5 de noviembre de 2014

La manera en que los elementos forman un conjunto armonioso, o la composición artística.



¿Por qué surgió el Arte renacentista en Florencia? ¿Qué cantidad de cosas tuvieron que darse en esa ciudad para que naciera el Arte más brillante? Para todo fenómeno histórico y cultural existe una explicación, también para este. Coincidieron más de un elemento racional y espiritual para que una armonía de seres, riqueza, intereses, emociones, creatividades y algo impreciso hicieran que el Arte naciera ahí. Un lugar céntrico en Europa entonces porque el mundo medieval pasaría por Florencia de la mano de un fluido comercio entre Asia y Europa. Un lugar vibrante por la participación de una sociedad menos feudal, más burguesa o comerciante, hizo que las ideas que fluyeran fueran recogidas libremente por lo único que puede ser representado sin demasiadas explicaciones: el Arte. Cuando los ingleses ilustrados del siglo XVIII descubrieron el viaje cultural como medio para conocer la historia clásica, visitaron Italia y su núcleo artístico principal, Florencia. Allí, años después de esos viajes -llamados el Grand Tour-, un pintor prerrafaelita quiso retratar la maravillosa ciudad renacentista en un lienzo de tamaño descomunal.

La tendencia prerrafaelita no se caracterizaba por ser muy naturalista, es decir por reflejar la naturaleza tal como es, sino por utilizar la fantasía, la imagen sesgada y medieval o el efluvio de ensoñación de ideales decadentes frente a lo material o moderno de la civilización. Aun así uno de los pintores adscritos a esa tendencia, John Brett (1831-1902), compuso en el año 1863 su obra Vista de la ciudad de Florencia con los montes Apeninos al fondo. Es una enorme obra donde los detalles y la minuciosidad determinan más que la poética o alegórica forma de plasmar imágenes en un lienzo. La obra está dividida horizontalmente entre un nuboso cielo azul y una tierra llena de edificios. Nos presenta la visión objetiva y real de la villa toscana a mediados del siglo XIX, cuando por entonces la bóveda de su hermosa catedral, diseñada por Brunelleschi, destacase orgullosa del resto de los edificios. La obra fue, sobre todo, una muestra de la ciudad más artística de la historia. Por eso fue pintada. No hay otra razón. La belleza de la obra no está en sus colores o en sus formas, estos reflejan verosímilmente una naturaleza conocida, creada o dominada por el hombre. Tampoco por una composición brillante; si acaso demasiado simple al enfrentar un paisaje apenas confundido entre montañas y lo construido por el hombre. Todo compuesto de una manera distante y panorámica, con lo que no podemos más que leer ahora -para los desconocedores de la ciudad- la leyenda de su título para poder identificar la obra y lo que representa.

Pero otro pintor prerrafaelita, Edward Poynter (1836-1919), sí que fue especialmente original y creativo con su obra. Un lienzo con dos rasgos que diferencian al pintor del resto de sus correligionarios en tendencia: lo clásico y lo académico. En el año 1880 creó su obra Una visita a Esculapio. El tema versa sobre la mitología griega, pero el pintor diseña libremente la forma de cómo  pintar la escena mitológica y la escena misma. Porque la escena representada no es clásica en el sentido de que fuese fiel a una leyenda conocida o escrita por los griegos. No está basada en ninguna leyenda sino que fue recogida por el pintor de un verso renacentista del poeta Thomas Watson (1555-1592), el cual describe el momento que la diosa Venus, herida en un pie, visita al dios de la medicina, Esculapio, para que la cure. La obra está compuesta en una estancia clásica donde las grandiosas columnas lo dominan todo. Incluso tras las hojas de unos árboles vemos el talle grueso de fustes acanalados de las columnas de un templo.

El dios Esculapio observa pensativo el pie que Venus le enseña sin mostrar dolor. Porque ella es una diosa, aunque ahí no lo parezca. Las palomas blancas volando representan ahora su divinidad. Acompañan a Venus tres ninfas desnudas como ella. El Arte clásico justificaba el desnudo gracias a las leyendas mitológicas. Pero, ¿por qué son tres mujeres además de la diosa? Porque representan las tres gracias, tres clásicas mujeres desnudas que el Arte utilizaba de una forma determinada en su iconografía. Dos de ellas miran hacia un mismo lugar -con pureza virginal-, la tercera -con impureza-  mira hacia el contrario. Esta es una forma de composición que los romanos se permitieron cambiar de los griegos. Estos últimos no distinguían nada entre ellas, eran solo tres hermosas musas iguales -de puras o de impuras- para ellos. Pero los romanos, a cambio, hicieron que una de las tres no fuera virgen ni esposa, y no tuviese ningún tipo de pureza. Esta era la amante, es decir, la vil o depravada, no la pura. En toda la historia del Arte esto se respetaría siempre, es decir, que una se pintaba mirando hacia el lado contrario de donde miraban las otras. Tanto las obras de Rubens como las de Rafael y otros pintores habían sido compuestas así siempre.

Y aquí no podía dejar de serlo también. ¿Pero cómo componerlo ahora -con originalidad diferente- para no alterar el conjunto artístico? Es decir, ¿cómo hacerlo para que algo tan importante como esa forma clásica en que se disponían las figuras de las tres gracias pudiese hacerse ahora, sin embargo, ajustada a una escena muy diferente? El autor necesitaba acompañar a las tres gracias de la diosa Venus, pero una de ellas debía mirar hacia el lado opuesto, por tanto, expresar su cuerpo la parte anatómica distinta de las otras. Dos de ellas están de frente al observador, la tercera de espaldas. Pero, ¿cómo conseguir que el equilibrio de todo, no solo de ellas sino de todo el cuadro, consiguiera mantener la armonía clásica? Pues con el maravilloso alarde original que el creador ideó: hacer mirar y dirigir el brazo de la tercera figura hacia la derecha de la obra, hacia una figura ahora distante y situada en la fuente, una mujer vestida que también señala claramente. Con este pequeño detalle -grande iconográficamente- el pintor consiguió hacer de su obra un conjunto bellamente equilibrado. Con este curioso ardid artístico no hizo el pintor prerrafaelita más que obtener la sagrada composición artística requerida, esa que los rigores clásicos y académicos exigían siempre hacer. Algo tan sutil como importante, tan necesario como representativo, tan bello como inevitable.

(Óleo Una visita a Esculapio, 1880, del pintor británico Edward John Poynter, Museo Tate Gallery, Londres; Detalle de la misma obra Una visita a Esculapio; Pintura Vista de Florencia desde el Bellosguardo o con lo Apeninos al fondo, 1863, del pintor inglés John Brett, Tate Gallery, Londres.)

30 de octubre de 2014

La creación es azarosa y, sin embargo, representa el único sentido predeterminado por el Arte.



Cuando el pintor romántico Caspar David Friedrich (1774-1840) se sintiera inspirado en su estudio de la calle An der Elbe de Dresde, le pediría entonces a su esposa Christiane Caroline Bommer (1797-1847) que abriese la ventana del estudio y se asomase ahora al exterior. ¿Qué arrebatadora cosa le surgiría al pintor para pedirle eso a su mujer? ¿Qué cosa especial sintió el pintor alemán para que, de espaldas, la pintase a ella ahora mirando un limitado paisaje conocido? Dos años antes, en 1820, se habían mudado a esta casa, justo cinco meses después de haber sido asesinado camino a Dresde un amigo del pintor, el también pintor Franz Gerhard von Kügelgen (1772-1820). El río Elba a su paso por Dresde es muy caudaloso, y aún más lo debía ser a principios del siglo XIX, lo que permitiría la navegación de barcos y veleros por su cauce. La situación de la casa del pintor justo a la orilla del río hacía de su ventana un encuadre virtual de cambio, de movilidad, de viaje azaroso, de desplazamiento o de huida. La sensación visual de ese encuadre debía ser, por tanto, un motivo para la fugacidad de las cosas, para la simple y etérea sensación de fugacidad de la vida.

Pero entonces el creador romántico no quiso pintar claramente eso. Porque para haber hecho eso sólo tendría que haber salido él con su propia mirada -no la de su esposa- y componer el cuadro natural de un paisaje vibrante. Pero deseaba el pintor que fuese su mujer quien lo mirase, a riesgo de no pintarla bien -se pinta a alguien bien cuando es identificable-, sólo su espalda y el poco ángulo que de su visión -la de él, no la de ella- tuviese el limitado encuadre: los álamos del fondo, parte de la rivera del Elba y los extremos de los mástiles de unas embarcaciones. Pero, nada más. Esa parte del estudio del artista estaba tan vacía como el alma atormentada de un espíritu sin vida. La amplia ventana superior -compuesta por cuatro cristales entrecruzados- servía de entrada útil de luz para su estudio. Ahora un recurso místico aquí, para enlazar así un cielo trascendente con el foco delimitado de una pequeña ventana. Porque lo que ve el pintor -y nosotros- no es lo mismo que ella está viendo ahora. Nosotros solo vemos una mujer de espaldas asomada a una ventana. Si no existiera el ventanal superior aún sería más inquieta y confusa la visión de lo que vemos. Es con la ventana superior con lo que el pintor quiere ahora transmitirnos profundidad, grandeza, sentido y esperanza. Pero seguro que Friedrich no habría antes calculado todo eso. Tal vez, sólo quiso pintar a su esposa mirando así por la ventana.

Porque la visión de la escena representada es, al parecer, la conciencia del observador -la del pintor y la nuestra- y lo poco que vemos por la pequeña ventana es parte del mundo desolado, cambiante y virtual que nos ignora. La estancia es nuestro mundo interior -del pintor y nuestro-, del cual no vemos ahora más que unos pequeños frascos solitarios en un alfeizar. La esposa del pintor simboliza el deseo de querer sentir, de querer llegar a ser, de querer entender, de querer ver... La imagen del cielo límpido y celeste a través de la ventana alta de cristales -algo que ella no está mirando ahora porque no lo puede ver- nos ilumina el sentido inalcanzable -incognocible del mundo- de la visión universal de la misteriosa obra. Algo que solo desde lejos, distanciándonos, podemos apreciar siempre de las cosas. Como el encuadre limitado del paisaje que ella mira, como la pequeña estancia desolada del estudio del pintor, como los extremos limitados de los mástiles desnudos, o como la futilidad temporal de las cosas insensibles...

(Óleo Mujer asomada a la ventana, del pintor Caspar David Friedrich, 1822, Museos Estatales de Berlín, Berlín, Alemania.)

27 de octubre de 2014

Lo más fascinante del Arte será combinar originalidad, sencillez y misterio.



¿Qué hace interesante una obra de Arte? Es exactamente igual que en una persona. Primeramente su personalidad, es decir, su originalidad individual ante los modos, formas o costumbres establecidos. Luego la profundidad de pensamiento y un cierto misterio que no es posible desvelar del todo de las cosas que encierra su ser. Y finalmente la sencillez, entendido esto como la manera de no disponer de muchas cosas en su representación, de no incluir demasiados añadidos para llegar a manifestar toda su personalidad. En consecuencia, no bastará lo bien terminado o perfectamente elaborado que esté un ser o una obra de Arte, es preciso disponer de algo más. Hay creaciones pictóricas que están maravillosamente realizadas pero no consiguen llegar a provocar en el observador una emoción suficiente. Por eso la representación artística de una imagen debería, además de belleza, incluir las cuatro condiciones descritas antes: personalidad, profundidad de pensamiento, misterio y sencillez. La profundidad de pensamiento establecerá en el Arte el paradigma más perseguido por los creadores, ese modelo genuino con el que buscarán o encontrarán -porque hay pintores que el azar les ofrece ese modelo sin ellos buscarlo- la forma de plasmar artísticamente el misterio iconográfico más emotivo.

El paisajista español Martín Rico de Ortega (1833-1908) descubriría pronto que su vida era pintar. Tanto su familia de artistas como su formación con Jenaro Pérez de Villaamil habrían contribuido a hacer de él un perfecto pintor, extraordinario con los matices, con los colores, con la luz... Esta ahora tan resplandeciente y blanca en sus obras como lo es la luminosa geografía española. Pero, sin embargo, sólo sería eso, un retratista, un fotógrafo del Arte, un magnífico dibujante o un fiel detallista de un conjunto escénico. Pero, nada más... En su obra Un canal de Venecia del año 1879 se perciben en el canal los brillantes reflejos de los edificios aledaños. La luz es poderosa y consigue llevarla el pintor por donde debe ser destacada o sombreada desde los ángulos más agudos de sus reflejos en el agua. Es el maravilloso paisaje retratado de un canal veneciano, pero sin misterio y sin originalidad.   El pintor holandés Leonaert Bramer (1596-1674) compuso, sin embargo, otro paisaje muy distinto en su obra barroca El dolor de Hécuba. No era el retrato de un lugar conocido, ni su paisaje era perfectamente fiel a alguna realidad existente, como lo fuera el canal de Venecia del pintor Ortega. Cierto es que la época de Bramer, el Barroco, no se caracterizaba por un estilo paisajista muy fiel a la realidad, pero, a cambio, sí dispone el paisaje de otras cosas realistas... En este caso el autor consigue aquí misterio y originalidad.  Lo hace así porque el cuadro encierra además un misterio que el pintor supo mantener en el tiempo.

Durante años los inventarios de cuadros de la corona española, y luego los del Museo del Prado, habían relacionado el cuadro de Bramer con la leyenda mitológica de Hécuba. La obra fue adquirida por el príncipe de Asturias en la década del año 1770. Pasaría luego al Palacio del Escorial en el año 1779 para terminar, en el año 1834, en el Museo del Prado. Según la mitología, Hécuba fue la esposa del rey de Troya Príamo, con el que tuvo varios hijos, famosos unos -Paris, Héctor, Casandra- y otros menos conocidos -Polixena y Polidoro-. Poco antes de la invasión de los griegos a Troya, Hécuba mandaría a su hijo pequeño Polidoro a Tracia para que estuviese a salvo de la guerra. Cuando Troya terminó destruida a manos de los griegos, Hécuba sería tomada como esclava por los vencedores aqueos. Habían pasado algunos años y Hécuba pasaría, de vuelta con los vencedores a Grecia, antes por Tracia. Y allí tendría ocasión, pensaba ella, de ver a su hijo, sin embargo, fue tan solo el cadáver de Polidoro lo que aparecería una mañana a la orilla del mar. Hécuba había ido a la playa a lavar el cuerpo sin vida de su hija Polixena, sacrificada antes por su amor imposible a Aquiles. La leyenda explicaría cómo el rey de Tracia había acabado antes con la vida de Polidoro arrojándolo al mar de Tracia.

En el año 1923 un historiador de Arte -Siegfried Wichmann- empezaría a interpretar otra cosa diferente de lo que parecía representar la escena retratada por Bramer. Según el historiador, el momento plasmado en la playa no podía haber sido protagonizado por Hécuba ya que no era reina, como ella aparece vestida aquí, sino solo una esclava de los griegos vencedores. Por otro lado, su hija Polixena se había suicidado mucho antes -por su amor imposible al héroe Aquiles- en una playa de Troya, no en una de Tracia. ¿Qué hacía entonces su cadáver aquí, tan lejos de su lugar de fallecimiento? Por tanto tendría sentido lo que argumentaba el historiador. La razón obligaba a pensar que no eran Polidoro y Polixena los cuerpos yacentes representados en el cuadro barroco. ¿Quiénes, entonces, eran esos dos personajes retratados? Existía otra leyenda griega que contaba cómo los cuerpos de dos amantes habían aparecido en una playa del Helesponto. Se trataban de los cuerpos ahogados de dos amantes legendarios, Hero y Leandro.

El famoso escritor latino de mitos y leyendas Ovidio lo describía en sus poemas elegíacos Cartas de las heroínas. La hermosa Hero fue una sacerdotisa de Afrodita que vivía en la orilla opuesta del estrecho del Helesponto -estrecho de los Dardanelos-. Leandro era un joven de la ciudad de Abido, población justo situada al otro lado del estrecho, viviendo así uno enfrente del otro. Leandro se enamoraría de Hero irresistiblemente. Fue un amor prohibido ya que ambos no podrían tener relaciones -ella era una sacerdotisa y no podía amar a ningún mortal-. Eso les llevaría a verse a escondidas. Así que una noche él cruzaría el estrecho para verla. Las difíciles aguas del Helesponto arrebataron entonces la vida de Leandro. Y ella al descubrirlo se arrojaría al mar sin miramientos. Así aparecieron sus cuerpos juntos y ahogados en una orilla de Tracia. Pero, sin embargo, un experto del Museo del Prado, Juan J. Luna Fernández, descubriría en el año 1984 una inscripción en el lienzo de Bramer: Hecuba, Ovidius, Libr. 13.  Es una pequeña estela mimetizada casi con el resto del cuadro, muy poco visible y situada en uno de los túneles pintados a la derecha del lienzo. Con esa inscripción se despejaba definitivamente por el autor de la obra el sentido auténtico de la imagen artística, aquel que representaba los verdaderos cuerpos tendidos en la orilla: los de Polidoro y su hermana Polixena.

Nada debería haber claramente representado en un lienzo, cosas explícitas que describan realmente la imagen de lo que vemos. Una imagen que no representaría nada misterioso. En el Arte se comprueba que la idea representada y lo plasmado finalmente no tienen por qué ser exactamente lo mismo. Que cuanto más confusa sea la imagen representada más se alcanzará ese alarde artístico de condición misteriosa de una obra de Arte. Será así original además. Porque debe mostrar la escena artística algo que nos haga pensar y nos lleve a confundirnos incluso. Así, con la confusión y su belleza se debería representar lo que sea que quiera contar el autor en su obra. También con la sencillez de no incluir mucho más de lo que se necesite. Sin demasiados alardes ni muchos gestos o cosas añadidas en el lienzo.

Como por ejemplo en dos retratos de mujer de dos creadores españoles separados casi cincuenta años y que nos ayudan a entender parte de lo mencionado antes. Cuando el pintor Federico de Madrazo (1815-1894) retratase a la condesa de Vilches en el año 1853, conseguiría uno de los retratos románticos de mujer más extraordinarios jamás hechos. El magnífico creador español, académico y director del Museo del Prado, llegaría a expresar la más natural y sofisticada belleza de una mujer retratada en un lienzo, reflejo de una época plenamente romántica. Está la modelo cercana al espectador y su amable nobleza trasciende ahora sin alardes excesivos. El color es vibrante, el gesto conmovido y su grandeza rutilante. Todo un espléndido homenaje a la modelo y al Arte clásico. Sin embargo, cincuenta años antes, en el año 1805, otra aristócrata española, la marquesa de Lazán, sería pintada en un retrato muy original realizado por el poco conocido pintor español José Alonso del Rivero (1781-1818).

Con esta obra compuesta en gouache -acuarela opaca o témpera- sobre un fondo de marfil llegaría a obtener Alonso del Rivero -pintor neoclásico- un sobrecogedor retrato de una singular mujer. Fue retratada además por Goya en un cuadro del año 1795 cuando ella era una adolescente -hoy desaparecido- así también como en un retrato que el pintor aragonés le hiciera en el año 1808. Pero Alonso del Rivero, además de utilizar el recurso del marfil como fondo blanco para el encarnamiento del personaje, reflejaría la extraordinaria personalidad de la marquesa de Lazán. María Gabriela de Palafox y Portocarrero (1779-1828) fue hija de una de las damas españolas más ilustradas y avanzadas del siglo XVIII español, la VI condesa de Montijo. Conocida por su rebeldía frente al poder religioso y civil, se enfrentaría sin complejos por tratar de mejorar la vida de las gentes de su tierra. Amiga del ilustrado Jovellanos, acabaría impulsando esa misma rebeldía en sus propios hijos, especialmente en María Gabriela de Palafox. 

Y así es como el pintor Alonso la refleja en su original retrato, una imagen tan interesante y seductora de la bella marquesa española. Una mujer perseguida por la Inquisición en una época en la que se condenaba de jansenista a cualquiera que criticase el orden injusto de las cosas. Su mirada profunda y su escéptica actitud la plasma el pintor de su modelo, todo un difícil recurso para una época en la que la belleza femenina se señalaba de otra forma. El creador español fue más fiel a lo que ella verdaderamente era que a lo que representaba socialmente. Aunque consiguió el pintor también expresar aquellas cosas que el Arte hiciera siglos antes: una imagen real y un misterioso semblante emocionado. Una visión expresada de la marquesa que tan sólo ella, o los que la conocieran muy bien, podrían descubrir oculto tras el aparente bello retrato: uno de los semblantes más personales, originales, singulares, enigmáticos y hermosos de una retratada.

(Óleo barroco El dolor de Hécuba, 1630, del pintor holandés Leonaert Bramer, Museo del Prado; Lienzo Un canal de Venecia, 1879, del pintor español Martín Rico y Ortega, Metropolitan, Nueva York; Magnífica obra en Gouache sobre marfil, Retrato de la marquesa de Lazán, 1805, del pintor español José Alonso del Rivero, Museo del Prado; Óleo del gran Federico de Madrazo, Retrato de la condesa de Vilches, 1853, Museo del Prado, Madrid.)

20 de octubre de 2014

Y, sin embargo, la Belleza es esquiva, ingrata, lujuriosa, inconsciente y diversa.



La Belleza no podemos aprehenderla nunca, incluso aunque creamos ser dueños del momento en que sus efectos satisfagan nuestro anhelo por tenerla. Porque ahí acabará. Luego, resignados, podremos acaso recordarla, imaginándola ahora con sutiles ensoñaciones fantásticas o con ciertas imágenes propiciatorias. Pero, no será ella misma entonces, tan solo su representación enigmática. Porque, además, no nos hará entonces la Belleza sentirnos como el único ser sobre la Tierra. Únicamente, recrearemos con ella así su efímera fragancia imaginada. Pero no nos bastará. Necesitamos más de ella, tenemos que llegar a poseer algo más para poder hacerla nuestra. Entonces idearemos eternizarla gracias a unos grandiosos alardes artificiales, cosas casi permanentes originadas de los obtusos materiales de la tierra, antes apenas nada entre nosotros y, ahora, una fascinante, brillante, armoniosa o elogiosa imagen reflejada: el Arte y su Belleza.  Un reflejo de luz entre las sombras, pero, por fin, ahora una Belleza del todo vislumbrada. Para ese momento creeremos haberla poseído para siempre. Vanamente. No es ahora nada más que una muestra de lo que nunca volveremos a sentir como entonces, como aquella ocasión tan inconsciente, lujuriosa o esquiva entre las sombras... 

Cuatro años después de haber realizado su obra de Arte Lydia el pintor inglés Matthew Williams Peters (1742-1814) sería ordenado pastor anglicano en el año 1781 y para ese momento se arrepentiría de haber realizado aquella creación tan sublime, tan absolutamente innovadora y sincera, tan inspirada, fascinante y arrebatadoramente lujuriosa. Pero ya la había hecho y su nuevo propietario la poseería con el júbilo que le produciría entonces -un momento histórico tan poco avanzado- disponer de una imagen tan atrevida y original. Se había formado el pintor en Italia absorbiendo la magia de pintores como Correggio, Rubens o Caravaggio. No se ha valorado suficientemente el mérito de los mecenas en el Arte, mucho más mérito que los propios creadores, ya que éstos han sido a veces solo pintores al dictado y no ejecutores libres propiamente. Estos promotores del Arte -los mecenas del Arte- consiguieron que otros seres -los pintores-, capaces de componer Belleza, creasen unas obras extraordinarias sin ellos idearlas. A su regreso de Italia el pintor terminaría residiendo en la mansión de Lord Grosvenor a orillas del Támesis. Este aristócrata aficionado al Arte le encargaría entonces al pintor que compusiese la imagen cortesana de una mujer desnuda y excitante...

Y el pintor se atrevería y dejaría batir las alas de la creación con la libertad artística que su mecenas le inspirase. El resultado fue una inédita obra de desnudo, el único desnudo realizado por el pintor en toda su vida. Nunca más volvería a crear nada parecido. Su representación está basada en un verso del poeta John Dryden: Y unos ojos amables vinieron a concederme... El pintor quiso componer la imagen de esos ojos tan amables que realzarían ahora lo más lujurioso o atrevido de la obra. Se observa lo forzado de una mirada exageradamente provocadora. Pero, aun así consiguió el pintor lo que Lord Grosvenor se propusiera con su mecenazgo. La extraordinaria obra de Peters combina su estilo clásico con una liviana coloración pastel -propia del momento- para compensar el alarde erótico de descubrir unos senos junto a unos ojos tan propicios, toda una insinuante forma artística de poder apelar aún más al que lo viera.

Poco menos de un siglo después el creador irlandés Daniel Maclise (1806-1870) se decide a pintar una escena acorde con la época romántica y liberal de comienzos del siglo XIX. Una obra de Arte como tantas, pero ahora sin demasiada semblanza atrevida de composición romántica, como sí otros pintores de esa tendencia llegaran a realizar entonces. Sin embargo el pintor consigue hacer algo más. Contrasta dos mundos -el noble y el campesino- que coinciden ahora en el inconsciente y superficial universo de la superstición popular. Y lo hace genialmente a pesar de no ser la obra más que una mera copia de lo que otros grandes pintores hicieran antes. Con la luz de la razón dejada fuera y las sombras intrigantes y misteriosas vibrando dentro, los personajes coinciden en la oscura cueva de un bosque romántico. Sólo la luz del vestido lujoso brilla con la dama entre las sombras. La gitana arrodillada lee su mano blanca y desdeñosa. Pero, nada más, no hay aquí, artísticamente, nada más. Entonces, ¿qué tiene esta obra de especial? Pues que la dama no se acaba de creer nada de lo que está ahora oyendo y el pintor lo demuestra con el gesto descortés de un personaje orgulloso y desatento. ¿Así que una Belleza tan perfecta, tan romántica, tan extraordinaria y tan hermosa, puede llegar a ser también, sin embargo, tan esquiva, tan ingrata y desdeñosa?

(Óleo Lydia, del reverendo inglés Matthew Williams Peters, 1777, Tate Gallery, Londres; Obra del pintor e ilustrador irlandés Daniel Maclise, Gitana leyendo la fortuna, 1836.)

15 de octubre de 2014

El misterio femenino mejor representado nunca en toda la historia del Arte.



Entre los años renacentistas 1508 y 1553 pintaría el creador alemán Lucas Cranach (1472-1553) hasta dieciocho obras con la representación de la figura bíblica de Eva. Es probable que incluso más, e incluso antes, pero lo ignoro por completo. El desaforado alarde iconográfico de la tentación bíblica del Génesis fue muy frecuente entre los pintores alemanes del Renacimiento (1450-1550). Pero Cranach, en su obsesión con la figura de Eva, llegaría a componer a la primera mujer en distintos momentos de su tentación y con distintos comportamientos estéticos, reflejando así diferentes semblantes, ademanes, gestos o miradas. La leyenda sagrada siempre realizaría la misma triangulación mítica, es decir, esa intencionalidad dirigida desde la serpiente hasta el hombre -representado por Adán- pasando por la mujer representada por Eva. ¿Qué intencionalidad era esa? El relato del Génesis nos cuenta cómo el reptil es la voz del ángel caído que trataría de seducir verbalmente -en el idílico Jardín del Edén- a la confiada Eva. Había un motivo inicial en ese diálogo mujer-serpiente que es el que hábilmente fue utilizado como excusa por la sierpe. Y ese sentido fue el fruto de un determinado árbol que no podría comer jamás la pareja idílica. Y la voz maligna sabría dejar hábilmente en Eva la duda, esa sensación inquietante, pero firme, de pensar: ¿y por qué no?

Muchos pintores antes y después del creador alemán recrearon ese mismo momento edénico, ese instante seductor y legendario de los tres personajes míticos. Pero, a veces, solo con la imagen de ellos dos solos -Adán y Eva-, los primeros seres más desamparados del mundo, unos seres que se encontrarían por primera vez ante la propia desnudez de sus deseos y sus individualidades. Porque ese es el rasgo más humano -el menos divino o trascendental- que subyace en la mitología del relato edénico: la asunción de la individualidad autónoma del ser. La transformación entonces de una entidad sin pensamiento autónomo en entidades ahora libres, es decir, en personas auto-emancipadas para poder ejercer así su propia decisión personal. Aun siendo ésta -o no- una decisión equivocada...  La mitología, el relato sagrado o la leyenda escrita nos pueden orientar sobre cómo sucedió aquel hecho bíblico, qué palabras se dijeron o qué consecuencias produjo. Pero tan sólo el Arte es capaz de llegar más allá de todo eso. Y este pintor alemán del Renacimiento, un artista reconocido más a causa de sus no tan bellas o poco elaboradas imágenes clásicas, es el que ahora consigue aquí, en esta extraordinaria pintura -una de las muchas que hizo en su vida sobre este tema-, reflejar uno de los rostros femeninos más enigmáticos de toda la historia del Arte.

Porque aquí tiene ahora la manzana Adán en su mano -el fruto mencionado por la serpiente como una cosa poderosa, algo muy diferente a lo indicado antes por la Conciencia Divina-, la ha tomado ya en su mano y la posee ahora él decidido. También tomará así él su propia decisión... Pero luego se la presenta a Eva, quiere hacerla a ella partícipe claramente de esa misma decisión que él ya habría tomado antes, o aún no... Pero ella no dice aún nada ni hará nada aún. El creador renacentista alemán obtiene así en su obra un gesto de Eva muy extraordinario: sin inmutarse ella para nada, absolutamente inmóvil en su semblante, sin ninguna emoción en su rostro ni nada que la delate ni la defina sobre alguna posible decisión, ella ahora solo medita... Sin embargo, al final, tomará una decisión que, probablemente, ella deseaba ya en su interior desde mucho antes de haberla tomado, pero que, ahora, sin inmutarse, no diría ni haría nada aún. Así conseguiría Eva -sin proponérselo, o, tal vez, sí, no se sabe- llevar a Adán a que fuese él mismo, y no ella, quien tomase la determinación final y definitiva. Porque, además, aquí, ¿hacia dónde -hacia qué lugar- está mirando ahora Eva? El pintor alcanza a componer en su obra una de las miradas más interesantes de toda la historia del Arte. ¿Qué está pensando ella en este preciso momento? Imposible saberlo. Esta maravillosa forma que tiene el Arte -el pictórico fundamentalmente- de expresar varias cosas en una sola, o miles de cosas diferentes en una única expresión, ha sido utilizada por muchos artistas pero sólo Lucas Cranach el viejo lo llevaría a plasmar tan sutilmente en esta genial creación -sólo en ésta, en ninguna de las otras diecisiete Evas que pintase- para conseguir la mejor forma de expresar un sentimiento íntimo tan indefinido. Uno de los sentimientos humanos más enigmáticos que, sin emoción exterior alguna, pudiera llegar a ser representado así en un rostro femenino. En este caso el recreado por el paradigma femenino bíblico más universal que representa al personaje más legendario, más primigenio y más confuso de Eva.  

(Detalle de la La caída del Hombre, ca. 1537, Lucas Cranach el viejo; Óleo La caída del Hombre (Adán y Eva), ca. 1537, del pintor renacentista alemán Lucas Cranach el viejo, Museo de Bellas Artes de Viena, Austria; Detalle del cuadro La caída del Hombre, de Lucas Cranach el viejo)

12 de octubre de 2014

Ternura y color, devoción, belleza, armonía y audacia en un desconocido eslabón decisivo en el Arte.



En la Italia del Renacimiento brillaría un nuevo feudo en los dominios vaticanos, Urbino. Fue el papa Eugenio IV quien nombraría a Oddantonio de Montefeltro señor de Urbino en el año 1443. Esta pequeña ciudad estado alcanzaría una gran relevancia cultural durante el Renacimiento pues un hermanastro de Oddantonio, Federico III de Montefeltro (1422-1482), llegaría a gobernar el señorío con gran esplendor artístico y cultural -tuvo la más grande biblioteca después del Vaticano y fue un gran mecenas en el Arte- hasta que le sucedió su hijo Guidobaldo. Pero en el año 1474 una hermana de Guidobaldo, Giovanna, se casó con un sobrino del papa Sixto IV -Giovanni de la Rovere- y acabaría siendo elevado el señorío de Urbino a ducado. Al fallecer Guidobaldo sin descendencia el ducado de Urbino pasaría entonces a Francesco Maria de la Rovere. Así hasta llegar a Francesco Maria II de la Rovere (1549-1631), el último duque de Urbino de la historia. A finales del siglo XVI colaboró el ducado de Urbino con los intereses españoles en Italia y en las luchas del imperio español contra el sultán otomano. A cambio, Felipe II protegería el frágil ducado frente a las ambiciones expansionistas del Vaticano. Cuando el rey Felipe II muere en el año 1598 su hijo, Felipe III, el nuevo monarca del inmenso imperio hispano, se casaba ese mismo año con la archiduquesa de Austria Margarita de Estiria (1584-1611), una gran aficionada al Arte.

La reina Margarita había oído hablar de un pintor de Urbino que usaba los colores de forma especial en unas composiciones muy novedosas y atrevidas.  En el año 1604 le insinúa la reina al embajador de Urbino, Bernardo Maschi, su deseo de poseer una obra de ese pintor tan extraordinario. El embajador se lo comunicaría al duque, y éste trataría de satisfacer el deseo de la reina como fuese. El maravilloso pintor era Federico Barocci (1535-1612), que se había formado con el artista veneciano Battista Franco. Este pintor veneciano le aportaría dos cosas a Barocci: el dominio del color -Venecia descubrió el poder de los colores- y el estilo manierista tan atrevido de Miguel Ángel. Pero, luego marcharía el pintor de Urbino a Roma en el año 1548, donde terminaría por adquirir dos cosas más que determinaron su Arte y su vida.

Una de ellas fue descubrir las obras de Correggio, un creador renacentista que utilizaba la técnica al pastel, técnica con la que Barocci conseguiría crear atmósferas tan bellas como etéreas en sus lienzos. Sin embargo, acabaría adquiriendo otra cosa en Roma que le condicionó por completo. En Roma vino a sospechar que otros artistas querían matarle por la envidia que despertaba su novedosa técnica artística. No se sabe cuál fue la causa real, si un veneno o una enfermedad intestinal, lo cierto es que su salud se agravaba y no conseguiría Barocci pintar más de dos horas diarias en su estudio. Se marcharía de Roma y pintaría desde entonces sólo en Urbino, aunque sin fijar el tiempo para la finalización de sus especiales obras tardo manieristas.

El duque de la Rovere no podía arriesgar perder las simpatías de la corte española esperando que el pintor terminara una obra. ¿Cómo resolverlo? El duque tenía una pintura del artista, que guardaba desde hacía tiempo como una joya inapreciable. La obra se titulaba El Nacimiento y era un lienzo de innovación compositiva, lleno de emoción, color, luces, sombras, ternura, devoción, inspiración y perfección manieristas. Llegó la obra a la ciudad de Valladolid en el año 1605 y hicieron lo posible para impresionar a la reina con el lienzo. Sabía el embajador que la corte española era muy crítica con obras de Arte extranjeras, así que al presentarla ante la reina desenrollaría él mismo el lienzo y mostraría la obra ante un foco de luz precisa para poder admirarla bien. Fue todo un éxito y la reina Margarita quedaría fascinada con la obra.

El Nacimiento tenía una composición muy novedosa y una audaz forma de representar una escena conocida. La Virgen, por ejemplo, aparece semi-erguida, en una inclinación sesgada desde un ángulo ligeramente alto. Los otros personajes conocidos no están en el plano principal. Los pastores detrás de una puerta y San José muy retirado. La estancia está iluminada por una fuente de luz que parece provenir de la cuna. El pintor consigue mezclar un sentido sagrado con otro profano en su obra, es decir, una devoción espiritual con rasgos muy humanos. Todas estas formas eran unas muestras incipientes de lo que sería pronto el estilo Barroco posterior. Utilizaría además los mismos colores sensuales que eran precisos para componer escenas profanas o mitológicas. Pero, también los gestos de los personajes son diferentes, y lo son por la manera como las figuras se comportan o sitúan de un modo ahora menos sagrado, tan humano o natural que no parecen seres divinos sino apenas simples humanos personajes, lo que la Contrarreforma prodigaría con eficacia...

(Óleos todos del genial y desconocido pintor manierista Federico Barocci, excepto el retrato de la reina de España, Margarita de Austria, realizado por el pintor español -aún más desconocido- Bartolomé González y Serrano, 1609, Museo del Prado, : Detalle de la cabeza de San Juan de la obra Entierro de Cristo, 1582; Pintura El Nacimiento, 1595, Museo del Prado; Obra Descanso de la huida a Egipto, 1570, Pinacoteca Vaticana; Lienzo La Madonna del gatto, 1575, National Gallery de Londres; Extraordinario lienzo de Barocci, Eneas huyendo de Troya con Anquises, su mujer y su hijo, 1598, donde aquí el pintor nos muestra el bagaje que el héroe latino, el que fundaría Roma, se llevaría ya de aquella Troya ahora destruida, su decisión, su herencia, con su padre Anquises en brazos, la sabiduría y los dioses -los que transporta ahora Anquises aquí dificilmente-, su mujer y su hijo Ascanio, su descendencia, Galería Borghese, Roma; Retablo Entierro de Cristo, 1582, iglesia de Senigallia, Italia; Detalle del mismo cuadro, donde se aprecia la figura tan humana de San Juan ayudando a portar el cuerpo de Cristo, Senigallia, Italia; Retrato de Francesco Maria II de la Rovere, 1573, Galería de los Uffizi, Florencia; Retrato barroco de Margarita de Austria, reina de España de 1599 a 1611, del pintor Bartolomé González y Serrano, 1609, Prado; Detalle de Eneas transportando a su padre Anquises huyendo de una Troya destruida, 1598, Roma; Autorretrato con rasgos barrocos del pintor manierista, ca. 1600, Salzburgo, Austria.)

7 de octubre de 2014

Los trabajos hercúleos más extraordinarios y originales realizados en el Arte.



Como una metáfora de la historia cultural de España, la estatua radicada en Sevilla -ciudad que le acogiera y formara en sus comienzos- del gran pintor extremeño Francisco de Zurbarán (1598-1664) se sitúa en una pequeña plaza, tangencial a una calle transitada, que no es necesario cruzarla ni para ir ni para venir por la ciudad, sino tan solo vislumbrarla... Y este curioso hecho hace del lugar un muy poco apropiado espacio para el adecuado visionado pausado del monumento escultórico. Pocos nacidos en la ciudad andaluza, tal vez, hayan tenido ocasión de verlo claramente o de admirar la extraordinaria figura artística que supuso, y supone, su representado en la historia del Arte. Porque no se ha reconocido ni valorado lo bastante a ese creador español que supo ser fiel a sí mismo y a su Arte. Claro, que vivir cuando los más grandes pintores de entonces -Velázquez, Murillo, El Greco- hace difícil destacar cuando no tienes intención de hacer lo que ellos ni de ceñirte a normas o reglas establecidas. Es decir, de realizar creaciones artísticas con la libertad e independencia que, por entonces, no se lograra tanto ni se permitiera con tanta comodidad artística, sea entendido esto como elogios, aplausos, encargos o reseñas.

Pero, ¿es que Zurbarán no fue reconocido por entonces? Hoy sí lo es, aunque el público seguirá asignándole un excesivo gusto religioso, un claroscuro demasiado tétrico, o un ferviente entusiasmo por una temática excesivamente santoral. Pero, es que era esto lo que más se requería a los artistas en la levítica ciudad de Sevilla. Pero no fue sólo eso. El naturalismo del gran pintor Velázquez, por ejemplo, impregnaría mucho más el gusto general de aquella época barroca. Desde luego, este pintor español -Velázquez- supo combinar su especial realismo, su originalidad y su misterio con su genialidad y su cosmopolitismo artísticos. Pero siempre pintaría Velázquez -a diferencia de Zurbarán- de un modo excepcionalmente realista todo, tanto los detalles como el resto de las cosas. Velázquez consiguió genialidad y cosmopolitismo gracias, entre otras cosas, a ser nombrado pintor de la Corte española en Madrid. De haberse quedado en Sevilla, ¿hubiese él llegado a tanto? Velázquez obtuvo todo aquello que anhelase en la vida, hasta llegar a ser caballero de la orden prestigiosa de Santiago. Para pertenecer a esta orden de caballería española le ayudaría, sin embargo, Zurbarán, su amigo de juventud, gracias al apoyo que le ofrece como testigo ante la real orden, uno más de los que se requerirían para consolidar la candidatura a tan importante orden de caballería.

El caso fue que se acordaría Velázquez de él cuando el Conde-Duque de Olivares -otro sevillano-, entonces primer ministro del rey Felipe IV, emprende la construcción del primer museo de España: el Palacio del Buen Retiro en Madrid. No era un museo para todos, claro está, en aquellos años era tan sólo para el decorado y la visión palaciega de la Corte, pero, sin embargo, con todas las características de un completo y magistral museo. Era un lugar de recreo para la Corte del rey Felipe IV en Madrid, un sitio alejado del Alcázar o Palacio Real de entonces -destruido por el fuego a principios del siglo XVIII-, lugar que servía de descanso al monarca y de esparcimiento a la Corte. Debía disponer el Palacio de obras maestras del Arte en todas sus paredes, cerca de ochocientas obras por entonces. Y en uno de sus salones, El Salón de los Reinos, sus paredes incorporarían obras de Arte representando las conquistas heroicas de los ejércitos españoles habidas en todos los lugares del imperio hispano. Pero las prisas condicionaban la construcción del Palacio del Buen Retiro. Fue construido en menos de cuatro años, y, en el último año -1634- se debían tener todos los cuadros del Salón terminados, fuesen los grandiosos lienzos del imperio o los decorativos de Hércules. Era este un museo muy curioso, ya que se completaban las obras desde la misma fábrica de cuadros... Otras obras expuestas llevaban realizadas pocos años, como algunos grandes lienzos de Velázquez.

Velázquez pensó entonces en su amigo Zurbarán para decorar el Salón de Reinos. Zurbarán era un pintor reconocido en Sevilla, donde había realizado obras para iglesias con una técnica grandiosa. Pero realizar doce cuadros y alguno más como La Defensa de Cádiz -también expuesto en el Salón real- en solo un año era un regalo un poco envenenado. ¿Por qué doce cuadros? Había que enaltecer a la Monarquía española con mitología, ya que la religiosidad estaba bien para monasterios pero no para un salón real majestuoso. Es seguro que Velázquez como pintor oficial de corte tuvo que ver en la decisión de elogiar la monarquía acudiendo a Hércules. La mitología contaba cómo el semidiós griego había realizado doce trabajos durísimos, casi imposibles, tanto como lo fuera construir ese Palacio, la grandeza del reino y todas sus heroicas gestas imperiales. Ese debía ser el motivo, lo demás era problema del artista. Y el más grande de todos fue tener finalizados los doce cuadros antes de finalizar el año 1634. El mérito de Zurbarán fue aceptarlo. Es cierto que acudir a la corte era un motivo de promoción artística, pero, ¿merecía la pena? El pintor Murillo nunca acudió, fue un gran artista y vivió feliz toda su vida en Sevilla. Pero Zurbarán marcha en el año 1634 a Madrid y realiza once cuadros en ese tiempo requerido.

¿Por qué no los doce? Porque el lugar no permitía incluir más que diez obras de las decorativas mitológicas. Los cuadros de los trabajos de Hércules debían situarse entre los grandes lienzos del reino -representaciones de grandes gestas como la Rendición de Breda de Velázquez-, situados encima de las puertas, que separaban cada obra grandiosa, y de un tamaño más reducido que los grandes óleos heroicos. Zurbarán tuvo que documentarse y adaptar diez de los trabajos mitológicos de Hércules a la majestuosidad e idiosincrasia hispánicas. Es por ello que no todos coinciden exactamente con los legendarios trabajos realizados por Hércules en su mitología. La leyenda mitológica cuenta que todo comenzaría cuando Hércules fuese envenenado, no mortalmente, por la celosa diosa Hera. Esta diosa era la esposa de Zeus, mujer que no olvidaría nunca la afrenta de su esposo al tener un hijo ilegítimo -Hércules- con la hermosa mortal Alcmena. Tanto odiaría Hera al semidiós, nacido de ese adulterio, que le daría a beber una pócima trastornadora. Hércules entonces se vuelve tan loco que mata a toda su familia, hijos incluidos. Para tratar de redimirse Hercules acude a Euristeo, tío suyo y rey de la Argólida griega, que lo quería tener muy lejos y ocupado y lo envía a realizar doce trabajos de los más arriesgados, extraños, difíciles e imposibles del mundo.

Todo ese relato mitológico vino muy bien, iconográficamente, para elogiar a una Monarquía que decía proceder del héroe -por los Habsburgo, por los reyes godos o por los romanos en Hispania-, así como representar además la figura luchadora de un reino que había hecho lo mismo que el héroe, luchando ahora contra sus enemigos europeos o contra los pueblos conquistados tal como hiciera Hércules. El héroe mítico viaja incluso por el occidente europeo, donde sus columnas hercúleas separan el mundo conocido del océano tenebroso. Muchos de sus trabajos se identificaban con España. Así que el sentido heroico, noble, virtuoso, sacrificado y victorioso del personaje hacían de su figura un referente apropiado para decorar -con los lienzos de Zurbarán- las grandiosas obras de Arte del Salón: las obras maestras de Velázquez y otros pintores que se exponían en el nuevo Palacio. Zurbarán no saldría bien parado artísticamente por haber realizado ese trabajo. Tan solo algún reconocimiento en la corte -se volvió a Sevilla pronto- y los 1.200 ducados que recibió por ese ingente trabajo. Pero, ¿cómo se pueden pintar tantas obras, en poco menos de doce meses, y esperar que sean todas ellas obras maestras del Arte? Zurbarán es criticado por no ser como Velázquez, es decir, por ser Zurbarán. No dedicaba -decían los críticos- detalles al paisaje o al decorado que rodeaba las figuras de sus obras. No pintaba bien las proporciones ni algunos elementos anatómicos, algo que debía ser realizado correctamente según la figura real que de las representaciones por entonces, pleno Barroco, la escuela española debía perseguir en sus obras. Esto es lo que decían y dicen aún algunos críticos.

Ignoran esos eruditos que el Arte se hace más de ingenio innovador o de mensaje que de perfección plástica, de composición que de perspectiva, o de detalles significativos que de elementos complementarios. Y todo eso lo realizó Zurbarán en el tiempo requerido, a pesar de los supuestos errores pictóricos y de obtener una de las series iconográficas más representativas de un momento artístico concreto. También de describir un determinado escenario histórico, como fue la grandiosidad -finalizada pronto- del inmenso imperio que entonces -juntamente con Portugal- disponía la Monarquía hispánica del rey Felipe IV. Y representaría Zurbarán en su serie de Hércules a un héroe mitológico más hispanizado, es decir, una figura más robusta, morena, un personaje más sencillo, representando un hidalgo más que un caballero (lo que Cervantes haría con el Quijote). Forzando en la lucha más que abatiendo sangrienta o cruelmente; enfrentándose al mal y nunca a favor de ningún interés particular. Y todo eso fue lo que consiguió el pintor extremeño con esas diez obras para decorar un Salón de Reinos que albergara lienzos grandiosos de las gestas heroicas españolas.

En una reseña crítica de uno de sus cuadros de la serie Los Trabajos de Hércules, he encontrado un comentario sobre la imperfección de Zurbarán en una de las figuras dibujadas. En su obra Hércules luchando con Anteo, creación que no corresponde a ninguno de los doce trabajos que realizó el héroe mitológico -sino añadido por el pintor de otra leyenda del personaje-, se observa en el brazo izquierdo de Anteo -personaje que eleva Hércules- cómo parece no estar bien dibujado, casi su mano no se ve apenas, como si no estuviese bien terminada de pintar. Pero es que, pienso, no es así; pienso que está bien hecha, que el pintor dibujó el brazo y la mano de Anteo en escorzo o perspectiva asimétrica, algo totalmente extraordinario en el Arte. Se puede comprender el esfuerzo que está haciendo ahora Anteo para zafarse de las manos hercúleas, y que en uno de esos esfuerzos gira su mano así, de ese modo extraño, como haciendo presión en el aire, como un gesto de apoyo involuntario llevado a cabo por Anteo para coger impulso, para abatirse en un movimiento poco embellecido, pero poderoso, aunque totalmente inútil frente a la fuerza del héroe mitológico. Toda una metáfora del inútil -por entonces, que no ahora- esfuerzo que tuvo que realizar Zurbarán para finalizar sus obras y asumir inevitablemente las críticas que, probablemente, sabría él que iría a sufrir por ello. Pero no le importó eso nada. Lo hizo Zurbarán así, como los pies engrandecidos y separados del héroe, algo que dibujaba del mismo modo en los Cristos crucificados de sus obras. Todo lo hizo así porque así lo quiso él hacer. Con la genialidad que sólo reconocen los años o los observadores que saben mirar más con una visión global del Arte que con otra cosa. Esa visión global que no trata tanto de hacer una cirugía anatómica sino de apreciar la construcción completa del extraordinario organismo que es el Arte:  algo complejo, diverso, original, brillante y misterioso. Ese mismo Arte que a veces nos expone la historia con estos grandiosos personajes artísticos, unos seres que alguna vez llegaron, con sus cualidades tan humanas, a rozar el universo más trascendental y emotivo del hombre.

(Óleos de Francisco de Zurbarán, de su serie Los Trabajos de Hércules: Hércules lucha contra el león de Nemea; Hércules lucha contra la Hidra de Lerna; Hércules lucha contra el jabalí de Erimanto; Hércules desvía el curso del río Alfeo; Hércules y el toro de Creta; Hércules vence al rey Gerión; Hércules y Can Cerbero; Hércules separa los montes Calpe y Abyla -estrecho de Gibraltar, no incluido en la serie mitológica de los doce trabajos-; Muerte de Hércules abrazado por la túnica del centauro Neso -no incluido en la serie mitológica de los doce trabajos-; Hércules luchando contra Anteo; Fragmento de Hércules y Anteo, donde se aprecia el brazo y mano izquierdos de Anteo en escorzo; todas obras realizadas en el año 1634, Museo del Prado, Madrid; Faltaban de la serie mitológica de los doce trabajos de Hércules: Captura de la cierva de Cerinea, Matar a los pájaros del Estínfalo, Robar las yegüas de Diomedes, Robar el cinturón de Hipólita, cuatro trabajos considerados poco nobles, o con animales nada fieros, o trabajos poco serios, o esfuerzos nada heroicos; Fotografía de la plaza sevillana de Pilatos, donde se sitúa la estatua del pintor Zurbarán.)
 

6 de octubre de 2014

La esencia del idilio será el canto de un cisne que canta sabiendo que lo hace por última vez.



Dos de las miradas más geniales retratadas en el Arte la consiguieron, si acaso, dos creadores muy diferentes de dos épocas muy distintas. Dos obras radicalmente diferentes pero que se asemejan ahora en el incierto sentido de sus causas... Hay mirada en esas obras, pero ahora no hay nada concreto, sin embargo, que esos ojos miren en ninguno de ambos lienzos, aunque los personajes retratados parezcan mirar algo. Existe mirada ahí, en las dos obras, a pesar de ser tan diferentes los motivos para retratar a esos dos personajes tan distintos. Uno porque su desprendimiento interior radicará en que nada puede aturdirle ahora mientras mira. La otra porque nada de lo que ella tenga que mirar la subyuga ahora demasiado. En pleno momento cumbre de su carrera artística, Velázquez compone tres obras tan curiosas como impropias de un alarde tan imperialista...  Porque las tres obras de Arte las realiza Velázquez para la tan imperial corte del rey español Felipe IV y su Torre de la Parada madrileña. Junto a otras obras de esa misma serie, Esopo y Marte, el gran pintor barroco español crea en el año 1638 su particularísima obra Menipo. El filósofo y escritor Menipo de Gándara (siglo III a.C.) fue uno de esos pensadores griegos sin complejos. Adscrito a la escuela cínica, idearía una forma de sátira donde lo criticado no fuese una persona, como era lo habitual en la sátira burlesca y personal de Aristófanes, por ejemplo; no, sino que ahora serán cosas de la vida en general, de la propia sociedad o de los diversos modos de vivir en ella.

Es por lo que su fama de filósofo pasaría a la historia por el desdén hacia las cosas mundanas, hacia las apariencias o hacia lo más insustancial de las cosas menos relevantes de la vida. Y entonces Velázquez comprende el valor de acudir a tan curioso personaje griego para plasmarlo en una obra. ¡Y hacerlo además en pleno mundano siglo XVII! Porque, ¿cómo representar la imagen de un ser para el que nada tuviera sentido, ni siquiera su propia imagen? Este fue el reto de Velázquez. Y lo consiguió expresar el artista barroco español con la mueca del gesto más imposible de descifrar ante la mirada de un hombre. ¿Qué nos quiere transmitir con ese gesto particular el pintor?: ¿la indecible falta de interés de Menipo hacia los mismos libros, abiertos ahora y tirados en el suelo?; ¿su satisfacción por presentarse de esa guisa tan humilde?; ¿la escasa ornamentación decorativa del lienzo, donde sólo una vasija de barro se asienta en el inestable soporte de una tabla apoyada ahora sobre dos esferas imprecisas? Siglos más tarde el pintor francés Joseph-Désiré Court (1797-1865) crearía el retrato -según algunos críticos- de su propia esposa. La obra de Arte -creada en el año 1828- la intitularía el creador Mujer en un diván. Observémosla bien, ¿a quién dirige ella aquí su mirada? Imposible saberlo.

El pintor quiso plasmar la belleza de ella, pero no quiso desvelar con ello su mirada... No quiso que la fuerza de la sensación profunda y misteriosa de sus ojos -y de otras cosas bellas- se dirigieran ahora hacia los ojos maledicentes de los que la miran deseosos. ¿Lo consiguió el pintor? ¿Mantuvo el autor de la obra también el mismo alarde ante su propia vida? Es decir, ¿supo mantener el pintor en su vida conyugal ese mismo anhelo de lo que, para él, no fuese tal vez nunca poseído del todo tampoco? Al menos, lo entendería una vez y lo expresaría así, de esa forma tan sutil, con su propio Arte. Y ahí radicará la grandeza personal de este pintor francés: que a la vez de retratar la belleza prodigiosa de ella la protegió de sí mismo y de los otros. La lírica poética que admiramos desde antiguo la comenzaron los griegos que nacieron después de morir Alejandro Magno. Fueron llamados esos poetas griegos helenísticos. Fueron los poetas griegos que, como Teocrito, idearon otras formas de sentir que las arcaicas clásicas odas homéricas de antes, aquellas grandes epopeyas donde los héroes o los dioses triunfan por doquier o donde las duras palabras articulaban también la difícil tragedia. Así que, entonces (siglo III a.C.), cantaron esos poetas helenísticos sobre cosas sencillas o sobre seres humanos que, rodeados de serena y bella naturaleza, se atrevieran a vivir con sus miserias o con sus pequeñas alegrías ahora sin desfallecer...  Y así nacieron los primeros versos que, luego, progresaron con los siglos hasta llegar a los versos desgarradores que alumbraron los poetas románticos del siglo diecinueve. O incluso, algo más tarde, hasta los clásicos poetas languidecientes del decadentismo, del modernismo o del parnasianismo.


El susurro del viento en aquel pino, cabrero,
es como un rumor de agua viva,
dulce, como las notas de tu flauta.
Después de Pan,
merecerías el segundo premio.
Y si él se ganara un macho cabrío,
la cabra tendría que ser tuya;
y si él escogiera la cabra,
a tí te tocaría en suerte el cabrito.

Tu canción es más dulce, pastor,
que el sonido de las aguas
que salpican de lo alto de las peñas.
Si las musas escogieran una oveja,
a tí se te daría como recompensa
un cordero engordado en el establo,
y si ellas prefiriesen el cordero,
tu obtendrías como premio ya la oveja.

¿No quisieras, cabrero, por las ninfas,
sentarte un momento en las lomas,
entre los tamariscos,
y tocar para mi tu flauta mientras cuido mi rebaño?

No, pastor, nada de eso:
no debiéramos perturbar la quietud del mediodía.
Debemos temer a Pan, quien, de seguro,
reposa por algún sitio, cansado después de la caza.

Mas, pastor, que tan bien cantas las penas de Dafnis,
y que tanto has meditado la retórica pastoril,
ven aquí conmigo a sentarte bajo el olmo de Príapo,
delante de las hadas de la fuente,
junto a los robles donde vienen los pastores a retarse.

Ah, si cantaras como aquel día
que enfrentabas a Cromis de Libia,
te dejaría ordeñar, , tres veces,
una cabra que cría mellizos,
y que aun dando de mamar a sus dos cabritos,
da dos cubos repletos de leche.

Y después te daría un cuenco de madera con dos asas,
frotado con ceras de abeja,
y que aún huele a la navaja del tallista.
Por sus bordes se extiende la hiedra,
una hiedra salpicada de flores amarillas,
y a su lado, retorcido,
un zarcillo con el fruto jubiloso del azafrán.

Y por dentro, muy bella, como tallada por los dioses, 
hay una mujer grabada, vestida de amplio manto,
y el cabello recogido en una red.
A su lado dos jóvenes de hermosas cabelleras
que, por turnos, luchan por ella
sin que logren conmover su corazón.

La joven mira a uno, ahora, risueña,
y luego, ligero, le arroja un pensamiento al otro;
pesados los párpados de ambos,
por los desvelos del amor,
sus esfuerzos, sin embargo, son vanos.

Además, está allí representado
un anciano pescador y una roca,
una áspera roca donde, con todas sus fuerzas,
aquel lleva una amplia red para lanzarla,
como quien pone el corazón en la tarea.

Se diría que pesca con toda
la potencia de sus músculos,
las venas de su cuello se le hinchan.
A pesar de sus canas, posee el vigor de un muchacho.
No lejos de aquel viejo marino,
curtido por el mar,
hay un viñedo cuajado de racimos rojos como el fuego,
y, sentado sobre un muro tosco,
un niño que se encarga de cuidarlo.

A su lado acechan dos zorras,
una que va y otra que viene a lo largo de los surcos;
una para comerse unas uvas,
mientras la otra empeña su astucia en esperar
junto a lo que antes ha sido cosechado,
jurando no apartarse del muchacho,
hasta dejarlo pelado y sin desayuno.

Pero él está haciendo una hermosa caja,
y trenza robinias y asfódelos,
que entrelaza con carrizos,
y le importa menos su morral  y las viñas
que el placer de trenzar.

A todo lo ancho del cuenco
crecen ramas de blando acanto,
admirable milagro de artesanía.
Por este cuenco he pagado,
a un barquero Caledonio,
una cabra y un enorme queso blanco.

No lo he tocado aún,
sus labios no han tocado los míos.
Para que se cumpla mi deseo
daría alegre este cuenco,
si tú, mi amigo, cantas para mí tu alegre canción.
No tengo otra cosa que darte.

Empieza, pues, amigo,
ya que no puedes, lo aseguro,
llevarte tu canción,
que nos hace olvidarnos de todo,
al otro mundo contigo.

Idilio I., del poeta griego Teócrito, época helenística, siglo III a.C.


(Óleo de Diego Velázquez, Menipo, 1638, Museo del Prado, Madrid; Acuarela del pintor impresionista español Mariano Fortuny, Menipo según Velázquez, 1866, Museo del Prado; Óleo del pintor neoclásico Joseph-Désiré Court, Retrato de una dama en el diván, 1828, Museo Fabre, Francia.)

2 de octubre de 2014

El idealismo profético del Amor cortés más como un fenómeno estético que como otra cosa.



Cuando el pintor prerrafaelita Edward Burne-Jones  tuvo ocasión de ver los manuscritos provenzales de los Cuentos de Canterbury -traducidos al inglés por Geoffrey Chaucer (1343-1400)-, quedaría absolutamente asombrado por tal efusión de pasión mística y profana, de emoción divina y terrenal,  que suponían las poéticas palabras escritas por unos autores franceses del siglo XIII. Esos manuscritos componían la gran obra lírica medieval titulada el Roman de la Rose. Divididos en dos partes separadas, fueron escritos por dos poetas diferentes, Guillaume de Lorris y Jean de Meung. Relataba el poema inicialmente un sueño, una ensoñación maravillosa en la que el protagonista es recibido por una dama ociosa que le abre las puertas al Jardín del placer. En esta alegoría del amor idealizado el personaje protagonista pasará también por la influencia de otros personajes alegóricos, todos ellos representativos de ideas o conceptos muy humanos. Así entonces el personaje de la Alegría, por ejemplo, llevará al protagonista a un baile donde se encuentra con otros personajes alegóricos que tratarán de seducirle, como el de la Riqueza y el de la Generosidad. Más adelante el protagonista se enamora de una Rosa, una flor maravillosa muy alejada de él, distante ahora en el centro mismo de aquel Jardín del placer. El poema medieval describe cómo tiene el peregrino-protagonista que corregir su carácter y aprender así los mejores modos para poder conseguir el amor deseado, el amor cortés. Según el romance, para alcanzar  su objetivo amoroso tan anhelado obtiene también la ayuda de otros personajes contingentes: de Paciencia, de Esperanza, de Pensamiento agradable, de Mirada dulce o de Verbo suave.

Pero antes de llegar al centro de ese mítico Jardín, el peregrino atraviesa un bosque que le llevará a ser recibido por Acogida agradable. Aunque de pronto se encuentra con Peligro..., y para ese momento Razón le disuadirá de querer continuar. Sin embargo, el protagonista insiste en seguir adelante, aplacará a Peligro y, decidido, llegará por fin a ver su deseada Rosa. Y a besarla incluso luego. Pero la tierna escena romántica la observa ahora Mala persona, que solicita ayuda a los enemigos del caballero-protagonista, a Miedo, a Vergüenza y a Peligro, personajes alegóricos que cierran el bosque y encarcelan a Acogida agradable en una torre para siempre. En ese preciso instante el caballero empieza a dejarse llevar ahora, sin poder evitarlo, por un sentimiento desconocido muy parecido al dolor...  En esta obra poética se trataba de encumbrar al amor cortés, una concepción platónica del amor humano más furtivo permitido por entonces. Es decir, una especie de amor aristocrático con el cual sólo un tipo de sentimiento tan  elevado o tan extraordinario como ese podría acaso acercarse así, fugazmente y por medios poéticos, al deseo prohibido provocado por unas nobles señoras del todo inalcanzables. En pleno momento del feudalismo medieval esas señoras concentraban en sí mismas dos objetivos diferentes en aquella sociedad: por un lado fortalecer el sentimiento de admiración, devoción o  servidumbre hacia los deseos, nada amorosos, de relaciones de poder social (unos señores más favorecidos frente a otros mucho menos),  y, por otro, un motivo más civilizado para poder ejercer así una forma de adulterio más o menos consentido. A pesar de esas razones cortesanas o mundanas los creadores prerrafaelitas del siglo XIX, unos pintores enamorados de la idea romántica medievalista del amor, consiguieron retratar sin complejos la pasión, la mística, la devoción o el deseo elevado más exquisito y excelso.

Entre ellos proliferaba el sentimiento de que la existencia debía procurar los placeres de la vida y el amor en esta morada terrenal más que los que nos tuviera reservada la ansiada eternidad misteriosa. De ese modo el pintor británico Burne-Jones crearía su tríptico basado en aquel Roman de la Rose del siglo XIII, donde ahora la Rosa es aquí el objeto más codiciado de ese amor imposible. La Rosa, una flor cuya belleza durará tan poco como la fragancia que desprendan sus delicados pétalos efímeros. Porque es ahora el símbolo del amor más perfecto, el más idealizado o el más frágil y, por tanto, expresión  del amor más perecedero y caduco. En su obra El amor y el peregrino consigue el pintor mostrarnos el difícil y apesadumbrado peregrinaje del protagonista hacia el objeto de su pasión. Lo vemos junto a un ángel alado -símbolo del amor más puro- que le guía silencioso, incluso con gesto poco alentador, por el tortuoso camino a través de los traicioneros ramajes del bosque. Unos obstáculos peligrosos que se le presentan al caballero en el devenir azaroso de su deseo. Se deja guiar de ese modo el peregrino a pesar de no sentir fuerzas para ello. El pintor no deja de señalarnos en su obra el contraste entre una idealización maravillosa y el farragoso deambular del peregrino. Pero tan solo al final, en una de las obras del tríptico realizada años antes, consigue por fin el protagonista llegar a presenciar la anhelada Rosa de su deseo.  Esta es ahora la rosa inaccesible, representada en otro lienzo del tríptico prerrafaelita -El corazón de la Rosa- por una mujer idealizada que, de manos de ese guía impenitente, se muestra ante el peregrino con un semblante tan distante como lo fuese aquel sentido prosaico y feudalista del medieval romance. Por tanto ahora un sentimiento amoroso poco más que indefinible, muy alejado de todo deseo real, bastante interesado y del todo imposible.

(Óleos -tríptico- del pintor prerrafaelita Edward Burne-Jones, El amor y el peregrino, 1897, Tate Gallery, Londres; Cuadro El peregrino ante las puertas de la ociosidad, 1884, Museo de Arte de Dallas, Texas; Óleo El corazón de la Rosa, 1889, Colección Privada.)