4 de febrero de 2011

El retrato más auténtico sólo esbozado, universal, algo anónimo y permanente.



Los creadores artísticos que después del Impresionismo decidieron sólo insinuar el rostro fueron aquellos que, a principios del siglo XX, liberaron el retrato de su realidad visual, de la total semejanza del retrato con el retratado. Fue esa la época artística de los trazos y de los colores sin dibujo, sin contornos y sin detalle. Esa misma época artística que tanto el Fauvismo como el Cubismo -como el Postimpresionismo- pretendieron esbozar más que reproducir fielmente la imagen artística del retratado. Pero, sin embargo, esa imagen solo esbozada es con todo la mejor representación de la ideación artística de un retratado. Es la muestra ahora de algo estético que, por su propia naturaleza -expresar a un ser mudable y cambiante-, debería con ello su paradigma individual -su esencia personal inmudable- permanecer así eterno para siempre. El retrato que identifica y fija temporalmente al retratado no es más que una parte de sí mismo, tan solo una sola parte de lo que es su compleja y multifacética vida completa. El retrato esbozado o el retrato que con pocas pinceladas, o sesgadamente, imprime ahora el rostro del modelo es, al contrario del fidedigno, el más universal de todos los retratos. Pero, sin embargo, debe reconocerse ahora algo en el retratado, no como en el estilo simbolista o en el abstracto que deformarán absolutamente toda imagen personal, sin poder siquiera percibir ya la mera sensación material de un retratado.

Fue otra cosa lo que consiguieron hacer los creadores postimpresionistas de principios del siglo XX, algo muy genial y especial con su Arte progresista y tan seductor estilo por entonces entre impresionista y otra cosa diferente... Consiguieron hacer intemporal y permanente la figura representada del modelo retratado. ¿Quiénes somos en verdad, el que representamos en la fresca juventud, en la ardua madurez o en la serena vejez? ¿Cómo somos en verdad? ¿Somos ese semblante sombrío de aquel día maltratado, o somos el iluminado brillo de aquel otro momento excelso que nos tocó vivir? De ese modo, en este Arte modernista la innovación sugestiva que los autores postimpresionistas lograron plasmar en sus retratos se hace verdaderamente fiel al concepto más universal del retratado. Ese perfil o ese contorno ahora sólo vagamente insinuado, apenas esgrimido entre trazos y colores diferentes, lograría con ello eternizar así la imagen para siempre y, por tanto, mantener inidentificada a un mero espacio temporal la presencia del ser ya completo y permanente. Sin los rasgos que lo aten a un tiempo y sin el perfil que lo fijen a una única emoción. Es así como perdurarán. Así es como se idealizarán los retratados, como se mantiene ahora, a cambio, su esencia más auténtica para siempre, tan sólo ahora bosquejados frente a lo efímero, a lo erosionado o a lo transformable.

(Cuadro de Picasso, La madrileña, cabeza de mujer joven, 1901; Cuadro del pintor francés Raoul Dufy, 1877-1953, Retrato del Artista, 1901; Óleo del pintor italiano Umberto Boccione, 1882-1916, Retrato de mujer joven, 1916; Óleo del pintor francés Maurice de Vlaminck, 1876-1958, Retrato de Derain, 1905; Cuadro de Seurat, El pintor Aman Jean como pierrot, 1883; Cuadro del pintor español Roberto Domingo, 1883-1956, Una pintora, Academia Julien, Paris, 1890?; Cuadro del pintor Toulouse-Lautrec, La pelirroja de blusa blanca, 1889; Óleo de Salvador Dalí, Tieta, retrato de mi tía, 1920; Cuadro del pintor español Nicanor Piñole, 1878-1978, Pepita y el ganso, 1912.)

3 de febrero de 2011

Los sentidos, lo que nos emociona más que lo que nos ayuda a comprender.



¿A través de dónde nos llegan las cosas que nos hacen sentir? Los sentidos son lo primero que percibimos desde el primer momento del nacimiento. Todos ellos son descubiertos entonces casi de repente. El olfato es el más primitivo, el inicial, el primero de la senda que la vida nos ofrece entonces bruscamente. El tacto le sigue de inmediato, inevitable y consolador. El oído atronará, desconsiderado y justificador, cuando resuene nuestro llanto junto al mundo extraño que nos recibe. El gusto continúa justo después, necesario y vital, cuando ahora la vida pulse por mantenerte unido a ella y te alimente. La vista es lo último que experimentamos. Lo hacemos sin entender nada, deslumbrados y absortos cuando todo se calma y, de nuevo, curiosos, comencemos así, sin saber nada de nada, a intentar comprender ahora todo lo que veamos. Y lo hacemos para entender qué es lo que ahora nos rodea tan diferente y lejano a nuestro anterior refugio uterino tan consolador. Ese lugar íntimo, seguro y cálido de antes donde, quizás, tan sólo el gusto haya sido el único de todos los sentidos que entonces usáramos. Los filósofos en la antigüedad trataron de comprender la naturaleza que nos rodeaba tan solo a través de los sentidos. Algunos se preguntaban entonces qué cosa era -lo que de verdad significaba- aquello que percibían al pronto cuando mirasen algo, o tocasen algo o escuchasen algo.

Los griegos antiguos establecieron el conocimiento como un enfrentamiento entre lo que nos ofrecían los sentidos y lo que obteníamos, a cambio, por la razón, entendida ésta como el pensamiento que se deduce de un modo abstracto y no observando directamente la naturaleza. Estos filósofos acabaron diciendo que sólo la razón podría llevarnos al conocimiento de la realidad, que los sentidos no bastaban para mostrarla. Dos posiciones se crearon entonces: la que afirmaba que es imposible conocer la realidad, ya que los sentidos no son suficientes para entenderla; y la que aseguraba que la razón tiene toda la capacidad de captar la esencia -otra cosa ininteligible- de lo que los sentidos nos aporten de esa realidad. El pintor Jan Brueghel el viejo (1568-1625) fue un artista muy aficionado a la representación exuberante de la naturaleza, al paraíso florido y bello que ésta nos sugiere siempre que la miramos sorprendidos. En el año 1617 junto al grandioso Rubens crea Brueghel la serie pictórica Los Cinco Sentidos. Este pintor flamenco se encargaría de los detalles, del decorado o de las representaciones iconográficas que él deseaba significar con cada sentido. El maestro Rubens, a cambio, se dedicaría mejor a representar las figuras humanas, algo que tan bien sabía hacer y conocía como pocos pintores. Así se realizaron estas cinco obras que trataban de resaltar lo que para los artistas de entonces suponían cada uno de los cinco sentidos humanos.

La relatividad de las cosas se aprecia ahora en algunos de estos cuadros barrocos. Para el de la vista, por ejemplo, el creador flamenco nos representa lienzos y obras escultóricas retratadas en él, cosas bellas que podían ser disfrutadas con el sentido visual. Sin embargo, desde un punto de vista actual, el lienzo que representa el oído -tal vez el más sublime lienzo de los cinco- muestra, además de cuadros, objetos bellos y una original perspectiva artística, un paisaje aún mucho más impresionante a nuestros ojos sobre el fondo de la obra maestra. Con colores destacados y un extraordinario contraste, esta obra de Arte merecerá de las cinco obras, quizá, el más justificado de los comentarios y elogios artísticos. También incluyo otra excelente obra de Brueghel, Alegoría de la vista y el olfato. Al parecer sólo estos dos sentidos -la vista y el olfato- son los únicos que no necesitan de otro agente para que se lleven a cabo, para que puedan realizar su función receptora. Tanto el tacto como el gusto, y el oído a veces también, requieren de una participación activa del emisor exterior -y del receptor casi- para mediar ahora sus efectos. Sin embargo, el olfato y la vista son más sencillos en su ejecución, tan sólo precisan de la calmada e involuntaria actitud complaciente y contemplativa del que -pasivo además- recibe la sensación ajena de una naturaleza -o de una recreación artística- tan feraz, hermosa, benefactora o elogiosa, como maravillosa o misteriosa nos supongan sus efectos.

(Óleos de Jan Brueghel el Viejo y Rubens, Los Cinco Sentidos, La Vista, El Gusto, El Olfato, El Tacto y El Oído, Museo del Prado, Madrid; Cuadro Alegoría de la Vista y el Olfato, Jan Brueghel el Viejo, 1620, Museo del Prado, Madrid.)

1 de febrero de 2011

La luz que salva en las tormentas, sus misterios y los lugares más aislados del mundo.



En la época en que el antiguo Egipto comenzara un auge marítimo con el resto del mundo griego -en el siglo III antes de Cristo- sus costas, tan planas y sin relieve que permitiera divisar bien el litoral, obligaron a los egipcios de la dinastía helénica a construir uno de los faros más grandiosos de toda la historia. Frente a la ciudad fundada por Alejandro de Macedonia, Alejandría, existía una pequeña isla a la que llamaban Faro. ¿Qué fue primero el nombre o la construcción? Cuenta una antigua leyenda que el rey de Esparta, Menelao, llegaría a esa isla por primera vez y preguntaría a un nativo cuál era el nombre del dueño del islote, a lo que el egipcio contestó Pera'a, que significa Faraón en lengua egipcia. Pero Menelao entendió Pharos, y es por lo que acabaría llamándose así en griego la pequeña isla frente a Alejandría. A pesar de haber sido construido en el año 250 a.C, el Faro de Alejandría no fue destruido sino por un terremoto en el siglo XIV de nuestra era, siendo imposible reconstruirlo nunca más, al utilizar sus demolidas piedras en el año 1480 un sultán de Egipto para levantar un fuerte militar. Así que el Faro más antiguo en funcionamiento dejaría de ser el de Alejandría para serlo La Torre de Hércules, el que construyeran los romanos en el siglo II en Galicia (España) para ayudar a navegar en esas difíciles y traicioneras aguas. Los fareros, esas personas solitarias encargadas de su funcionamiento, han sido los seres humanos más aislados que trabajo alguno les haya obligado nunca a hacer. Individuos que, a veces, han tenido que protagonizar historias y leyendas que, aún hoy, siguen siendo todo un misterio.

En el año 1899 se construyó un faro en la pequeña isla británica de Eilean Mor, en las islas Flannen, las Hébridas, Escocia, a casi treinta kilómetros de la costa más cercana. En este caso se consideró, dada la lejanía del lugar, que en la pequeña isla estuviesen cuatro fareros. Cuando uno de ellos enfermó una vez, tuvo que ser sustituido por otro que fue enviado pocos días después a la isla, el 26 de diciembre de 1900. Su sorpresa al llegar el sustituto fue creciendo, al comprobar ahora que ninguno de los tres fareros se encontraba en la isla. Todos habían desaparecido. El Consejo del Faro Norte, responsable de su administración, dictaminó entonces que los tres hombres habrían sido arrastrados por una enorme ola del mar. A pesar de la inconsistencia del dictamen, ¿cómo fue posible que los tres a la vez fuesen ahogados por el mar?, era la única explicación racional posible. En las islas Bimini, en las Bahamas, los fareros que atendían el faro de Great Isaac Cay, una pequeña isla en el extremo norte del archipiélago, desaparecieron para siempre en el año 1969. El 4 de agosto de ese mismo año los guardacostas encontraron la isla desierta. Es cierto que un huracán, el Anna, pasó muy cerca de allí, aunque algunos afirmaron que, antes de aquel 4 de agosto, se habría desviado ya para entonces toda su fuerza hacia el Atlántico. Pero, desde entonces, luego de aquel extraño suceso, el faro de esa pequeña isla caribeña no ha vuelto a ser habitado ni utilizado jamás.

En la costa suroccidental de Inglaterra se encuentra la localidad de Plymouth, y cerca de allí, muy cerca de unos acantilados abruptos, se sitúa el Faro de Eddystone. Enclavado en un lugar azotado por fuertes vientos y tormentas, se terminaría de construir en el año 1696. Sin embargo, una enorme tempestad destruyó el faro completamente en el año 1703, y se volvería a construir luego dada su importancia marítima en el año 1706. Un buque inglés, el Victory, se estrellaría en el año 1744 contra unas rocas cercanas al faro y no pudo impedir abatir por entonces la estructura del Faro de Eddystone. Pero, las desgracias de este faro no acabaron ahí. En el año 1755 se produjo un incendio que se desarrollaría fuertemente gracias a la cantidad de madera que parte de su construcción disponía. Al parecer, el farero de Eddystone, un sorprendente anciano de 94 años, al tratar de extinguir el fuego tuvo la desgracia de caerse y tragar así, fatídicamente, parte del plomo derretido que se desprendió del tejado ardiente. Falleció a los pocos días y de su inerte estómago, según cuentan en el Museo de Edimburgo, le sacaron luego un pequeño lingote de plomo, una pieza que se guarda desde entonces en ese museo escocés. Se volvió a reconstruir el faro en el año 1759, pero unas grietas producidas a causa del lugar tan poco sólido en el que se situaba obligaría a elegir un nuevo y más resistente emplazamiento. Se asentó un siglo después sobre unas rocas más apropiadas, en el año 1889, desde donde aún continúa alumbrando a todos los buques que, por allí, navegan ahora a salvos con su luz.

(Cuadro del pintor actual ecuatoriano Manuel Leniz León Cedeño, El Faro; Óleo del pintor puntillista francés Georges Pierre Seurat, Final del embarcadero, Honfleur, 1886; Ilustración de una recreación del antiguo Faro de Alejandría; Fotografía del Faro de la isla Great Isaac Cay, Bahamas; Fotografía de principios del siglo XX del Faro de Eddystone, Plymouth; Fotografía actual del mismo Faro de Eddystone, con un helipuerto añadido; Fotografía de La Torre de Hércules, antiguo Faro romano aún en funcionamiento, La Coruña, España; Fotografía actual de la isla de Eilean Mor, Islas Flannan, Escocia, con su faro.)

29 de enero de 2011

La ucronía -el absurdo temporal- en la vida, en la historia y en el Arte.



¿Qué hace que las cosas sucedan como lo hacen y no de otra manera? ¿Por qué la inspiración nos conduce a una idea y no a otra? Y, ¿qué hubiera sucedido de no haberse ideado así o tomado otra distinta? Las musas fueron la invención que los antiguos griegos idearon para justificar la inspiración. ¿De dónde provenía ésta?, se preguntaban. Pero antes de que se establecieran las nueve musas (tres de la poesía -la épica, la lírica y la didáctica, ésta última referida a la astrología-, una de la historia, otra de la música, otra de la tragedia, otra de los cantos, otra de la comedia y, finalmente, la de la danza), se llegaron a adorar en Beocia -región de Grecia donde se situaba Tebas- las primeras tres musas de la historia griega. Estas musas eran tres hermanas, Meletea, Mnemea y Aedea. La primera, Meletea, era el pensamiento, la meditación inicial que imaginaba vagamente la idea y esbozaba así la chispa de la creación. La segunda, Mnemea, es la que se encargaba de darle forma, era la memoria que recuerda y plasma lo que su hermana Meletea había pensado antes. Esta musa realmente sería la fundamental de la creación, la que concretaría y fijaría la ideación abstracta de lo que Meletea, simplemente -aunque no es poco-, había fugazmente ideado antes. Sólo con Mnemea se plasma realmente la creación, se toma así la decisión final de lo que sea. Aedea, la última hermana, es por fin la ejecutora de la creación con los medios artísticos que sean: pintar, cantar, tocar, escribir, grabar, etc...

El escritor estadounidense Jack Williamson (1908-2006) fue de los primeros autores en dedicarse a la ciencia-ficción. En los años treinta del pasado siglo publicaría relatos de ese género que se hicieron famosos gracias a la revista Amazing Stories. En uno de esos relatos, uno de sus personajes llamado Jumbar debe elegir entre escoger un guijarro o un imán para crear en cada caso un tipo de mundo u otro diferente. Eso provocaría que, tiempo más tarde, se acabara denominando Punto Jumbar al acontecimiento especial y singular por el cual a partir de ahí todo cambiara y fuese diferente. Surgió entonces el concepto de ucronía. Se trataba de describir un nuevo género literario que permitiría, a partir de un suceso en el pasado, cambiar los acontecimientos y desarrollar así todo lo nuevo que podía suceder como consecuencia de ese trascendental cambio. Muchos autores han creado novelas que han utilizado la ucronía como motivo fundamental de su narración. Por ejemplo, el escritor norteamericano Harry Turtledove (n.1949) publicaría en el año 2002 su novela Britania conquistada, un relato que contaba la historia de lo que hubiese sucedido si la Armada Invencible del rey español Felipe II hubiese tenido éxito. O también el escritor americano Gregory Benford, que narró en su novela Hitler victorioso la posibilidad de que los aliados hubiesen perdido la Segunda Guerra Mundial. En la historia académica algunos investigadores han utilizado un método parecido para la crítica histórica. Es lo llamado Historia contrafactual, que desarrolla supuestos alternos para sucesos pasados que pudieron haber sido de otra forma y las consecuencias que se hubieran podido originar.

De las muchas ocasiones que la Historia tiene para citar momentos trascendentales en su desarrollo, quiero destacar dos acontecimientos, dos batallas -hechos drásticos en el pasado de grandes cambios- que, sucedidas con más de dos mil años de diferencia, resultaron claves en el mundo que después de ellas se vivió y que influyen aún, incluso, en lo que somos ahora. Una de ellas fue la Batalla de Gaugalema, donde Alejandro Magno vencería al enorme y grandioso imperio Persa. Fue el 1 de octubre del año 331 antes de Cristo. Se trataba entonces de que existiera un mundo Occidental o un mundo Oriental que prevaleciese. Lo que hubiese sucedido de perder los griegos esa batalla sólo los historiadores, o ni ellos, pueden acaso imaginar. Fue el triunfo de la cultura helénica frente a la oriental, entonces mucho más poderosa y dirigida por la dinastía aqueménida del persa Darío III, una dinastía y un mundo que acabaron para siempre con la victoria de Alejandro de Macedonia. Otra batalla significativa fue la de Sedán, producida el 1 de septiembre de 1870 y que significaría el triunfo del inminente y poderoso imperio alemán frente al débil y decaído -reflejo deslavazado de lo que fue- segundo imperio francés de Napoleón III. Fue una derrota bestial la que ocasionaron los alemanes a Francia, destruyendo entonces todo su ejército y humillando al emperador francés. Como consecuencia, el kaiser Guillermo I de Prusia fue proclamado emperador de Alemania en el Palacio francés de Versalles en enero de 1871. El enorme poder e influencia que Alemania conseguiría llevaría a la Primera Guerra Mundial, y, luego, se provocaría la siguiente, devastadora y criminal Segunda Guerra mundial apenas veinte años después.

En el Arte los creadores eligen antes un tema para plasmarlo así después en el lienzo; ¿qué les lleva a pintar eso y no otra cosa diferente? La musa Mnemea es la responsable, según los antiguos griegos, de que esa idea se lleve a cabo. La realidad es que las obras de Arte, como las vidas de las personas, son lo que son porque así fueron decididas. Podrían haber sido decididas de otro modo, pero, ¿cómo sabremos nunca el diferente modo de algo que ya se creó así de antes? Sólo algunos creadores han hecho de su Arte una ficción de lo que otros antes hicieron. También en estos casos la musa debe ahora trabajar, ya que ¿por qué hacer eso ahora y no otra cosa? Lo cierto es que el tiempo ayudará siempre a justificar una inspiración, a no considerarla veleidosa, porque únicamente la veleidad existe cuando sólo algo muy trivial pueda cambiarse ahora de inmediato. Lo cierto es que si el tiempo ya pasó, lo nuevo que se cree ahora será otra obra o cosa diferente, será otro camino distinto, y nunca, nunca sabremos, realmente, qué otra cosa entonces pudimos crear o vivir.

(Cuadro de Jan Brueghel el viejo, Batalla de Arbela, 1602, -batalla ganada por Alejandro el Magno- Museo del Louvre; Bajorrelieve de la Escuela de Atenas, Las tres Musas, siglo IV a.C.; Pintura Batalla de Reichshoffen, 1887- Batalla de Sedán, 1870-, del pintor francés Aimé Morot; Cuadro de Anton von Werner, 1843-1915, La proclamación del imperio Alemán, 1885, Museo Bismarck, Alemania; Óleo de Rembrandt, Hombre con yelmo dorado, 1650; Cuadro de Picasso, Hombre con yelmo dorado, interpretación de un cuadro de Rembrandt, 1969; Cuadro La Gioconda, de Leonardo da Vinci, 1502, Louvre; Óleo anónimo de un copista de La Gioconda, La Mona Lisa, siglo XVI, Museo del Prado; Cuadro de Velázquez, Las Meninas, 1657, Prado; Óleo de Picasso, Las Meninas según Velázquez, 1957.)

26 de enero de 2011

El estigma de la incomprensión, sus formas y consecuencias en la soledad y la violencia.



Según nos cuenta la Biblia Job fue un hombre justo, virtuoso y respetuoso de su divinidad. Tuvo además una gran familia, era padre de siete hijos y de tres hijas. Llegaría a ser un rico ganadero y poseería miles de reses. También mantendría una gran servidumbre, personas a su servicio a las que él, sin embargo, trataría bien y amablemente. Fue un ser íntegro, bienintencionado, amigable y confiado. Pero, un día, todo eso acabaría para siempre. Sólo terminarían quedando vivos él y su esposa, del resto nada quedaría. El ganado enfermaría y moriría, los siervos fallecerían, y, luego, hasta un fuerte viento arrasarían su casa y sus hijos desapareciendo todo ello para siempre. Aun así Job continuaría confiando en su dios y en su suerte. No se plantearía nunca con todos esos graves sucesos personales cuestionarse nada de su desamparada vida terrenal, ¿por qué, si él además no se lo merecería? Pasó el tiempo y una cruel enfermedad acabaría llagando incluso su piel. Job entonces, agotado, se sentará un momento a descansar, impotente y desolado, para acabar utilizando una pequeña teja con la que poder aliviar las terribles molestias de su cuerpo. En ese mismo momento su esposa lo ve así, de ese modo tan lastimero y, harta ella de tanta desgracia, le recriminará tajante a Job: ¿Todavía perseveras en tu rectitud?, maldice a tu dios y muere...

A principios de los años veinte del pasado siglo surgiría en Alemania un nuevo movimiento artístico en el Arte: La Nueva Objetividad. Esta tendencia artística se caracterizaba por un rechazo al Expresionismo triunfante por entonces -principios del siglo XX-, un estilo pictórico que deformaba la realidad con trazos irregulares y fuertes colores atropellados. Lo curioso es que ambos movimientos artísticos eran, básicamente, iguales en lo estético: tan sólo variaban en el motivo de la expresión. Cuando los expresionistas utilizaban la filosofía como fuente de inspiración, el nuevo y semejante movimiento justificaba su tendencia con criterios más políticos o sociales. Los miembros de esta nueva tendencia artística descubrieron entonces a un desconocido pintor y comenzaron a identificarse con su personal y peculiar estilo artístico barroco. Georges de La Tour (1593-1652) fue un sugerente pintor francés del Barroco más inspirador, uno de los más importantes tenebristas de la historia del Arte. Donde ahora la luz de sus creaciones es casi siempre la protagonista de sus obras, pero no será una luz cegadora que clarifique o evidencie lo que muestre, no, sino tan solo una luz que sólo atisbe, sostenga o mediatice lo que apenas alumbre luego manifiesta o expresamente.

El dios mitológico latino Marte no fue tanto un dios de la guerra cuanto más un dios violento, decidido, brusco o atormentador. También protegería el desarrollo vegetal y con ello la prosperidad terrenal que ofrecerá el vigor exuberante de la naturaleza. Otro de los dioses míticos lo fue el dios Cupido, pero ahora éste es justo lo contrario de aquél: es el niño travieso e imaginativo que no hará más que disparar al azar y distraído sus arrebatadoras e hirientes flechas demoledoras. Una vez Marte lo castigaría desabrido y violento sin comprender siquiera que aquél tan sólo obedecía a su propia e inevitable naturaleza interior. La filósofa francesa Simone Weil (1909-1943) dejaría escrito una vez de la infancia ingenua e inconsciente: La parte del alma que pregunta, ¿por qué se me hace mal?, es esa parte de todo ser humano que ha permanecido intacta desde su infancia. Lucrecia fue una hermosa, honesta y noble mujer de la antigüedad romana. Tal fue su belleza que el propio hijo del rey romano Tarquino -entonces Roma era una monarquía antes de ser República- quiso poseerla como fuese. Forzaría a Lucrecia una noche violentamente. Luego ella, después de aquella vil y desconsiderada afrenta, trataría por todos los medios que su deshonra quedara vengada para siempre. Pero al ver que nadie se atrevía con el regio violador, al sentirse ella ahora así del todo incomprendida no pudo más Lucrecia entonces que tomar la terrible decisión de suicidarse. Las consecuencias de esa cruel afrenta -según la historia latina- llegaron algo más tarde a ocasionar la caída de la monarquía romana, y, tiempo después, el advenimiento de la decisiva e imperial República de Roma.

No hay etapas en la vida del ser humano que no sean susceptibles de desasosiego y maldición. La infancia y la vejez se sitúan en el inicio y final de lo que somos, de nuestra propia existencia. Ahí, en estas etapas extremas de la vida, la inocencia y el desamparo serán los rasgos más característicos de ambos momentos. Pero entre esos dos momentos temporales vitales se sitúa ahora la dura, desesperada, fría, solitaria y perversa madurez. En ésta entonces la conciencia de la incomprensión será devastadora. No podemos ahora más que seguir adelante soportando todo sin rubor, sin pudor, sin denuncia o sin detenernos. Porque en la infancia no tendremos aún conciencia de nada y en la vejez, muy pronto, todo acabará... Pero en la etapa donde las cosas han desarrollado y aún no han culminado del todo, el ser humano deambulará perdido en una inercia desenfocada y agotadora. Y es justo ahora la incomprensión de los demás, de los otros seres humanos la que descollará envilecida, reventando y cansando la existencia hasta hacer padecer al ser adulto maduro las peores de las sensaciones personales: aquella que no se percibe en los demás apenas porque ni se supone, ni se ve, ni se admite. La madurez entonces la sufrirá -como en las obras de George de La Tour- de una forma solo atisbada, anónima, solitaria, oscura y silenciosa al no poder ocultarse ahora ni tras la figura atenuante del comienzo inocente, ni tampoco detrás de la del final más devocional, desarmado, latente o sin explicaciones.

(Cuadro del pintor francés Georges de La Tour, Job increpado por su esposa, 1632; Óleo del pintor Bartolomeo Manfredi, Marte castigando a Cupido, 1620; Cuadro La Limosna, 1905, del pintor español Gonzalo Bilbao; Cuadro Lucrecia y Tarquino, 1630, del pintor Simon Vouet; Cuadro del pintor norteamericano Edward Hopper, Nighthawks (Noctámbulos), 1942.)

25 de enero de 2011

El tiempo entrecruzado, la onírica belleza, la infinitud del pasado y nuestro engaño.



El cine ha utilizado casi siempre la literatura para encontrar la inspiración que las imágenes han necesitado -y necesitan- para llegar a emocionar con sus creaciones dinámicas. El productor norteamericano David O. Selznick (1902-1965) en uno de los muchos castings que hizo a lo largo de su vida se encontraría con una joven extraordinariamente bella  pero, sin embargo, con un gesto extrañamente vulnerable... Antes de finalizar la corta actuación ante el productor la joven aspirante se derrumbaría, desconsolada. Acabaría en un mar de lágrimas decidida a dejarlo todo ahí. El productor, sin embargo, vería en ella algo que le hizo pensar que esa mujer podría llegar a ser una gran estrella. Así fue como la actriz Jennifer Jones (1919-2009) consiguiera, después de mal vivir como modelo mediocre en Nueva York, alcanzar los primeros peldaños de su gloria. En el año 1948 lograría protagonizar la película producida por Selznick El Retrato de Jennie, un filme basado en una novela del escritor norteamericano Robert Nathan (1894-1985).

En esta película la protagonista -Jennie- acabaría siendo convertida en la modelo artística perfecta para el retrato que un pintor frustrado necesitaba componer -cree él- para alcanzar la inspiración y la belleza máximas. Cosas que, nunca antes, habría podido conseguir llevar a cabo con su arte. Con la salvedad ahora de que ella, sin embargo, no existe realmente, que sólo es la ensoñación de una representación fantasmal del pintor por el propio deseo de pintarla. Tan real es para el pintor esa representación de ella como lo son de hecho las ideas, imágenes o sonidos que los propios creadores puedan llegar a sentir de sus creaciones... La joven modelo del cuadro permanece ahora siempre joven mientras el pintor, a cambio, envejecerá con el paso de los años. Jennie parece entonces venir de un tiempo indefinido. "Nada muere, todo cambia; hoy es el pasado de otro tiempo", dirá en una ocasión su misterioso personaje. Las tres etapas en que dividimos el tiempo, pasado, presente y futuro, no son más que conceptos creados por nosotros para posicionarnos, de alguna manera, con aquello que no comprendemos bien. Sólo ha existido y existe realmente el pasado, es lo único que nos pertenece y que nos referencia además, que nos sitúa así en nuestra propia historia personal. El futuro no existe. Y el presente es imposible de ser medido, de ser atrapado siquiera en un segundo. ¿Cuánto durará un presente? Sin embargo, el novelista Robert Nathan afirmaba en su relato: No hay una distancia en esta Tierra tan lejana como ayer... Y esa es la gran contradicción de nuestro mundo: que el tiempo se parece entonces a una gran rueda que, a medida que avanza, nos aleja más y más de todo; aunque, a la vez parece que estemos parados y distantes como mirando una misma luz...

Cuando el héroe mitológico Ulises llegase en su odisea a la isla de Ogigia -cerca del estrecho de Gibraltar- naufragaría entonces frente a sus terribles costas. Fue acogido allí por la ninfa Calipso, reina de esa fabulosa y tranquila isla desconocida. Ella siente ahora de pronto un amor ineludible hacia Ulises, uno tan grande que acabaría absorbiendo al héroe en una nebulosa temporal que le hace sentirse transportado a otra dimensión. Pero él debe, sin embargo, continuar navegando hacia su destino, hacia su Ítaca querida. Sin embargo, a cambio, percibe ahora como si el tiempo se le hubiese detenido. Está ahora él rodeado de un maravilloso, grandioso y deseado paraíso..., de este modo es como Calipso intentaba hacerle olvidar su impenitente destino. Llegaría ella, incluso, a ofrecerle la inmortalidad... Pero Ulises se niega, y no sabe él muy bien por qué ya que lo ha olvidado todo. No es feliz del todo, pero tampoco sabe muy bien por qué no lo es. Siente una necesidad pero es incapaz de comprenderla. Atenea, la diosa protectora del héroe, le pide a Zeus que ayude a Ulises a regresar a su destino. El dios más poderoso del Olimpo obligará a Calipso a que deje libre a Ulises. Ésta acepta, obligada, con todo el dolor que le supone dejar partir al ser amado. El héroe se había llevado, sin él saber ni percibirlo siquiera, casi diez años detenido en esa maravillosa pero perdida isla de Ogigia.

Nuestra vida se pierde a veces por un tiempo que parece no existir, que parece no haber existido nunca antes en verdad. Creeremos vivir incluso de otro modo al que vivimos, pero no, no lo vivimos de ese otro modo en verdad. De la misma manera, incluso pensaremos a veces que disponemos nuestro tiempo para siempre, como un espacio personal eterno de algo que nunca acabará, como algo que nos pertenece para siempre, que es nuestro y que podremos atraparlo siempre a través de un especial soporte vital extraordinario, de un asidero personal procurado por nosotros o nuestro destino para que, con él, sea posible mantener así toda aquella belleza eterna perdida para siempre. Y todo esto incluso de una forma ahora en que ésta -la belleza de ese tiempo intemporal- nos complazca además eterna, deseosa, poderosa y libre a la vez que unida a nosotros para siempre...

(Cuadro del pintor Arnold Boecklin, 1827-1901, Calipso y Ulises, 1883; Fotograma de la actriz Jennifer Jones en la famosa película Duelo al Sol, 1952; Fotograma de la película El Retrato de Jennie, 1948; Cartel británico de la película El Retrato de Jennie, 1948; Cuadro del pintor actual español Angel Mateos Charris, Futuro no, presente no, pasado, 1999; Autorretrato del pintor en su estudio, del pintor surrealista Arnold Boecklin, 1893; Cuadro del pintor Boecklin, Autorretrato con la Muerte y el Violín, 1872; Óleo del pintor actual español Guillermo Pérez Villalta, 1948, El rumor del Tiempo, 1984, Particular;  Óleo La isla de los Muertos, 1883, de Arnold Boecklin.)

Vídeo El Pen Story:

21 de enero de 2011

La frágil conciencia entre la ladina tentación y el lábil, meritorio y hasta milagroso sentido.



Según nos cuenta un antiguo relato el griego Herodoto (484 a.C - 425 a.C.) -el primer compilador de historias del mundo-, existió una vez un rey del antiguo reino de Lidia -en la actual Turquia occidental- llamado Candaules que vivió en el siglo VII a.C. Este rey sentiría tanto orgullo y satisfacción por la belleza de su esposa que no pudo evitar la tentación de mostrarla desnuda a Giges, uno de sus más cercanos y fieles colaboradores. Porque tal cantidad de maravillas le acabaría contando de ella, que pensó que éste -Giges- no se lo creería a menos que la pudiera ver. Entonces le propuso una noche que fuese al dormitorio real y se escondiese antes que ella entrase. De ese modo lograría él mirarla desnuda antes de acostarse, así podría alabar realmente lo que antes le había contado el rey de la belleza de su esposa. Pero Giges lo dudó, tuvo entonces miedo él de las posibles consecuencias de lo que pudiera pasarle. Sin embargo, el rey, decidido ahora, le insistió a Giges para que lo comprobase.

Así que una noche Candaules llevará a su habitación a Giges; luego, la reina llegaría y se desnudaría completamente. Entonces Giges contemplaría así, escondido, todo lo que en verdad el rey le había contado antes. Al final, cuando Giges comprende ahora que debe abandonar ya el dormitorio, justo en ese momento la reina, inesperadamente, acabaría viéndolo mientras huía. Ella entonces, prudentemente, callaría. Pero, al día siguiente, llamaría a Giges para, después de contarle lo que ella sabía, decirle entonces que sólo tendría dos opciones: o matar al rey por haberla ofendido, y sustituirlo él ahora; o matarse para evitar caer en otras posibles tentaciones que pudiera ofrecerle Candaules. Después de escucharla Giges no supo qué hacer, y volvió a dudar entonces. Pensó rechazar la oferta, pero ella insistió. Así que decidió matar al rey. Fue ahora la reina quien ocultaría a Giges en el mismo lugar en el que él había estado antes. Así mató Giges al rey, mientras éste dormía junto a su reina.

Existe otra leyenda, contada por el gran filósofo Platón en su obra La República, llamada El anillo de Giges. Cuenta este otro relato mítico que Giges sería un pastor antes de entrar en la corte del rey de Lidia. Una tarde, mientras guardaba su rebaño, se precipitaría una gran tormenta y un poderoso rayo abriría entonces una profunda sima en la tierra, un gran surco en la superficie de la tierra muy cerca de donde estaba. Curioso entonces, Giges no pudo evitar ahora la tentación de bajar por el enorme agujero abierto en la tierra. Este socavón le condujo a una cueva profunda que luego le llevaría a un recinto lleno de cosas maravillosas. Encontró allí un grandioso caballo de bronce esculpido y, además, tumbado en el suelo, el cuerpo moribundo de un gigante como nunca antes él hubiese visto. Entonces se fijaría Giges en una hermosa sortija que relucía brillante entre los dedos mortecinos del gigante. No pudo resistirse y la tomó.

Al cabo de unos días, en una de sus reuniones habituales con los demás pastores del reino, Giges llevaría la sortija mágica consigo. Sentado y distraído ahora, jugaba con ella en su dedo anular cuando, de pronto, la giraría hacia el interior de su mano. Entonces comenzaría a escuchar como los demás hablaban de él, pero lo hacían como si no estuviese él allí: se había ocultado Giges a los otros, se había hecho del todo invisible. Luego, al girar de nuevo el anillo hacia afuera, volvería Giges a hacerse visible de nuevo. Asombrado y ansioso, decide ahora usarlo contra su propio rey en una de las visitas a Palacio. De ese modo, invisible y seguro, Giges pudo seducir ahora a la reina y, después, matar al rey, apoderándose al final del reino. La moraleja de la leyenda mítica es: ¿puede evitar el ser más justo la tentación de hacer lo que desee, en perjuicio de los demás, al saberse ahora seguro de que nunca será visto ni descubierto?

Decía el poeta y escritor Oscar Wilde que la única forma de resistir a la tentación es sucumbiendo a ella. En la historiografía artística se ha representado la tentación con grandes santos virtuosos. Esa debía ser la forma, al parecer, en que se humanizaban ahora a estos sagrados seres, consiguiendo transmitir así la lección moral propuesta. Pero la tentación, sin embargo, sólo existe si realmente se produce (no si se siente la tentación sin caer en ella); porque si no se cae, no es tentación, es otra cosa... La lección moral está clara, pero, únicamente hay tentación verdaderamente si se cae en ella, si no, no. Por ejemplo, La Tentación de San Antonio es un contrasentido. Porque, para que sea tentación deberá existir ésta y caer en ella, deberá realizarse... Puede ser la tentación más o menos fuerte, más o menos consecuente, o más grande o más pequeña, pero seguro debe ser tentación, seguro deberá existir el hecho en sí mismo. Es decir, que sólo no se cae en ella si antes no se ha llevado a cabo ninguna tentación... En otras palabras, los verdaderos ascetas evitarán llegar ni al mínimo vestíbulo de la tentación.

Los pintores de la escuela Prerrafaelita decidieron mostrar al mundo no sólo una nueva tendencia pictórica que ellos creían entonces idílica y perfecta, sino que propugnaron además una filosofía que proclamara un mundo diferente, una ruptura con la sociedad industrial y moderna que, por aquellos años -siglo XIX-, enajenaba y anulaba la libertad y la virtud más armoniosa de los hombres. Ellos entendían así que habría que encontrar las verdaderas raíces de la sociedad, ese espacio idílico donde la Naturaleza y el hombre pudieran de nuevo reconciliarse. En este sentido uno de sus miembros, el pintor británico William Holman Hunt (1827-1910), conseguiría a la vez la admiración y el rechazo de la rígida sociedad victoriana de su tiempo cuando presentara en  el año 1853 su obra de Arte El despertar de la conciencia.

En esta impresionante obra prerrafaelita una pareja adúltera, burguesa y acomodada, se encuentra ahora en una estancia íntima y personal: la habitación de un pequeño apartamento londinense en un ambiente victoriano y moderno. Ellos están ahora distendidos, confiados y alegres. La mujer -la amante- se muestra segura pero a la vez inquieta, algo le oprime a ella sin saber exactamente qué cosa es. Está satisfecha con su vida pero, también, está del todo ignorante del mundo exterior que, ahora, ve por la ventana de su apartamento. Pero, un giro de ella de pronto hacia esa ventana -reflejada en el espejo posterior- le inspirará sentir ahora, sin embargo, un despertar de su conciencia dirigida hacia la belleza de la vida..., esa belleza expresada aquí en los árboles o en una Naturaleza libre, verdadera y auténtica. Es ahora aquí el simbolismo de un descubrimiento desasosegado, ese descubrimiento inquieto que nos atenaza y nos complace al mismo tiempo. La conciencia de ella, ahora lúcida y descubierta por fin, la invitará -tan sólo por unos segundos- a elegir en ese momento entre la mortífera tentación de seguir ella tal como hasta ahora -protegida pero presa de sí misma- o de tomar, a cambio, la libre -pero inconsistente por desconocida- huida hacia lo más sensato, hacia lo prodigioso, hacia lo virtuoso, o hacia lo más milagroso o imposible...

(Cuadro del pintor inglés William Etty (1787-1849), Candaules muestra su mujer a Giges, 1820; Óleo Lady Shalott, del pintor victoriano William Maw Egley (1826-1916), donde cuenta la leyenda de la virtuosa Dama de Shalott que, encerrada en una torre para tejer toda su vida, tuvo una ensoñación donde le anunciaba que si miraba en dirección a Camelot le esperaría una terrible maldición, no pudo resistirse el día que, a través del espejo vio a Lancelot, y su deseo la perdió; Cuadro del pintor prerrafaelita inglés William Holman Hunt, El Despertar de la Conciencia, 1853, Tate Gallery, Londres; Cuadro de Velázquez, La Tentación de Santo Tomás, 1632; Óleo del pintor italiano Domenico Morelli (1823-1901), La Tentación de San Antonio, 1878, Galería de Arte Moderno, Roma.)

19 de enero de 2011

Nada iguala la creación artística, hasta los dioses con su inmortalidad la desearon.



Según nos cuenta la mitología helénica existió una vez un Titán, un semidiós creativo, pero ingenuo, llamado Prometeo, que alcanzaría a ser tan poderoso y fuerte que hasta el mismo Zeus le llegaría a temer por su audacia. Manejaba Prometeo la tierra con el agua y creaba e inventaba así cosas maravillosas. Una vez llegaría incluso a crear una criatura humana. Éste acabaría siendo el primer hombre. Pero, pronto se daría Prometeo cuenta de la extrema fragilidad del nuevo ser: no podría sobrevivir por sí solo en un mundo tan hostil, frío y desalmado. Decidido, Prometeo robaría a los dioses un prodigio maravilloso, un dominio sobre la naturaleza para que los hombres pudieran ahora defenderse. Ese prodigio fascinante sería conocido luego como el fuego. De ese modo, los hombres terminarían por multiplicarse. Pero los dioses, abrumados por tal eventualidad, se ofendieron con Prometeo por su osadía así como por su diabólica invención humana. Para contrarrestar la amenaza de esa creación los dioses enviaron a la Tierra a otra criatura humana, esta vez una hecha por ellos mismos.

Así Zeus crearía entonces a Pandora, una mujer de gran belleza, audacia, gracia y fortaleza. Conseguiría ella incluso engañar a Prometeo, al terminar ahora uniéndose a otro titán-hombre, Epimeteo, hermano de aquél. Un día Epimeteo dejaría por error al alcance de Pandora una caja misteriosa. La caja resultó ser un arma poderosa, un artificio peligroso y secreto de los dioses que sólo los titanes podrían utilizar. Sin embargo ella, ahora, curiosa, la tomaría, levantaría su tapa y, de pronto, escaparían de la caja todos los males para el mundo que guardaba en su interior. Esos males se extenderían por toda la Tierra llevando ahora la perdición y la angustia a los hombres. Pero, algo extraño sucedería también en la caja misteriosa. En su fondo, agazapada y latente, quedaría guardada ahora la esperanza... Esta fue la única cosa que los hombres-criaturas pudieron aprovechar de sus creadores. A cambio, disfrutaron a partir de entonces de otra cosa, además: de la posibilidad de crear Belleza...

Porque para eso, para crear Belleza, el paso del tiempo es -inconscientemente- algo imprescindible. La inmortalidad, en consecuencia, sólo se alcanzaría entonces con la creación de Belleza. Se precisa, por tanto, tener alguna vez que desaparecer para que así surja el estímulo creativo. ¿Cómo, entonces, si no, se pretenderían crear obras inmortales? Por eso mismo solo ellos, los artistas, los creadores de Belleza, pueden sortear los males escapados de la caja y menospreciar lo demás. Sus vidas, generalmente, son eriales de amor, de belleza y esperanza. Sólo se consagrarán los artistas-creadores a su arraigo interior ineludible. Los demás, los mortales sin motivo, los que solo admiraremos y necesitaremos de sus creaciones artísticas, nos aferraremos al amor, a la belleza y, sobre todo, a la esperanza. Con esas cosas lucharemos contra el paso del tiempo; con ellas buscaremos crear, al menos, algo digno que nos satisfaga de la desesperación. El amor y la belleza nos llevarán, inútilmente a la postre, a tratar de justificarnos con la vida y su alegre desatino. La esperanza es, quizá, la única creación mental que, como un sustitutivo poderoso, necesitaremos aún más para compensar nuestra inexistente y deseada creatividad.

(Cuadro El Tiempo superado por el Amor, la Esperanza y la Belleza, del pintor Simón Vouet, 1627, Museo del Prado, Madrid, en este óleo se observa como la Belleza tomará por los pelos al Tiempo -el dios Saturno- y tratará de amenazarlo con la lanza; la Esperanza, con el ancla de la salvación, confiará en poder someterlo; y por fin el Amor, en este caso Cupido, que mordisqueará las alas del Tiempo..., este dios, el Tiempo, ahora con su hoz mortal y su reloj inapelable, apartará así las molestias, si acaso, que aquellos otros le sigan provocando; Óleo del mismo pintor Simón Vouet, con la misma representación iconográfica, pero realizado 19 años después del otro lienzo, Saturno conquistado por el Amor, la Belleza y la Esperanza, Museo de Bourges, Francia; Boceto del pintor prerrafaelita Dante Rossetti, Pandora, 1869; Cuadro del pintor Pompeo Batoni, El Tiempo y la Vejez destruyendo la Belleza, 1746; Óleo del pintor Jan Cossiers, Prometeo trayendo el Fuego, 1638, Museo del Prado; Cuadro abstracto del pintor español José Bellosillo, 1954, La Esperanza, de 1982.)