15 de diciembre de 2010

La esencia de lo más humano, su representación en el Arte o la vanidad.



Todos los creadores del Arte han podido retratarse a sí mismos con la facilidad que su propio genio les hubiese permitido hacer además. Muchos no lo hicieron una vez sino decenas de veces. Es la vanidad. La mayor de ellas, la que se consigue describiéndose a sí mismo con su propio Arte, ya que no sólo se valorará artísticamente cómo lo hayan hecho sino que, también, eternizarán así -vanidosamente- su propia imagen en una obra auto-representada. La vanidad como símbolo frágil y caduco de la vida ha sido motivo de muchas pinturas a lo largo de la historia. El pintor holandés David Bailly (1584-1657) llegaría incluso a compartir ambas cosas especialmente: hacer una obra original y autorretratarse magistralmente con ella. Quiso representar la vanidad consigo mismo y se autorretrató dos veces, en su propio lienzo, con una originalidad extraordinaria. En el año 1651, con sesenta y seis años de edad, se dibujaría a sí mismo con casi cuarenta años menos, pero ahora en un ambiente simbólico y característico de la futilidad de la vida y del paso de ésta. Y lo expresaría mostrando su propio retrato contemporáneo en sus manos autorretratadas cuarenta años antes (una imposibilidad temporal, pero posible, gracias al misterio grandioso del Arte).

El ser humano sólo es o vanidad o locura... Ni siquiera la razón se salvará de la vanidad, todo lo contrario, ésta es una de sus muchas manifestaciones. Pero es que hasta la emoción espiritual, la creación más excelsa de lo trascendente, el misticismo, tampoco se salvará... ¿O acaso el eximio poeta místico Juan de la Cruz no sentiría alguna vanidad al dejar su obra poética escrita para ser apreciada y leída por siempre? Todo es vanidad. Porque la alternativa sólo será la locura elogiosa y útil del famoso escritor Erasmo de Rotterdam (1466-1535), o la espantosa y alienante que hace infantil o trastornado a quien la posee. Pero, es que hasta en la actitud del recién nacido, con su llanto acuciante o su sonrisa taimada, se sugiere algo de inevitable vanidad. Porque es así como el bebé pedirá ahora que se le ame, que se le tenga en cuenta, que se le proteja o que se le adule. Por eso mismo la vanidad es, realmente, una esencia fundamental de lo que somos, algo que no podremos evitar ni sustituir en nuestras vidas...., salvo, quizás, por una inteligente, elogiosa o pueril locura intrascendente...

(Cuadro Vanitas, del pintor francés Simón Renard de Saint-André (1613-1677); Óleo Vanitas del artista norteamericano actual Poly, Galería Sarah Bain, EEUU; Autorretratos de grandes creadores: Tiziano; Velázquez; Rembrandt; David; Goya; Böcklin; Leighton; Delacroix; Vernet; van Gogh; Renoir; Picasso; Dalí; Frida Kahlo; Andy Warhol; Cuadro Autorretratos con los símbolos de la Vanitas, del pintor David Bailly.)

13 de diciembre de 2010

El anónimo semblante: la despersonalización de los rostros, su ocultación o su huida.



Quizá los pintores que más han reflejado en sus obras la ocultación del rostro hayan sido los surrealistas Dalí (1904-1989) y Magritte (1898-1967). ¿Qué llevará a los autores en sus obras a no representar el único aspecto humano que, verdaderamente, nos individualiza? Hasta el hombre primitivo comenzaría a plasmarlo así, sin facciones, en su rudimentaria forma de pintarlo. A dibujar la cabeza humana despersonalizada y sin rasgos faciales, tan sólo representada como un mero símbolo anatómico figurativo. Pero, cuando en el Arte se comenzara a retratar nítidamente -desde el Renacimiento- el rostro humano, algunos pintores decidieron que, eso mismo, lo que más nos personaliza en nuestra propia imagen, no se viese ahora. Y esto puede suceder -el no representar en un lienzo el rostro humano definido- o de manera directa y concreta -en un plano cercano, de pocos personajes y que no tienen ellos mismos dónde ocultarse casi- o dentro de una narración más colectiva -en una secuencia más amplia, que describe además una acción-, donde los personajes retratados -motivados así por sus autores- tengan razones ahora para ocultarse. Desde creaciones naturalistas como las del pintor del Barroco Caravaggio -uno de los primeros pintores que utilizaría el procedimiento de ocultación facial- se observaría en la historia del Arte esa utilidad plástica de querer evitar los rostros humanos en las obras pictóricas. A veces son rostros demediados, es decir, de personajes contingentes o accesorios, seres que no cuentan mucho en el motivo fundamental de la obra, que sólo son ahora meras comparsas, elementos innecesarios, como en el caso de la obra de Caravaggio Crucifixion de San Pedro. Otras veces es el personaje central o principal, que de un modo sesgado semi-oculta o protege ahora su identificación real -recurso inteligente cuando, supongo, se ignora el verdadero rostro del mismo-, como sucede en otra obra también de Caravaggio, Conversión de San Pablo, ya que, en este caso, Pablo de Tarso era aún muy joven...

Después fueron el Postimpresionismo y el Neoimpresionismo las tendencias que utilizaron más el curioso hecho de ignorar ciertas caras en algunos de sus lienzos. Vincent Van Gogh en Desnudo de espaldas decide esconder el rostro de la modelo, como si ésta se avergonzara de su acción... y el pintor casi. El postimpresionista Toulouse-Lautrec pinta en su obra de Arte En la cama a uno de los amantes con el rostro descubierto y al otro con él oculto. En este caso la perspectiva obliga a que sea de algún modo así, ya que se muestran ahora a los dos amantes enfrentados y de lado, y sólo entonces uno de ellos puede verse facialmente mejor. El caso debía ser, entonces, ¿cuál elegir de ambos para poder verse...? Del pintor naturalista -tendencia realista del siglo XIX- norteamericano Winslow Homer (1836-1910) elijo su obra Noche de verano. Aquí todos sus personajes representados, excepto uno, ocultarán el rostro tras una atmósfera oscuramente nebulosa, contrastada además ahora entre una multitud invisible al fondo de la obra y una pareja que baila desentonada en primer plano, en una noche aquí recelosa gracias a una iluminación enigmáticamente lunar. El pintor neoimpresionista  Georges Seurat (1859-1891), un maestro en utilizar personas como paisajes, nos muestra en su obra que los seres humanos no tienen ahora aquí una personalidad definida por no tener un rostro traducible verdaderamente, que sólo participan ahora de la impresión conjunta de la escena, pintada además con los colores y recursos propios de su tendencia artística puntillista. Los rostros aquí o no se ven o se desdibujan o se fragmentan...

El pintor Goya, en su maravillosa obra histórica Fusilamientos del 3 de mayo, dispondrá la escena sin perfilar claramente rostro humano alguno. Se ha intentado identificar a ciertos personajes retratados, pero esto es muy poco preciso. Fue la imprecisión de los rostros un generoso recurso del pintor español a la intimidad de los representados, ya que fueron seres reales y conocidos los fusilados aquel fatídico día. Pero, debía denunciar Goya el infame y cruel hecho vil... y lo consiguió magistralmente: algunos ayudarán incluso al pintor cubriéndose aterrados el rostro con sus manos. Pero, sin embargo, son los pintores surrealistas mencionados al principio quienes habrán hecho de esta técnica de ocultación facial una forma propia y eficaz de su moderna tendencia artística vanguardista. El surrealista Dalí consigue utilizar la ocultación del rostro a veces no como una causa simbólica, sino como un inevitable hecho plástico...: para mostrar toda la belleza de la espalda de su modelo -su esposa Gala- debe ella ahora necesariamente no enseñar aquí su cara. Pero solo en dos de sus obras, Crucifixion y Poesía de América, el genio surrealista de Dalí demuestra, en un caso, que la posible vergüenza del crucificado no es ahora otra que la de su rostro -muere por la miseria humana- y no la de su propio cuerpo desnudo... En el otro, Dalí nos muestra que su especial significado onírico lo evidencia ahora con la decidida sustitución y, por lo tanto, ocultación del único símbolo principal que nos hace representativamente humanos.

Del pintor surrealista René Magritte, verdaderamente el mayor genio de la ocultación simbólica del rostro humano, vemos ahora aquí dos escenas retratadas. En una expresa la imposibilidad de la identidad, es decir, la total e inútil manera de tratar de reconocerse el propio retratado, vanamente. En su otra obra, Los amantes, el autor surrealista alcanzará a despersonalizar los rostros en los únicos seres que nos puede sorprender ahora más que lo oculten; los que no deberían ocultar sus sentimientos, los que, se supone, se reconocen y se identifican mutuamente: los enamorados. Pero, sin embargo, es todo lo contrario... Y el creador belga nos lo demuestra ahora de la forma más gráfica y clara posible: con los dos rostros envelados. Veladura que, únicamente, dejará visible la apariencia de los vestidos de ambos amantes representados, lo único que ahora nos ayudará a identificar aquí el sexo o el género de cada personaje retratado. Por último, un cuadro del pintor costumbrista español Ignacio Díaz Olano (1860-1937), Cabeza de mujer de espaldas, una obra decimonónica y realista que, sin sentido alguno, nos muestra ahora nada más que la parte posterior de la cabeza de una mujer solitaria. Aquí sólo podremos imaginar ya de ella su belleza, su clara, recordada, segura, eterna, irrevocable, sublime... y perdida belleza.

(Cuadro de Dalí, Gala desnuda de espaldas; Óleo de Magritte, Prohibida la reproducción, 1937; Cuadro de Toulouse-Lautrec, En la cama; Cuadro del pintor americano Winslow Homer, Noche de verano; Cuadro postimpresionista del genial Van Gogh, Desnudo de espaldas; Óleo de Georges Seurat, Bañistas en Asnieres; Dos cuadros de Dalí: Crucifixion y Poesía de America; Dos cuadros de Caravaggio: La crucifixion de San Pedro y La conversión de San Pablo; Cuadro de Magritte, Los amantes; Cuadro de Goya, Fusilamientos del 3 de mayo; Cuadro del pintor Díaz Olano, Cabeza de mujer de espaldas, 1895.)

11 de diciembre de 2010

La sensación atrayente y sutil, o la imagen sesgada, insinuante o excitante en el Arte.



Una de las actrices más insinuantes y sensuales de la historia del cine lo fue la norteamericana Louise Brooks (1906-1985). No obtuvo el éxito más que en el género mudo, pasando desapercibida luego en el cine sonoro y abandonando la pantalla definitivamente en el año 1938. Fue tanto su impacto visual en el cine, que el ilustrador italiano Guido Crepax (1933-2003) utilizaría su característica imagen de chica it para dibujar su famoso personaje Valentina. Posiblemente no fuera muy sorprendente esa realidad frustrada en su vida artística, ya que todo en ella fue la insinuación visible, su imagen insinuante y poderosa, sin voz ni sonido, exclusiva y excluyente, sin otra cosa entonces más que lo apoyara que su gesto erótico y sutil. Así que cuando la imagen acabase perdiendo frente al cine sonoro, ella se difuminaría para siempre. Porque fue sólo la imagen por entonces lo único que le ofrecería a ella todo su extraordinario modo de seducir. Porque es así -con el gesto visible- como la sensualidad de los seres alcanzará su mayor objetivo. Cuando la palabra, la voz o el sonido comparten sus virtudes... pero subordinadas ahora a la mayor sensación que existe para poder seducir con la imagen visual tan insinuante y poderosa. Pero luego, cuando ese momento visual pase, dejará absolutamente de existir esa magia especial..., del todo entonces inquietante, subyugante y efímera.

En el Arte, los pintores han tratado siempre de transmitir esas condiciones especiales que el cerebro precisa para desnudar el deseo... No siempre es una causa concreta la que originalmente se requiere para que eso sea así, porque es ahora el sujeto que mira -el efecto, no la causa- el que transformará esa representación -causa pasiva- en un designio muy deseante y estéticamente vinculante. Pero a su vez es también la transgresión de la belleza sugerida la que nos demuestra, casi siempre, que la verdadera sensualidad no es más que la que se recrea en la trastienda del deseo -no en el deseo evidente o frontal-, sino en esa otra parte mucho más íntima, necesaria, oculta y misteriosa, de lo más humano que poseemos en la imagen: la mirada.

(Cuadro del pintor inglés Joshua Reynolds, Cupido desatando el cinturón a Venus, Hermitage, 1788; Fotografía de Louise Brooks, 1926; Óleo del pintor Louis Leopold Boylle, La partida de Billar, 1802; Cuadro de Gérôme, Mujer del Cairo, 1882; del mismo pintor, Piscina del Harén; Cuadros del pintor Balthus, Joven con gato y El Salón, 1937; Óleo de David, Venus desarmando a Marte; Grabados del ilustrador italiano Guido Crepax, Valentina; Fotografía de Louise Brooks, años veinte.)

6 de diciembre de 2010

El escenario en acción, la obra de un gran creador o las escenas más dinámicas del Arte.



La representación de movimiento en las imágenes artísticas fue una fuente de inspiración para recrear escenas muy dramáticas en el Arte, algo que la literatura mitológica había sabido justificar con sus leyendas desgarradoras. Un extraordinario representante de esas creaciones artísticas dinámicas lo fue el gran pintor flamenco Pedro Pablo Rubens (1577-1640). En el año 2002 se llegaría a vender en la casa de subastas Sotheby's de Londres una de sus obras, La matanza de los inocentes, un óleo compuesto por el pintor barroco hacia el año 1610 y que representa la famosa leyenda bíblica. Se habría llevado el lienzo, sin embargo, casi tres siglos oculto en una colección austríaca. Atribuido desde el siglo XVIII a uno de los alumnos del pintor flamenco, fue donada en el año 1923 a un monasterio del norte de Austria sin saberse aún su verdadera autoría. Pero un año antes de la subasta un experto confirmaría ya su creador. La obra conseguiría subastarse por una de las cantidades más exorbitadas (cerca de 77 millones de euros) que un óleo del Barroco haya obtenido jamás. Se caracterizó Rubens por ser un maestro en escenas de alto contenido erótico y brutal. La mitología le ayudaría a plasmar esas historias llenas de fuerza, pasión y dominio. Así, los raptos de Rubens han pasado a la historia del Arte como los mejores representados por un pintor. Aquí he querido glosar un lienzo que por su energía sobrecogedora e impactante, muestra de rostros alarmados, sorprendidos, aterrados o sufridos, tiene un atrayente dinamismo -cinematográfico casi- y dispone así de una extraordinaria, bella y magnífica composición: El Rapto de Hipodamía.

Este cuadro creado en el año 1637 por Rubens representa la escena principal del rapto de la hermosa Hipodamía durante la celebración de su boda con Pirítoo, un rey mitológico de los lápitas. Los centauros, emparentados lejanamente con los lápitas, fueron invitados también a la boda. Estos seres híbridos, que representaban con su dualidad hombre-bestia las cualidades más brutales de los seres humanos, decidieron entonces raptar a la bella Hipodamía violentamente. Gracias a la rápida intervención inesperada del héroe Teseo -amigo de Pirítoo-, que como un afortunado resorte veloz se abalanza decidido hacia la raptada, se conseguiría evitar la tragedia sobrevenida. Simbolizaba la lucha o el antagonismo entre los instintos más bajos y bestiales de los hombres, por un lado, y su noble y virtuosa naturaleza, civilizada y racional, por otro. Pero, sobre todo, lo que el célebre pintor flamenco conseguiría reflejar en su obra barroca son los segundos dramáticos del conflicto espontáneo. Porque es sólo ahora ese momento, ese solo, el que hace que la decisión impulsiva del héroe nos impresione extraordinariamente. El autor debe elegir entonces cuál momento es el mejor de todos los momentos representables, es decir, cuál es el único momento válido estéticamente en toda la secuencia del rapto para poder fijarlo ahora eterno en el lienzo virtuoso. El antes o el después de ese momento no será capaz, siquiera, de llegar a alcanzar un mínimo de grandiosidad estética. Sólo ese momento. Y es entonces el creador el que, con su sutil y brillante genialidad artística, lo detiene ahora, así, inmortal, lúcido y bello, para siempre.

(Obra del pintor Pedro Pablo Rubens, El Rapto de Hipodamía, 1637, Museo del Prado, Madrid; Óleo de Rubens La matanza de los inocentes, particular; Cuadro de Rubens, El rapto de Proserpina, Prado, 1637; Obras de Rubens: La caza del tigre, Museo de Rennes, Francia, y La caza del León, 1621, Munich; El rapto de la Sabinas, de Nicolás Poussin, y El Rapto de las Sabinas, de David, ambos en el Museo del Louvre, París.)

2 de diciembre de 2010

El genio primordial, un descubrimiento increíble, un abate defensor y una rectificación honesta.



Cuando el homo sapiens viajara por vez primera a Europa desde Oriente próximo hace unos 45.000 años, comenzaría a vivir por entonces en los abrigos de las cuevas rocosas que le permitirían protegerse del duro clima europeo. El Arte, curiosamente, surgiría en el semioscuro entorno de las cavernas y sus paredes cercanas y confortables, donde entonces se refugiarían aquellos primeros hombres de los depredadores ocasionales que pudieran ser una amenaza. ¿Qué llevaría a esa especie homínida a dibujar con tan sólo dos colores -el negro y el rojo- en esos lugares de refugio? ¿El aburrimiento? ¿El deseo de mostrar a los demás miembros del clan el mundo difícil y maravilloso del exterior? ¿O el irresistible impulso humano a sobrevivirse en algo hermoso e indeleble? Francia y España son dos de los países europeos que más huella del Arte Paleolítico parietal tienen en su prehistoria. Uno de los primeros hallazgos prehistóricos fue la cueva de Niaux en los Pirineos franceses. Desde el siglo XVII los viajeros acudirían a las cercanas termas de Ussat-les-Bains, famoso asentamiento por haber sido refugio sus cuevas de los antiguos cátaros, una secta herética del medievo que fueron arrasados por el año 1244. Tambien los nazis quisieron creer que por sus profundas grietas se ocultaría el Santo Grial... Pero fueron más conocidas por sus aguas sedantes, antiespasmódicas y cicatrizantes.

La cueva de Niaux fue un complejo prehistórico que se conocía desde mucho antes; las inscripciones y escritos que algunos curiosos dejaron en sus paredes permitieron entenderlo así. Sin embargo, no se documentaría científicamente su descubrimiento sino hasta el año 1906, cuando el abate Henri Breuil (1877-1961) y el arqueólogo Émile Cartailhac (1845-1921) realizaran un primer estudio de ella. El prehistoriador español Marcelino Sanz de Sautuola (1831-1888) recorrería con su pequeña hija alguna de las muchas cuevas que existían en los alrededores de sus propiedades santanderinas. Le gustaba acudir a ver de nuevo sus profundas cavernas, sobre todo desde que un campesino le hubiese advertido del descubrimiento sorprendente de una de ella siete años antes. Fue por entonces -en el año 1875- cuando tuvo la extraordinaria fortuna de ser, desde hacía 15.000 años, el primer hombre que viese las pinturas intactas y perfectas de las prehistóricas cuevas de Altamira. En el año 1880 Sanz de Sautuola publica su obra científica Breves apuntes sobre algunos objetos prehistóricos, donde incluiría reproducciones gráficas de lo que había visto. Era la primera vez que un hecho así se daba a conocer al mundo. El renombrado arqueólogo francés Cartailhac dudaría, sin embargo, de la veracidad de ese asombroso descubrimiento, insinuando incluso que las paredes cavernícolas santanderinas habían podido ser pintadas por el propio prehistoriador.

Catorce años después del fallecimiento de Sanz de Sautuola, el incansable abate y paleontólogo francés Henri Breuil conseguiría, en un famoso congreso de paleontología europeo, demostrar la verdad de lo que aquel prehistoriador español había defendido siempre. Émile Cartailhac no pudo ahora más que reconocer su error y, acompañando al propio abate Breuil, recorrer toda Altamira personalmente para comprobarlo. Escribirá Cartailhac luego hasta un artículo, La cueva de Altamira, el error de un escéptico, y contribuirá además tanto a la memoria de Sautuola como a dar a conocer su maravilloso descubrimiento arqueológico. Así pues Altamira pasaría a ser la única capilla Sixtina del Arte Paleolítico durante muchos años en el mundo. Porque tiempo después fueron descubiertas las famosas cuevas de Lascaux en la región francesa de Dordoña al sur de Francia. Y el abate Breuil recopilaría y estudiaría entonces todas sus excelentes y extraordinarias imágenes pintadas en esas antiguas paredes paleolíticas. De ese modo, se confirmaría -aún más- que los antiguos homínidos inteligentes del Paleolítico Superior habían sido unos verdaderos y hábiles precursores del Arte.

(Imagen fotográfica de la Cueva de Altamira, Santander, España; Retrato de Marcelino Sanz de Sautuola; Bisonte barbudo de Altamira; Fotografía del arqueólogo frances Émile Cartailhac; Fotografía del interior de la gruta de Lascaux, Dordoña, Francia; Imagen fotográfica del abate francés Henri Breuil; Ciervo de Lascaux; Imagen de Bisonte herido de la Cueva de Liaux, Mediodía-Pirineos, Francia.)

Vídeos de Altamira y Lascaux:



30 de noviembre de 2010

La salvación griega en su Arte trágico, el último pensador europeo y el sentido de existir.



Johann Jakob Bachofen (1815-1887) fue un antropólogo suizo que desarrolló una teoría sobre la evolución cultural de la humanidad desde sus días primitivos. Básicamente, presentó la maternidad como la piedra angular de la sociedad primigenia, y, por tanto, también de los inicios de la religión, de la moral y del decoro. Estableció cuatro fases históricas generales en la evolución del hombre, etapas que se fueron superando unas a otras: 1) La telúrica, salvaje y sexual, promiscua y colectiva, con Afrodita (diosa griega de la belleza) como diosa representativa; 2) La lunar, agrícola, mistérica y jurídica, con Deméter (divinidad de la vida y la muerte) como su diosa significativa; 3) La dionisíaca, un período transitorio, donde lo masculino moderado empezaba a prevalecer, con su dios Dionisos como valedor; 4) La apolínea, la solar, la aniquiladora de la prevalencia matriarcal y del pasado dionisíaco, con su dios Apolo como ejemplo virtuoso y viril. De esta última surgiría la clásica, moderna y actual sociedad. Los griegos, los europeos más conscientes de serlo por entonces, tuvieron que crear el arte para poder soportar la dolorosa angustia de la existencia. De ese modo la tragedia, como un arte poderoso, llevaría al pueblo heleno a superar el conflicto primigenio interior que aquel primer homo sapiens, consciente ya de vivir y morir, debió de haber sentido por primera vez. El filósofo alemán Nietzsche, influido en parte por Bachofen, publicaría en el año 1871 su ensayo El Nacimiento de la Tragedia, una obra donde trataba de exponer que, desde que el filósofo griego Sócrates (año 390 a.C.) se elevara como pensador radical frente a los dionisíacos trágicos con su decidida moral inflexible, la tragedia salvadora griega había sido suplantada equivocadamente por un racionalismo único, decidido y bienpensante.

El filósofo Nietzsche nos dice en su obra que todo es uno, que la vida es una eterna fuente que, constantemente, produce individuaciones que se acaban desgarrando y destruyendo por siempre. Por ello todo es dolor y sufrimiento, el mismo dolor y sufrimiento de quedar despedazado aquel uno primordial. Pero, a la vez la vida tiende a reintegrarse, a salir de su dolor y a concentrarse en su unidad primera. Esta reunificación se produce en la muerte con la aniquilación de las individuaciones. Morir entonces no es desaparecer sino volver al origen; un origen que incesantemente producirá una nueva vida. El mundo se justifica y se redime -continúa diciendo Nietzsche- por la Belleza. El Arte nos salvará. Por tanto, desde la caída del esplendor cultural griego, que  tuvo lugar a la decadencia de las tragedias de Eurípides (480-406 a.C.) y al advenimiento de la estricta moral de Sócrates, decayó en el mundo occidental el instinto de belleza en favor de un exclusivo saber racional y de una nueva búsqueda ética alternativa y angustiosa de la verdad. El error fue entonces, probablemente, la sustitución de aquel instinto de belleza por otra cosa y la anulación de ese esplendor griego, no el advenimiento racional, ya que ambas cosas podían haber sido justificadas.

Esos dos dioses griegos, Apolo y Dionisos, ejercían sus fuerzas contrapuestas en el mundo: lo apolíneo y lo dionisíaco. El dios Apolo representaba el orden, la forma armónica, pero, también ocultaba lo ilimitado y caótico de la existencia global, ya que supone la luz -el sol de Apolo- que impide ver más allá de las cosas en penumbra. Porque es Apolo el que sostiene las apariencias luminosas que ocultan a la humanidad la unidad de todo lo existente. Del mismo modo, Apolo es el dios de las artes plásticas que mitigan el dolor que proviene de la individuación desgarradora de los seres, y lo hace a través de la evasión intelectual que provocan las bellas formas en el mundo (escultura, pintura, arquitectura...). Dionisos, a cambio, es el dios de lo informe, de lo desbordante o de lo sin límites. Él es el abismo que subyace bajo el mundo de las formas. Dionisos destruye el sentido de esa individualidad y la libera así de su limitación, provocando a la vez el mayor sufrimiento pero también el mayor placer -la divina embriaguez-, ese que se produce al verse liberado el ser de las cadenas que le impiden contemplar la unidad que hay debajo de todo lo existente. Su arte paradigmático es la música, que provoca la mayor emoción y el mayor entusiasmo en el espíritu de los hombres.

Esas dos contraposiciones vitales o esos dos instintos artísticos de la naturaleza, lo apolíneo y lo dionisíaco, se funden en la tragedia griega. La muerte de los personajes en las representaciones trágicas es aparente, no existe en realidad, como no existe la desaparición total e irreversible de las cosas. Porque la tragedia lo que ofrece es un consuelo metafísico al ser humano al representar las cosas así, tan cercanas, justificadoras y comprensibles. El filósofo alemán Nietzsche nos dice que aquella etapa que dio comienzo a la rígida filosofía socrática, el ser humano entró en la ilusión existencial de pensar que no sólo era capaz de conocer sino también de cambiar y de corregir al propio ser humano. Frente al optimismo socrático, la tragedia es pesimista esencialmente porque es el resorte que equilibra la absurda existencia. Y continúa el filósofo alemán diciéndonos: ¡Cuánto tuvo que sufrir el pueblo griego para llegar a ser tan bello! Fue un pueblo con una sensibilidad especial que le dotaba de capacidad para el sufrimiento y el dolor. En los dioses griegos no debemos buscar misericordia, amor o compasión. Ellos nos muestran la exuberancia de la existencia, la jovialidad, la alegría y el dolor de vivir: la Belleza en una palabra. El mundo griego es anterior a las categorías del bien y del mal. Para Nietzsche el racionalismo excesivo al que la civilización occidental había llegado la habría llevado a querer circunscribirlo todo a esquemas mentales estáticos. Sin embargo, Nietzsche nos indica que el mundo es contradictorio, variable, mudable, que todo nace y sucumbe. Y que, finalmente, en la ascesis de la contemplación estética de la tragedia está la salvación de todos. Por tanto, sólo como un fenómeno estético -el Arte y todas sus manifestaciones- pueden estar realmente justificados la existencia y el mundo.

(Cuadro del pintor español José de Ribera, 1630, Triunfo de Baco, cabeza de Dionisos; Cuadro del pintor Waterhouse, Apolo persiguiendo a Dafne, 1895; Óleo del pintor Edvard Munch, Nietzsche; Cuadro del pintor Bartolomeo Manfredi, Apolo y Marsias; Cuadro del pintor griego Nikiforos Lytras, Antígona y Polinices, 1865; Óleo del pintor francés David, Muerte de Sócrates, 1787; Cuadro del pintor academicista William Adolphe Bouguereau, Los jóvenes de Baco, 1884.)