24 de mayo de 2014

Diego de Silva y Velázquez, el mayor y más misterioso genio habido jamás en el Arte.



Cuando el gran pintor español Velázquez fuera introducido -hábilmente- por sus influyentes amigos andaluces en la corte, pudo entonces contemplar las grandes obras maestras del Arte que se guardaban en Palacio. Admiraría los grandes óleos de Tiziano, de Tintoretto, del Veronés... Comprendería pronto que lo que hasta ese momento había él producido, visto o aprendido, no bastaría para llegar a componer lo que, exactamente, el gran pintor andaluz hubiese deseado. Entendió entonces que su habilidad para el dibujo, para la sombra, para el matiz, para la arruga, o para distinguir un vaso de una tinaja, no eran del todo suficientes. Habría entendido Velázquez, al fin, que otras cosas podían ser creadas en un lienzo artístico, cosas que con su sola escuela sevillana no habría llegado a conseguir en el Arte. Descubrió así que la mera imitación de la naturaleza, esa forma grandiosa y prodigiosa que sus maestros andaluces le enseñaron en Sevilla, podía cubrirse ahora de otras cosas, de una insinuante poesía o de una sugerente belleza en su entonación pictórica. Cambió Velázquez entonces su estilo y sus colores, cambió su modo de expresar y consiguió así la mayor gloria que un artista pudiera alcanzar en el Arte.

Luego de eso, hacia finales del año 1629, viaja a Italia y aún mucho más sus colores, sus formas, sus historias y sus técnicas pictóricas, consiguieron mejorar. Pero, justo antes de ese viaje a Italia finaliza en Madrid una obra extraordinaria. Hasta entonces no se había atrevido Velázquez a pintar una escena mitológica. Todas las que había hecho eran escenas naturalistas o de género, todas perfectamente realistas, pero ninguna mítica. Su aprendizaje en Sevilla le había llevado a seguir las ideas de su maestro Pacheco, ideas que defendían la veracidad de las formas de la naturaleza a extremos de un grandísimo verismo pictórico. De cosas existentes y cercanas, cosas que sorprendieran a la gente al verlas pintadas ahora tan bien, que las confundieran incluso, sin saber a ciencia cierta distinguir el modelo real de la obra artística. Pero, ahora, ¿cómo realizar una alegoría mitológica, algo en sí mismo inexistente y no verídico, de un modo tan realista o tan naturalistamente pintado que siguiera confundiendo al que lo viera?  Por otro lado, ¿qué cosa, personaje o escena mitológica pintar? Por aquellos años, 1628 y 1629, se encontraba el gran pintor flamenco Rubens en Madrid. Como pintor admirado en la corte hispana, el gran Rubens elaboraría muchas obras para el rey Felipe IV. Y, entonces, conocería a Velázquez...

Fue Rubens quien le aconsejaría pintar una obra mitológica sobre el dios Baco, el más realista de los dioses griegos. Cuando Zeus sintiese una pasión amorosa por la mortal Sémele -la hermosa hija del rey de Tebas Cadmo- su verdadera, legítima y oficial esposa Hera, celosa ahora por completo, tramaría entonces una cruel venganza para acabar con la bella joven amante mortal. Pero Zeus pudo conseguir antes salvar el fruto de ese amor impúdico, el pequeño Dionisos -Baco en  Roma-, y terminar de engendrarlo en su propio muslo. Poco después lo confía a unos preceptores mortales, seres humanos que le enseñarían al pequeño Dionisos el arte humano de la vida, del vino y de las diversiones, por lo cual sería el primer semidiós en sentir más como los seres humanos que como los dioses. Así que con el dios Baco, el Dionisos griego, Velázquez tuvo la excusa perfecta para poder expresar su nuevo deseo artístico innovador. Pero, ¿cómo hacerlo? Otros creadores habían pintado ya al dios Baco. Tiziano fue uno de los primeros. Pero, claro, Tiziano era un genio renacentista, un creador muy clásico, un generador de belleza sin fisuras, sin resquicios para otra cosa que no fuera entonces lo más bello. Pintaría Tiziano un triunfo de Baco -Baco y Ariadna- cien años antes de que lo hiciera Velázquez. Entonces, con Tiziano, aparecía Dionisos como un dios poderoso y decidido, muy ágil, virtuoso y hasta en exceso grandemente estilizado.

Pero el Arte había cambiado mucho en los años de Velázquez, cuando ahora el progreso barroco en las formas se celebraba desde hacía años. El Barroco era otra cosa, y los pintores barrocos debían hacer otra cosa distinta a lo de antes. ¿Cómo crear ahora un triunfo de Baco, es decir, una representación de la grandiosidad de un dios tan humano, un dios además que nunca había logrado hacer grandes cosas? Porque cuando Tiziano lo retrata lo hace triunfando por haber conseguido Dionisos el amor de Ariadna -la bella cretense abandonada antes por Teseo-, ahora ésta muy impresionada por el cortejo, el impulso y la curiosa personalidad atrayente y misteriosa del dios Baco. Sin embargo, Velázquez tiene otra idea en su cabeza, no basará su triunfo de Baco en la Belleza ni en el Amor, ni en el cortejo mitológico propio del dios. Sigue dividido el pintor español entre el naturalismo, el mito y la belleza.  No quiere crear una obra mitológica pero tampoco se lo niega. Velázquez desea mostrar ahora la forma más vulgar del dios, esa misma forma por la que Baco era conocido: su afición al vino y sus alardes inspiradores y bucólicos. Tiene que hacer una obra donde todos los personajes se dejen llevar por esos efectos transgresores, pero, ¿cómo pintar una obra mitológica donde aparezca un dios y a la vez unos seres tan realistas, tan naturales o tan vulgares?

En el año 1629 crea Velázquez su obra de Arte Triunfo de Baco para el rey Felipe IV de España. ¡Qué audacia de creación!, ¡qué atrevimiento entonces para un principiante en la corte más importante de Europa! Pero el rey español, el monarca más mecenas de la historia, lo acepta y le paga los cien ducados al artista. Velázquez había conseguido genialmente componer a un dios rodeado de menesterosos, de bebedores, de personajes corrientes que ríen, beben y grotescamente le adoran; con gestos más propios de tabernas o lupanares que de una corte olímpica y grandiosa. Velázquez lo consigue hacer con un virtuosismo inconsciente. O muy sutil, mejor dicho. Detalles que salvarán la obra mitológica divina del simple desatino de la escena, en exceso naturalista, vulgar, terrenal o grotesca. Ahí radica la grandiosidad de Velázquez en esta creación, además de su extraordinaria factura pictórica, algo esto último que asombra a cualquier observador que aprecie la imitación perfecta de la naturaleza en el Arte. Porque la composición pictórica la llevaría el autor español al paroxismo más verosímil. Son actores humanos reales interpretando a seres mitológicos fantasiosos. Son exactos a nosotros, ni siquiera los gestos de sus muecas, producidos por lo ebrio de su estado, cambiarán un ápice la realidad de sus rostros tan humanos: así son los gestos humanos cuando se entregan a sus efectos alcohólicos desmesurados.

La luz es aquí otro efecto muy elogioso, otro personaje añadido más, para hacer ahora compaginar dos mundos tan opuestos: el divino, el elitista, más blanco y mitológico, por un lado; el campesino, el vulgar, el humano, más oscurecido o más depravado, por otro. El dios Baco y su acompañante mítico son los únicos seres desnudos en sus torsos. Están ahora como fuera de contexto, iluminados de otra forma, con una luz más precisa o más auxiliada a sus contornos. Ellos son los únicos seres divinos, los demás personajes, los que están rendidos al dios, a su porte, a su corte o a sus efectos etílicos, los pinta el creador español como son naturalmente los hombres en esos casos: oprimidos, vencidos, relajados, ante la grandeza de su ebrio regalo divino.  Porque el pintor realiza aquí el contrapunto del triunfo divino frente a la parodia humana más entregada. Pero, además, los grandes creadores como Velázquez irán más allá, dejarán que pensemos, que divaguemos nosotros solos; porque él no se mojará, el pintor no entrará en su obra a hacer disquisiciones morales, aunque las exponga o las muestre. El dios Baco es epónimo de la libertad, de la liberalidad que produce el vino cuando libera las conciencias, los sufrimientos o las miserias de lo humano. Y pinta Velázquez al dios Baco con la mirada perdida. ¿Por qué? Baco aquí no está mirando a nadie, sólo los demás miran algo: o lo miran a él o nos miran a nosotros -a los que vemos el cuadro- o miran a otros personajes retratados. Es como si el dios no estuviese ahí realmente. Sí está el dios interactuando con un personaje al que le coloca una corona de hojas de laurel -símbolo merecedor de inspiración elogiosa- por ser, quizá, un poeta o un literato. Pero es que Baco es un dios, no puede dejar de serlo, aun estando rodeado de seres tan vulgares o despreciables.

Es la representación artística más conseguida de la dualidad divina-humana más realista jamás pintada. De la mayor grandeza icónica para señalar eso mismo, porque ahí es un dios al que vemos retratado, aunque no sea ahora un dios salvífico, caritativo o benéfico. Los otros, los demás personajes retratados, son solo hombres de la mayor bajeza. No son hombres ejemplares o seres humanos que, sobreponiéndose a sus debilidades, consigan grandes cosas o con la virtud de sus anhelos o con la fuerza de su decisión. Son ahora personajes adheridos a la falla, a la deriva del efluvio más liberador que ofrece el vino y sus efectos. Por esto a la obra se la denomina también, coloquialmente, Los borrachos.  Sin embargo, El triunfo de Baco es el título con el que el autor español firmó su obra. Pero, ¿qué hay ahí ahora de triunfo? Como en todas sus obras, Velázquez nos deja atónitos con su misterio. ¿Es un homenaje al momento inspirador que la ebriedad ofrece ante la realidad de la vida? ¿Es un agradecimiento al único dios que más entenderá a los seres humanos y sus debilidades? El dios Baco seguirá ahí mirando ahora otra cosa... Con su mirada perdida o dirigida hacia lo opuesto nos está insinuando que nada es tan simple, que el misterio que se oculta en la obra seguirá ahí después de todo. Y que ni él, ni sus efectos, podrán salvar, si acaso, más que ese placentero instante etílico, ese refugiado intervalo entre las caricias demoledoras de un único momento extático y su cruel efecto engañoso.

(Óleo El Triunfo de Baco, 1629, Diego de Silva y Velázquez, Museo del Prado, Madrid; Baco y Ariadna, 1523, Tiziano, National Gallery, Londres.)

17 de mayo de 2014

La compasión del Arte o la mejor forma de educar el juicio inmisericorde hacia los demás.



Cuando la Academia Francesa comenzara a determinar a mediados del siglo XVII lo que debía o no ser considerado Arte, estableció entonces una jerarquía de principios. Una clasificación que mostrase las obras merecedoras de elogios frente a las que no tendrían ningún honor en ese sentido. Planteaba distintos niveles de Arte desde el más inspirado y acreedor de belleza genuina, hasta el menos llamado a ser una obra artística elogiosa. Defendía la creación artística que emocionase no solo con su visión, sino con cualquier otra cosa que ofreciera estímulo espiritual o alarde moralizante. Fue conocida como La jerarquía de géneros. En el primer peldaño de esa pirámide artística se encontraba la Pintura de temática histórica, obras de Arte de elevados momentos épicos que llevaran a ensalzar el espíritu y la grandeza del hombre. Luego, más abajo, estarían los grandes retratos de personajes importantes o consagrados. Seguidamente estarían los paisajes, los estimulantes paisajes que llevaran la realidad o la fantasía al mítico instante inspirador. Finalmente, en el último de los peldaños de esa tendenciosa jerarquía artística, se situaban los bodegones y las llamadas escenas de género, obras donde la cotidianeidad, sencillez, serenidad y originalidad marcasen la representación de una vida doméstica, vulgar o menos significativa.

Sin embargo, el Arte es lo menos manipulador que existe. Es imposible usarlo para mentir o para desgraciar, para asolar o para compartimentar o para hacer sentir lo contrario a lo que el Arte ofrece con sus bendiciones ecuánimes y despersonalizadas. Porque el Arte es algo absolutamente entregado al que lo ve, con la desnuda claridad de sus formas y provisto tanto de falta de totalidad como de falta de seguridad. Porque nada es más que nada en el Arte. Solo la grandeza de su creación, de su única y poderosa creación -completamente subjetiva-, puede albergar grandes motivos para llegar a las emociones que se proponga y que recibirán todos los que se acerquen honestos a sus fronteras. Pero, entonces, ¿para qué el Arte? El escritor suizo Alain de Botton dice del Arte frente a los que piensan de su inutilidad práctica: Es una de las pocas empresas vitales más importantes que existen. El Arte es un medio para ofrecer soluciones a las más profundas inquietudes y ansiedades del hombre. Al presenciar una obra maestra se descubre que lo que la define es el deseo de eliminar el error, de disipar la confusión, o de disminuir el sufrimiento de los seres humanos.

Y como muestra de ambas cosas, del desdén sutil del Arte hacia la grandeza de las grandes escenas reconocidas así como de su capacidad para la conmiseración humana más desinteresada, acudo a una obra maestra de un genial pintor francés de la misma época en que se creara aquella Academia rigurosa, el barroco Nicolás Poussin. Muchos años antes de que el pintor compusiera su obra, un poeta italiano del Renacimiento, Torquato Tasso (1544-1595), había escrito en el año 1562 su extraordinaria epopeya Jerusalén liberada. En este grandioso poema renacentista un caballero cruzado, Tancredo, acabaría caído en la cruzada de Jerusalén al lado de su amada Herminia, la cual hasta se corta sus cabellos para tratar de curar las heridas al héroe. La obra de Poussin -Tancredo y Herminia- vibrará con la escena más épica, pero, también, con la más humana. Las figuras dibujadas muestran al escudero fiel, que se acerca para auxiliar al héroe; a la princesa Herminia de Antioquía que, decidida, tomará la espada para rasgar su propia cabellera; también a los caballos en escorzo que incluso el blanco, el del caballero, dirige ahora una mirada original cargada de cierta compasión hacia su amo. Los colores de la obra y el firmamento desgarrado tratan de elogiar así el aprecio hacia un personaje malogrado, un personaje ahora absolutamente de ficción, es decir, del todo históricamente desconocido en la realidad de aquella cruzada. Pero, sin embargo, es ahora algo más tan solo por el Arte, por las cosas que el pintor y el poeta inventaron sobre él. Pero también por nosotros, que lo vemos ahora así, eternamente bendecido por el Arte.

La leyenda del relato está basada en la historia de Tancredo de Hauteville (a. 1075- 1112), un caballero normando de Sicilia que marcharía en la Primera Cruzada a Jerusalén. A pesar de los crueles actos cometidos por los cruzados en la toma de la ciudad, Tancredo de Hauteville trataría de proteger en lo posible a sus habitantes de aquella violencia infame. Pero la inesperada furia de los cruzados acabaría desbordando sus deseos y el más sangriento episodio terminaría trágicamente. Moriría Tancredo en Antioquía en el año 1112 de una vulgar epidemia tifoidea. Y, a pesar de haberse casado con una de las hijas del rey francés, no dejaría descendencia ni recuerdo ni épica alguna en su linaje. En la obra barroca de Poussin -como en el verso renacentista de Tasso- se nos muestra a un personaje herido y abatido totalmente, no nos muestra el Arte al real personaje histórico -nada épico ni glorioso- sino solo al querido personaje glorificado solo por el Arte.

No al ser real, anodino y sin semblanzas -para aquel Arte jerarquizado-, no al hombre que pasaría por conseguir poco más que su desconocida vida para el Arte -a pesar de haber llegado a ser incluso príncipe de Galilea-, no. Plasmaría solo al ser ideado y consagrado, al querido por todos al verlo ahora así, glorificado por el Arte. Al que los demás personajes retratados sienten ahora por él un aprecio, una identificación y una compasión sincera y emotiva. Esta es la compasión del Arte, la única expresión parecida que ahora pueda ser aleccionada así, gracias a sus formas artísticas, en unas glorificaciones sinceras y geniales. La única que pueda motivar emociones permanentes e incondicionales. La que representará desde la más pura ficción la mayor gloria bendecida de los hombres.  La que solo hará un juicio general del ser humano, no una parodia o un panegírico o una alabanza de, aparentemente, unos grandes personajes reales o reconocidos. Unos personajes históricos con grandes nombres y apellidos pero que, ahora, a consecuencia de la valoración estética de antes, o de sus humanas vidas reales y miserables, no serán vistos en el Arte como unos seres ni mejores ni tan grandes, ni más dignos que los otros, que todos nosotros. Como sí lo serán, a cambio, solo los seres anónimos que ahora, así, elogiados artísticamente, permanecerán, eternos, solo reconocidos por el Arte.

(Óleo de Nicolás Poussin, Tancredo y Herminia, 1630, Museo Hermitage, San Petersburgo; Retrato de Tancredo de Hauteville; Cuadro de escena de género, La Bendición, 1740, del pintor Jean Siméon Chardin, Museo del Louvre; Óleo Orfeo y las Bacantes, 1710, del pintor Gregorio Lazzarini; Lienzo La coronación de Napoleón, 1807, del pintor neoclásico Jacques-Louis David, Louvre; Magnífico cuadro impresionista de un paisaje sencillo, del pintor Alfred Sisley, Claro en el bosque, 1895, Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid.)

6 de mayo de 2014

La esencia oculta de las cosas es la finalidad del Arte, la de la vida, sin embargo, su razón...



Decía el filósofo Aristóteles que la finalidad del Arte es dar cuerpo a la esencia oculta de las cosas, no copiar su apariencia natural. Cuando en algún momento del Renacimiento el paisaje alcanzó a tener más sentido que un mero decorado, el pintor Pieter Bruegel el viejo (1525-1569) sería uno de sus más extraordinarios impulsores clásicos. Pero, a diferencia de los otros, de los que magnificaron el paisaje sin más, Pieter Bruegel fue más allá hasta llegar a alcanzar con sus paisajes esa esencia oculta que el filósofo heleno destacase como una finalidad del Arte. Con motivo de un encargo sobre los cambios estacionales del año, Bruegel realiza una serie de cuadros que los representan con paisajes. No se sabe si representó todos los meses del año individualmente o cada dos, aunque cada vez se acepta más que crease solo seis obras en total, idealizando así dos meses emparejados que ofrecían, con el cambiante clima septentrional europeo, las sutiles diferencias que otros climas menos duros no tuvieran tan marcados. Pintaría el pleno invierno (Cazadores en la nieve) representando los meses de diciembre y enero; el transitorio invernal (El día oscuro) con los de febrero y marzo; luego el primaveral abril y mayo, obra que se acabaría perdiendo; el veraniego junio y julio (La siega de heno); el final del estío, con agosto y septiembre (La cosecha); y el otoñal octubre y noviembre (El regreso del rebaño). De todas estas obras se considera a Cazadores en la nieve una de las mejores creaciones de paisaje -en pleno momento renacentista además, donde no abundaban los paisajes- de toda la historia del Arte.

La pintura es muy extraordinaria porque su originalidad, su composición, su color, su sentido emotivo, misterio y grandeza son elementos estéticos que destacan en ella y la hacen una de las mejores obras del Arte renacentista. Un decorado invernal absolutamente nevado, congelado más bien, señala lo más destacado del plano de la imagen artística. Debía ser así para poder representar mejor los crudos y blancos meses invernales de Europa central. Como es habitual en Bruegel -y en el Renacimiento-, el paisaje se extiende ahora en la obra hacia el infinito. ¿Qué se ve al final?: el paisaje idealizado propio de la fantasía imaginativa del creador, no el de una vida real ni el de una geografía conocida. Un paisaje que llega aquí incluso hasta las últimas cordilleras alejadas de un horizonte desolado. Pero, antes veremos una población de seres humanos que viven y disfrutan de su mundo invernal, un lugar inhóspito desde donde esos mismos seres deben además prosperar para vivir... Y así los pinta el creador flamenco: adaptados, calentándose con un fuego improvisado, o relajados, divirtiéndose en el hielo gris-verdoso de sus riveras congeladas,  o inspirados, provocando alguna pesca bajo el hielo poderoso... Confiados todos de que el duro clima invernal no les hiciera desesperar con sus carencias. Pero no es tan simple todo porque el sentido de los momentos temporales -siempre termina por acabar lo duro, sin embargo- no lo hace la naturaleza sino para ella misma, para su único, cíclico y visceral sentido telúrico, importándole muy poco o nada los seres que ella disponga a su antojo para obligarles así a sobrevivir.

Aun así, los humanos representados en la obra confiarán en que las cosas avancen. Ellos esperan sosegados, por ejemplo, el triunfo de unos hombres que, desde muy temprano, marcharon de caza. Pero no, esta vez no se cumplirá porque regresan sin ninguna caza. El pintor flamenco sitúa a éstos en su lienzo muy cercanos a nosotros, a los que, sorprendidos ahora, veremos asombrados el cuadro. No sitúa así a los otros seres, a los confiados, a aquellos que esperan tranquilos el regreso de los cazadores. El creador los sitúa ahora alejados de nosotros, mucho más que cualquier otra cosa del paisaje. Los cazadores están pasando ahora por el encuadre más elevado de la obra, van cabizbajos, cansados, defraudados o enojados por el mismo sendero recorrido de antes... Se dirigen hacia donde les esperan los otros, los que ahora, jubilosos y alegres, están persuadidos de que traen caza. Pero, sin embargo, nada traen los cazadores, apenas un pequeño zorro muerto cuelga de la espalda de uno, los demás nada llevan en sus zurrones. Esta es la crudeza del invierno y su añagaza desidiosa para con los hombres. La obra de Arte es genial en sus alardes compositivos y estéticos tan originales. Por ejemplo con los enhiestos y deshojados árboles que señalan el camino de los cazadores, plasmado desde una perspectiva cercana. Vemos el descenso exagerado de la colina nevada, un plano inclinado que cae bruscamente, creando una ruptura  estética con el plano subsiguiente, ese otro espacio geográfico-artístico alejado, desde donde los otros seres esperan ahora confiados. ¿Qué mensaje latente oculta el sentido de la obra? Pues que, a pesar de la crudeza de la realidad, es todo un canto a la vida, a las cosas hermosas de la vida, a su propia dureza, pero, también, a su extraordinaria grandeza y esperanza...

Nadie aparte de los cazadores, salvo nosotros y algún personaje en el fuego de una hoguera de la izquierda, sabe aún nada de la frustrada jornada de caza. Los cazadores lo habrían intentado como siempre, como en otros días invernales que, arrostrados por una fuerza humana poderosa, partieran seguros y confiados de poder alcanzarlo.  Y el pintor Bruegel no grita expresivamente nada aquí, sin embargo, para denunciar la terrible desolación de la vida. No necesita hacer nada de eso para hacernos saber que la vida descansa bajo una ineludible promesa: la de que sobrevivir es a veces la única forma de vivir que tenemos. En otra de sus obras sobre estaciones anuales, en concreto la de los meses de febrero y marzo, llamada El día oscuro o El día tormentoso, representa también el pintor parte de ese profundo desconsuelo. Pero es menos emotiva o más confusa esta obra porque su fuerza iconográfica radica en la falta de luz, en una tenebrosidad inspirada por su falta de luz, que en cualquier otra desolada emoción apenas vislumbrada... Al igual que en el anterior paisaje, Bruegel no muestra ninguna estrella portadora de luz. Ahora es un mundo sin estrellas también, pero, a diferencia del otro, es además un mundo tormentoso. Solo la calidez del color ocre, tan abundante, compensa la frialdad de un paisaje nebuloso, frío, húmedo y desapacible. Los pocos hombres que vemos laboran agrupados, cooperando todos entre sí. Sin embargo, los barcos lejanos naufragan disipados en la levantisca ensenada tormentosa. Todo está aquí ahora abandonado, nada puede sobrellevar el cruel tiempo desolado, imposible poder disfrutar aquí como en la otra obra sucedía con algunos personajes. ¿Entonces, todo está aquí verdaderamente desolado? No, no todo lo está. Hay algo que no aparece tan abandonado en la obra. Existe un pequeño gesto desafiante en el cuadro, algo que el pintor se permite destacar sutil y emotivamente. Es el gesto estético esperanzado de un ave blanca volando a través del cielo encapotado. Es aquí la pequeña, segura y confiada imagen de una gaviota volando sobre ese terrible cielo tormentoso. Con este pequeño gesto el pintor expresaba así su certeza, su maravillosa certeza, tan humana, de que las graves tormentas acabarán siempre en nada. Que pronto el resplandor de la vida alumbrará la mañana, que la luz del sol -estrella aquí ahora inexistente- aparecerá luego, sigilosa, detrás de alguna montaña. Que el sentido de todo resurgirá, nuevamente, con el propio sentido del cambio estacional. Así mismo, como se viera en la esperanzada obra de antes. Así mismo, como el impulso anheloso que lleva a los hombres a volver a emprender, sin pensar, saber ni llegar a entender nada, otra nueva, confiada y querida jornada de caza...

(Óleos del pintor flamenco del Renacimiento Pieter Bruegel el viejo: Cazadores en la nieve, 1565, y El día oscuro o El día tormentoso, 1565; Fragmento de El día oscuro, donde se aprecia mejor el vuelo esperanzado de la gaviota; Ambas obras de Arte ubicadas en el Museo de Historia del Arte de Viena, Austria.)

26 de abril de 2014

El más humano de los grandes creadores, el más capaz de hacerlo ver con su Arte.



¿Qué tendrá que ver la biografía de un creador con la forma en que su creatividad sea reflejada en su obra? Porque la creatividad es una cosa y otra puede ser la manera en que veamos la luz, las sombras, los encuadres, las líneas, los ademanes o las formas representadas. Ambas cosas, lo creativo y la técnica, serán la impronta artística de un pintor, serán su estilo, su Arte, pero, también lo será su vida. Porque en Rembrandt no es posible separar su vida de su Arte, como no es posible separar en él tampoco la realidad de la fantasía. Si definiéramos la vida de un ser humano en sentido general, si eligiéramos una vida como ejemplo de lo que es la vida humana, descrita con sus azares, ilusiones, anhelos, fracasos, desvelos, sufrimientos, debilidades, errores o trasiegos, qué mejor modelo de vida que la de uno de los más grandes pintores que haya tenido la Humanidad. Sí, Humanidad con mayúsculas, porque, con Rembrandt, ésta adquirió una forma y definición sublimes, rodeada de luces y sombras, de formas y maneras originales así como de un sentimiento y de una belleza genuinas. Porque la Belleza en Rembrandt, su propio concepto, es el propio Arte. No es la representación de una belleza natural apreciada en sí misma -lo que entendemos por una clásica forma bella-, no, en Rembrandt es una belleza alegórica, sublime y abstracta compuesta para ser universal.

Cuando Rembrandt nace en el año 1606 Rubens llevaba ya veintinueve años en el mundo. Así que el gran pintor flamenco había sido el modelo en el que el joven Rembrandt se fijó como ejemplo de creador, pero también como ejemplo de hombre. Porque Rubens había conseguido en el año 1621 ser uno de los más brillantes, exitosos, creativos, innovadores, geniales y felices seres humanos que, con su Arte y su vida, hubiesen pisado la sociedad europea de entonces. Pero, claro, Rubens se había desarrollado en el seno de una sociedad mucho más privilegiada que la de Rembrandt. Por lo tanto partícipe de un afortunado y más reluciente azar vital. A pesar de haber sido huérfano de padre, la madre de Rubens le educaría con maestros reconocidos y acabaría accediendo incluso como paje al servicio de una influyente condesa. Viaja a Italia a los veintitrés años, donde conoce a los grandes pintores venecianos, y luego pasaría al servicio del duque de Mantua, gran mecenas del Arte. Marcha después a Madrid como enviado del duque italiano, donde comienza a seducir artísticamente con su maravilloso, original y subyugante Arte.

Triunfó Rubens en todo aquello que tocase, y su obra y su vida no dejarían de brillar en cada cosa, acción o creación, artística o no, que tomase.  Cuatro años después de fallecer su primera mujer vuelve a casarse Rubens, ahora con su adolescente musa y modelo Elena Fourment. Cinco años más tarde adquiere un castillo en la brabante y exuberante villa de Elewijt, y, tiempo después, a los 62 años de edad, fallece Rubens, serenamente, habiendo llegado a alcanzar las más grandes cumbres del reconocimiento social. Sin embargo, Rembrandt, que llegaría a tener reconocimiento artístico, no conseguiría en su vida personal ni la paz, ni la tranquilidad, ni la felicidad, ni la serenidad que aquél hubiese obtenido en la suya. A pesar de haber sido Holanda -país de Rembrandt- en aquellos años del siglo XVII, a diferencia de otras naciones europeas, una sociedad de oportunidades sociales y personales, la moral y la dignidad económica y comercial -logros y éxitos personales- condicionaba la vida de sus habitantes. Y es así como Rembrandt vino a ser un paradigma de lo que, siglos después, se entendería como la figura romántica y desolada del genio universal, es decir, la de un personaje malogrado, cargado de virtudes y defectos, postrado así a los pies del altar maravilloso de su Arte.

Desde muy pronto sus obras se cotizaron alto, pero esto fue contraproducente para él, a pesar de lo que pueda pensarse, ya que motivó al pintor holandés al despilfarro o al error más que a la prudencia o al sabio proceder. Adquiría Rembrandt compulsivamente todo tipo de muebles, antigüedades y extravagancias, en parte elementos simbólicos de ascenso social y en parte coleccionismo que utilizaría como modelos en sus obras. Su primer matrimonio en el año 1634 con la sobrina de su mentor y socio duró ocho años, un tiempo que no fue de felicidad conyugal. Hasta entonces, sin embargo, el pintor holandés se auto-retrataba orgulloso, seguro de sí mismo y triunfante de su vida. Tiempo después el hombre, más que el artista, no conseguiría mejorar ni obtener satisfacción con su destino personal. Para su pequeño hijo, huérfano ahora de madre, buscaría el servicio de una viuda que además acompañaría al padre en sus momentos de soledad. Este amancebamiento le traería dificultades al pintor. Los habitantes de los Países Bajos -mediados el siglo XVII- entraron además en una profunda crisis económica consecuencia de la entrada de Inglaterra en sus mercados comerciales, ámbitos geográficos que, desde tiempo antes, dominaban sin embargo los holandeses. 

Deudas, demandas -la viuda le acusa de no cumplir su promesa de matrimonio-, dificultades económicas, todo llevaría a Rembrandt a ser marginado por la exigente, puritana y calvinista sociedad holandesa. Una de las mujeres al servicio de su casa testificaría a su favor en la demanda, algo lógico pues habían comenzado una relación sentimental, causa posible de dicha demanda. Esta nueva mujer, llamada Hendrickje, le trajo al pintor algún atisbo de felicidad, una emoción que reflejaría el pintor barroco en algunas de sus obras maestras. Pero duraría muy poco esta nueva relación ya que fallece Hendrickje en el año 1663, seis años antes de que el pintor lo hiciera. En el año 1668 la tragedia marcó su vida con la muerte de su único heredero varón, Tito, un hijo de su primera mujer. Años antes había perdido otro hijo tenido con Hendrickje. ¿Qué otra cosa en sus obras, además de los reflejos de su semblante, se permitiría Rembrandt translucir con los creativos alardes de su pasión vital? Porque sus obras muestran siempre la Belleza de un Arte insuperable. De una resolución artística sin igual, de un virtuosismo genial y extraordinario, de una conformidad de equilibrio, color o iluminación serenamente contrastable. Porque la luz aparecida en sus obras desde algún lugar inaccesible, sea artificial o natural, siempre refleja lo preciso, lo necesario, lo que debe ser iluminado en ese instante.

Pero como una premonición el pintor holandés compuso, en el año 1636, su obra Sansón cegado por los filisteos. La leyenda bíblica relataba los hechos de la trama hebrea: el poderoso judío Sansón, incapaz de ser abatido ni vencido por nadie, acabaría destruido, sin embargo, por el ruin engaño seductor de Dalila. Esta bella mujer descubre que la fuerza de Sansón, su misteriosa fuerza sobrehumana, radicaba en su negra cabellera rizada. Con su ayuda femenina los filisteos terminarían abatiendo al poderoso enemigo, cegando sus ojos incluso, como veremos en la brutal escena que el pintor no escatima expresar sin belleza. La composición de la obra consigue que la armonía de las figuras y su violencia enmarquen, hábilmente, planos artísticos muy complejos. Cinco líneas de figuras se cruzan en el lienzo, paralelas tres con dos, y todas cortan entre sí la escena dramática. La lanza acosadora, la pierna derecha de Sansón y la figura de Dalila frente a las cabezas de los filisteos y la entrada de la cueva... En sus manos lleva Dalila el cuchillo y los desunidos cabellos de Sansón. Así veremos abatido a la víctima de un amor.., un ser que no puede hacer ya nada para evitar su destino.  Sólo dejar que las cosas terminen ya de una vez y dejen por fin de ser indecentes, insensibles, o seguras de cumplir el sentido de un destino ineludible, absolutamente inevitable, malogrado o tristemente imposible.   

(Óleo del gran Rembrandt, Sansón cegado por los filisteos, 1636, Kunstinstitut, Francfort, Alemania; Autorretrato con boina de terciopelo, 1634, Rembrandt, Berlín; Autorretrato con boina, 1655, Rembrandt, Viena; Autorretrato con gorra roja, 1660, Rembrandt, Stuttgart; Autorretrato sonriente, 1665, Rembrandt, Colonia.)

18 de abril de 2014

Sin el deseo de ver no se verá; algo debe existir para ser amado, aunque sólo después se conocerá.



El pintor alemán Franz Xaver Winterhalter (1805-1873) acabaría especializándose en grandes retratos de la realeza europea de mediados del siglo XIX. Extraordinario creador naturalista, manejaría el color y la composición con tal fuerza que llevaría a reflejar bellamente el tema retratado de su obra. Sin embargo, el tema o motivo de la obra sería para él una justificación para realzar la creación artística por encima de cualquier otra cosa, incluso del propio prestigio, de los honores o de la propaganda. Los creadores viven y perciben en su propia época y entorno, y desarrollan así su labor con los condicionamientos sociales que les permitan poder crear... y vivir. O, tal vez, pudieron algunos pintores atrevidos, sutilmente, hacer otras cosas, aunque no quisieran realmente ellos hacerlas así. De todos modos, qué mayor grandeza que realizar lo que impone la realidad o la sociedad con planteamientos sutiles que dejen entrever alguna crítica del autor gracias a las peculiaridades de su genio artístico. En su obra La emperatriz de Francia y sus damas de honor, el pintor Winterhalter crea una escena de grupo donde nueve figuras consiguen que nos perdamos buscando cuál es la emperatriz entre tantas hermosas, nobles y orgullosas damas de su corte.

En el año 1856 la emperatriz francesa era la noble española Eugenia de Montijo. El pintor alemán la retrató muchas veces, sola o con su pequeño hijo, pero aquí, en este grandioso óleo clásico, llevaría a la emperatriz a confundirla con otras mujeres, tan bellas o más que ella, formando un grupo con sus damas de honor. El entorno elegido es un idílico bosque casi rococó colmado de ramas, árboles y hojas que enmarcan el solemne y espectacular cuadro de grupo. Luego de mirarlo, hojear algunos comentarios y equivocarme en acertar el rostro regio, se descubre por fin que la emperatriz de Francia es la cuarta por la izquierda, con un vestido blanco, flores en su pelo y un lazo malva. ¿No parecería mejor que fuese la emperatriz la hermosa joven del primer plano que, con su mano izquierda, sujeta un ramo de flores en el suelo? Está en el centro de la obra y es el lugar más adecuado para estar además rodeada de un grandioso coro de bellezas. Pero el autor sitúa el motivo principal de la obra -la emperatriz de Francia- en un lugar ahora, sin embargo, muy descentrado del conjunto.

El pintor, como su regia modelo, obran aquí una especial grandeza artística y personal. En un caso, el creador alemán nos ofrece una composición excéntrica y original; en el otro, la real modelo nos regala su muy grande nobleza y sencillez, porque, ¿qué mujer tan poderosa dejaría a otra ser el centro de la obra y rodearse además de mejores bellezas que ella? La realidad es que la grandeza de la emperatriz Eugenia de Montijo (Granada, 1826 - Madrid, 1920) no ha sido suficientemente reconocida en la historia francesa -el segundo imperio francés no fue muy afortunado- ni en la española -la castiza forma hispana de eludir los grandes personajes nacidos en el país pero exitosos fuera-. La pintura de Winterhalter fue calificada como muy romántica, brillante y superficial. Fue reconocido el pintor sólo por la aristocracia que retrató en sus obras, un ejemplo del condicionamiento social que algunas creaciones artísticas puedan tener por las circunstancias en las que su creador se hubiese desarrollado.

Pocos años después de fallecer Winterhalter, el pintor prerrafaelita británico Edward Burne-Jones (1833-1898) pintaría una de las muchas versiones que hiciera sobre su obra El espejo de Venus. En su obsesión por una visión prerrenacentista de la vida, los creadores prerrafaelitas buscaron en la mitología y en lo sagrado las suaves o sutiles composiciones de una belleza elegante, medieval o hierática, y apenas meramente sugerida. Es decir, mostraban solo lo que ellos entendían como parte esencial de la vida, la más importante parte representada de la vida. Unos más y otros menos, porque formaron una cofradía artística más que una escuela de Arte definida. En su sentido más cercano a la pintura italiana del siglo XV, Burne-Jones buscaría, sin embargo, asombrar más que sugerir. Y lo primero que hace al pintar una Venus mitológica es confundirnos ahora con varias modelos dibujadas muy parecidas a ella. Modelos todas ellas que podrían representar también la misma diosa del mismo modo en la obra. En este espejo de Venus que supone el estanque natural se reflejan ahora no una ni dos, sino hasta diez figuras de mujer que miran sus aguas. Consigue el autor prerrafaelita que volvamos a mirar inquietos y pensar: ¿cuál es de todas la maravillosa Venus mitológica? Poco tardaremos en comprender que debe ser la que está de pie, la única mujer más derecha y levantada. Pero, sin embargo, esta mujer mira ahora las aguas del lago con desgana, ni siquiera vemos su reflejo pintado en el agua. También el pintor la descentra del conjunto de la obra. No está la diosa más hermosa de la mitología en el centro de la obra, sino que está -como en la obra de antes- en un extremo de la misma. Diez figuras esta vez conforman el cuadro, es decir, nueve mujeres que acompañan a la auténtica diosa.

Todas ellas maravillosas, como la misma Venus era, como diosas todas que buscan ahora sus reflejos en el agua.  Pero el pintor nos muestra ahora en su obra una Venus diferente, una mujer retratada como la propia tendencia prerrafaelita propiciaba: nada vanidosa, ni gloriosa ni pretenciosa, de su belleza clásica. Ahora es acompañada Venus de otras mujeres tan hermosas que podían pasar también por ella. Una de ellas mira ahora incluso directo hacia la diosa. No necesita nada más -ni siquiera reflejarse en el estanque- para saber ella misma que no es la diosa. Las demás desean o necesitan mirar su reflejo en el agua para poder saber: ¿seré yo la diosa?, y acercan así todas sus ojos al estanque para comprobarlo. Pero lo hacen ahora con deseo, con cierto miedo, con curiosidad, o con el ánimo de saber cuál de ellas es la venus misteriosa. Esa misma imagen virginal que cada una de ellas ocultará tras de sí perdida ahora entre las aguas.   

(Óleo del pintor prerrafaelita Edward Burne-Jones, El Espejo de Venus, 1877, Museo Gulbenkian, Lisboa; Cuadro La emperatriz Eugenia rodeada de sus damas de compañía, 1856, del pintor alemán Franz Winterhalter, Compiègne, Francia.)

13 de abril de 2014

Hubo un momento en que los hombres estuvieron solos en el mundo, ¿sin dioses, sin cielo, sin rumbo?



Cuando Tulia, una hija del escritor y político romano Cicerón (106 a.C - 43 d.C.), falleciera víctima de un parto a los treinta y un años de edad, quedaría su padre tan triste y desolado que sus amigos le escribirían desde todos los lugares del imperio para consolarle. En sus misivas, le transmitirían su pesar y se unirían a él en su dolor y en su desgracia de padre. Pero, entonces el gobernador romano de Grecia, Servio Sulpicio, le escribiría ahora desde la cuna de la civilización europea, desde la antigua Grecia de los dioses y las leyendas, aquel lugar del imperio donde más pasado elogiable habría sucumbido ya en ruinas para siempre. Sin embargo, Servio Sulpicio le escribía con un muy distinto mensaje de duelo amistoso. Le decía a Cicerón, en su carta desde Grecia: De regreso a Asia, en un viaje navegando de Egina a Megara, me puse a contemplar los bellos paisajes helénicos que me rodeaban. Egina quedaba atrás y Corinto a mi izquierda. Todas aquellas ciudades habían sido antaño célebres y florecientes muestras de civilización. Hoy solo son ruinas dispersas sepultadas bajo su propio polvo maldecido. Ay, me dije, ¿cómo osamos lamentarnos por la muerte de uno de los nuestros, mortales a quienes la naturaleza ha dado una vida tan corta, rodeados así de cadáveres de ciudades grandiosas ya desaparecidas para siempre? Créeme, Cicerón, esta meditación sobre la futilidad de todas las cosas me devolvió una vez las fuerzas para sobreponerme...

Los dioses de la antigüedad griega fueron asimilados por Roma en el siglo II a.C., pero, sin embargo, desde el advenimiento del pensamiento socrático -más racionalista-, llevado a cabo durante los siglos V y IV antes de Cristo, los herederos posteriores de esa gran filosofía helénica, los epicúreos, estoicos y neoplatónicos, fueron abandonando las antiguas promesas míticas de los divinos sagrados decorados para dejarlos, ahora, como una mera demostración o justificación social, cultural o literaria más que otra cosa... Fue un proceso paulatino que coincidió con el auge del Imperio romano, pero que, especialmente, se acusaría en la primera mitad del más importante Principado romano (el situado entre los años 50 a.C. hasta el 200 d.C), cuando los dioses fueron abandonados por completo y el sostén metafísico, sagrado o trascendental aún no había llegado de la mano de un cristianismo triunfante. El escritor realista francés Gustave Flaubert (1821-1880) dejaría escrita una frase prodigiosa sobre ese periodo, metafísicamente desolador: Hubo un momento único en la historia de la humanidad, cuando los dioses ya no existían y Cristo no había aparecido aún, fue un momento único, desde Cicerón a Marco Aurelio, en el que el hombre estuvo solo.

El poco conocido pintor británico Frank Bramley (1857-1915) fue un creador postimpresionista que había sabido combinar la perfecta estilística académica con el manejo modernista de la luz y los nuevos mensajes sociales, tan emocionales como humanistas.  En su obra de Arte Un amanecer desesperado, o Un amanecer sin esperanza, conseguiría componer una creación de enorme calidad y belleza artísticas, como, por ejemplo, la textura dibujada tan perfecta de algunas de las cosas representadas en la obra: los lineales mal encajados de las tablas de un suelo ajado de madera, o los tejidos tan arrugados, sin embargo, del mantel de una mesa circunspecta, o como también los pliegues sobrecogidos de un vestido femenino, aquí tan desgarrador. Además veremos en la obra la gruesa y desnuda pared deslucida, ahora tan protectora, de la doliente casa silenciosa. Los colores de la pintura son algo apagados o mortecinos, iluminados por la luz amarillenta de una vela poderosa o por la gris luz desalentadora de la profunda ventana de la estancia. Porque justo detrás de la ventana silenciosa está ahora solo el inmenso y pavoroso fondo de un mar embravecido... Todo pintado así para reflejar un profundo drama muy humano: la desaparición de un marinero bajo las aguas que no regresará jamás. Su desolada esposa está abrazada a la madre de él, abatida ahora sin remedio. Pero el creador situará además, subliminalmente, algunas representaciones simbólicas de una mítica y reconfortante religión... El gran libro sagrado abierto y la luz serena de una pequeña llama, todo ello ahora compuesto como un pequeño altar improvisado entre las sombras. 

Cuando el pintor inglés Richard Nevinson (1889-1946) decidiera ir al frente bélico de la Primera Guerra Mundial, lo hizo entonces como un mero voluntario de ambulancias. Antes de regresar a su casa por una enfermedad, viviría el pintor el horror de aquel terrible conflicto tan violento. Así, de ese modo, terminaría inspirándose en un proverbial artístico destino pictórico para poder demostrar, además, las terribles contradicciones y aberraciones de las fatídicas guerras. En una de sus obras modernistas, Una estrella, llegaría a plasmar la visión poderosa de algunas de las cosas más hirientes vividas en una guerra, como la visión que el mismo pintor tuviera de una terrible explosión en plena noche entre las negras trincheras. En esa visión oscura concentraría el pintor toda la magnanimidad que una ráfaga estrellada de luz pudiera dar, sin embargo, a la desolada y espantosa imagen de un cruel, frío, duro y guerrero paisaje nocturno. Con los pavorosos campos de minas, con las terroríficas alambradas enemigas, o con los fragmentos tenebrosos de una esperanzadora visión..., ahora, sin embargo, del todo sucumbida. Porque en la tenebrosa obra de Nevinson la poderosa luz del cielo es ahora obtenida así por una fuerte llamarada creada por el hombre, por la explosión dramática y terrorífica de un cielo maldecido sobre el dantesco, negro, solitario y absurdo campo de batalla. Pero, el pintor británico la transformaría, genialmente, en una gran estrella poderosa, en una luz maravillosa -esperanzadora- que abrazaría, iridiscente, todo un pequeño orbe humano desgarrado ahora por la muerte...  ¿Qué dioses eran esos que el poeta latino Marco Valerio Marcial (40-104) dejara escrito en su famoso Epigrama IV hace dos mil años?: No hay dioses..., y el cielo está vacío. Pero, ¿estará vacío, realmente? Nevinson lo iluminaría una vez con su Arte modernista, como aquellos antiguos romanos lograrían sobrevivir, una vez, a sus angustias: con la sola y poderosa fuerza de su ingenio más humano. El gran emperador romano Adriano (76-138), solitario buscador de mil preguntas, dejaría escrito en su famoso diario: Alma vagabunda y cariñosa, huésped y compañera del cuerpo, ¿adónde luego vivirás...? En lugares lívidos, severos y desnudos pero jamás volverás a animarme como entonces...

(Obra del pintor inglés Richard Nevinson, Una estrella, 1916, Tate Gallery, Londres; Óleo Un saludo silencioso, 1889, del pintor británico Alma-Tadema, Tate Gallery; Óleo del pintor romántico inglés Joseph William Turner, Forum Romanum, 1826, Tate Gallery; Cuadro del pintor Frank Bramley, Un amanecer desesperado, 1888, Tate Gallery.)

8 de abril de 2014

¿Por qué debemos mirar sin horror ni desconcierto esta imagen aparentemente pavorosa?



Porque no es exactamente eso -horror, pavor- lo que transmite esta imagen iconográfica, una obra de Arte surrealista creada en el año 1944, en plena Segunda Guerra Mundial. Representa una singularidad estética de un fuerte contraste -belleza frente a alarma o muerte frente a vida- que, en principio, desvela un cierto desasosiego. Esta es una obra, La Venus dormida, del poco conocido, más simbolista que surrealista, pintor Paul Delvaux (1897-1994). Más simbolista porque todo en su obra es real; es decir, es posible experimentar casi todo lo que representa el pintor, a cambio del surrealismo, que no lo es casi nunca. Aquí vemos un escenario clásico de la Antigüedad, una ciudad griega en una noche real ante una luna nueva real... Una hermosa Venus dormida se nos muestra además en todo su esplendor. Hay otras mujeres desnudas en la obra, vírgenes sagradas que se arrodillan, danzan o gesticulan en algún extraño éxtasis intimidatorio, divino o terrenal. Aun así, sólo dos de las figuras representadas en el lienzo nos asombran, poderosas. Una de ellas es un esqueleto perfecto, elegante, dócil, casi respetuoso por su figura enhiesta; otra es un hermoso maniquí vestido demasiado moderno para tanta antigüedad.

En conversaciones que el autor expresaría luego de su creación, transmitió el terrible momento personal en que la obra fue realizada: cuando Bruselas estaba siendo bombardeada sin piedad. Pero ante el espanto de la incertidumbre, de un final desesperado, no acabaría el autor -que lo vivió- más que inspirado de un modo tan extraño para poder plasmar una imagen, sin embargo, del todo llena de esperanza. Sí, una imagen llena de esperanza porque la obra encierra un invisible hilo de salvación, una leve y engañosa sensación -como la representación de la vida- de que tras el desasosiego más tenebroso se oculta, misteriosamente, la promesa de un amanecer muy distinto, donde los dioses cabalgarán al alba para descubrirnos la magnanimidad de su influyente, indulgente y sagrada providencia.

Pero todo eso por entonces nadie lo sabría. Todos estaban enloquecidos, aturdidos o entumecidos por el miedo pavoroso del desgarro infame. El bello maniquí, trasunto silencioso e inmóvil del duro momento bélico, no puede hacer nada por los seres desesperados que le acucian, sin éxito -no es más que un maniquí-, por esperar un destino diferente... Una de esas jóvenes angustiadas que vemos danzar trata incluso de llamarlo, apelarlo o comunicarse con él, inútilmente. Representa el maniquí -vestido y elegante- la humana sociedad burguesa bienintencionada; sofisticada y moralmente sublime pero, sin embargo, del todo marginada, ajena, inaudible, insensible e inerme. El esqueleto nos trae el sentido de la muerte, de la desaparición de los seres como de la civilización. Esto último, la civilización, maldecida y condenada ahora por la crueldad de una guerra y su terrible destrucción. La civilización está en peligro y las gruesas columnas, reflejo de su cultura ancestral, se encuentran ahora vulnerables.

Por eso mismo se agitan las jóvenes vírgenes dionisíacas, unas jóvenes desnudas que elevan sus plegarias, mortifican el gesto o se abrazan al fuste de alguna de las columnas griegas que sostienen aún, inconmovibles, las serenas delineaciones del maravilloso, pero vulnerable, entorno de aquella civilización grandiosa. Un lugar desde donde la diosa dormida descansa, sin embargo, ajena a todo grave desconcierto. Porque es ella, la Venus dormida, la imagen más hermosa representada, la única que no sufre ni siente aquí cosa alguna que oprima su belleza. Algo que también representa la figura del maniquí misterioso... Venus descansa en la noche macilenta sin un atisbo de desconsuelo. Su maravillosa y desnuda imagen tendida, voluptuosa y abandonada al sueño y la molicie, se muestra convencida de que el destino de su estirpe no sucumbirá jamás. Algo que nos hace ver con su bello reflejo erótico y sereno el sentido simbólico de la obra, una representación artística que, desde su eterna, prodigiosa y bella sensualidad, nos ofrecerá la más serena, segura y necesitada sensación de esperanza...

(Óleo La Venus Dormida -reproducción de muy baja calidad, la única que me ha permitido Google, al impedir la imagen más nítida del original del Tate Modern alegando razones éticas, ésta puede verse en el enlace que he redirigido a la web de la Galería londinense-, 1944, del pintor surrealista belga Paul Delvaux, Tate Gallery, Londres.)

2 de abril de 2014

La mayor tragedia humana es poder concebir una perfección que el ser nunca alcanzará.



A pesar de no haber tenido entre sus naturales a ningún gran creador renacentista o barroco, Inglaterra llegaría a dar uno de los más geniales y originales artistas del Romanticismo. Joseph William Turner (1775-1851) demostraría que el genio pictórico puede llegar a narrar con colores, espacios y formas las más emocionales y desgarradoras semblanzas humanas en un lienzo artístico. Las de la Literatura por ejemplo, unas semblanzas que habrían alcanzado algunas de las más románticas creaciones poéticas de entonces. Y el mayor poeta romántico que cantara esas odas emotivas lo sería Lord Byron. Así como éste lo había hecho, Turner viajaría por Italia a principios del siglo XIX para descubrir su luz y su misterio. El pintor británico querría conocer las ciudades y lugares donde había nacido la Pintura para encontrar ahora sus afinidades, sus raíces o sus inspiraciones más creativas. Pero, a cambio de Turner, Byron no buscaría nada de eso. El gran poeta romántico, el primero que comprendiera que lo más íntimo de la desesperación humana formaba parte de su grandeza, peregrinaría por el sur de Europa buscando así la sensación romántica de que vivir es una experiencia personal desgarradora, del todo fugaz e insatisfecha. Con su obra poética del año 1818 Las peregrinaciones de Childe Harold, Lord Byron conseguiría definir la personalidad romántica por excelencia. Su protagonista, alter ego de su propia existencia vagabunda, acabaría mostrando las características paradigmáticas de los seres que llevan el rasgo de héroe -más bien antihéroe- byroniano: perceptibilidad, sofisticación, misterio, emotividad, introspección, independencia, decepción o rebeldía. El protagonista, Childe Harold, se embarcaría en un velero rumbo a Portugal desde Inglaterra para dejar atrás ya su vida aprisionada, su ingrata historia personal, su pasado insensible, sus pasiones y desvelos y tratar así de encontrar un nuevo sentido existencial a la vida. Y lo buscaría desde la convicción personal de que nada nuevo que hallase pudiese hacerle cambiar lo que piensa. Dirá el protagonista: Y ahora que cercado por un mar sin límites me hallo solo en el mundo, ¿suspiraré por otros cuando nadie lo hará ya por mí? Quizá mi perro llore mi ausencia hasta que una extraña mano venga a alimentarle; pero, a la vuelta de algún tiempo, si yo regresara a mi patria se avalanzaría hacia mí para morderme.

Turner buscaría en Italia, a cambio, la luz estremecedora del atardecer más hiriente. Pero, también buscaría las sensaciones emotivas que otros pintores antes que él ya hubiesen presentido. Y así viajaría por Milán, Bolonia, Florencia, Roma, Narni, Sorrento, Amalfi, Nápoles..., mirando, sintiendo, inspirándose sobre todo en las obras renacentistas y en los románticos poemas de Byron. De este poeta se decidiría por crear un grandioso óleo homenaje a su obra, Las Peregrinaciones de Childe Harold. Y lo hace bajo la romántica atmósfera italiana recreada por uno de los cantos poéticos de Byron. Pero, ¿cómo hacerlo? ¿Cómo representar en un lienzo la sentida, avasalladora y decepcionante mística descripción lírica del poeta? En Turner era parte de su Arte, sin embargo, poder conseguir plasmar cosas imposibles de describir tan solo con colores o formas. Así crearía Turner su lienzo romántico titulado exactamente igual que aquel poema romántico. Elige así entonces un maravilloso paisaje italiano románticamente idealizado... Un lugar ahora donde la luz es, verdaderamente, la única emoción protagonista. Hará de la luz un reflejo del propio ánimo del personaje byroniano. Y en este hermoso paisaje libre y natural elegido la luz del atardecer -porque debe ser un atardecer- reverberaría inquietante entre los roquedales medio ennegrecidos y los inclinados surcos de un río amarillento, o entre la alegría manifiesta y serena de unos hombres y la misteriosa abertura sibilina de una profunda y oscura cueva sinclinal... También entre la quebrada silueta de un puente medio derruido y el lejano perfil de los restos sin sentido de una antigua y olvidada fortaleza medieval.

Y todo ese paisaje melancólico, en parte deslucido, contrastaría entonces con la silueta inmensa y elegante del magnífico árbol poderoso del primer plano de la obra. Una grandiosa figura vegetal muy romántica aquí por solitaria, tan grandiosa como desposeída ahora de firmeza, tan majestuosa como perfilada de una cierta aguerrida fragilidad. Detrás del árbol solitario, alrededor de su redondeada y coronada silueta verdecida, está ahora ya el poderoso cielo deslumbrante por la lejanía de un asombroso horizonte aún más brillante todavía. Pero azul, de un azul ahora mucho más matizado hacia la izquierda del cuadro. La tenebrosidad brumosa  del paisaje contrasta aquí, sin embargo, con la fugacidad despectiva y alejada de un grupo de personas satisfechas. Y, luego, la perenne y oscura silueta del poderoso árbol solitario situado ahora entre el profundo cielo azul oscurecido y el fugaz resplandor medio amarillento de la apasionada bruma de un atardecer...  El dramaturgo británico Terence Rattigan (1911-1977) escribiría una pequeña obra teatral extraordinaria en el año 1952, Un profundo mar azul. Una historia íntima y personal de amor donde sus protagonistas se sumergerán en las desalmadas, profundas e incomprendidas aguas de lo imposible... Un insufrible romance acabaría ahora en el frustrado intento suicida de la frágil mujer protagonista. Un desolado personaje situado entre la imposibilidad de aceptar la realidad ofuscada de la vida y su apasionada existencia vulnerable. En una de las ocasiones que ella tendrá para justificar tan terrible acción suicida, absolutamente confundida y abrumada, le contestaría a otro personaje que le habría cuestionado sutilmente su deseo aniquilador:  A veces es difícil discernir, atrapada entre el diablo y un profundo mar azul...

(Óleo Las peregrinaciones de Childe Harold, 1823, del pintor romántico inglés Joseph William Turner, Tate Gallery, Londres.)

29 de marzo de 2014

La masacre de la imagen perfecta ante la perfecta maldad de los seres: su mensaje interesado y su crueldad.



No había habido antes una tendencia cultural que condicionara filosófica, política, psicológica o emocionalmente tanto en la historia como lo fuera la compleja, abrumadora, indefinible y transversal inclinación o tendencia romántica. Fue simplificada a sus estereotipos más populares o tenida a veces como una visceral o sentimental forma de entender las cosas. Pero, sin embargo, no fueron esos rasgos manidos más que una pequeña gota en el inmenso océano de la diversidad que el Romanticismo supuso en la historia del Arte como de la vida. Y que supone aún, sobre todo en lo que hoy por hoy nos hemos convertido como sociedad tan compleja, diversa e insatisfecha. Porque el Romanticismo fue una de esas propensiones estéticas que más se nutriría de la ideología, de la filosofía o del pensamiento. Por eso se desarrolló -y sigue aún haciéndolo- a lo largo de varios siglos desde que naciera a finales del siglo XVIII. Jamás una manera de impresionar una imagen se sustentaría tanto en una revolucionaria forma de concebir la sociedad humana. Y así es como se reflejaría esa diversa visión del mundo en los creadores románticos, seres humanos que, visceralmente -cómo no-, se enfrentarían incluso entre ellos mismos tanto estética como ideológicamente. Surgido de la Ilustración más temprana del siglo XVIII, el Romanticismo nacería imberbe, sin detalles, apenas sin sábanas acogedoras ni desenvueltas desde las atormentadas, revulsivas, incomprendidas, complejas o fieras palabras del ilustrado pensador Rousseau (1712-1778). 

La Revolución francesa tomaría luego esas ideas filosóficas de la Ilustración, absolutamente radicales para entonces, y las llevaría a la jerga de cada una de las dos tendencias que lideraron el movimiento romántico: una la más liberal y otra la más conservadora. Y aún sigue hoy, por ejemplo, con sus posiciones políticas y sociales de izquierda y derecha. Es decir, en lo social o con la más atormentada afinidad colectiva y coercitiva o con la opuesta afinidad más individualista o liberal. Pero otros pensadores más alejados de aquel horror revolucionario, entonces sin patria o en un destierro propiciatorio, buscaron con otro sentido aquel cambio turbador tan humanista: hacer de la esencia ideológica romántica una nueva y estremecedora visión para el hombre. Un motivo ahora, sin embargo, mucho más trascendente que aquella colectiva intención social francesa. Fue liderado más por la idea que por el concepto, es decir, fue liderado más por la fuerza cultural inspiradora que por la intención social revolucionaria. Y así surgiría pronto desde tierras germanas la reivindicación de una tendencia romántica con un cariz más elevado, más divino, mesiánico casi: el Idealismo alemán. Un pensamiento filosófico en el que se sustentaría una de las estéticas más románticas de Europa.

El nacionalismo fue, por ejemplo, un concepto ideológico y social surgido de una de aquellas balbuceantes pisadas destempladas en que el Romanticismo se dispersara socialmente. Hasta antes de la Revolución francesa, la identidad cultural no fue la nación sino la población donde se nacía, la patria nativa o el lugar donde radicaba la esencia de los sentimientos geográficos, de las gentes o cosas que rodeaban la vida o el ámbito particular de una región. Luego existía otro concepto: la lealtad o fidelidad a un rey o estamento, entendido éste como un ámbito más general de seguridad o de protección, unas fronteras más amplias para desarrollar e intercambiar, sin sobresaltos, los medios económicos y culturales necesarios para prosperar una sociedad. Sin embargo, cuando el estamento cayese luego tanto desde el cuello seccionado del rey Luis XVI como desde la ambición poderosa de un general -Napoleón-, se sustituiría el concepto reino por imperio y el procedimiento patria por nación.

Hoy, después de tantos conflictos o de historia no leída, se repiten las mismas cosas peregrinas de antes. Y así se puede ver la vigencia que tiene todavía aquella tendencia romántica de entonces. Una tendencia que subsiste maquillada, desempolvada o manifiesta junto con el dúctil y práctico racionalismo, este fuerte pensamiento ilustrado del que fuera hija adoptada el Romanticismo. Y para comprender mejor la diversidad o complejidad del movimiento romántico qué mejor lienzo artístico que el de uno de sus mejores representantes, Eugène Delacroix (1798-1863). Cuando los artistas, poetas, literatos o pintores románticos acudieron a reivindicar aquella nueva forma de entender nación que surgiera de las devastadoras guerras napoleónicas, muchos políticos oportunistas o expansionistas vieron la mejor forma de justificar una intervención militar en la inestable Europa suroriental de comienzos del siglo XIX. Grecia, la antigua Grecia homérica y primigenia de la gran cultura occidental, estaba ocupada entonces por el imperio otomano desde el siglo XV. Y en los primeros años luego de la caída de Napoleón se crearon organizaciones que buscaron la independencia de aquella vasta y antigua región mediterránea. 

De ese modo, se crearon y financiaron movimientos armados para apoyar los reductos de población autóctona que, animados por rusos, franceses, ingleses o austro-húngaros, hicieron de aquella zona europea durante diez años, 1821-1831, una región sumida en el horror, la crueldad y la muerte. Pero, sin embargo, todo eso era entonces tan sólo un símbolo romántico de lo más genuino... Hasta el famoso poeta Lord Byron lucharía y moriría allí. Pero dos años antes de su muerte, en 1822, los turcos habían decidido acabar con una rebelión griega habida en la isla egea de Quíos. La intervención otomana fue feroz e inmisericorde, acabando con unos veinticinco mil griegos violentamente. Fue un gesto terrible que deseaba vengar la matanza de la peloponésica ciudad de Trípoli llevada a cabo un año antes a manos de los ahora oprimidos griegos. Y el extraordinario pintor romántico Delacroix entendió que aquella masacre terrible de Quíos debía ser el motivo de su impresionante, reivindicada, grandiosa y romántica obra de Arte.

Este pintor francés, un auténtico revolucionario en su arte y tendencia romántica, un innovador tanto en la ruptura con el clasicismo como en el propio sentimiento romántico de sus creaciones, no se dejaría llevar entonces sino por las inspiradas, liberales o épicas semblanzas que Lord Byron hiciera con su desgarradora literatura romántica oriental. Tanto transformaría Delacroix la forma de crear Arte que otro pintor, el neoclásico -y posterior romántico- Antoine-Jean Gros, diría de su obra La masacre de Quíos: Es la masacre de la pintura.  Y lo era porque Delacroix rompería ya con el sentido más ilustre del Arte, aquel más elegante o clásico de las correctas formas retratadas en un lienzo. Ahora, pensaba Delacroix, debía incluir en su épica y romántica pintura la sensación más impactantemente humana por muy dura que fuese. Los cuerpos no podían ser aquellos lustrosos, bellos, arrogantes o eternos cuerpos de las obras neoclásicas de antes. No, los cuerpos ahora, en su obra romántica, tendrían que ser como la misma escena de horror vivida por ellos los habría convertido: en despojos humanos, en pieles oscurecidas y demacradas; en ojos perdidos, en formas deslucidas o en una vana esperanza desolada por la crueldad maldita de sus heridas.

Así compuso Delacroix su gran obra romántica La masacre de Quíos. Con un paisaje donde ahora el Romanticismo de una parte, de aquella parcialidad ideológica de una parte -el pensamiento ilustrado del que el Romanticismo fuera hija-, brillaba claramente sobre el sufrimiento más universal y desolado del hombre. Pero eso fue lo que algunos criticaron entonces, el oportunismo histórico del creador francés: ¿era peor esta masacre turca de Quíos que la matanza griega de Trípoli producida un año antes? Los artistas románticos, especialmente Delacroix, se dejaron llevar por el sesgo particular de aquella ideología social revolucionaria y nacionalista, esa de la que su tendencia romántica había sido heredera. Pero el Arte, sin embargo, y a pesar de todo, siempre lo es pinte lo que pinte. Y aquí, en esta grandiosa, extraordinaria y universal obra maestra, el autor romántico francés consiguió lo que por entonces no se llegaría a entender aún -aunque seguro que la intuición del artista sí lo hiciera-: que el Arte viene a reivindicar siempre la esencia universal de los hechos, no la secuencia histórica o particular de los mismos. 

¿Qué mayor representación artística de la cruel humanidad que la desesperación de unos humanos ante la vil, atropellada, lacerante y brutal agresión de otros? El pintor francés sitúa en primer plano las figuras de las personas sometidas por la cruel masacre de los turcos. Sus figuras se abrazan y se besan, se acogen entre ellas enternecidas ahora bajo la fuerte y poderosa cabalgadura del opresor otomano. Las miradas están perdidas, los gestos abandonados por el ímpetu y la fuerza, los cuerpos humanos abatidos ahora sin fulgor alguno que los embellezcan. Figuras todas ellas que no podrían competir con las anteriores formas heroicas representadas por los clásicos trazos de lo más excelso; salvo la perfecta silueta de una mujer desnuda, atada y deseada que cuelga ahora voluptuosa de la ecuestre montura asesina del opresor turco. Tan sólo ella mantiene aquí en su figura desnuda aquel alarde poderoso tan bello y tan clásico de antes. Porque todo lo demás es demacración o desconsuelo, abatimiento, horror y muerte. Y el pintor romántico consagraría en su obra la imagen más paradigmática -no la más particular o subjetiva- del desgarro más humano ante el dolor afligido por otros seres humanos. Un maltrato universal expresado desde esas fuerzas malignas, simbólicas o personales que siempre existirán tras cualquier acto egoísta, interesado, desalmado o criminal que pueda ocasionar, sin pudor alguno, un ser humano a otro.

(Óleo La Masacre de Quíos, 1824, del pintor romántico francés Eugène Delacroix, Museo del Louvre.)

25 de marzo de 2014

Una sutil melodía insinuada en la grandiosidad de un lienzo, su parcialidad y su crítica.



El Impresionismo no supo cómo conseguir aparecer en el inmóvil y conservador mundo burgués de mediados del siglo XIX. París era, sin embargo, todo un referente de modernidad, de refinamiento cultural, de cierta pícara forma de acercarse al mundo de la bohemia y de los arrabales más atrevidos de entonces. Pero la sociedad francesa estaba en esos momentos (1850-1870) bajo el cetro imperial del rígido imperio de Napoleón III, y los creadores y artistas -libres por definición- se encontraron con la reticente y obtusa manera de condicionarles y limitarles sus nuevas, aperturistas o críticas formas culturales de expresión, esas con las que ellos, tímidamente, tratarían de soliviantar las protegidas y acomodaticias conciencias de sus alineados y satisfechos contemporáneos. La pintura clasicista -neoclásica- habría dejado paso antes a la grandiosa y exultante representación romántica de sus creadores más atrevidos. Pero, a la vez esos creadores eran aún respetuosos con las consignas clásicas del orden, de la metáfora, de la mitología, de la historia, de la cultura, del sentido de lo bello, de lo representable o de lo más justificable de llevar a un lienzo. Así que no se habrían decidido aún los pintores parisinos a representar una visión tan actual, tan normal, tan cotidiana, tan vulgarmente natural como era la de reflejar una escena habitual de la sociedad parisina de entonces. Los incisivos poetas decadentistas o simbolistas, como lo fuera el decidido y ácido Baudelaire, ya habrían recomendado a los creadores que dejaran de pintar esas escenas míticas grandilocuentes tan alejadas de la vida normal, y que se atrevieran ahora a retratar lo cotidiano, lo cercano, lo que llegara a traspasar la imagen real de los que, luego, lo miraran.

Totalmente convencido de lo mismo, el pintor Manet elegirá crear en el año 1862 una escena de esa misma sociedad, aunque no de la bohemia sangrante de los marginales barrios parisinos, no, sino de la más burguesa y encopetada sociedad parisina de entonces. Y decide el pintor impresionista que sea inmortalizada toda esa gente real en uno de los lugares más elegantes de una de las zonas más concurridas de París, los jardines de las Tullerías. El Palacio de las Tullerías era por entonces -y durante toda la historia de Francia lo había sido- la residencia parisina de la monarquía francesa. Durante el segundo imperio francés -el de Napoleón III-, en sus jardines abiertos a un público burgués y bienintencionado se celebraban conciertos y fiestas, siendo entonces cuando los flamantes parisinos se concentraban en él para disfrutar de aquel maravilloso entorno y poder escuchar lo único que no era sospechoso de subversión social: la música sutil y envolvente de alguna sinfonía clásica..., compuesta, por ejemplo, por el celebrado compositor Jacques Offenbach (1819-1880). Fue entonces la música, sobre todo la sínfónica, el único arte incapaz de molestar con sus críticas sociales o políticas a esa burguesía susceptible y bienpensante. Sobre todo en sus óperas u operetas. Porque Offenbach se hizo muy famoso por esas composiciones operísticas divertidas, populares, alegres y bailadas..., pero con algún que otro trasunto que pudiera añadírsele. Eso fue lo que, especialmente, conseguiría este curioso compositor francés.

Es por lo que, con alguna que otra crítica social, formaría parte de esos artistas como Baudelaire y Manet que trataban de hacer ver a la sociedad de entonces lo que ésta no podría o no sabría ver por sí misma. Pero, a pesar de decidirse el pintor Manet por componer una obra de Arte que reflejara ese espíritu -llamada la obra Música en las Tullerías-, en esta grandiosa pintura no aparece ningún instrumento ni ninguna partitura, ni ningún músico ejecutándola, además. Como obra de Arte, como composición pictórica, es una extraordinaria obra que avanzará el sentido de lo que, poco después, será denominado Impresionismo... Pero, ¿qué más será? Porque aquí está ahora toda esa sociedad burguesa bien trajeada, con sus elegantes diseños y sombreros a la moda. Éstos, los sombreros, configurarán una línea imaginaria horizontal que dividirá la obra maestra en dos espacios. Arriba está la Naturaleza, verde, exuberante, libre, espaciosa y grandiosa. Abajo, la sociedad, oscura, gris, encorsetada, abigarrada, blanca, negra o azulada. Y el creador Manet los pintará a todos como objeto y como sujeto de toda esa impresionante y enigmática visión social. Como objeto por los representantes, ahora anónimos, de la sociedad parisina: en ese momento, indolente o sorda a los cambios que la misma requería. Como sujeto serán aquí ahora los conocidos y amigos del pintor, tan alertas como él a los cambios requeridos por esa sociedad; fijos ellos en su mirada como los representará Manet: mirándolos a él. Y así se apreciarán en la obra de Arte, sutilmente divididos por el delgado tronco encorvado y oscurecido de un árbol. A la izquierda del tronco -algo menos de la mitad de la obra-, están todos esos personajes subjetivos, el músico Offenbanch, un colega del pintor, Fatin-Latour, y escritores como Baudelaire y Gautier, etc...

Todos ellos nos miran a nosotros ahora, al pintor que los crease y a los espectadores que miramos inseguros la obra de Arte. Ellos son el sentido que laterá en la atmósfera semioculta de la obra, como un motivo cómplice de todo aquello que el pintor quisiera transmitir. Al otro lado -la parte derecha del lienzo-,  nadie mirará al frente, nadie se atreverá a dirigir su mirada hacia lo que, por entonces, era aún imposible de admitir: que los cambios sociales no eran aceptados aún. Como no lo fuera todavía aceptado el Impresionismo; como tampoco la crítica a un sistema político -el segundo Imperio- que habría cercenado libertades y avances; como no fuera la apertura a una sociedad más acorde con el espíritu de lo que había sido Francia antes. Todo eso no podría todavía relucir libremente entre las cenagosas aguas de una sociedad hipócrita, autoindulgente y profundamente cínica. Y el  pintor impresionista se decidió entonces por pintarla y criticarla, aunque entonces con la única música que se pudiera insinuar: la de su paleta y la de su audacia misteriosa. Cosas intangibles o perezosas que mentes limitadas nunca hubieran podido aún descubrir entre sus trazos...

(Óleo La música en las Tullerías, 1862, del pintor impresionista Édouard Manet, National Gallery, Londres.)

19 de marzo de 2014

La significación particular frente a lo más universal de las grandes obras maestras.



Sin el Renacimiento no hubiésemos llegado a consolidar el verdadero sentido de lo que es una obra maestra de Arte. Es decir, no hubiésemos podido desligar lo que es una representación estética limitada a un tiempo concreto de lo que, a cambio, es un símbolo universal sin fronteras temporales, espaciales, ideológicas o sentimentales. Y todo esto último no es fácil llevarlo a cabo siempre en el Arte. ¿Quién puede desprenderse de las consideraciones abstractas, psicológicas, cognitivas, culturales o personales que intervienen en cualquier proceso creativo? Tan sólo el creador de la obra maestra de Arte. Y la obra maestra únicamente comenzaría a ser posible gracias a lo que sucediera en el pensamiento humano durante el extraordinario salto cultural llevado a cabo en la Italia del siglo XV. Es lo que hizo a Europa ser el lugar donde se crease el concepto universal de Arte, un proceso desligado de consideraciones culturales monolíticas, regionales, monográficas o unilineales socialmente. La historia de Europa lleva el germen cultural de dos grandes influencias transcontinentales -totalmente diferentes y opuestas- que fueron obligadas a convivir durante siglos, y que, luego, en su asimilación estética de mediados del siglo XV -lo que fue el Renacimiento-, posibilitaron una extraordinaria simbiosis cultural como en ninguna otra parte del mundo se pudo conseguir.

Esas dos grandes influencias, opuestas pero forzadas por la historia a desarrollarse juntas en Europa, fueron la cultura grecorromana por un lado y la tradición judeocristiana por otro. Esta última acabaría venciendo durante la Edad Media y así se impuso en las costumbres, filosofía, ciencia o cultura de entonces. Pero, de pronto, en las profundas conciencias culturales de los hombres y mujeres del Renacimiento, brotaría una nostalgia afortunada de la otra influencia histórica, la cultura helenística. Y con todo eso avanzaría por entonces -siglo XV- una nueva sociedad y su nuevo Arte, cosas que surgirían de los contactos de esas dos fuerzas telúricas culturales que se vieron obligadas a convivir siglos después de haberlo hecho antes. Porque además no se pudieron evitar ni una ni la otra influencia. Y de esa virtualidad dialéctica, de ese maravilloso artificio simbiótico artístico, se produciría la peculiar forma de alcanzar la sublime estética maravillosa de lo que hoy entendemos como obras maestras del Arte universal.

Joachim Patinir (1480-1524) fue un pintor flamenco que, como algunos de sus paisanos artistas, llegaría a conseguir reflejar el sentido más renacentista de la obra universal, un sentido estético que debía conseguir aunar belleza con mensaje doctrinal, es decir, estética universal con sentido espiritual... En su obra Las tentaciones de san Antonio Abad tenemos, inspirada del medievo sagrado, la leyenda de las vicisitudes morales de este santo cristiano del siglo IV (una parcialidad cultural, por otra parte). Cierto es que el símbolo bíblico de la manzana aparece en la obra como un motivo claro de tentación negativa (parcialidad religiosa), pero no es menos cierto que todo eso aparece ahora justo en el escenario más universal de todos los posibles escenarios artísticos: el paisaje idealizado de un paradisíaco lugar extraordinario. Extraordinario porque lo contiene todo, no es ni parcial ni existe tampoco un lugar así en el mundo, sin embargo. No vemos solamente la geografía africana original de la región nativa del santo anacoreta; tampoco vemos solo la geografía bíblica de los momentos descritos por los pasajes pecaminosos sagrados; ni siquiera veremos solo la idílica Arcadia de los instantes narrados siglos antes por sus poetas jonios. No, ahora todo eso está ahí junto, idealizado y reflejando la estética simbiótica más universal de todas.

La mitología griega se transforma estéticamente en deformados seres alados o en monstruosos personajes desperdigados y representados como una cruel metáfora profética, como un símbolo de lo malvado, de lo desolado o de lo mortífero. Aparecen otros seres, además de los deformados, éstos son los humanos, tanto los buenos como los malos, como narrará interesada siempre cualquier mitología terrenal. En este caso no se pueden universalizar ni el sentido estético ni la apariencia artística, sólo es en esto donde la universalidad del Arte se pervierte aquí culturalmente. Ahora requeriremos conocer la leyenda o la historia particular para saber por qué ese hombre, que nos mira abatido y desolado, está rodeado de personajes femeninos encantadores, bellos y atractivos o monstruosamente despectivos, como es el caso de la vieja y estrafalaria alcahueta. En la obra de Patinir todo está hábilmente decorado, con uno de los paisajes más completos, inspirados y conseguidos de todo el Arte universal. Desde los picos kársticos de la cordillera gris y agreste hasta la laguna plácida del fondo, desde un cielo tormentoso y oscurecido hasta el escenario del bosque pantanoso y alegre que vemos a la derecha. También, el sereno monasterio elevado en lo alto del desnudo peñasco destacado y poderoso a la izquierda del cuadro.

El propio pintor buscaría más crear en su obra un maravilloso paisaje que cualquier otra cosa, cultural, moral o religiosa. El tema de la obra, la tentación, era una excusa artística para poder describir todo el escenario maravilloso de un paisaje abrumador por su belleza, por su fuerza y su contraste. También por representarlo con las connotaciones propias de lo brillante y lo tenebroso, lo elevado y lo maltratado, lo deseable y lo sublimable... Y todo eso expresado sin fronteras definidas, sin límites contrarios definibles, o sin partes delimitadas que concentren la maldad o la bondad de este mundo. Todo está entremezclado y justificado en el paisaje por su propia esencia ética, que surge además de la estética, por lo que cada cosa individualmente es representada dentro de lo vario y sin delimitar frontera alguna. Este es, probablemente, el mensaje moral iconográfico: que nada -en la Naturaleza prodigiosa- distinguirá o representará la malvada tentación más inconfesable en este mundo... Salvo la fuerza interior que posean, o no, los seres desesperados. Porque la belleza además no tiene por qué identificarse con la moral, que aquélla es siempre independiente de ésta. Que aquí, en su obra renacentista, el creador flamenco nos lo hace ver, apenas sin traslucir del todo, como la única cosa más universal, humana y poderosa del mundo.

(Óleo renacentista Las tentaciones de san Antonio Abad, 1524, del pintor flamenco Joachim Patinir, Museo Nacional del Prado.)