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22 de enero de 2014

La imagen como comunicación humana es, como la experiencia mística, anterior al lenguaje.





El pintor de origen suizo Johann Heinrich Füssli, también conocido como Henry Fuseli (1741-1828), iniciaría la senda del Romanticismo más innovador antes incluso que cualquier otro creador artístico lo hiciera. Se adelantaría con sus innovadoras obras a los Simbolistas, a los Expresionistas e, incluso, a los Surrealistas. Pero, sobre todo, este pintor extraordinario plasmaría en sus obras el espíritu más onírico y fabuloso que creaciones no místicas pudieran ahora llegar a expresar en una obra de Arte. ¿Qué mejor lenguaje expresivo para entender la solitaria, inesperada, balbuceante y hermosa imagen iconográfica? Porque sólo las imágenes artísticas nos sorprenderán, nos abrumarán o nos sobrecogerán, pero también nos emocionarán. Y algunas imágenes hasta nos encantarán con su belleza. Nos dejarán abrumados sin forma ahora alguna de poder expresar nada más con palabras. Es decir, sin nada más que imágenes para poder lograr entender, mínimamente, lo que traten ellas de comunicarnos sin apego. 

Es como sucediera con el misticismo, una forma de comunicación trascendente pero también sin palabras, un tipo de enlace inmaterial o de vínculo especial con otra cosa sofisticadamente inaccesible, tanto como lo pudiera ser también el Arte. En los místicos, por ejemplo, la visión que ellos tendrían en sus experiencias extáticas les produciría una especial sensación de gozo, de algo imposible de expresar con palabras. Algunos sí lo hicieron, no obstante. En mí yo no vivo ya, y sin Dios vivir no puedo; pues sin él y sin mí quedo, este vivir ¿qué será?, nos dejaría escrito el poeta místico español Juan de la Cruz en el siglo XVI. En otra ocasión, trataría este mismo santo cristiano de explicar con palabras lo que sus ojos interiores tan sólo viesen: El efecto que hacen en el alma estas visiones es de quietud, iluminación y alegría a manera de gloria, también de suavidad, de limpieza y de amor; de humildad, inclinación o de una verdadera elevación del espíritu en Dios.

Porque uno de los rasgos que más definen una experiencia mística, según el filósofo norteamericano William James (1842-1910), es la inefabilidad, es decir, la incapacidad para poder expresar algo con palabras después de haberlo experimentado. Dirá el filósofo James: El sujeto místico afirma que su experiencia desafía la expresión, que no puede darse en palabras ninguna información que explique el contenido. Por ello no puede más que experimentarse individualmente, no es algo posible de transmitir o comunicarlo a los demás. Ya en el Paleolítico medio (hace 130.000 años aprox.) el hombre primitivo conseguiría balbucear experiencias místicas mucho antes de que pudiesen transmitirlas de algún modo inteligible. El cerebro humano desarrollaría, mucho antes que otra habilidad o cosa, el mecanismo de la conciencia de la incomprensión de lo anhelado, de lo imaginado o de lo fantaseado, y esto solo lo pudo hacer el hombre con imágenes interiormente visionadas. 

El lenguaje humano estructurado fue posterior, fue la manera en que luego se pudo ya transponerle o transmitirle a otro, a un tercero, lo que íntimamente habría podido solo un sujeto inspirado antes sentir en sí mismo. Es como pintar o como tratar de describir lo que vemos en un lienzo -cualquier imagen creada en el Arte-, algo esto lo representado, sin embargo, que tan sólo consiguió otro -en este caso el pintor- poder ver antes él solo. A pesar de que es precisamente lo que hago a veces, reconozco que es innecesario hacerlo a veces. Pero hoy quiero hacerlo justo ahora sin palabras, tan sólo mostrando las maravillosas -en su acepción más genuina- creaciones de este fascinante pintor y artista romántico tan extraño. En su inenarrable obra está ya todo dicho. Disfrutémosla como se disfruta de un mundo diferente, misterioso y atractivo; de un mundo que sólo con mirarlo se consiga ahora, tal vez, aquello que el gran poeta místico español dejara escrito muchos siglos antes:

Vivo sin vivir en mí, y de tal manera espero,
que muero porque no muero.


(Fragmento de un verso del poeta español San Juan de la Cruz)

(Reproducción de la obra de Henry Fuseli, El íncubo abandona a las bellas durmientes, 1793. Vídeos con obras del mismo pintor romántico.)

19 de enero de 2014

El momento anterior a la tragedia, el instante creador de mil acciones, o la belleza de lo incierto.



La Literatura clásica fue siempre un motivo de inspiración para los pintores de todas las épocas. De hecho, la poesía, como la mayor representación excelsa de aquélla, sería comparada con la pintura: Así como la poesía, así la pintura, diría el famoso adagio clásico latino. Aunque, luego acabaría demostrándose esa máxima clásica más como un alarde de interpretación acomodaticia que como una realidad estética objetiva. Pero, entonces, ¿cómo es posible compendiar en el encuadre limitado de un pequeño espacio -el lienzo pictórico- la narración poética de varios momentos sucesivos ahora en un único tiempo, en un solo instante? Porque el pintor o el escultor encierran su creación en un instante único, arriesgándose a elegir el momento más idóneo o el más abierto o el más inspirado de todos. Y lo hacen así para que la imaginación de los otros, de los que vean la creación, pueda hacer el resto. La cuestión -además de elegir la creación compositiva más estética- es, entonces, ¿cuál momento o instante elegir de todos? En la tragedia -la temática más clásica-, por ejemplo, los pintores no debían mostrar nunca el mayor instante de dolor o el de más extrema pasión. Y no debían hacerlo así porque con ese instante elegido acabaría cualquier posible deducción posterior. Ya no se podría ir, imaginativamente, más allá. Estaría fijado para siempre ese sombrío -trágico- momento elaborado, haciendo su visión con el tiempo más una pantomima de su pasión que otra cosa. Perdería entonces el alarde representado su fuerza con las veces de mirarlo. Porque no sería más que un instante sin avance, una esencia definida, una realidad finalizada, sin pensamiento causado, sin ofrecer al que lo mira la oportunidad, aún, de poder decidir así otra cosa.

Medea fue quizá la tragedia griega más desoladora, la más dura, la más dramática o la más desesperadamente cruel. En ella una madre acaba con la vida de sus hijos en un paroxismo de pasión, venganza, celos y sufrimiento inevitable. Contaba la leyenda mitológica, antes de que el poeta trágico lo narrase, cómo Jasón -el héroe de los Argonautas- llega por fin a su destino, la Cólquide, el reino no griego del rey Eetes. Y ahí su hija Medea acabaría arrebatadoramente apasionada por Jasón. No puede ella apartar ya su mirada de él. La locura de amor se reflejará muy pronto en su delirio. Ante las dificultades del héroe griego por conseguir el Vellocino de oro, Medea le ayuda siempre, salvándole incluso de la muerte. Así consigue por fin Jasón su objetivo, para, pronto, acabar él luego por marcharse. Y ella también lo hará, a pesar del rechazo de su propia familia. Medea terminaría hasta matando a su hermano Apsirto cuando tratara éste de evitar su huida. Y subirá ella al fin a bordo del navío Argo para cruzar con su amado Jasón el Helesponto. Pero, se detuvieron antes de su destino final -el azar indecente- en el istmo griego del reino de Corinto. Su rey Creonte recibirá al héroe griego entusiasmado, ofreciéndole ahora incluso la mano de su hija, una hermosa y prometedora griega como él.

Así que Medea -la no griega- quedará ahora como una vulgar concubina a pesar de haber engendrado con Jasón dos hijos antes. Y aun así la nueva esposa, la hermosa griega de Corinto, trata ahora de desterrar a Medea incluso sin sus hijos. Pero, surge de pronto ya el conflicto, el pavor, el dolor y el estruendo más pavoroso de la vida, esa llama mortífera que, poco a poco, empieza a arder y no podrá ya parar ni controlarse. En el siglo IV, a.C. -cien años después de que el poeta griego Eurípides crease su famosa tragedia Medea- un pintor griego, Timómaco de Bizancio, compuso una obra pictórica con la figura estética de la trágica celosa mítica. Pero, para entonces, debía reflejar en su obra de Arte la expresión más elocuente, la que más belleza consiguiera poseer en una única escena retratada. Y este creador pictórico de la Antigüedad griega no elegiría el degollamiento de los niños, ni el sangrante instante de una espada, no, para nada en absoluto. Para él, para el primer pintor que la crease en un cuadro, la eximia hermosura de un retrato debía cumplir con el sagrado momento de lo eterno. Y eligió entonces Timómaco la indecisión, la duda espantosa o la terrible lucha interior entre la pasión y el sentido.

El gran poeta y escritor griego Eurípides en su famosa tragedia Medea relataba así ese crítico momento:  ¿Por qué me volvéis, mis hijos, la mirada hacia mí, dedicándome esa última sonrisa? ¡Oh, no, no, alma mía, no lo hagas; infeliz, no cometas tal crimen! ¡Déjales, a tus hijos perdona! Pero no, yo no voy a dejar a mis hijos que sean ultrajados. Comprendo qué crimen tan grande voy a osar; pero en mis decisiones impera la pasión, que es la mayor culpable de los males humanos... Y es justo ese preciso momento el que el pintor clásico griego elegiría para componer su inspirada escena pictórica trágica. Siglos después, la escuela romana de Pompeya elaboraría un fresco para la pompeyana Casa de los Dioscuros, una obra pictórica donde también se plasmaría ese mismo instante clásico. Medea está ahora en el fresco pompeyano de pie, a la derecha de la obra, mientras sus hijos juegan seguros al cuidado de su preceptor. Aquí aparece ahora una serena Medea con el silencio atronador más espantoso, ese mismo silencio que antecede al momento trágico de la fatídica ejecución de su crimen. Pero, sin embargo, nada hace presagiar aún que algo tan terrible se vaya a cometer, ni que se cometa.

No fue así como el gran pintor francés Delacroix expuso luego, con su Romanticismo decimonónico tan apasionado, el momento trágico elegido para retratar aquel drama clásico. En su Medea furiosa del año 1838, el extraordinario creador romántico avanzará más allá de una simple diatriba psicológica. Porque aquí describe Delacroix el instante donde toma a sus hijos una Medea decidida y les arranca los vestidos por el esfuerzo de asirlos ante su fatídica arma, un cuchillo mortal que acabará pronto con sus vidas sin remedio. La diferencia en Delacroix es el gesto; allí -en el icono clásico de Timómaco-, sin embargo, la mirada. En el Romanticismo el gesto prima siempre sobre la mirada. Un ademán, el gesto, que no sería lo que ni Timómaco ni el fresco pompeyano señalaban como la más virtuosa forma de representar una bella escena en un cuadro. Porque con el gesto es ira vengadora, pero con la mirada es meditación reflexiva. En uno -Delacroix- es el hecho inminente trágico; en el otro -Timómaco- es el instante indefinido anterior a todo eso.  Porque en la obra clásica griega se trataba de reflejar todo el drama, no la resolución final irreparable. Toda la narración trágica estaría entonces concentrada en un sólo momento, en un instante único que no muestra aún nada, esperanzador incluso, que dejará así a los que lo veamos luego la ocasión que nos enseñe que aún hay tiempo, que lo habrá, que todavía todo puede ser distinto, de pensar, de sentir, de poder decidir ahora así otra cosa...

(Óleo romántico de Eugène Delacroix, Medea furiosa, 1838, Palacio Bellas Artes de Lille, Francia; Boceto para su obra Medea y Jasón, del pintor prerrafaelita John William Waterhouse, 1906; Fresco pompeyano, casa de los Dioscuros, Medea debate asesinar a sus hijos, basado en una obra anterior clásica griega, siglo I, d.C., Museo Arqueológico de Nápoles;  Obra Galería de pinturas romana, 1866, del pintor clasicista Alma-Tadema, en esta obra se observarán obras clásicas antiguas, como la Medea pintada por Timómaco en el siglo IV, a.C.; Fragmento del mismo cuadro anterior, donde se apreciará aquí ampliada la obra de Timómaco de Bizancio, una Medea que, con su mirada, recreará así la obra más conseguida de belleza, con esa sensación ahora de belleza que buscarían ya los clásicos grecolatinos -según dicen, el propio Julio César la admiraría tanto que llegaría a comprarla, por muchos talentos, para el templo de Venus en Roma.)

22 de noviembre de 2013

Muchas voces veremos renovadas, pero ninguna habrá que no se altere.



El rompedor pintor francés Gustave Moreau (1826-1898) habría dicho una vez algo así: Hubiese preferido pintar iconos bizantinos que cuadros tradicionales.   Su decadentismo fue anterior al de todos, incluso al de los Simbolistas, del que hizo escuela y sería un precursor. Pero, la Historia volvería a condicionarlo todo siempre con el tiempo. Estamos condicionados en nuestra vida personal mucho más de lo que creemos por la Historia, por lo medioambiental de sus grandes acontecimientos, por lo más visceral o sangrante de una sociedad tan cambiante como contradictoria. El pintor Gustave Moreau vivió una terrible experiencia personal en la Guerra Franco-Prusiana del año 1870. También vivió la terrible experiencia de las pesadillas históricas posteriores a la contienda, así como la postración política que acusó Francia luego y los estigmas sociales tan injustos y desgarradores para sus compatriotas. Pero, además, el pintor francés acusaría en su Arte las propias tragedias personales de su familia y hasta de su propia amante. Pero, sobre todo, el gran y peculiarísimo creador decadentista francés acabaría obsesionado por lo diferente, por lo hierático, por lo onírico, o por lo en exceso ornamental y metafísico. La sociedad occidental del último cuarto del siglo XIX (entre los años 1875 y 1895 aproximadamente) vino a reaccionar culturalmente con una mezcolanza de sentimientos de retorno, de postración, de rechazo, de huida y de sensualismo que acabaría por denominarse Decadentismo. ¿Cómo no tendría sentido todo eso después de haber vivido un clasicismo, un realismo y un rigorismo imperial tan poderoso? Porque Francia había vuelto a ser otra vez un imperio desde que Napoleón III -sobrino del gran Napoleón- consiguiese erigirse de nuevo en poder imperial en el año 1850. Entonces el país alcanzaría una preeminencia política, económica y cultural extraordinaria.

Porque después del Romanticismo -al advenimiento de este segundo imperio- los franceses volvieron de nuevo a la perfecta medida de los sentidos culturales más clásicos, pero ahora con un bagaje intelectual, cultural y artístico más desarrollado. Pero cuando todo eso se perdiese, trágicamente, en el conflicto bélico del año 1870 a manos de un nuevo poder emergente -el unificado imperio de Alemania-, el inconsciente colectivo francés trataría de encontrarse a sí mismo y recuperar así su espíritu perdido y aquel sentido nacional tan grandioso de antaño. El gran poeta latino Horacio (siglo I a.C.) dejaría escrito en uno de sus grandes versos: ¿Quién hará que la gracia y la hermosura de los idiomas viva y permanezca? Muchas voces veremos renovadas que el tiempo destructor borrado había; y, al contrario, ya olvidadas otras muchas que privan en el día; pues nada puede haber que no se altere cuando el uso así lo quiere, ya que es éste de las lenguas dueño, juez y guía.   Eso mismo sucederá también en el Arte. En el siglo del positivismo y el cientifismo más progresista (el industrial siglo XIX), cuando entonces la sociedad culminara una Revolución Industrial no conocida antes en la historia, algunos creadores miraron de nuevo hacia atrás para impulsar ahora, sin embargo, un avanzado, contrario y simbólico modo de ver y entender el mundo. Y ya no pararía. Seguiría después con los simbolistas y con los modernistas, y enlazaría más tarde a los expresionistas, a los cubistas y a los surrealistas. El mundo habría cambiado entonces para siempre. Pero, cuando Gustave Moreau pinta sus obras decadentistas-simbolistas, justo antes y durante del final de aquel ocaso imperial francés, no podría siquiera imaginar lo que la historia mantendría, sin embargo, todavía oculto en su regazo.

Entre los años 1865 y 1870 pinta Moreau tres obras de una misma temática artística: Diomedes devorado por sus caballos. La mitología griega contaba esta cruda leyenda trágica: El rey de los tracios Diomedes había criado unos salvajes caballos -yegüas en este caso- dándoles de comer carne de otros animales. De ese modo se habían hecho más fuertes y poderosos que los caballos normales. El envidioso Euristeo -otro rey competidor- le encargaría entonces al gran héroe griego Hércules que acabase con esos peligrosos caballos fulminantemente. Uno de los trabajos famosos que al gran héroe mítico le encargan hacer fue la captura de esos feroces animales devoradores de carne. Lo conseguiría Hércules al final de su intento heroico y terminaría llevándose luego todos esos equinos asesinos del reino de Diomedes para siempre. Pero, antes, un ejército tracio al mando de ese rey infame asaltaría los caballos por el camino, luchando ahora con Hércules. Vencerá el héroe griego y acabaría encerrando a Diomedes junto a sus caballos salvajes, donde éstos terminarían por devorarlo. De esa forma tan terrible, con la feroz y cruel imagen de la devoración de Diomedes, pintaría Moreau sus tres semejantes obras de Arte, todo un símbolo filosófico de la destrucción del ser por los mismos medios que el propio ser crease antes. Esas representaciones proféticas de Moreau se adelantaron a la decadencia social de los años posteriores a la batalla de Sedán -la batalla de 1870 donde Francia perdió frente a Alemania-, a la postración cultural llevada a cabo luego por los creadores decadentistas -poetas y escritores sobre todo-, y al final de un siglo XIX con muy pocos claros por entonces rasgos apocalípticos finiseculares. Toda una extraordinaria premonición la del pintor decadentista. Una premonición que alcanzaría, sin él llegar a sospecharlo, hasta las terribles trincheras sanguinarias de la Primera Guerra Mundial para, veinte años después, y sin remedio alguno, llegar a su más abominable y desastrosa secuela bélica posterior.

(Óleo Cierro la puerta tras de mí, 1891, del pintor simbolista y de la estética decadente Fernand Khnopff, Munich; Óleo Diomedes devorado por sus caballos, 1870, Gustave Moreau, Colección particular, Nueva York; Diomedes devorado por sus caballos, 1865, Gustave Moreau, Museo de Bellas Artes de Rouen, Francia; Diomedes devorado por sus caballos, 1866, Gustave Moreau, Museo Paul Getty, Los Ángeles, EEUU; Óleo Hércules y la Hydra, 1876, Gustave Moreau; Cuadro La Aparición, 1875, Gustave Moreau, Museo de Orsay, París; Retrato de Gustave Moreau, 1860, del pintor Edgar Degas.)

19 de noviembre de 2013

El sentido más universal del mundo entre un erotismo y una elegía.



El poeta irlandés William Butler Yeats (1865-1939) publicó en el año 1924 su famoso soneto Leda y el Cisne. En su poema modernista describe la seducción de Zeus a la hermosa ninfa Leda. Cuando esta ninfa griega caminaba una vez junto al río Eurotas se le presenta de repente un grandioso, armonioso y bello cisne blanco. Éste, sagaz, se le acerca temeroso aduciendo que una terrible águila le persigue sin piedad. Entonces la confiada Leda le acaba ofreciendo su tierna compasión tan ingenua. De ese modo, le deja sentir ella la maravillosa calidez de su cuerpo. Hábilmente Zeus termina por seducirla con su dulce apariencia inofensiva, absolutamente insidiosa, carnal e interesada. Trataría el poeta Yeats con sus versos encontrar una respuesta mitológica a los grandes problemas del mundo. En este poema compendia una visión global del mundo que tuviera el poeta irlandés, pero una visión más histórica y social que íntima o personal. Lo resumiría una vez Yeats con esta frase alegórica: Todo acabará irremediablemente perdiéndose ante el engaño, la insidia y la violencia... (se refería a la pérdida de Irlanda por Gran Bretaña ocasionada por los años difíciles y duros de mala convivencia.)

De pronto un golpe: las
alas se agitan aún más
sobre la mujer temblando,
acarician sus muslos
las palmas oscuras, su nuca,
que el pico sujeta
firme, estrecha ahora el pecho
contra el pecho.
¿Cómo podrían los dedos
aterrados, débiles,
alejar a esta gloria
emplumada de sus muslos
entreabiertos?
¿Y cómo puede el cuerpo,
enfrentado a ese blanco torrente,
no sentir contra su pecho
los latidos de su extraño corazón?
Un estremecimiento en las
entrañas y se engendran
el muro echado abajo, el
techo y torre ardiendo
y Agamenón muerto.
Atrapada
y dominada por la sangre
salvaje del aire,
¿habrá ella recibido, además
de su fuerza,
cierto saber antes de que el dios,
ahora satisfecho, la dejara caer?

Leda y el Cisne, del poeta William Butler Yeats, 1924.

Desde el Renacimiento los pintores -Leonardo y Miguel Ángel- habían tratado de combinar la imagen de la inocente Leda con la del seductor cisne-dios. Su representación iconográfica no dejaba por entonces de connotar una erótica manifiesta en la sinuosa forma del ave, ahora falsamente candorosa. Su blancura, su cuello alargado, su plumaje sedoso y abultado, serían unos rasgos que acercarían su imagen a una evidente simbología sexual. Los creadores lo sabían y llegaron a eternizar de alguna forma esa estética en sus lienzos. Pero, claro, siempre y cuando la sutileza y la habilidad lo permitieran artísticamente. Sin embargo, la figura tan seductora del cisne, su alarde zoofílico, no permitieron que esas representaciones fueran aceptadas,  salvo que éstas no dejaran traslucir demasiado ese evidente sentido sexual. Miguel Ángel crea en el año 1530 un boceto que otros creadores después vieron como la más sutil, bella, armoniosa o grandiosa forma de representar el mito. Así fue como Miguel Ángel compuso la más extraordinaria forma de plasmar en un lienzo una escena tan insinuante. El gran pintor Rubens (su taller propiamente) compuso en el año 1599 su obra Leda y el Cisne en homenaje al insigne maestro florentino. Otros también lo harían, o lo intentarían. Pero la historia del Arte no conseguiría que prosperara esa visión insinuante más allá de la belleza conseguida de Miguel Ángel, una visión que éste hiciera con esa representación sexual tan eróticamente sublime. Es decir, con esa forma de crear que sólo tienen los grandes para obtener al mismo tiempo belleza y claridad, mensaje erótico y aceptación artística. ¿Se pudo conseguir hacer después lo mismo? Nunca. En otras obras de este mito se observa o a la bella mujer alejada del cisne -un símbolo sagrado entre lo humano y lo divino-, o apenas tocando ella tiernamente parte de él -un alarde insinuado-, o se ve la burda forma de combinar lo explícito con lo mítico, es decir, de realizar una obra sexualmente impactante -a veces artística- para llegar a decir con dentelladas lo que pudo ser dicho con calma.

Sin embargo, el mito legendario sí que pudo expresar en su relato lo que era aquello sin problemas. La mitología lo relataba muy claro y lo pudo exhibir así, de esa forma tan explícita con que lo contaba. Porque fue entonces el deseo más desaforado lo que llevaría al dios griego a transformarse en un sensual cisne blanco. Porque fue un engaño lo que le llevaría hasta Leda para obtener una satisfacción sexual. Así, como la vida misma, como la misma historia de siempre. Luego aquella unión inapropiada llevaría a producir las consecuencias más funestas entre su descendencia... Según el mito, Leda concebiría dos huevos, uno de su esposo y otro de su amante-ave. De uno nacería Clitemnestra -esposa adúltera y asesina-, del otro Helena -amante propicia para una guerra-. Ambas provocarían el mayor desastre legendario y causarían el más desafortunado trance bélico -carente de sabiduría- que acabaría con Troya y con el rey griego que promoviera esta guerra, Agamenón. Y ese fue el sentido que el poeta irlandés quiso expresar en su verso modernista: que las intenciones engañosas, aunque apasionadas y justificables a veces, terminarán siempre luego en contra de quienes las crearon o promovieron -el poeta hacía referencia a la independencia de Irlanda frente a las cariñosas insinuaciones históricas de Gran Bretaña-. Tan sólo el Arte -la poesía y la pintura- conseguirá con sus obras poder trasladar un sentido pasional, visceral y escatológico a otro sublime, universal, bello o emocionalmente reconocible...

(Obra Leda y el Cisne, después de Miguel Ángel, autor desconocido, siglo XVI, National Gallery, Londres; Óleo de Rubens, Leda y el Cisne, 1599, Galería de Pinturas de Dresde, Alemania; Cuadro del pintor simbolista Gustave Moreau, Leda y el Cisne, 1865; Escultura griega Leda y el Cisne, siglo I a.C., escuela ática, Museo Arqueológico de Venecia; Lienzo Leda y el Cisne, 1660, del pintor barroco Pier Francesco Mola, National Gallery; Obra Leda y el Cisne, 1886, del pintor Johann Hofman, Melbourne; Óleo Leda y el Cisne, 1560, Paolo Veronese, Museo Fesch, Ajaccio, Córcega; Obra Leda con el cisne y los niños, 1544, del pintor manierista Vincent Sellaer; Boceto de una obra desaparecida de Miguel Ángel, Leda y el Cisne, 1530; Grabado con una obra del pintor renacentista italiano Jacopo Ripanda, Leda y el Cisne, siglo XVI.)

7 de noviembre de 2013

La consolación del Arte, de la filosofía o de las creencias, al final, solo consolarán a éstas.



Uno de los poetas líricos de la antigüedad griega que comenzara componiendo cantos en homenaje a grandes gestas heroicas lo fue Simónides de Ceos (556 a.C-468 a.C). Sería él quien dijese: la poesía es pintura que habla y la pintura poesía muda...   De la leyenda griega de Dánae y Perseo crearía una famosa oda clásica. Esta leyenda y su mito contaban cómo el padre de Dánae -monarca de un mítico reino griego-, asustado entonces por una profecía que anunciaba que un hijo de ella -Perseo- acabaría destronándole, terminaría introduciendo a los dos -madre e hijo- en un arca y los lanzaría al mar para deshacerse de ellos para siempre. Acabarían, sin embargo, salvados por los dioses; por ese mismo dios -Zeus- que, meses antes, con su dorada simiente furtiva, lograse vencer el cerco poderoso -una torre cerrada- en el que estaba guardada y prisionera la hermosa Dánae. Y el poeta jonio escribiría el siguiente mítico verso elegíaco:
 
Cuando a la tallada arca alcanzaba el viento
con su soplo y la agitación del mar
la inclinaba a temer,
con las mejillas húmedas de llanto,
echaba su brazo en torno a Perseo y decía:
"Hijo, ¡por que fatigas pasas y no lloras!
Como un lactante duermes, tumbado
en esta desagradable caja de clavos de
bronce,
vencido por la sombría oscuridad de la noche.
De la espesa sal marina de las olas que
pasan de largo
por encima de tus cabellos no te preocupas,
ni del bramido del viento, envuelto en mantas
de púrpura, con tu hermosa cara pegada
a mí."


Pero, ¡claro!, Perseo nada temería por entonces, ya que era un semidiós, un gran héroe, ¡el hijo de Zeus! Para todos los demás, para nosotros los humanos normales, que nacemos y morimos y vivimos apurados entremedias, algunas cosas lacerantes de la vida nos superarán, despiadadas, y, entonces, necesitaremos consuelo... Lo apotropaico es un término de origen griego que hace referencia al fenómeno por el cual los seres humanos tratarán de alejarse del mal que los acecha. Para ello, para sentirse seguros, todo alarde psicológico servirá. Así, cualquier superstición, pero, también, cualquier otra cosa que conlleve un impulso de conservación inteligente.  El caso es consolarnos, y, para esto, los hombres idearon, inicialmente con los dioses y luego con sus propias promesas terrenales, todo lo que les llevara a recuperar aquella seguridad, ahora perdida, de antes.

La diosa Afrodita llegaría a adorar una vez tanto a un bello efebo griego, Adonis, que cuando éste desapareciera transformado por los dioses, no encontraría la diosa de la belleza consuelo alguno de tanto sufrir.  El dios Apolo -dios racional y luminoso- le recomendaría entonces a la diosa que acudiese a los acantilados de la isla de Leúcade, donde él mismo había ido alguna vez, para tratar de saltar desde lo alto de sus rocas blanquecinas a las azules aguas del mar Jónico. Luego, le aconsejaba Apolo, saldría de las aguas del todo transformada, relajada y tranquila para siempre, habiendo olvidado ya de seguro todo lo que antes la hiciera sufrir. De ese modo comenzaría a conocerse por entonces el ritual legendario y sagrado de la isla de Leúcade...  Por que todo el mundo iría allí acuciado por sus cuitas o dolores, convencido de que Apolo les ayudaría a salir  después de sus profundas aguas sin peligro.  Liberándose así ya de todos los malos recuerdos y recobrando, al fin, la calma y  la felicidad perdidas de antes. Pero la leyenda no garantizaba nada de eso, sobre todo de salir indemne del peligro de sus aguas profundas y fieros acantilados. Muchos morirían ahogados, y otros despeñados, en los acantilados sagrados y míticos de la isla de Leúcade. Una de las personas más famosas de la historia que acudieron allí para consolarse fue la poetisa griega Safo (640 a.C-580 a.C). Ella saltaría en una ocasión desde lo alto de una de las rocas del blanco acantilado griego de Leúcade por última vez en su vida. Moriría Safo allí, después de no haber sido correspondida, al parecer, por el amor de un tal Phaón...  ¿Quiso redimirse ella verdaderamente, o sólo morir? La historia no lo aclararía, del mismo modo que tampoco su leyenda es del todo fiel a la verdad, ya que ésta fue compuesta siglos después de su muerte, cuando se quisiera mejorar la imagen sexual de la insigne y atormentada poetisa griega. Se inventarían por entonces el amor de ella por un remero jonio, para darle así  una más correcta interpretación a su vida y oscurecer, de este modo, su apasionado y conocido lesbianismo.

Fue ese mismo momento legendario, ese instante justo donde saltara inicialmente ella al vacío, el que el pintor neoclásico francés Antoine-Jean Gros (1771-1835) inmortalizaría en el año 1801 en su romántico lienzo Safo en Leúcade. Formado el pintor en las aulas neoclásicas de la época napoleónica, compuso Gros retratos y escenas propias de la gesta y la estética neoclásica. Pero, sin embargo, no pudo al final de su vida llegar a superar, artísticamente, el Romanticismo triunfador... ¿Tan sólo artísticamente? No, exactamente, porque sería, por un lado, el propio rechazo de su antiguo estilo neoclásico, por entonces para él algo decadente, lo que los críticos no le perdonaron en sus últimas obras; pero, también, sus propios problemas personales y conyugales le acabaron arrebatando, además, aquel consuelo... Ese mismo desconsuelo que retratara años antes, tan seguro por entonces de crearlo en un lienzo, distante y orgulloso además, con el retrato de su famosa heroína romántica, desfallecida ya para siempre. Un desconsuelo que, sin embargo, le haría sucumbir también a él, al igual que antes lo hiciera con su antiguo famoso personaje clásico. Morirá el pintor francés ahogado también en las oscuras, pero no tan profundas, aguas del río Sena, después de haberse lanzado del mismo modo a como, muchos siglos antes, lo hiciera su famosa malograda poetisa griega. Tan desolado y sobrepasado entonces el pintor francés por una ahora tan igual de despiadada, oprimida, dura y romántica pena.

(Óleo Safo en Leúcade, 1801, de Antoine-Jean Gros, Museo Baron Gèrard, Bayeux, Francia; Retrato de Antoine-Jean Gros, del pintor Francois Baron Gèrard, 1790; Detalle del lienzo del pintor Mattia Preti, Boecio y la Filosofía, siglo XVII; Cuadro barroco del español Pedro de Orrente, Sacrificio de Isaac, 1616, Museo de Bellas Artes de Bilbao; Obra del pintor prerrafaelita John William Waterhouse, Dánae y Perseo, 1892.)

24 de octubre de 2013

Si no soy yo, ¿quién, entonces, si no, debiera hacerlo...?



A finales del siglo XVIII se iniciaría el movimiento romántico en el Arte. Entonces algunos creadores se anticiparían en modernidad estética y en trascendencia espiritual a la realidad social de su época. ¿Qué motivaría a esos hombres y mujeres a hacer saltar por los aires la visión de las cosas o del mundo que sus antecesores les habían entregado poco antes? Uno de ellos lo fue el multifacético artista británico William Blake (1757-1827), otro el pintor inglés John Martin (1789-1854). Ambos buscarían lo mismo: otros encuadres diferentes, otros elementos de creación y otros lenguajes para expresar ahora cosas nunca antes expresadas así en la historia de la humanidad. ¿Qué influencia no recibirían ellos de sus propias experiencias personales para representar así, de esa radical forma de hacerlo, las visiones tan sublimes y, a la vez, tan desesperanzadas de las cosas del mundo? Pero curiosamente todas ellas, sin embargo, tan llenas de esperanza...

La Filosofía entonces contribuyó con el pensador alemán Kant a tratar de acercarse con la razón a cuestiones emocionales que nunca antes habrían sido manejadas de modo racional. Así, el pensador alemán escribiría una vez sobre lo sublime y sobre lo bello. Y lo haría con un lenguaje muy formal y aséptico, demasiado académico tratando ahora de otro modo cosas naturales de la vida, cosas sensuales no abordadas nunca antes de una manera tan intelectual o racional. Diría una vez el filósofo alemán: Lo sublime tiene que ser grande, con pocos adornos, más bien tirando a austero; mientras que lo bello ha de ser pequeño, lleno de adornos y detalles. Continúa diciendo Kant: El entendimiento es sublime mientras que el ingenio es bello. La audacia es sublime, pero la astucia es pequeña, por tanto bella. La gentileza es escasa, por lo mismo es bella. Luego están los seres que buscan lo amable, en éstos predomina el sentimiento de lo bello. Al contrario, los que buscan la ambición tienen un marcado sentimiento hacia lo sublime. Cuando hay personas que buscan todo eso junto las mismas tienen un carácter más hacia lo sublime que hacia lo bello.

Esta filosofía de la estética de lo sublime influenciaría a algunos creadores del Arte pictórico de entonces. Pero sin embargo otros artistas, poetas o escritores, expresarían con palabras esos conceptos nuevos, diferentes en su sentido final o en su emoción interior, ahora mucho menos racional que emocional en su sentido. Otros significados y otros sentimientos, pero de un modo muy sublime, casi metafísico... Perdidos además todos esos creadores -pintores o poetas- ahora en un desierto de inspiración ilustrada. Pero consiguieron, a pesar del extravío prerromántico de aquel momento, llegar a inmortalizar unas creaciones artísticas -tanto en verso como en lienzo- que sorprendieron años después a muchos buscadores de esa misma o parecida inspiración. En una de las obras literarias en verso más arrebatadoras de ese siglo XVIII nos dejaría escrito el creador británico William Blake:

Dime, ¿qué diferencia existe entre el día y la noche para quien vive
abrumado de dolor? Dime, ¿qué es una dicha?
¿En qué jardines crecen las alegrías?
¿En qué río nadan las penas? ¿Sobre qué montañas ondean las sombras
del descontento? ¿En qué moradas se alberga el miserable ebrio de
dolor olvidado y ajeno a la fría esperanza?
Dime dónde moran los olvidados pensamientos hasta que tú les llamas.
Dime dónde viven las dichas de otrora; dónde los antiguos amores.
¿Cuándo revivirán?, ¿cuándo transcurrirá la noche del olvido?
¡Ah, si pudiese atravesar tiempos y espacios remontísimos para aportar
consuelo a un pesar actual y a una noche de dolor!
¿Adónde te has marchado, pesar mío?
¿A qué distante tierra diriges tu vuelo?
Si volvieras a los presentes momentos de aflicción, ¿traerías en tus alas
consuelo y rocío y miel y bálsamo, o con veneno a los ojos del
envidioso extraído vendrías del erial desierto?

William Blake, Visiones de las hijas de Albión, 1793.


Aunque también ahora se pudiera escribir lo mismo que entonces -el tiempo no es frontera de emociones arrebatadas de momentos desolados-, como algún que otro poeta anónimo dejara escrito, ante las incertidumbres de un anhelo interior tan evanescente o efímero. Algo que, sin embargo, no alcanzaría ni el mismo sentido de aquel anhelo ni de ningún otro tan sublime como entonces, pero que, a cambio, plasmase ahora, sin demasiados alardes, algo semejante o algo que pudiera, ligeramente, parecerlo. Algo que además podría también entenderse como una justificación serena de vivir... O, quizás, tan sólo haber sido compuesto por el mero, simple, sensitivo o fugaz deseo de querer hacerlo:

Si no soy yo quien debiera soñar edenes,
¿quién, entonces, debiera hacerlo?
Si no soy yo quien debiera pensar promesas,
¿quién, entonces, debiera hacerlo?
Si no soy yo quien quisiera buscar belleza,
dime, ¿quién, entonces, si no, debiera hacerlo...?


(Óleo de William Adolphe Bouguereau, Un alma llevada al cielo, 1878; Aguafuerte de William Blake, Visión de las hijas de Albión, 1795; Obra del pintor John Martin, Las llanuras del cielo, 1851.)

14 de diciembre de 2012

Pero aquellas que el vuelo refrenaban, aquellas que aprendieron nuestros nombres, ésas no volverán.



El Arte tiene la virtualidad de recordar nuestros rostros y de mantener el pasado fijado en los ojos del porvenir. ¿Qué si no fue el impulso obsesivo de plasmar en lo que fuese las imágenes compuestas de nuestros antepasados? Así comenzaría el Arte, siendo un auxiliar de la memoria y un vínculo entre los muertos y los vivos, entre los recuerdos y la desmemoria. Pero, navegaremos con la proa de nuestras vidas sosteniendo la mirada tan sólo en el reflejo pictográfico de lo exquisito, de lo bello, de lo armonioso o de lo magistralmente creativo. Por esto sólo recordaremos mejor lo maravilloso o lo que más nos impresione la vista gratamente. Los creadores del Arte consiguieron satisfacer así su propia vanidad, su propio recuerdo creativo y artístico: solazando eterna la belleza de lo vivido, de lo existido o de lo imaginado en los ojos admirados, efímeros y sorprendidos de sus espectadores.

El artista norteamericano Ray Donley (Texas, EEUU, 1950) evoca en sus obras tanto el pasado como el presente. Genuino creador actual, consigue inspirar las inquietudes contemporáneas de lo humano con el genio inmortal y mágico de sus clásicos maestros eternos (Rembrandt, Caravaggio, Ribera). Porque para este pintor lo humano primará siempre sobre cualquier otra representación o característica estética. Son ahora rostros humanos -a veces ocultos-, pero también obsesiones, emociones o frustraciones, cualidades aparentes de la fugacidad de lo vivido o de la fragilidad del momento que, armoniosamente, compone así en sus obras de Arte contemporáneo. ¿Hay otra forma mejor de crear, después de haber alcanzado el Arte a reinventarse, que aquella que combine magisterio y audacia?

Cuando el escritor romántico Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870) se encontrase ante la encrucijada de enfrentar un Romanticismo empalagoso y decadente con el deseo de expresar las emociones de otra forma, alcanzaría el poeta español la gloria sin saberlo. En sus palabras conocidas o en sus verbos desgastados supo inspirar Bécquer genialmente el sentido más universal, permanente y emotivo de lo humano. A veces clasicismo y modernidad se han enfrentado por un inculto proceder manipulado. Son tan compatibles ambas tendencias como los contrarios necesarios, como el renacer y la destrucción, o como la existencia y el recuerdo. Gustavo Adolfo Bécquer supo combinar los elementos más eternos de la creación literaria, tanto como lo hicieran los maestros barrocos con sus lienzos. Así, el poeta español compuso versos que no sólo sonaban bien sino que expresaban lo más auténtico, profundo, intemporal y desgarrado que el ser humano haya sentido, sienta o sentirá jamás. En su Rima LXI, pocos años antes de desaparecer, dejaría el romántico poeta español escrito esto para siempre:

¿Quién, en fin, al otro día,
cuando el sol vuelva a brillar,
de que pasé por el mundo,
quién se acordará?

(Óleos del pintor norteamericano Ray Donley: Tristán, 2011; Isolda, 2011; Figura con capa amarilla, 2009; La crisis, 2010; Figura en rojo, 2011; El sueño, 2012; Figura con máscara blanca -Amelia-, 2010; Figura con Dupatta -larga bufanda asiática-, 2012; Tres máscaras blancas, 2012; La Perdida, 2010; La máscara de la cordura, 2011; El origen de la conciencia en el discurso de la mente bicameral, 2010.)

25 de noviembre de 2012

Perdidos, abandonados, olvidados, rechazados, algún Arte, como los recuerdos, acabarán así.



En una noche de primavera del año 2010 fueron sustraídas del Museo de Arte Moderno de París varias obras maestras del Arte. Entre ellas La Pastoral, del pintor fauvista Henri Matisse (1869-1954), una obra pintada en el año 1905 y representativa del impulso revolucionario en el Arte promovido por ese atrevido artista a comienzos del siglo XX. La realidad es que cuando algunas obras de Arte son robadas, si no aparecen pronto, lo más probable es que tarden muchos años, décadas quizás, en ser recuperadas, si alguna vez lo son. En otros casos las creaciones de Arte desaparecidas, perdidas o defenestradas no fueron robadas o apropiadas maliciosamente para saborear su belleza o cotizar su valor material; no, fueron destruidas impunemente y olvidadas luego tras una pérdida buscada, calculada y nada menesterosa. Algunas obras de la pintura moderna padecieron así un destino cruel, desidioso, marginal, desconsiderado y fugaz. La pérdida en esos casos fue consecuencia de decisiones humanas ocasionadas por el rechazo de lo que esas obras suponían para algunas mentes obtusas. Es como con el recuerdo perdido, defenestrado a menudo por las insidias de lo pasado, de lo omitido o de lo indeseado por el individuo. 

Cuando el artista mexicano Diego Rivera fuera contratado por el Rockefeller Center de Nueva York para pintar un gran mural a la entrada del simbólico edificio, el pintor decidiría componer entonces una inmensa creación a la que acabaría llamando El Hombre en la encrucijada. Finalizada en mayo del año 1933, fue inmediatamente cubierta con una inmensa lona que no se terminaría, sin embargo, por descubrir nunca. Meses después de acabarse la obra a principios del año 1934, el muro que soportaba ese Arte irreverente sería destrozado completamente por quien tiempo antes lo hubiera encargado deseoso. El pintor había dibujado figuras en el mural de destacados personajes comunistas, un hecho que llevaría al ignominioso acto vandálico posterior de la obra de Arte. Fotografías tomadas durante el proceso de creación, le permitieron a Rivera recrearlo después -recordarlo luego- en otro lugar diferente.

La pintora mexicana -amante de Rivera- Frida Kahlo terminaría en el año 1940 su obra de Arte La mesa herida. En esta obra, la autora surrealista plasmaría todas las obsesiones de su tumultuosa y apasionada vida malograda. Incluiría en ella a su mascota -un pequeño venado-, a los hijos pequeños de su hermana -tenidos con su amante, el propio Rivera- y a un esqueleto sentado como símbolo del horror de su propio terrible accidente, producido años atrás, y que la dejaría desde entonces dolida y angustiada por completo hasta su muerte. La creación artística fue exhibida en una exposición surrealista en México tiempo después. Luego la colgaría en su propia residencia, donde la disfrutaría satisfecha hasta el año 1946, momento en el cual se la regala al embajador ruso en México. Un año después de su muerte, en 1956, sería expuesta la obra de Kahlo por última vez en Polonia. Desde entonces La mesa herida no ha vuelto a verse jamás. Continúa desaparecida, desde entonces.

Con los años perderemos la memoria, los recuerdos cosidos a ella, también. Así, los seres humanos a veces sufrirán del mismo modo el destino de esas obras olvidadas.  O son ignorados o están perdidos, o son rechazados o estarán desaparecidos en la vida o en el recuerdo veleidoso de los otros. ¿Qué razón oculta estará detrás de esas desapariciones? En el Arte, por ejemplo, o son razones espurias o son razones odiosas..., o son incluso motivos de alguna ofensa -¿ofender el Arte?- por un rechazo ideológico o moral de la propia obra artística. ¿Son estos motivos realmente justificados para defenestrar obras de Arte? Evidentemente, no. Y con los seres humanos, ¿lo son también?, ¿también tendrán las mismas causas ignominiosas los recalcitrantes olvidos de los otros?

Perdí unas pocas diosas camino del sur al norte,
también muchos dioses camino del este al oeste.
Un par de estrellas se apagaron para siempre; ábrete, oh cielo.
Una isla, otra se me perdió en el mar.
Ni siquera sé dónde dejé mis garras,
quién anda con mi piel,
quién habita mi caparazón.
......
Hace tiempo que he guiñado mi tercer ojo a eso,
chasqueado mis aletas, encogido mis ramas.
Está perdido, se ha ido, está esparcido a los cuatro vientos.
Me sorprendo de cuán poco queda de mí:
un ser individual, por el momento del genero humano,
que ayer, simplemente, perdió un paraguas en un tren.

Discurso en la oficina de objetos perdidos, versos de la poetisa polaca (premio Nobel 1996) Wislawa Szymborska.

(Cuadro La mesa herida, 1940, Frida Kahlo, obra desaparecida, ignorado su paradero,  The Gallery of Lost Art; Fotografía de Frida Kahlo; Autorretrato de Diego Rivera, 1941, EEUU; Imagen del Mural El Hombre en su encrucijada, 1933, Diego Rivera, destruido en el año 1934 de la entrada del edificio Rockefeller Center de Nueva York; Obra Retrato de Sir Wiston Churchill, 1963, del pintor Graham Sutherland, desaparecida o destruida por los herederos del retratado un año antes de fallecer -1964-, al parecer tal era el desprecio que les producía la obra de Sutherland; Óleo Jarrón con Viscaria, 1886, del pintor Vincent Van Gogh, titulada erróneamente Escobas y amapolas rojas, robada del museo Mohamed Khalil de El Cairo, Egipto, en el año 2010, todavía continúa perdida; Lienzo de Matisse, La Pastoral, 1905, robado en el año 2010 del museo de Arte Moderno de París, aún desaparecido.)