18 de junio de 2011

Los ocultos senderos de la mente o la necesidad a veces de enajenar el juicio...



En los años oscuros del medievo surgieron, sin embargo, algunos hombres lúcidos y muy destacados. Uno de ellos fue el caso del filósofo italiano Tomás de Aquino (1224-1274). Entre sus muchos escritos señalaría con respecto a la estupidez humana lo siguiente: Se trata de una percepción de la realidad. Es como en las cosas del sabor. Para discernir un sabor de otro preguntamos a quienes tienen un paladar sensible. Lo que de hecho es amargo o dulce parece amargo o dulce para quienes poseen una buena disposición del gusto, pero no para aquellos que tienen el gusto deformado. A los que en ocasiones padecen de fiebres se les corrompe el gusto y no encuentran entonces dulces las cosas que en verdad lo son. Una de las cosas que el filósofo Tomás de Aquino destacara fue la especial característica del estulto, es decir, del necio o estúpido: Esta consiste en ignorar la conexión existente entre los medios y los fines. Debemos distinguir entre la estupidez especulativa de la práctica; ésta última es peor. Es decir, no debemos confundir inteligencia -propiamente dicha- con resultados: hay personas limitadas en su inteligencia que saben actuar muy bien; sin embargo, las hay muy inteligentes que son verdaderamente estúpidas en actuar. Es por lo que debe así existir otro componente que añadir al entendimiento, ¿pero, cuál?: la sensibilidad. Continúa diciéndonos Tomás de Aquino: Otra de las características de la estulticia es la falta de sensibilidad. Para esto el filósofo medieval distingue entre estúpido (estulto) y fatuo (sin razón). Continúa Aquino: La fatuidad es la total carencia de juicio. El estulto, a diferencia, tiene juicio, pero lo tiene embotado (que es muchísimo peor). Es por ello que la estulticia es contraria a la sensibilidad, que proviene de la sabiduría, palabra que procede a su vez de saber, de sabor Así como el gusto discierne y distingue los sabores, la sabiduría distingue las cosas y sus causas. A lo obtuso, por tanto, se opone la sutileza, la perspicacia o la sensibilidad.

El Art Nouveau surgió a finales del siglo XIX como un revulsivo estilo contra todo lo establecido como Arte por entonces. Fue también conocido como Modernismo. Ya se había iniciado antes una tendencia general para romper fronteras o para ir más allá en los conceptos artísticos. A ello contribuyó por ejemplo los escritos del crítico de arte inglés John Ruskin (1819-1900). Aunque este crítico se rebelaría contra el entumecimiento estético y los efectos perniciosos de la Revolución Industrial, formulando una teoría esencialmente espiritual y gótica (medieval), postularía, sin embargo, la democratización de la belleza... Así que con el Art Nouveau se trataría por entonces de que hasta los objetos más cotidianos llegaran a tener valor estético y fuesen accesibles a toda la población. Aunque, eso sí, sin llegar a utilizar las modernas técnicas de producción masiva. Este movimiento, totalmente revolucionario en el Arte, comprendería todas las manifestaciones artísticas, no sólo las Artes mayores sino también el mobiliario o los objetos propios del diseño decorativo. En la Viena del año 1897 se fundaría una tendencia artística modernista como sucediera en otros países europeos, pero aquí acabaría denominándose secesión vienesa. A diferencia de las otras la secesión vienesa culminaría en la historia a consecuencia de la rigidez política y social que entonces el Imperio Austro-Húngaro obligara a una burguesía ansiosa de poder e influencia. Esa burguesía liberal se centraría en la Literatura, en la Ciencia o en el Arte. De ese modo acabaría apoyando a los jóvenes creadores que propiciaban un movimiento lleno de rebeldía.

Cuando en la búsqueda de una elegancia diferente se incluyeran ahora rasgos de formalidad más severa, cuando además se traspasara esa sobriedad formal que caracterizaba al Modernismo, se llegaría a alcanzar poco más tarde lo que acabaría por denominarse Expresionismo. Y en esta nueva tendencia expresionista aparece el gran y original creador austríaco Egon Schiele (1890-1918). Con una personalidad absolutamente irreverente y escandalosa, se enfrentaría decidido a la inflexible y lastrante moralidad de su época. Por mantener una relación con su adolescente modelo acabaría brevemente encerrado en una prisión imperial. Las contradicciones de su obra y su vida llegaron a manifestarse hasta en su irónica forma de morir. Cuando en los inicios de la Primera Guerra mundial (1914-1918) todos los jóvenes austríacos fueran llamados a filas, el ya entonces afamado artista Egon Schiele fue excluido por pertenecer a tan especial élite intelectual. Pero, a pesar de ser salvado por el Arte, no pudo impedir que los efectos mortíferos de la contienda mundial acabaran con su vida en el año 1918. La gripe, llamada errónea y mediáticamente española, surgida y extendida gracias al movimiento de las tropas por Europa, consiguió malograr una de las carreras artísticas más prometedoras del siglo XX.

Y así es como, a veces, tendremos que enfrentarnos con la estupidez humana, esa actitud que se prodigará abundante por todos los lugares de la Tierra. Enfrentarse a la inteligente estupidez obligará a veces al uso del sarcasmo, de la ironía o hasta del cinismo... Pocos términos han podido llegar a ser tan confusos como este del cinismo, llevado por su ambivalencia, el mal uso, la costumbre equivocada o la estupidez. Cuando surgió este término en la Grecia de la antigüedad, cinismo hacía referencia a una escuela filosófica fundada por Antístenes en el siglo IV a.C. Posteriormente el racionalismo del siglo XVIII lo vistió de una definición antropológica diferente, al parecer necesaria. El cinismo moderno se entiende ahora como una disposición a no creer -descaradamente- en la sinceridad o en bondad humanas. Una actitud crítica despiadada, pero, ha de reconocerse, un buen principio a veces para empezar con algunos seres... estúpidos. Fue un gran humanista, Erasmo de Rotterdam (1466-1536), quien haría uso del elogio a la locura para enseñarnos cómo sería el mundo sin una mínima gota de locura inteligente. Nos dice el pensador holandés: La locura es sabiduría mundana, resignación, tolerancia. Prosigue el humanista diciendo: La sabiduría es a la locura como la razón a la pasión. Y en el mundo hay mucha más pasión que razón. Lo que mantiene al mundo en movimiento, la fuente de la vida, es la locura. Hay dos clases de locura. Una fomentada por la furia que se engendra en el infierno. Otra, muy distinta, que es pura, inocente e ingenua. La primera es pasión de la guerra, avaricia, sacrilegio. La otra es diferente y no corresponde nada más que a un cierto alegre extravío de la razón. La locura aporta felicidad y alegría al corazón, despreocupación y hermosura al alma, que oculta e ignora los problemas, penas y todo sufrimiento que ésta no sería capaz de soportar sin aquélla.

¿Podremos utilizar una cierta locura ahora sin desfallecer, es decir, sin caer injustamente en alguna trampa caótica auspiciada desde la estupidez inteligente? Este es el reto. En la creatividad artística se consiguió algo parecido con un Modernismo exacerbado y neoexpresionista. Algunas obras expresionistas fueron -lo son a veces hoy- censuradas por su atrevimiento artístico. Generalmente, hoy su extensa publicidad -se conocen las obras artísticas gracias a su amplia divulgación- hace totalmente ineficaz ir contra ellas. ¿Cómo permitiríamos hoy que no se expusieran? Pero, y en los demás casos, en los seres humanos, aquellos que no tengan nada que ver con el Arte. Por ejemplo, cuando los seres humanos ahora -sin publicidad, solos ante la estupidez maliciosa- nos enfrentemos solitarios a la inteligente estulticia..., ¿podremos evitar, sin desfallecer, la censura más despiadada, ofensiva y obtusa ante nosotros? Porque además ésta -la estupidez humana- no se mostrará ahora claramente descubierta, serena o frágil ante nosotros, no, ahora se enarbolará ella vanidosa detrás incluso de un rostro amable y seguro de sí mismo, pero del todo inflexible, tanjante y desmoralizador hacia los espíritus sensibles. Serán aquí, en estos casos humanos, donde el cinismo ahora adquiera su otra cara más conocida, la más vulgar, manipuladora, torticera y estúpida. Porque es ahora cuando la estupidez se vestirá de ese otro cinismo despiadado para ahuyentar a los espíritus honestos y sinceros. Espíritus que se atreverán, incluso, con disponer de una cierta locura salvadora, esa misma con la que se atrevan ahora a dirimir una creativa estrategia para neutralizar la estupidez cínica y acosadora. Pero aquí también puede existir un peligro. La mayoría de las veces no hay publicidad o no hay testigos, y así la creatividad de los seres que defienden honestamente su postura podrá volverse -como un afilado cuchillo por ambos filos- contra ellos mismos. Así, sin otra arma ni otra cosa ahora que su vida descubierta y vulnerable... frente a la insidiosa, oportunista y engañosa estupidez.

(Detalle del óleo Extracción de la piedra de la locura, 1480, del pintor holandés El Bosco; Cuadro del pintor barroco italiano Luca Giordano, siglo XVII, Filósofo Cínico; Imagen de la obra del pintor expresionista austríaco Egon Schiele, Moa, 1911; Obra Muchacha arrodillada sancando la falda por la cabeza, 1910, Egon Schiele; Autorretrato masturbándose, 1911, Egon Schiele; Óleo del pintor español del barroco Zurbarán, Apoteosis de Tomás de Aquino, 1631, Museo Bellas Artes de Sevilla; Cuadro Erasmo de Rotterdam, 1517, del pintor Quentin Massys; Cuadro La muerte y la muchacha, 1916, Egon Schiele; Cuadro Caricia de cardenal y monja, 1911, Egon Schiele; Cuadro Mujer sentada, 1917, Egon Schiele; Cuadro Resistiré tenazmente por el Arte y mis amores, 1912, Egon Schiele; Cuadro de Egon Schiele, Muchacha acostada con vestido oscuro, 1910; Fotografía del pintor expresionista Egon Schiele, 1915.)

12 de junio de 2011

La depresión causada por el fin de la infancia, su pérdida definitiva y el Arte.



En el año 1953 el escritor británico Arthur C. Clark (1917-2008) publicaría su novela El fin de la infancia. La narración de ciencia-ficción describe la invasión de la Tierra por unos extraterrestres inteligentes y bienintencionados. Al principio no se comunican sino desde lejos, sin ser vistos. Así prometen que van a ayudarnos y que pasados cincuenta años revelarán su completa identidad. Después de ese tiempo se muestran como verdaderamente son: físicamente aterradores. Ahora los seres humanos descubren, asustados e incrédulos, la verdadera apariencia diabólica de esos supuestos salvadores. Pero, sin embargo, su mensaje a la humanidad sigue siendo esperanzador. Pretenden que las generaciones siguientes alcancen un nivel muy superior. Para ello serán los niños los que se transformen. A través de un poderoso desarrollo de sus potencialidades psíquicas conseguirán los niños unas extraordinarias facultades. A cambio, el precio por todo ese poder será perder la identidad individual de cada uno de ellos. El paso de la infancia a la vida adulta ha sido representado por los humanos desde la más remota antigüedad. La inconsciencia del rito -aún somos niños- no nos hace entender nada la esencia real de ese proceso. ¿Qué puede esperarnos una vez alcancemos la madurez a lo que el fin de la infancia supone? En algunas sociedades primitivas el niño es raptado y devorado, metafóricamente, por un monstruo terrorífico. Muere en cuanto niño y ha de afrontar una serie de desafíos que pondrán a prueba su idoneidad para la vida adulta. Entonces adquiere el niño, o no, un conocimiento, una impronta. A partir de ahí podrá integrarse a la sociedad adulta, en caso contrario no será nada, no se le reconocerá su identidad.

Siguiendo el relato de ciencia-ficción de Clark, luego de la transformación supuestamente evolutiva, ¿qué será de la especie humana después de perder la inocencia, de creerse ahora únicos y especiales? Debe ser como la sensación del infante ante la dura prueba de la iniciación a la madurez. Sufre, maldice su suerte y acabará postrado en un choque de incomprensión. La tristeza, de pronto, es seguro que le sobreviene subrepticiamente. Sin embargo, acabará ese proceso siendo más sabio y más conocedor de los secretos de la congoja. La sabiduría conlleva siempre un despertar, también en la infancia. Seguidamente la inocencia sucumbirá tras los salados sabores de sus lágrimas. Pero el tenue hilo entre ambos mundos -la infancia y la madurez- continuará invisible sobreviviendo, sin embargo, entre los profundos corazones de cada ser. Cuando los seres humanos adultos son maldecidos por la acedia, la depresión, la autoanulación o la tristeza es como si realizaran el proceso de aquel rito iniciático... pero ahora a la inversa. Es como si recorriesen el enorme trayecto que los llevará hacia atrás, hacia los albores en los que su mente infante aún estaba por hacerse, donde la inactividad, la irresponsabilidad, la humillación, la travesura, el abandono, la purga de los gestos, de los anhelos y la lucha eran cosas utilizadas entonces -antes como ahora- para sobrevivir.

Volvemos así en nuestras depresiones a ser como antes, como cuando éramos niños: vulnerables, indefensos, inconscientes. Pero, sobre todo, lo que de un modo u otro hacemos en nuestra depresión es querer encontrar de nuevo toda aquella inocencia perdida de antes. Una inocencia que necesitamos para volver a vivir, para volver a perdonarnos. Hemos caído, somos culpables, pero, sin embargo, no podemos hacer ahora otra cosa más que intentar recuperar toda aquella perdida pureza de antes. Pero es imposible, no podremos recuperar ya nada de eso. No podemos volver a ser aquel niño indefenso, infeliz, iniciador de vida, aun llena de incertidumbre pero del todo inocente. Tardaremos tiempo, mucho tiempo en darnos cuenta de esto. Éste es el proceso que nos atenazará durante la experiencia adulta de la depresión. Unos seres más intensamente y otros menos. Pero, sin embargo, al final, cuando -otra vez- consigamos llenos de cicatrices como entonces (en nuestra infancia), asombrados como entonces, superar ahora el ritual depresivo adulto alcanzaremos dos cosas fundamentalmente: por un lado la sabiduría existencial que nos permitirá avanzar sin dejar la identidad personal necesaria; pero, por otro, romper aquel tenue hilo vital de la existencia, cortar cada vez más aquel vínculo emocional primario que nos mantenía, subyugados, a la engañosa salvación de una inocencia infantil.

(Cuadro Retrato del niño Gabriel Miró, 1882, -escritor español de carácter hiperestésico, es decir, exageradamente sensible-, del pintor español -su propio tío- Lorenzo Casanova Ruiz; Cuadro Niño con paloma, 1901, de Picasso; Óleo del pintor barroco español Bartolomé Esteban Murillo, Niño apoyado, 1680; Cuadro postimpresionista Mujer y niño en interior, 1890, del pintor francés Paul Mathey, 1844-1929; Óleo del pintor húngaro Mihály Zichy, 1827-1906, El triunfo del genio de la destrucción, 1878, ejemplo visual de la figura alegórica del sufrimiento depresivo; Cuadro del pintor español Joaquín Sorolla, Niña con flores, 1903; Cuadro Niña con naranja, 1890, Vincent van Gogh; Cuadro del pintor checo neoclásico Anton Raphael Mengs, 1728-1779, Autorretrato juvenil, 1744; Cuadro del mismo pintor en su madurez, Autorretrato en madurez, 1773; Fotografía anónima, Chicos jugando con aros en Toronto, Canadá, 1922; Fotografía del autor del blog a los seis años.)

9 de junio de 2011

El espectro luminoso y su tendencia artística: el lenguaje del color.




Pocas cosas en el universo contribuyen tanto a la comunicación como los colores. Tuvo que existir la luz para que, a ojos de los primeros hombres primitivos, se mostrara toda la mezclada y dispersa gama de tonos de una Naturaleza vibrante. Sin embargo, pronto se desarrollaron técnicas que representaran esos mismos colores que los seres primigenios vieran asombrados. Plantas, minerales, grasas de animales, todo serviría para conseguir las vívidas impresiones que el ojo humano asociara a un concreto tono de reflejo visual. Así se acabarían obteniendo todos los colores..., para verlos ahora de otra forma, tanto en sus diversas tonalidades como en su poderosa calidez, tanto en su fuerza tonal como en su intensidad pasional. Pasarían los años y el Arte consagraría los tintes naturales que podrían ser más útiles para la creación pictórica. De su experimentación y desarrollo los pintores llegarían a obtener extraordinarias mezclas de pigmentos, esas que acabarían plasmando en lienzos la visión que ellos tuvieran de toda aquella Naturaleza feraz. En el Renacimiento los autores rescatarían la vieja escuela artística grecorromana. Pero además tuvieron algunos entonces la lucidez de idear una especial técnica al sobreponer ahora varios colores -unos encima de otros-, hasta crear así una fina capa sutilmente difuminada en el lienzo. En ese mismo período artístico no se trataría ya tanto de que los colores primarios fuesen claramente distinguidos, no, lo que se precisaba fue acercar más la imagen idealizada y perfecta de una Naturaleza dominada, sojuzgada y medida.

Algunos creadores fueron -con la genial rebeldía que hace al Arte progresar- señalando más unos colores que otros. Como por ejemplo el gran pintor manierista italiano Andrea del Sarto (1486-1531), un autor que crearía algunas de sus obras con una especial interpretación muy colorista para entonces. Es el caso de su pintura La Piedad y la Magdalena, del temprano año 1524, donde algunos de los colores fundamentales del espectro se acentuarán mucho más, tanto los del fondo como los de las vestiduras, frente a una coloración menos acentuada propia del Renacimiento inicial. Luego, en el Barroco los colores reinarán exagerados en las creaciones de este explosivo período. Aquí no se contendrán los trazos -como antes- para albergar un color más definido o más fuerte. Sin embargo, abundarán más los ocres, ese amarillo dorado que representará gran parte de esta tendencia artística. Rembrandt, el gran pintor holandés, será el mejor ejemplo de belleza colorista en su tendencia, con una combinación de colores negros, rojos o marrones, todos vibrantes y depurados. Los autores del Barroco pudieron, con su auténtica realidad descarnada, plasmar ahora una paleta más amplia, descontenida, completa y muy elaborada (se llegaron a conseguir en estos años verdaderas mezclas no conocidas hasta entonces). Y todo con el obsesivo fin de conseguir la mayor genialidad realista enmarcada en un lienzo. Utilizando para ello la belleza más sublime que desde una realidad inmisericorde y abrupta se pudiera alcanzar.

Pero, mucho más tarde, en el Prerromanticismo, se filtrarían entonces esos mismos ocres, por ejemplo, en una lánguida estela decolorada... Ya no servirían del todo esos fuertes colores de antes. Se buscaría ahora otra cosa: asombrar, no asaltar. Y para eso se llegaría incluso a una síntesis de las dos tendencias anteriores. Lo que imperaba en esos momentos -finales del siglo XVIII- fue destacar más un aura de espiritualidad que una naturaleza racional, hiriente o desgarradora. Los colores debían formar parte de una expresión, de algo misterioso que se serviría de ellos para dejar así elevar otro mensaje, para inspirar ahora con ellos una emoción no para mostrar aristas, ni claroscuros, ni escenas definidas, ni reflejos fuertes, sagrados o cercanos. Era necesario ahora tan sólo vislumbrar, llegar a crear la atmósfera onírica y simbólica que los románticos posteriores acabarían propagando bellamente. El Neoclasicismo utilizaría luego, antes y después del Romanticismo, los colores para la recreación propia de sus grandiosas escenas narradas, fuesen las que fuesen. Porque aquí, en esta exultante tendencia artística clásica, se dibujaría ahora el color para que fuese fiel a cómo debía ser realmente lo representado. El fondo, si debía ser oscuro, era negro; el ángel, si tenía que ser blanco, puro y celestial, así lo sería, claramente blanco. El pintor danés Carl Bloch (1834-1890) conseguirá definir los colores con una perfección exquisita, definiendo con ellos cada cosa cómo debe ser, de modo que resalte lo que cada cosa es... antes de ser plasmada en un lienzo. También el pintor neoclásico ruso Iván Aivazovsky (1817-1900) conseguiría en el año 1850 crear los colores vivos más fuertes que esta tendencia pudiera atreverse a pintar. Para su obra La novena Ola, el cielo contrasta aquí fuertemente con el mar en una escena de tonalidad inversa, con lo que se pretenderá así inspirar una posibilidad de salvación a los náufragos. Más aterrará ver un firmamento deslumbrante y rojo -que no es lo amenazador en un naufragio-, que  unas olas verdes y sosegadas, algo mucho más tranquilizante.

El siglo XX revolucionaría aún más la cromatología de la creación pictórica. Ya no habrá límites para los colores en un lienzo. Ahora dará igual el mensaje, por lo tanto la forma, el tono, la realidad o la expresión de esos colores. Todo valdrá para obtener la obra final. El pintor simbolista francés Odilon Redon (1840-1916) consigue combinar, por ejemplo, el nombre de su modelo con uno de los colores con que la retrata. En su obra Retrato de Violette Heymann, del año 1910, el creador hace suyo ahora ese alarde para relacionar así, magistralmente, un pigmento con una identidad. El color violeta aparece aquí junto a otros colores en las oníricas ideaciones que señalarán así la fantasía del personaje. Una extraordinaria efectividad visual propia de la tendencia simbolista. Después, y por último, dos escuelas pictóricas que utilizaron el color para obtener su propio sentido: el Naif y Figuración moderna, donde ahora los colores determinarán todo en el universo de la creación. Los colores aquí se mezclarán unas veces enajenados, otras particionados, pero, siempre utilizados todos como si fuesen el único recurso existente para expresar... Así se llegará ahora incluso a la necesidad de utilizarlos sin otro criterio que el de delimitar las partes de un todo. No tanto ya para impresionar como para comunicar, no tanto para agradar como para expresar, no tanto para sentir como para justificar... la creación por la creación misma.

(Cuadro del pintor Andrea del Sarto, La Piedad y la Magdalena -detalle-, 1524, Florencia; Óleo El retorno del hijo pródigo, 1669, Rembrandt; Cuadro del pintor prerromántico danés Nicolai Abilgaard, 1794, El fantasma de Culmin aparece a su madre; Cuadro del pintor danés Carl Bloch, Ángel consolando a Jesús, 1879; Cuadro del pintor ruso Iván Aivazovsky, La novena ola, 1850; Óleo del pintor simbolista Odilon Redon, Retrato de Violette Heymann, 1910; Cuadro del pintor Naif español Manuel Moral, Tierras rojas, 1979; Cuadro del pintor figurinista español Joan Abelló i Prats, Barcas al canal, Bangkok, 1992.)

2 de junio de 2011

La pérdida de un reino creó una cultura, una lucha, un carácter y el destino de un pueblo.



Cuando los árabes se expandieron por el norte de África a finales del siglo VII, consiguieron alcanzar Túnez muy pronto para llegar luego mucho más lejos hacia el oeste, hasta Marruecos. En el verano del año 710 un general bereber -Tariq ibn Ziyad-, al servicio del gobernador árabe entonces de Túnez, enviaría a su fiel subordinado Tarif ibn Malluk a cruzar el estrecho -unos 14 kilómetros- que separaba Europa de África. Un funcionario del reino visigodo de Hispania llamado Yulian, que residía en Tánger, contribuiría a facilitar a los sarracenos los barcos que éstos necesitaban para cruzar ese estrecho. Quería el arribista y felón Yulian que sus nuevos aliados árabes pudieran ver lo fácil que era llegar al otro lado del estrecho, entrar en sus ciudades y observar las pocas o nulas defensas militares de Hispania. Alcanzaría Malluk una pequeña isla frente a una población que hoy lleva su nombre, Tarifa. Se maravilló tanto de lo que vio, que regresó pronto para contarle a Tariq ibn Ziyad las inexistentes dificultades de pasar al otro lado y conquistarlo. El general bereber se lo acabaría relatando al gobernador árabe Musa-ben-Nusayr que, a su vez, se lo transmitiría al gran califa árabe de todos los creyentes en Damasco, Al-Walid. Así fue cómo, a pesar de lo arriesgado por lo poco consolidado del imperio islámico en el norte de África, el gran califa terminaría aprobando, justo un año después, la expedición invasora árabe para cruzar el estrecho.

Al comprender el rey visigodo Rodrigo que la invasión musulmana de Hispania era más importante de lo que parecía, marcharía entonces veloz hacia el sur de la península reclutando nobles, soldados y mercenarios para luchar. Sin embargo, las tropas bereberes, judías y árabes habían llegado ya al gran monte de Calpe -luego llamado Gibraltar-, un enorme peñasco visible desde casi todas las orillas del estrecho. Allí, en abril del año 711, Tariq ibn Ziyad hizo suya esa península elevada que acabaría llevando su nombre, Monte Tariq (Gibraltar). Mientras, se desplazaba don Rodrigo hacia ese lugar con unas tropas reclutadas de alrededor de 40.000 hombres. Los árabes invasores -unos 25.000 soldados- se dirigían ahora a la antigua ciudad de Híspalis, la visigoda ciudad de Sevilla, camino hacia el ansiado norte peninsular. Justo entonces se encontraron los dos ejércitos, a unos cien kilómetros de Gibraltar, muy cerca al parecer de la actual población gaditana de Arcos de la Frontera. En este lugar, a finales de julio del año 711, en la conocida como batalla del río Guadalete, el rey don Rodrigo, el último rey visigodo de Hispania, terminaría perdiendo una batalla, un reino y hasta su vida. A causa, sobre todo, de que una cuarta parte de sus hombres acabaron traicionándolo, pasándose al enemigo. Traición apoyada por los intereses de algunos nobles visigodos, decididos por entonces a sustituir al rey Rodrigo. Nobles ingenuos que no vieron la hábil estrategia musulmana en esa sutil colaboración aparente.

Pero, diez años más tarde, una parte de ese pueblo visigodo, ahora ya arrasado y conquistado totalmente, se había refugiado en las altas y difíciles montañas del norte de Hispania. Y, entonces, lanzarían un grito de lucha y pasión convirtiendo una imposible reconquista -los árabes habían alcanzado ya toda la península salvo esos pequeños reductos norteños- en una de las gestas épicas más originales, largas y desarrolladas de toda la historia de la Humanidad. Porque entonces una cultura y una búsqueda de identidad, de un reino único, de un sentido histórico, de una lucha y de un carácter, surgiría de la vocación de aquellos hombres -herederos del reino visigodo de Toledo- por alcanzar a crear un nuevo pueblo y su nuevo sentido cultural en el mundo. Así se llegarían a fraguar los antiguos reinos de León, de Pamplona, de Aragón o de Castilla. Y así también, durante casi 800 años, se sucedieron hombres y mujeres que entregaron sus hijos a una permanente dádiva sagrada: reconquistar todo lo que una vez llegó a ser su solar patrio. Para ello crearon ciudades, iglesias, murallas, puentes..., pero, ahora, con su propio nuevo Arte evolucionado de entonces, arte que sobrevendría así de una mezcolanza de ideas, artistas, estilos, experiencias e ilusión conquistadora. Así, en la provincia de  León, cerca de la población de Gradefes, en lo que acabaría siendo la ruta medieval más importante de Europa -el Camino de Santiago-, se construiría en el año 913 el románico Monasterio de San Miguel de Escalada...

Para hacerlo llegaron del sur arabizado unos monjes cristianos que habían asimilado parte de las innovaciones arquitectónicas orientales de los árabes. Estos mozárabes -cristianos que residian en zona musulmana- utilizaron entonces los restos abandonados de las antiguas columnas romanas o de las lápidas de mármol para confeccionar, ahora, su propio diseño en estilo mozárabe, un nuevo estilo caracterizado por los arcos en tipo de herradura que tanto abundaban además en el Al Ándalus invasor. De ese modo surgieron extraordinarias construcciones basadas tanto en los antiguos elementos visigodos prerrománicos como en los nuevos románicos, pero todo diseñado y modelado con la particular, decorativa y nueva tendencia mozárabe. Otra muestra genial de esa cultura sobrevenida en el itinerario reconquistador lo fue la iglesia románica de San Baudelio de Berlanga. Este pequeño templo cristiano posee en su centro un curioso pilar que, como tronco de una sagrada palmera, vierte sus ramas hacia todas las esquinas decoradas de su románica construcción. Disponían estos templos en sus paredes de unos frescos con un estilo muy particular, prerrománico aún, lo que por entonces los convertían en verdaderos museos antiguos en aquel arte anterior al románico.

A principios del siglo XX unos mediadores en Arte, representando intereses norteamericanos, consiguieron comprar esas extraordinarias pinturas encastradas en la medieval pared milenaria. Los propietarios particulares se las vendieron sin problema y el Estado español de entonces, año 1925, no puso ningún reparo en la artística transacción comercial. Pero años después, en 1957, el Estado español quiso recuperarlos. A los americanos había que darles ahora, a cambio, alguna obra artística parecida, algo para que los frescos milenarios pudieran ser expuestos ya en el museo del Prado. Existía una derruida y abandonada ermita románica en tierras de Segovia, existían dos realmente. Quizá por eso tampoco dolió mucho a las conciencias que participaron por entonces en ese tráfico cultural. Los representantes del Metropolitan de Nueva York -dueños de los frescos- no pusieron ningún inconveniente en que, a cambio de los frescos de San Baudelio, se llevaran -piedra a piedra- el ábside de la ermita de San Martín de Fuentidueña. Y así se hizo, una por una se fueron desmantelando las piedras medievales del ábside románico para transportarlas a Nueva York. Y allí, en una construcción improvisada, mezclada de estilos, el museo norteamericano instalaría las piedras segovianas en unas nuevas galerías construidas a las que denominaron Los Claustros. Original establecimiento artístico-turístico para llevar parte de una cultura milenaria a sus curiosos y ávidos clientes neoyorquinos.

Y después de haber tenido algunos reinos díscolos aquellos herederos del rey malogrado don Rodrigo, también de haberse peleado entre ellos, de haber perdido batallas o de ganarlas, de haber escrito en lenguas diferentes las mismas historias, de haber creado una misma cultura, un mismo estilo, una misma tendencia y un mismo Arte, después de todo eso, y del paso de los años, el sueño de terminar por recuperar el reino visigodo perdido habría acabado, por fin, en el año 1492. Este mismo año algunos hombres descendientes de aquella gente trastornada por la frontera, por el nuevo espíritu de frontera, por la lucha, por la repoblación, por la mezcla y por la vida, consiguieron otro motivo ahora para poder seguir viviendo hacia adelante... Quizás fuese por esto mismo, seguir hacia adelante, por lo que pudieron conseguirlo. De este modo, fue como mantuvieron su pasión conquistadora descubriendo, ahora, un nuevo mundo hacia el oeste... Fue ésta aquella misma pasión que creyeron perder, sin embargo, mucho tiempo antes en aquel fatídico verano del año 711, pero que sólo acabaría siendo una anécdota histórica más, una pausa de siglos, algo absolutamente extraordinario y grandioso en el poderoso destino que acabaron por forjarse.

(Cuadro Don Rodrigo cabalgando un caballo blanco en la batalla del Guadalete, 1858, del pintor español Marcelino de Unceta y López; Fotografía del Peñon de Gibraltar, visto desde España; Grabado con la imagen de la caudilla Kahina, guerrera bereber resistente al Islam; Fotografía del Monasterio de San Miguel de Escalada, León, estilo románico y mozárabe, siglo X;  Frescos de la Iglesia de San Baudelio, Casillas de Berlanga, Soria: El elefante cargando un Castillo, El cazador, siglo X, prerrománico y románico, actualmente en el Museo del Prado, Madrid; Fotografía del interior de San Baudelio, actualidad; Fotografía de las ruinas de la iglesia románica de San Martín, Fuentidueña, Segovia, con los andamios cubriendo el ábside para desmontarlo, años cincuenta; Fotografía actual de las ruinas de San Martín, Segovia; Fotografía del ábside de San Martín montado y restaurado, Los Claustros, Museo Metropolitan de Arte, Nueva York; Fotografía de Los Claustros, Museo Metropolitan de Arte, Nueva York.)

30 de mayo de 2011

La falsedad como una ficción contra los demás, a veces ridícula y siempre interesada.



Desde el principio de los tiempos se habrían escrito relatos de ficción para sorprender, para entretener o para atraer inevitablemente. Las narraciones inventadas resuelven algo que, casi siempre, falta en el relato verídico, en la vida real tan poco definida para eso. Porque no podría la historia verdadera satisfacer dos cosas a la vez: una el interés permanente del que lo escucha y otra la recompensa, el orgullo o vanidad, del que lo cuenta. Así que, poco a poco, fue surgiendo la ficción literaria, algo que desde la baja edad media (siglo XV) acabaría convirtiéndose en el género que más ha sobrevivido -¿y sobrevivirá?- en la literatura: la novela. Pero la actitud o el concepto que lo provocase inicialmente, la característica humana en que se basaría el autor primigenio para llevar a cabo tal arte de ficción literaria, no fue otra cosa, sin embargo, que la maliciosa, devastadora, anestésica y cruel mentira... Las sociedades primitivas trataron de controlar la mentira dentro de un orden. Las religiones consiguieron denostarla manteniéndola dentro de sus decálogos éticos como una de las más espantosas acciones humanas. Un cristiano inteligente del siglo IV, Agustín de Hipona, estableció por entonces que existían varios tipos de mentiras: las mentiras que hacen daño a todos y no ayudan a nadie; las mentiras que hacen daño, pero ayudan a alguien; las mentiras por placer de mentir; las mentiras para complacer a los demás; las mentiras que no hacen daño y benefician a alguien. La cuestión, finalmente, es, ¿cómo sabremos realmente cuándo una mentira o una falsedad es o no es beneficiosa? ¿Es una falsedad obvia una mentira si el receptor de la misma sabe que no es más que un artificio -a veces muy artístico- para impresionar engañando? Los artistas a partir del Renacimiento utilizaron, por ejemplo, la perspectiva como un alarde magistralmente engañoso en sus imágenes. ¿Cómo era posible que en una superficie plana pudieran apreciarse ahora distancias, volúmenes, espacios, huecos, profundidades o dimensiones tan contrastadas como en la propia realidad tridimensional de la vida?

Algunos pintores realizaron genialmente eso como el holandés Frans Francken (1581-1642), que compuso en el año 1619 su obra La Galería de pinturas. En esta extraordinaria obra de Arte conseguiría el pintor asombrar entonces con su habilidad del manejo del espacio. Sabemos que pueden existir esas galerías en la vida real, que existen, de hecho, lugares así; pero, el que vemos aquí en este lienzo, lo que ahora estamos observando es una pura ficción, una pura mentira, no existe más que en la habilidad imaginada del pintor y en el ojo del que lo mira. En estos casos a nadie se engaña. No hay falsedad. Sabemos que el autor ha querido ofrecernos algo placentero a nuestros ojos. Todo lo contrario, lo admiramos y elogiamos; ambos, emisor y receptor, obtenemos beneficio. Sin embargo, ¿es toda fantasía elaborada una muestra de beneficio legítimo y compartido por todos? Cuando el antiguo filósofo griego Diógenes de Sínope (412 a.C.-323 a.C.) buscara por las calles atenienses hombres honestos, sostendría una linterna de luz en pleno día para demostrar lo imposible de encontrarlos. Había en el filósofo una muestra transparente de rigor contra una sociedad que amparaba las costumbres, actitudes y acciones que permitían beneficiarse de la impostura o de la falsedad de algunos seres humanos contra los demás. Sólo podremos sobrevivir al engaño ignorando éste; otro modo es imposible. Los seres taimados usarán su capacidad ingeniosa para envolver, en una túnica dorada, sus argumentos encantadores sostenidos además desde la improbabilidad de demostrar su impostura, su total falsedad. A veces, incluso, a sabiendas de que los intereses legítimos y confesables de una parte oculten esa falacia denostadora de la verdad general, la única que, sin embargo, existirá verdaderamente. Es hasta ridículo comprobar cómo se defienden argumentos que, aunque inofensivos en principio, tratarán de fortalecer los intereses espurios y taimados de una parte, aunque no sean siempre claramente deshonestos...  Los intereses puede que no lo sean -que no sean del todo deshonestos-, pero acabarán siendo éticamente reprobables, porque lo deshonesto es mentir, sólo mentir, frente a los intereses generales y contrarios.

Es especialmente bochornoso comprobar también cómo, en ocasiones, ambas partes -los que mienten y los que reciben cínicamente las mentiras- acabarán proyectándose sus falsedades mutuamente en una orgía de mendacidad y cinismo donde cada parte sabe que la otra está mintiendo. La forma en que nos comportemos para con un fin determinado que busque, como en los actores de una comedia, obtener el aplauso de un público -el de los otros- para satisfacer un propio beneficio, es muy deshonesta cuando, además, los que aplauden son incapaces de pensar por sí mismos. Este es el clientelismo de los soberbios, de los que utilizan los deseos insatisfechos e ignorantes de los otros para obtener un considerable beneficio. Posiblemente sea hasta algo legítimo..., y de hecho lo es a veces, pero, sin embargo, no hace más que utilizar una forma de mentira para beneficiar a una parte. Aunque, a veces, la otra parte lo desee también, como si ello -la mentira- fuese un maravilloso e inapreciable arte del todo, al parecer, inevitable. Cuando Ulises -el héroe mítico griego de la Odisea- llegase en una ocasión a las peligrosas aguas donde moraban las sirenas, le pidió a sus hombres que se taponasen los oídos de inmediato. Sólo así, sabría él, podrían sortear la difícil prueba que las candorosas, bellas, sugerentes y dulces voces de las sirenas les supondrían a todos para ser enajenados. Sin embargo, alguien debía ahora dirigir la nave. Tendría que haber un piloto que, consciente de los sonidos para navegar, pudiese manejar el barco sin obstáculos hasta salir de la influencia de las fantásticas y atrayentes sirenas. De ese modo ideó Ulises que tendría él mismo que atarse al mástil de su embarcación para poder evitarlas. Ya que de no hacerlo de ese modo los cantos subyugadores de los ambiguos y maravillosos seres marinos le obligarían a saltar por la borda de su nave hacia el profundo, azul y oscuro mar...

(Óleo del pintor flamenco Frans Francken, La Galería de Pinturas, 1619; Cuadro del pintor José de Ribera, Diógenes con su lámpara, 1637; Óleo del pintor del barroco sevillano Murillo, Mujeres en la ventana, 1665, donde se aprecia la auténtica y sincera actitud nada falsa en los rostros y los gestos de los personajes; Cuadro del pintor español actual José Hernández, 1944, La Impostura, 1991; Fotografía de 2011 de la artista norteamericana Lady Gaga, ejemplo de comportamiento y actuación artificiosa para exclusivo beneficio; Cuadro del pintor inglés Herbert James Draper, 1863-1920, Ulises y las Sirenas, 1909; Cuadro del pintor americano Edward Hoper, Cine en Nueva York, 1939, obra que representa uno de los lugares donde la fantasía, la ficción y la mentira han tenido -magistralmente- su altar; Óleo del pintor Goya, La Verdad, el Tiempo y la Historia, 1800.)