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23 de noviembre de 2015

El cambio honesto y la sabiduría conquistarán, al fin, al amor elusivo y desengañado.



No toda la mitología latina fue heredada de la griega, los romanos mantuvieron también sus propias leyendas míticas antiguas, generalmente recibidas de los etruscos, uno de los pueblos itálicos más peculiares de los que provenían. El poeta latino Ovidio (siglo I) no se limitaría, como algunos escritores romanos, a recrear solo los mitos ancestrales de su cultura grecolatina, también los fabricaría desde la nada. Y así contaría Ovidio la particular leyenda de dos divinidades latinas sin referente griego alguno: Pomona y Vertumno. Según la mitología romana, Vertumno fue una divinidad de la transformación, un dios del cambio radical obrado en las cosas o en los seres. Para los romanos, un pueblo pragmático, la noción de cambio lo identificaban no ya con la metafísica o la ontología, sino con la Naturaleza y sus modificaciones producidas a lo largo del año. Para ellos la verdadera maravilla filosófica era ver variar la Tierra con sus cambios estacionales. Así que, después del crudo invierno, la primavera vendría a renovarlo todo: los colores de sus prados, los frutos multiplicados o la vida renacida con la esperanza de un futuro prometedor. Porque la visión de la Naturaleza nos ofrece, por ejemplo, la sabiduría que existe cuando la pequeña semilla de un árbol acaba convirtiéndose en otro árbol maravilloso. ¿Cómo es posible que algo tan pequeño, insulso y desmerecedor se transforme luego en una cosa más grande, necesaria y tan bella? Sólo una divinidad podría estar detrás de algo así, decían los romanos. Pero, una divinidad ahora muy natural y terrenal, sin consideraciones místicas o metafísicas.

Así surgiría el dios romano Vertumno, una divinidad que podía cambiar a voluntad cualquier apariencia física. Pomona era una divinidad femenina -a cambio de Vertumno- dedicada a las cosas transformadas por ese cambio, a los frutos o cosas que se obtenían con ese cambio. Pero no de los frutos que la Naturaleza diera salvajemente, sino de aquellos que el ser humano lograse con su esfuerzo, dedicación o arte. Bendecía Pomona con sus dones los jardines bien cuidados, su cultivo, tiempo, dedicación y belleza. Como mujer diosa y hermosa, Pomona florecía con la misma belleza que ella preconizaba en sus cuidados naturales. Hermosa y distante, rechazaba las insinuaciones tendenciosas o lujuriosas de los sátiros o los dioses atrevidos. Ningún hombre -fuese dios o mortal- le interesaba. Como toda mitología útil para la creación artística, esta leyenda fue atendida por los pintores de la historia. Ovidio, amante de la seducción inteligente, compuso la leyenda de la diosa Pomona perseguida y seducida ahora, al fin, con la única cosa que pudiera conseguirla: la transformación o la metamorfosis. ¿Y quién era el dios del cambio? De ahí surgiría el mito latino de Vertumno y Pomona. El dios del cambio trataría de seducir a Pomona con las transformaciones más sugerentes que imaginara: con la mejor belleza, con la mayor atracción pasional, con la más admirada fuerza o con la más sugerente riqueza. Pero nada, la diosa de los frutos y los jardines perfectos no hacía caso alguno de esas cosas mundanas. Hasta que Vertumno ideara otra cosa al comprender qué era lo que Pomona más respetara del mundo.

Y entonces se transformaría en la figura de una cándida anciana. La vejez era un símbolo en Roma de la bondad sincera o la sabiduría más respetada y querida. Con esa treta pudo conseguir el dios del cambio que la bella Pomona accediera a escucharle finalmente. Sólo así Vertumno pudo conseguir ser mirado  con ojos receptivos y amables. Esta mitología nos expresa ahora que la seducción transformadora no es más que una forma de empatía que envuelve los argumentos de alguien en una atmósfera de igualdad o nivelación para acercarse al objeto deseado. Para despertarlo así de su ignorancia o de su incapacidad de compresión. Vertumno, gracias a su imagen ahora amable, segura y sabia, pudo conseguir que Pomona accediese por fin a verle. Entonces él -como la vieja sabia honesta y candorosa- comienza a decirle por qué los maravillosos árboles frutales brotan gracias al amor... Así hasta contarle la leyenda de Anaxárete. Esta fue una bella princesa griega cortejada sin éxito por un humilde joven apasionado que terminaría quitándose la vida a causa de ese rechazo. Pero antes le implora a los dioses darle una lección a ella por esa afrenta. Cuando espiaba los funerales del joven fue convertida por los dioses en una estatua para siempre.

Vertumno observa como Pomona queda fascinada por la leyenda antes de que termine transformándose en sí mismo. Entonces ella acabará percibiendo la sutil insistencia para hacerla entender algo que antes ignoraba: conseguir vencer la ignorancia con el sabio acontecer de un acercamiento inteligente. Esta mitología fue retratada en el Renacimiento por el desconocido pintor Francesco Melzi (1493-1573), un alumno del gran Leonardo da Vinci. Pero no solo fue alumno suyo sino que le acompañaría hasta el final de su vida, cuidando del maestro y de su extraordinario legado. En el año 1522, tres años después de la muerte del genio florentino, Melzi pinta su obra -tan leonardiana- Vertumno y Pomona. En este lienzo está además el universo pictórico de Leonardo: el paisaje con las cordilleras puntiagudas y el manierismo en los brazos retratados o en las rocas laminadas de los suelos pedregosos. En la obra de Melzi vemos cómo la anciana cándida y amable se acerca a la bella y desdeñosa Pomona. Pero, sin embargo, sería el Barroco y no el Renacimiento la tendencia más apropiada para contar esa leyenda. Porque el amor es conquistado por elementos que no son de belleza perfecta, ni de equilibrio armonioso entre ambas necesidades o ambas realidades. El Barroco es desequilibrio, es imperfección, es error o desajuste, cosas que podrán o no conseguir alcanzar la Belleza. Y en esta maravillosa tendencia barroca brillarían dos obras sobre Pomona y su amante. Una de un seguidor de Anton van Dyck (1599-1641) o quizás de él mismo (no he podido descubrir exactamente su autoría real). Pero lo importante es la obra artística en sí, una versión excelsa de la leyenda de Vertumno y Pomona. En este alarde barroquiano vemos cómo Pomona es convencida sin esfuerzo por la figura cálida, comprensiva y amable de la anciana transformada. El pintor retrata incluso al dios del amor -el pequeño Cupido y sus flechas amorosas- abandonando ahora resignado todos sus intentos por seducir, con su pasión desbordada y zalamera, a la bella, desdeñosa y obstinada diosa.  

Rubens, el magnífico pintor barroco de exageradas muestras de pasión, pintaría también la leyenda mítica, pero ahora no en su momento inicial sino en su momento final y feliz, cuando Pomona transforma su opinión ante la visión de la nueva imagen que tiene ahora de su amante. Por último, el sutil y exultante erotismo del creador frances del Rococó más romántico, Francois Boucher (1703-1770). Aquí hasta la cándida anciana parece sobrar ante la convencida actitud de una diosa que no dejará de pensar que el amor lo salvará todo siempre. Vertumno, disfrazado de una atractiva vieja, le dice ahora al oído a Pomona las cosas que ella quería haber oído antes, pero que nadie se las había dicho. Y esta sabiduría vencerá por completo a la bella y distante Pomona. Ya no hay excusa para mostrar el amor más desaforado y el pintor francés lo recrea con el sugerente desnudo de la diosa y sus acompañantes. Mucho más efusivo que los desnudos que pudiera haber hecho el pasional Rubens -que incluso cubre parte a su Pomona del año 1619-, ya que los tiempos no dedicarían ahora -en el ilustrado siglo XVIII- valor alguno a esas veleidades tan antinaturales -lo natural es desear siempre la belleza desnuda- del Arte de un siglo antes. Pero, sin embargo, las maravillosas obras barrocas sí que dejarían por entonces expresar el verdadero sentido de la leyenda: que sólo la sabiduría puede vencer a la ignorancia reticente o a la vida más errónea.

(Obra del pintor Anton van Dyck o de algún seguidor suyo, Vertumno y Pomona, 1627, Colección Particular; Lienzo del gran Rubens, Vertumno y Pomona, 1619, Colección Privada; Óleo del pintor renacentista Francesco Melzi, Vertumno y Pomona, 1522, Museos Estatales de Berlín, Alemania; Cuadro del pintor del Rococó, Francois Boucher, Vertumno y Pomona, 1740.)

7 de abril de 2015

Sólo existe un único tiempo para todo, un solo momento para todo, ni antes, ni después...



En España siempre se llegaría antes o después a muchos de los acontecimientos importantes que determinaron su historia, nunca a su tiempo. Fue una nación que llegó demasiado pronto a ser poder imperial, y que, también demasiado pronto, dejaría de serlo. Luego, tiempo después de dejar de serlo, también fue un país que, para ser de gran antigüedad, llegaría demasiado tarde a tener -en el año 1808- su propia guerra de Independencia y, un siglo más tarde, incluso su propia confrontación civil más sangrienta. Todo a destiempo. Hasta en el Arte. El historiador español José Antonio Maravall (1911-1986) dejaría escrito en su ensayo La cultura del Barroco más o menos algo así: Los españoles del siglo XVII, a diferencia de los del Renacimiento, se presentan como sacudidos por una grave crisis en su proceso de integración. La opinión general es que a partir del año 1600 se reconoce la imparable caída de la monarquía hispánica, a la que no cabe más que apuntalar provisionalmente. Ello se traduce en un estado de inquietud, por lo tanto de inestabilidad, con una conciencia de irremediable decadencia que los españoles tuvieron ya del siglo XVII -el Barroco-, un siglo antes que se formaran esa misma idea los ilustrados del XVIII. A las consideraciones que el Consejo Real le presentó al rey Felipe III en febrero del año 1609, expresándole el miserable estado en que se hallaban sus vasallos, a la severa advertencia que el mismo documento hace de que no es mucho decir que vivan descontentos, afligidos y desconsolados, los cuales se repiten en docenas de escritos de particulares o de altos organismos no ya al rey Felipe III, sino más aún después a Felipe IV, se corresponde aquel momento de sincera ansiedad en este último monarca, de ordinario tan insensible, cuando confiesa conocer la penosa situación en que se apoya: "estando hoy a pique de perdernos todos". El repertorio temático del Barroco español correspondió a ese íntimo estado de conciencia, con lo que en el Arte del siglo XVII se representarían así los temas de la fortuna, del acaso, la mudanza, la fugacidad o las ruinas.

Pero con el Romanticismo le pasaría tanto de lo mismo a España. De hecho el Siglo de Oro español fue un momento de cierto espíritu romántico en su Literatura, pero no así exactamente en su Pintura. Aunque algunos pintores sí expresaron la fugacidad de la fortuna y la mudanza de las cosas, solo fue la lírica y la narrativa españolas quienes más llegaron a anticiparse, casi ciento cincuenta años, al Romanticismo europeo del siglo XVIII. Luego, cuando los europeos leían las grandilocuentes narraciones modernistas de finales del XIX, en España se volvía -tarde otra vez- a sentir de nuevo las fragancias de la pérdida, el desgarro, la atonía o el fracaso con la Generación del 98. Pero no fue España lo único en el mundo que desentonaría el momento de las cosas. Cuando las ruinas romanas fueron descubiertas en el Renacimiento, los pintores trataron de glosarlas bellamente. Pero, ¿cómo se puede expresar con excelsa belleza una ruina, una total desolación histórica? La verdad es que muy pocos en el Renacimiento lo hicieron. Pero hubo un pintor, Herman Posthumos (1514-1588), que en el año 1536 llevaría a cabo su obra renacentista Paisaje con ruinas romanas. Este creador flamenco viajaría a Roma ese año luego de haber participado con el emperador Carlos V en la toma de Túnez a los piratas berberiscos. En su obra pictórica realiza una fantasía de detalles clásicos -monumentos, columnas, esculturas- que por entonces aparecían en las incipientes excavaciones romanas. Pero nada más, ninguna insinuación a la fugacidad o al sentimiento vaporoso de lo fútil ó efímero de la vida, tan solo al aséptico descubrimiento histórico y artístico.

Fue en el siglo ilustrado -el siglo XVIII- cuando los pintores comenzaron a descubrir que pintar una estructura clásica ruinosa con elementos deteriorados por el tiempo era una temática muy artística. Pero no era aún el Romanticismo, ni el Prerromanticismo siquiera, era solo fijar en un lienzo lo que la historia tendría guardado y la arqueología recuperaba. Fue una temática, no un sentimiento. Un alarde incluso de cierta pedantería pictórica. El pintor francés Hubert Robert (1733-1808) se especializaría en cuadros de ruinas y monumentos clásicos. En el año 1796 presenta su obra Vista imaginaria de la Galería del Louvre como una ruina. El Palacio real del Louvre fue tomado por los revolucionarios franceses y convertido luego en museo. Robert sería elegido para encargarse de su adaptación como museo de pinturas. Pero en su obra de Arte pinta la galería principal del Louvre totalmente derruida, dejando ver incluso el cielo sobre los arcos clásicos desmadejados. Es decir, no solo no hay sentimiento alguno, es que no hay ni verosimilitud. Luego, eso sí, pintará la Galería del Louvre realmente como era, llena de cuadros impresionantes.

En el Romanticismo español, en su pintura romántica de ruinas, de fugacidad, de nostalgia o desvalimiento, solo destacarían muy pocos pintores. Jenaro Pérez de Villaamil fue el más importante representante de esa estética romántica, aunque muy pocas ruinas clásicas o monacales pintase: glosaría más bien monumentos históricos o fantasías legendarias, pero pocas ruinas monumentales. Sólo un discípulo suyo, el pintor toledano Cecilio Pizarro (1825-1886), se atrevería a pintar una ruina española. Porque sólo hay que tratar de localizar cuadros de ruinas clásicas españolas para no encontrar apenas alguna. Y eso que en España hubo dos civilizaciones antiguas -romana y árabe- que dejaron mucha huella arquitectónica ruinosa. Pero nada, no hay. Debe ser que, como aquel sarpullido anticipado del siglo XVII ocasionara, el inconsciente español rechaza glosar iconográficamente ruina alguna por asimilar cierta sensación ruinosa a la existente en su historia. El pintor Pizarro fue un dibujante además extraordinario, se dedicaría a componer -como su inconsciente colectivo español propiciara- los bellos monumentos no ruinosos y maravillosos del tan vasto paisaje histórico artístico español. Salvo una vez. Como toledano no pudo evitar sentir una repulsa por el deterioro ruinoso de una de las estructuras históricas y artísticas de su ciudad natal y quiso denunciarlo. Fue Pizarro tal vez el único pintor español que pintaría una ruina de un modo tan claro. Y no solo con el propósito noble de documentarla sino sobre todo de plasmarla románticamente, con el sentimiento propio de su época romántica -el único estilo a su tiempo en España-, es decir, con las emotivas sensaciones de lo ruinoso, de lo fugaz, de lo deteriorado por el tiempo, las desidias, los conflictos y sus efectos.

En su obra de Arte del año 1846 La Capilla de Santa Quiteria, compone el pintor el interior desolado de la capilla de un antiguo monasterio destruido. Según la historia, cuando el rey Fernando III de Castilla y León consolida su reino frente a los árabes, Toledo recuperaría su esplendor hispano de siglos atrás. Los franciscanos llegarían de Italia para fundar monasterios y en Toledo crean un convento franciscano, el de la Concepción Francisca, durante el siglo XIII. Ellos comienzan a edificar en estilo mudéjar y gótico la capilla de santa Quiteria, una santa mártir gallega de la antigüedad hispano-romana. En el siglo XVI se marchan los franciscanos a otro convento, San Juan de los Reyes, un monasterio mucho mayor, dejando el anterior convento y su capilla de santa Quiteria para las monjas de la Concepción. Pasado el tiempo, las tracerías góticas de sus altares medievales fueron maldecidas durante la segunda mitad del anticipado y decadente siglo XVII, y acabarían en el siglo XIX la capilla y el resto de su estructura arquitectónica completamente derruidas. Es entonces cuando el pintor Pizarro compone su obra de Arte con un personaje además. Un hombre ataviado ahora muy elegantemente, decidido y hierático frente al desastre flagrante o estremecedor de lo que está mirando. Pero, no podía ser, ¿cómo permitirse glosar una ruina? Aquel inconsciente colectivo español no podría permitirse componer una obra de Arte tan ruinosa. Así que ideó mejor una ruina con, al menos, un atisbo de cierta compostura o hidalguía poderosa, de un contraste hispano ahora salvador y orgulloso, tan caballeresco ante las trágicas, veleidosas o desastrosas inercias insensibles de la historia.

(Óleo del pintor francés Jean-Baptiste Mauzaisse (1784-1844), El tiempo mostrando las ruinas y las obras que trae a la luz, 1822, Museo del Louvre; Lienzo del pintor renacentista holandés Herman Posthumos, Paisaje con ruinas romanas, 1536, Museo de Liechtenstein; Cuadro del pintor francés del neoclasicismo de ruinas Hubert Robert, Vista imaginaria de la Galería del Louvre como una ruina, 1796, Museo del Louvre; Óleo del mismo pintor francés Robert, Diseño para la Galería del Louvre, 1796, Museo del Louvre, París; Obra del pintor romántico español Cecilio Pizarro, La capilla de santa Quiteria, 1846, Museo del Romanticismo, Madrid.)

22 de marzo de 2015

El acto de creación más genuino ideado por Goya para expresar lo sublime.



Imaginemos, por ejemplo, si nos dijesen del Arte: Deberá reflejar la magnificencia del sentido más trascendente de la vida. Deberá crear todo lo que el mundo del ser humano representa: sus contradicciones, misterios, miserias, decepciones, esperanzas, deseos, sentido, fugacidad, grandeza... ¿Alguien compondría algo así, tan grandioso y esencial, con una obra tan sencilla, costumbrista, de arrabal o popular, en un lugar tan vulgar e intrascendente? Nadie. Salvo el genial Goya. Llegaría el pintor español a realizar esta sorprendente obra para una fábrica de tapices. La obra original al óleo no saldría de los almacenes de la Real Fábrica de Tapices hasta el año 1870, cuando el director del museo del Prado de entonces, Federico de Madrazo, considerase que esta obra maestra debía estar en el museo. La Real Fábrica de Tapices de Madrid estaba dirigida a finales del año 1774 por el neoclásico Anton Raphael Mengs. Como primer pintor del reino, el checo Mengs estableció las nuevas exigencias del Arte que Europa imponía en España a mediados del siglo XVIII.

Es por lo que la Real Fábrica de Tapices alcanzaría bajo su mando una brillante época de creaciones artísticas. Entre los pintores que en el año 1775 crean para la Real Fábrica está el joven pintor zaragozano. Para el Palacio de los príncipes de Asturias fue solicitado un grandioso tapiz a la Real Fábrica. Pero a la princesa María Luisa de Parma, mujer alegre y festiva de carácter, le gustaban las escenas madrileñas de majas más que otra cosa. Así que Goya se inspira y realiza una imagen castiza a las afueras de la corte donde personajes típicos son retratados en un ambiente propio de arrabal. Pero Goya no era un pintor sencillo. Tenía que vivir de su Arte y prosperar en la corte y esta fue una gran oportunidad para él. Gustó a todos su obra costumbrista: a Mengs, a la princesa y, cien años después, al mejor director que haya tenido el Museo del Prado. A los que no gustó tanto fue a los artesanos tapiceros. Porque era una obra tan densa y cargada de sutilezas, tan abigarrada de colores y tan compleja, como para no hacer bien el trabajo tapicero. ¿Pero sólo para ellos fue tan compleja de entender y gustar?

Fue una obra de Arte sin mitología, sin filosofía, sin historia, sin fidelidad escénica tampoco -el lugar exacto no es asociado a ningún lugar conocido del Madrid de entonces-, sin personajes conocidos, sin denuncia política, sin grandiosa belleza. Pero, sin embargo, en esta pintura de Goya está toda la antropología estética que un pintor pueda componer en una obra. Esto es realmente lo que es el Arte, lo demás son tapices o copias o escenas desvencijadas de momentos sin brillo. Aquello lo hacen los grandes creadores, lo otro los demás. Es la capacidad de hacer tanto con tan poco. El Cacharrero fue llamado el lienzo de Goya compuesto sobre el año 1779. Representa la imagen costumbrista de un mercado callejero donde un comerciante -un cacharrero- ofrece sus vasijas a unas mujeres que ahora ni lo atienden ni le escuchan. Justo en ese momento está pasando al lado de ellas -ya ha pasado realmente- el carruaje elegante de una aristócrata. Dos jóvenes majos observan el carruaje y a la dama, una señora que, a través de la ventanilla, mira con gesto desolado el paisaje fascinante por donde pasa. Su rostro es un vago reflejo desenfocado a causa del vidrio que se interpone entre ella y el mundo. Hay mundos opuestos representados. Por un lado está la nobleza y por otro el pueblo, otro caso son las mujeres y los hombres, luego está la virtud -las jóvenes inocentes- y la maldad -la alcahueta interesada-. Todos destacan frente al paisaje gris del fondo de la obra, un paisaje sin perfiles definidos, sin belleza, sin adornos, sin más vida que la banal que se percibe.

El cacharrero es el único de los personajes que Goya no critica en su obra. Las tres mujeres tienen tres edades diferentes -otros tres mundos separados-: la vieja es la alcahueta, su único interés es beneficiarse con la más bella de las majas. Pero los jóvenes a su espalda no están mirando ahora a las majas, ni a la más bella siquiera, sólo miran el carruaje, su belleza y la noble mujer que lleva dentro. Todos los personajes reflejan una dialéctica genial en la obra. A los hombres, por ejemplo, no les vemos el rostro, a las mujeres sí. Ellas lo muestran claramente: el rostro decepcionado -la mujer noble-, el rostro contrariado -la alcahueta-, el rostro interesado -la maja acompañante- o el rostro inocente -la joven maja-; a cambio, ellos no muestran ninguno, ni siquiera el cochero o los sirvientes; solo el joven lacayo, difícilmente sujeto al carruaje, presenta un solapado perfil. La fugacidad de la vida la vemos en la velocidad del carruaje. El pintor modifica incluso la circunferencia de una de sus ruedas para pintarla en otro sitio, pero dejaría vislumbrar los restos de la primera, no los borra del todo. Esta eventualidad ofrece una sensación de velocidad en la pintura, una forma de aprovechar un error para crear un efecto estético preciso. Goya admiraba el Barroco español y en su obra están homenajeados los estilos de Velázquez con el rostro de la alcahueta, o de Murillo con el perro enroscado. También homenajea el bodegón barroco con las vasijas detalladas, propio de ambos pintores andaluces.

Pero los colores de Goya son mágicos. La obra está clasificada en el estilo Rococó, pero es una amalgama de tendencias distintas. El Barroco está en los colores, aunque también algunos colores clásicos se ven en la obra, como los utilizados por el neoclásico Mengs en sus grandiosos óleos. Y, luego, ¿qué puede ser ese atrevimiento emocional en la figura desdibujada de la dama desolada si no un atisbo de cierto romanticismo? Es una escena desenfadada, popular, castiza, costumbrista, pero no es solo eso... Los personajes no forman un sistema cohesionado, son paradigmas individuales de deseos insatisfechos. Porque ninguno llegará a conseguir nada de lo que desea. Todos desean lo que no poseen. Al final el cacharrero no conseguirá vender nada; la alcahueta presiente que tampoco lo hará, los jóvenes majos dan la espalda a la bella maja... Ellos sólo desean ahora lo inalcanzable: la noble dama del carruaje. Pero, del mismo modo, la dama no está satisfecha con su existencia monótona, cerrada o aburrida. Y lo demuestra con el rostro inexpresivo y taciturno tras el cristal. Por eso no hace ella más que mirar por la ventana de su carruaje -la existencia que pasa efímera- el mundo distante de pasión y algarabía que su condición social le impide vivir. Todo reflejo de grandes deseos insatisfechos. Sólo el joven lacayo, sujeto al estribo del carruaje, mira ahora resignado hacia un cielo arrebatador, coloreado por el poniente amarillento que pronto deslumbrará. Un cielo que luego, cuando el sol acabe ocultándose, su hermoso crepúsculo será un paisaje que ya no veremos, que no estará ahí ya para nosotros. Como el carruaje que pronto dejarán de ver los majos, como el paisaje arrabalero que nunca, nunca más, volverá a sentir la dama solitaria.

(Óleo de Francisco de Goya, El Cacharrero, 1779, Museo del Prado; Detalles del mismo cuadro de Goya, El Cacharrero, 1779, Museo del Prado, Madrid.)

2 de marzo de 2015

¡Cómo se cambió de crear!: se pasó de la sutileza del mensaje a la crudeza del mismo.



¿Qué llevaría al pintor del Renacimiento Antonio de Correggio (1489-1534) a componer una obra mostrando la educación de Cupido, el dios del Amor? Porque este relato legendario no existía en la mitología de la antigüedad europea, no se conocía ninguna leyenda, griega o romana, que contara que Venus -madre de Cupido y diosa de la Belleza-, por un lado, y Hermes -dios de la retórica y mensajero de los dioses-, por otro, se pusieran a educar a Cupido, el dios desaforado y furibundo de la unión amorosa entre los seres. Al parecer tampoco pintor alguno antes de Correggio se le ocurrió hacer nada parecido, aunque sí después de él. Entonces, ¿por qué lo hizo? Fue el Renacimiento. No me refiero a la tendencia pictórica solamente, no, me refiero a que en aquellos años renacentistas escritores, pensadores y filósofos neoplatónicos desarrollaron una nueva idea de las cosas del mundo, una idea basada en la mitología y sabiduría grecolatinas. No sólo se generaría entonces la más grande revolución en el Arte de pintar, sino que además se alcanzaría una forma muy diferente de entender el mundo y al hombre. Cuando Correggio fuese a la ciudad-estado italiana de Mantua en el año 1528 para servir como pintor al duque Federico II Gonzaga, le encargarían dos obras de desnudos humanos muy atrevidas por entonces. Pero fue el pintor italiano quien decidió componer a Venus y Hermes juntos, enseñando a Cupido las artes del amor. Una escena original por el hecho de pintarle ahora unas alas a Venus, algo inédito en la iconografía. Nunca se había descrito a la diosa de la Belleza con alas. Pero, aun así, con esos añadidos divinos, Venus está esplendorosa en la obra pictórica de Correggio.

Una aparición majestuosa y poderosa de la bella diosa Venus con su hermosa figura desnuda. Pero está ella ahí y no lo está, porque no está la diosa como siempre fuese compuesta. Solo está ahora representada la diosa Venus ahí para dejar claro que es ella la madre de Cupido, la responsable de las bendiciones amorosas de su mítico hijo -por eso está ella con alas, porque no es ahora una figura lujuriosa sino más sagrada-, unas bendiciones que luego Cupido podrá, o no, querer ofrecer a los atribulados mortales. Hermes es el dios griego de la elocuencia pero también de los mentirosos, y este dios se encuentra enseñando ahora  al pequeño dios del Amor las cosas que debe saber para acertar con sus providencias divinas. Y por entonces todo eso no era más que la representación de una transformación social producida en el Renacimiento: la de cambiar los amores incontrolados y mezquinos de antes por una ahora mucho mejor y más civilizada forma de amar. Un año antes de pintar su cuadro Correggio, el pintor flamenco Jan Gossaert (1478-1532) crearía su obra La Virgen con el Niño. Una escena ésta también de madre e hijo, pero, ahora, ¡tan distinta! ¿Tan distinta, verdaderamente? Fijémonos bien, hay en la obra de Gossaert un rasgo de cierto ensimismamiento en la imagen de la Virgen. Su mirada se parece a la de Venus de antes, es una mirada perdida, pero satisfecha. Incluso, en un alarde atrevido de belleza renacentista extraordinaria, el pintor dejaría aquí ver un pecho desnudo de la Virgen María. Pero, también, hay otras cosas. Antes le enseñaban a Cupido (Mitología) un cuaderno donde aprender las cosas que él debe saber; ahora, el Niño Jesús (Religión) pisa las hojas de un libro sagrado, el Antiguo Testamento. Este simbolismo del cuadro de Gossaert nos muestra la redención cristiana como motivo fundamental de la obra. Vemos en el cuadro una manzana en la mano del pequeño dios cristiano, salvando ahora con ella a la mujer caída, su propia madre, de las desdichadas rémoras de una Eva maldecida.  Pero es que antes, en la obra de Correggio, está también ese parecido milagro... Es otro parecido prodigio, en este caso mítico, no religioso, por el hecho de querer salvar ahora Eros -educándose correctamente- a todos los seres humanos de las veleidosas y atormentadas -o lujuriosas- historias de amor que su apasionada madre Venus fomentase y viviese antes.

Ambas obras renacentistas son un prodigio de belleza, armonía, sutileza y grandiosidad artísticas. Magníficas veladuras, perfectas formas, extraordinarios gestos, miradas y encuadres. Pero, sin embargo, todo esto se acabaría transformando luego absolutamente en la historia. Menos de cien años después, el pintor barroco Louis Finson (1580-1617) se atrevería a crear  una obra muy diferente, Alegoría de los cuatro Elementos. Ahora todos los elementos artísticos están desbocados o exaltados, transformados y descontrolados. Es sorprendente ver cómo por entonces, año 1611, se compuso una obra tan abrumadoramente original, tan moderna... Es evidente que en aquellos años, como en casi todas las épocas, se creaban algunas obras especiales para clientes privados, creaciones que nunca se mostrarían en público jamás. La obra es un ejemplo claro del naturalismo del Barroco, cuando el pintor Caravaggio había dejado claro que el Arte de pintar podía ser una cosa muy distinta... sin dejar de ser grandioso. Sin embargo, el pintor flamenco Finson también innovaría, como lo hiciera Correggio un siglo antes, ahora con su Alegoría de los Elementos. Estos elementos eran los conocidos elementos físicos de la Antigüedad griega: el Fuego, el Agua, la Tierra y el Aire. Todos se habían representado en la historia del Arte con rasgos masculinos. Fue Finson quien idearía hacer ahora otra cosa, alternar las figuras de hombres y mujeres, en su inédita alegoría artística excesivamente naturalista.

Y compuso Finson su obra barroca como un círculo aterrador, donde los cuatro elementos luchan entre ellos mismos como en la salvaje naturaleza. El Fuego está representado como un hombre joven, fuerte y rodeado de llamas -la imagen es de pésima calidad-, luchando ahora contra el Agua, representado en la obra por un hombre viejo aunque poderoso. El Aire es una mujer joven, situada más arriba, a la izquierda del cuadro, ahora tomando por los pelos al Fuego y provocando que extienda aún más sus efectos destructores. La Tierra es una mujer vieja atropellada por todos los demás. Decididamente fue muy original la obra barroca. Fue muy atrevido el pintor en su composición para unos años que, todavía, se perfumaban de una sensual, suave y equilibrada belleza en casi todo. Más de un siglo después, el pintor francés Francois Boucher (1703-1770), que pertenecía a la siguiente tendencia artística, llamada Rococó, crearía otra escena parecida de aquella versión renacentista de Correggio, La educación de Cupido. Pero, para cuando en el año 1747 se decide Boucher a pintarla, ya habían pasado todas las tendencias pictóricas más importantes de la historia del Arte: Renacimiento, Manierismo y Barroco. Entonces elige el pintor francés hacer un homenaje a todas ellas: al clasicismo renacentista de Correggio y de Gossaert, con los colores y la textura de su pincelada; al naturalismo barroco de Caravaggio, con los gestos verídicos de las formas de sus cuerpos. Pero ya no era lo elegante del mensaje lo que primaría entonces en el Arte,  ya no era la estilización de las figuras lo más importante. Entonces fue representada la realidad de un cambio social producido en Europa en ese siglo: el de una sociedad ilustrada que no trataría ya de educar a Eros -el dios Cupido- en el arte del amor. No, para nada, algo eso del amor ya muy superado. Ahora se educaría mejor en el arte de la vida, el de las ciencias o el de las cosas pragmáticas de la vida del hombre. Algo todo esto que ese siglo XVIII ilustrado -tan laico ahora, sin alas divinizadas que adorar- tendría muy pronto que empezar a afrontar con sus nuevas maneras sociales en su próxima historia revolucionaria...

(Óleo de Correggio, Educación de Eros, 1528, National Gallery, Londres; Cuadro La Virgen con el Niño, del pintor Jan Gossaert, 1527, Museo del Prado, Madrid; Lienzo del pintor Francois Boucher, La educación de Cupido, 1742, Palacio de Charlottenburg, Berlín; Óleo del pintor barroco Louis Finson, Alegoría de los cuatro Elementos, 1611, Colección Particular.)

27 de diciembre de 2014

El Barroco, una pasión brusca y realista entre dos maneras sofisticadas y sutiles de hacer Arte.



¿Cómo se pudo en tan poco tiempo cambiar tanto la forma de representar las cosas en un lienzo? Es el tiempo que media, por ejemplo, entre dos obras de dos pintores italianos: uno manierista, Giovanni Battista Crespi (1573-1632), y otro barroco Orazio Gentileschi (1563-1639). Los dos pintores además de la misma generación y del mismo lugar incluso de Europa. ¿Fue solo el devenir artístico? Desde luego que no. La Reforma protestante había hecho mucho daño al Catolicismo en Europa durante la primera mitad del siglo XVI. Roma entonces tuvo que reaccionar. Y tras el concilio de Trento (1545-1563) idearon algo muy inteligente y poderoso. Algo que llegaría a ser el germen de lo que mucho tiempo después, en el siglo XX, viniera a ser utilizado por los que quisieran influir en la opinión de los demás: la publicidad más eficaz, la iconográfica. La Contrarreforma católica establecería entonces que toda Pintura debía acercarse más a los creyentes, especialmente al pueblo llano, y del modo ahora más claro y hermoso que éstos pudieran entender: con mensajes comprensibles y personajes creíbles, con historias donde las escenas bellas formaran parte de la vida más normal. 

El Barroco tardaría en llegar un tiempo -al final del Manierismo-, pero pudo hacerlo luego libre y rápido porque fue recibido con los brazos abiertos. Nunca pudieron imaginar entonces los poderosos -cardenales, obispos o el papa- que pudiera llegar a ser tan bello algo que, poco tiempo antes, parecía imposible de pensar siquiera que pudiera serlo tanto. Y este es el caso de dos creaciones artísticas sobre la misma temática narrativa: la huida a Egipto de la sagrada familia. La leyenda evangélica nos cuenta cómo María y José viajan con el pequeño Jesús a Egipto para evitar las matanzas indiscriminadas de las hordas de Herodes. En la pintura de Crespi (realizada en el año 1600) podemos admirar ahora una obra maestra del Arte de finales del Manierismo. Hay que fijarse bien en la composición tan sutil de la escena de los tres personajes: ellos están entrelazados formando además una espiral con el grueso tronco inclinado del árbol. Todo encaja en el lienzo estrechamente: los ángeles traviesos, la mula despistada y hasta el pie derecho de la Virgen situado ahora entre dos rocas del agua. Los colores encendidos de la obra son, tal vez, lo único que acerca más, de tan bellos, a aquel mensaje conciliar de la Contrarreforma. Fue la obra de Crespi un homenaje a ese gran Renacimiento languideciente por entonces, con un estilo tan semejante al de Leonardo da Vinci y sus parecidos lienzos sagrados.

Veintiseis años después, el toscano pintor Orazio Gentileschi crearía su obra El descanso de la huida a Egipto, pero, ahora, sin embargo, ¡con una escena diametralmente distinta! Porque en esta obra barroca no hay ninguna exquisita sofisticación manierista en la forma de componer una representación alegórica: ni en las figuras ni en los gestos ni en las actitudes. En nada. ¿Son los mismos personajes sagrados de antes los que están representados aquí? No, ¡no puede ser! ¿Cómo va a ser ese el entregado y correcto san José de antes? ¿Cómo puede ser ahora ese pequeño bebé el sagrado y altivo niño de Crespi? ¿Cómo puede ser la mujer en Gentileschi de vestimenta tan tosca aquella otra fragante, sutil y elegante María del lienzo manierista? Imposible. Pero, sí, así es. Representarán lo mismo: la Sagrada Familia en un descanso de su huida a Egipto. Pero, claro, esto de ahora es el Barroco. Aquí ya no hay sofisticación estética alguna que valga, aquí aquel mensaje contrarreformista está muy claro. Son personajes como nosotros, personas normales que se han parado a descansar y ella hasta amamanta a su hijo burdamente. Y él descansará incluso tan vulgarmente. Es este el sentido extraordinario del motivo artístico de la escuela naturalista del Barroco, la caravaggista. Y la Iglesia de entonces lo vio magnífico además. Hay que reconocer en esto a la Iglesia Católica una de las más atrevidas y avispadas formas de teología de toda la historia. Ninguna otra religión del mundo retrataría a su dios ni a su familia así de natural, banal o vulgarmente.

En el año 1610 el pintor Bartolomeo Manfredi, otro caravaggista (seguidor del importante creador naturalista italiano Caravaggio), compuso su lienzo Alegoría de las cuatro estaciones. Qué alarde más grandioso para describir no el paso de las estaciones, que es la excusa aquí, sino el paso de las edades existenciales del ser humano. El Barroco además era una tendencia muy atrevida sutilmente. Sutilmente, pero muy atrevida. Aquí se pintaría por primera vez un beso erótico, claramente expresado, entre dos amantes retratados. Y no hay una razón sentimental, ni sensual, ni sexual siquiera para ello, tan sólo una metafórica. Pero era una razón y entonces nadie pudo discutirla. Ellos -los seres masculinos- son ahora la estación otoñal e invernal; y ellas -los seres femeninos- la primaveral y estival. El otoño es una estación equinoccial, es decir, está el Sol lo más cerca posible en su trayectoria a la Tierra, al igual que sucede en la primavera, y por eso se besan ambos aquí. El verano está representado por una mujer joven y adulta, la primavera por una joven adolescente, el otoño por un adulto y el invierno por un hombre anciano. Es la mujer joven y adulta el único personaje que mira al espectador, es ella la única persona que se identifica ahora con el observador -con nosotros mismos-: quizá porque todavía ella puede aún vivir un poco más de lo vivido... El invierno está arropado con su capa abrigadora y cálida, tal vez porque el frío es lo único que ahora le importa atender en su vida.

Pero después del Barroco llegaría una tendencia artística que nunca pudo ensombrecerlo. Nunca. En la historia del Arte pictórico es un periodo artístico banal casi. Nada destacaría especialmente en esa otra tendencia. Los pintores o se repetían o modificaban cosas con lo único que, creían ellos, se podría progresar en el Arte: con los colores y las fantasías galantes, ahora éstos desperdigados por igual entre sus lienzos desenfadados o frívolos. Pocos artistas de esa tendencia -el Rococó- brillaron en el orbe artístico del siglo XVIII. Pero alguno hubo, como el gran pintor francés Watteau (1684-1721), el pintor de las bellas escenas galantes y desenfadadas. La sociedad había cambiado mucho a principios del siglo XVIII. Ya no era tan brutal como lo era antes, ya no era tampoco claramente sensual. Francia y su corte establecieron los principios -hipócritas, por supuesto- de lo que debía ser la moral de las costumbres. Se acabaron los alardes sensuales, se acabaron los deseos atormentados, se acabaron todos los deseos. Ahora se disfrutaba de la escena natural solo por el hecho de estar representada en la Naturaleza, no porque lo fuera especialmente. Además aquélla, la escena natural representada, se modificaba y se recreaba artificialmente con cosas añadidas por los hombres (obras escultóricas, decoraciones, etc...) Es entonces cuando los genios, que a pesar de las tendencias y sus limitaciones seguirán existiendo, harán otras cosas para seguir sorprendiendo a los espectadores con otro Arte. En su obra rococó Fiesta veneciana el pintor Antoine Watteau crearía una escena galante, natural y sofisticada, todo en ella fue maravillosamente elegido en el lienzo: el traje de tafetán, las flores embellecidas, los músicos elegantes... Todo con los elementos artísticos propios del Rococó inicial. Pero, sin embargo, el hábil pintor dieciochesco incluiría además otra cosa para hacer de su obra una ferviente y sensual escena veneciana. ¿Cómo podía crear él una escena así, tan veneciana, sin añadir el alarde sensual de una figura tan voluptuosa? Imposible para un veneciano. Y un Arte vino a salvar a otro... El pintor veneciano compuso en su lienzo rococó entonces la figura más sensual que de una mujer pudiera, pero, eso sí, ahora ella solo como una piedra más esculpida de una fuente, dibujada lo más lejos de la escena.

(Óleo del pintor Giovanni Battista Crespi, Descanso de la huida a Egipto, 1600, Museo del Prado; Cuadro barroco del pintor Bartolomeo Manfredi, Alegoría de las cuatro estaciones, 1610, Instituto de Arte de Dayton, EEUU; Lienzo Descanso de la huida a Egipto, 1626, Orazio Gentileschi, Museo de Bellas Artes de Viena, Austria; Óleo del pintor Antoine Watteau, Fiesta Veneciana, 1717, Galería Nacional de Escocia, Reino Unido; Detalle del lienzo de Watteau, Fiesta Veneciana, 1717, Galería Nacional de Escocia.)

18 de noviembre de 2014

El clasicismo francés transformó una tragedia clásica en una inspiración muy romántica.



Los griegos habían definido ya claramente cómo debía ser entendida la tragedia. El desenlace de esta representación dramática debía ser siempre, necesariamente, fatal. No podría ser de otro modo. ¿Cómo si no tendría sentido su significado catártico o su enseñanza moral? El héroe, el héroe que fuese, debía perecer siempre bajo la pesada carga que las cosas o los dioses habrían conspirado contra él. Así se desarrollaron las tragedias clásicas, donde se mostraban las aspiraciones que los personajes épicos atrevidos se permitían tener frente al destino. Como consecuencia, el fatídico final se producía siempre para demostrar que las decisiones de los héroes trágicos nunca se debían llevar tan lejos. Sobre todo, el retar a los dioses. Pero también para que la vida supusiera lo mismo para todos, héroes o no, postrados todos bajo la inevitable losa ciega del poderoso piélago universo. Sin embargo, el clasicismo trágico de Grecia terminaría con Eurípides, el último gran poeta trágico griego del siglo IV a.C. Esto sucedió justo antes de la muerte de Alejandro Magno (acaecida en el año 323 a.C.). Tras su muerte se pudieron representar historias y leyendas, pero nunca con el sesgo trágico tan dramático de antes. Además, el helenismo, periodo grecorromano que empieza a la muerte de Alejandro y termina con el nacimiento de Jesús, glosaría más la escultura, la poesía lírica o la pintura que cualquier otra actividad o representación artística.

Así que la tragedia reposaría el sueño más injusto hasta que Shakespeare la retomase, mucho tiempo después, con el brío moderno y más humano de la senda renacentista. Pronto llegaría el Barroco y el teatro se hizo más cómico que dramático. Tuvo que renacer el clasicismo a mediados del siglo XVIII para recuperar el drama trágico de nuevo con una Francia clasicista que había impulsado desde el siglo XVII las formas clásicas heredadas de las antiguas griegas, esas que determinaban cómo debían ser comunicadas las cosas representadas en el mundo. Pero hubo una leyenda del helenismo basada en la historia real de uno de los generales que sucedieron a Alejandro Magno en su imperio. Una leyenda que contaba la vida de uno de los más importantes sucesores de Alejandro, el general Seleuco (ca. 358 a.C.- 281 a.C.), un militar macedonio que lucharía siempre en todas las batallas que librase el gran conquistador griego. A la muerte de Alejandro sus generales se repartieron el extenso imperio conquistado, y Seleuco obtuvo entonces Babilonia como reino. Aun así, lucharon todos contra todos y Seleuco conseguiría más reinos hacia Persia y la India. Fue Seleuco, sin embargo, un gobernante moderado y prudente. En el año 300 a.C. se vuelve a casar con una joven y bella princesa macedonia, Estratónice, cuyos cuarenta años de diferencia no fueron ningún obstáculo por entonces. De su anterior esposa, Apame, una princesa sogdiana del Asia central, tuvo Seleuco a su único hijo Antíoco. En aquellos años los reinos se perdían o ganaban en batallas o en intrigas palaciegas, así que Seleuco, ocho años después de su boda con Estratónice, designaría a su hijo Antíoco corregente ya de su poderoso reino.

Pero le ofrecería en el año 292 a.C. algo más a su hijo Antíoco: su esposa Estratónice y la gobernación de uno de sus reinos. Las razones fueron estratégicas; al parecer necesitaba Seleuco la ayuda leal de su hijo para poder gobernar con tranquilidad todo su extenso reino. Sin embargo, historiadores posteriores, como Plutarco (50-120), difundieron otra historia diferente, un relato de separación provocada por una pasión sentimental más que por la guerra, un relato que tendría una causa de amor más que otra cosa. En las antiguas tragedias griegas el amor, los celos, las traiciones o los engaños eran elementos recurrentes que asolaban de sangre, dolor y muerte las leyendas clásicas. Así que esta historia helenística tendría mucho tiempo después, en pleno momento Neoclásico del siglo XVIII, un motivo justificado para componer una tradicional tragedia clásica. Y, como una representación a lo Tristán e Isolda anticipada, llevaría ahora al teatro más moderno y clásico de Francia una ópera con sus alardes musicales tan melodramáticos. Compositores franceses del momento como Etienne Méhul (1763-1817) asumieron el reto de crear un drama musical basado en la historia de Estratónice. El compositor Méhul lo llevaría a cabo en el año 1792, el momento más cumbre del Neoclasicismo francés. En un manuscrito basado en el relato de Plutarco, recrearía la leyenda de Antíoco y Estratónice con las trazas de una historia de amor imaginada y no con los históricos hechos de una excusa política. El relato contaba entonces cómo Antíoco se había enamorado secretamente de su madrastra, pero, como no podía defraudar a su padre, enfermaría tanto que Seleuco buscaría la ayuda de uno de sus mejores médicos para curarle. Erasístrato, un famoso médico griego, descubriría el sentimiento que se ocultaba detrás de los síntomas de Antíoco. Lo descubre gracias a las observaciones que hace a Estratónice cada vez que entra en la alcoba donde Antíoco reposa. Entonces observa el médico como Antíoco empeora en presencia de ella, se le altera el pulso y palpitaría excitado su pecho. Así que, decidido, delante ahora de todos, el médico griego señalaría a Estratónice como la causa de la terrible enfermedad de Antíoco.

Los pintores habían creado desde el barroco de Antonio Bellucci obras de Arte con el instante del descubrimiento de la enfermedad de Antíoco. Pero fue el Neoclasicismo el estilo que mejor llevaría la leyenda trágica a su representación más elogiosa. Dos pintores neoclásicos, David y su discípulo Ingres, compusieron sus obras Antíoco y Estratónice en los años 1774 y 1840 con la magistral forma de hacer que llevaría de relatar una historia clásica a ser representada como la más romántica de todas. Porque ahora no fue realmente una tragedia, para nada era ahora la traición, ni la ofensa, ni el engaño, ni la muerte. Al conocer por su médico la causa pasional de la enfermedad de su hijo, Seleuco le entregaría resignado su esposa para poder salvarle la vida. Pero, sin embargo, todo eso sería inventado entonces en la tragedia clasicista. Porque ni su hijo enfermaría en el palacio de su padre, ni enfermaría de amor, ni Erasístrato lo pudo atender entonces (año 292 a.C.) porque éste tendría sólo trece años (había nacido el médico en el año 305 a.C.) en ese momento. Así que, más de veinte siglos después, el fatal final de una tragedia griega se había convertido en un feliz final muy diferente, aunque del todo ficticio gracias al neoclasicismo francés y a su forma para entonces tan romántica de hacerlo.

(Óleo Antíoco y Estratónice, 1774, de Jacques Louis David, Museo de Bellas Artes de París, Francia; Cuadro barroco Antíoco y Estratónice, 1700, Antonio Bellucci, Kassel, Alemania; Lienzo Antíoco y Estratónice, 1840, Jean-Auguste Dominique Ingres,  Museo Condé, Francia.)

20 de octubre de 2014

Y, sin embargo, la Belleza es esquiva, ingrata, lujuriosa, inconsciente y diversa.



La Belleza no podemos aprehenderla nunca, incluso aunque creamos ser dueños del momento en que sus efectos satisfagan nuestro anhelo por tenerla. Porque ahí acabará. Luego, resignados, podremos acaso recordarla, imaginándola ahora con sutiles ensoñaciones fantásticas o con ciertas imágenes propiciatorias. Pero, no será ella misma entonces, tan solo su representación enigmática. Porque, además, no nos hará entonces la Belleza sentirnos como el único ser sobre la Tierra. Únicamente, recrearemos con ella así su efímera fragancia imaginada. Pero no nos bastará. Necesitamos más de ella, tenemos que llegar a poseer algo más para poder hacerla nuestra. Entonces idearemos eternizarla gracias a unos grandiosos alardes artificiales, cosas casi permanentes originadas de los obtusos materiales de la tierra, antes apenas nada entre nosotros y, ahora, una fascinante, brillante, armoniosa o elogiosa imagen reflejada: el Arte y su Belleza.  Un reflejo de luz entre las sombras, pero, por fin, ahora una Belleza del todo vislumbrada. Para ese momento creeremos haberla poseído para siempre. Vanamente. No es ahora nada más que una muestra de lo que nunca volveremos a sentir como entonces, como aquella ocasión tan inconsciente, lujuriosa o esquiva entre las sombras... 

Cuatro años después de haber realizado su obra de Arte Lydia el pintor inglés Matthew Williams Peters (1742-1814) sería ordenado pastor anglicano en el año 1781 y para ese momento se arrepentiría de haber realizado aquella creación tan sublime, tan absolutamente innovadora y sincera, tan inspirada, fascinante y arrebatadoramente lujuriosa. Pero ya la había hecho y su nuevo propietario la poseería con el júbilo que le produciría entonces -un momento histórico tan poco avanzado- disponer de una imagen tan atrevida y original. Se había formado el pintor en Italia absorbiendo la magia de pintores como Correggio, Rubens o Caravaggio. No se ha valorado suficientemente el mérito de los mecenas en el Arte, mucho más mérito que los propios creadores, ya que éstos han sido a veces solo pintores al dictado y no ejecutores libres propiamente. Estos promotores del Arte -los mecenas del Arte- consiguieron que otros seres -los pintores-, capaces de componer Belleza, creasen unas obras extraordinarias sin ellos idearlas. A su regreso de Italia el pintor terminaría residiendo en la mansión de Lord Grosvenor a orillas del Támesis. Este aristócrata aficionado al Arte le encargaría entonces al pintor que compusiese la imagen cortesana de una mujer desnuda y excitante...

Y el pintor se atrevería y dejaría batir las alas de la creación con la libertad artística que su mecenas le inspirase. El resultado fue una inédita obra de desnudo, el único desnudo realizado por el pintor en toda su vida. Nunca más volvería a crear nada parecido. Su representación está basada en un verso del poeta John Dryden: Y unos ojos amables vinieron a concederme... El pintor quiso componer la imagen de esos ojos tan amables que realzarían ahora lo más lujurioso o atrevido de la obra. Se observa lo forzado de una mirada exageradamente provocadora. Pero, aun así consiguió el pintor lo que Lord Grosvenor se propusiera con su mecenazgo. La extraordinaria obra de Peters combina su estilo clásico con una liviana coloración pastel -propia del momento- para compensar el alarde erótico de descubrir unos senos junto a unos ojos tan propicios, toda una insinuante forma artística de poder apelar aún más al que lo viera.

Poco menos de un siglo después el creador irlandés Daniel Maclise (1806-1870) se decide a pintar una escena acorde con la época romántica y liberal de comienzos del siglo XIX. Una obra de Arte como tantas, pero ahora sin demasiada semblanza atrevida de composición romántica, como sí otros pintores de esa tendencia llegaran a realizar entonces. Sin embargo el pintor consigue hacer algo más. Contrasta dos mundos -el noble y el campesino- que coinciden ahora en el inconsciente y superficial universo de la superstición popular. Y lo hace genialmente a pesar de no ser la obra más que una mera copia de lo que otros grandes pintores hicieran antes. Con la luz de la razón dejada fuera y las sombras intrigantes y misteriosas vibrando dentro, los personajes coinciden en la oscura cueva de un bosque romántico. Sólo la luz del vestido lujoso brilla con la dama entre las sombras. La gitana arrodillada lee su mano blanca y desdeñosa. Pero, nada más, no hay aquí, artísticamente, nada más. Entonces, ¿qué tiene esta obra de especial? Pues que la dama no se acaba de creer nada de lo que está ahora oyendo y el pintor lo demuestra con el gesto descortés de un personaje orgulloso y desatento. ¿Así que una Belleza tan perfecta, tan romántica, tan extraordinaria y tan hermosa, puede llegar a ser también, sin embargo, tan esquiva, tan ingrata y desdeñosa?

(Óleo Lydia, del reverendo inglés Matthew Williams Peters, 1777, Tate Gallery, Londres; Obra del pintor e ilustrador irlandés Daniel Maclise, Gitana leyendo la fortuna, 1836.)

17 de mayo de 2014

La compasión del Arte o la mejor forma de educar el juicio inmisericorde hacia los demás.



Cuando la Academia Francesa comenzara a determinar a mediados del siglo XVII lo que debía o no ser considerado Arte, estableció entonces una jerarquía de principios. Una clasificación que mostrase las obras merecedoras de elogios frente a las que no tendrían ningún honor en ese sentido. Planteaba distintos niveles de Arte desde el más inspirado y acreedor de belleza genuina, hasta el menos llamado a ser una obra artística elogiosa. Defendía la creación artística que emocionase no solo con su visión, sino con cualquier otra cosa que ofreciera estímulo espiritual o alarde moralizante. Fue conocida como La jerarquía de géneros. En el primer peldaño de esa pirámide artística se encontraba la Pintura de temática histórica, obras de Arte de elevados momentos épicos que llevaran a ensalzar el espíritu y la grandeza del hombre. Luego, más abajo, estarían los grandes retratos de personajes importantes o consagrados. Seguidamente estarían los paisajes, los estimulantes paisajes que llevaran la realidad o la fantasía al mítico instante inspirador. Finalmente, en el último de los peldaños de esa tendenciosa jerarquía artística, se situaban los bodegones y las llamadas escenas de género, obras donde la cotidianeidad, sencillez, serenidad y originalidad marcasen la representación de una vida doméstica, vulgar o menos significativa.

Sin embargo, el Arte es lo menos manipulador que existe. Es imposible usarlo para mentir o para desgraciar, para asolar o para compartimentar o para hacer sentir lo contrario a lo que el Arte ofrece con sus bendiciones ecuánimes y despersonalizadas. Porque el Arte es algo absolutamente entregado al que lo ve, con la desnuda claridad de sus formas y provisto tanto de falta de totalidad como de falta de seguridad. Porque nada es más que nada en el Arte. Solo la grandeza de su creación, de su única y poderosa creación -completamente subjetiva-, puede albergar grandes motivos para llegar a las emociones que se proponga y que recibirán todos los que se acerquen honestos a sus fronteras. Pero, entonces, ¿para qué el Arte? El escritor suizo Alain de Botton dice del Arte frente a los que piensan de su inutilidad práctica: Es una de las pocas empresas vitales más importantes que existen. El Arte es un medio para ofrecer soluciones a las más profundas inquietudes y ansiedades del hombre. Al presenciar una obra maestra se descubre que lo que la define es el deseo de eliminar el error, de disipar la confusión, o de disminuir el sufrimiento de los seres humanos.

Y como muestra de ambas cosas, del desdén sutil del Arte hacia la grandeza de las grandes escenas reconocidas así como de su capacidad para la conmiseración humana más desinteresada, acudo a una obra maestra de un genial pintor francés de la misma época en que se creara aquella Academia rigurosa, el barroco Nicolás Poussin. Muchos años antes de que el pintor compusiera su obra, un poeta italiano del Renacimiento, Torquato Tasso (1544-1595), había escrito en el año 1562 su extraordinaria epopeya Jerusalén liberada. En este grandioso poema renacentista un caballero cruzado, Tancredo, acabaría caído en la cruzada de Jerusalén al lado de su amada Herminia, la cual hasta se corta sus cabellos para tratar de curar las heridas al héroe. La obra de Poussin -Tancredo y Herminia- vibrará con la escena más épica, pero, también, con la más humana. Las figuras dibujadas muestran al escudero fiel, que se acerca para auxiliar al héroe; a la princesa Herminia de Antioquía que, decidida, tomará la espada para rasgar su propia cabellera; también a los caballos en escorzo que incluso el blanco, el del caballero, dirige ahora una mirada original cargada de cierta compasión hacia su amo. Los colores de la obra y el firmamento desgarrado tratan de elogiar así el aprecio hacia un personaje malogrado, un personaje ahora absolutamente de ficción, es decir, del todo históricamente desconocido en la realidad de aquella cruzada. Pero, sin embargo, es ahora algo más tan solo por el Arte, por las cosas que el pintor y el poeta inventaron sobre él. Pero también por nosotros, que lo vemos ahora así, eternamente bendecido por el Arte.

La leyenda del relato está basada en la historia de Tancredo de Hauteville (a. 1075- 1112), un caballero normando de Sicilia que marcharía en la Primera Cruzada a Jerusalén. A pesar de los crueles actos cometidos por los cruzados en la toma de la ciudad, Tancredo de Hauteville trataría de proteger en lo posible a sus habitantes de aquella violencia infame. Pero la inesperada furia de los cruzados acabaría desbordando sus deseos y el más sangriento episodio terminaría trágicamente. Moriría Tancredo en Antioquía en el año 1112 de una vulgar epidemia tifoidea. Y, a pesar de haberse casado con una de las hijas del rey francés, no dejaría descendencia ni recuerdo ni épica alguna en su linaje. En la obra barroca de Poussin -como en el verso renacentista de Tasso- se nos muestra a un personaje herido y abatido totalmente, no nos muestra el Arte al real personaje histórico -nada épico ni glorioso- sino solo al querido personaje glorificado solo por el Arte.

No al ser real, anodino y sin semblanzas -para aquel Arte jerarquizado-, no al hombre que pasaría por conseguir poco más que su desconocida vida para el Arte -a pesar de haber llegado a ser incluso príncipe de Galilea-, no. Plasmaría solo al ser ideado y consagrado, al querido por todos al verlo ahora así, glorificado por el Arte. Al que los demás personajes retratados sienten ahora por él un aprecio, una identificación y una compasión sincera y emotiva. Esta es la compasión del Arte, la única expresión parecida que ahora pueda ser aleccionada así, gracias a sus formas artísticas, en unas glorificaciones sinceras y geniales. La única que pueda motivar emociones permanentes e incondicionales. La que representará desde la más pura ficción la mayor gloria bendecida de los hombres.  La que solo hará un juicio general del ser humano, no una parodia o un panegírico o una alabanza de, aparentemente, unos grandes personajes reales o reconocidos. Unos personajes históricos con grandes nombres y apellidos pero que, ahora, a consecuencia de la valoración estética de antes, o de sus humanas vidas reales y miserables, no serán vistos en el Arte como unos seres ni mejores ni tan grandes, ni más dignos que los otros, que todos nosotros. Como sí lo serán, a cambio, solo los seres anónimos que ahora, así, elogiados artísticamente, permanecerán, eternos, solo reconocidos por el Arte.

(Óleo de Nicolás Poussin, Tancredo y Herminia, 1630, Museo Hermitage, San Petersburgo; Retrato de Tancredo de Hauteville; Cuadro de escena de género, La Bendición, 1740, del pintor Jean Siméon Chardin, Museo del Louvre; Óleo Orfeo y las Bacantes, 1710, del pintor Gregorio Lazzarini; Lienzo La coronación de Napoleón, 1807, del pintor neoclásico Jacques-Louis David, Louvre; Magnífico cuadro impresionista de un paisaje sencillo, del pintor Alfred Sisley, Claro en el bosque, 1895, Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid.)

18 de abril de 2014

Sin el deseo de ver no se verá; algo debe existir para ser amado, aunque sólo después se conocerá.



El pintor alemán Franz Xaver Winterhalter (1805-1873) acabaría especializándose en grandes retratos de la realeza europea de mediados del siglo XIX. Extraordinario creador naturalista, manejaría el color y la composición con tal fuerza que llevaría a reflejar bellamente el tema retratado de su obra. Sin embargo, el tema o motivo de la obra sería para él una justificación para realzar la creación artística por encima de cualquier otra cosa, incluso del propio prestigio, de los honores o de la propaganda. Los creadores viven y perciben en su propia época y entorno, y desarrollan así su labor con los condicionamientos sociales que les permitan poder crear... y vivir. O, tal vez, pudieron algunos pintores atrevidos, sutilmente, hacer otras cosas, aunque no quisieran realmente ellos hacerlas así. De todos modos, qué mayor grandeza que realizar lo que impone la realidad o la sociedad con planteamientos sutiles que dejen entrever alguna crítica del autor gracias a las peculiaridades de su genio artístico. En su obra La emperatriz de Francia y sus damas de honor, el pintor Winterhalter crea una escena de grupo donde nueve figuras consiguen que nos perdamos buscando cuál es la emperatriz entre tantas hermosas, nobles y orgullosas damas de su corte.

En el año 1856 la emperatriz francesa era la noble española Eugenia de Montijo. El pintor alemán la retrató muchas veces, sola o con su pequeño hijo, pero aquí, en este grandioso óleo clásico, llevaría a la emperatriz a confundirla con otras mujeres, tan bellas o más que ella, formando un grupo con sus damas de honor. El entorno elegido es un idílico bosque casi rococó colmado de ramas, árboles y hojas que enmarcan el solemne y espectacular cuadro de grupo. Luego de mirarlo, hojear algunos comentarios y equivocarme en acertar el rostro regio, se descubre por fin que la emperatriz de Francia es la cuarta por la izquierda, con un vestido blanco, flores en su pelo y un lazo malva. ¿No parecería mejor que fuese la emperatriz la hermosa joven del primer plano que, con su mano izquierda, sujeta un ramo de flores en el suelo? Está en el centro de la obra y es el lugar más adecuado para estar además rodeada de un grandioso coro de bellezas. Pero el autor sitúa el motivo principal de la obra -la emperatriz de Francia- en un lugar ahora, sin embargo, muy descentrado del conjunto.

El pintor, como su regia modelo, obran aquí una especial grandeza artística y personal. En un caso, el creador alemán nos ofrece una composición excéntrica y original; en el otro, la real modelo nos regala su muy grande nobleza y sencillez, porque, ¿qué mujer tan poderosa dejaría a otra ser el centro de la obra y rodearse además de mejores bellezas que ella? La realidad es que la grandeza de la emperatriz Eugenia de Montijo (Granada, 1826 - Madrid, 1920) no ha sido suficientemente reconocida en la historia francesa -el segundo imperio francés no fue muy afortunado- ni en la española -la castiza forma hispana de eludir los grandes personajes nacidos en el país pero exitosos fuera-. La pintura de Winterhalter fue calificada como muy romántica, brillante y superficial. Fue reconocido el pintor sólo por la aristocracia que retrató en sus obras, un ejemplo del condicionamiento social que algunas creaciones artísticas puedan tener por las circunstancias en las que su creador se hubiese desarrollado.

Pocos años después de fallecer Winterhalter, el pintor prerrafaelita británico Edward Burne-Jones (1833-1898) pintaría una de las muchas versiones que hiciera sobre su obra El espejo de Venus. En su obsesión por una visión prerrenacentista de la vida, los creadores prerrafaelitas buscaron en la mitología y en lo sagrado las suaves o sutiles composiciones de una belleza elegante, medieval o hierática, y apenas meramente sugerida. Es decir, mostraban solo lo que ellos entendían como parte esencial de la vida, la más importante parte representada de la vida. Unos más y otros menos, porque formaron una cofradía artística más que una escuela de Arte definida. En su sentido más cercano a la pintura italiana del siglo XV, Burne-Jones buscaría, sin embargo, asombrar más que sugerir. Y lo primero que hace al pintar una Venus mitológica es confundirnos ahora con varias modelos dibujadas muy parecidas a ella. Modelos todas ellas que podrían representar también la misma diosa del mismo modo en la obra. En este espejo de Venus que supone el estanque natural se reflejan ahora no una ni dos, sino hasta diez figuras de mujer que miran sus aguas. Consigue el autor prerrafaelita que volvamos a mirar inquietos y pensar: ¿cuál es de todas la maravillosa Venus mitológica? Poco tardaremos en comprender que debe ser la que está de pie, la única mujer más derecha y levantada. Pero, sin embargo, esta mujer mira ahora las aguas del lago con desgana, ni siquiera vemos su reflejo pintado en el agua. También el pintor la descentra del conjunto de la obra. No está la diosa más hermosa de la mitología en el centro de la obra, sino que está -como en la obra de antes- en un extremo de la misma. Diez figuras esta vez conforman el cuadro, es decir, nueve mujeres que acompañan a la auténtica diosa.

Todas ellas maravillosas, como la misma Venus era, como diosas todas que buscan ahora sus reflejos en el agua.  Pero el pintor nos muestra ahora en su obra una Venus diferente, una mujer retratada como la propia tendencia prerrafaelita propiciaba: nada vanidosa, ni gloriosa ni pretenciosa, de su belleza clásica. Ahora es acompañada Venus de otras mujeres tan hermosas que podían pasar también por ella. Una de ellas mira ahora incluso directo hacia la diosa. No necesita nada más -ni siquiera reflejarse en el estanque- para saber ella misma que no es la diosa. Las demás desean o necesitan mirar su reflejo en el agua para poder saber: ¿seré yo la diosa?, y acercan así todas sus ojos al estanque para comprobarlo. Pero lo hacen ahora con deseo, con cierto miedo, con curiosidad, o con el ánimo de saber cuál de ellas es la venus misteriosa. Esa misma imagen virginal que cada una de ellas ocultará tras de sí perdida ahora entre las aguas.   

(Óleo del pintor prerrafaelita Edward Burne-Jones, El Espejo de Venus, 1877, Museo Gulbenkian, Lisboa; Cuadro La emperatriz Eugenia rodeada de sus damas de compañía, 1856, del pintor alemán Franz Winterhalter, Compiègne, Francia.)

14 de enero de 2014

Lo tendencioso de un estilo y una época o una misma historia y sus diversas formas de contarla.



Hubo un momento en que el Arte dejaría de ser libre en el Renacimiento. Con Botticelli, por ejemplo, comprobamos que, cuando su conversión piadosa de finales del siglo XV, la mitología como pasión desbordante, pagana o reminiscente de lo más abyecto o terrenal del hombre, dejaría de ser un motivo válido para ser representado en los lienzos renacentistas. Y, entonces, ¿cómo expresar las más bajas pasiones humanas sin el ardor carnal o visceral de unos seres míticos tan depravados? Porque para el mejor simbolismo efectivo de lo más depravado del mundo los griegos idearon el centauro, un paradigma de los más bajos instintos de los hombres. Aunque algunos centauros fueron diferentes -como el centauro Quirón, por ejemplo-, la mayoría de ellos representaban las cualidades más deplorables y despreciables de los hombres. En una secuencia lineal y cronológica he querido mostrar las diferentes formas en que, a lo largo de la historia artística, los creadores han compuesto una concreta leyenda mitológica.

Deyanira fue la tercera de las esposas que tuviera el héroe legendario Hércules. Una vez tuvieron que cruzar los dos el caudaloso y peligroso río Eveno, pero sólo habría una pequeña barca donde hacerlo, teniendo para cruzar ahora el río que hacerlo de uno en uno. Así que, junto al viejo barquero, pasaría primero Deyanira para, luego, en la ribera opuesta, esperar Hércules a que el barquero fuese por él. Pero, escondido tras unos matorrales de la orilla, el terrible centauro Neso -un ser vil y desalmado- asaltaría violentamente a la ninfa Deyanira. De ese modo fue como el centauro trató de raptarla para aprovecharse de ella satisfaciendo así sus más bajos instintos animales. Porque esto no sería un rapto vengativo, ni económico, ni bélico, ni matrimonial siquiera, sólo fue el deseo más depravado y sin freno que, de seguro, sólo esos crueles y salvajes seres mitológicos tuvieran. Hércules solo pudo hacer uso de su arco para poder evitarlo, consiguiendo herir al centauro Neso desde la orilla opuesta. Neso ofreció antes a Deyanira un engaño, una túnica encarnada y ocultamente envenenada para que, cuando perdiese Hércules alguna vez por ella el deseo, éste se la pusiera y así ella volver entonces a recuperarlo. Tiempo después Deyanira haría eso cuando comprobase la pasión de Hércules por otra ninfa, pero, sin ella saberlo, esa tela maldecida acabaría abrasando ahora la piel del héroe. De esta forma moriría el semidiós olímpico, por la mano inocente y engañada de su esposa.

Desde el siglo XV hasta el XIX los pintores plasmaron en sus creaciones una determinada forma de componer la leyenda del rapto de Deyanira. También según la ideología artística de cada época, es decir, según la forma o el estilo en que el pensamiento del momento condicionara a los creadores cómo debían expresar la historia. Durante el Renacimiento -sobre todo en sus inicios- la voluptuosidad más depravada fue absolutamente irrepresentable en el Arte. Por ejemplo, Botticelli quiso dejar claro el triunfo de las virtudes humanas sobre sus manifestaciones más depravadas. Con su obra Palas y el Centauro, el pintor conminaría a este último a ser sojuzgado por una maravillosa e inteligente mujer -la diosa Palas o Atenea-, una deidad griega que posaría su mano ahora sobre la cabeza del centauro, un maldecido ser que, convencido ya, comprenderá las ventajas de ascender su parte más humana sobre la más animal o lujuriosa. Años después el gran pintor Rafael -epígono magistral del más elaborado Renacimiento- crearía un extraordinario fresco para la Villa farnesiana. Un gran fresco donde primaría la grandeza del amor más sublime triunfando sobre todas las criaturas y expresando así el triunfo platónico al que podría aspirar el hombre. Pero mucho antes de eso el pintor cuatrocentista Antonio Pollaiuolo (1432-1498) había mostrado ya la escena más embarazosa de aquel rapto mitológico. Una escena entonces impúdica que, con sus iniciales trazos prerrenacentistas, dejaría muy claro el duro sentido de la ofensa: el descarado y brutal asalto sexual a la bella Deyanira mientras Hércules, decidido, trataba de rescatarla.

Pero algo fue cambiando con los años, y las modas artísticas y sus creadores reflejaron ese cambio con el sesgo subjetivo expresado en cada narración de la leyenda. El relato mitológico dejaba claro el motivo lujurioso del rapto y los creadores debían así expresar una forma de mostrarlo. Es decir, que debían ser representadas con algunas de esas libertades artísticas con las que ellos pudieran entonces expresarlo. Continuamos ahora con el sutil Manierismo, una tendencia artística que serviría de puente entre el abnegado Renacimiento y el explosivo Barroco. En su obra El rapto de Deyanira el pintor manierista Bartholomeus Spranger nos representa ahora solo los perfiles más humanos del bestial y derribado centauro. Luego nos expone a Deyanira como una magna triunfadora de su estado, muy agradecida entre los brazos victoriosos de su héroe. Pero nada mínimamente sórdido expresado en este lienzo, como solo el Manierismo pudiera concebir crear cualquier afrenta de cualquier historia o leyenda. Después, con el barroco más clasicista del pintor italiano Guido Reni, el Arte elaboraría una escena de gran esplendor artístico, de una armonía y belleza clásicas donde la grandiosidad de la composición se erige sobre cualquier otra cosa. Sutilmente, el pintor separa aquí algo más a una exaltada Deyanira -que se acrecienta por sí sola sin acudir a nadie en su infortunio- de un ahora menos monstruoso centauro. Éste aparece incluso con un rostro y un gesto algo más embellecido, dejando la impresión del infame acto con la ambigüedad ahora de haber sido, si acaso, más una admiración hacia ella que un perverso hecho envilecido. Tal era la extraordinaria sublimidad y espectacularidad de Guido Reni y su magnífico clasicismo barroco.

Algo más tarde llegaría el siglo Prerromántico, una tendencia más suave en el Arte, más melodiosa, endulzada o acrisolada dulcemente, pero, también, emocionalmente vertiginosa. Vemos ahora dos obras de este especial momento dieciochesco, un siglo racional y frío pero que empieza a coincidir con balbuceantes formas de un cierto sentimiento explicitado, algo que, dentro de poco tiempo, arrasaría con un ferviente nuevo estilo la forma de entender el mundo y sus pasiones: el Romanticismo más desgarrador. Así es como el apasionado pintor italiano Gaspare Diziani (1689-1767) compuso su versión mitológica del rapto de una forma totalmente diferente. Con la imagen de una Deyanira que mira fijamente a su héroe, hacia su salvador y amado esposo. Y, por primera vez, incluye el pintor un cuarto personaje -un dios menor de los ríos- que representa al viejo barquero atropellado por el vil asalto del centauro. Esta es una libertad artística del momento histórico -el siglo de las luces y del humanismo más ferviente-, donde se reconocen la presencia de esos secundarios y plebeyos personajes. En la siguiente obra de otro creador del mismo siglo, Louis Jean François Lagrènèe (1724-1805), observamos también al anciano personaje abatido tras pasarle el centauro por lo alto. Aquí vemos una composición característica de ese endulzado periodo -una mezcolanza de Rococó y Neoclasicismo- con sus colores melodiosos o apagados. También apreciaremos el semblante sonrosado y doliente de una Deyanira abatida que, ahora, con su mano, se dirige hacia su héroe expresando así el gesto de una sentida pareja alejada de su esposo. Esta tendencia estilística del siglo XVIII suavizaría incluso la parte no humana del centauro, embelleciendo más aún su piel animal con un ahora suave y dulce color blanco.

Y llegamos por fin al último siglo que glosaría en un lienzo las diversas sensaciones de esa leyenda mítica del centauro y de Hércules. Del siglo XIX expongo cuatro imágenes para comprender la complejidad del Arte en esa época. Comienzo por el Academicismo correcto de Jules-Élie Delaunay (1828-1891). En su Muerte del centauro Neso, ¿qué personajes observaremos aquí? Porque no menciona el título de la obra ni el rapto ni a Deyanira, ni siquiera a un Hércules invicto. Es ahora solo la muerte del centauro lo que expresa su autor. Un gran giro en la leyenda, el mismo cambio histórico que haría por entonces, durante el año 1870, el mundo y el Arte. ¿Por qué? Pues porque el mundo había cambiado entonces por completo. El Romanticismo ya pasó, el Realismo se implantaba, pero además un Decadentismo comenzaría a enfrentarse entonces con un Academicismo pragmático y prevalente. Por tanto algo se envolvía en un nuevo y deseado gesto cultural: la pulcritud de lo verídico, es decir, de lo que debía ser representado fielmente a la realidad pero, sin embargo, sin involucrarse del todo ni sentimental, ni moral, ni política o religiosamente. 

Del mismo modo, el pintor español José Garnelo (1866-1944) trataría de contar luego con trazos más verídicos cómo debió ser la escena real de aquel rapto. Porque ahora sí que demuestra el creador español que fue un asalto sexual y motivado solo por ello. La voluptuosidad la señala el autor claramente en los personajes retratados, esos mismos seres con los que el pintor tituló su obra. El Realismo decimonónico le permitiría hacerlo sin pudor. Incluso se permite el pintor ofrecer un cierto halo retador de triunfo al centauro Neso frente a un Hércules ahora más inseguro. Por último, dos extraordinarias obras del Simbolismo de finales del siglo XIX. Porque esta maravillosa tendencia revuelve aquí por completo la leyenda y reivindicaría también la heroicidad más insigne de la misma. En su caso, Arnold Böcklin transformaría absolutamente -con su singular forma de hacer Arte- el mito de ese rapto. Ahora no vemos al gran héroe Hércules por ningún lado, solo otra cosa distinta, algo muy propio de finales del siglo XIX, un tiempo -el año 1892- donde por entonces la mujer comenzaría a enfrentarse con la masculina sociedad tradicional y su destino en ella.

De ese modo, el pintor Böcklin opone un Centauro sorprendente a una Deyanira poderosa, una mujer ahora aquí más arrogante y fuerte. El simbolismo nuevo de la imagen refleja sólo como humano el rostro de la bestia, lo demás no lo es, o lo es mucho menos. Y además indica en su rostro humano el sorprendido ademán de un fatal golpe recibido por el brazo de una fuerte luchadora, más que por el de una frágil víctima acosada por un monstruo. El otro lienzo simbolista es del pintor alemán Franz von Stuck, un creador que retoma la figura excelsa del gran héroe, un símbolo por entonces -finales del siglo XIX- del hombre más poderoso, del super-hombre nietzscheano que salvará a la humanidad de los desolados atropellos malignos o de lo más denigrante y desalmado. Y, con tantas maneras de hacerlo o de representarlo, finalmente, ¿dónde estará la verdad, si es que ésta importa algo? Porque, ¿importará la verdad? En absoluto. Realmente el Arte no está ni estará para eso. Es el Arte una parte de la verdad pero no toda la verdad. Y así los creadores supieron siempre entenderlo. Al final se tratará tan sólo de Belleza: de mensaje embellecido, de propuesta embellecida o de información embellecida. De lo que queramos que sea, pero, eso sí, solo en el Arte la expresión de un maravilloso momento embellecido.

(Obra del pintor cuatrocentista Antonio Pollaiuolo, Hércules y Deyanira, siglo XV, museo de Arte de Universidad de Yale, USA; Óleo Palas y el Centauro, 1482, Sandro Botticelli, Galería de los Uffizi, Florencia; Fresco El triunfo de Galatea, 1511, Rafael Sanzio, Villa Farnesina, Roma; Óleo Hércules y Deyanira, 1585, del pintor manierista Bartholomeus Spranger; Lienzo de Guido Reni, El rapto de Deyanira, 1621, Museo del Louvre; Obra El rapto de Deyanira, Gaspare Diziani, c.1750; Obra El rapto de Deyanira por Neso, 1755, Louis Jean François Lagrénée, Museo del Louvre; Óleo Muerte del centauro Neso, 1870, Jules-Élie Delaunay; Obra del pintor español José Garnelo, Hércules, Deyanira y Neso, 1888, Real Academia de San Fernando, Madrid; Obra simbolista de Arnold Böcklin, Deyanira y Neso, 1892; Lienzo simbolista, Hércules y Neso, 1899, Franz von Stuck.)