Cuando al atardecer del dieciocho de febrero del año 1564 falleciera en Roma el genial Miguel Ángel Buonarroti, el Renacimiento habría ya acabado para siempre. Ahí terminaría algo que jamás volvería a repetirse y que muy pocos pudieron entonces imaginar hasta dónde llegaría la influencia -gracias a Miguel Ángel- de ese movimiento cultural tan extraordinario. Para comprenderlo hay que admirar lo que él hizo. Ahí está todo. Pero, ¿se verá todo realmente? Esto, el que se vea o no claramente, fue la artificiosa grandeza para la cual se sirvió el creador italiano de su Arte. Si lo consiguió con la escultura, una actividad artística compleja para expresar sutilidades, ¿qué no llegaría a conseguir Miguel Ángel con su Arte pictórico tan versátil? Fue una oportunidad única la que el Papa Julio II le ofreciera a principios del siglo XVI al pintor. Este Papa decidió decorar con los frescos más armoniosos y bellos la bóveda de una capilla que sus antecesores le habían legado en el Vaticano. Sólo motivos bíblicos debían ser la temática que se utilizase en esa decoración. Pero Miguel Ángel no era solo un pintor, era un creador, un ser a los que no se les puede decir qué deben hacer o crear con sus alardes.
Además la capilla Sixtina era un edificio muy alto y alargado, ¡y había que decorar todo! Esa fue su salvación y su agonía. Su agonía porque casi pierde la vida, la salud y la fortuna. Su salvación porque llegaría a componer lo que quiso y de la manera que quiso obteniendo la mayor creación artística del Arte en un interior arquitectónico. La capilla Sixtina decorada por Miguel Ángel es, básicamente, una estructura artística dividida en dos áreas: la pared frontal y la bóveda del techo. En la pared frontal el genio florentino creó El Juicio Final; en la bóveda del techo temas del Génesis. La vida de los apóstoles y de Jesús, que Julio II quería ver representadas en el techo, nunca fueron compuestas en la capilla. Miguel Ángel decidió plasmar solo escenas del Antiguo Testamento, como la Creación o la Caída del hombre, y todas además con su estilo renacentista muy innovador. Con esa nueva forma de componer al ser humano grandiosamente, de plasmar al vencedor del mundo como centro del universo y protagonista indiscutible de la vida y de la historia. Casi como un dios humano, pero partícipe también, sin embargo, de las cosas que le habían maldecido con unas leyendas que lo marginaban a la innominiosa defenestración más vil de su especie.
Desde que los artistas prerrenacentistas -como Masaccio- habían dibujado la desnudez del hombre en sus obras quattrocentistas -del siglo XV-, los creadores renacentistas no entendieron la desnudez humana sino como una significativa y esencial forma natural de componerlo. De representar al ser humano como era, con su absoluta y meridiana realidad más auténtica, sin adornos, sin detalles estéticos que delimitasen al ser humano a una determinada época o a una concepción concreta, o a una idea o a un prejuicio determinado. Y Miguel Ángel no solo vio en el Génesis una excusa perfecta -los humanos por entonces eran así, desnudos, como sus almas y sus anhelos- sino que además le ayudaría a que la belleza representada tuviera rasgos neoplatónicos, como los principios que llevaron a hacer del Renacimiento una tendencia especial, libre, antropocéntrica, reivindicativa y esperanzadora. Pocos años después de morir Miguel Ángel, cuando entonces los prelados vieran en sus frescos del Juicio Final los desnudos desinhibidos de sus cuerpos retratados, llamaron a un pintor -Daniel da Volterra- para que ahora los cubriese con velos artísticos y sosegadores.
Sin embargo, los frescos de los altos techos, tan poco cercanos a la vista, de la Creación y la Caída del hombre fueron dejados como el artista los había compuesto. Así que la extraordinaria obra de La Caída del Hombre, el Pecado Original y la Expulsión del Paraíso es un ejemplo maravilloso para entender el título de la entrada. Porque esos frescos de la Capilla Sixtina son un todo grandioso, un universo estético que narra toda la imagen ideada por la intuición artística y filosófica del pintor florentino. Gracias a los detalles que las reproducciones actuales permiten ver, podemos comprobar mejor las magníficas sensaciones de algunas imágenes. Por ejemplo, el fresco la Caída del hombre, tema utilizado por otros pintores para plasmar la conocida escena de la tentación de Adán y Eva. Pero Miguel Ángel no se dejaría influir por nada, ni por maestros, ni por Papas, ni por el Génesis, ni por prejuicios culturales. Su privilegiada intuición nos sirve aquí para comprender hasta qué punto el Arte ayudaría al creador a poder realizarlo.
El relato sagrado lo contaba así: Y como viese la mujer que el árbol era bueno y una delicia para los ojos tomó de su fruto y comió. Y dió también al hombre que estaba a su lado, y él comió también. Curiosamente, el relato es fiel a lo que pintó Miguel Ángel, o al revés, mejor dicho. En ningún caso el Génesis describe ninguna intervención de ninguna serpiente metafórica, salvo para verbalizar en la mente de Eva unas palabras tranquilizadoras, pronunciadas por ella sobre el hecho de desmentir el consejo -que no prohibición- que Dios le había hecho antes: No comáis de él, ni lo toquéis, no sea que muráis. Y Miguel Ángel se permite una libertad iconográfica: transformar la torticera serpiente en parte de una réplica de Eva, en otra mujer, su propia conciencia. Pero hay algo más. En el fresco de la bóveda sixtina compuso el pintor dos escenas: a la izquierda la caída, la tentación, a la derecha la expulsión del paraíso. Son los mismos seres pero no lo son del todo. En la expulsión están hundidos ambos personajes, avejentados, trastornados, destrozados, separados en su caminar desorientado. Sin embargo, a la izquierda de la imagen están los dos como nunca se habían representado en ninguna imagen artística ni antes ni después en la historia. Están ellos juntos y enfrentados sensualmente, satisfechos e inocentes los dos con una gratificante erótica actitud que, ahora que lo vemos -no antes en el Renacimiento cuando desde tan lejos fuese poco visible-, pensaremos: ¿qué necesidad tendrían ellos ya -ni siquiera de conocimiento- de comer ahora fruta especial alguna de ese maldito árbol si estaban ya eróticamente satisfechos?
El genio florentino lleva a Adán a tomar su iniciativa, no espera que ella le de nada, él alza ahora su brazo derecho para tomar la misma fruta que ella ya está tomando. Tampoco habla el Génesis de manzano ni manzana alguno, sino de una higuera y es por eso que Miguel Ángel pinta una higuera en su fresco de la bóveda sixtina. Miguel Ángel se basaría fielmente en el texto bíblico, una astuta forma de eludir posibles críticas y poder hacer lo que él quería hacer con su obra. ¿Pero, qué quiso hacer, realmente? No lo despeja el genial creador -como nunca en el Arte se hace-, por eso lo dejaría así, para que las intuiciones de los demás decidan lo que quieran al verlo. Una posible decisión es que los dos ya estaban satisfechos y que los dos decidieron, sin embargo, comer luego la fruta peligrosa. A ambos los retrata el pintor tranquilos y seguros llevados por una distracción erótica a causa de la cual estarían contentos y satisfechos. ¿Qué los llevará entonces a perderse luego? El pintor, como el relato bíblico, no lo explicaría nunca. No murieron, como se le advertiría a Eva desde su propia conciencia -la vil serpiente imaginaria-, no; solo fueron transformados, desterrados, abandonados y desconcertados para siempre. Así los representa el creador en su otra escena retratada a la derecha. Con la incomprensible manera de no poder llegar a entender ahora esta drástica transformación. ¿Por qué?, parece decirnos Miguel Ángel, ¿por qué toda esa defenestración para unos seres que nunca se habrían planteado -deseado- otra cosa mejor de lo que ellos ya estaban viviendo antes? Y con esa duda inexplicable acabaría el creador también su propia vida -como también el Renacimiento, como también todo aquel paraíso perdido- un dieciocho de febrero del año 1564 en su casa romana de la piazza Venezia, cuando a partir de entonces el mundo nunca más brillase tan genial como aquellas imágenes eróticas, grandiosas y sinceras nos hubiesen maravillado para siempre.
(Detalle del fresco La Caída del Hombre, Capilla Sixtina, 1509, Miguel Ángel; Retrato de Miguel Ángel Buonarroti, 1565, del pintor Daniel da Volterra, Museo Teylers, Haarlem, Holanda; Fresco de la bóveda de la Capilla Sixtina, La Caída del Hombre, el Pecado Original y la Expulsión del Paraíso, 1509, Miguel Ángel, Ciudad del Vaticano, Roma; Detalle del Juicio Final, pared frontal de la Capilla Sixtina, 1541, Miguel Ángel, Ciudad del Vaticano, Roma; Óleo del pintor británico William Strang, La Tentación, 1899, Tate Gallery, Londres.)