. Así que entonces los maestros de sabiduría de su primigenia orden benedictina aconsejarían a los postulantes conocer su propia miseria: No ignores tu belleza..., para que quedes aún mucho más confundido por tu fealdad.

La manumisión fue una práctica post-esclavista que se desarrollaría en Europa durante muchos siglos. Consistía en liberar de la esclavitud al servidor que, durante toda su vida, no había conocido la libertad. Y si desde la más lejana antigüedad había existido la esclavitud y no dejó de existir hasta mediados del siglo XIX, había sido mucho el tiempo en que se llevaría a cabo esa práctica en el mundo. En uno de sus viajes a Roma durante el año 1650, Velázquez pintaría su obra de Arte Retrato de Juan de Pareja. Se trataba de un esclavo morisco del famoso pintor español. Había entrado al servicio del maestro en el año 1630 y llegaría a aprender tanto de Velázquez que alcanzaría además a ser un pintor reconocido, fiel seguidor de la tendencia naturalista del barroco. Velázquez lo liberaría cuatro años después de haberlo pintado. Pero, para ese momento, para cuando lo retratase antes de haberlo liberado, habría conseguido ya el genial pintor dejar marcada en su obra toda la grandeza, dignidad y prestancia liberada del retratado.

Cuando el pintor impresionista Edgar Degas decidiera retratar a su amigo el también pintor Henri Michel-Lèvi, trataría entonces de compendiar en una imagen artística toda la compleja personalidad del retratado. Henri Michel-Lèvi, aun en pleno momento impresionista, se habría decantado hacia escenas más artificiales y menos naturales, algunas incluso de interior, por lo tanto lejos de la esfera ortodoxa impresionista del momento, propia de exteriores y modelos naturales. Así que Degas -en una actitud crítica hacia su amigo pintor- compuso su retrato pintando a Lèvi en su estudio dirigiendo ahora una mirada desafiante al espectador, rodeado además de sus cuadros y artilugios de pintura. Junto a él aparece un maniquí que representa ahora el desprecio que el arte impresionista tenía por la imagen humana y su figuración artística. Pero, fue lo que sucedió después lo que, realmente, haría famoso al cuadro de Degas. Ambos pintores se habían retratado mutuamente, y regalado luego cada uno su obra a cada cual. Sin embargo, Michel-Lèvi acabaría vendiendo el curioso retrato crítico que le había hecho su colega Degas. Éste ahora, agraviado, decidiría devolverle el suyo, aquel que le hiciera Lèvi, dejándoselo sin miramientos a la puerta de su casa.

La fuerza de la personalidad subyacente de cada uno de nosotros relucirá en ocasiones en la imagen que de nosotros mismos tendremos y expresaremos claramente. Unas veces, con la desinhibición propia de lo que de nosotros mismos no ignoramos; pero, otras con la naturalidad existente de la belleza que de nosotros, sin querer, relucirá sola...  Ambas cosas poseemos: lo que sabemos de nosotros y expresamos decididos y lo que nos sale de nosotros sin saberlo. Pero, a veces, ignoraremos que ambas cosas poseemos. Y es que, como en el dualismo de la vida y el mundo, vagaremos transportando las necesidades y las potencialidades de nuestra propia esencia desconocida. Así es como en ocasiones alguna filosofía oriental, concretamente de la antigua China, hablaban ya del wuji o principio de todo, cuando al inicio de la Tierra las cosas aún no estarían diferenciadas en el mundo. A partir de ese principio universal entonces las cosas evolucionarían en pares, es decir, siempre opuestas unas a otras en esencia. Y así vivirían todas, enfrentadas sin saberlo. Pero, al final del proceso de la vida, en su muerte o desaparición accidental, volverían luego a fundirse en el pléroma o elemento primordial, esa misma unidad primigenia de la que habrían emanado, sin saberlo, mucho antes todos los seres y elementos del mundo.

(Cuadro del pintor simbolista lituano Mikalojus Konstantinas Ciurlionis, El Zodiaco, Sagitario, 1907; Obra del pintor barroco holandés Govert Flinck, 1615-1660, discípulo del gran Rembrandt, Susana y los viejos, siglo XVII; Cuadro del pintor actual español Moisés Rojas, Madrid, 1946, Naufragio, en donde una representación de lo perdido, de lo hundido o desgarrado aparece, sin embargo, de un modo diferente gracias a la creación del artista, porque aquí los colores vivificantes y alegres del conjunto, de todo el conjunto, hace ahora que el sentido final de lo que representa sea justo lo contrario de lo que titula...; Dos obras del pintor español Gustavo de Maeztu, 1887-1947, Alegoría de don Juan Tenorio, 1926, y Los novios de Vozmediano, 1915, Museo Gustavo de Maeztu, Navarra, España, aquí se muestra la dualidad de la pareja y de sus motivaciones ocultas; Lienzo Retrato de Juan de Pareja, de Velázquez, 1650, Museo Metropolitan de Nueva York; Fotografía de la muchacha afgana Gharbat Gula, del fotógrafo Steve McCurry, 1984, ejemplo de belleza natural; Óleo Artista en su taller -el pintor Henri Michel-Lèvi- , 1873, del pintor impresionista Edgar Degas.)