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5 de diciembre de 2012

Y la realidad tendió a transformarse en un sueño: lo fragmentario o la ineficaz experiencia.



¿Cuál es el Arte perfecto? ¿Cuál será la más completa obra de Arte que, como la vida, contemple todos los elementos que precise para serlo? Porque también la vida, la existencia vivida por los humanos, será como el Arte, una forma de invención. Que luego ésta sea provocada por el sujeto o forzada por la sociedad dependerá de la noción del sentido de experiencia que tengamos. Porque todo lo vivido por el ser humano es resultado o de lo que le viene de afuera o de aquello que construye dentro de él. Cuando el Arte reapareció en la historia -Renacimiento- durante las postrimerías del medievo, la vida del hombre y el mundo exterior que le rodeaba estaban inseparablemente unidos y entrelazados. Se representaría entonces todo -sobre todo lo religioso- con una clara identificación antropológica -una forma de antropocentrismo-. Porque el hombre comenzaría en el Renacimiento a ser el centro de todo lo existente, y su vida y sus cosas no dejarían de ser el único motivo fundamental de cualquier representación estética concebida.

Sin embargo algo sucedería luego, mucho tiempo después de aquel sagrado Renacimiento. El Realismo, a pesar de que comenzara en el Barroco, culminaría tiempo después llevado por una sociedad vertiginosa y desolada a mediados del siglo XIX. Y desde entonces no se pudo ir más allá ni en técnica ni en el sentido de lo que se entendiera como la representación del mundo y sus elementos estéticos más determinantes. Sería entonces el Naturalismo -la descripción más completa y veraz de la vida- el enfoque más realista en el Arte, aquel que más reproduciría los modelos exactamente igual a como eran en la naturaleza y con la misma fuerza de su temperamento. Pero entonces surgiría una pregunta desestabilizadora para algunos creadores artísticos: ¿existiría otra realidad más allá de la luz que les llegara de los objetos a sus ojos? Sí, sí existía. Y el impresionista Monet alcanzaría a demostrarlo pronto con su nuevo Arte innovador. Así fue como la realidad terminaría por transformarse en un sueño. Y ese sueño fue el gran salto que la humanidad diese por entonces con la Modernidad estética y su pensamiento.

Pero todo salto conlleva siempre un riesgo a torcer en algo el conjunto perfecto, a fragmentarlo. A partir de finales del siglo XIX los postimpresionistas -Van Gogh, Gauguin, Cezanne- consumaron la escisión del Arte con sus ahora nuevas creaciones modernistas. También la sociedad lo hizo entonces con todo, con la propia vida, con la verdad, con la belleza y, por supuesto, con el Arte. ¿Qué habría sucedido entonces, por ejemplo, con aquella representación pictórica magnífica de Rembrandt donde una escena cotidiana y real -La ronda de noche, 1642- consiguiera mostrar el Arte total, el más perfecto, el más completo nunca alcanzado a ver antes en la historia? Porque mucho tiempo después, a partir del rompedor Cezanne (1839-1906), el mundo del Arte y su representación visual dejarían de ser un conjunto equilibrado y completo para iniciar, inevitablemente, el descalabro más imparable y desolado de una fragmentación artística.

Y la cuestión es, ¿se puede desligar la vida emotiva, sus bellas creaciones y sentimientos, de la propia experiencia real y desolada de los seres? Es decir, ¿se puede separar la vida poética de la mundana que nos contrasta o define al albur de lo azaroso de un mundo incontrolable? Porque si el Arte más completo, el más conmovedor, el más significativo -aquel excelente de Rembrandt-, el más sublime o el más magistral no es una realidad fragmentada, ¿cómo podremos entender una vida plena y completa si ésta, por el contrario, sí lo está...? ¿Cómo podemos apreciar lo auténtico de una vida elogiable si hoy está todo desmembrado, edulcorado, envasado, adocenado, incluso con fecha insidiosa de vulgar caducidad? El filósofo alemán Walter Benjamin (1892-1940) dejaría escrito una vez: ¿Qué valor tiene toda la cultura cuando la experiencia no nos conecta a ella? Y Goethe, el gran poeta romántico alemán, también nos dejaría escrito: Todo lo que el hombre se dispone a hacer, ya sea fruto de la acción o de la palabra, tiene que nacer de la totalidad de sus fuerzas unificadas, todo lo aislado es recusable.    Por esto para la idea clásica de experiencia lo fragmentario era rechazable, condenable, inaceptable. Pero, sin embargo, la era de lo más completo -como todas las épocas- estaría destinada a morir...

Cuando los jóvenes soldados europeos marcharon decididos a los campos desolados de la terrible Guerra Mundial del año 1914, recordarían heroicos y nostálgicos las épicas gestas guerreras de sus ancestros románticos. Sólo que, esta vez, no resultaría así. Para ese terrible momento bélico había sobrevenido en Europa la más sangrienta, triste, devastadora y fragmentaria forma de morir en un campo de batalla. El mayor de los miedos de esos guerreros modernos no fue el miedo a la muerte o a las heridas; no, el mayor miedo de esos hombres fue por entonces ser malogrados por la mutilación, el despedazamiento o el desgarramiento más vil de una explosión devastadora. Por la fragmentación, en definitiva. ¿Hemos conseguido comprender por fin que sólo la cercanía a la experiencia más auténtica, completa y conmovedora es la única capaz de mejorar el futuro, nuestros sentimientos y nuestra posible creación ante la vida? El filósofo Walter Benjamin lo expuso de este modo en uno de sus ensayos (Experiencia y pobreza, 1933): El fragmentado, el mutilado, no puede seguir funcionando como si fuera el mismísimo Goethe camino de Nápoles (un viaje romántico, artístico y exitoso de Goethe a Italia en el año 1786), sino saberse o definirse como pobre o bárbaro y proceder por el camino del desgarramiento y la fragmentación.

(Óleo La ronda de noche, 1642, Rembrandt, Amsterdan, Holanda; Cuadro Rocas cretáceas de Rügen, 1818, de Caspar David Friedrich, Alemania; Óleo Álamos a orillas del río Epte, 1892, Claude Monet; Lienzo de Paul Cezanne, Las grandes bañistas, 1905, Fundación Barnes, Merion, Pensylvania, EEUU; Obra de Marcel Duchamp, Desnudo bajando la escalera, 1912, Museo de Arte de Filadelfia, EEUU; Fotografía de Marilyn Monroe en la biblioteca, experiencia falsa de pose diseñada; Obra Fragmentación, actual, de la pintora argentina María Ganuza.)

29 de noviembre de 2012

El deseo desenfocado, la inútil insistencia de la nada, o la expectativa más humana.



Se cuenta que el pintor Tintoretto (1518-1594) habría deseado toda su vida que su maestro, el gran Tiziano, acabara ya por morirse para, al fin, poder vencerlo artísticamente. Creía Tintoretto que la guerra la termina ganando no el que vence una batalla, sino el que consigue vivir un día más que su enemigo. Es bueno, pero está claro que no es un Tiziano, esto era todo lo que escucharía decir Tintoretto de sus obras de Arte. Sin embargo, jamás odiaría a su maestro sino todo lo contrario: lo idolatraría. Hasta que no falleció Tiziano en el año 1576 Tintoretto no pudo acceder a pintar en el Palacio Ducal veneciano. Así que hasta pasado el año 1576 no conseguiría por fin la gloria Tintoretto, ese esplendor artístico que su propia pintura maravillosa, de todos modos, habría conseguido mucho antes para el mundo. La espera presentida es esa rara sensación misteriosa de algo que presentiremos esperar pero que no acabamos de ver aún llegar, que no veremos todavía con nuestros ojos insensibles o desesperados. Algo que, a veces, ni siquiera lo confirmará luego la mera emoción de sentirlo. Esa emoción que sucumbiera ya antes, desesperada ahora ante la tensa visión de un conjuro inconsistente...  Porque es el deseo y no es el deseo, es ahora la indefinición del deseo más bien. Es, también, la curiosidad latente e inconfesable, la más silenciosa, esa que subyugará nuestra vida en ocasiones y que no podremos soslayarla ni con la fuerza de la voluntad, ni con la ayuda de los otros, ni con la espera decidida o racional para conseguirlo.

El escritor y filósofo rumano Émile Michel Cioran (1911-1995), un profundo navegador del alma y la desesperación humanas, nos dejaría escrita una vez una sentencia despejadora: Los días no adquieren su sabor hasta que uno escapa a la obligación de tener un destino... El pintor surrealista alemán Richard Oelze (1900-1980) plasmaría en los años treinta una obra artística modernista heredera de aquellos románticos decimonónicos de su tierra germana. Pero ahora con el trazo, el gesto, el tono y el universo surrealista tan propio de su tiempo moderno. Una de sus creaciones más significativas es su obra titulada La expectativa. Pintada en el año 1935, en ella se ven ahora un grupo de personas mirando hacia el horizonte lejano del fondo de la obra. Están ahí todas esas figuras representadas de espaldas al espectador; todas, además, muy juntas y anónimas, vaticinando así, de un modo misterioso, la ceremonia más absurda de lo imposible. ¿Qué observarán ahora ellas? Porque hacia donde los personajes retratados miran no hay nada más que oscuridad, lejanía, sin sentido y desolación existencial. Pero, sin embargo, hay ahora algo que los caracteriza a ellos para salvar la emoción: están ahora ellos todos juntos, al menos todos ellos ahora estarán juntos. Esta es aquí la única esperanza, esa que el autor en su obra surrealista se permitiera ofrecer a los que, luego, la viesen asombrados...  Aunque la desesperación existe en la obra, y existe de un modo sutilmente trágico, el creador nos anuncia ahora en ella, sin embargo, que tan sólo juntos y unidos seremos los seres humanos capaces, tal vez así, de poder llegar a vencerla.

(Obra La expectativa, 1935, del pintor alemán surrealista Richard Oelze; Cuadro de Tintoretto, situado en el Monasterio del Escorial, Madrid -no hallada otra imagen mejor que la mostrada para poder apreciar los maravillosos colores del pintor veneciano-, Ester ante el rey Asuero, 1548; Óleo A la espera, 1893, del pintor Josep Cusachs i Cusachs; Óleo El origen de la vía Láctea, 1570, Tintoretto, National Gallery, Londres.)

20 de octubre de 2012

Renacer, volver a ser otro, ese es el auténtico renacimiento, algo que Arte alguno nunca podrá conseguir.



En el bíblico paraíso terrenal habitarían todo tipo de especies animales, fieras o no. Aunque, también cada cual obedecería a su propio instinto equilibrado o a su buen hacer biológico... o espiritual. Y así de bien funcionaría todo hasta que, de pronto, algo muy grave sucediera por entonces. Una de aquellas especies de aquel paraíso, una de las aves más extraordinarias habidas jamás, de colores brillantes y destacados, anidaría además beatífica y candorosa en lo alto de un espléndido rosal de ese paraíso. Pero poco después todo ese mundo idealizado se trastornaría por el descalabro fatal de un equilibrio inexistente. Porque cuando el hombre y la mujer eligieron -azarosos- ser libres y hacer su propia voluntad fueron condenados, inapelablemente, a abandonar de inmediato el edén paradisíaco. Y entonces un ángel flamígero con su espada decidida e insensible acompañaría, impasible, a los dos seres al final del paraíso. Pero de la invencible espada de ese ángel brotaría una chispa peligrosa, un rayo llameante que prendería fatalmente el inseguro nido de aquel ave extraordinaria. Ardería entonces todo el nido y lo que dentro de él había. Pero, por haber sido tan piadoso, por haberse negado a tomar parte en aquella perdición paradisíaca, a este ave desgraciado se le concedieron varios dones. El más importante acabaría siendo una inmortalidad peculiar: poder renacer siempre de las desprendidas cenizas de su sacrificio. Cuando sintiera que llegaba el momento de morir volvería a crear su nido confiado, colocaría en él su nuevo huevo, y, tres días después, empezaría a arder todo su cuerpo como entonces. El ave Fénix se consumiría así, de nuevo, por completo. Luego, del huevo inusitado renacería el mismo ave antes consumido, siempre ahora único, siempre permanente y siempre redivivo.

Para el ser humano su mundo personal no se limitará solo a los acontecimientos de su pasado, sino que deberá incluir también las enormes posibilidades de un futuro por vivir. Porque éste está ahí siempre para nosotros. Aunque no lo sepamos aún. Sin embargo, es nuestro antes de que exista. Debemos proyectarnos hacia él porque esa proyección es lo que nos hace, entre otras cosas, humanos y nos distingue de las demás especies terrenales. Lo que nos diferencia de sólo existir, de sólo habitar o de sólo vegetar. No debemos perder nunca esa sensación renacedora. Si lo hacemos estaremos condenados al despiadado pasado insidioso, a su poder subyugante, engañoso y devastador. El historiador y mitólogo francés Pierre Grimal dejaría una vez escrito esto: La leyenda del Fénix concierne a la muerte y al renacimiento de esta ave. Es única en su especie y no puede reproducirse como las demás. Cuando siente aproximarse su fin comienza a acumular plantas aromáticas y fabricará su nido. Hay dos versiones mitológicas: una que dice que se prendería fuego a su olorosa pira y que de sus cenizas surgiría un nuevo ave; otra que el Fénix se acuesta en el nido y muere impregnándolo en su propio semen. Entonces nace el nuevo ave y, recogiendo el cadáver de su padre -su otro yo de antes-, lo encierra en un tronco hueco que transporta hacia la ciudad de Heliópolis y lo deposita en el altar del Sol. Una vez alcanzado el altar del Sol el ave planea afuera a la espera que se presente un sacerdote. Cuando ha llegado el momento, éste sale del templo y compara el aspecto del ave con un dibujo representado en los textos sagrados. Sólo entonces comienza a quemar el cadáver del viejo fénix. Terminada la ceremonia el joven fénix reemprende el vuelo hacia Etiopía, donde vivirá alimentándose de incienso hasta el término de su existencia.

Al final de su vida el escritor ruso Dostoievski escribiría una novela fascinante y sorprendente, desgarradora a la vez que sensible, demasiado humana para todos o demasiado real para nosotros: Los hermanos Karamazov (1880). Dostoievski incluía siempre en sus relatos una aguda observación psicológica y moral, amén de una atrayente narración genial e inevitable. Pero conocía como pocos la auténtica naturaleza humana de la que estamos hechos. El escritor ruso opinaba que uno de los principales problemas de la sociedad de su tiempo (pleno siglo XIX) era la pérdida del valor espiritual y de su sentido en el mundo. Sostenía que los seres buscan la salvación en la obsesiva ideación de recrear un paraíso material fundado en la impasible razón o en la insensible voluntad. Temía el novelista que la falta de espiritualidad llevara a una tiranía tanto personal como colectiva. Su propia vida le había enseñado que sólo mediante el sufrimiento y la virtud quedaría el alma de cualquier ser purificada. En una de las ocasiones más dramáticas y esclarecedoras de la novela uno de los hermanos protagonistas, Dimitri Karamazov -un ser atormentado acostumbrado a sufrir a pesar de sus buenas intenciones-, se enfrenta a un juicio por el asesinato de su padre. Es injustamente acusado -con la prueba aviesa de un malévolo ser que le envidia- solo por una emoción intencional (su padre era un personaje cruel y despiadado con el cual él siempre se enfrentó), pero no por un hecho real (jamás haría daño a nadie, ni siquiera a su cruel padre). Entonces se dirige al tribunal inflexible y frío de su jurado diciendo, más o menos, algo así: ¡Aún quiero vivir, aún siento unas enormes ganas de vivir! He cometido injusticias, he pagado y pagaré por ello. Pero soy inocente de lo que se me acusa, yo no lo he hecho. ¡Castíguenme por mis propios delitos! Porque, sin embargo, ahora lo comprendo todo: sin castigo no hay salvación y sin salvación no hay renacimiento.

(Cuadro surrealista de Salvador Dalí, Niño geopolítico observando el nacimiento del hombre nuevo, 1943, Museo Salvador Dalí, San Petersburgo, Rusia; Grabado del antiguo Egipto con la representación del Ave Fénix; Fresco de Miguel Ángel, Expulsión del Paraíso, 1484, Capilla Sixtina, Roma; Aguafuerte del creador Paul Klee, Fénix anciano, 1905, Múnich, Alemania; Representación medieval del Ave Fénix; Pintura del pintor alicantino Ramón Pérez Carrió, Fénix, 1988; Óleo del pintor ruso Vasili Perov, Retrato de Fiodor Dostoievski, 1872.)

10 de septiembre de 2012

El mito más inspirado de lo nuevo, de lo avanzado, lo moderno, lo irreal..., o el inconsciente.



La premura del ser humano por entenderse a sí mismo y al mundo ha sido tan antigua como éste. Para tratar de entender tan sólo la imaginación pudo sustituir a una ciencia balbuciente, presuntuosa, incompleta, incapaz o lagunosa. ¿Cómo si no pudieron llegar a comprender los seres primitivos por qué se comportaban como lo hacían, o por qué algunas cosas producían luego otras cosas diferentes?, o ¿por qué la vida es tan contradictoria, escandalosa, silenciosa, transformable, abúlica, extraña o desdeñosa? Fue al principio de la humanidad cuando la mitología compuso su teorema imaginario, es decir, cuando los hombres buscaron en sus leyendas míticas algún sentido para poder entender al mundo y sus misterios. Hubo, según contaban las leyendas, un tiempo inicial en que la Divinidad abandonaría completamente al Universo. Entonces todo comenzaría a fluir al revés, en dirección contraria a la de antes. Así que, ahora, todos, la Tierra, los seres vivos, el tiempo y su destino, se dejaron guiar por pulsiones contrarias o deseos desordenados o fútiles. Es por esto que todo terminaría girando en sentido contrario al de antes, cuando los dioses primigenios tutelaban la vida y todo se movía hacia adelante. Al cambiar la dirección de las cosas los nuevos movimientos ocasionaron transformaciones telúricas, provocando así un trastorno en la corteza y en la vida del planeta. Grandes cataclismos, desapariciones de especies, caos evolutivo... Y todo porque el Universo marchaba ahora justo en sentido contrario al de antes. Hasta los seres vivos cambiarían gravemente su sentido biológico, los seres ahora rejuvenecían, no avanzaban envejeciendo sino que retrocedían hacia atrás. Al proseguir  al contrario la vida terminaría por llegar hasta su infancia, a la pequeñez total y, por consiguiente, a la completa desaparición y aniquilación de toda especie viva. Para ese fatídico momento algo habría de suceder para poder sobrevivir y crear así de nuevo vida en el mundo. Entonces tuvieron que surgir los seres vivos ahora de la Tierra, desde el profundo interior de sus entrañas, así nacieron otros seres, ahora diferentes, sin padres ni madres, sólo de la materia renovada de esos cambios.

La nueva divinidad -otros dioses renovados- volvería a sosegar los momentos iniciales, cambiaría de nuevo el sentido de vivir, aquel sentido que antes fuera hacia atrás, acabaría ahora por volver hacia adelante. Así hasta que naciera Cécrope, el primer rey mítico que tuvo Atenas. Este monarca primigenio mediaría entre dos de esos nuevos dioses renovados, pues trataba de erigirse uno de ellos en  el favorito de ese nuevo reino ateniense. Atenea y Poseidón fueron los dioses que lucharon por obtener el favor de aquellos nuevos mortales. Poseidón -el dios de los mares-, en un alarde poderoso de fuerza líquida, trataría de abrir una gran fuente en la Acrópolis. Atenea -la diosa de la sabiduría- sembraría a cambio solo un pequeño olivo entre sus montes. Esto último resultó más útil a la ciudad. Cécrope se decidió por la diosa Atenea y favoreció su culto y su cuidado, dedicándole una gran estatua en la ciudad, desde entonces grandioso símbolo de Atenas. El rey se uniría a la hermosa Aglauro y tendría tres hijas hermosas, inteligentes y caprichosas. Cuenta una leyenda que cuando el dios Hefesto -Vulcano en Roma- intentó poseer a la diosa ateniense, tanto se resistió Atenea que llegaría a derramar la semilla de Hefesto sobre la tierra. De ese fruto terrenal nacería Erictonio y la diosa quiso protegerlo para beneficio de Atenas. Lo entregaría a las hijas de Cécrope, las agláuridas, para que cuidaran al pequeño nacido de los dioses. Pero les exigió que no abriesen aún la cesta donde estaba. Al no poder evitar su curiosidad, acabaron todas ellas sepultadas por la diosa para siempre. Otra versión legendaria narraba que los atenienses se encontraban en una terrible guerra y que, al consultar el oráculo, éste les anunció que sólo acabarían los desastres si una de las agláuridas se sacrificase a los dioses. Debía arrojarse una -la hija llamada igual que la madre- por los escarpados terrenos de la Acrópolis. Así fue como esta leyenda se transformaría luego en un motivo festivo para las jóvenes del Ática, que celebrarían con bailes y cantos -las danzas agláuridas- el recuerdo de aquella valerosa y entregada ateniense. 

Siglos más tarde -en el siglo I, d.C.-, durante la época helenística más productora de belleza, se crearía un bajorrelieve en mármol mostrando una joven ateniense en un gesto de avance. Pero, un avance, ¿hacia dónde?, ¿sería ese gesto el momento inmediatamente después de la decisión fatídica -sacrificarse- de la joven Aglauro, o serían solo los gestos lúdicos de sus bailes atenienses? Históricamente, se sabe que el bajorrelieve acabaría entre los estantes del Museo Chiaramonti del Vaticano, dónde se muestra su grácil y clásica silueta. Únicamente ese fragmento es tan sublime y bello en sus formas, tanto como lo es su alarde de salir hacia adelante. En ese movimiento esculpido sus pies están apenas enseñados bellamente. ¿Por qué?, ¿sería sólo por el gesto de querer evitar tropezar con sus ropajes? Uno de sus pies está elevado grácilmente sobre sus dedos, el otro, el avanzado, decidido a avanzar inapelable. Así se mantuvo el clásico bajorrelieve, entre los despojos ruinosos de aquel museo de entonces. Hasta que un escritor alemán lo descubriese, y quisiese que otro alemán -su personaje literario- también lo hallase, convencido y fascinado con esa maravillosa visión de avance...  Wilhelm Jensen (1837-1911) escribió su novela Gradiva en el año 1903, con ella pretendía contar una historia fascinante, tanto como las emociones que la imagen de la doncella griega le habían subyugado entonces, una belleza decidida, elegante, misteriosa, erotizante.

La sinopsis de la novela compendia un arqueólogo que descubre el bajorrelieve, adquiere una copia y se la lleva consigo. Después imagina que la doncella del relieve no es romana sino de algún otro lugar de Italia. Viaja al sur hasta llegar a Nápoles persiguiendo el origen de esa imagen. Cree entender que fue en Pompeya donde la joven acabaría su momento fascinante. La busca trastornado, ofuscado en el deseo por alcanzar esa belleza fascinante. Presiente haberla visto antes entre unas ruinosas calles pompeyanas... El argumento de la novela se imbrica ahora con el personaje de una joven turista -la que él cree entrever en el relieve-, una mujer que piensa, a su vez, reconocerle a él como un amigo de su infancia. Él está ahora confundido, ella, sin embargo, salvándolo así oportunamente. Y todo en el entorno ruinoso de la destruida ciudad de Pompeya. Al final, termina el arqueólogo alcanzando el amor de entonces (curado de su delirio por buscar amores imposibles), salvado de sus sueños obsesivos por su bella amiga rediviva. Freud, años después, elaboraría su obra El delirio y los sueños en la Gradiva de W. Jensen. En este ensayo vuelve el famoso psicoanalista sobre sus teorías inconscientes. Asombrado por esa historia, comprende Freud que los ocultos deseos -de arqueólogos, de adictos, de escritores, de todos nosotros- saldrían a la luz del psicoanálisis -la amiga rediviva- y que la terapia trataría de evitar -terminaría curando- el inconsciente maltratado -las ruinas pompeyanas- de los seres mentalmente afligidos. La analogía entre Arqueología y Psicoanálisis evidencia aquí sus semejanzas. Sin embargo, no acabarían aún las consecuencias de ese curioso relato. Cuando años más tarde, 1931, se tradujese al francés la obra de Freud, los surrealistas del momento, aquellos pintores y escritores que transformaban la realidad en otra cosa, descubrieron asombrados una de sus mayores inspiraciones artísticas. Tiempo después, en el año 1937, el poeta surrealista parisino André Breton, por ejemplo, abriría una galería de Arte cerca del Sena y acabaría llamándola Gradiva en homenaje a esa inspiración.

Pero sería Dalí, el gran genio surrealista, quien llevaría esa obsesión inspiradora a lo más profuso de su Arte moderno. Intentaría incluir a Gradiva en su obra El hombre invisible del año 1929 -una pintura sin terminar incluso-. El desdoblamiento del personaje retratado -la doncella obsesionante del relieve y la mujer que alumbra el inconsciente- lo utilizaría Dalí en su confusa creación surrealista. En la representación de las dos figuras de la derecha -que es la misma mujer-, una atropellada -pétrea- y otra bendecida -humana-, trataría el artista español de reflejar la contradicción más pasional -Eros/Thanatos, amor/muerte- y enfermiza de los seres humanos. Después, en otra obra surrealista del año 1932, Gradiva descubre las ruinas antropomorfas, aparecen dos figuras extrañas -la misma mujer también- pero ahora abrazadas, sin embargo. Una de ellas, la velada más humana, está  unida a una horadada y pétrea escultura enigmática. Esas dos mujeres, una de piedra y otra entelada, ¿están ahora sollozando?, porque ambas están en un desierto de ruinas... El caso es que los surrealistas hicieron de Gradiva una heroína de su moderna tendencia artística. El nombre de la doncella legendaria -Gradiva- lo tomaría el escritor alemán de un término latino que, traducido, significa la que camina.  De hecho, en la mitología latina, cuando el dios Marte se dirigía a la guerra decidido, cuando emprendía su avance hacia la lucha, los poetas clásicos acabarían por denominarlo Marte Gradivus. El Surrealismo tomaría ese nombre como un talismán o una maravillosa creación imaginaria para expresar ahora todo lo que avanza. Y, por aquel entonces, en aquellos inicios del Arte moderno, ¿qué podría expresar mejor lo que avanza sino la belleza del mañana, el Arte más avanzado, el Surrealista...?

(Bajorrelieve de estilo neo-ático, siglo I, d.C, fragmento de las agláuridas, Museo Chiaramonti, Vaticano, Roma; Gradiva, metamorfosis de Gradiva, 1939, del pintor francés surrealista André Masson; Fotografía de 1937 de la Galería de Arte surrealista Gradiva. París, Francia; Óleo Gradiva descubre las ruinas antropomorfas, 1932, Salvador Dalí, Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid; Cuadro de la pintora española Mercedes García Bravo (1963-2011), Gradiva, la que avanza, 2007, Jaca, Huesca; Obra de Dalí, El hombre invisible, 1929, Museo Reina Sofía, Madrid; Detalle del mismo cuadro, El hombre invisible, 1929, Dalí, Museo Reina Sofía, Madrid; Retrato de Wilhelm Jensen, Lápiz de color y pastel al óleo sobre papel de color, de la autora italiana actual (nacida en Monza en 1973) Siri Pasina, Italia.)

6 de septiembre de 2012

No se alcanza la iluminación fantaseando sobre la luz, sino haciendo consciente la oscuridad.



En los dinteles del pronaos -vestíbulo- del antiguo templo griego de Apolo en Delfos construido en las laderas del monte Parnaso, habrían grabadas dos leyendas inscritas a modo de sabio precepto filosófico. La primera de ellas decía esto: Conócete a ti mismo; la segunda la completaba con: Nada en exceso. El famoso psiquiatra suizo Carl Gustav Jung elaboraría sus famosos arquetipos para explicar las imágenes simbólicas universales y primigenias representadas en el inconsciente colectivo de la humanidad, el inconsciente global de todo el género humano desde sus inicios primitivos. Uno de esos arquetipos que el psicoanalista suizo ideara fue el denominado como la sombra. Representaba este arquetipo lo más oculto del inconsciente de cada individuo, aquellas pulsiones -deseos inevitables- que no serían asumidas en ningún caso por el sujeto en cuestión. No desaparecían nunca y podrían enfrentarse incluso al yo de cada sujeto, llegando a dominar los esfuerzos de éste por tratar de bloquearlos. También este arquetipo podía representar aquellas virtudes que no sabríamos reconocer en nosotros mismos. El psicólogo Jung había dejado dicho: Uno no alcanza la iluminación fantaseando sobre la luz sino haciendo consciente la oscuridad; porque lo que no se hace consciente se manifiesta en nuestras vidas como destino.

Pero, como sabrían muy bien los antiguos griegos, conocerse a sí mismo conlleva conocer también el lado más oscuro del individuo. Los griegos habían comprendido que ambas caras, la luz y la oscuridad, forman parte del mismo discurso, de aquel phatos y ethos griegos -cualidades negativas y positivas de los seres humanos- que describen la conducta de todo individuo. Por eso mismo sus dioses respondían también a esas dos necesidades.  Apolo y Dioniso, por ejemplo, eran esas dos caras de todo ser humano: uno era la luz y el otro la sombra. Ambos dioses griegos eran igual de grandes, ambos eran igual de queridos y ambos, también, igual de comprendidos. Grecia entendía así con ambas divinidades el lado oscuro que todo ser humano dispone. Todos los años celebraban los griegos en la misma ladera fócida del monte Parnaso las bacanales de Dioniso, unas manifestaciones bulliciosas y alegres de esas pulsiones humanas tan creativas e íntegras. Actividades lúdicas llevadas a cabo sin represión alguna de la forma en que pudieran realizarse. Pero algo más tarde, cuando triunfó el socrático mensaje platónico de la única virtud idealizada, pero sobre todo luego de esto, cuando el cristianismo -y el judaísmo- separara tajantemente -reprimiese- las manifestaciones dionisíacas, estas expresiones vitales ocultas que permitían equilibrar el imperfecto mundo sublunar -nuestro mundo terrenal-, se prefirió entonces ignorar por completo la sombra a cambio de una única y prevaleciente luz...

De ese modo se acabaría personificando todo lo dionisíaco en la figura diabólica y satánica del mal más rechazable. Pero, entonces, si ambas cosas -la sombra y la luz- son tan necesarias, ¿cómo distinguir ahora, en verdad, lo que es saludable de lo que no lo es?  La segunda leyenda profética del templo de Delfos lo dejaba muy claro: nada en exceso. Lo que sucede es que esto, la medida correcta, exige una mayor lucidez de conciencia en el individuo, una personal clarividencia inteligente del ser humano nada sencilla de conseguir. Es decir, que habría que desarrollar inevitablemente una poderosa conciencia individual para poder llegar a comprender, verdaderamente, todo nuestro mundo. El famoso psiquiatra Jung lo dejaría muy claro una vez: El único peligro que existe reside en el propio ser humano. Nosotros somos el único peligro pero, lamentablemente, somos inconscientes de ello. En nosotros radica el origen de toda posible maldad. La sombra sólo resultará peligrosa cuando no le prestemos la debida atención. Por eso el conocimiento de la sombra, su desvelamiento, tiene por objeto fomentar nuestra relación con el inconsciente, es decir, completar nuestra individualidad compensando la unilateralidad de nuestra conducta consciente con las oscuras sombras de nuestro inconsciente. De este modo, cuando restablezcamos el equilibrio con nuestra sombra, también iluminaremos nuestras capacidades más ocultas llegando así a poder alcanzar los verdaderos y difíciles peldaños de nuestro autoconocimiento.

Finalmente, el gran psicoanalista suizo Carl Gustav Jung nos habría dejado también dicho esto: Cada uno de nosotros proyecta una sombra tanto más oscura y compacta cuanto menos encarnada se halle en nuestra vida consciente. Esta sombra constituirá, a todos los efectos, un impedimento inconsciente que malogrará todas nuestras mejores intenciones.

(Óleo renacentista Las Tentaciones de San Antonio Abad, 1510, El Bosco, Museo del Prado, Madrid; Cuadro surrealista-simbolista Fenómeno, 1962, de la pintora hispano-mexicana Remedios Varo, México, D.F.; Pintura surrealista de Salvador Dalí, Sombras en la noche que cae, 1931, Florida, EEUU; Fotografía del psiquiatra suizo Carl Gustav Jung.)

4 de septiembre de 2012

El tiempo indefinido y la atemporalidad del Arte, o la verdadera inspiración de la intemporalidad.



Podemos entender el Arte de formas diferentes, gustarnos más unas obras que otras, entender mejor unas creaciones artísticas y comprender menos otras. Pero lo que consigue el verdadero Arte es mantener siempre la soltura, la gracia, la belleza, la emoción o la sorpresa a pesar del momento temporal en el que fuese llevado a cabo. Porque, ¿qué es la antigüedad y qué la modernidad? ¿Dónde radica el elemento vanguardista de la creatividad humana? Es sabido que la evolución artística -como la científica- dispone de una lógica secuencia cronológica. Es decir, que antes se idea una cosa y luego ésta evoluciona poco a poco, avanzando siempre y consiguiendo escalar el tiempo con los elementos que antes habrían servido para sentar sus bases inspiradoras. Por lo tanto, esa evolución llevaría a alcanzar el mejor de los resultados cada vez, o, en cualquier caso, a mantener su armonía conseguida de antes. En la investigación científico-tecnológica es así, como la propia esencia que su naturaleza describe: mejorar lo anterior y perfeccionar su sentido. Pero, ¿y en el Arte, en la creación artística, sea la que sea, se sostendrá esa misma situación?

Desde siempre se ha debatido sobre lo antiguo y lo moderno. Generalmente con el sentido de que lo excelso, lo perfecto, lo mejor o lo más genial solo es posible llevarlo a cabo desde planteamientos exclusivamente clásicos. Frente a lo clásico se sitúa la modernidad, lo que, queriendo avanzar, alcanzaría una mejor, diferente y superada creatividad. Un crítico de Arte español, Eugenio Dors, dejaría escrito una vez que: Todo lo que no es tradición es plagio. Pero, entonces, ¿cómo se consigue avanzar en el Arte? Ese es el error. En el Arte, a diferencia de la tecnología o la ciencia, no es avanzar la cuestión, es otra cosa. Y es otra cosa porque los principios del Arte no son los mismos que los de la ciencia. Los principios del Arte son la emoción, el sentimiento, las formas, el equilibrio, el color, el trazado, la pasión... Valores diferentes, difíciles de utilizar innovando, pero con los que también, luego, se conseguirán inspirar nuevas emociones, sentimientos o belleza.

Y eso es lo que vemos aquí, en la obra pictórica creada en el año 1849 por el pintor austríaco Johann Baptist Reiter (1813-1890) y titulada Mujer dormida. Podría esta obra hasta datarse en la actualidad..., ¡y aún admiraríamos asombrados su pintura! Aquí el valor de la intemporalidad es uno de los valores que tiene esta creación pictórica. La tonalidad es magistral y conseguida en todos los elementos de la escena subyugante, tanto que parecen uno solo. El equilibrio de la composición es original: la gruesa sábana complementa sin solución de continuidad el maravilloso cuerpo tendido. Y aunque la naturalidad está forzada, consigue sorprendernos el somnoliento gesto de un rostro un poco deslucido. Porque lo más destacado de la obra es su indefinición temporal. Nada nos indica ahora el momento temporal o periodo estético en el cual fue realizada. Como contraste de esto vemos el detalle magnífico de un desnudo clásico del pintor Lucas Cranach del año 1518. Ahora es muy evidente su momento artístico: pleno Renacimiento. Con los detalles propios además de este estilo clásico de principios del siglo XVI: con sus consignas mitológicas, sus formas anatómicas y los detalles propios de su tendencia.

También veremos otros desnudos acostados de dos creadores europeos, ambos situados cronológicamente después del pintor Reiter y su obra intemporal. La del pintor francés Courbet y su lienzo Mujer dormida del año 1858, por tanto realizado diez años más tarde que la creación de Reiter. Para ese momento del impresionismo-realista vemos ahora una modelo totalmente adscrita a su estilo y época: mediados del siglo XIX. Todo en esta obra realista es equilibrado, todo es perfecto, excelente, sugestivo. Porque es una obra de su tiempo, del momento estético-temporal en el cual el artista la compuso. Casi cien años más tarde otro creador, el italiano Chirico, pintaría otra modelo recostada y dormida: Diana mitológica. El genio de este autor surrealista -metafísico más bien- lograría, sin embargo, conseguir ese propósito descrito antes: sorprendernos con una obra sin sentido temporal. ¿En qué momento parece estar compuesta la obra de Chirico, si no lo supiéramos? Nada hay icónicamente que nos ayude a deducirlo. ¿Dónde situar ahora esta intemporal creación surrealista?

Pero, lo que del todo nos sorprende por su atrevida forma de pintar, clásica, ferviente y exquisita, es la obra actual titulada Mañana del pintor norteamericano Jeremy Lipking. Aquí obtiene el pintor, desde planteamientos clásicos y eternos, una creación original muy actual y diferente. Pero, sin embargo, también nos engañará su momento temporal gracias a sus formas, consiguiendo aquella atemporalidad del Arte. En otras artes espaciales, como la Arquitectura, donde la construcción de las formas participa de la vida de los seres, es más difícil conseguir la intemporalidad, la indefinición temporal del sentido de sus formas. Pero, a veces es también posible. Como sucede en el extraordinario palacio italiano renacentista Palazzo del Te, ideado por el artista Giulio Romano en el año de 1525. Aquí podemos ver cómo una creación supera el momento en el que fue creada para ser considerada ahora eterna... ¿No podría pasar este Palazzo por ser una obra neoclásica actual a pesar de haber sido construido, sin embargo, a principios del siglo XVI?

(Óleo Mujer dormida, 1849, Johann Baptist Reiter, Museo galería Belvedere, Viena, Austria; Cuadro Ninfa de la fuente, 1518, Lucas Cranach el viejo, Leipzig, Alemania; Óleo Mujer dormida, 1858, Gustave Courbet, Tokio, Japón; Pintura Diana dormida en el bosque, 1933, Giorgio de Chirico, Roma; Obra Morning Light, -Mañana- 2011, del pintor Jeremy Lipking, EEUU; Fotografía de la fachada de la Casa Palacio de Colón, siglo XVI, Las Palmas de Gran Canaria, España; Fotografía de la iglesia de Ronchamp, 1955, Francia, del arquitecto Le Corbusier; Fotografía panorámica del complejo construido en Inglaterra en el siglo XVIII para la ciudad balneario de Bath, por John Wood, 1774, Royal Crescent, Bath, Inglaterra; Fotografía de parte de las fachadas de Royal Crescent, Bath, 1774, Inglaterra; Fotografía actual de viviendas adosadas, 2008, España; Fotografía del Palazzo del Te, Giulio Romano, 1525, Mantua, Italia; Fotografía del Palacio de Miramar, construido en 1893, San Sebastián, País Vasco; Fotografía del Palacio moderno Presidencial de Nicaragua, 2003.)

2 de agosto de 2012

El huérfano reflejo de lo invisible, de lo esencial, o no se ve sino con el corazón.



Ya lo escribiría el malogrado escritor francés Saint-Exupéry en su genial cuento El Principito: Sois bellas, pero estáis vacías. No se puede morir por vosotras. Sin duda, un transeúnte común creerá que mi rosa se os parece. Pero ella sola es más importante que todas vosotras, puesto que ella es la rosa a quien he regado. Puesto que es ella la rosa a quien puse bajo un globo. Puesto que es ella... Y se volvió entonces el principito hacia el zorro para decirle: AdiósAdiós, dijo el zorro, y añadió:  he aquí mi secreto, es muy simple: no se ve bien sino con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos... ¿Cuántas dentelladas habrá que rasgar a la belleza para comprender de una vez por todas que la auténtica, la verdadera, la más extraordinaria, la más devocional o la más sabia belleza de todas las bellezas no es la que vemos reflejada en un espejo..., sino la que nos llena, sin ambages, nuestro más profundo interior? Esa misma belleza que nos transmitirá cosas, que nos calmará, que nos excitará lo preciso, que mantiene la distancia y que perdurará aun en la sorpresa. Que destilará el rumor de lo imposible, que sostendrá siempre el bastión de lo mejor, de lo más virtuoso, de lo más sinfónico; de lo medido, de lo respetuoso, de lo sencillo, de lo misterioso o de lo curioso. De lo que pasará sin más, de lo callado, o de lo que no se dejará nunca abatir por lo incomprensible.

El poeta romántico inglés Tennyson compuso en el año 1842 su obra La Dama de Shalott. Una maldición llevaría a esa dama a ser encerrada en una torre para siempre. Sólo puede ver ahora ella el mundo exterior a través de un espejo. Mientras tanto, teje y teje sin parar a mirar lo que por el espejo vea. Porque nada de lo que observe a través de ese espejo la impresionará. Tan sólo mirará desde ahí al mundo mecánicamente. Tampoco nunca acabará por confeccionar su tejido con su hilo permanente. De ese modo se mantuvo encerrada, tranquila y sosegada, para siempre. Y así hasta que, un día, ve ella el maravilloso reflejo de un hermoso caballero -Lancelot- a través del espejo. Entonces comenzará a sentir dentro de sí algo muy parecido al dolor... A partir de ahora no puede dejar de pensar que ella habría perdido antes todo su tiempo. Cansada de todo se vuelve ahora. ¡Harta estoy de tinieblas!, se dice una vez. Pero, sin embargo, el reflejo de ese caballero en su espejo no fue más que una vaga sombra más en su delirio. Ella no lo identificará como es él realmente, tan sólo como ella lo cree ver. Es la dama la que envuelve ahora todo su mundo en un halo irreal, ya que todo lo que ella ve lo mira ahora con ojos diferentes.

Así recreará ella ahora todo en su mente y en su corazón. Abandona su torre decidida y se aventura sola, a través de las aguas de un río interminable, hacia su propia perdición... El pintor prerrafaelita William Holman Hunt compuso esa dama en su torre justo en el preciso momento en el que el viento de su locura se apodera de todo, tanto de ella como de todo lo demás. Entonces el equilibrio de antes, su sosiego interior de antes, se terminará rompiendo bruscamente. Y el autor británico nos muestra a la dama ahora así, junto a su madeja de hilo con todo su mundo alborotado: con su enorme cabellera oscurecida, alzada y volando salvaje en el cuadro. Nos muestra el lienzo también la pequeña imagen encuadrada de un Hércules retratado dentro del lienzo, en un pequeño cuadro en la pared, tomando ahora las manzanas del árbol de las Hespérides, fiel reflejo simbólico de la virtud más sosegada frente al desastre y el error.

Cuando en el año 1927 el pintor español Picasso conociera a Marie Thérèse Walter en las Galerías Lafayette de París, le diría entonces a ella que poseía uno de los rostros más interesantes que nunca había visto. La jovencísima Marie Thérèse no conocía al famoso pintor, no sabía nada de Arte. Así que Picasso la llevaría a una librería y le mostraría sus obras cubistas. Ella quedaría tan impresionada que acabaría por ser su modelo y amante durante catorce años. La pintará Picasso muchas veces en su etapa expresionista y cubista. Entonces el gran creador español se encontraba, sin embargo, inmerso en una especial tragedia personal. Continuaba unido a su mujer Olga, pero se debatía ahora entre sus obligaciones maritales -seguir con Olga- o su nueva inspiración amorosa -Marie Thérèse-. Sin embargo, ese deseo, ahora de nuevo tan duradero -para Picasso-, acabaría pronto a manos de la escorada nueva pasión del pintor por Dora Maar... Aquella inspiración de entonces la acabaría terminando también el genio, hundida ahora ya entre las fuertes tensiones inevitables de su pasional temperamento.

No descubriremos realmente nunca la verdad -toda la verdad de lo que sea- de nuestras vidas azarosas. Tal vez porque ni siquiera exista esa verdad... Porque es muy posible que la verdad que refleje ahora la vida, en sus continuas ocasiones de esplendor e inspiración que nos ofrezca, no sean nada más que emociones descompuestas, incompletas o deterioradas. Es seguro que, sin embargo, sea solo ahora en la frágil emoción donde radique, únicamente, el verdadero secreto de cualquier verdad. Pero, sin embargo, la emoción no se dibuja sólo con los trazos elaborados -la belleza más perfecta, clásica o idolatrada- de un perfecto contorno equilibrado en nuestro mundo idealizado. Aquella emoción -la verdadera emoción- para serlo de verdad no utilizará nunca las coordenadas efímeras de una explosión de sentimientos traducibles en lo físico, con su perfección tan plástica o tan divina casi. No, es ahora otra cosa, algo desconocido por ser invisible, algo esencial por ser incomprensible, y, a la vez, aparentemente, muy necesitado. Por no saber ni llegar a entender del todo que ahora, solo ahora, se necesitará algo..., ¡pero tan solo ahora! Por ser además difícil de representar con los simples ojos alborotadores de lo físico... Porque sólo es belleza aquello que se aprecia desde lejos, lo que no se traduce sino con secuencias muy distintas de lo que parecía que era antes, pero que, ahora, no es nada, finalmente. No es nada de todo aquello que adorábamos tampoco, de todo aquello que, por entonces, queríamos creer que alguna vez lo fuera.

(Óleo La Dama de Shalott, 1904, del pintor prerrafaelita William Holman Hunt; Cuadro El corazón oculto, 1934, de Salvador Dalí; Óleo Santa Cecilia-piano Invisible, 1923, del pintor surrealista Max Ernst, Stuttgart, Alemania; Obra de Picasso, La bella Holandesa, 1905; Cuadro Marie Thérèse acodada, 1939, Pablo Ruíz Picasso, Colección Maya-Ruíz Picasso, París; Fotografía de Marie Thérèse Walter, amante de Picasso; Ilustración de la obra literaria El Principito, de Antoine Saint-Exupéry; Óleo Mujer en camisa, 1905, Picasso, Tate Gallery. Londres.)