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22 de junio de 2012

Lo que centrará nuestra atención de una imagen o lo que el Arte determinará nuestra mirada.



¿Por qué miramos algo más o antes que otra cosa? Los creadores diseñarán su pequeño universo creativo determinando qué cosa debe ser objeto de nuestra atención más ineludible. ¿Cuál debe ser  el motivo  central de una obra o hacia dónde debe dirigir antes el observador su mirada? ¿Dónde centrará la atención el creador entonces para expresar mejor eso?, ¿qué cosa hará primar antes en su creación?, ¿qué sentido principal gobernará la mirada con la que miremos ahora el cuadro? Todas estas cosas nacen de la inicial inspiración artística del creador. El motivo principal es la mágica y artificial manera de seducir ante lo desconocido que el Arte y sus creadores aprovechen. Unas veces los creadores representarán el motivo principal albergando la mayor parte del escenario creativo con algo exótico. En estos casos el pintor alcanzará -o no- una sutil genialidad al compartir esa parte atrayente o exótica con el sentido fundamental de la obra. Eugene Delacroix consigue en Jaguar atacando un caballo hacer fijar nuestra mirada en el felino amenazador y sorprendente de su obra. Junto al jinete forman en la romántica obra un solo cuerpo iconográfico destacable. Proyectan así, sin distracción alguna, la figura emblemática estética principal del lienzo romántico que completará y justificará la obra. 

En otras ocasiones el pintor no deja otra opción que mirar lo único que hay en su obra, aunque ello no atraiga inicialmente ahora la mirada especialmente. Porque todo lo demás es ahora aquí la nada. Como en esta creación modernista de Dalí, una obra de Arte impropia de él por su aparente clasicismo y claroscuro propios de otras tendencias anteriores. Pero aquí el pintor surrealista nos fuerza a no distraernos con ninguna otra cosa que no sea el único objeto representado. Sin embargo Dalí no decepciona. El original pintor español siempre trataría de sorprender con sus creaciones originales. En su desconocida obra Mejor la muerte que la deshonra determinaría el pintor que los ojos del espectador conecten pronto con su mente cognitiva. Hacerlo es fácil ya que al no distraer con otra cosa alcanzaremos a desvelar el misterio surrealista de ese hallazgo. Luego Goya nos representa una majestuosa escena -de una época donde la enseñanza se lastraba con el castigo- compuesta con partes diferentes de un mismo concepto iconográfico: el aula dieciochesca de una escuela infantil. Aquí una multitud de niños representan parte del universo de la obra, porque es el maestro ahora, descentrado, hierático y distante, el que justificará la sentencia tan grotesca del mensaje artístico. Pero no es éste ni los niños ni el aula oscurecida lo que nos atraiga ahora la mirada; no, es el trasero descubierto del alumno castigado. Aquí Goya nos desnudará, sin embargo, a todos nosotros, a los que estamos viendo sorprendidos su misteriosa obra.

Más adelante vemos una obra del pintor Thomas Cole, un pintor que usaba el paisaje para destacar otras cosas diferentes al mismo. En su lienzo El buen pastor dibuja las figuras bíblicas de unos personajes sagrados, pero ahora empequeñecidos frente a la grandiosidad, sin embargo, del maravilloso paisaje. A pesar de la espectacularidad del entorno natural, sólo son ahora aquellos personajes quienes absorban aquí la mirada del espectador. Después observaremos los lienzos postimpresionistas e impresionistas de Seurat y Renoir. En el caso de Seurat vemos una obra que distingue claramente unas figuras atrayentes. Estas son las que aparecen en primer plano, algo lógico. Pero, sin embargo, las figuras secundarias están ahora  aquí más iluminadas, proyectadas por la luz del sol mucho más que las otras figuras, las aparentemente principales -estas más sombreadas-, en un efecto magistral que las representará majestuosas y justificadoras ante todo lo demás. Pero es Renoir, el gran maestro impresionista, quien consigue la genialidad más asombrosa con nuestra mirada en su obra El molino de la Galette. Con este grandioso lienzo obtuvo el creador francés algo muy difícil de conseguir en una pintura multitudinaria llena de personajes diferentes y situados en distintos planos. Todos ellos se ven ahora aquí iguales frente a todos, todos son importantes en la obra, ninguno destacará así por encima de nadie. Nuestra mirada está ahora absorbida en cada rostro y silueta, en cada forma, gesto o sensación humana retratada. Es la inspiración creativa más elaborada y genial que consigue aquí el creador impresionista: no centrar ahora nuestra mirada sino en el conjunto de la obra, en la multitud completa, en todos y en cada uno de ellos, seres que, anónimamente, serán ahora lo único y lo más importante.

(Óleo del pintor romántico francés Eugene Delacroix, Jaguar atacando un caballo, de 1855: Cuadro Mejor la muerte que la deshonra, 1945, del pintor surrealista Dalí, Fundación Gala-Dalí, Figueras, España; Lienzo de Goya, La letra con sangre entra, 1777, Museo de Zaragoza, España; Óleo El buen pastor, 1848, de Thomas Cole; Cuadro puntillista de Seurat, Tarde de domingo en la isla de la grande Jatte, 1884, Museo de Chicago, EEUU; Óleo de Renoir, El molino de la Galette, 1876, Museo de Orsay, París.)

21 de mayo de 2012

Lo que esconde el sortilegio maravilloso de una obra romántica: su color, su sensación y su belleza.



Siempre hay mucho más que ver que lo que vemos al pronto en una obra romántica. La sutileza de su autor junto a la sensibilidad subjetiva del que la mira producirá luego el milagro indescriptible de lo bello. Porque entonces lo bello no sólo es una evidencia somera de rasgos equilibrados, definidos o ajustados a la proporción de una hermosa decoración pictórica, lo bello se expresa ahora huérfano, solitario, sin sentido y oculto desde las cuatro esquinas del cuadro. A veces se ve y otras no tanto. ¿Qué cosa hace que se perciba o no se perciba esa belleza? Solo se percibirá con los ojos más emocionales de lo estético, solo es ocasionado por la singular sensibilidad del que lo mire ávido de belleza. Cuando el famoso héroe mitológico Ulises alcanzara las islas traicioneras de las Cíclopes deseoso de conseguir víveres para sus hombres, descubriría cerca de una cueva de la isla el ganado que necesitaban para sobrevivir. Allí mismo asarían la carne y disfrutarían luego relajados dentro de la cueva. Pero ignoran que el dueño de ese ganado fuese el gigante Polifemo, éste llegará a su cueva al atardecer y entonces verán los griegos la envergadura monstruosa y el rostro aterrador de Polifemo. Con su poderoso, céntrico y único ojo verá Polifemo a Ulises y a sus hombres descansando dentro de su cueva. Entonces el gigante, irritado, taponará con grandes piedras la entrada de la cueva quedando los griegos atrapados dentro.

A principios del siglo XIX el pintor del Romanticismo Joseph Mallord William Turner compuso su óleo Ulises burlando a Polifemo. La obra se fecharía en 1829, año en el que se presentaría al público en la National Gallery de Londres. La fuerza de los colores románticos, la genialidad de la composición, la originalidad con la que es plasmada la narración mitológica bajo un grandioso paisaje crepuscular, fueron muy impresionantes para ese momento histórico en el Arte, de un alarde artístico e innovador inigualable para entonces. Es mucha la belleza estética que existe desperdigada entre unas formas y unos colores desubicados, sin orden y confundidos así entre una mezcolanza de tonalidades expresivas apenas sin contornos definidos o traducibles a lo real. Porque la belleza romántica no se percibirá ahora en ninguna cosa determinada que pueda reflejarse en la obra. Sólo se manifiesta en lo que desde el conjunto de todos esos matices deslavazados se presiente ahora como una constelación artística brillante llena de luz y de sombras.

Lo que el pintor romántico decide contarnos es la huida de Ulises y sus hombres de la isla del gigante Polifemo en el barco de su Odisea. Pero sin dejar claro quién es quién y dónde están realmente ubicados los protagonistas de la leyenda. ¿Se necesita saber todo eso en verdad para apreciar la belleza de la obra romántica?, ¿es preciso conocer ahora cómo son y quiénes son los personajes antagonistas de esta mitología para ver esa belleza? Uno de ellos es Ulises, el taimado, inteligente y osado héroe que imagina una estrategia para sobrevivir. El otro es el malvado gigante Polifemo, hijo del dios Poseidón que gobierna las Cíclopes a su antojo. Pero ninguno de estos dos relevantes personajes de la leyenda aparecen claramente representados en el lienzo titulado con sus nombres. Ulises decide una hábil y engañosa estratagema para salir de la cueva y huir de la isla en su barco. No es fácil conseguirlo, pues a la fuerza y ferocidad de Polifemo y sus hermanos se unen las piedras que taponan la entrada de la cueva. Ulises, primero, engañará al gigante no diciéndole su verdadero nombre: le dice ahora que él se llama Nadie. Segundo lo emborracha para hundirle luego una rama de olivo en su único ojo. Tercero se atan todos -él y sus hombres- a los vientres del ganado que está dentro de la cueva. Como el gigante no ve nada, pero no ha perdido su fuerza ni poder, grita a sus hermanos que: ¡Nadie le ha herido en su ojo! Luego tantea con sus manos el lomo -no el vientre- del ganado y los sacará uno a uno de la cueva aunque, sin quererlo, también sacará a los griegos que, aferrados a los vientres, huyen también junto al ganado.

El pintor Turner refleja en su obra el momento en que los griegos en su barco se burlan de Polifemo. Miran todos hacia el lado izquierdo del cuadro y es por eso que suponemos que ahí está el gigante. Pero éste no se ve. Podemos intuir que está ahí aunque no lo veamos, lo podemos imaginar -y así se ve apenas- intercalado entre las siluetas montañosas de la isla. A Ulises sí podemos ubicarlo si nos fijamos detenidamente. Está en su barco desde donde llama retador a su ofendido gigante terrorífico. Según la leyenda, le está diciendo a Polifemo por fin quién es él.  Pero la belleza romántica del magnífico encuadre no nos exige a nosotros saber nada de eso para poder apreciarla. Tan sólo admiraremos la maestría tempestuosa de unos colores estrellados con el fondo espectacular de un atardecer extraordinario. Pero, ¿es un atardecer, realmente, lo que estamos viendo?, ¿por qué no es un amanecer?, ¿cómo lo distinguiremos, sin embargo?

Pero es que no importa nada de eso ahora aquí. Lo esencial es solo la impresión emocional de la belleza de ese momento estético. La narración mitológica, si acaso, la sabremos: o la conocemos de antes o la leeremos después. Ésta no hace más que conferir, ubicar o definir los contornos traducibles del magnífico encuadre. Una leyenda que luego justificará lo que vemos ahora, pero que, sin embargo, ya nos habría estremecido antes otra cosa... ¿El qué?: ¡la magnífica belleza del encuadre romántico! Aunque esté plasmada con retazos de colores o líneas desgarbadas, aunque solo sean espacios inconexos, formas misteriosas, desconocidas y mezcladas de elementos siderales y terrenales transformados ahora en una amalgama refulgente de colores imprecisos, casi una fantasía iconográfica inenarrable. Pero que comprende así el sentido más expresivo de una imagen romántica, algo que nos seduce y atrae ahora tan solo por el poder maravilloso de verlo. Una belleza que nos evitará elucubrar qué es, exactamente, eso que ahora tenemos delante. Porque lo importante en una representación romántica como esta es sólo lo que aparece ahora sorprendente a nuestros ojos, lo que subyace oculto y misterioso, lo que nos sobrecoge, ¡su belleza romántica!, sólo eso, lo que ahora miramos.

(Óleo Ulises burlando a Polifemo, 1829, del pintor romántico británico Turner, National Gallery, Londres.)

15 de marzo de 2012

Las teorías de la luz, del color, del conocimiento y de la vida.



El pintor británico Joseph Mallord William Turner (1775-1851) fue un avezado seguidor de la  Teoría sobre los  Colores que ideara el pensador, poeta y novelista alemán Goethe en el año 1810. Este poeta romántico, el extraordinario creador de Fausto, había sido tan audaz de enfrentarse, nada menos, que al gran Newton, que cien años antes había traído, por fin, la luz a los colores, a su esencia física o a su realidad material. Pero Goethe, imbuido quizás de una complejidad que iba más allá de lo científico, de lo físico o de la propia Naturaleza, desarrollaría su propia Teoría de los Colores, algo que no tendría nada que ver con la teoría que el científico inglés dejara escrita en su obra Óptica del año 1704. Porque para Goethe no era el blanco la conjunción de todos los colores -como Newton decía- sino el rojo, un color que, según escribió el poeta alemán, disponía de una gran seriedad y dignidad expresivas. Los colores principales -los llamados colores primarios- para el pensador alemán provenían no de la luz, como Newton argüía, sino de los pigmentos naturales de los elementos que se ven en la Naturaleza: el amarillo, el azul y el rojo. Justo los colores secundarios obtenidos de éstos, el naranja, el violeta y el verde, eran, sin embargo, las tonalidades  más fundamentales para el científico Newton. El problema fue que Goethe no llegaría a comprender que la explicación física de la luz y su generación del color de Newton era complementaria -existen las dos a la vez- de la de los propios pigmentos naturales que él preconizase en su Teoría.

Para los románticos como Turner la luz y, en la misma medida, el color eran por entonces -año 1843- lo mejor para poder destacar y expresar la nueva tendencia romántica frente al clasicismo racional anterior. Los reflejos de los colores y su luz se encontraban más cercanos a lo espiritual, a lo metafísico que a lo físico. En su obra Luz y Color, la mañana después del Diluvio, el pintor británico nos presenta la fuerza atronadora de los colores amarillo, rojo y azul, unas tonalidades que dominan en su obra la composición y que apenas dejan vislumbrar la pequeña figura esbozada de un hombre sentado escribiendo la revelación -representa a Moisés y su Génesis, ya que el título del lienzo incluía esta reseña bíblica-. Años después un físico y pensador alemán vendría a conciliar a los dos genios del color y sus enfrentadas teorías. El filósofo Eberhard Buchwald (1886-1975) admiraba a ambos y entendía que aportaban diferentes y a la vez unas mismas singladuras para llegar al conocimiento. Buchwald opinaba que para conocer la Naturaleza existen tres planos o dimensiones distintas. El primero sería el plano Material, el segundo el plano Subjetivo y el tercero el plano Reflexivo. Así, en la dimensión material los colores, por ejemplo, existen sólo como un hecho físico. Aquí Newton y su teoría óptica explicaban muy bien ese fenómeno y sostenían esa verdad material. En la segunda dimensión unos receptores -nuestros limitados y subjetivos ojos- pueden distinguir los colores, pero sólo como aparecen ante nosotros, como se nos muestran ahora a nuestro propio ánimo. En el tercer plano pensaremos y comprenderemos reflexionando ahora, por ejemplo, que si al azul le sumáramos el amarillo podremos obtener el verde...

También esos tres diferentes planos pueden aplicarse ahora, ¿por qué no?, a nuestras propias vidas azarosas, a lo que seremos cuando la naturaleza profusa de las cosas venga a desnudarnos o desenmascararnos,  consecuencia entonces de alguna de esas tres posibles situaciones o dimensiones con las que podamos acercarnos a la realidad incierta de nuestra existencia. A una realidad a veces incomprensible o infame, otras desolada, pero, casi siempre, sorprendente y mágica. De ese modo, pueden representarse también ahora los distintos planos humanos, esas diversas dimensiones vitales anudadas a nosotros y a nuestro destino vital. La primera dimensión, la Material, sería entendida ahora como la exclusivamente real o física, es decir la dimensión tangible, la que más es en verdad, la más dura y sufrida. En este caso se podría representar estéticamente con el pintor español Ignacio Zuloaga y su obra Celestina del año 1906. En ella nos refleja el creador una crudeza material de la vida humana: la insensible transacción a la que algunos seres se abocan, dirigidos o no, manejados o no, hacia una vida desolada donde la realidad más descarnada es la única presente en sus existencias, una realidad desnuda, hiriente y resignada. Luego estará la dimensión Subjetiva, la que nos lleva a ver sólo lo que nos parece que vemos, no lo que es.  Es decir, lo que no proviene de ninguna realidad material objetiva sino de los gestos, de los pareceres personales, de las debilidades o de las pasiones zaheridas, algo que nos llega ahora tal y como nos aparecen a nuestros ojos, sin modificarlas y sin pensarlas racionalmente.

Aquí la obra elegida para simbolizar la dimensión Subjetiva es la del pintor expresionista Edvard Munch y su óleo Cenizas del año 1894, una obra que nos ayuda a comprender ese plano vital subjetivo que nos persigue a veces y nos atenaza, de pronto, acechador y carroñero. En este caso la obra representa a dos seres, dos amantes que sólo ven ahora -sin hacer ningún esfuerzo para evitarlo- lo que más les domine o maltrate egoístamente. Opuestos y enfrentados entre sí están ahora del todo, desesperados aquí avivando, sin remedio alguno, la llama que los consumirá y alejará para siempre. Por último un lienzo del modernista pintor norteamericano Edward Hopper, su obra Habitación de hotel del año 1931. Esta obra representa la escena Reflexiva, la condicionada además por el medio donde se encuentre el sujeto pensante. Aquí el pensamiento reflexivo deberá alcanzar cotas de gran elevación para poder salir de algún atolladero vital o de alguna necesidad que nos sacuda de modo inevitable. Decidir ahora, por ejemplo, huir o regresar... También poder encontrar elementos ahora poderosos tanto fuera como dentro de uno mismo para proseguir. Elementos que nos iluminen ahora de alguna forma para poder vencernos, para poder llegar a comprender -metafísicamente casi siempre- que la vida es algo más de lo que esperábamos de ella, mucho más que esa luz cegadora que nos tuerce o nos desliza, a veces, en los momentos más duros o difíciles de nuestra existencia.

(Óleo de Joseph William Turner, Luz y Color, mañana después del Diluvio, 1843, Tate Gallery, Londres; Cuadro del pintor americano Edward Hopper, Habitación de hotel, 1931, Museo Thyssen; Lienzo del pintor español Ignacio Zuloaga, Celestina o las pupilas de Matilde, 1906; Cuadro de Edvard Munch, Cenizas, 1894, Oslo, Noruega.)

23 de febrero de 2012

El propio sentido de cada cosa, su necesidad, su inferioridad o su importancia.



Todas las cosas tienen su necesidad de ser en este mundo, todas. Disponen todas de sentido por el hecho único de ser, de existir, aunque no sean imprescindibles, únicas o relevantes para entender el todo caótico, inmensurable, devastador o despiadado que es el universo. Entonces, ¿cómo se sostiene que algunas cosas no tengan ningún sentido para algunos seres? ¿Qué las hace diferente para otros?, y ¿por qué causa es así esa sensación que produce? Es como en el Arte, toda creación artística es especial en cada escena o en cada expresión de lo que su autor hubiese querido realizar desde su modo de combinar tonos, líneas, sombras, trazos, curvas, contrastes o luz.  Pero, ¿nos llegará a todos esa luz del mismo modo? Porque es la luz y no otra cosa lo que nos permitirá ver la escena artística realmente. El pintor la dibujará con colores cálidos o con la fuerza de tonos ajenos al negro, lo que nos llevará a distinguir o comprender mejor lo que veamos. Pero, la verdad, es que ahí, en cualquier obra de Arte, no hay ninguna luz realmente. No existe en el cuadro ninguna energía o cosa intrínseca que, de por sí, genere luz para la obra. Esa virtual energía que aparenta ser luz en el lienzo sólo es un reflejo inerte que mantiene lo que ahora está latente; algo que, luego, cuando la verdadera luz alumbre sus contornos moribundos, entonces, viva poderosa.

La flauta mágica fue una ópera estrenada por Mozart dos meses antes de él morir, en septiembre del año 1791. La historia o manuscrito dramático de la obra musical fue escrita por otro vienés, un libre pensador y masón que utilizaría su pasión teatral para reflejar los principios sociales en los que creía. Uno de los personajes principales de esa ópera es la reina de la Noche, una mujer que manipulará a los demás seres para conseguir así sus propósitos maliciosos, oscuros e inconfesables. Tiene una hija, la princesa Pamina, una bella joven que, iluminada y decidida, se marchará enamorada con el rey Sarastro, un personaje antitético de la reina nocturna. Porque esta reina perversa cree ahora, equivocada, que la princesa había sido secuestrada por el rey, o, mejor, prefiere pensarlo así. Para recuperarla idea una maquiavélica situación: buscará a un príncipe, Tamino, para que él recupere a la díscola princesa seduciéndola amorosamente. Es ahora la metáfora de la lucha de las tinieblas contra la luz. La oscuridad no puede nunca vencer por sí sola ningún obstáculo iluminado, tiene que requerir los esfuerzos más emocionales o los subterfugios más deshonrosos para poder vencer a la luminosidad de la verdad, de la sabiduría o de la vida.

Confundidos andamos a veces sin saber qué cosa nos destinará la vida en el contorno de nuestra azarosa existencia. ¿Qué color divisaremos a cada momento de nuestra realidad cambiante? ¿Qué escenario recreará así nuestra sensación más recordada o vivida? ¿Qué elemento nos atará a nuestro único sentido existencial, ese que creeremos entonces es nuestra única decisión vital más poderosa? Pero la mayoría de las veces, si no todas, sólo es ahora una necesidad superior a nosotros, una contingencia más elevada de la vida, lo que nos apremie a veces de un modo grave, incomprendido o detestable a elegir... Porque podemos pasar de un escenario vital a otro distinto, del mismo modo a como podemos pasar de ver un cuadro a otro diferente. Y todo eso no nos hace variar en nada la esencia de lo que somos, tan sólo alcanzaremos, si acaso, a distinguir mejor las distintas tonalidades de la vida, a compararlas mejor con otras o a valorarlas también por el contraste. Cada cosa artística tiene siempre su propia valía. No es que no sean nada, o poco, no, todas las cosas artísticas han nacido de los mismos colores y de los mismos gestos deseosos de genialidad. Porque los colores reflejarán la misma luz que ilumina a veces la misma belleza dormida. La misma luz que ilumina también un escenario insulso, aséptico o convencional, poco alegre o poco estimulante; también la que descubra la lacerante, odiosa, incomprensible y oscura realidad. Pero, a su vez, será la misma luz que asombre ante la más fervorosa alegría de un acorde excelso de belleza.

Cuando el pintor, ilustrador y poeta Edward Lear (1812-1888) quisiera recorrer el mundo para plasmar los escenarios exóticos como los simples, compuso una vez el paisaje mortecino, agreste, solitario y sin vida del desierto de la antigua Palestina. Pintaría en el año 1858 su lienzo Masada. Un lugar que representa una zona montañosa cerca del mar Muerto. Una zona que fuera devastada por los romanos en el siglo I cuando los judíos se refugiaron ahí para poder resistir al imperio. Pero en el paisaje pintado de Lear aparece ahora solo una elevada cima desnuda parcialmente iluminada. En ese limitado paisaje el plano de la montaña es más cercano al espectador y el infértil mar palestino el menos. Casi todo es monocolor en la obra, desérticamente anaranjado y muerto. Pero hay ahí, sin embargo, otra luminosidad que embriaga ahora, una luz ambigua cuyas sombras todavía poseen parte del esplendor efímero que antes tuvieran. Porque debe ser que la luz diurna no domine del todo y esté inclinada ahí para nacer o para morir. Pero no hay nada más ahí representado, hasta el cielo padece ahora con la falta de vida que refleje su cénit así como con la misma inexistencia que el propio escenario expanda hasta el último rincón de lo que encuadre. Dos años después Edward Lear pintaría un paisaje totalmente diferente, distinto ahora por completo, en su Inglaterra natal. Porque ahora sí es aquí la vida, la feracidad de la vida y sus verdes colores brillantes, lo que más se destaque y aprecie en el paisaje. Su maravilloso cielo azul y su escenario calmado se verán ahora con una luz distinta a la de antes, una luz donde las sombras no abrumen ahora sino que sólo formen parte armoniosa de esa luz. No habría cambiado más que la latitud geográfica en esta obra, pero, sin embargo, todo es ahora completamente diferente y opuesto a la otra. ¿Lo es realmente, o, con esa luz inexistente, tan sólo ahora lo parece?

(Pintura de Edward Lear, Masada y Mar Muerto, 1858; Lienzo del pintor Edward Lear, Paisaje de Nuneham, 1860; Óleo del pintor Henri Fantin-Latour, Reina de la Noche, 1896; Cuadro Destino, 1971, del pintor español Manuel Ruiz Pipó; Óleo del pintor Sascha Alexander Shneider (1870-1927), La emoción de la dependencia, 1900?; Cuadro Otoño en el río Támesis, 1877?, del pintor victoriano francés James Tissot.)

11 de enero de 2012

La esperanza y la inspiración u otras formas de ver ahora otra vez todo de nuevo.



En pleno momento romántico del siglo XIX un escritor argentino de los primeros de su literatura, Esteban Echevarría (1805-1851), compuso en el año 1837 un largo, épico, emotivo y trágico poema novelesco, La Cautiva. Los autores de ese estilo desgarrador romántico buscaban elementos narrativos que llevaran a golpear la emoción o a enardecer una semblanza sufrida con los gestos heroicos ahora abocados, sin embargo, irremisiblemente, a la caída. La obra romántica de Echevarría relataba la sorpresiva y violenta irrupción de unos indios mapuches en una población fronteriza argentina de entonces. Luego de azorarla tomaron rápidamente a una de sus mujeres y, de vuelta a sus territorios, se la llevaron sin dejar ahora que nada ni nadie pudiera evitarlo. Su esposo y su pequeño hijo quedaban atrás. Ahora ya nada es posible hacer, salvo buscarla. El marido, un militar de campañas indias, decide por fin aventurarse en su búsqueda por la pampa. Terminará capturado también por los indios y llevado a la misma suerte fatídica que su esposa. Sin embargo, es ahora ella quien, ante un desastroso final, consigue que ambos se liberen huyendo decididos del cautiverio, incluso a pesar de la resignada y nada confiada sensación liberadora de él. ¡Han conseguido huir, han conseguido salvarse! Pero ahora es el desierto, el desolado y sombrío desierto, el que, acechante, los espere a los dos abatidos y sin fuerzas. Así que, de nuevo, a volver a empezar otra vez todo de nuevo como antes. Pero la fuerza determinante de su voluntad y esperanza no pudieron soslayar, sin embargo, el abatimiento mortal de su marido ni tampoco de su propio trágico final, el de ella, al saber ahora que su propio hijo, atrapado por los indígenas también, nunca volvería a verlo con vida.Terminará el relato épico-romántico por sacrificar así, víctima de la desesperanza más atroz, a la entonces decidida, abnegada y fuerte mujer. 

Perséfone, conocida como la diosa Proserpina en la mitología romana, fue aquella hermosa doncella y mítica diosa griega de las semillas, de las plantas y la resurrección. Entonces una vez ella, descuidada y confiada, sería raptada por el dios Hades -o Plutón- en una bella tarde tranquila y prometedora. ¿Qué había sucedido para que entonces todo cambiara tan brusca y repentinamente además? No podía ella entender ahora nada de nada, tan sólo se aferraría a su ingrata sorpresa de que todo aquello que ella tenía, que había tenido hasta ahora, se habría acabado del todo y para siempre. Fue llevada entonces al inframundo, al reino profundo y tenebroso de su raptor. Éste la colmaría, sin embargo, allí de todas las glorias de su nueva condición como esposa. Pero Hades no comprendió entonces, cuando se dejase llevar por su deseo, que la diosa que había tomado no podría ya cubrir la Tierra con sus fértiles promesas. Eso alteraría la vida y el equilibrio de toda la Naturaleza. Entonces el gran dios Zeus, empujado por Deméter, diosa madre de la Tierra y de la raptada, trataría de obligar a Hades a entregar a Perséfone. Pero no aceptaría Hades tan fácilmente ese trato. Así que Zeus sólo pudo conseguir del dios subterráneo un compromiso: que la mitad del año fuese Perséfone a la vida, regresando de nuevo al inframundo la otra mitad. De este modo, en la tradición mitológica, aparecía la explicación de la floración primaveral que se lleva a cabo durante seis meses al año, para que, en los otros otoñales e invernales seis, las semillas vuelvan de nuevo, ocultas, latentes y enterradas, a los reinos oscuros y siniestros del Hades.

Es la esperanza a veces como la inspiración. Esperamos que esta última nos sobrevenga de nuevo, que pueda darnos otra vez el genio de pensar que todo lo que necesitamos ahora para vivir -o para crear- acabe por ser comprendido o elaborado de nuevo en nuestra mente fructífera. Y todo eso para servir a un propósito casi siempre: crear o vivir. Los pintores han representado la esperanza de muchas formas, pero solo George Frederick Watts (1817-1904) la compuso en su obra del año 1886 con los ojos cubiertos por una venda. ¿Es que es ciega la esperanza? No siempre, otros creadores no lo habían entendido así. Pero este pintor sí, él sí lo creía. Y así es como entiendo que es, en verdad. Porque la esperanza realmente no sabe nada, ni nunca lo sabrá. Porque todo es sorpresivo e inesperado en la vida. También, porque no dejaremos además -inconscientemente- que un único destino se nos enfrente ahora, indómito, a nuestra desesperación. Porque es vago e indefinido lo que se asume en el momento de sentir esperanza, es incierto, es inconcreto. Como en la inspiración... En el paisaje arrebatador del cuadro de Andreas Achenbach (1815-1910) se nos ofrece una puesta de sol luminosísima, de resplandeciente que es en su final, casi molesta algo incluso su reducido fulgor... Pero ahora, sin embargo, el entorno de este paisaje es aquí descorazonador porque un naufragio sobrecoge a las minúsculas personas que, trabajosamente, tratan de vencer la dura y despiadada tormenta inevitable. La Naturaleza representada nos asombra de modo estrepitoso tanto por la difícil embestida de su perfil en una parte del lienzo, como por la brillante y preciosista escena de la otra. Pero ambos entornos superan ahora aquí la vida de los hombres, no quedará ya más que la aceptación del resultado de las cosas. El maravilloso decorado nos hace ahora recordar que todo es conforme a la vida, a su propio desarrollo y a su propia belleza.

El siguiente y último cuadro, del pintor norteamericano Edwin Church (1826-1900), nos representa una brumosa, oscura y firme salida de la luna en un paisaje desolado, distante y también descorazonador. Pero no hay nada en esta obra de Arte que represente ahora, a diferencia de la anterior obra, una fuerza atronadora que destruya, abomine o inquiete. Porque lo que pudo ser destruido una vez lo fue ya. Porque ahora, sin embargo, relucirá en ese paisaje desolado prometedoramente algo. Algo resplandecerá ante los menguantes rayos solares que acabarán desvaneciéndose por el oculto horizonte contrario, ese otro horizonte que aquí ahora no se verá. No parece haber nada que nos ofrezca ahora ninguna esperanza, todo son ruinas y tenebrosidad. Aunque, a diferencia de la obra de Achenbach, este lienzo de Edwin Church, que como decimos no tiene a simple vista nada que nos lo suponga, posee ahora, sin embargo, más esperanza que el otro. ¿Por qué? Pues porque aquí todo ha pasado ya y en el otro estaba aún pasando. Ahora nada malo puede esperarse: estamos viviendo ahora tan sólo lo pasado... Hasta la luna incipiente del fondo acabará por iluminar luego todo aún mucho más, por justificar así todo aún mucho más. Hasta comprender ahora, serena y claramente, esas viejas y bellas formas de lo pasado, esas nuevas formas de poder verlo ahora ya todo de nuevo...

(Óleo del pintor simbolista inglés George Frederick Watts, 1817-1904, La Esperanza, 1886, Tate Gallery, Londres; Lienzo del pintor polaco Jacek Malczewski, La inspiración del pintor, 1897, Museo Nacional de Cracovia; Óleo La vuelta del malón, 1892, del pintor argentino Ángel Della Valle, Museo Nacional de Bellas Artes, Buenos Aires; Cuadro del pintor italiano del barroco tardío Simone Pignoni, 1611-1698, El Rapto de Proserpina, 1650, Francia; Óleo Puesta de Sol después de la tormenta en la costa de Sicilia, 1853, del pintor Andreas Achenbach; Cuadro Salida de la Luna, 1880, del pintor paisajista americano Frederic Edwin Church.)

9 de enero de 2012

La conciencia de la Belleza salvará al mundo.



Cuando el día 12 de abril del año 1961 el cosmonauta ruso Yuri Gagarin se encontraba regresando a la Tierra, luego de ser el primer hombre que pilotaba una nave estratosférica alrededor del planeta, escribiría en su diario de a bordo: Al entrar de nuevo a la atmósfera me encontré en una bola de fuego. Luego, los rayos del sol atravesaban la capa terrestre y el horizonte se volvió color naranja intenso, que se iba cambiando paulatinamente a todos los colores del arco iris: al azul celeste, al azul oscuro, violeta, negro. ¡Una gama de colores indescriptible! Era como en los lienzos del pintor Nikolái RoerichNikolái Roerich había sentido en su vida una inmensa inquietud por la historia y la cultura universal. Esta ávida curiosidad le había llevado a sentir un interés por casi todo, desde la arqueología hasta la búsqueda de la espiritualidad. Luego de graduarse en la Escuela de Bellas Artes de San Petersburgo, compuso una de sus primeras creaciones pictóricas, El Mensajero, una pintura que le permitió darse a conocer en los ámbitos intelectuales y críticos de Rusia. Pero, pronto le recomendaron que fuese a ver a Tolstoi. Después de conocer su obra pictórica, Tolstoi le llegaría a decir a Roerich algo que le marcaría para el resto de su vida: ¿Ha podido alguna vez cruzar en barca un veloz y caudaloso río? Es menester guiar la embarcación a un lugar más alto que la meta o el río se la llevará. Lo mismo pasa en la esfera de las exigencias morales: hace falta guiar la barca hacia lo más alto posible ya que la vida se lo lleva todo. Si su mensajero maneja el timón muy alto, ¡entonces llegará!

Viajaría el pintor ruso luego a Norteamérica durante los años veinte. Más tarde fue comisionado a una expedición cultural en Asia y es entonces cuando descubrirá el Himalaya y los pueblos que circundan la inmensa cordillera. Para ese momento había el pintor comprendido que su Shambhala, es decir, su camino hacia la redención, pasaba inevitablemnete por el conocimiento de Oriente y de su divulgación al resto de la humanidad. Su popularidad en los los Estados Unidos le llevaría a mantener contactos con importantes personajes políticos. En los años de la Depresión norteamericana sería enviado por el govierno de Roosevelt a China para encontrar plantas que ayudaran a fomentar la agricultura y pudiesen además evitar la destrucción de sus capas fértiles. Roerich fue un filántropo universal que idearía un especial concepto ético-cultural para el mundo. La Cultura se apoya en la Belleza y en el Conocimiento, decía el artista, arqueólogo y filósofo ruso. De ese modo rememoraba la frase que su compatriota Dostoievski escribiera en una de sus novelas apasionantes: La conciencia de la Belleza salvará al mundo. En el año 1930 crearía un proyecto legal y cultural internacional al que se denominaría Pacto Roerich, y con el que pretendía vincular a los países de la Tierra para preservar y salvaguardar todas las creaciones culturales del mundo. Que fuesen independientes además de credos, políticas o intereses económicos. Fue apoyada por el presidente Roosevelt y en el año 1935 se firmaría el Pacto Roerich en Washington.

Cuando a finales de la Segunda Guerra Mundial Roerich quisiera regresar a Rusia desde la India -lugar donde acabaría teniendo su residencia-, solicitaría entonces el visado de entrada a su país, ya que había estado muchos años fuera de su patria. Pero no pudo llevar a cabo su deseo: fallecería en la India en el año 1947 sin saber que la entrada a su país le había sido denegada.  Pero ya daría igual, ahora había encontrado, por fin, su Shambhala... Eso que buscara tanto en sus viajes y lienzos inspirados. Los mismos lienzos que le obligaron a inspirarse también ante la gran cordillera enigmática del Himalaya, ante los grandes ríos majestuosos del mundo o ante las raíces culturales de toda  la humanidad. Y bajo ese gran techo geográfico del mundo, en el majestuoso valle de Kulu, se acabaría erigiendo un pequeño túmulo donde reposarían sus cenizas aventadas. Un túmulo donde una inscripción funeraria acompañaba unas letras inscritas diciendo para siempre: Que haya paz.

(Cuadro El camino a Shambhala, 1933, del pintor ruso Nikolái Roerich; Obra del pintor Nikolái Roerich, Brahmaputra, 1932, Museo en Riga; Óleo Huéspedes de ultramar, 1901, de Nikolái Roerich; Lienzo Mensajero, 1897, de Nikolái Roerich; Cuadro Zaratustra, 1933, de Nikolái Roerich; Obra de Nikolái Roerich, A la media noche, luz de Shambhala, 1940; Retrato de Nikolái Roerich, 1938, obra de su hijo Svetoslav Roerich; Fotografía Puesta de Sol desde la Estación Espacial internacional, 2010, de la web Abadiadigital.com.)

9 de agosto de 2011

La separación, la diferencia y la cercanía; el contraste de una región, el de un pueblo y su historia. II



Relato de viaje. El País de Yebala, parte II:

Las dos horas de retraso de diferencia con respecto a nuestro horario europeo, ni siquiera lo percibimos más allá de una intensa sensación lumínica solar. Mucho más contrasta ahora percibir otra diferencia, la que nuestros ojos reciben al comprobar otra realidad muy clara: ¿cómo es posible que, tan sólo en catorce kilómetros de distancia casi, se note tanto traspasar de un mundo a otro? El enorme cambio, la gran transformación llevada a cabo en España en los últimos cincuenta años, se comprende aquí especialmente. El constante progreso habido en mi país contrasta con la parálisis reticente de este pueblo singular. Por ello, a pesar de la importancia de la hora como un referente necesario para vivir en un lugar concreto, decidimos seguir sin cambiarlas, sin adaptar ya nuestras dos horas añadidas europeas. 

Porque aquí sí, sin cambiar las manecillas del reloj, podemos incluso llevar a cabo nuestra vida. Tal es el inexistente motivo, innecesario ahora, para poder realizar ya todo lo preciso para recorrerlo. Es como viajar en el tiempo mucho atrás, ¿para qué se requiere, entonces, adaptar el tiempo en un mundo en el que el tiempo no se ha adaptado? Cincuenta años, tal vez, es la diferencia entre España y Marruecos. Pero, esto no es extraño. Este mismo tiempo de diferencia es el que existió, hace esos mismos años, entre por ejemplo España y Francia. Hoy, sin embargo, España ha conseguido igualarse a Francia después de ese tiempo. ¿Conseguirá Marruecos lo mismo con respecto a España dentro de cincuenta años? Lo dudo mucho.

A la mañana siguiente Abdul, el taxista pactado, nos esperaba ya con su destartalado mercedes para llevarnos a Xauen. Ciento treinta kilómetros, aproximadamente, de distancia desde Tánger. Soportamos casi tres horas llevaderas de viaje gracias a un paisaje fascinante. Éste cambia aquí sorprendentemente. Del árido y brillante -por el resplandor luminoso del sol- al verde, sosegado y hasta refrescante entorno transitamos ahora a lo largo de la estrecha carretera. A mitad casi del camino se encuentra la colonial y curiosa ciudad de Tetuán. Antigua capital del Protectorado español en Marruecos; esta histórica urbe norteafricana se situa a los pies de una ladera montañosa, lo que le ofrece un clima muy templado que, supongo, hizo decidir, además de su céntrica situación geográfica, a los españoles de entonces para que fuese la capital administrativa y militar de su colonia. Aún las decadentes leyendas en español se observan en los edificios construidos a principios del Protectorado, que duraría desde 1913 hasta 1956. Es una delicia detenerse en la plaza de España y sentir como se dirigen a nosotros los improvisados guías en casi un perfecto castellano.

Luego seguimos hasta Xauen. Ahora hay que subir y subir cuestas, con el destartalado mercedes, que se calienta como nosotros bajo el sol hiriente y desaprensivo del Marruecos septentrional. Xauen fue una ciudad santa musulmana durante 1250 años casi, hasta 1920. Ningún ser humano blanco, o infiel, pudo traspasar las murallas de su perímetro. Así que, hasta que los españoles no entraron en ella, un 14 de octubre de 1920, sus casas y sus colores azules y blancos no fueron admirados por ojos distintos a los rifeños nativos. Es Xauen un lugar único, pequeño pero grandioso, distante pero cercano con el extranjero. También aquí es fácil comunicarse en español, sobre todo con los comerciantes avispados, que no pierden la ocasión de invitar a un té moruno con la poco escondida estratagema de mostrar sus alfombras y sus productos al sorprendido y maravillado turista. Ahora mirábamos atentos las prodigiosas moquetas, hechas a mano y llenas de colores y tonalidades sólo concebidos por este pueblo, cohibido ya en otras manifestaciones de sus vidas, pero no en los cromáticos, desinhibidos y vibrantes reflejos artísticos de sus alfombras multicolor.

(Continuará...)

(Cuadro del pintor sevillano Ricardo López Cabrera, 1864-1950, Marruecos; Fotografía del puerto de Tánger al amanecer, 7 horas 11 minutos hora española, 5 horas 11 minutos hora marroquí, agosto 2011; Otra fotografía del puerto de Tánger al amanecer, 2011; Fotografía de una plaza de Tánger, algunos fieles tumbados en el cesped descansando muy temprano por la mañana, cuando el Ramadán les obliga a no tomar absolutamente nada, ¡ni agua!, 2011; Imagen fotográfica de parte de la ciudad de Tetuán al borde de la ladera montañosa, 2011; Fotografía de un antiguo colegio español en Tetuán, 2011; Fotografías de Xauen, calles pintadas de azul, ocre y blanco, 2011; Fotografía panorámica de la ciudad de Xauen, 2011; Imagen fotográfica de una mujer lavando con sus pies, a orillas casi de un manantial de agua muy fría, Xauen, 2011.)

10 de julio de 2011

Parte II. La regresión como un fenómeno salvífico, o cuando volver es lo importante.



Relato Breve El Regreso, parte II:

El vagón era alto, nadie desde fuera podría, por mucho que se alzase, alcanzar medio metro menos desde la ventanilla del compartimento. Entre otras cosas, esto me seducía ya que, a la vez, me encontraba en un lugar concurrido, público, ocupando un espacio provisional –el tren pronto se pondría en marcha y abandonaría aquel mismo espacio- y también íntimo, personal, inviolable. Me desnudé en medio de todo aquello sin pudor. Ahora miraba, por el único vínculo que me conectaba con el mundo exterior -la ventanilla ascendente del compartimento-, las luces por encima de los edificios oscuros que delimitaban la estación. Parecían desde allí que quisieran saludarme; en ese momento un expreso irrumpió, imprevisto, por una de las vías paralelas.

Estuvimos todos bebiendo bastante tiempo, yo dejaba que el licor fuera lo único que supusiera algún deseo de satisfacción. Enrique contaba anécdotas vividas con sus alumnos. Todos reían, y yo, ajeno a todo, sólo elevaba el vaso a mis labios para poder mirar, clandestinamente, el único rostro que veía. Embriagado sutilmente a causa de la actitud observadora que llevaba, no percibí que casi todos se habían marchado hasta que me encontré solo, sólo con mi copa, y ésta ya se encontraba vacía.

- Vamos, Edmundo, tomemos la última…
- Enrique, ¿se han ido todos?
- Sí.
-¿Y Verónica?
- Te ha gustado, ¿eh?
- Es que no he tenido ocasión de…
- ¿De qué? –cortó.
- De despedirme.
- Así es aquí, hombre, todo fugaz y pasajero.

Las palabras de Enrique justificaban todo, incluso lo abandonado del local, que ahora se asemejaba más a aquel lugar inusitado y misterioso que acabábamos antes de visitar. Nos sentamos incluso y no faltó ni el joven sirviente, ni la mesa, ni la copa, ni el ambiente.

- Dime, Enrique –aproveché cuando el filo de su vaso rozó tiernamente su nariz-, ¿qué es eso de la esencia? Tardó en contestar menos de lo que se necesita en desocupar el líquido del vaso que manejaba, pero más de lo que hubiese supuesto.
- ¿No quieres triunfar, conseguirlo todo, alcanzar eso por lo que te ha merecido la pena venir?
- Bien, y si fuera así, ¿qué tiene que ver con eso?
- Todo –interrumpió violentamente. Esa esencia –continuaba- te permitirá ser admirado, conquistar a las mujeres que desees, conseguir la capacidad y la decisión suficientes para emprender y obtener el éxito. Te ofrecerá la aguda y mágica aptitud para la convicción, arma poderosa y mortal en manos y palabras de un hombre.
- Pretendes que crea que un frasco, un simple frasco de eso, sea la causa de todo lo que dices.
- Sí.

Sentí como todo tembló suavemente y, con ello, hasta los edificios negros del fondo. La estación se movía. Me acerqué a la ventanilla ascendente y al ver en el andén algunas personas quietas, inmóviles, saludando, comprendí que el tren empezaba, por fin, y yo con él, el camino de regreso. Al principio los edificios negros dejaron paso al muro iluminado débilmente, y éste a los postes eléctricos igualmente negros e igualmente débiles. Un pitido intenso y prolongado, casi musical por el efecto del viento que lo guiaba, me hizo asomarme fuera. La ciudad desde aquí tenía otra imagen, pasábamos ahora, como un ajeno impulso nervioso, por el itinerario más vergonzante del coloso. Sus miserias se dejaron ver, sórdidamente, hasta que traspasamos la frontera de sus garras. Para ese momento yo ya habría dejado de mirar, de sentir, de pensar. Cerré la ventanilla y tranquilamente me senté, olvidándome incluso qué hacía yo allí.

Un fuerte dolor de cabeza me impedía estar concentrado. Mis alumnos, posiblemente, no se daban cuenta de ello, pero esto no era sorprendente ya que apenas se percataban de nada. Al salir del aula fui al bar a tomar algo. Enrique se encontraba allí.

- Edmundo, ¿vienes conmigo por la esencia? –lo pronunció bastante serio para mi gusto.
- ¡Por favor!, Enrique... –dejé oír convincentemente.
- ¿Qué, no quieres..?
- No.
- De acuerdo, iré solo. Por cierto, esta noche nos reuniremos en casa de unos amigos. Estará Verónica, ¿vendrás?
- Bueno. –contesté como para terminar de una vez.

Cuando llegamos a la casa Enrique se perdió entre las columnas humanas que formaban su entorno. No conocía a nadie. Ningún rostro de los que pude ver el otro día recordaba. O, tal vez, entonces no me fijé. Otra vez sólo me acompañó un vaso y su contenido. Lo recorría de un lugar a otro como si hiciese estación en cada sitio para justificar su transporte.

- Edmundo, ¡ven!, por favor –la voz de Enrique reconocí.
- Ya voy -dije solícito.
- Este es Edmundo, Jaime.

Un hombre maduro, al menos en apariencia, me saludó fríamente. “Encantado”, contesté muy educado. Luego me explicaría mi cicerone que se trataba de un poderoso hombre de negocios que intentaba introducirse en la ciudad. Verónica no apareció hasta tarde, y cuando lo hizo no dejaba de explicarme un pesado las ventajas de beber mezclado frente a no beber. Al llegar un camarero la distracción me liberó y, sin darme apenas cuenta, me tropecé con ella.

- Hola Edmundo.
- ¿Qué tal estás, Verónica?
- ¿Te diviertes?
- Sí, claro.
- Me alegro -contestó. Entonces, cuando ella hizo ademán de girar para irse, la sorprendí:
- ¿Verónica? –la llamé.
- Dime.
- ¿Quieres tomar una copa?
- No, gracias.
- Bueno, pues, al menos, déjame hablar un momento contigo.
- Vale, vamos a sentarnos.

Me pareció, sin embargo, el momento interminable, pero duró poco el sentido de esto ya que no había acabado de sentarme, ni de construir una idea de lo que hasta ahora me había parecido todo, la ciudad, el trabajo, ella, mis inquietudes y hasta la atmósfera que respirábamos cuando alguien, un hombre, se le acercó, se le acercó más, mucho más, y, levantándose, decidida, me miró y me dijo:

- Discúlpame, Edmundo, un momento.

Se dirigió entonces hacia el extremo opuesto a todo y, con aquel hombre, abandonó el lugar, la habitación, la casa, mi conversación no iniciada y hasta mis ganas de estar fueron abandonadas, en este caso por mí. No lo pensé demasiado, al día siguiente sólo cogí el teléfono y hablé rápido y convencido:

- Enrique, vamos, deseo la esencia.

(Continuará.)

(Óleo de Vincent van Gogh, Paisaje con carro y tren al fondo, 1890, Museo Pushkin, Moscú. Cuando Vincent llega a Auvers en 1890 se produce un cambio en su pintura, los amarillos de los campos de Arlés dejan paso a los verdes campos de trigo que vemos en esta obra. Van Gogh nos muestra la cosecha de la zona recurriendo a una perspectiva panorámica. Las bandas horizontales empleadas tienen dos puntos de referencia especiales para llamar nuestra atención: el camino con la carreta y el tren del fondo. Esas bandas horizontales que organizan el conjunto se ven a su vez relacionadas con las líneas verticales y diagonales de los campos sembrados, obteniendo un entramado de líneas con el que consigue un espectacular efecto de profundidad. Las pinceladas son rápidas, el toque de pincel en espiral, que caracteriza buena parte de su producción de Auvers, también está aquí presente. Respecto al color, los tonos son fríos, verdes y malvas, aunque se animan con el rojo de las casas y la carreta. -Reseña mostrada en la entrada al lienzo de Vincent van Gogh en Ciudad de la Pintura-.)

13 de febrero de 2011

La percepción o cuando el creador se arriesga, o cuando lo real no es lo que importa.



En el condado inglés de Surrey se encuentra el famoso hipódromo de Epsom Downs. Utilizado desde el año 1661, este campo de carreras hípico es posiblemente el más antiguo del mundo. Pero en el año 1778 dos propietarios rivales de caballos pura sangre echarían a suerte cómo acabaría denominándose esa importante competición de caballos. El conde de Derby, Edward Smith-Stanley (1752-1834), y Sir Charles Bunbury (1740-1821) acordarían por entonces que la carrera acabaría llevando el nombre de aquel cuyo caballo ganase. Como lo fue el caballo Briget del conde de Derby la famosa competición hípica terminaría siendo bautizada desde entonces como el derbi de Epsom. Fue en una tarde gris y tormentosa del año 1821 cuando el pintor romántico Theodore Gèricault (1791-1824) pintara la escena -que él mismo presencia- donde cuatro jinetes compiten en ese famoso derbi británico. No era la primera vez que se pintaba un caballo en un cuadro, ni siquiera un caballo corriendo -ya lo había hecho en el año 1767 el pintor George Stubbs-, pero sí era la primera vez que se componían en un lienzo varios caballos corriendo ante un decorado natural y despejado. Un paisaje donde, en un único plano artístico, los équidos se alinean hábilmente ante un horizonte que, como genial recurso divisorio entre cielo y tierra, separase así el verde terrenal dinámico de un firmamento ahora gris y nebuloso.

Sin embargo no fue hasta muchos años después que se llegase a comprender algo muy importante de las representaciones dinámicas equinas: la falta de realismo en las figuras pintadas de los caballos corriendo.  Algo que el pintor por entonces -principios del siglo XIX- no pudo apenas sospechar ni vagamente. Nadie sabría, y menos el pintor, cómo se tenían que dibujar las patas de un caballo a pleno galope. Sólo se podría entonces utilizar un recurso artístico para esos casos, como hacen con genialidad los creadores cuando se tienen que enfrentar a lo sublime: imaginar lo desconocido. El pintor francés Gèricault afrontaría también lo que entonces parecía que debía ser así, como otros ya lo hicieron antes.  Pero él ahora además enmarcaría ese error en una obra magistral de un romanticismo natural y extraordinario. Tuvieron que pasar más de cincuenta años para que un eminente pionero de la fotografía, Eadwgeard Muybridge (1830-1904), consiguiese crear, por fin, su famosa secuencia fotográfica donde mostraba cómo los caballos nunca en su galope tienen todas sus patas tensionadas, como no tienen al correr todos sus cuartos en tensión y desplegados hacia afuera.

Pero en el Arte eso -ser fiel a la realidad- no es para nada lo importante. De hecho los impresionistas posteriores a Gèricault admirarían por ello -componer las cosas como se ven no cómo son- al pintor romántico francés. Los impresionistas no pensaban que lo importante fuera ser fiel a la realidad, inadecuada a veces para expresar el sentimiento artístico requerido, todo lo contrario, ellos defendían que sólo era preciso plasmar el sentido artístico percibido de lo que se pretendiera transmitir, es decir, de lo que la emoción sabría por sí sola descifrar tras cada trazo, color, movimiento, fondo o perspectiva iconográfica. Por esto mismo al Arte le dará igual que las cosas sean realmente de otra forma a como los creadores las presenten en sus obras. Nunca dejarán de ser obras que nos inspiren aunque no tengan por qué ser exactas, ni fieles, a la naturaleza de lo que percibamos. Porque para el Arte la percepción del mundo es otra cosa muy diferente, se interpretará con otros criterios, con otras sensaciones, o con otros sentidos... absolutamente trascendentes.

(Cuadro de Gèricault, El Derbi de Epsom, 1821, Louvre; Óleo de George Stubbs, Bay Molton montado por John Singleton, 1767; Óleo de Kandinski, El jinete azul, 1903; Cuadro de Washington Allston, El vuelo de Florimell, 1819; Cuadro de Degas, La salida falsa, 1872; Fotomontaje de la secuencia Caballo en Movimiento, hacia 1880, del fotógrafo Eadwgeard Muybridge; Óleo La estampida, 1908, del pintor norteamericano Frederic Remington 1861-1909.)