¿Por qué surgió el Arte renacentista en Florencia? ¿Qué cantidad de cosas tuvieron que darse en esa ciudad para que naciera el Arte más brillante? Para todo fenómeno histórico y cultural existe una explicación, también para este. Coincidieron más de un elemento racional y espiritual para que una armonía de seres, riqueza, intereses, emociones, creatividades y algo impreciso hicieran que el Arte naciera ahí. Un lugar céntrico en Europa entonces porque el mundo medieval pasaría por Florencia de la mano de un fluido comercio entre Asia y Europa. Un lugar vibrante por la participación de una sociedad menos feudal, más burguesa o comerciante, hizo que las ideas que fluyeran fueran recogidas libremente por lo único que puede ser representado sin demasiadas explicaciones: el Arte. Cuando los ingleses ilustrados del siglo XVIII descubrieron el viaje cultural como medio para conocer la historia clásica, visitaron Italia y su núcleo artístico principal, Florencia. Allí, años después de esos viajes -llamados el Grand Tour-, un pintor prerrafaelita quiso retratar la maravillosa ciudad renacentista en un lienzo de tamaño descomunal.
La tendencia prerrafaelita no se caracterizaba por ser muy naturalista, es decir por reflejar la naturaleza tal como es, sino por utilizar la fantasía, la imagen sesgada y medieval o el efluvio de ensoñación de ideales decadentes frente a lo material o moderno de la civilización. Aun así uno de los pintores adscritos a esa tendencia, John Brett (1831-1902), compuso en el año 1863 su obra Vista de la ciudad de Florencia con los montes Apeninos al fondo. Es una enorme obra donde los detalles y la minuciosidad determinan más que la poética o alegórica forma de plasmar imágenes en un lienzo. La obra está dividida horizontalmente entre un nuboso cielo azul y una tierra llena de edificios. Nos presenta la visión objetiva y real de la villa toscana a mediados del siglo XIX, cuando por entonces la bóveda de su hermosa catedral, diseñada por Brunelleschi, destacase orgullosa del resto de los edificios. La obra fue, sobre todo, una muestra de la ciudad más artística de la historia. Por eso fue pintada. No hay otra razón. La belleza de la obra no está en sus colores o en sus formas, estos reflejan verosímilmente una naturaleza conocida, creada o dominada por el hombre. Tampoco por una composición brillante; si acaso demasiado simple al enfrentar un paisaje apenas confundido entre montañas y lo construido por el hombre. Todo compuesto de una manera distante y panorámica, con lo que no podemos más que leer ahora -para los desconocedores de la ciudad- la leyenda de su título para poder identificar la obra y lo que representa.
La tendencia prerrafaelita no se caracterizaba por ser muy naturalista, es decir por reflejar la naturaleza tal como es, sino por utilizar la fantasía, la imagen sesgada y medieval o el efluvio de ensoñación de ideales decadentes frente a lo material o moderno de la civilización. Aun así uno de los pintores adscritos a esa tendencia, John Brett (1831-1902), compuso en el año 1863 su obra Vista de la ciudad de Florencia con los montes Apeninos al fondo. Es una enorme obra donde los detalles y la minuciosidad determinan más que la poética o alegórica forma de plasmar imágenes en un lienzo. La obra está dividida horizontalmente entre un nuboso cielo azul y una tierra llena de edificios. Nos presenta la visión objetiva y real de la villa toscana a mediados del siglo XIX, cuando por entonces la bóveda de su hermosa catedral, diseñada por Brunelleschi, destacase orgullosa del resto de los edificios. La obra fue, sobre todo, una muestra de la ciudad más artística de la historia. Por eso fue pintada. No hay otra razón. La belleza de la obra no está en sus colores o en sus formas, estos reflejan verosímilmente una naturaleza conocida, creada o dominada por el hombre. Tampoco por una composición brillante; si acaso demasiado simple al enfrentar un paisaje apenas confundido entre montañas y lo construido por el hombre. Todo compuesto de una manera distante y panorámica, con lo que no podemos más que leer ahora -para los desconocedores de la ciudad- la leyenda de su título para poder identificar la obra y lo que representa.
Pero otro pintor prerrafaelita, Edward Poynter (1836-1919), sí que fue especialmente original y creativo con su obra. Un lienzo con dos rasgos que diferencian al pintor del resto de sus correligionarios en tendencia: lo clásico y lo académico. En el año 1880 creó su obra Una visita a Esculapio. El tema versa sobre la mitología griega, pero el pintor diseña libremente la forma de cómo pintar la escena mitológica y la escena misma. Porque la escena representada no es clásica en el sentido de que fuese fiel a una leyenda conocida o escrita por los griegos. No está basada en ninguna leyenda sino que fue recogida por el pintor de un verso renacentista del poeta Thomas Watson (1555-1592), el cual describe el momento que la diosa Venus, herida en un pie, visita al dios de la medicina, Esculapio, para que la cure. La obra está compuesta en una estancia clásica donde las grandiosas columnas lo dominan todo. Incluso tras las hojas de unos árboles vemos el talle grueso de fustes acanalados de las columnas de un templo.
El dios Esculapio observa pensativo el pie que Venus le enseña sin mostrar dolor. Porque ella es una diosa, aunque ahí no lo parezca. Las palomas blancas volando representan ahora su divinidad. Acompañan a Venus tres ninfas desnudas como ella. El Arte clásico justificaba el desnudo gracias a las leyendas mitológicas. Pero, ¿por qué son tres mujeres además de la diosa? Porque representan las tres gracias, tres clásicas mujeres desnudas que el Arte utilizaba de una forma determinada en su iconografía. Dos de ellas miran hacia un mismo lugar -con pureza virginal-, la tercera -con impureza- mira hacia el contrario. Esta es una forma de composición que los romanos se permitieron cambiar de los griegos. Estos últimos no distinguían nada entre ellas, eran solo tres hermosas musas iguales -de puras o de impuras- para ellos. Pero los romanos, a cambio, hicieron que una de las tres no fuera virgen ni esposa, y no tuviese ningún tipo de pureza. Esta era la amante, es decir, la vil o depravada, no la pura. En toda la historia del Arte esto se respetaría siempre, es decir, que una se pintaba mirando hacia el lado contrario de donde miraban las otras. Tanto las obras de Rubens como las de Rafael y otros pintores habían sido compuestas así siempre.
Y aquí no podía dejar de serlo también. ¿Pero cómo componerlo ahora -con originalidad diferente- para no alterar el conjunto artístico? Es decir, ¿cómo hacerlo para que algo tan importante como esa forma clásica en que se disponían las figuras de las tres gracias pudiese hacerse ahora, sin embargo, ajustada a una escena muy diferente? El autor necesitaba acompañar a las tres gracias de la diosa Venus, pero una de ellas debía mirar hacia el lado opuesto, por tanto, expresar su cuerpo la parte anatómica distinta de las otras. Dos de ellas están de frente al observador, la tercera de espaldas. Pero, ¿cómo conseguir que el equilibrio de todo, no solo de ellas sino de todo el cuadro, consiguiera mantener la armonía clásica? Pues con el maravilloso alarde original que el creador ideó: hacer mirar y dirigir el brazo de la tercera figura hacia la derecha de la obra, hacia una figura ahora distante y situada en la fuente, una mujer vestida que también señala claramente. Con este pequeño detalle -grande iconográficamente- el pintor consiguió hacer de su obra un conjunto bellamente equilibrado. Con este curioso ardid artístico no hizo el pintor prerrafaelita más que obtener la sagrada composición artística requerida, esa que los rigores clásicos y académicos exigían siempre hacer. Algo tan sutil como importante, tan necesario como representativo, tan bello como inevitable.
(Óleo Una visita a Esculapio, 1880, del pintor británico Edward John Poynter, Museo Tate Gallery, Londres; Detalle de la misma obra Una visita a Esculapio; Pintura Vista de Florencia desde el Bellosguardo o con lo Apeninos al fondo, 1863, del pintor inglés John Brett, Tate Gallery, Londres.)