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25 de julio de 2011

El aburrimiento o el tedio como un motor de creación o de maldición.



En los inicios de la civilización europea -en la antigua Grecia- se comenzaría a utilizar una palabra griega, areté, para tratar de explicar el conjunto de cualidades morales, cívicas e intelectuales para desarrollar una vida ejemplar, honrosa, justa, deseable, valerosa y virtuosa. Aunque el término llegaría a tener una amplia aplicación -valor ante el enemigo, por ejemplo-, acabaría, gracias a los filósofos Platón y Aristóteles, convirtiéndose en sinónimo y representación de lo que se terminaría por llamar ética. Con este término se materializaría entonces un concepto más concreto: la conducta o los juicios de la razón que nos llevan a distinguir (por tanto a aplicar o no) el bien del mal. Finalmente, como consecuencia de eso, a disponer y disfrutar de una buena y excelente vida. Luego, cuando los siglos abandonaron a los dioses del Olimpo y los pueblos bárbaros arrasaron la civilización, el cristianismo vino a sostener, traducir y justificar aquellas antiguas ideas y conceptos. En el medievo los pensadores y teólogos de ese cristianismo, preceptores de una sociedad desorientada y perdida, crearon por entonces el pecado. Y lo crearon como resultado de una fuerza exterior al hombre, algo que acabaron por denominar demonio. Se definieron varios tipos de pecados -siete en concreto- que eran los más importantes, los más fundamentales, los capitales.

De ese modo la civilización de la Edad Media explicaría entonces la conducta humana imputable, es decir, aquella conducta responsable que sería resultado de la libertad genuina de los seres. Se trataba de justificar que la pérdida de la gracia de Dios llevaría al ser humano a cometer esas maldades tipificadas en la moral cristiana, la única moral que guiaba y auxiliaba entonces a la sociedad. No se distinguían entonces trastornos mentales como la locura o la enfermedad mental, unos males que eran sólo producto del demonio. La brujería ayudaría bastante a justificar toda manifestación psicopatológica, lo que hoy viene a llamarse Trastornos de la Personalidad. Más tarde, a la llegada del Renacimiento, con una economía más dinámica -gracias a la Reforma protestante y su exagerado puritanismo-, se llegaría a identificar trabajo con moral y virtud, y, a cambio, ocio con pecado y maldad. Luego, en el ilustrado siglo XVIII, comenzaría el advenimiento y desarrollo de una balbuciente ciencia para tratar de entender los problemas del mundo. Y después, en el siglo XIX, se conseguiría por fin la consolidación de la ciencia y, con ella, se establecerían los primeros mecanismos mentales patológicos para comprender las conductas desviadas y malvadas. El Romanticismo incluso se atrevería a ensalzar a algunos de sus héroes como verdaderos personajes psicopáticos, lo que actualmente viene a entenderse como individuos -no todos patológicos- que padecerían el denominado Trastorno de Personalidad.

Cuando los grandes creadores se sienten próximos a morir alcanzarán -gracias a algún resorte íntimo para permanecer vivos- a componer sus más elevadas e inmortales obras. Cuando el poeta inglés John Keats (1795-1821) presintiera durante el año 1820 que su enfermedad tísica acabaría con él, escribiría sus más excelsos versos, conocidos como Odas, una obra clásica de la Literatura Universal. Cuando el escritor chileno Roberto Bolaño (1953-2003) supiera que tan sólo le quedaban pocos años de vida, dedicaría todos sus esfuerzos a realizar unas novelas geniales. Fueron publicadas póstumamente editadas en un único y grueso volumen. La editorial decidiría titularlo con el simple y enigmático título de 2666. Se justificaría ese título por otra novela de Roberto Bolaño, Amuleto, una obra donde uno de sus personajes dice: los vi cruzar la avenida Reforma sin esperar la luz verde, ambos con el pelo largo y arremolinado, porque a esa hora por Reforma corre el viento nocturno que le sobra a la noche. La avenida Reforma se transforma en un tubo transparente, en un pulmón de forma cuneiforme por donde pasan las exhalaciones imaginarias de la ciudad. Y luego empezamos a caminar por la avenida Guerrero, ellos un poco más despacio que antes, yo un poco más deprimida que antes. La Guerrero, a esa hora, se parece sobre todas las cosas a un cementerio, pero no a un cementerio de 1974, ni a un cementerio de 1968, ni a un cementerio de 1975, sino a un cementerio de 2666, un cementerio olvidado debajo de un párpado muerto o nonato, las acuosidades desapasionadas de un ojo que, por querer olvidar algo, ha terminado por olvidarlo todo.

En uno de los capítulos que componen la gran obra, La parte de los crímenes, el autor chileno relata los criminales, desalmados e infames asesinatos de mujeres llevados a cabo en la población fronteriza mejicana de Ciudad Juárez. El escritor chileno trataría de explicarlos crípticamente con ese relato apasionante. El capítulo guardaba y describía un centro oculto que se situaría justo debajo de un centro geográfico. Este centro físico era la frontera mejicana de Ciudad Juárez. Uno de los personajes llegaría a decir de ese centro: En él se esconde el secreto del mundo. Bolaño encabezaría su creación con una frase dura y significativa basada en el verso de un poeta francés, simbolista y maldito, llamado Charles Baudelaire (1821-1867): Un oasis de horror en medio de un desierto de aburrimiento. Roberto Bolaño pensaba eso mismo de la sociedad moderna y de la cruel enfermedad que padecía: el aburrimiento. Y que para escapar de él lo único que tenemos más a mano es el mal. Esa palabra, aburrimiento, procede del latín ab-horrere, sin horror. Se entiende así el concepto que describe una existencia humana que no tiene ningún sentido porque no tiene nada que perder o temer. Según dicen, el aburrimiento puede llevar a acciones impulsivas, excesivas o sin sentido, acciones que perjudican incluso los propios intereses del que lo padece. Algunos estudios psicológicos demuestran que lo que lleva a algunas personas a tomar estupefacientes o beber alcohol es el aburrimiento. La combinación de todo eso con la personalidad trastornada de antes consigue obtener la más espantosa de las maldiciones. Antes de que el poeta romántico John Keats cerrase sus ojos para siempre escribiría un verso inspirador y esperanzado, uno incluido en su obra poética Oda a una urna griega. Con él consiguió plasmar el poeta inglés lo que el Arte a veces nos ayudará a comprender: que siempre podemos elegir y que la elección la tendremos dentro de nosotros mismos:

¡Oh, pieza ática! ¡Qué bellamente
dispones sobre el mármol excelentes varones
y labradas doncellas junto a hierbas y ramas!
Tú excedes, callada forma, el pensamiento
como la eternidad. ¡Oh, fría Égloga!
Cuando la edad consuma esta generación
continuarás en medio de otro dolor que el nuestro,
como amiga del Hombre al que dices:
"La belleza es verdad, la verdad es belleza;
esto es cuanto sabes y saber necesitas".

Oda a una urna griega, 1820, del poeta inglés John Keats.

(Imagen de una ilustración de los crímenes de Ciudad Juárez, México; Fotografía de Quinn Dombrowski, Hombre aburrido, 2004, USA; Imagen fotográfica de la fiesta española de San Fermín, Pamplona; Temple sobre tabla La matanza de los inocentes, detalle, 1450, del pintor Fra Angélico, Museo de San Marcos, Florencia; Óleo del pintor francés Gustave Courbet, Charles Baudelaire, 1849; Ilustración con la imagen del escritor chileno Roberto Bolaño.)

20 de julio de 2011

La civilización, la cultura, siempre fluyó desde Oriente hacia Occidente, del orto hacia el ocaso.



A finales del mes de septiembre del año 1958, durante unas obras en los terrenos de una sociedad deportiva, se descubriría a las afueras de la ciudad de Sevilla (España) lo que parecía ser, a simple vista, un antiguo y refulgente brazalete dorado bajo la tierra. Aquello no resultaría ser un hallazgo cualquiera, lo que aquel hombre y su trabajo habían encontrado entonces resucitaría así, cuarenta años después, lo que un arqueólogo alemán, Adolf Schulten (1870-1960), hubiera vaticinado en los anteriores años veinte en sus andanzas por la región andaluza y el curso del bajo Guadalquivir: la posible existencia de la mítica Tartessos, la primera civilización de Occidente. Desde el siglo XV antes de Cristo, es decir, a partir del año 1400 a.C., se sitúa en la India el comienzo del periodo védico temprano, un periodo que vendría a durar hasta el año 1100 a.C. En esa época antigua se comenzaría a escribir, en sánscrito, los textos sagrados más antiguos de la India, los Vedas. Este idioma asiático pertenecía a la gran hornada de lenguas indoeuropeas, rama lingüística de donde proceden casi todas las lenguas que se hablaron -y se hablan- en Europa y el sur de Asia. Como en casi todas las culturas elaboradas, la hinduista también crearía su mitología. En ella, como en la de la antigua Grecia, existió también una diosa venus, Laksmí, la esposa del dios hinduista Vishnú. Representaba la belleza, el buen camino y la buena suerte. Como la Venus Anadiómena griega posterior, Laksmí también surgiría de la inspirada mítica espuma del mar.

Pero antes de llegar algo parecido al Egeo -a la Grecia antigua- llegaría a Fenicia, y, antes aún, al Oriente próximo mesopotámico. Sobre el año 1200 a.C., los fenicios asimilaron de pueblos situados más a su oriente a su diosa Astarté, igualmente equiparada a la diosa Afrodita griega o a la Venus romana posterior. Luego, a partir del año 800 a.C., los fenicios lograrían cruzar todo el mar terreno conocido, el Mediterráneo, hasta alcanzar sus costas más occidentales. Cerca de lo que hoy es Túnez fundaron una próspera colonia, Cartago. Desde ahí consiguieron colonizar todo el extremo occidental del mundo conocido entonces. Así llegaron hasta Cádiz -Gadir-, y, subiendo por el curso del río Baits -Guadalquivir-, llegarían a un paraje maravilloso, idílico y tranquilo, donde ahora el río vadeaba lagunas y marismas y unas colinas cercanas dominarían todo el fértil y sosegado valle iluminado. Ahí se fue asentando una de las poblaciones fenicias más importantes de occidente. Al pasar los años terminaría creándose un pueblo más evolucionado, un lugar al que se acabaría denominando Tartessos.

Ese reducto interior -gracias al río navegable- centralizaría uno de los comercios más sugerentes del mundo mediterráneo conocido: los metales preciosos. La tierra del sur de la península ibérica, geológicamente surgida de la conjunción de dos placas continentales, la europea y la africana, resultaría ser muy rica en plata, oro, cobre, estaño, etc. Fue por entonces El Dorado de la antigüedad europea. Así que, desde que llegaron los fenicios, fue desarrollándose poco a poco una cultura particular y propia... Porque Tartessos, según investigaciones científicas de los últimos años, no fue -si es que fue algo- un asentamiento autóctono, ibérico o local. Fue una región de origen fenicio, y, poco después, griego; y, luego, mezcla de las dos también. Pero, con los años, acabaría adquiriendo, sin embargo, gracias a la importancia de sus preciados recursos, un carácter propio y especial, acabando por ser una sociedad más sofisticada que la de sus orígenes mediterráneos.

La sociedad tartésica era una organización social muy jerarquizada. La clase aristocrática se aprovecharía de los tesoros y de la mano de obra de una clase inferior para prosperar. Sus avances culturales no fueron, sin embargo, más allá de una exquisita elaboración artística de metales preciosos. Consiguieron configurar una población satisfecha de sí misma gracias al comercio y a la tranquilidad, por la falta de conflictos, más que por un desarrollo cultural estable y evolucionado. Las Artes arquitectónicas, las únicas -a parte de las literarias- que testimoniarán la historia de un pueblo o de una cultura antigua, no dejaron ninguna huella pétrea conocida de Tartessos... A diferencia de los pueblos Mayas, por ejemplo, Tartessos no dejaría ningún resto pétreo que pueda, realmente, acercarnos a su verdadera historia. Por eso fue un mito, siguió siendo un mito, y, probablemente, continuará siendo un mito. A pesar de todo, ha llegado hasta nosotros la figura de Argantonio (660 a.C - 550 a.C.), el último rey tartésico del que se tiene conocimiento. Fueron los griegos los que nos hicieron llegar su historia. Al parecer, este rey tartésico, que nunca construyó palacios ni obras en piedra -o fueron totalmente arrasados-, se sintió más atraído en aquellos años, siglo VI a.C., por los griegos que por los fenicios. Pudo influir la decadencia de este último pueblo y el auge del griego. El caso es que eso mismo fue su perdición y su desastre.

Cuando los cartagineses -los fenicios de ultramar- vieron peligrar sus dominios sobre el sur peninsular de Iberia, se aliaron con los etruscos -un pueblo itálico belicoso- enfrentándose a los griegos en la batalla naval de Alalia (535 a.C.). Posiblemente, antes de este sangriento encuentro naval con los griegos, los fenicios de Cartago -los cartagineses- destruyeron y arrasaron a sus antiguos -y ahora traicioneros- socios ibéricos de Tartessos. Poco después los griegos, que acabaron venciendo pero agotaron todas sus fuerzas en esa batalla, decidieron abandonar el sur peninsular asentándose en el noreste español y el sur de Francia. De ese modo los cartagineses, a pesar de su derrota, continuaron en el sur de España pero esta vez sólo en la costa, más centrados en su Nueva Cartago -actual ciudad de Cartagena-. Para entonces los griegos del Egeo habrían conocido por Homero, y después por Platón, qué fue de esa espléndida, exótica y pacífica población tartésica de Iberia. Así sería como el filósofo griego Platón crearía el idílico y mítico lugar donde los hombres son felices y los recursos permanentes, lugar al que terminaría por llamar Atlántida...  En la mitología griega Atlas -o Atlante- fue un titán al que Zeus condenaría cargar con las columnas que permitían mantener separados los cielos de la tierra. En su narración mítica, Platón cuenta que ese idílico lugar se situaba hacia el fin del Occidente, entre las columnas de Hércules -estrecho de Gibraltar-. También relataba el filósofo griego cómo los dioses decidieron castigar a ese pueblo por su soberbia enviando un terremoto, o un maremoto, que causaría una gran inundación y la completa desaparición de la Atlántida.

Fue en el Hinduismo -en la antigua India- donde se representaría por primera vez un símbolo geométrico, la Estrella de Laksmí, un polígono formado por dos cuadrados superpuestos, inclinados 45 grados, que acabaría configurando así una estrella de ocho puntas. Tiempo después los tartésicos llegarían a utilizar esa misma estrella de ocho puntas, una figura que entonces se denominaría gadeiro por el nombre que Platón dio a los habitantes de Gades, la antigua Cádiz fenicia. Y en esa misma región, muchos siglos después, el árabe, semita de origen, Abderramán I, primer emir de la independiente Al-Andalus, terminaría por usar esa misma estrella de ocho puntas y difundirla por todo el Mediterráneo. La población de Tartessos fue, de ese modo, la primera en utilizar en Occidente la simbólica estrella de ocho puntas. Fue todo un símbolo místico para ese pueblo mítico, el cual adoraba al sol mostrándolo así, como una estrella de ocho puntas con ocho rayos solares.

Años más tarde, en el siglo V a.C., los turdetanos, éste sí un pueblo autóctono -celtíbero- de la península ibérica, fueron los que habitaron aquellos mismos lugares abandonados antes por los tartésicos y sus colonizadores. De hecho, según cuentan las historias, los turdetanos fueron un pueblo de elevada cultura y gran sofisticación, si lo comparamos, por ejemplo, con otros pueblos celtíberos de la península ibérica. Pasaron luego los años sin más brillo, sin más emociones históricas, años muy tranquilos y sosegados culturalmente. Así, hasta que llegaron los romanos... Y muchos siglos después sus herederos, los castellanos, embarcados en tres frágiles carabelas frente al temible Atlántico, seguirían también avanzando hacia el oeste, confiados, ilusionados, desesperados, como antes los fenicios, hacia otro Occidente... Este otro occidente todavía aún mucho más allá de sus fronteras conocidas, aún mucho más de sí mismos, hacia otro mundo..., hacia un nuevo mundo.

Presiento el rondar de la romántica muerte,
del dolor de mis huesos que maldicen,
de la falta de memoria que transita,
el lance del puerto,
harapos de unas sandalias que me conducen a la sima.
Herencia del rayo que cesa en la luz y en su ausencia.
Me espera el Hades y la negra Estigia laguna...,
y el recuerdo eterno de Tarsis.

(Obra El Hades, Homero en Tarsis. Poema épico del autor español Ramón Fernández Palmeral).

(Imagen de la diosa fenicia Astarté, siglo IX a. C.; Imagen de una escultura de la diosa hindú Laksmí, siglo XV a.C.; Cuadro Astarté syriaca, 1877, del pintor prerrafaelita Dante Rossetti; Imagen publicitaria donde se representa una ideación de la mítica Atlántida; Fotografía de una reproducción de un adorno del Tesoro tartésico encontrado en 1958 en el Carambolo, Sevilla; Imagen de la escultura Atlas, período helenístico, Museo Arqueológico Nacional de Nápoles; Fotografía en el antiguo asentamiento minero Minas de Tharsis, Alosno, Huelva (España); Imagen de una figura de una representación tartésica en bronce, Tartessos; Imagen del Relieve de Osuna, de la antigua Turdetania, Museo Arqueológico Nacional, Madrid; Fotografía de una estrella de ocho puntas -símbolo religioso antiguo- en la antigua iglesia de Santo Tomé, Zamora (España); Imagen del busto de Argantonio, Tartessos, Museo Arqueológico de Sevilla; Imagen con la representación de una figura tartésica, ¿Argantonio?)

28 de junio de 2011

El decadentismo, la engañosa evasión de los sentidos, su traición y la vida.



En el quinto libro del Antiguo Testamento -el Deuteronomio- se describe la escena cuando Moisés despide a su pueblo elegido en los llanos de Moab.  El profeta bíblico le dice entonces al pueblo hebreo que ellos acabarán siendo ingratos y poco merecedores del amor de Dios si no guardan fidelidad al pacto...  En uno de esos discursos, el cuarto y último, Moisés se dirige de nuevo a su pueblo y les dice: Mirad que hoy pongo ante vosotros la vida y la muerte. Invoco hoy para vosotros al cielo y la tierra poniendo ante vosotros la vida o la muerte, la bendición o la maldición: escoged la vida, para que así podáis vivir vosotros y vuestra posteridad. En unas antiguas tablillas sumerias escritas en el tercer milenio antes de Cristo, se mencionaba por primera vez el nombre del opio. Se utilizaría así ya esa palabra por el misterioso y primigenio pueblo sumerio, y cuyo significado entonces vendría a ser algo parecido a disfrutar. Los egipcios y los griegos emplearon el opio como un remedio analgésico poderoso. Los romanos utilizaron la adormidera -el opio- para mitigar el dolor y para los que dormir no puedan... Se conocía el opio desde la Antigüedad hasta casi el siglo XVIII como un remedio equilibrado, como muchos otros remedios que existían por entonces. Por tanto, su uso se mantuvo en la historia sin obsesión ni desprecio.

Pero hubo un pueblo que caería rendido tristemente a los pies de ese alcaloide, al que le acabarían añadiendo además otra sustancia para aumentar así su consumo. Fue a partir del siglo XVI cuando el comercio opiáceo con China se fue haciendo interesante tanto por los españoles como por los portugueses y, sobre todo, luego por los ingleses. Los occidentales comprendieron pronto la extraordinaria aceptabilidad del pueblo chino a esa nueva forma de ingerir el opiáceo. El advenimiento del tabaco a partir de entonces contribuyó a innovar con la adormidera una afortunada mezcla que los chinos consideraron irresistible. El comercio internacional de opio no fue provocado sólo por esa demanda china sino, sobre todo, por una oferta feroz. Los ingleses vieron en el siglo XIX una magnífica oportunidad de intercambiar el opio cultivado en la India por mercancías chinas que los británicos deseaban ávidamente (seda,, porcelana). Así comenzaría el comercio del opio, única mercadería occidental que los chinos demandarían compulsivamente y no pudieron evitar desear en adelante. Hasta guerras se provocaron en el siglo XIX por culpa del opio. Guerras que perdieron los chinos pero que Occidente no tardaría en sufrir años más tarde, como la rebelión de los Boxer del año 1900, los disturbios dinásticos posteriores, el rechazo cultural subsiguiente, las revueltas sociales comunistas y la superioridad comercial mundial, una superioridad que continúa hoy en día.

A mediados del siglo XIX, se consolidaría en occidente una Revolución industrial y comercial que transformaría por completo la historia. Por entonces la economía, basada en la libre concurrencia -mercados abiertos a todos y con igualdad de oportunidades para todos-, empezaría a transformarse en una macroeconomía de grandes concentraciones financieras e industriales. Eso motivaría una crisis en el último tercio del siglo XIX que supuso el mayor cambio del sistema productivo habido en el mundo, y, por consiguiente, provocaría  revueltas, represiones y antagonismos sociales que nunca antes fueron vistos en la historia. Fue por ello que, desde la esfera del mundo artístico y ante las preocupaciones sociales del momento, aparecería un movimiento cultural denominado postromántico... Un escritor vendría especialmente a representar esa postración emocional que siempre conllevará un cambio social tan importante. Charles Baudelaire (1821-1867) se enfrentaría con su literatura a una sociedad convencional y burguesa cargada de una moral y unas costumbres en exceso inflexibles. De ese modo reivindicaría el escritor francés la individualidad del romanticismo, pero añadiría a su obra además una feroz brutalidad y un grotesco lirismo. Los críticos académicos consideraron el postromanticismo como algo decadente, y así acabaron ellos hasta por denominarse, decadentistas. Sólo buscaban huir de la realidad, no sublimarla. La poesía de Baudelaire fue considerada una ofensa a la moral y a las buenas costumbres. El autor francés se defendió escribiendo: Todos esos imbéciles que pronuncian la palabra inmoralidad o moralidad en el Arte, y demás tonterías, me recuerdan a Louise Villedieu, una puta de cinco francos que una vez me acompañó al Louvre, donde ella nunca había estado, y empezó a sonrojarse y a taparse la cara. Tirándome a cada momento de la manga de mi chaqueta me preguntaba, indignada ante los cuadros y estatuas inmortales, cómo podían exhibirse públicamente semejantes indecencias.

A principios de los años veinte del pasado siglo los japoneses consiguieron sintetizar, a través de la conocida anfetamina -descubierta por los alemanes en 1887-, la espantosa metanfetamina. No fue, sin embargo, hasta el año 1938 cuando se comenzaría a comercializar ese producto químico en todo el mundo. Las ventajas de este estimulante sintético en los soldados en guerra fue inmediatamente comprobada. Los alemanes descubrieron sus efectos sobre el sistema nervioso central. Es decir, que producía los mismos resultados que la hormona humana adrenalina, lo cual provocaría un estado de alerta acentuado. Con el añadido de que, en el caso de la metanfetamina, sus efectos se multiplicaban y perduraban hasta por doce horas. Aumentaba la autoconfianza, la concentración, la voluntad de asumir riesgos, también reducía la sensibilidad al dolor, al hambre y a la sed. Todo un cóctel inapreciable para los, por entonces, guerreros modernos. Así fue como los militares y aviadores alemanes la comenzaron a utilizar con un claro beneplácito académico y social. Los primeros aviadores alemanes llegados a España durante la contienda civil de 1936 ofrecían esta droga a los soldados españoles. De ese modo la guerra civil española fue una de las primeras contiendas bélicas donde se utilizaría.

Luego, en la Segunda Guerra Mundial, se practicaría su uso tanto en los bandos aliados como en los del Eje. Los japoneses -creadores del producto estimulante- recomendaron el uso de metanfetamina a sus valerosos, heroicos y suicidas kamikaces. ¿Cómo si no era posible dirigirse, decididos, hacia una muerte segura, violenta y programada? Y así hasta que llegaron los felices años sesenta, donde la revolución social de la modernidad pop consumiría todos los alucinógenos posibles e imposibles. Las consecuencias pronto se observaron en los que, sin un motivo controlado y terapéutico, fueron arrollados por la cruel y traicionera desoxiefedrina... La Convención Internacional de Psicotrópicos de la ONU incluyó en el año 1971 a la metanfetamina en su Lista de sustancias peligrosas. Aquí comenzaría, realmente, la batalla social y legal que el mundo ha tenido que librar denodadamente -y que no ha ganado aún- contra las fuerzas malignas de la drogadicción. En marzo del año 1870 el gran poeta francés, decadentista y malogrado, Arthur Rimbaud (1854-1891), se inspiraría en una de sus composiciones más bellas y efectivas para simbolizar la engañosa evasión de los sentidos. En sus palabras, en sus metáforas y en su lírica sensación expresaría toda la contradicción que encierra la dulce y trágica asechanza de los psicotrópicos:

En las tardes azules de verano, iré por los senderos,
picado por el trigo, hollaré la hierba menuda;
soñador, sentiré el frescor de mis pies,
dejaré que el viento bañe mi cabeza desnuda.

No hablaré, no pensaré en nada;
pero el amor infinito me subirá al alma,
me iré lejos, muy lejos, como un bohemio
por la Naturaleza; feliz como una mujer.

Sensación, del poeta francés Arthur Rimbaud, 1870.

(Cuadro Una Loca, 1822, Eugene Delacroix; Fotografía de Charles Baudelaire, 1855; Óleo del pintor francés Henri Fantin-Latour, 1836-1904, Verlaine y Rimbaud, 1872, ambos sentados a la izquierda del lienzo; Cuadro del pintor Eduard Manet, Dama con abanico, 1862, la modelo era la amante de Baudelaire, la mestiza Jeanne Duval; Cuadro El fumadero de ópio, 1880, del pintor americano William Lamb Picknell, 1853-1897; Imagen artística, Boca, del autor actual Vincent Sablong; Imagen representando a un Kamikaze japonés de la Segunda Guerra Mundial; Cuadro del pintor español Santiago Rusiñol, La Morfina, 1884; Imagen de las Autoridades norteamericanas contra la Droga, Ejemplo de efectos de la Metanfetamina, 2005-2007.)

25 de mayo de 2011

La decadencia de una época, sus apasionadas historias, la belleza sin clase y el Arte.



Al sur de Alemania, en la región de Baviera, se encuentra el antiguo Palacio de Nimphenburg. Fue mandado construir en el año 1664 por el duque de Baviera y príncipe elector del Sacro Imperio, Fernando de Wittelsbach. Cuando estos príncipes alemanes se convirtieron en reyes uno de ellos lo fue el monarca de Baviera Luis I (1786-1868). Disfrutaría este rey por entonces de los decorados salones y de las holgadas bellezas artísticas de su bávaro palacio barroco. Educado en las Bellas Artes, a Luis I de Baviera se le ocurriría a finales de su reinado crear en su palacio bávaro un gran salón exclusivo para poder elogiarlas. Para ello encargaría al pintor alemán Karl Josef Stieler (1800-1882) retratar a las más celebradas bellezas europeas de entonces. El salón acabaría llamándose Galería de Bellezas, y contenía los retratos de  las más hermosas mujeres de Europa, fuesen éstas nobles o no. Es decir, hizo retratar a las mujeres más bellas de todas las clases sociales del momento sin ninguna discriminación estética, algo curioso para la primera mitad del aristocrático siglo XIX. Es cierto que las ideas revolucionarias habían marcado en los nobles ilustrados de la época un avance social, pero colocar al lado de los retratos de altas damas de la aristocracia a cortesanas o plebeyas sin nombre fue una osadía sólo justificada por la exaltación de la belleza en unos años extraordinariamente románticos.

El mejor representante poético de entonces lo fue el alemán Heinrich Heine (1797-1856), que llevaría al más alto encumbramiento romántico la literatura lírica alemana, pero que a su vez acabaría sin querer con ella, ya que trataría de superarla con un lenguaje más sencillo, más cercano, más realista o más conciso. De ese modo, en el año 1823 escribiría Heine su obra lírica Intermezzo, de la cual parte de ella son estos románticos versos:

¿Acaso ya has olvidado
que fue mío en otro tiempo
tu pequeño corazón?
Tan bello y falso, que nada
ni más falso ni más bello
nunca en el mundo existió.
¿Acaso ya has olvidado
cuando a la par mi existencia
minaban pena y amor?
No sé decir si más grande
era el amor o la pena;
sé que eran grandes los dos.

Cuando el pintor Stieler accedió a componer tal galería de retratos decidió retratar a una bella y joven cortesana alemana que se hacía llamar señora Heine, aunque su verdadero nombre era Ana Kaula. Esta joven poseía una belleza de rasgos semíticos con un maravilloso cabello oscuro. Otra hermosa mujer retratada lo fue Amalia de Shintling, hija de un capitán del ejército bávaro. Su rostro adornado de joyas deslumbraba aún más el suave encanto de la belleza germana. Una de las mujeres más plebeyas retratadas por el pintor Stieler lo fue la hija de un zapatero de Munich, Elena Sedlmayer. Al parecer, esta hermosa joven bávara acabaría uniéndose en matrimonio con un sirviente del gran palacio de Luis I. Otra interesante mujer retratada lo fue Jane Digby, una aristócrata inglesa que llegaría a serlo por un matrimonio noble y no por cuna. Realmente hizo de ese marital contrato social uno de sus motivos para obtener una vida elevada y apasionante. La archiduquesa Sofía de Baviera sería otra de las más bellas mujeres retratadas para Luis I y su sugestiva galería.

Hubo una mujer cuyo retrato fue expuesto en aquella galería de bellezas por haber sido la amante de Luis I. Lola Montez (1821-1861) fue una irlandesa que llegaría a tener una vida corta pero intensa, demoledora y apasionada, la vida de una mujer luchadora pero que, finalmente, fue una vida malograda. De rasgos mediterráneos, posiblemente por la lejana herencia hispana de su madre, acabaría casándose -para huir de una vida detestable- con un teniente inglés del que terminaría separándose pronto. Huyendo siempre, llegaría por fin a Múnich donde terminaría presentando un espectáculo lúdico donde bailaba y seducía con sus encantos nada ocultos. Rechazada por una burguesía conservadora e hipócrita, no dudaría en dirigirse al propio rey para salvarse, convirtiéndose en su amante. Tanto le pidió Lola Montez al rey de Baviera que, desde un desafortunado título de condesa a la revolución del año 1848, terminaron para siempre con el trono y aquel hermoso y efímero Salón de Bellezas. El rey Luis I se marcharía a París y Lola Montez no volvería a verle jamás. Tuvo entonces que viajar huyendo otra vez hasta llegar muy lejos, a los Estados Unidos, donde, desconocida y ajada su belleza, poder sobrevivir escribiendo su vida o uniéndose a algún hombre capaz de mantenerla. Acabaría Lola Montez en América sus días en la más absoluta pobreza y orfandad, todo un paradigma de aquel romanticismo decadente o de aquella efímera Galería de Bellezas. Una estancia artística ésta que, o destruida por las guerras o expoliada por los desaprensivos, desaparecería lentamente en una historia ya olvidada para siempre. Como también lo fueran aquellos hermosos versos tan románticos de Heine, esos versos decadentes que, por entonces, minaban sonoros  una pena y un amor...

(Óleo del pintor Karl Joseph Stieler, Lola Montez, 1847, Palacio de Nimphenburg; Cuadro Luis I de Baviera, 1826, de Karl J. Stieler, Munich; Retrato de Ana Kaula, Stieler, 1829; Retrato de Elena Sedlmayer, Stieler, 1831; Retrato de Amalia de Shintling, 1831, Stieler; Retrato de Jane Digby, 1831, Stieler; Cuadro de la Archiduquesa Sofía de Baviera, 1832, Stieler; Óleo del pintor judio-alemán Moritz Oppenheim, Heinrich Heine, 1831; Fotografía de Lola Montez, 1851; Fotografía del pintor Karl Joseph Stiener, 1857; Óleo del pintor italiano Canaletto, Palacio de Nimphenburg, 1761.)

13 de mayo de 2011

Dos mujeres cautivadoras e inspiradoras vibraron una vez bajo el mismo cielo de Segovia.



En Segovia, una de las ciudades más hermosas de España, existía una antigua iglesia románica del siglo XII, San Juan de los caballeros, templo que durante los años treinta del siglo XIX fue expropiado a la Iglesia Católica por la desamortización de los primeros gobiernos liberales. Desalojada y abandonada, se mantuvo así durante casi setenta años hasta que un gran artista de finales de ese siglo, don Daniel Zuloaga (1852-1921), la adquiriese como un magnífico lugar inspirado ahora para sus creaciones. Fue don Daniel además de pintor un extraordinario ceramista, el cual plasmaría con magníficos colores sus maravillosos y especiales diseños artesanos de la famosa loza arcillosa castellana. Admirado y apoyado por el rey Alfonso XII, consiguió crear muchas fábricas de cerámicas de donde salieron reconocidas obras artísticas esmaltadas en el barro. En el año 1893 el gobierno progresista del presidente Sagasta decidió respaldar la construcción en Madrid de la sede del nuevo ministerio de Fomento, un grandioso edificio neoclásico pero un tanto ecléctico que incorporaba elementos arquitectónicos añadidos. Se decidió entonces revestir algunas partes de su majestuosa fachada con aquellas famosas cerámicas castellanas. El Ministerio se lo encargaría entonces al mejor de los ceramistas conocidos, a don Daniel Zuloaga.

Para tan grandiosa obra marcharía el artista entonces a Segovia, para encontrar allí una fábrica de loza ya existente, una situada junto al río Eresma para que sus aguas contribuyesen a tan artística y hermosa industria. Se debía conseguir el brillo cobrizo de los famosos alfares moriscos..., con sus exquisitos esmaltes y su fascinante policromía. Con los años don Daniel se embrujaría de la belleza de Segovia y, en el año 1905, terminaría comprando la abandonada iglesia románica segoviana de San Juan, adaptándola luego para su estudio y también para vivir. Un sobrino suyo, el que fuera gran pintor Ignacio Zuloaga, le visitaría a menudo en su nueva fábrica de loza segoviana. Hasta que éste también quedara subyugado por el aire, los colores y la extraordinaria luz de aquel cielo de Segovia. Cuando en el año 1911 se anunció en Madrid que una nueva bailarina, de origen español, bella, exótica y exitosa, debutaría en el teatro Romea, Ignacio Zuloaga asistiría muy interesado para verla. Así fue como se dio a conocer en su país natal una mujer de veintinueve años, Carmen Tórtola Valencia. Aunque nacida en el sevillano barrio de Triana, la trasladarían a los tres años misteriosamente a Londres. Al parecer, sus padres la entregaron a una familia inglesa de la alta burguesía londinense, donde ahora la educarían y formarían de manera excepcional. Fue un misterio, como todo en ella, como su propia, apasionada y extravagante vida. Seguidora de la gran bailarina americana Isadora Duncan, se dedicaría a componer magistrales escenas de danza contemporánea, unos bailes que, junto a los atrayentes vestuarios y maneras orientales, conseguiría mezclar originalidad, sensualidad y belleza.

Poetas y escritores, pintores y reyes, todos quedaron impresionados por su belleza, personalidad y danza artística. Llegaron hasta escribirle algunos versos, como los que compusiese el poeta Rubén Darío en su obra lírica La bailarina de los pies desnudos: Su falda era la falda de las rosas; en sus pechos había dos escudos... Constelada de casos y de cosas...; la bailarina de los pies desnudos. Con el pintor Ignacio Zuloaga (1870-1945) mantuvo una estrecha y algo más que admirable relación. La llevaría una vez a Segovia y en San Juan de los caballeros pudo Carmen Tórtola inspirarse fácilmente para danzar sin sonidos, sin público, tan sólo ahora con la reverberación de las viejas piedras románicas medievales, esas joyas milenarias y lustrosas del inigualable entorno segoviano. Y allí, ahora, en la nave de crucería románica, entre sus arcos y ventanas, entre sus suelos y paredes, la bailarina española regalaría a sus anfitriones una maravillosa danza oriental. Después, cuando acabara su sensual baile, le enseñaron todo aquel arte románico del atrio, de sus paredes y de sus estancias milenarias... En uno de los ábsides del edificio, ahora en dos grandes laudas -leyendas grabadas- en pizarra, pudo ella leer la inscripción siguiente: Aquí yace la ilustre y noble señora doña Angelina de Grecia, hija del conde Juan y nieta del rey de Hungría; mujer de don Diego González de Contreras, regidor de esta ciudad; muerta en 1420.

Cuando, a principios del siglo XV, el rey de Castilla y León Enrique III (1379-1406) se propuso afianzar alianzas políticas donde fuese, ante el temor ahora de que hordas moriscas del norte de África apoyaran al débil -pero aún resistente- reino peninsular nazarí granadino, tomaría la decisión de enviar una embajada a la corte del gran imperio Otomano. Así fue como, en el año 1402, don Payo Gómez de Sotomayor y don Hernán Sánchez de Palazuelos partieron hacia el Asia Menor, para ver entonces al gran sultán Bayaceto I. Pero descubrirán entonces que el gran sultán está ahora luchando contra un invasor, un agresor que llega de las estepas del este, el mongol Tamerlán. Vencido el sultán, los embajadores castellanos, hábilmente, cambiarían rápidamente su misión. Ahora, deciden entregarle al nuevo señor de los turcos, el fiero Tamerlán, las ofrendas de Enrique III de Castilla. Impresionado por los regalos y la cortesía, el nuevo sultán nombraría entonces a un emisario, Mohamad al Qazl, para que acompañe de regreso a Castilla a los dos embajadores, llevando ahora con él, además de una carta a su rey, unos especiales presentes del nuevo sultán.

Esos especiales presentes para Enrique III eran dos cautivas blancas, rehenes que Bayaceto tenía retenidas como botín por la batalla que ganara en el año 1395 a Segismundo, el primer emperador de Austria y Hungría. Así fue como Angelina de Grecia y María Gómez, nombres que les pusieron luego en Castilla, consiguieron escapar de su espantoso cautiverio oriental. Al parecer, según cuentan los relatos, doña Angelina llegaría a ser en Castilla una de las más hermosas damas de aquel siglo. En aquel viaje de regreso a Europa, llegaron en barco primero a Sevilla, donde residía un trovador llamado Francisco Imperial, un castellano de origen genovés que quedaría asombrado por la extraordinaria belleza de Angelina. Entonces le compone un verso castellano en su homenaje: Fuese tártara o griega; en cuanto la pude ver; su disposición no se niega; grandioso nombre ha de ser; que debe sin duda ser, mujer de alta nación; puesta en gran tribulación y depuesta de gran poder. (Adaptación del cancionero recogido por Alonso Álvarez de Villasandino, siglo XV).

Los pintores del Romanticismo y luego del Academicismo decimonónico llegarían a retratar, seducidos, gran cantidad de harenes y gineceos orientales. En ellos aparecen a veces mujeres blancas, esclavas que, como tesoros inapreciables, guardarían celosos los eunucos musulmanes a su señor. De ese modo, como todo lo que provenía del Oriente misterioso, se fue creando así en el imaginario del Arte occidental una maravillosa e inspirada devoción por el exotismo y la sensualidad más explicitada del oriente. Esa misma sensualidad que la bailarina Tórtola Valencia mostrara también por toda Europa, América o Asia, con su excitante y subyugante danza. Recorrería Tórtola el mundo maravillando a todos y a todas... Desde el año 1911 no pudo dejar de pensar en regresar al país de sus padres. En 1915 se presenta en Barcelona -tierra de su padre- para actuar con otras grandes artistas, como lo fuera Raquel Meyer. Volvió a viajar de nuevo, con sus baúles y su arte, por toda Sudamérica, triunfando y seduciendo adonde iba. Finalmente, a principios de los años treinta, regresaría a España para siempre. Por aquel entonces, disfrutaba ella de una Barcelona modernista y unos años de gran libertad. Pero el gusto del público fue cambiando, como aquellos años sombríos, de una forma inapelable. Ahora ya no se admirarían tanto las curvas, ni los vestidos adornados ricamente, ni el brillo del oropel o la danza memorable. Acabaría ella sus días serenamente en Barcelona, acompañada ahora por otro tipo de arte, por el propio Arte... Se dedicaría a la pintura y a coleccionar obras de Arte, antigüedades y recuerdos. Unos recuerdos, sin embargo, que nunca compartiría con nadie, que nunca escribiría, y que murieron con ella para siempre.

(Cuadro del pintor español Hermenegildo Anglada Camarasa 1871-1959, Tórtola valenciana, 1912, homenaje a la bailarina española Carmen Tórtola; Fotografía de la bailarina Carmen Tórtola Valencia, 1911; Fotografías de Carmen Tórtola, años veinte; Composición fotográfica con gestos escénicos del baile de Carmen Tórtola, 1911; Fotografía de la bailarina Tórtola Valencia, 1915; Fotografía de la construcción del edificio del hoy Ministerio de Agricultura -entonces Fomento-, Madrid, 1895; Fotografía actual de la fachada del edificio ministerial, donde se observan las cerámicas de don Daniel Zuloaga; Imagen fotográfica actual del edificio ministerial, Madrid; Fotografía de la iglesia románica de San Juan de los caballeros, Segovia, actual museo Zuloaga; Óleo del pintor polaco Stanislaw Chlebowski, 1835-1884, Tamerlán dirigiéndose a Bayaceto I, 1878; Cuadro del pintor español Dionisio Fierros Álvarez, 1827-1924, Episodio del reinado de Enrique III de Castilla, siglo XIX; Óleos del pintor academicista francés Jean-Léon Gérôme, El encendedor de Cachimba, 1898 y Después del baño; Fotografía de los baúles de Carmen Tórtola Valencia; Cartel publicitario con su imagen.)

Vídeo homenaje a Carmen Tórtola Valencia: