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26 de junio de 2012

El hilemorfismo en la creación artística, o una misma emoción -forma- en diferentes maneras de Arte.



Desde la antigüedad los filósofos habían discutido la naturaleza completa de la diversidad de las cosas existentes en el mundo. Para ello analizaron todo lo visible material, vivo o no, que apareciera ante los ojos de aquel que lo observara. ¿Qué elementos o substancias componían todo aquello?, ¿qué cosas determinarían lo que algo era, lo que verdaderamente era? Dos grandes pensadores griegos se enfrentaron, antes que nadie, para aclarar eso. Uno de ellos decía que todas las cosas mantendrían una unidad substancial, que no habría mutabilidad alguna de esa substancia, que cada cosa permanecería en su propia esencia para siempre. Otro que la variedad y el cambio eran todo lo que existiría. El primero fue Parménides, el segundo Heráclito. ¿Cómo, entonces, habría que entender la realidad del mundo, como una unidad permanente o como una diversidad cambiable? Y, luego, llegaría Aristóteles..., y comprendería que existiría tanto la mutabilidad en las cosas a la vez que su esencia permanente. Y para esto idearía su teoría de que las cosas, todas las cosas, estarían compuestas de materia y de forma, el llamado por él hilemorfismo.

Simplificadamente, esto quiere decir que la materia sería la diversidad, las diferentes substancias con lo que la totalidad de las cosas existentes estarían hechas. Esto puede cambiar. La forma, sin embargo, sería lo que algo es en sí, su estructura básica, lo que se mantiene a pesar de los cambios que lo que sea pudiera sufrir. Y aquí se puede utilizar ahora esta filosofía para comprender algo más la creatividad artística de la imagen. Los pintores desde siempre habrían utilizado su materia, es decir, sus óleos, sus pigmentos, sus lienzos, sus pinceles, su técnica, para crear. Mostraban el mundo cambiando siempre su apariencia cuando representaban con su Arte lo que éste era. Y lo hicieron creando algo material y formal -sus obras- desde la más absoluta inexistencia física anterior. De ese modo compusieron lo que veían y lo que sintieron además, y todo eso con su genial acción artística. Pero luego, cuando la evolución -o la mutabilidad de las cosas del universo del hombre- fuera transformando sus instrumentos creativos -progreso técnico-, aquella esencia formal -la forma- se mantendría constante.

Se podría continuar manejando aquella materia artística..., aunque ahora ésta sería otra materia, también susceptible de criterios creativos (la fotografía, el diseño gráfico, la composición digital, etc...). Porque, sin embargo, la forma, esa plasticidad cerebral e intuitiva del ser humano, seguiría manteniendo la misma idea, la misma conciencia de la majestad de lo creado, de lo que resultará, finalmente, una sensación emocional provocadora, lo que es el Arte. Con ello se sigue y se seguirá componiendo Arte. Pero, posiblemente ahora la exigencia a la emotividad, a la sorpresa, a la fascinación y a la belleza, sean mayores cada vez ya que la simplicidad creativa de los sofisticados medios técnicos debe ser compensada, aún más, con una mejor originalidad y sutileza en la creación artística. Con una, ahora, mayor aún especial capacidad de los creadores para continuar haciéndonos emocionar con sus composiciones artísticas e ideográficas de lo visible.

(Fotografía Retrato, de la fotógrafa holandesa Desiree Dolron; Óleo del pintor norteamericano Robert Henri Cozad, 1865-1929, Retrato; Fotomontaje del creador norteamericano Josh Sommers, 2009; Pintura del genial Dalí, La tentación de San Antonio, 1946, Museo de Bellas Artes de Bélgica, Bruselas.)

22 de junio de 2012

Lo que centrará nuestra atención de una imagen o lo que el Arte determinará nuestra mirada.



¿Por qué miramos algo más o antes que otra cosa? Los creadores diseñarán su pequeño universo creativo determinando qué cosa debe ser objeto de nuestra atención más ineludible. ¿Cuál debe ser  el motivo  central de una obra o hacia dónde debe dirigir antes el observador su mirada? ¿Dónde centrará la atención el creador entonces para expresar mejor eso?, ¿qué cosa hará primar antes en su creación?, ¿qué sentido principal gobernará la mirada con la que miremos ahora el cuadro? Todas estas cosas nacen de la inicial inspiración artística del creador. El motivo principal es la mágica y artificial manera de seducir ante lo desconocido que el Arte y sus creadores aprovechen. Unas veces los creadores representarán el motivo principal albergando la mayor parte del escenario creativo con algo exótico. En estos casos el pintor alcanzará -o no- una sutil genialidad al compartir esa parte atrayente o exótica con el sentido fundamental de la obra. Eugene Delacroix consigue en Jaguar atacando un caballo hacer fijar nuestra mirada en el felino amenazador y sorprendente de su obra. Junto al jinete forman en la romántica obra un solo cuerpo iconográfico destacable. Proyectan así, sin distracción alguna, la figura emblemática estética principal del lienzo romántico que completará y justificará la obra. 

En otras ocasiones el pintor no deja otra opción que mirar lo único que hay en su obra, aunque ello no atraiga inicialmente ahora la mirada especialmente. Porque todo lo demás es ahora aquí la nada. Como en esta creación modernista de Dalí, una obra de Arte impropia de él por su aparente clasicismo y claroscuro propios de otras tendencias anteriores. Pero aquí el pintor surrealista nos fuerza a no distraernos con ninguna otra cosa que no sea el único objeto representado. Sin embargo Dalí no decepciona. El original pintor español siempre trataría de sorprender con sus creaciones originales. En su desconocida obra Mejor la muerte que la deshonra determinaría el pintor que los ojos del espectador conecten pronto con su mente cognitiva. Hacerlo es fácil ya que al no distraer con otra cosa alcanzaremos a desvelar el misterio surrealista de ese hallazgo. Luego Goya nos representa una majestuosa escena -de una época donde la enseñanza se lastraba con el castigo- compuesta con partes diferentes de un mismo concepto iconográfico: el aula dieciochesca de una escuela infantil. Aquí una multitud de niños representan parte del universo de la obra, porque es el maestro ahora, descentrado, hierático y distante, el que justificará la sentencia tan grotesca del mensaje artístico. Pero no es éste ni los niños ni el aula oscurecida lo que nos atraiga ahora la mirada; no, es el trasero descubierto del alumno castigado. Aquí Goya nos desnudará, sin embargo, a todos nosotros, a los que estamos viendo sorprendidos su misteriosa obra.

Más adelante vemos una obra del pintor Thomas Cole, un pintor que usaba el paisaje para destacar otras cosas diferentes al mismo. En su lienzo El buen pastor dibuja las figuras bíblicas de unos personajes sagrados, pero ahora empequeñecidos frente a la grandiosidad, sin embargo, del maravilloso paisaje. A pesar de la espectacularidad del entorno natural, sólo son ahora aquellos personajes quienes absorban aquí la mirada del espectador. Después observaremos los lienzos postimpresionistas e impresionistas de Seurat y Renoir. En el caso de Seurat vemos una obra que distingue claramente unas figuras atrayentes. Estas son las que aparecen en primer plano, algo lógico. Pero, sin embargo, las figuras secundarias están ahora  aquí más iluminadas, proyectadas por la luz del sol mucho más que las otras figuras, las aparentemente principales -estas más sombreadas-, en un efecto magistral que las representará majestuosas y justificadoras ante todo lo demás. Pero es Renoir, el gran maestro impresionista, quien consigue la genialidad más asombrosa con nuestra mirada en su obra El molino de la Galette. Con este grandioso lienzo obtuvo el creador francés algo muy difícil de conseguir en una pintura multitudinaria llena de personajes diferentes y situados en distintos planos. Todos ellos se ven ahora aquí iguales frente a todos, todos son importantes en la obra, ninguno destacará así por encima de nadie. Nuestra mirada está ahora absorbida en cada rostro y silueta, en cada forma, gesto o sensación humana retratada. Es la inspiración creativa más elaborada y genial que consigue aquí el creador impresionista: no centrar ahora nuestra mirada sino en el conjunto de la obra, en la multitud completa, en todos y en cada uno de ellos, seres que, anónimamente, serán ahora lo único y lo más importante.

(Óleo del pintor romántico francés Eugene Delacroix, Jaguar atacando un caballo, de 1855: Cuadro Mejor la muerte que la deshonra, 1945, del pintor surrealista Dalí, Fundación Gala-Dalí, Figueras, España; Lienzo de Goya, La letra con sangre entra, 1777, Museo de Zaragoza, España; Óleo El buen pastor, 1848, de Thomas Cole; Cuadro puntillista de Seurat, Tarde de domingo en la isla de la grande Jatte, 1884, Museo de Chicago, EEUU; Óleo de Renoir, El molino de la Galette, 1876, Museo de Orsay, París.)

27 de marzo de 2012

La objetividad o la belleza descifrable y la subjetividad o la belleza indescifrable...



Cuando el pintor Pieter Brueghel el viejo (1526-1569) admirase la obra de su compatriota El Bosco, muerto diez años antes de él nacer, no se decidiría a imitar sus simbólicos monstruos marinos, terrestres, desaforados o reptantes hasta casi el final de su vida. Porque El Bosco (1450-1516) se había anticipado, sin embargo, antes que nadie y había representado la más siniestra muestra de seres transfronterizos, surrealistas y oníricos, mitad animales mitad otra cosa, adaptándolo además a la teología más sanguinaria del castigo divino más inapelable. El Bosco no dudaría así en establecer una oposición clara, sórdida y definitiva entre el Mal y el Bien. Pero el pintor Brueghel, al contrario que El Bosco, dejaría al ser humano siempre con la posibilidad de salvarse por su propia lucha, de acercarse al mundo y a la vida con confianza para poder elegir y disfrutar de una naturaleza cercana, prodigiosa y magnánima.

Pero, del mismo modo que el autor del Jardín de las Delicias lo hiciera antes, el pintor Brueghel nos introduce también en el abismo de una representación demasiado indescifrable con su extraña obra La caída de los ángeles rebeldes. Representa el pintor  la defenestración de unos ángeles rebeldes a Dios, unos seres celestes que fueron obligados a descender y a caer desde la gloria luminosa donde habitaban junto a la divinidad. No existe ninguna referencia escrita a este hecho o leyenda en la Biblia cristiana occidental. Tan sólo en la Iglesia cristiana Etíope, en su Libro de Enoc, se describe una escena o gesta celestial de la caída de los ángeles rebeldes. Pero ese manuscrito de la iglesia etíope no fue descubierto sino hasta el año 1773 por un explorador inglés, es decir, doscientos años después de la fecha de creación de la obra del pintor flamenco. Brueghel recrearía solo con su imaginación intuitiva lo que el Apocalipsis de San Juan mencionaba del Arcángel san Miguel y su combate con el dragón vil o la serpiente maligna. Una descripción mítica donde se relacionaba a dicha criatura fantástica con la figura de Satanás. Era así, por lo tanto, el único referente bíblico existente de ese tipo de lucha celeste o angelical librada en el cielo.

En su impactante obra Brueghel representa dos mundos enfrentados. Uno el superior o celeste, un mundo luminoso donde los seres alados angelicales surcan libres y poderosos. Pero, también en esa parte celestial hay ahora seres siniestros o engendros inconcebibles, muy pocos pero los hay. Luego, justo en la mitad fronteriza de esos dos mundos celestiales, destaca ahora la figura de un ángel poderoso con armadura dorada. Es San Miguel arcángel, el enviado de Dios que, con una relajada apostura, se opone decidido para impedir la subida de los seres alados -y no alados- y que serán desterrados del cielo para siempre. Unos seres celestes que, hermanados antes con los otros, acabarán ahora convertidos en unos marginados y alienantes monstruos descorazonadores. Pero nada más, no hay crueldad ni demasiados aspavientos demoledores o sanguinarios, sólo transformación... Porque los seres caídos deambulan ahora hacia lo inferior, hacia el submundo de lo oscuro, de lo terroso, de lo confuso, de lo excesivo o de lo inexplicable. Es por eso que el autor flamenco dejaría absolutamente aquí -extrañamente para entonces- al imperio de lo subjetivo lo que, para él, no es posible traducir con figuraciones objetivas realistas, algo más propio, sin embargo, del momento pictórico renacentista contemporáneo al pintor.

Otros creadores en la historia desarrollaron su Arte también desde lo indescifrable, es decir, desde una buscada abstracción demasiado excesiva o alejada de lo real. Dalí fue un claro ejemplo. En su obra Impresiones de África nos representa el surrealista pintor una composición demasiado incomprensible. ¿Qué nos quiere transmitir Dalí con todo eso que expresa en su lienzo surrealista? ¿Qué más cosas, aparte de un paisaje típicamente desértico, acuden para ayudarnos a relacionar su obra con el motivo con el que titularía su impresión, es decir, con África? Muy pocas. Hasta el pintor rechazaría ser descubierto del todo pintando su obra, no quiere ser visto claramente realizando tan indescifrable cuadro. Otros pintores, como el impresionista Manet, nos ofrecen, a cambio, la mayor objetividad o realidad posible en sus creaciones artísticas. Una objetividad entendida ahora como se define el propio término objetivo: observar la realidad del objeto representado en lo que se refiere al objeto en sí mismo, y no -como abundan en las otras obras- a nuestra percepción tan subjetiva, personal o particular del objeto representado en nosotros.

(Óleo de Pieter Brueghel el viejo, La Caída de los Ángeles rebeldes, 1562, Real museo de Bellas Artes de Bélgica, Bruselas; Cuadro Impresiones de África, de Dalí, 1938; Óleo de Manet, Pareja en un Balandro, 1874.)

13 de marzo de 2012

Enmendar la Naturaleza con el maravilloso paisaje, su trascendencia y el Arte.



A mediados del siglo XIX surgiría en los Estados Unidos una escuela que privilegiaría más el paisaje como recurso romántico, trascendental o metafísico en el Arte: La Escuela del Río Hudson. Para los creadores de esa escuela no habría mejor prueba metafísica que sus obras para expresar la mano inevitable de una divinidad natural. Sin embargo, frente a esa preeminencia de la Naturaleza el escritor Edgar Allan Poe reflejaría en su enigmática narración El Dominio de Arnheim la prodigiosa y necesaria mano del hombre. Para este escritor norteamericano la Naturaleza no es del todo perfecta, no consigue toda la sublimación que el ser humano necesitará. Algo que éste, sin embargo, sí es capaz de hacer, corregir y enmendar artísticamente para alcanzar la elogiosa, recreada o perfecta obra de Arte. Nos dice el escritor Poe en su obra literaria:  Ellison no llegó a ser ni músico ni poeta, aunque ningún hombre viviera más profundamente enamorado de ambas cosas. En circunstancias distintas de las que lo rodearon, no hubiera sido imposible que llegara a ser pintor. Pero Ellison sostenía que el campo más rico, el más verdadero y el más natural, si no el más extenso, había sido inexplicablemente descuidado. Ninguna definición hablaba del jardinero-paisajista como del poeta; sin embargo, él opinaba que la creación del jardín-paisaje ofrecía a la musa correspondiente la más espléndida de las oportunidades.

Más adelante continúa el narrador americano: Repito que sólo en la disposición del paisaje es susceptible de exaltación la Naturaleza, que además su posibilidad de mejoramiento en este punto era un misterio que yo había sido incapaz de resolver. Mis pensamientos sobre el tema descansaban en la idea de que la primitiva intención de la Naturaleza había sido disponer la superficie de la tierra de un modo tal para satisfacer,  en todo punto,  el sentido humano de perfección en lo bello, en lo sublime o en lo pintoresco. Pero que esa primitiva intención habría sido frustrada por los conocidos trastornos geológicos, trastornos de forma o de color, y en cuya corrección o suavizamiento reside el alma del Arte.  El final del cuento de Poe lleva a un paisaje idílico, un lugar maravilloso que recrea en su imaginación el protagonista y que nos sumerge en una trascendente ruta hacia lo desconocido, hacia el final de la vida terrena justo a través de desfiladeros encantados, refulgentes, plateados, dulces o sosegadores. Muchos años después, en su obra de Arte surrealista -llamada igual que el cuento de Poe en homenaje al escritor-, el pintor belga René Magritte compone una ventana donde un cristal hecho añicos muestra sus pedazos manteniendo la misma imagen que antes de romperse transparentaba. La imagen del fondo representa una cordillera alada, delineando así, en un pico montañoso, la silueta majestuosa y poderosa de un águila americana. ¿Qué es lo preeminente, sublime o intemporal en esta obra surrealista, la belleza natural aunque deformada o la humana recreación partida y artificial pero permanente e inspirada?

Cuando el personaje sagrado de Tobías -piadoso, sufrido, fiel y virtuoso del Antiguo Testamento- se dirigiese desorientado y perdido por los tortuosos caminos de Mesopotamia, encontraría cerca del río Tigris a su necesitado salvador angelical. Y éste lo hace así para ayudar ahora en su vida a Tobías. Pero, sin embargo, Tobías no lo reconoce aún como un ángel dadivoso. Porque ahora su salvador divino -el arcángel Rafael enviado por Dios para salvarle- se oculta bajo una apariencia demasiado humana. Entonces le indica a Tobías el camino que deberá tomar y le aconseja incluso los usos medicinales de un pez del río para sanarse. El pintor francés Claudio de Lorena pintaría en el año 1640 su obra El Arcángel Rafael y Tobías. ¿Cómo fue capaz en tan temprana época de plasmar más la grandiosidad del paisaje que la de sus sagrados protagonistas? Aquí demostraría el gran paisajista Lorena la fuerza estética del entorno natural para con el Arte, algo especialmente aquí mucho más sensible o bello que cualquier otra cosa representada en su obra. Con eso quiso expresar el pintor la serenidad, la bondad, la infinitud o la verdad universal más sublime. Conceptos todos virtuosos que, junto al color o al horizonte del paisaje, reflejarán ahora así, más que otra cosa en la obra, toda la mística más ejemplar de ese relato.

(Obra del pintor surrealista René Magritte, El Dominio de Arnheim, 1949, particular, USA; Óleo El Arcángel Rafael y Tobías, 1640, del pintor paisajista Claudio de Lorena, Museo del Prado, Madrid; Cuadro La cascada de Kaaterskill, 1826, del pintor fundador de la Escuela del Río Hudson, Thomas Cole; Óleo del pintor de la misma escuela, Asher Brown Durand, Espíritus afines, 1849.)

17 de octubre de 2011

La eternidad y el Arte son lo único existente, que no dividen el tiempo en etapas.



En la antigua ciudad de Elea del sur italiano nació en el 530 a. C. uno de los más grandes pensadores griegos de todos los tiempos, Parménides de Elea, un sabio griego fundamental en la Filosofía. Definiría la realidad como una cosa única, compacta, inmóvil y de forma esférica. Para Parménides la eternidad tiene todo el sentido, pero no como algo lejano e infinito sino como una negación total del tiempo. La eternidad es -según el pensador griego- la absoluta identidad de lo real consigo mismo. De ahí la esfericidad, algo definido, que rodea el espacio de lo real, pero que no tiene un fin nunca, sin final por su absoluta falta de límites. Podemos andar y andar por una superficie esférica pero siempre volvemos al principio, siempre regresamos al mismo lugar de antes. Sin fin, pero tampoco sin principio. El escritor y dramaturgo anglo-irlandés John B. Priestley (1894-1984) estrenó en Londres en el año 1937 su obra teatral El Tiempo y los Conway. Se trata de un relato extraordinario, algo que nadie antes se había atrevido a representar: la vida de una familia en dos momentos temporales alejados justificando además la narración con una alusión a la precognición, es decir, a la anticipación sensorial de algo que sucederá tiempo después. También representa la esclavitud al tiempo ineludible, del cual no podemos escapar pero al que tampoco podemos culpar de nada, porque no existe, ya que todo lo vivido es lo mismo siempre, todo se vive en un único y grandioso momento permanente.

Se inicia la representación en el año 1919, menos de un año después de haber terminado el drama devastador de la Primera Guerra Mundial. Los miembros de una familia británica divagan sobre las nuevas oportunidades de vivir en paz de una vez para siempre. Nunca más volverá a suceder -se dicen-, ni tan pronto, algo tan horrible. Se muestran confiados y alegres. Continúa la obra teatral luego en otro momento temporal, justo cuando han pasado veinte años. En este otro momento, el prebélico año de 1937, todo ha cambiado en la familia desde aquel año 1919. Ninguno de los sueños maravillosos de entonces han sido posible para nadie. Y lo que ahora sobreviene es incluso peor. No han aprendido nada. Sin embargo, toda esta desgracia nueva fue preconcebida por uno de ellos en la lejana tarde de 1919. Es justo ahora, justo cuando el tiempo regresa veinte años atrás -en el último acto-, cuando finaliza, sorprendentemente, la obra dramática. Su autor se había basado en un curioso ensayo literario, Un experimento con el tiempo del escritor J.W. Dunne (1875-1949). Según este escritor, en nuestra vida solo somos conscientes del tiempo presente, del tiempo que estamos viviendo ahora. Tanto el pasado como el futuro son solo representaciones abstractas, o de la memoria o del inconsciente. Pero si la conciencia pudiera ser liberada o desatada, ¿qué pasaría entonces? En los sueños, esos periodos de dominio del inconsciente, es cuando se simultanea el pasado, el presente y el futuro, es decir, cuando sucede todo en un mismo instante temporal.

La sucesión del tiempo lineal es una recreación -por tanto algo subjetivo- de la conciencia humana. Por otro lado, ¿qué es la intuición? Ésta no tiene una explicación científica ni racional. Su causa, el porqué de la intuición, su motivo, se ignora por completo. Sólo se sabe luego el resultado de esa intuición, es decir, solo podremos saber que eso -lo que presentimos antes- pueda suceder luego en algún momento dado, pero no podemos probarlo antes de que haya sucedido. ¿Por qué entonces la intuición? Porque no hay con la intuición una causa real que la justifique, por tanto, si no hay causa, no hay tiempo realmente. Esto es la sincronicidad, el hecho raro de que dos sucesos estén vinculados entre sí pero sin relación directa entre ellos, sin explicación racional, sin causa formal, como si el tiempo no obligara a que exista un antes y un después para explicarlo. Es por esto que la esfericidad del filósofo griego nos ayuda a entender algo este fenómeno. Es el hecho de que toda nuestra vida se concentre en un único espacio abierto y cerrado a la vez, de ida y vuelta, de causa y efecto, algo predecible pero también del todo aleatorio. Que si el tiempo en esa esfera existe es en su localidad no en su globalidad. Así es, quizá, como podamos escapar de la angustia del tiempo y su terrible esclavitud existencial. Eugenio Lucas Velázquez (1817-1870) fue uno de los tantos pintores españoles desconocidos en la historia. Romántico por etapa y estilo, vivió sin embargo en el apogeo de la influencia artística del genial Goya. Fue el aura del maestro lo que ensombreció su fama. Pero consiguió reflejar en su pintura dos cosas decisivas en el Arte: la capacidad de sublimar -como hiciera Goya- cualquier crítica de la sociedad, y, por otro lado, ser un maravilloso precursor del Impresionismo. Como en la obra dramática de Priestley, el pintor Lucas Velázquez nos ayuda a comprender que, aunque no queramos, no estamos sino esclavizados por el tiempo. Sujetos a algo que deviene en lo mismo siempre: repetir nuestros errores. Siendo autocomplacientes pensando que las cosas y los sucesos que nos pasan cambiarán con el tiempo, a mejorar porque sí. Esa es nuestra terrible condena: ni entender que el tiempo no existe ni comprender que lo que nos salva es nuestra capacidad de aprender y avanzar como si la vida y el tiempo no fuesen más que un mero juego de palabras.

(Cuadro Un Mundo, de la pintora catalana Ángeles Santos, Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid; Óleo del pintor andaluz Guillermo Pérez Villalta, Esfera con escaleras, 1986, particular; Obra del gran pintor surrealista René Magritte, Eternidad, 1935; Representación del Uróboro, símbolo de la eternidad, serpiente que se muerde la cola; Grabado del artista holandés Maurits Cornelis Escher, 1898-1972, Mano con esfera reflectante, 1935; Óleo del pintor español Eugenio Lucas Velázquez, Sábado con desnudos, siglo XIX, Madrid; Extraordinario lienzo del pintor Eugenio Lucas Velázquez, Encadenados, siglo XIX, Madrid.)

20 de septiembre de 2011

La incapacidad para entender el pasado: la ignorancia, el cinismo y su exención.



Las gestas medievales europeas fueron relatos épicos contados por los pueblos de las historias grandiosas de sus héroes. En esas historias relatadas los héroes habrían ofrecido su valor, su grandeza y hasta su vida en sus grandiosos hechos malogrados. Consiguieron influir culturalmente en sus pueblos, los mismos pueblos a los que ellos habrían tratado honestamente de servir. Los poetas medievales utilizaron los acontecimientos históricos -medio verdades y medio leyendas- para glosar en la Literatura de los primeros idiomas europeos -herederos del latín- la más exquisita por entonces belleza lírica. De este modo comenzaron dos cosas importantes en la historia occidental europea: una literatura medieval precursora de la posterior novela del siglo XVII y una epopeya nacionalista que daría origen, tiempo después, a los primeros estados europeos. Estos pueblos europeos iniciaron así, en una gestación de siglos, la consolidación política y social que alcanzaría su cenit en los momentos álgidos del Renacimiento. Una de las primeras y más hermosas gestas escritas por entonces en lengua anglonormanda (francés hablado en la Inglaterra del siglo XI) sería el conocido como Cantar de Roldán. Fue en el siglo XI cuando los poetas comenzaron a destacar más la belleza de unos versos que el veraz relato de unos hechos. Esa gesta medieval francesa -el Cantar de Roldán- glosaba al gran emperador franco Carlomagno. En ella se cuenta cómo este rey decidió en el año 773 conquistar a los musulmanes la antigua Hispania visigoda. Sigue el poema describiendo que el emperador dedicaría siete años a la campaña hispana, que lograría vencer algunas batallas y que, finalmente, se apoderaría de algún rey árabe de Al Andalus.

Pero sobre todo nos cuenta el Cantar cuando el emperador, satisfecho de su acción bélica en Hispania, regresa hacia su corte francesa y su retaguardia padece ahora una terrible traición. Una emboscada que acabaría con la vida de uno de sus mejores oficiales, el caballero Roldán. Este caballero franco responde con la majestuosa y valerosa acción que sólo los grandes héroes pueden tener: entregar sin desfallecer ni huir su mayor tesoro personal, su vida. Sin embargo, la verdad histórica fue muy diferente a la leyenda. Cuando el emir cordobés Abderramán I rompe ese mismo año 773 con el califato de Damasco -el máximo poder musulmán en el mundo-, algunos altos funcionarios hispano-musulmanes no estuvieron de acuerdo con él. El gobernador árabe de Zaragoza se mantuvo fiel a Damasco, pero hubo otro, el gobernador musulmán de Barcelona, que decidiría incluso visitar al rey franco Carlomagno para conseguir su apoyo frente al rebelde Abderramán. El astuto rey vio entonces una oportunidad para establecer su poder al sur de sus fronteras. Para ello formaría un gran ejército con el que se dirigió salvando la cordillera pirenaica hacia Zaragoza, una ciudad hispano-árabe que estaba siendo dominada entonces por las huestes decididas del rebelde Abderramán. La ciudad hispano-musulmana no pudo ser tomada entonces -ni nunca- por el decidido emperador. Frustrado Carlomagno, toma como prisionero al gobernador musulmán al creer haber sido engañado. Regresa con él a su patria por donde había venido, el camino de Roncesvalles, después de haber estado sólo siete días, no siete años, en tierras hispano-musulmanas. En su camino de regreso el ejército franco tuvo un encuentro sangriento con mesnadas musulmanas, guerreros árabes que lograrían rescatar al gobernador musulmán. Luego, cuando la cabeza del ejército de Carlomagno había cruzado la frontera, su retaguardia -aún en la península-, desperdigada y solitaria, sufriría un ataque de los nativos autóctonos vascos de aquellas tierras fronterizas. Murieron todos los francos a este lado de la frontera, incluso el marqués de Bretaña, el distinguido caballero Roland. Esta fue la historia real, la otra la leyenda. Pero, entonces daría igual. Tampoco se podían verificar los hechos claramente. Estos sólo sirvieron si acaso para adornar luego una heroica gesta que sería decisiva en la cristalización de un poderoso e importante imperio cristiano europeo. Y para su Literatura también.

Al parecer no fue Napoleón quién dijese: quien olvida su historia está condenado a repetirla; fue un filósofo norteamericano de origen español, Jorge Ruiz de Santayana y Borrás (1863-1952). Si los seres humanos son incapaces de entender lo que les ha pasado, ¿cómo van a ser capaces de entender lo que les pasa? La auto-indulgencia propia del cinismo más elaborado, hipócrita, escurridizo, ignorante, complaciente y descarado, es una actitud que algunos seres humanos suelen disponer a veces. Es así cómo, creen ellos, se protegen frente a los otros, a los seres diferentes, seres más peligrosos, seres contrarios a sus intereses desalmados. Pero también se acercan de ese modo a la ignorancia, al desconocimiento más terrible y desastroso. Porque sólo afrontando los hechos y la realidad de lo que somos y hemos hecho podemos decir que somos personas. Porque no sólo por nacer, llevar un apellido determinado, mostrar un rostro sereno, disponer de crédito, haber pagado las cuotas o ser indemne a las críticas significa que seamos personas. Se necesitará algo más, se necesitará aceptarse y reconocer al otro, comprender esa relación inevitable para tratar ahora de un modo inteligente alcanzar la excelencia mínima, ese conocimiento que nos permitirá por fin poder vivir juntos en el mundo. El pintor belga René Magritte (1898-1967) comenzaría plasmando en sus lienzos trazos impresionistas hasta que en los años veinte tendencias más modernas le atrajeron hacia el cubismo o el futurismo artísticos. Sin embargo, hubo otra cosa que también le sedujo por entonces. El comunismo había hecho su entrada por la senda de la revolución más inspiradora, seductora, comprensible, necesitada y esperanzada de todas las habidas hasta entonces en la historia: la revolución rusa del año 1917. En esos primeros años del siglo XX, años desesperados e insatisfechos, algunos artistas comenzaron a enfrentarse con los convencionalismos de una desarrolla sociedad burguesa. Esa sociedad había alcanzado su máximo esplendor pero sin llegar a satisfacer del todo.

Y por entonces ya no se podría ir más allá: o se aceptaba o se enfrentaba. Hubo varias opciones políticas, sociales y artísticas para encararla. Una de las artísticas más radicales lo fue el Dadaísmo. Había que romper con todo lo anterior, con la cultura y con la sociedad sofisticada, porque ya no servirían para nada según los dadaístas. Ahora -en aquellos primeros años del siglo XX- la creación artística -la belleza representada- y la propia vida -la sociedad alienada- se unirían en un diferente, provocador y original modo de hacer todo ya diferente a lo de antes. El racionalismo en todas sus formas de expresión era por entonces el enemigo para los dadaístas. Todo lo que no fuese el Dadaísmo no servía. El movimiento surrealista surgió pronto de ahí. En lo social y en lo político coincidió el auge del comunismo -fue contemporáneo- con esa nueva tendencia surrealista. Los creadores de entonces -principios del siglo XX- entendieron que esa filosofía social tan radical -el comunismo- era la única solución posible para salvar al hombre y a su mundo fracasado. René Magritte encontraría en ambas cosas, en el surrealismo y en el comunismo, la síntesis perfecta para describir las contradicciones del ser humano y de su sociedad alienadora. Colaboraría él así, como tantos otros, en aquellos años inocentes. Pero tiempo después, en diferentes momentos de su vida, Magritte cambiaría de opinión en al menos tres ocasiones con respecto al comunismo. La reflexión vencería por fin y la ignorancia dejaría ya de alimentar los criterios que inspirasen al artista. Comprendió el pintor belga entonces la falsedad del mensaje de liberación que expresaba el comunismo. Y vio que el Arte sería al fin el único camino posible para entenderlo todo y tratar de salvar al hombre de su propia contradicción histórica. De ese modo, y sin saberlo por entonces exactamente así, el autor surrealista acabaría con el tiempo por acertar en su deseo.

(Óleo La venus del espejo, del gran pintor español Velázquez, ejemplo máximo de belleza, excelencia y modelo en la Historia del Arte, 1648, entregada esta obra, junto con otras del arte español, al duque de Wellington en el año 1813 por el desastroso rey Fernando VII como agradecimiento por devolverle el trono español (*), Museo National Gallery, Londres; Óleo del pintor francés Jean Fouquet, Muerte de Roldán, 1460; Cuadro del pintor dadaísta Kurt Schwitters, El Alienista, 1919, ejemplo de desprecio por lo que había sido el Arte anteriormente, Museo Thyssen, Madrid; Cuadro del pintor surrealista belga René Magritte, Libertador.)
(*) Hecho histórico incorrecto, aclarado en un artículo de Velázquez.

9 de septiembre de 2011

La emoción interior sincera o el sentido auténtico de Belleza.




La verdad se había definido a lo largo de la historia de acuerdo al pensamiento vigente en cada época. Aunque siempre habría existido un concepto para definirla, una característica que ayudaría a distinguirla de alguna forma. Así, por ejemplo, la verdad se entiende por ser la realidad más oculta frente a la apariencia más visible.  Es decir, lo que es en sí algo frente a lo que solo parece ser; o lo auténtico frente a lo recreado artificiosamente o frente a lo que parece ser pero que no es del todo. En Filosofía han existido muchas y diferentes formas de definir la verdad. El filósofo alemán Heidegger afirmaba que: La verdad no es primeramente adecuación al intelecto, se adhiere mejor al sentido primitivo griego de la verdad como un desvelamiento del ser, y esto se produce tan sólo en su estado de autenticidad. Inevitablemente, al hablar de Estética hay que hablar de Belleza. Pero ésta -la Belleza- no es más que una noción muy abstracta de aquélla. Y esto mismo, la abstracción, no es más que tratar de separar la esencia de alguna cosa de sus cualidades no esenciales, es decir, tratar de representar tan solo la esencia de algo en nuestra mente inquieta y curiosa, desdeñando todo lo demás. Por tanto, la Belleza sólo es una parte de la verdad, una parte esencial pero tan sólo una parte de ella. Es muy probable que los elementos más estéticos en la mente del homo sapiens desde el principio de su evolución lo fueran como rechazo a lo diferente, a lo distinto, a lo malicioso o a lo más peligroso de la vida.

Porque entonces lo deforme o inarmónico -se ve en los enfermos, mal nacidos o accidentados- se habría relacionado con lo rechazable o arriesgado por ser doloroso o mortal. Así, es lógico pensar que el hombre siguiera una senda de acercamiento y valoración hacia lo bello, siendo esto expresado en todo aquello que representa un equilibrio en la naturaleza. Armonía que el hombre observaría en su propio entorno natural, en una naturaleza desbordante pero con sentido, una naturaleza que relacionara lo bello con lo equilibrado, con lo hermoso, con lo satisfactorio o con lo benefactor. Pero en el Arte -lo que nos ayuda quizá más a comprender la vida- podemos ahora inferir una corriente artística que fluye desde las cavernas primitivas y alcanza hasta el Renacimiento. En este último momento histórico se llegaría a conseguir la mayor cota de belleza surgida nunca de la mano o mente del hombre. El Manierismo, por ejemplo -tendencia renacentista muy acentuada-, llegará a deformar la belleza más excelsa, la más clásica, la más exquisita del Renacimiento. Esto sucede siempre en el desarrollo de toda actividad humana: cada vez se tiende más y más a evolucionar sin medida, alterando así el propósito inicialmente considerado. De ese modo, el Manierismo alcanzaría un cierto artificialismo estético, un cierto grado de abstracción demasiado intelectual.

Un siglo después del Renacimiento sobreviene en el Arte su contrario, su freno o su oponente. Ahora el Barroco surgiría para ayudarnos a comprender que la Belleza es relativa en los conceptos o en las ideas, pero no en las formas representadas, único equilibrio universal de lo estético. Caravaggio es uno de los autores pictóricos más importantes de este período artístico tan largo. El pintor milanés subrayaría la realidad no solo interior de las cosas sino, sobre todo, la existente crudamente en su exterior, en la más natural, sórdida o dura vida de los seres. Esto también es el Naturalismo, o sea, reproducir la realidad cruda de la vida tal cual es esta, sin recortes físicos ni emocionales; una tendencia artística que reaparecería, incluso, dos siglos y medio después de Caravaggio. Esta tendencia artística naturalista nos manifiesta qué es cada cosa y cómo es realmente, sin mejorarla, sin cambiarla, sin añadir nada a lo representado de ella, pintándola tal y cómo es o se muestra en el mundo real, sin complementos añadidos. Y esta es una de las contradicciones del Arte: aquello que nos emociona -que nos gusta, que admiramos- es independiente de lo bello que sea, es decir, del concepto formalmente representado, es decir, de aquella idea plástica primigenia que se enfrentaba a lo que nos amenazaba en nuestra primitiva existencia paleolítica. Entonces, ¿dónde está la verdad estética? Imposible definirlo sin equivocarse. Quizás lo que debamos hacer es dejar que nuestro emocional sentido auténtico interior nos guíe ante las diferentes señales de belleza que se puedan presentar a nuestros ojos. Sólo así seremos entonces más sinceros, más justos o más auténticos con la verdad.

(Óleo del pintor italiano Ignace Spiridon, 1860-1900, Odalisca; Cuadro del pintor surrealista argentino, nacido en italia en 1932, Vito Campanella, La odalisca; Óleo Española y Caballo andaluz, del pintor contemporáneo español José Manuel Merello, nacido en Madrid en 1960; Óleo del pintor Caravaggio, El dentista, 1637, Palacio Pitti, Florencia.)

9 de julio de 2011

Parte I. La regresión como un fenómeno salvífico, o cuando volver es lo importante.



En el otoño del año 1988 se publicó un anuncio en un periódico con el que la Fundación de los Ferrocarriles Españoles pretendía dar a conocer el XIII premio que organizaba de Narraciones Breves Antonio Machado. Las bases del mismo dejaban claro que el tema de la redacción debía tratar, en primer o segundo plano, sobre el ferrocarril. Así que, inspirado por haber utilizado por primera vez hacía tres años un antiguo expreso coche-cama, hoy desaparecido, me atreví a presentar a ese consurso literario el relato breve El Regreso. Relato del cual lo único que recibí fue un acuse de recibo, eso sí, con el número de salida de la comunicación así como el de referencia para cualquier consulta, aclaración o reclamación que pudiese interpelar.

La terapia regresiva es una de las psicoterapias que todavía se pueden realizar para ayudar a aquellos pacientes que, encerrados en sí mismos, no consiguen mejorar con cualquier otra. Concretamente, la llamada Regresión de Edad permitirá acceder a la memoria oculta de la vida del individuo. La hipnosis suele ser uno de los procedimientos para conseguirlo, aunque no el único. Hay otras terapias para acceder a los estados alterados de la conciencia, como la relajación profunda. En este tipo de psicoterapias se pretenderá llegar a la conciencia profunda del sujeto, contemplando ahora su oculto pasado para traerlo así, poco a poco, hacia su presente, comprendiéndolo.

Con la maravillosa experiencia del viaje y de la introspección que se consigue en los compartimentos ferroviarios, pretendí manejar por entonces conceptos como la inocencia, la falsedad, la utilización ajena, la traición, la frustración, la vulnerabilidad ante el deseo y el regreso, entendido este último como aquella forma balsámica de encontrar la salida del laberinto, ese hilo de Ariadna que, a veces, nos ayudará a comprender, después de un maravilloso o azaroso viaje, que regresar a gusto, regresar con sentido, o simplemente regresar, es el mejor de los éxitos conseguidos en esa huida.

Relato breve. El Regreso, parte I:

Sólo una línea horizontal hacia el oeste de la esfera, desde su centro, apreciaba de lejos: las nueve menos cuarto de la noche. Había salido un momento a acariciar la brisa fría que recorría el andén, sentí su presencia y me entregué a su compañía. Era la única cosa que acudía a despedirme; parecía que había atravesado toda la ciudad para estar allí conmigo. Aún, por tanto, quedaban quince minutos para que el empleado cerrara las puertas del vagón. Siempre queda algún tiempo para cerrar las puertas de algo. A mí, aquella noche, se me cerraron todas las puertas.
- Edmundo, dime, ¿vendrás esta noche?
- No sé, es que…
- Nada, nada –cortó Enrique-, te recogeré a las ocho.
A los pocos días de llegar conocí a Enrique. Él había contribuido, más de lo que yo entonces hubiese sido capaz de entender, a hacer mucho menos solitaria y menos definitiva mi estancia en la ciudad. Cuando llegué lo hice ilusionado, suelto –como la ropa nueva recién estrenada-, alegre, confiado, seguro. Todo fue sobrevenido como siempre lo imaginé. Necesitaba venir, necesitaba hacerlo. Siempre, en la vida de todo hombre, hay un momento el cual sabes que es el tuyo. Así lo entendí yo entonces. Sentía un hondo deseo de triunfar. Antes de que lo hiciera Enrique, me había telefoneado mi hermano Juan; esta llamada fue, sin embargo, mi único contacto palpable con mi pasado. Mi pasado, una estación ya visitada, vieja y pequeña, pero entrañable.

Al colgar el auricular pensé, bah, por qué no, salgamos hoy. Enrique sabía mi falta de decisión en ciertos casos, y, sobre todo, mi falta de amigos. Había llegado yo para sustituir a un anciano profesor, hospitalizado además, de un instituto de enseñanza media de la gran ciudad. Gracias a esa anónima y contingente baja pude obtener la oportunidad deseada desde siempre, salir del pueblo, salir de una sala de espera asfixiante, incómoda y sin ventanas. Me preparé enseguida y a poco más de las ocho sonó insistente el timbre. Enrique era el encargado de la cátedra de idiomas, hombre resuelto, rápido, vivaz, algo incómodo para los intransigentes de la tranquilidad. Conectamos desde el principio. La evasión en él era fundamental. Recorrimos casi todo el soportal animado de la avenida principal. Hola Enrique, dejaron caer unos labios seductores. Él se acercó rápidamente, dejándome mirando el panorama. Observé cómo se besaron y, muy poco después, reanudábamos el paso.

Llegamos entonces a una estancia curiosa, diferente; la entrada era pequeña y baja, lo recuerdo bien porque me di en la cabeza ligeramente. Al pasar el umbral sólo percibí unas lámparas de luz roja difuminada por el interior del local. Y un aroma, un olor difícil de recordar pero fácil de distinguir, profundo, húmedo, viejo. También era pequeño todo, no sólo la puerta, en ese extraño lugar al que me había llevado Enrique. Un hombre pequeño, en una pequeña mesa, esperaba; esperaba sentado, como si hubiese perdido un tren en una noche de invierno. Yo seguía a Enrique mecánicamente. Esa mañana en un descanso habíamos hablado un poco, yo le insinuaba mis deseos de aprovechar mi estancia en la ciudad, sabía que él la conocía bien, que podía ser para mí un perfecto cicerone personal. No tardó en reaccionar y me propuso ir esa misma noche a un lugar interesante. No llegamos a intercambiar palabra alguna en el recorrido que separaba desde donde nos encontramos a la chica de los labios seductores, hasta esta pequeña mesa en la que, ahora, nos encontrábamos delante.

La manecilla subía imperceptiblemente, el caso es que se separaba más y más del cuarto hasta alcanzar el norte. Un tren ahora iniciaba la llegada, lentamente, por la vía más distante al andén en donde mis huellas se perderían para siempre. El frío, al avanzar mi cuerpo hacia la última puerta que se me cerraría, chocaba bruscamente contra mi rostro y parecía, en un gesto de violencia, despedirse así, triunfalmente, de mis mejillas. Un mozo de equipajes en dirección contraria a la mía guiaba un pequeño y vacío transporte de maletas; éstas, probablemente, ya se encontrarían a cubierto. Era el único que entonces no iba, andaba o corría, en mi sentido. Parecía raro que no se marchara también de allí, que sólo quedara el frío. Me alegré de no ser mozo ni carrillo, ni familia que separa sus manos y sus labios del viajero que, como yo, subía difícilmente la escalerilla.

Enrique no lo dudó un instante, acercó la silla y se sentó. Aquel hombre pequeño no movió ni siquiera el dedo índice, único extremo visible de su cuerpo y, posiblemente, móvil que tenía.
- Siéntate –me susurró Enrique.
El dedo índice ahora se quebró -mis pupilas se habían centrado sólo en esa insólita figura-, giró la mano hacia un vaso vacío y, elevándolo suficientemente, lo dirigió a los ojos de un joven situado en la parte opuesta a la entrada.
- ¿Qué desean? –dijo con voz tajante y sorprendentemente clara, después que ésta se produjera en una garganta inundada de alcohol y de humo.
- Venimos por la esencia –respondió Enrique.
¿La esencia -pensé yo-, qué significaba eso? No había terminado de abstraerme en la idea cuando mi tobillo recibió un roce suave pero decidido.
- ¿Poseen el valor para pagarla?
- ¿Cuánto quiere?
- La vida no tiene precio –sentenció el viejo y embriagado hombrecillo.
- Bien, póngale usted uno –respondió retador Enrique.
Esta vez no pudo contestar aún, las palabras se le ahogaban de nuevo. Dejó el viejo hombrecillo pasar un tiempo, el cual bastó para que mi acompañante me mirase con ojos confiados y seguros. Al poco, continuó sentenciando:
- Muchos hombres han querido conseguirlo todo, llegar a una meta, a un final, cada vez más alto, más lejos, más grande. Y para ello no han –de nuevo volvía a mojar las palabras, o las ideas, más lentamente si cabe- vacilado en anteponer su trayecto a todo lo demás.
Enrique parecía dejarle hablar; pretendía algo y no quería estropear el resultado. Continuó diciendo el misterioso hombrecillo:
- Créanme, sólo se vive una vez; y el lugar que hemos transitado no aparece más a nuestros ojos.
Con esta sentencia trágica finalizó el contenido del vaso y ya no volvió siquiera a levantarlo en dirección al joven sirviente.
- Estoy dispuesto a llegar a un acuerdo –espetó Enrique.
- El mejor acuerdo es aquel que uno se hace a sí mismo. De todas formas siempre se es libre para elegir, para vivir, para morir...
- Dígame, ¿qué desea por un frasco de esencia?, insistió Enrique, esta vez más sosegado y como dejando caer lenta, pero ceremoniosamente, las palabras.
- Cien mil –contestó, volviendo en esta ocasión, solamente, a cubrirlo todo de espeso e irritante humo.
- Está bien –tardó en decir mi compañero. Mañana vendré a recogerlo, le traeré el dinero.
No había transcurrido ni medio minuto cuando nos empapábamos con el agua que, regularmente y con fuerza, resbalaba por nuestros vestidos arrugados. La avenida se encontraba desierta ahora. Qué contraste con algunos minutos antes. Estaba deseando llegar a alguna parte para poder escuchar a Enrique y saber, de una vez, qué era eso de la esencia y a qué maldito lugar me había llevado.

Pude llegar hasta mi compartimento después de que evitara a una señora gruesa que, con su hijo y una maleta tan gorda como ella, se dirigía hacia la puerta de salida, no sin maldecir el momento por el hecho de haberse equivocado de vagón. Abrí la estrecha puerta, encendí la luz, que a modo de lámpara se situaba en la pared, y cerré el seguro como queriendo separarme del resto con la seguridad que ofrece un cerrojo en una estancia pequeña y acogedora. Ya no tenía que soportar el frío de la noche, probablemente éste se habría cansado de esperar.

Sólo cesó de llovernos cuando traspasamos, empujándola, la puerta del Diamante, único establecimiento, al parecer, que carecía de derecho de admisión; se encontraba como una estación terminal a la hora más importante. Afuera seguía lloviendo. Enrique avanzaba decidido, sin hablar, rápido, expedito. Daba la impresión de ser una de esas locomotoras que en el antiguo Oeste descosían, literalmente, las manadas de Búfalos para poder continuar. Yo seguía detrás, como vagón encarrilado, imposible de detener. Al momento observé cómo una mano sobresalía de la superficie humana. Entonces los ojos de Enrique se dirigieron, y con ellos todo lo demás, hacia donde la señal se encontraba.
- ¿Dónde estabas? –preguntó la mujer más hermosa del grupo.
- Por ahí, le he enseñado a Edmundo un poco la ciudad.
Yo ya había llegado a la pequeña reunión que formaba el grupo, y supe que era pequeña y que era un grupo algo después. No dejé de mirar aquel rostro hermoso, entre otras cosas porque el hueco que yo ocupaba no me permitía girar, ni tan siquiera, los ojos.
- Os presento a Edmundo, el nuevo profesor. Dispuesto a triunfar.
Todos me saludaron; pero, al llegar a ella, que se situaba justo enfrente, mi gesto me delató.
- Edmundo, ésta es Verónica.
- Encantado, dije; fue lo primero que dije desde hacía tiempo y me salió sin tono casi.
Ella sonrió brevemente, sin dejar de inhalar el humo de su cigarrillo.
-Hola Edmundo, bienvenido.
Iba a decir gracias pero Enrique se interpuso para pedir una copa, ya que no había otra forma de hacerlo en ese desaireado y cargado lugar.
Continuará.)

(Poster Carga Nocturna, del artista inglés Terence Cuneo, 1907-1996; Cuadro del pintor impresionista francés Claude Monet, Tren en la nieve, 1875; Óleo Tiempo paralizado, del pintor surrealista belga Renè Magritte; Cuadro del artista español actual José Manuel Gómez, Tren para unos cuantos; Cuadro del pintor español actual Ricardo Sánchez, Estación de Aranda de Duero; Óleo del pintor inglés Terence Cuneo, Nostalgia, 1983, con la curiosidad de que el niño que aparece en el cuadro viendo pasar el tren fue el adulto que lo encargó.)

20 de febrero de 2011

La pasión inevitable, a veces como una profecía autocumplida, estéril o subyugante.



El sociólogo estadounidense Robert K. Merton (1910-2003) llegaría a crear el concepto de Profecía autocumplida. La definiría entonces como una predicción que, una vez hecha, es en sí misma la causa de que se haga realidad. Basado este concepto a su vez en el teorema de Thomas, que dice así: Si una situación es definida como real, esta situación tiene efectos reales. Según la leyenda recogida por el escritor romano Ovidio, Pigmalión fue un escultor griego de la antigüedad que no conseguiría encontrar belleza en mujer alguna que le arrebatara lo bastante para componerla en una obra. Así que decidió esculpir sin parar hasta llegar a crear ese modelo perfecto, ese modelo de belleza que él entendiera, sin embargo, como del todo imposible de poder existir. En una ocasión mientras trabajaba en su obra sintió algo diferente, como que la materia inerte tuviese ahora un brillo o una textura desacostumbradas para ser tan solo piedra.  Así que entonces la toca y palpa y le parece sentir su superficie caliente. Vuelve a tocarla y comprueba que lo que toca ahora no es más que un cuerpo sensible, no una piedra. Luego, para favorecer su obra aún más, la propia diosa Afrodita, conmovida por ese anhelo, le diría a Pigmalión convencida: Mereces la dicha que tú mismo has creado con tus manos.

En Psicología se entiende como efecto pigmalión el suceso por el cual una persona consigue lo que se propone a causa de la creencia de que puede conseguirlo. Es como el arrebato emocional hacia otro ser distinto a uno, ese sentimiento que surge cuando un ser, seducido irremediablemente, acabará persuadido de que lo que siente ahora le llevará rendido a la pasión. Y ésta sólo tiene ya un único objetivo: lo amado. Algo que además retroalimenta aún más esa misma sensación de meta necesitada. Así se producirá el deseo pasional, algo que desborda, subyuga y desorienta al ser que lo padece. Más tarde ese mismo deseo desaparecerá, sin embargo, produciendo una completa transformación del ser amante, ocasionando finalmente un resultado productivo o estéril. La fotógrafa y artista francesa Dora Maar (1907-1997) conocería una tarde parisina del año 1936 al genial Picasso. Al parecer, la vería sola una vez en un café de París sentada a una mesa, distraída jugando peligrosamente entre sus dedos con una pérfida navaja ensangrentada. Al no acertar siempre fuera de sus dedos y rozar la navaja su mano atrevida, quedaría ahora su guante manchado de sangre apasionada. El pintor, arrebatadamente enamorado, seducido de pronto le pide a Dora aquel guante ensangrentado. Ambos vivirían luego una atormentada, dolorosa y enloquecida pasión desencarnada, absolutamente ya del todo imposible o estéril.

Para que el fiero toro blanco mitológico fuese enternecido en su pasión, la joven y bella Europa tuvo que predecir -que decirse a sí misma antes- que lo que ahora veía no era un monstruo realmente.  De ese modo se subiría a lomos de la bestia -un toro sobre la apariencia escondida del dios Zeus- y, queriéndola sólo para él, se la lleva muy lejos de su patria. Así se cuenta el relato legendario y mitológico de El rapto de Europa. Y así la seducción pasional obedece a dos engaños autocumplidos: uno el del ser impulsivo y arrogante que cree que lo que necesita inevitablemente es lo que ahora seduce; y otro el del ser seducido y curioso que cree, sin embargo, que lo que ahora siente es lo único que existe en el mundo, lo único que existirá por siempre para él o ella. Es decir, lo único que el sujeto pasional enamorado creerá, ingenuamente, que seguirá ahí estando para siempre después del satisfecho deseo.

(Cuadro del pintor francés Jean-Léon Gèrôme, Pigmalión y Galatea, 1890; Óleo de Edward Burne Jones, La seducción de Merlín, 1874; Cuadro del pintor actual mexicano Eduardo Urbano Merino, 1975, La Pasión; Óleo de Dalí, Personaje subiendo una escalera, 1967; Cuadro de Tiziano, El Rapto de Europa, 1560, Museo Stewart Gardner, Boston, EEUU; Fotografía de Dora Maar, Autorretrato, 1936; Cuadro de Picasso, Dora y el Minotauro, 1936;

17 de febrero de 2011

El recuerdo, lo único que es capaz de perderse alguna vez sin echarse del todo de menos.



En el año 1944 el escritor argentino Jorge Luis Borges (1899-1986) publicaría su cuento Funes el memorioso. En ese relato narra Borges el caso inaudito de un hombre que ha perdido la memoria a causa de un accidente, y que luego, al recobrar el conocimiento, consigue ahora sorprendentemente recordarlo todo con una minuciosidad extraordinaria. No puede por tanto evitar acordarse ahora de todo, es decir, alcanzará a no poder olvidar nada nunca, ni siquiera lo que no desee recordar. Nos cuenta Borges: Me dijo que antes de esa tarde lluviosa en que lo volteó el azulejo, él había sido lo que son todos los cristianos: un ciego, un sordo, un abombado, un desmemoriado. (Traté de recordarle su percepción exacta del tiempo, su memoria de nombres propios, pero no me hizo caso.) Diecinueve años había vivido como quien sueña, miraba sin ver, oía sin oír, se olvidaba de todo, de casi todo. Y continúa el narrador: Me dijo: más recuerdos tengo yo solo que los que habrán tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo. Y también: mis sueños son como la vigilia de ustedes. Y también, hacia el alba: mi memoria, señor, es como un vaciadero de basuras.

Con el tiempo se pierde la retentiva del recuerdo, es lo que se ha dado en llamar curva del olvido. Según este método gráfico perdemos en pocas semanas la mitad de lo que hemos aprendido o de lo que hemos vivido. Al parecer la velocidad con que se nos va yendo el recuerdo depende de lo árido o complejo del motivo, todavía más si éste es absurdo o no tiene ningún sentido para nosotros. Después la fatiga física causada por el estrés o el insomnio aceleran más la tendencia al olvido. Porque, sin embargo, es a veces el lastimero fondo emocional del pozo más abrasador o de la más absoluta decepción existencial, lo que nos llevará a cortar las amarras insoportables de la memoria. Y tan sólo luego una referencia obligada o persistente, necesitada o sincera, será capaz entonces de volver a elevar, desde la sima de lo más oscuro, la agridulce rémora de la imagen recordada o vivida.

Porque es en imágenes como recordaremos mejor nuestra memoria amueblada de acontecimientos. Los recuerdos son entonces figuraciones más que palabras. Incluso, los sonidos acordes de una música inevitable o de una melodía salvadora los representaremos mejor asociados ahora a cosas dibujadas en la mente. Así es como temblaremos, por ejemplo, ante el suspense de lo que, poco a poco, iremos ya ignorando desacostumbrados de mirarlo o de pensarlo como antes. Así es como olvidaremos: desprovistos de imágenes y de tiempo. Disconformes, confundidos, arrepentidos, cegados también por nuestro tiempo. Caminando a veces solos frente al resto del mundo. Y ahora, entonces, ¿qué más que digerir ya lo asimilado para poder seguir digiriendo lo vivido?

(Cuadro de la pintora española Julia Hidalgo Quejo, Memoria, 1999; Cuadro de Marc Chagal, Recuerdo de París, 1976; Óleo de Van Gogh, Recuerdo del jardín de Etten, 1890; Cuadro de Edvard Munch, Por la noche en Karl Johan, 1892; Óleo de Guillermo Pérez Villalta, Las arenas del olvido, 1989; Cuadro del pintor español Eduardo Naranjo, Recuerdo sobre la pared, 1974; Óleo de Dalí, Desintegración de la persistencia de la memoria, 1952.)