30 de marzo de 2022

La Belleza fragmentada puede ser la más certera para aprehenderla.

 



A principios del siglo XVI fue encontrado en Roma el torso de lo que parecía una estatua en mármol de la época helenística. Tiempo después sería datado como una copia romana del siglo I de un original de Apolonio de Atenas del siglo II a.C. Fue un hallazgo extraordinario para entonces, cuando el Renacimiento había elogiado tanto la Belleza clásica de perfección y proporción estéticas. Sin embargo, estaba deteriorada, fragmentada, incompleta. ¿Qué representaba?, ¿quién representaba? No había manera de conseguir idear ningún personaje ni saber qué conjunto suponía. Parecía un luchador sentado, pero podía ser cualquier otra posición o acción la que representara. Lo que sí mostraba era la perfección de las formas anatómicas del torso de un hombre. El Renacimiento, que sustentaba la idea primaria de exaltación del hombre como figura principal de la creación, acabaría rendido ante la belleza, la armonía y el acabado conseguido en piedra que el fragmento hallado mostraba, a pesar de su deterioro. Es seguro que Miguel Ángel estuvo en ese hallazgo y comprobase la grandeza de los griegos ante tamaña creación. Tuvieron que pasar más de trescientos años para que una cosa y la otra fuesen unidas por el Arte. El pintor francés Jean-León Gerôme se inspiraría en el torso de Belvedere que viese en Roma para su obra El Torso de Belvedere es mostrado a Miguel Ángel. Pero el pintor, tan académico y clásico en su trabajo, imaginaría una escena irreal para su cuadro. Ahora la realidad y el Academicismo se divorcian en la composición de una Belleza perfecta. La escena representa un anciano escultor, Miguel Ángel, que, sin poder ver, es ayudado por un niño a tocar la piedra. Sin embargo, Miguel Ángel nunca acabaría ciego, a pesar de sus molestias visuales, y el hallazgo del torso sucedió cuando el famoso artista era joven, en la época del papa Julio II. 

La pintura glosa mejor el tacto que la vista. Esta era la forma en que el pintor podría sublimar mejor un fragmento de algo que no era más que un trozo incompleto de piedra. ¿Qué Belleza podía ser compuesta de algo que no era completo? Ninguna. No podría ser representada la belleza ahí. En los años en que el pintor compuso su obra, mediados del siglo XIX, la filosofía de Hegel era un revulsivo intelectual poderoso contra toda idea de fragmentación del mundo. La totalidad es superior a la cosa, el todo es más importante que la parte. Así que, ahora, qué sentido podía disponer una representación de una parte que, además, no implicaba más que destrucción, deterioro o fragmento. El pintor lo idea entonces, seguramente en Roma, al ver el torso fragmentado y asocia la parte hallada con el maestro Miguel Ángel. Tenía que pintar el torso, pero ¿cómo hacerlo? ¿Con Miguel Ángel mirando solo? ¿Qué mirar cuando es solamente un fragmento? Con esta pintura podemos reflexionar sobre el sentido de mirar lo fragmentado, lo que no puede ser admirado sino solo en parte. No tiene caso en la acción de la Belleza. Menos en el periodo academicista al que pertenecía el pintor. El Academicismo glosaba la perfección en sus formas completas no fragmentadas. No estamos en el Romanticismo, que podía hacer de una parte una ruina elogiosa. Ahora es el sentido absoluto de composición completa del mundo, lo que Hegel defendía desde su filosofía absoluta. Así que no había otra forma más que idear una acción imaginada para justificar la representación pictórica de un pedazo esculpido de piedra. Para justificar su representación tenía que sustituir la mirada por el tacto. El tacto no es posible ejercerlo en el conjunto sino solo en una parte de la forma. Esta limitación del tacto la hacía idónea para darle sentido a la representación de una parte, deteriorada, de una obra clásica perfecta.

El pintor francés imaginó a Miguel Ángel ciego tocando el torso perfecto del estilo clásico helenístico más elaborado de la historia. Sin embargo, no era posible que un ciego pudiera estar solo, sin dirección, ante unas obras almacenadas. Así que idea a un lazarillo que guia las manos del artista florentino. El niño dirige las manos del escultor para que pueda sentir el perfecto acabado de una obra tan extraordinaria. Con ello consigue el pintor además romper la fragmentación, ya que, al tocar una parte, un ciego alcanza a completar cualquier otra necesaria. Así acaba viendo el imaginado Miguel Ángel la escultura completa, gracias a sus manos y no a sus ojos. Es como se puede glosar mejor la Belleza incompleta, como se puede perfeccionar la sensación de algo que no está del todo terminado. La mejor forma también de enseñarla o aprehenderla. Es la única forma de completarla cuando está rota, cuando no es más que la parte de algo que existió y no volverá a ser como antes. No tiene sentido ya verla así, no puede ser representada en sus formas originales para ser vista en su totalidad grandiosa. No, ahora es otra cosa, es la idea, la parte que está, por su sentido de pertenencia, adherida a la verdad de lo que representa. La Belleza es idea más que forma material. Y esta idea puede fortalecer cualquier parte de un conjunto fragmentado. Sólo pudo el pintor magnificar la Belleza incompleta usando lo que más pudiera suponer para completarla. Lo que justificase la representación de algo que nunca más volvería a ser Belleza...  A menos que pudiera recomponerse o, como en este caso, vislumbrarse a través del tacto emotivo de unas manos maestras.

(Óleo El Torso de Belvedere es mostrado a Miguel Ángel, 1849, del pintor Jean-León Gerôme, Museo de Arte Dahesh, Nueva York; Fotografía del Torso de Belvedere, siglo II a.C. Apolonio de Atenas, Museos Vaticanos, Roma.)

27 de marzo de 2022

La Belleza fue representada como una forma de ocultación de lo sangriento o de lo terrible.


 

Fue la manera en que el Arte trataría de ocultar siempre lo hiriente, lo repugnante, lo desgarrado, lo sangriento o lo desmerecedor. Comenzaría con los versos para describir la vida, la lucha, la muerte o la derrota, y lo haría con el ritmo preciso, la sutileza aguda o la significación armoniosa de un equilibrio brillante. Así el poeta Virgilio escribiría su leyenda más famosa, La Eneida, donde glosaría la gesta de Roma desde sus inicios. Todo empezó con la caída de Troya, cuando esta ciudad fue destruida por los griegos para siempre. Pero su valentía, su ardorosa forma de ser derrotada, su honor ante la adversidad, su lucha imposible y su energía sería prolongada con el legado de uno de sus descendientes, Eneas. Huye éste de Troya con su padre hacia la vida, hacia el oeste, hacia su gloria más allá del Helesponto. Para que el sentido germinador de una nación poderosa tuviera el reconocimiento necesario, sus raíces no podrían ser vulgares dinastías cuarteleras o palaciegas, tendrían que ser divinas. Por eso el poeta romano imagina que Eneas es hijo de un griego asentado en Troya, Anquises, que había sido además amante de la diosa Venus. Podía ser así un nuevo Perseo, o un Aquiles, o un Hércules, sería un hijo de los dioses, un semidiós elogioso al cual erigir como fuente y pedestal de un pueblo poderoso. Eneas se convertiría en el héroe germinador de Roma, y sus luchas, aciertos y desatinos terminarían siempre con la victoria, el orgullo, la fuerza o el poder de un imperio. Pero luego de las palabras y los versos llegaron las imágenes del Arte. Debían hacer lo mismo: glosar la gesta, los avatares, las luchas, las ofensas o las adversidades de los pueblos, y hacerlo además con la misma armonía y belleza. Describiendo los sucesos con verosimilitud de lo acaecido, pero mostrando solo el momento anterior a lo más grotesco, a lo más sangriento o a lo más terriblemente molesto. La verdad es que los versos podían describir mejor con palabras lo que las imágenes sólo podían hacer con sutilidad, ocultación o anticipación. Por esto el Arte de la Belleza consiguió en la pintura llegar a una sofisticación extraordinaria de gran sutileza.

En el año 1688 el pintor napolitano Luca Giordano compuso su obra Turno vencido por Eneas. Como artista protegido y admirado por Carlos II de España, sus obras acabarían en las colecciones reales. Ese fue el caso de esta obra que acabaría inventariada en las colecciones reales que terminaron por componer el Museo del Prado. La creación de Giordano es la representación del Barroco más épico y legendario. Ante las posibles expresiones artísticas los creadores del Barroco debían elegir la más virtuosa, mostrar grandeza, valor y triunfo, pero, también la caída, la ofensa, la maldición o la defenestración más terrible. Sin embargo, ambas cosas debían ser tratadas con el mejor momento elegido para representarlas. No sólo el momento también la grandeza que pudiera expresar la Belleza, ocultando todo aquello que la venciera o que la hiciera incluso una falsa admonición ante lo ignominioso de un mundo transformado por la herida sangrienta. La obra de Luca Giordano compone el momento, ni antes ni después, donde Eneas vence a su adversario Turno. Pero esa victoria la vemos ahora por estar Turno caído y Eneas sobre él con actitud de vencedor insigne. No vemos el apuñalamiento de Eneas a su enemigo, algo que en principio no iba a suceder. Cuenta la leyenda que cuando Eneas reconoció al asesino de su amigo Palante, entonces lo hirió de muerte. Porque la leyenda contaba que Eneas quiso, al llegar a Italia, aliarse con los que querían hacer grande su tierra. Lucharía junto al rey Latino y junto a los arcadios, un pueblo aliado, cuyo general, Palante, acabaría siendo amigo de Eneas y muerto por la espada de Turno. Tal virtuosidad había tenido Eneas en Italia, que el rey Latino le ofreció a su hija Lavinia como esposa. Pero la adversidad tiene ahora el nombre de Turno, regente de los rútulos, un pequeño reino, que pretendía dominar toda Italia y también a Lavinia, para conseguir así el favor y apoyo de Latino. Sin embargo, Latino había preferido la alianza con Eneas. 

Así surgió la lucha, el enfrentamiento y el terrible desenlace tan cruento. Porque en él hay heridas, desgarramiento, sangre, dolor y muerte.  En el Arte es fundamental elegir los personajes bien para mostrar lo que, sin palabras, solo se puede expresar con imágenes. Porque hay que honrar pero también defenestrar en la misma escena elegida. Hay que representar la virtud por un lado y la maldición por otro. Por eso el pintor sitúa a la diosa Venus encima mismo de la figura del héroe. Es su hijo ahora quien, como vencedor, está mostrando su grandeza, heroicidad y victoria. Pero también es Venus la Belleza, y la representa el pintor para expresión de que los avatares desastrosos pueden justificarla estéticamente. La maldición, por otro lado, está ahora abatida en el suelo, desarmada y vencida para siempre. El Arte debía además armonizar equilibradamente las diferentes partes enfrentadas, es una sagrada obligación del Arte frente, por ejemplo, a no poder utilizar palabras con belleza. La maldición abatida debía también disponer de su alarde de Belleza. Estamos en el Barroco, un estilo que expresaba la leyenda con los rigores de verdad y belleza. La defenestración y muerte de Turno fue presentida por su hermana Juturna al saber que se enfrentaría con Eneas. No pudo soportar la suerte de Turno y se arañó la cara con sus uñas produciendo unas heridas deleznables en su belleza. El pintor la sitúa encima de la figura postrada de su hermano. La vemos con su belleza y huir al observar las alas desplegadas de un búho, enviado por Júpiter, en señal de muerte inapelable. Pero el pintor no podía mostrar los desgarros sangrientos de las heridas en su cara, algo que dejaría lastrada la Belleza. ¿Cómo lo hizo el pintor? Ocultando su rostro con un lienzo que solo dejaría expresar la hermosa plenitud de su belleza inmortal, no oculta ni atormentada ya por el horror, la crueldad, el desgarro o la perfidia.

(Óleo Turno vencido por Eneas, 1688, del pintor barroco Luca Giordano, Museo del Prado.)

20 de marzo de 2022

Cuando una pintura fue la metáfora plástica de la idea obsesivamente lastimosa de un artista trágico.

 

 La vida de Paul Gauguin (1848-1903) es la mejor forma de comprender el velo de tintes melancólicos que refleja su obra. Desde un brutal temperamento independiente se forjaría el espíritu de un hombre por alcanzar la paz que no hallaría nunca en su huida o en su lamento. En el año 1882 Francia soportaría una de sus crisis financieras consecuencia entre otras cosas de los problemas con sus viñedos y con la seda, de los conflictos comerciales con Italia, del proteccionismo mundial, que le supuso la pérdida de sus mercados internacionales, y de una crisis industrial profunda. Gauguin, que después de la guerra franco-prusiana comenzaría a trabajar como empleado de bolsa, perdería su empleo en 1882. Así fue como acabaría pintando, no tenía otra posibilidad de ganarse la vida. Ante el incierto futuro decide marcharse a Panamá con el pintor Charles Laval y de allí a la Martinica. Pero no dejará todo eso de ser huida, una terrible huida hacia el fracaso. Regresa, enfermo, a Francia en 1888 y se refugia en Bretaña. En este lugar prosperaría su pintura pero no él, así que decide marcharse de nuevo de Francia hacia otro lugar, uno donde la vida sea más fácil y el dinero apenas sea necesario. Entonces llegará a Tahití en 1891 y creerá encontrar su paraíso. Pero pronto descubrirá las mismas dificultades en la colonia francesa, las mismas mezquindades y las mismas necesidades. Esto le acercará inevitablemente a la población indígena, a la cual se integrará buscando alejarse lo más posible del mundo y de sí mismo. Pero lo único que encontró en Tahití fue la inspiración. Sin haber encontrado otra cosa, regresa a Francia en 1893. Gracias a una pequeña herencia familiar consigue exponer sus obras tahitianas, que producen en el público y sus colegas un cierto interés. Pero nada más. No hay posibilidad de seguir en Francia con lo que tiene. En 1895 vuelve de nuevo a Tahití. Pero ya no es el mismo de antes. Los paraísos, los supuestos paraísos, cuando son retornados de nuevo nunca lo vuelven a ser. A finales de 1897, en una de las más terribles situaciones personales, intenta quitarse la vida desesperadamente. Pero no, aún no es el momento. Su Arte, sin embargo, conseguirá vivir y prosperar artísticamente. Parece que algunos clientes poderosos se fijan en ese Arte nuevo tan sugerente. Una nueva búsqueda del paraíso le llevará a otro destino, una pequeña isla del archipiélago de las Marquesas, pensando así que menos cosas necesitará para poder vivir su vida, inútilmente. En 1903 acabaría con ella su malograda salud para siempre.

En Tahití, en 1897, pintaría su obra Nunca más. ¿Qué compleja combinación llevaría a Gauguin a componer a su joven amante polinesia de ese modo, uniendo así desesperación a voluptuosidad? La obra es la exaltación de la vida, de la juventud sensual más elogiosa de paraíso encontrado y satisfecho. Pero, sin embargo, es un mensaje totalmente opuesto el que transpira el lienzo modernista. Porque es la amante polinesia del pintor y no la es. Es su cuerpo, es el perfilado deseo de cada poro de su piel por abarcar el mundo y dominarlo con sus fuerzas tan vivas. Sin embargo, el pintor lo transformará todo eso con el añadido espantoso del lastimero fondo de su amarga decepción. Lo hará pintando así el gesto tan intenso de una mirada torcida. Ahora ese paraíso, ese maravilloso paraíso sensual y voluptuoso, tan lleno de vida, está ahí detenido, paralizado mortalmente, ante el pavor incontrolable de la fatalidad. Años atrás, cuando Gauguin frecuentase en París el café Voltaire donde los artistas se reunían confiados en el Arte, el escritor Mallarmé recitaría delante de él uno de los poemas más descarnados de Allan Poe. Relataba la historia de un amante abandonado y que, en una noche, un cuervo entraría por la ventana de su habitación. Este revolotea por la estancia deteniendose sobre el busto blanco de mármol de la diosa Atenea. Entonces el joven desolado se dirige al cuervo y le pregunta quién es. El cuervo sin embargo tan solo pronunciará Nunca más, solo eso, ninguna otra palabra más añadirá el negro cuervo. Confundido, no consigue entender nada y se sienta ahora pensativo. Entonces comienza a entender que, posiblemente, sea un presagio, un terrible presagio. Trata de que el cuervo se vaya pero no lo consigue. Así hasta llegar a comprender que nunca más será la última palabra...

El Arte de Paul Gauguin consiguió lo que él no pudo conseguir en su vida, triunfar económicamente de un modo exagerado. Hoy en día sus obras se cotizan a unos niveles exorbitantes. Sin embargo, la ironía de la vida nos llevará a suponer que una cosa llevó necesariamente a la otra. Si Gauguin no hubiese necesitado reaccionar ante su fracaso, ante su desilusión o ante su delirio, no hubiese compuesto esas obras de Arte. Hubiese compuesto otras, tal vez más placenteras, más sensuales o más insulsas. La terrible realidad es que cierta creatividad inspirada surge, generalmente, de la desolación o del más íntimo desarraigo. Pero, lo verdaderamente prodigioso de esta obra de Gauguin es su contraste, su espantoso contraste. Ahí radicará su genialidad. Hay siempre un mundo maravilloso bordeando un mundo terrorífico. O al revés. Y esa combinación la obtiene el pintor francés desesperado en su lienzo Nunca más (Nevermore O Taïtï). Lo vemos, vemos el contraste entre vida y no vida, entre pasión y desatino, entre amor y renuncia, entre tranquilidad y confusión. Para vivir no es preciso solo estar en un lugar y querer en él responder a las cosas que nos hacen infelices, también debemos convertir ese lugar en el único que ahora tenemos para vivir, con las cosas y las calamidades que, inevitablemente, tengamos que sobrellevar desolados. Es ese gesto de la modelo tahitiana tan espantosamente lastimero el que la hace partícipe de la tragedia, no la realidad en sí misma. El pintor no supo autorretratarse y, a cambio, utilizó a su joven amante para expresar así su propio ánimo. Perdería él y ganaría el Arte. Tal vez eso sea incluso una lección, no para el pintor, sino para nosotros, ausentes artistas que, buscando un paraíso imposible, lleguemos a comprender al ver el cuadro la temible combinación de una ridícula búsqueda y su inútil lamento solitario.

(Óleo Nunca más (Nevermore O Taïtï), 1897, del pintor posimpresionista Paul Gauguin, Courtauld Institute Art, Londres.)

12 de marzo de 2022

El padre del tiempo fue en el Arte la terrible alegoría de una vida que finaliza, desesperada, sangrienta, cruelmente.



¿Es el fin de la vida lo verdaderamente más terrible en el mundo? El sentido de la finitud de la vida fue representado en el Arte con la figura del tiempo inapelable. La mitología lo personificó en Cronos, o Saturno, el dios temible que acabaría con sus propios hijos, devorándolos. Era representado como un anciano semidesnudo con barba que portaba un reloj de arena; pero también, en los más trágicos momentos, llevando una guadaña ensangrentada como un sentido inequívoco de asimilación del tiempo a la muerte. A comienzos del siglo XX el pintor español Ulpiano Fernández-Checa (1860-1916), un posromántico modernista, crearía su obra El padre del Tiempo. Su apasionada vocación a pintar caballos galopando le llevó a componer el tiempo como un jinete desbocado, simbolizando su veloz paso inevitable sobre la tierra. Sin embargo, en su obra la representación del tiempo no fue una alegoría más del paso de la vida, sino que el tiempo, el padre del tiempo, cabalgaba ahora atroz sobre las ruinas de un mundo arrasado vilmente por la guadaña ensangrentada que blandía. La obra de Fernández-Checa incluía una variación tendenciosa sobre una crueldad añadida a la finalidad del tiempo o la vida, de hecho, en algunas reseñas, era sustituido su título por Un jinete del Apocalipsis...   Pero, para el pintor no fue un apocalipsis catastrófico lo que trataría de representar, sino la terrible verdad del final ensangrentado de la vida, en este caso la propia vida humana. Pero, sin embargo, la vida del ser humano no siempre terminará ensangrentada. El dios del tiempo no fue representado en la historia del Arte con la fiereza con la que aquí se mostraba. Había algo más que el pintor quiso reflejar. La mitología mostraba a Cronos destruyendo también a sus hijos, como Rubens o Goya lo habían pintado, pero aquí, en esta obra postromántica, ¿que sentido tenía ahora ese alarde tan destructor? 

Fue una premonición de la cruel y despiadada forma del paso del tiempo, no representando sólo su dolor en la finalización de la vida, sino en algo muchísimo más cruel. Porque ahora el tiempo recorría, con una inercia desenfrenada, el camino más oscuro de una desolada finalización vilmente ensangrentada. El mundo tenía su tiempo acordado en la metáfora del paso inexorable de la vida por el universo, de la inevitable transformación cósmica de las cosas que afectaban a la vida, pero el pintor español no quiso expresar sólo esa metáfora final tan natural del mundo y la vida. Hay además en su obra de Arte una metáfora de la crueldad, una que su fugacidad llevará consigo indiscriminadamente. Esa indiscriminada forma de crueldad era una que no estaría asociada a la finalización natural de la propia vida. Obedecía a una terrible cosa que el ser humano lleva dentro de sí en su despiadada manera de sustituir la labor de un dios, sea el que sea que haya creado el universo, por la cruel decisión humana tan infame de acabar con la vida de sus semejantes.  No hay una determinación cósmica ni un acabamiento concertado del mundo donde los ciclos universales obliguen a terminar así lo que fuese iniciado antes. No, ahora lo que representaba el pintor era otra cosa. Una sangrienta causa que lo haría posible en este mundo: el egoísta sentido doloso del propio ser humano. Así que el dios del tiempo acabaría simbolizando la crueldad más terrible de una vil determinación final. ¿Algo inevitable? Porque éste no era el sentido universal de un cosmos cíclico. Era una finalidad terrible dirigida por el propio hombre, por su arbitrariedad infame, esa que lleva a convertirle en hijo modelo y ejemplar del dios temible del paso del tiempo.

Ante la vida que sobrelleva el tiempo inevitable y su finalización previsible, el ser humano sufre otra terminación imprevisible consecuencia de su naturaleza maliciosa. ¿Qué hacer, entonces, para sojuzgarla? ¿Qué metáfora usar para conseguir representar una forma de finalización que no sea la asesina actitud de los seres humanos? El pintor posromántico lo hizo con la alejada alegoría del dios del tiempo obsesionado por terminar la vida en un mundo misterioso. El dios Cronos pasa sobre la tierra despojando la vida sin ver a quien la siega. El caballo que lo dirige avanza con la desenfrenada pasión que el propio dios imprimirá en su ánimo. No hay esperanza, no hay espera, no hay tregua. Es la única forma de llevar una realidad cósmica incognoscible a la vida y al mundo. ¿No bastará que los humanos tengan solo que esperar el momento que llevamos escrito? No basta. El ser humano lo decide así, con atrevimiento desenfrenado de ambición despiadada y maligna. ¿Hay algo peor que el paso del tiempo inexorable? Sí. En los desolados momentos de la vida que algunos seres sufren ante la guadaña de otros, los pérfidos asesinos del tiempo, está la peor de las defenestraciones que el mundo y la vida soportan de una finalización incomprensible. No hay justificación, no hay perdón, no hay cabida en la historia de la humanidad para una actitud tan infame. ¿Cómo no entender que la vida encierra ya una desolación para sobrellevarla? No basta. Y seguirán recorriendo la tierra los seres despiadados con su cabalgadura veloz, portando la afilada cuchilla ensangrentada de la muerte.

(Óleo El padre del Tiempo, 1900, del pintor posromántico Ulpiano Fernández-Checa, Colección Privada.)

8 de marzo de 2022

Tres formas de impresionar en el Arte, desde la más mediata a la más inmediata a la mente del creador.




 Cuando observamos el mundo obtendremos de él diversas formas de poder percibirlo. Esto es lo que los impresionistas intuyeron genialmente en el último tercio del siglo XIX. Renoir tal vez es el más indicado para definir el sentido más auténtico del Impresionismo. El mundo impresionista mejor representado es aquel cuyos colores traducen bellamente la compleja impresión del momento visionado. Pero la percepción no es la misma siempre, no es única, depende de la distancia que el objeto impresionado recorra hasta el ojo subjetivo del receptor. O se acerca más a la impresión de lo observado o se acerca más a la mente del observador. Cuando Sisley, un impresionista apasionado del paisaje, quiso pintar un amanecer en Normandía utilizaría entonces los menos colores posibles para poder componerlo. Para este pintor reflejar la luz de la mañana y sus efectos en el paisaje era el sentido más deseable de una impresión estética. Ese era su objetivo y lo consiguió genialmente en esta obra. Vemos la luz sin verla, estamos ahí con él para poder distinguir el matiz maravilloso del reflejo matutino de una iluminación natural tan extraordinaria. La impresión aquí está más cerca del paisaje, del objetivo, que de la mente subjetiva del que la ha originado. Se trata de eso, de alcanzar a representar el momento, su luz y la impresión tan sosegada de ese instante poderoso con la ayuda de lo observado. En Renoir, sin embargo, la impresión es más elaborada hacia el sujeto creador que la compone, pero no tanto... Consigue ese intermedio entre lo mediato y lo inmediato al sujeto receptor, porque participa de los dos intensamente. En Sisley la participación del paisaje y su luz es más mediata, es decir, se recorre más distancia entre la realidad de la impresión y la irrealidad de quien la capta entusiasmado. En Renoir no recorre tanta distancia, está más cerca de la visión subjetiva que de la objetiva. Sin embargo, aún percibiremos de esa impresión la realidad de un paisaje fascinante, vibrante, esplendoroso, casi traducido fielmente al recuerdo iconográfico de un lugar parecido en la memoria. 

Pero, hay otra forma de impresión que se desliza aún más a la mente imaginativa del creador, una impresión que es inmediata a su sensación más íntima y, por tanto, menos a la realidad impresionada. Esta la obtiene Van Gogh en su obra Campo de trigo con cipreses. Este pintor compone más lo que tiene en su mente que lo que tiene ante sí... En el recorrido desde el objetivo hacia la mente del observador, el objeto del mundo va perdiendo sentido real y su imagen desarrolla entonces matices o perfiles que varian, o no, dependiendo del lugar o la perspectiva elegidos para plasmar su impresión. En Van Gogh la visión de su paisaje no es fijada sino cuando el pintor la percibe más inmediata a él que a su retina observadora. Es la subjetividad más palpable, esa que no ve otra cosa sino lo que su mente interprete gozosa. Está más cerca de sí mismo que del paisaje, de la luz o de la impresión del instante. Todo lo contrario que en Sisley, que lo representado está más cerca de la luz y de la impresión del momento que de la mente subjetiva del creador. Todo eso es el Impresionismo, un maravilloso efecto impresionista mediado por el sentido primoroso del objeto a representar. Porque los impresionistas no se acercan tanto a la retina de lo observado, como el Arte había sido compuesto antes de ellos, sino que traducen los efectos que, desde lo observado hasta la mente impresionada, producen la luz y sus reflejos. Pero, como toda evolución en el recorrido de lo creado, ese reflejo natural llevaría una variación subjetiva que avanzaría en la percepción de la visión que del mundo tuviera un artista. En Van Gogh sucedió así. Con él no sabemos dónde está la luz ni qué momento del día es. No se trata de eso con él. El pintor holandés busca otra cosa: la fuerza expresiva y emotiva de una impresión subjetiva. No busca la impresión sino su fuerza subjetiva, esa que está situada más cerca del espíritu del pintor que del mundo. El mundo no es lo importante, es la excusa, y su impresión no es la impresión que del mundo obtengamos, sino la que de nosotros mismos obtengamos con la ayuda del mundo. 

En Renoir como en Sisley, aunque cada uno con su fuerza impresionista, lo que se trata también es de alcanzar la impresión subjetiva del mundo, pero el mundo es fundamental, sin éste la impresión no tiene sentido. Ellos elaboran los recursos más inspirados para alcanzar a reflejar la impresión más acorde de ese mundo que miran. La impresión no el mundo, pero la impresión más cercana al mundo que miran. En Sisley la impresión del mundo es más mediata al mismo, es decir, se asemeja más al mundo, lo necesita para plasmarlo así, lo representa buscando los elementos naturales que de una visión subjetiva tuviera un observador sensible al mundo. En Renoir el observador está un poco más alejado del mundo, se acerca un poco más a la visión que un sujeto tuviera en la inmediaciones de su interior estético; los reflejos de la luz en las cosas representadas son traducidos en infinidad de colores para salvar la distancia con el mundo. Con Renoir es el mundo lo impresionado, pero sin todo lo del mundo. En Renoir la inmediatez y lo mediato se acercan equilibradamente, obtiene así el pintor francés la perfección impresionista... No hay ni subjetividad ni objetividad puras en él. Es la visión representada de un artificio maravilloso que refleja el mundo impresionado que mira. Sólo habría que recorrer el camino a la inversa, es decir, hacia lo mediato del mundo, para que la visión de Renoir nos asombre al ver la conciliada representación de los alrededores de la bahía de Moulin Huet con la realidad del mundo impresionado. En Sisley el recorrido es menor aún. Pero en Van Gogh habría que recorrer mucho más, tanto como para alejarse por completo de la mayor subjetividad que el Impresionismo pudo llegar a obtener de uno de sus más inspirados y emotivos creadores.

(Óleo Campo de trigo con cipreses, 1889, Vincent Van Gogh, Metropolitan de Nueva York; Cuadro Prados de Sahurs en el sol de la mañana, 1894, Alfred Sisley, Metropolitan de Nueva York; Óleo Colinas alrededor de la bahía de Moulin Huet, 1883, Renoir, Metropolitan de Nueva York.)


24 de febrero de 2022

El auto engaño más fascinante perseguido por una fértil imaginación desbordante.


 

El concepto de Quimera tal como lo conocemos fue una invención del Romanticismo del siglo XIX. Había sido en la mitología griega un ser monstruoso compuesto de diferentes formas de fieros animales salvajes. Pero su función mítica, curiosamente, no era maligna sino benigna. Hasta se colocaba su efigie en las entradas de los cementerios con la intención de proteger el lugar ante los malos espíritus. El Romanticismo contribuyó a crear gran parte de una mitología moderna occidental basada en otra mitología más antigua. Y así surgiría la idea simbólica de la Quimera como un nuevo concepto utilitario. Representa lo que parece y no es. Especialmente representa lo que parece mucho y obligaría, sin embargo, a realizar un esfuerzo de reflexión profunda para no equivocarse. Pero, ¿lo que parece mucho a qué? A todo lo deseable que la mente humana pueda componer auto-satisfecha y decidida. En el Arte se podría entender como un reflejo de lo que es aparente, como la fidelidad más asombrosa a la realidad oculta de lo que parece que vemos en una obra. Porque de lo que se trata ahora es de una imaginación estética absolutamente desbordante. El pintor francés Gustave Moreau (1826-1898) fue un curioso creador: simbolista, decadentista, romántico y medievalista. Pintaría la Quimera en muchas ocasiones, tantas como su espíritu artístico anhelase poseer o ser aquello que componía ávidamente. Porque creería absolutamente en que lo que vemos reflejado no es sino la representación mental de una quimera. Pero, sin embargo, como toda audacia mental equivocada, nos puede comprometer peligrosamente en la adecuación de la realidad con lo simplemente imaginado. En su obra La Quimera del año 1867 Moreau nos fascinará con su elaborada composición tan detallista. No es una pintura es una exquisita creación iluminada de orfebrería artística muy colorida además. Porque utilizaría todos los recursos cromáticos posibles de su paleta inspirada para poder dotar de belleza extrema a la muestra grandiosa de una sutil composición genial.

Gustará o no gustará, sin embargo Moreau y su simbolismo romántico no dará tregua en agradar más que en expresar. Como es una quimera finalmente. Porque la quimera es un efecto psicológico muy personal que buscará satisfacer, no es algo objetivo sino completamente subjetivo. Los que son seducidos por ella no pueden evitarlo sino con las consecuencias imprevisibles de su total fascinación. En esta pintura simbolista la representación expresará la combinación de dos figuras relacionadas. Observemos bien. Siempre existe una atracción y un desdén en cada una de ellas hacia nosotros. Una quimera no es más que un autoengaño, uno tan real que es imposible no quedar atrapado, a veces, entre sus atractivas garras. Vemos en esta obra cómo el pintor simboliza de un modo genial la atracción y el desvarío. Justo en el momento de mayor expresión de un gesto amoroso, la Quimera se lanza segura hacia el abismo sin importarle la participación a su lado de otro ser desvalido... Porque la Quimera, realmente, no tiene sentimientos, ignora lo que eso significa incluso. Su sentido en el universo es fascinar, es aletargar los sentidos y la voluntad de unos seres que, deslumbrados, son muy capaces ahora de imaginar lo más fascinante. Pero lo fascinante no tiene por qué serlo completamente. Es solo una parte, a veces mínima, la que ejercerá su sentido más embriagador y fascinante. El resto lo elaborará el sujeto fascinado. Por esto la propia pintura, el Arte, es un ejemplo sutil de la Quimera. En un cuadro el pintor sólo realiza parte de la visión completada que, finalmente, nos llegará a nosotros. La maravillosa realidad de algo seductor no es más que la imaginación fértil de aquel que es seducido por ello. Lo fascinante es tanto más fascinante cuanto más desaparece su propia imagen sustituida ahora por la imagen recreada por el observador. La Quimera llevará siempre al abismo, no hay otra salida, porque la persecución de algo que alucina no es más que la destrucción final del que lo ha alimentado.

El sentido iconográfico de la pintura simbolista de Moreau tiene, además, una complejidad añadida. ¿Es una satisfacción abandonarse al sueño encantador de una emoción tan grande? ¿Podemos salvarnos a pesar de entregarnos desarmados e indolentes? En esta composición la Quimera es representada como un centauro con grandes alas desplegadas. ¿Quiere decir eso que, a pesar del abismo insondable, puede elevarse la Quimera evitando la destrucción o la barbarie y, con ello, también la anulación del ser que lo sujeta decidido? El misterio desconocido de lo perseguido con amor nunca es revelado. Así es la verdad oculta que subyace siempre tras la fragilidad de un mundo sin sentido... Pero el amor es auténtico, a pesar de no serlo aquello perseguido. Tiene que existir una necesidad y una imaginación... Porque la Quimera no es nada, no existe. Se padece o se experimenta en cada emoción que no halle el revés de lo fascinante para poder ver la verdad de lo impedido. No somos más que seres abandonados entre la vil realidad y lo sutilmente imaginado. La realidad llenará lagunas imperfectas en la trama ideal de lo imaginado. Se necesitarán mutuamente, una para ser y otra para fascinar. El Arte tan fascinador de Gustave Moreau nunca fue comprendido en su tiempo de tan desubicado, de tan imbricado de metáforas irreales tan simbolistas... Cuentan que en cierta ocasión el pintor impresionista Degas le preguntaría al simbolista Moreau: ¿piensa renovar el Arte con la joyería? Y así fue casi, porque, como una joya deslumbradora, la pintura de Moreau encantaría sin llegar a comprender que lo que vemos en ella, asombrados, es una recreación elaborada de una fascinación muy sobrevalorada y muy distante.

(Óleo La Quimera, 1867, del pintor simbolista y decadentista Gustave Moreau, Museo de Arte de Harvard, EEUU.)

20 de febrero de 2022

La belleza imperceptible es la que existe antes de haberla percibido, cuando el ánimo emotivo comprende ya lo que ve.


 No hay belleza sino en la mirada detenida, en la mirada que no fracciona sino que completa cosas, en la mirada en que las cosas individualmente no existen, sino que forman parte de un sentido mucho más grandioso o más amplio. Cuando nos desesperamos con la vida, por ejemplo, es porque aislaremos del universo que nos rodea aquello que nos impacta primero, equivocadamente; es así lo que nos atrae hacia el oscuro temblor de lo ofuscado por la atención incompleta de las cosas, esa atención que se origina por nuestra percepción más ingenua, la más fugaz o la más impaciente. Percibir es una forma de elegir entre vivir o morir. Sólo cuando elegimos vivir la percepción es auténtica, es clarificadora, se muestra intacta además ante los errores de la memoria o de lo pavoroso. En la segunda mitad del siglo XIX surgió en Francia un curioso movimiento naturalista en la pintura. Era un realismo estético matizado de un cierto temblor existencial; un temblor social, personal, universal y recreado o narrado tanto histórica como personalmente. No siempre los pintores se ubican completamente en su tendencia artística. Es una especie de excusa tenerla para crear luego otra cosa, lo que el ánimo artístico les lleve a componer sin encorsetamientos. Fue el caso del pintor francés Jean-Charles Cazin (1841-1901). De joven, el pintor aprendería en París del maestro Lecoq de Boisbaudran a observar bien, muy detenidamente, las cosas en su memoria, a mirar antes, minuciosamente, todo lo que luego tuviera que pintar. Lecoq le enseñaría a pintar entonces de memoria, a observar y mantener así, en su mente artística, las cosas que viese en la naturaleza antes de plasmarlas luego en el lienzo artístico. En el año 1883 pinta entonces su obra El Arcoíris, una composición absolutamente sorprendente de naturalismo paisajista. ¿Qué sentido tuvo glosar una de las visiones más maravillosas del cielo, el arcoíris, de ese modo tan atenuado, tan simple, tan elemental, tan limitado ahora? En su paisaje rural solo vemos un camino, una casa orillada a éste, una herramienta solitaria alejada de todo, un cielo poderoso aterido de nubes coloridas y un atisbo fraccionado de un bello arcoíris desolador...  No hay seres vivos, sin embargo, en la obra. Apenas vemos unas pocas flores amarillas al borde del sendero y, algo más lejos, unos árboles hundidos que enmarcan, tal vez, la visión fugaz de un diluido ahora fenómeno atmosférico. La composición del conjunto estético, donde solo el cielo es favorecido en el espacio iconográfico, revelará el sentido final de lo expresado realmente. Porque no es la soledad del camino, no es la abandonada estancia de un hogar cerrado, no es la desesperada visión de un espacio sin vida lo que el pintor quiso expresar en su emotiva obra naturalista. Porque el cielo, además, es ahora aquí un cielo compungido de obtusa belleza. Un firmamento que, luego de una tormenta fugaz, aparece ahora expresado de extraños matices distintos con la panorámica parcial añadida de una liviana refracción provocada por un tímido sol y unas pequeñas gotas de agua. 

Esta visión del cielo no es entonces lo suficientemente poderosa aún como para colmar el sentido estético grandioso de un esplendoroso paisaje de belleza. Porque no hay tampoco un sentido panorámico de belleza ocasionado por la visión maravillosa que un arcoíris poderoso debiera tener para serlo. Pero, sin embargo, no es eso lo que percibiremos luego, cuando, asombrados, dediquemos el tiempo suficiente para comprenderlo. Nos llevará a pensar otra cosa la visión estética que nos presente la obra en su conjunto, no sólo la visión física sino, sobre todo, la emotiva... ¿Será, entonces, la memoria? ¿Será aquella forma de crear que el pintor aprendió de su maestro inspirado para percibir mejor lo acontecido? El recuerdo instilado de lo visto antes matizará luego el sentido final de lo alcanzado a ver, de lo visto antes de ser fijado en el lienzo... o en la emoción solícita. ¿Sucederá lo mismo con lo percibido del mundo en el caso que nuestro ánimo nos infunda, desprotegido ahora, un cierto temblor hiriente de nuestra percepción de él? Porque el sentido de lo que percibiremos inicialmente es una parcialidad que nos llevará a componer una visión condicionada, absolutamente parcial y equivocada del mundo. No bastará entonces para alcanzar una gratificación estética, mental o psicológica, de lo percibido del mundo. En su obra naturalista el pintor consigue expresar la realidad inmediata, no la mediata, y obligando así a ver ésta tiempo después gracias a la impresión tan emotiva de una memoria prolífica. De este modo el pintor conmocionó y sorprendió, desprevenidos, a los que fuesen capaces de esperar el tiempo suficiente como para alcanzar una belleza distinta, una no manifiesta sino recordada, secundaria, pero profunda y emotiva. Este es el sentido estético naturalista aquí, un cierto temblor emotivo de algo que habría de expresar, junto a la belleza del paisaje, una belleza completada que conllevará latente luego de ser asumida en la memoria emotiva de un inspirado sujeto receptor. Así es en la vida también, tal vez, cuando el fragor obtuso de lo real nos obligue a lo mismo añadiendo ahora la percepción emotiva de las cosas. Unas cosas que llevarán su tiempo ser comprendidas del todo, ahora sin error, sin asperezas, sin desesperación, sin desalojos ingratos, sin distancias, sin certezas tampoco; sin ningún sentido demoledor de áspera belleza desolada que, rauda, vagabundeará sin tino por el anhelado paisaje inspirador de nuestros recuerdos más íntimos. 

(Óleo El Arcoíris, 1883, del pintor francés Jean-Charles Cazin, Museo de Arte de Cleveland, EEUU.)

17 de febrero de 2022

La creación de Arte es una muestra de la volátil aquiescencia entre lo que es valioso y lo que no lo es.

 



No hay una reglamentación universal y matemática de lo que es valioso o no en el Arte. El estudio y análisis de obras de Arte es una muy acertada terapia también para la complejidad personal ante la valía o la estima subjetiva de los propios seres. Nos absuelve de la desesperación, de la inquina personal ante las atronadoras voces sagradas de la grandiosidad humana. También ante el hecho de no tener otra razón de ser que existir, que ser lo que se es, a pesar de no haber obtenido del mundo la primorosa o elogiosa referencia ante la eternidad de lo bendecido por la historia o por los otros. Hay dos cosas que son un misterio en el mundo creativo: la verdad de lo elogioso y la falsedad de lo que no lo es. Para romper con esta dicotomía de lo obsesivo habrá que buscar la autenticidad. Esto es, hoy por hoy, lo valorable, lo que no se deja llevar por la moda, la propaganda, el sesgo o la basura indefinida de lo cultural. Pero, ¿qué es lo auténtico? Puede ser lo creado que expresa armonía, fuerza, contraste, realidad representativa y una respuesta emotiva en quien lo percibe. Sin embargo, hay una variable que no está ahí incluida y determina la más significativa explicación al porqué una cosa es valiosa o no: la contemporaneidad de lo creado con la tendencia social imperante. Porque es la tendencia social la que justifica el mundo. Y lo hace además a posteriori casi siempre. Pero, ¿qué es la tendencia social? Para no extendernos, es la doctrina publicada de la fe en algo. En este caso una creación artística. Los que la promueven son los mesías de esa fe. No es que la fe no exista en otros casos, es que esa, y no otra, es la que primará sobre las demás. Estamos en una situación histórica que, con la perspectiva de los años, veremos las obras que una vez fueron modernas, vanguardistas o punteras con el distanciamiento suficiente para empezar a ser agnósticos con ellas. No ateos, agnósticos. Es decir, podemos creer en todo pero no especialmente en nada. Y, entonces, la autenticidad volverá, tal vez, sobre sus pasos ateridos...

La expresión de lo armonioso es una característica artística con la que casi todos estaremos de acuerdo. Sin armonía no hay nada que valorar artísticamente. Aunque cierto Arte abstracto excesivo haya cuestionado esta sentencia armoniosa en sus creaciones. Pero no se trata de alcanzar toda la armonía del mundo, sino solo aquella que sea precisa para poder valorarla. La fuerza expresiva es la variable que el Arte Moderno, por ejemplo el de Cezanne, dispone entre las cosas que lo hacen valorable. El contraste es fundamental para el sentido de la forma y del contenido, es una variable moderna y antigua, puede verse tanto en Rembrandt como en Van Gogh. La realidad de lo representado es lo que choca con la abstracción artística. Sin realidad, aunque sea mínima, no es posible referenciar nada representable. El Arte para ser auténtico necesita de la representatividad de lo que es, aunque esto no sea exactamente así como se vea luego. Y por último la emotividad. Sin sentir emoción en lo que vemos no merece ser nada visto. Todo lo percibido que nos llega debe ser originado por una emoción que lo representado nos haga sentir también. Y todo eso, sin embargo, no servirá de nada para ser reconocido en la historia del Arte. La fe, la fe es lo que falta. Pero la fe quién la determina. Porque no es tan sencillo arbitrar un argumento artístico creíble, formas o partes de algo que justifiquen un resultado valorable o exitoso. Las causas que originan una relevancia cultural histórica son múltiples y se deben dar todas además a la vez, o poco tiempo después. Al final, el sentido de lo valioso es tan relativo que no merece la pena debatirlo. Así de irónico es el asunto de la valoración en el mundo, sea de Arte o de otra cosa. Los intereses creados seguirán planteados, y muy poderosos, frente a la volátil aquiescencia de lo valioso en el mundo.

A mediados del siglo XIX se comenzó en Francia a valorar la pintura creada al aire libre. Se denominó Plenairismo al resultado de componer pinturas con la luz natural y no en el interior de un estudio. Se inició así un impulso al paisaje natural, con sus contrastes naturales, con sus iluminaciones naturales, con sus resultados naturales ante las formas complejas de la naturaleza. De aquí surgió el Impresionismo poco después. Se crearían además escuelas temporales para clasificar el Arte creado así, como lo fue el Círculo de Plenairistas de Haes, un grupo de pintores españoles que, al amparo de su maestro Carlos de Haes, compusieron obras de paisajes con el estilo natural propio de la creación al aire libre. Uno de ellos lo fue el pintor madrileño José Jiménez Fernández (1846-1873). Alumno de Haes, llevaría la obsesión plenairista a niveles de calidad que se comenzaron a vislumbrar en las exposiciones nacionales de sus obras. En el año 1873 decide el pintor madrileño viajar a la sierra del Escorial para hallar esas muestras de belleza natural que, para él, tuvieran ese efecto emotivo que el Arte debía tener. Como consecuencia de su estancia en El Escorial enferma de pulmonía falleciendo a los veintisiete años de edad. Una malograda vida artística que, desgraciadamente, nunca pudo demostrar lo que pudo ser y no fue. Poco antes de eso creó su obra Estudio de Paisaje. En ella vemos todas las características que una obra de Arte debería tener para ser auténtica... Salvo una cosa: la fe. Sin fe el mundo no consigue valorar ni emocionarse. Y no lo hizo nunca con este pintor, más allá tal vez que con algunas obras que tuvieron el goce de ser resguardadas, sin realce, entre las paredes menos elogiosas del insigne gran museo de su ciudad.

(Óleo Estudio de Paisaje, 1873, del pintor español José Jiménez Fernández, Museo del Prado, Madrid; Óleo Campo con amapolas, 1888, del pintor Vincent Van Gogh, Museo Van Gogh, Amsterdam (Fundación Vincent Van Gogh).)



12 de febrero de 2022

La violencia implícita o el Arte más incruento fue un rasgo muy característico del Neoclasicismo.

 


Desde que el cine contribuyese a sustituir el mundo artístico con sus creaciones primorosas, el siglo XX trataría de exponer las muestras de Arte ahora a través de imágenes en movimiento. Así, los inicios del cinematógrafo estuvo muy relacionado con el movimiento artístico del Expresionismo, pues coincidieron cronológicamente. Pero, pronto descubriría el cine la grandiosidad del Romanticismo, su extraordinario modo de llegar al público que esa tendencia había tenido un siglo atrás. Pero la historia del Arte, su cronología diacrónica en sus tendencias, no correspondería del mismo modo itinerante con el nuevo invento del cinematógrafo. A veces, el Manierismo sería utilizado en las narraciones de las películas de los años treinta y cuarenta del siglo XX, cuando la fantasía y la realidad se confundían hábilmente. Luego hasta el Realismo, sobre todo en Europa, brillaría en los rodajes de las producciones más innovadoras de los años cincuenta y sesenta. Pero, a diferencia del Arte pictórico, en el cine no se produciría una involución en su desarrollo, una inversión de tendencias cronológicamente hablando. En el cine tiene más sentido que en el Arte que eso fuese así, tal vez porque el tiempo desarrollado fue mucho menor en aquel que en este. En el Arte primero sería la bondad del Renacimiento y luego la maldad del Barroco. Sin embargo, el Renacimiento no conseguiría la bondad tan enardecida de contención emotiva como lo fuera luego su gemelo clásico, siglos después, con el Neoclasicismo. El cine comenzaría a manifestar un alarde sutil extraordinario con la violencia, de no ser ésta un fin en sí misma sino un medio, en ocasiones nada visible, algo completamente insinuado o apenas vislumbrado en sus escenas sangrientas de violencia. Hoy en día vivimos el Barroco más explícito en la violencia cinematográfica. ¿Volverá un sentido artístico de... sólo palidecer, en las películas? No lo creo. La violencia que el Barroco no contuvo en sus creaciones llevaba consigo un mensaje humano y moral muy artístico. La fuerza estrepitosa de las escenas de violencia de hoy en el cine ya no tiene vuelta atrás. ¿O sí? Cuando tienes que expresar las cosas con crudeza visual extrema es que no tienes la capacidad para expresarlo de otra forma. Como muestra del extraordinario ejercicio de belleza en las difíciles composiciones de violencia en el Arte, el Neoclasicismo del pintor Mengs nos llevará a una pregunta estética: ¿se puede entender el mensaje violento de un sacrificio humano sin la participación del desgarro, la herida, la sangre y el estigma?

En la obra neoclásica Flagelación de Cristo, el pintor alemán Mengs consigue exponer un momento terrible de ofensa física sin vislumbrar ningún elemento gráfico que lo exponga claramente. Hay dos causas estéticas en el sentido artístico de la obra neoclásica. Por un lado su exaltación de la belleza, de la belleza clásica, donde ésta no es ultrajada por la deformación, la fealdad, la inarmonía o la crudeza; pero, por otra parte, está la revelación más sagrada y equilibrada de un deseo de bondad humana trascendente. El pintor ocultará los instrumentos de tortura en las manos violentas de los hombres. El cuerpo de Cristo, apenas enrojecido en su espalda invisible, se compone en el centro de la imagen sin estar tocado aún por nada ni por nadie. No hay sangre, no hay crueldad visible, ni emoción que traduzca algún atisbo de sacrificio o de oprobiosa fuerza inevitable. Están ahí, sin embargo, no se muestran, pero lo están. Este es el alarde artístico más maravilloso que consiguió realizar el Neoclasicismo en sus obras de Arte. Vemos al sayón arrodillado atar las varillas de su fusta aterradora, pero no veremos usarla. Vemos también los brazos flexionados de los verdugos para llevar a cabo la dura violencia por ejercer, pero no veremos la violencia desmadejada del descalabro físico más atormentador en su momento más determinante. Ese fue el Neoclasicismo, una tendencia que primaba la belleza de la imagen frente al verismo macabro de su desarrollo. Cuando las cosas se entienden no hay que remarcarlas con fruición, sobre todo si lo que buscamos es comprender un mensaje de dolor y no emocionarnos con su desgarramiento. Porque el mensaje de dolor y violencia está en la obra de Arte, lo está tan palpable como si no se evitase su desgarramiento. ¿Qué conseguimos entonces? Alcanzar a primar la verdad del sentido artístico de lo representado con belleza; lo que, en aquellos años de esplendor clásico de nuevo, obtuviesen algunos pintores cuando quisieron demostrar que la expresión de las cosas no tiene por qué confundirse con la descripción anatómica de sus fragmentos.

(Óleo Flagelación de Cristo, 1769, del pintor neoclásico Anton Raphael Mengs, Palacio Real de Madrid.)


7 de febrero de 2022

El Arte como una metáfora del mundo y la mente del ser humano: el terror al vacío o la necesidad de llenar la nada.

 





Desde la Antigüedad el vacío no se entendía en el mundo. El filósofo Aristóteles consideraba que no existía en el Universo. Y, sin embargo, fue exorcizado inconscientemente a lo largo de la historia del Arte. Cuando se busca la representación del mundo no podemos obviar la distancia entre las cosas. Esa distancia es tanto más peligrosa cuanto más grande es la superficie a llenar con aquella. Es decir, no podemos ahuecar el espacio entre dos elementos del mundo, como no podemos escindir de nosotros mismos la idea del mundo a nuestro alrededor. Esa experiencia personal está imbricada con nuestra realidad existencial y, por tanto, la representación de cualquier expresión del mundo debe estar obsequiada con el sentido justificador de todo lo que existe. Y todo ello para sentir que pertenecemos a un proyecto más grande que nosotros mismos. Cuando más abstracta era la sensación de pertenencia al mundo, mayor era su espiritualidad, más rellenada de elementos armoniosos era precisada la representación de éste. Por eso el Arte bizantino como posteriormente el islámico fueron manifestaciones artísticas donde la geometría y el equilibrio llenaban los espacios vacíos de las superficies arquitectónicas y pictóricas de sus obras. Así hasta que el Renacimiento comenzara a combinar clasicismo grecorromano con espiritualidad judeocristiana. De esa fusión plástica, así como de la herencia oriental (bizantina-islámica), el Arte occidental compuso las obras más abigarradas de rechazo al vacío más asombrosas que jamás se hubiesen realizado nunca. ¿Era una necesidad estética? ¿Era una necesidad mental, psicológica? Efectivamante, hay una explicación geométrica, física, estructural, para la combinación de elementos equilibrados que consigan completar un espacio con belleza. Pero también es una necesidad espiritual, psicológica, producida por el extraordinario horror humano a la nada, a la insuperable sensación de la nada.

En la obra del pintor holandés Pieter Bruegel el viejo vemos un paisaje lleno de seres y escenas inconexas, donde la naturaleza apenas es vista en su magnanimidad. No hay orden salvo en la totalidad. Aquí el equilibrio pictórico no ofrece esa oposición al vacío, propia de cualquier artificio estético que buscara exorcizarlo con belleza. Sin embargo, la obra de Arte de Bruegel consigue obtener otra cosa: completitud humana frente a la Naturaleza, frente al Universo. Con su obra, el pintor holandés deseaba representar todas las necedades humanas que nos llevarán a ser lo que somos. En ellas nos vemos reflejados con una inexistente figuración para el tedio, para ese espacio preciso que nos permita reflexionar más de la cuenta sobre nosotros. Una forma de crítica donde no hay lugar más que para la distracción es una de las cualidades extraordinarias de este pintor. Sus figuras humanas extravagantes quieren exponer en forma gráfica los proverbios más conocidos de la historia. Todos ellos recrean una composición donde la realidad no es una sino varias. Todas ellas hacen además que la ridícula exposición de un delirio humano sea justificado por la abundancia de ellas. Así el pintor no ofende sino que exalta la naturaleza humana. Aquí el horror es interior, es salvado por la forma en que el Arte expresa la grotesca actitud de los seres humanos ante la estupidez o la falla. Porque luego está el horror exterior, ese que el ser llevará desde el momento en que lo de afuera pueda ganar terreno a su interior. Este es expresado con la espiritualidad más que con otra cosa. Busca no caer en el abismo de la nada, un abismo exterior que pueda alterar su sentido equilibrado del mundo. Las grandes representaciones artísticas desarrolladas por las grandes religiones buscaron una forma estética de llenar un vacío existencial provocado por el sentido más misterioso del Universo. 

Pero no acabaría el misterio con la espiritualidad, el mundo grecorromano buscaría lo mismo desde el paganismo más artístico. Cuando el Barroco compuso sus obras más abigarradas de equilibrio estético donde una belleza expresiva ganase al ardor de lo abismado, el clasicismo buscaría, antes y después, el sentido primoroso de satisfacción más personal ante la nada más insulsa de lo existente. Por eso el grutesco, por ejemplo, aquellas formas decorativas halladas en las grutas arqueológicas de Roma, formaron parte de las valiosas y armoniosas estructuras arquitectónicas de las maravillosas representaciones clásicas. Habían sido compuestas siglos antes en Grecia esas estructuras también, donde la realización formal de sus ordenadas medidas ofrecían un sentido justificador al mundo y al hombre. Cuando el noble renacentista español Rodrigo de Mendoza quiso decorar el interior de su castillo fortaleza granadino a comienzos del siglo XVI, no dudaría que debía ser el Arte italiano de entonces el que lo hiciera con todo lujo de detalles clásicos. La fortaleza había sido iniciada en pleno siglo XV, cuando el territorio aún era un lugar de guerras y batallas peregrinas. Pero, luego de su viaje a Italia en el año 1499, el mecenas español conseguiría realizar una hazaña artística extraordinaria. Por fuera el castillo de La Calahorra es una estructura militar sin ningún atisbo de belleza exquisita, más allá de las formas medievales de una fortaleza aislada. Pero, en su interior el mundo había sido transformado por completo. Sus arcos, sus columnas, sus capiteles, sus grutescos, sus formas armoniosas, habían acogido una atmósfera que nada tenía que ver con su exterior tan desolador. Era una metáfora, una maravillosa metáfora de la manera en que el ser humano buscase exorcizar el terror interior tanto como el exterior a su sentido del mundo.

(Óleo Proverbios holandeses, 1559, del pintor rencentista Pieter Bruegel el viejo, Museos estatales de Berlín; Obra clasicista Fidias mostrando los frisos del Partenón, 1868, del pintor británico Alma-Tadema, Museo de Birmingham; Imagen del Castillo-fortaleza de La Calahorra, Granada; Fotografía del Patio interior renacentista del Castillo de La Calahorra.) 

27 de enero de 2022

La confusa, inevitable, inconsistente, efímera, sorprendente, inspiradora, ilusa y misteriosa naturaleza del amor.


 

A finales del siglo XIX hubieron unos creadores que necesitaron expresar de un modo desgarrador los deseos, frustraciones, anhelos, miedos y experiencias de los seres abatidos por la ilusión y la decepción del amor. La sociedad llevaría ya el germen del cambio que haría explosionar la sosegada, huérfana, opresiva e hipócrita forma de mantener las relaciones sentimentales hasta entonces. Cuando el dramaturgo rompedor noruego Ibsen transformara el teatro para siempre, estrenaría en el año 1879 su obra Casa de muñecas. Era la primera representación teatral donde una pareja acababa rota para siempre a causa de la decepción, de la manipulación, de la confusión, de la inflexibilidad y de la arrogancia. Especialmente parcial ante la debilidad social de la esposa, la obra es una justificación de la mujer y de cómo estará condicionada su relación marital por situaciones que la harán reaccionar de un modo radical ante la sociedad y ante sí misma. La libertad había sido un componente exclusivamente masculino, y las disenciones amorosas en el matrimonio habían sido desequilibradas en detrimento de la mujer. Los dos padecían el horror del desamor insidioso, pero las elecciones quedaban indefensas mucho más por las debilidades o inseguridades femeninas. En el año 1900 el pintor británico de origen alemán William Rothenstein (1872-1945) compuso en Francia su obra de Arte La Casa de Muñecas. Pero lo que el pintor finisecular expresaría en su obra pictórica iría mucho más allá de lo que la obra teatral supondría. Como toda inspiración creativa del Arte, las representaciones pictóricas muestran una síntesis vaporosa de la esencia nuclear de una emoción, especialmente contenida ahora ésta entre formas estéticas aparentemente armoniosas. No hay mejor alarde comunicativo que el Arte para transmitir lo que sólo puede verse en un instante emotivo. El pintor sitúa a dos de los personajes, no precisamente a los protagonistas, en una escena de pareja frustrada por la imposibilidad de realizar lo que ya es imposible. La escena retratada es original, ya que en la obra teatral no están situados en una escalera ni de ese modo tan expresivo cuando acaban así. El pintor transformará la representación para crear con ella otra cosa, la imagen que él considerará más emotiva para compendiar la sensación artística más desgarradora que deseara expresar.


Entonces la obra pictórica se hace universal y obtiene una expresividad por sí misma, sin necesidad de conocer la obra teatral ni la historia que subyace a los personajes. Ahora son una pareja que no pueden serlo ya, no necesariamente los personajes dramáticos de Ibsen. El pintor además utiliza la escalera como un símbolo extraordinario de desigualdad, huida, desnivelación, ruptura espacial y pérdida temporal. Tiene la osadía además de dirigir la mirada de él a los observadores de la obra y la de ella hacia la nada. Pero ni la una ni la otra son dos miradas perdidas. La de él parece desafiante, es una mirada resignada pero segura, acorde y asumida; la de ella es una no mirada, ni la detiene ni la anima. Sin embargo, están absolutamente perdidos ambos. Nada habrá que pueda relacionar ya lo irrelacionable. La atmósfera de la obra es el tercer personaje en ese encuadre desolador donde se encuentra ahora la mejor expresión de una causa perdida. Es la gravedad del espacio y la imposibilidad de moverse en él, así como de poder cambiar ya nada. No hay sitio. Sólo se puede huir o quedarse. No hay alternativa a esas dos opciones. El tiempo también es limitado, pero no porque no lo haya sino porque no se puede hacer nada ya con él. Los peldaños siguen ahí sólo para recordar que nada es posible también hacer ya con ellos. No hay luz hacia donde sube la escalera, como no hay lugar mejor donde estar que aquel que no se mueve, ni se pierde, ni se facilita al intercambio. La fugitiva sensación es aquí inútil apreciarla o buscarla. No existe porque ya no hay nada de qué huir, más que de la propia sensación apremiante de la nada. Las libertades se han igualado apenas en la obra para expresar ahora lo que de ellas tampoco ha podido conseguirse, para dilucidar tal vez el extraordinario misterio del amor y sus extrañas motivaciones, situaciones y esperanzas.


El sutil filósofo Platón consiguió hace muchos siglos componer una explicación a lo que imaginaba él como algo muy especial a los seres humanos y, a la vez, radicalmente mendaz y falsario. En su diálogo Fedro escribiría algo así: Y si mientras estar enamorado es pernicioso y desagradable, cuando cesa de estarlo se convierte en desleal para el futuro; ese tiempo para el que hizo muchas promesas con muchos juramentos y súplicas, reteniendo a duras penas unas relaciones que eran ya difíciles de soportar para el ser amado, gracias a las esperanzas de bienes venideros que le infundía. Pero precisamente en el momento en que sería menester que las cumpliera, poniendo a otro guía y patrono en su interior, el buen juicio y la templanza en lugar del amor y la pasión, se convierte en otro sin que el ser amado se dé cuenta. Entonces le reclama éste el agradecimiento de los favores del pasado, recordándole los dichos y los hechos, como si estuviera conversando con el mismo amante de siempre. Pero ahora, por vergüenza, ni se atreve a decir que se ha convertido en otro, ni tampoco sabe cómo podrá mantener los juramentos y las promesas de su anterior e insensato estado, ahora que ha adquirido juicio y calmado sus pasiones, sin convertirse otra vez, por hacer las mismas cosas de antes, en un ser idéntico o semejante al de antaño. Así que el amante del pasado viene a ser un desertor de sus promesas, forzado a la no comparecencia y, al caer de la otra cara de la moneda, da asimismo la vuelta y emprende la huida.


La lírica ha dado respuesta a veces a la naturaleza incomprensible o paradójica del amor, a su sinsentido o a su inevitabilidad. Como todas las cosas inventadas por el ser humano, también el amor es una forma elaborada de insatisfacciones, deseos, refugios, distracciones o vagas esperanzas. 


Debieramos hacer como si nada nos uniera;

esperar sin deseos el regreso de la vida,

volver a comprender lo que una sorpresa

pudiera ser, de nuevo, el mejor acontecer

de una belleza perdida.

No existe lo vivido más que en la distancia

calumniosa, desmemoriada, espantosa del pasado;

lo mejor es la asunción de una alborada,

el amanecer permanente de una luz inesperada.

Vuelve siempre lo que no esperamos,

así recuperaremos la distancia, la agonía,

la fuerza;

la atonía incluso necesaria.

El sentido de lo vivo no es más que arrullo,

espasmo, revoltijo y calma;

amarlo es no perder nunca la dicha de ser,

de justificar, de querer la vida,

de volver la espalda..., 

sin buscar una respuesta,

ni derramar una lágrima.


(Óleo La casa de muñecas, 1900, del pintor británico William Rothenstein, Tate Gallery, Londres.)



15 de enero de 2022

La arbitrariedad de las elecciones, de la libertad, del determinismo, o de cualquier otro destino desconocido de los seres.


 

El secreto fascinante de la imagen artística deriva del hecho sutil de que ignoramos qué es, exactamente, lo que representa una iconografía. Hemos de acudir al título de la obra y, entonces, así, comprender, en parte, el sentido emotivo que habríamos percibido antes. Separamos entonces, por lo tanto, dos cosas, la sensación estética primaria, emotiva y placentera, fundamentalmente plástica, física o de belleza visual, de la percepción intuitiva que su imagen representa de su propia realidad, sea legendaria o histórica. Esas dos cosas van unidas en el Arte. En el Arte que pretende aleccionar o gratificar siempre con sus muestras extraordinarias de un cierto embeleso místico... Ya que entonces, ¿qué si no es la fuerza intangible que nos llevará a valorar una representación estética que nada esconde y todo lo guarda, como es el Arte desgarrado e inspirado de la estética vital más humanística? En las profundidades del pensamiento filosófico de siglos se habría debatido ya una de las polémicas existenciales más enfrentada por su fuerte oposición. ¿Somos libres verdaderamente los seres humanos o estaremos determinados en nuestras acciones, en nuestro desarrollo o en nuestro destino vital por otra cosa?  Es complejo el dilema ya que la libertad es un hecho contrastado: se es o no se es libre, esto es algo constatable. Cuando se es libre el ejercicio de la vida nos lleva por caminos que decidimos, por elecciones que tomamos o por acciones que seguimos de nuestra propia voluntad libre. Por tanto, la decisión al falso dilema está muy clara. Existe la libertad y el ser humano puede ejercerla libremente. Y al mismo tiempo es un falso dilema porque tampoco podremos negar lo contrario... No podemos, aunque seamos libres para no hacerlo. Esta es la difícil cuestión que la polémica o dualidad del desarrollo de la vida tiene realmente. Hay una libertad posible, cercana, limitada, cierta, pero, sin embargo, existe también una infinidad de motivos para poder condicionarla o trastocarla completamente. Lo cual nos llevará al principio, ¿podemos libremente decidir o estaremos determinados por algo ajeno a nuestra voluntad? 

Los grandes relatos mitológicos griegos fueron la fuente cultural que permitieron a los europeos comprender la vida, sus misterios, sus valores, su estética y su ética, en este mundo. La Odisea de Homero permitió situar el destino de un hombre en perspectiva por primera vez. O uno de los primeros, ya que también los babilonios tuvieron un héroe encantado, meditabundo y confundido en su Epopeya de Gilgamesh. El de un hombre no el de un dios, o un santo o un místico, o un gran rey o un extraordinario semidiós. Simplemente un héroe limitado por sus debilidades humanas, por su única capacidad humana limitada, aunque a veces ésta estuviese inspirada por la inteligente fuerza de la superación más heroica. Porque Ulises es un personaje con el cual podemos identificarnos, a pesar de las hazañas que, a veces, realizará propias de un gran héroe estimado. Esta es una de las características aleccionadoras que podemos señalar del relato homérico: la humanidad del héroe, su cercana vulnerabilidad humana. En sus decisiones, sin embargo, es implacable con las terribles fuerzas contrarias que, a cada paso de su viaje, le salen azarosas para impedirle proseguir o avanzar sin menoscabo. Hay una capacidad que no dejará de poseer el héroe: su libertad de elección, su sagaz independencia ante los terroríficos condicionamientos que se le presentan en su camino. Ejerce su voluntad y prosigue su viaje, desea hacerlo así, porque éste es su propio destino elegido libremente. Sin embargo, hay un capítulo del relato griego que hará enfrentar la voluntad inicial de Ulises con otra voluntad diferente, con otra situación extraña que el personaje no puede controlar, o no sabe, o no entiende. Cercano ya al recorrido final de su destino fijado inicialmente, la embarcación del héroe arribará a las costas de una isla desconocida. En ella podrán descansar ya Ulises y sus hombres de una terrible tormenta marina. Es una salvación y, a la vez, una maldición del destino. Porque en el reino de esa isla misteriosa gobierna Calipso, una hermosa, decidida y amable mujer. Es recibido Ulises con la mayor de las bondades y remesas gratificadoras. Se recuperan de las fuerzas perdidas, descansarán de los vientos, de las monstruosidades o de las calumnias que su odisea azarosa les habría hecho padecer por los temerarios lugares por donde habrían navegado. Ahora están a salvo, y, además, en un paraíso, en un lugar afortunado donde la vida y las satisfacciones de la vida se les ofrecen sin limitaciones, sin malicia o sin deletéreas intenciones oprobiosas. 

En ese idílico lugar se llevaría Ulises muchos años ofrendado así por el amor incondicional de Calipso, ya enamorada para siempre del héroe griego. Porque además su necesidad de salvación fue extraordinaria, tanta como el sufrimiento que llevara acumulado poco antes de arribar en la anhelada isla de Ogigia. Eso y la actitud generosa, amorosa y venerable de Calipso llevaría al personaje decidido a enfrentarse, por primera vez, con su destino, con su íntima libertad poderosa. No le falta de nada ahora en su vida. Después de muchos años de alejamiento de su reino, podría decirse que aquella decisión inicial tan ineludible que albergara su voluntad de regresar a su isla de Ítaca, a su reino, a su familia, a su abnegada Penélope, habría sucumbido ante la fuerza contraria, novedosa y alternativa, que supondría el nuevo medio ambiente vital que disfrutaba ahora, ya tan acogedor y satisfactorio. No se acierta a especificar en el relato el tiempo que Ulises pasó en la idílica isla de Ogigia con Calipso. Tan solo que fue mucho tiempo, tanto que no alcanzará el propio personaje a comprenderlo siquiera. ¿Qué habría pasado con su decisión? El tiempo y la bondad, el amor y el cansancio, habían condicionado todo ya, lo habrían transformado todo haciendo ahora una nueva realidad del todo maravillosa. Hay un olvido y, a la vez, por tanto, ya no hay una esperanza... Porque está en su paraíso, es éste, el que vive ahora y que le ofrece todo lo que necesita. Pero, sin embargo, Ulises no acabará por identificarse con esa nueva situación, o con esa nueva decisión, o con esa nueva actitud en su vida. ¿Esa nueva libertad? El caso es que presiente que no es él mismo o que no es su libre voluntad lo que le mantiene, sereno y feliz, sin embargo, en ese destino sobrevenido tan maravilloso. No tiene nada que reprochar a Calipso, ni a su reino, ni a su nueva vida placentera. Es más, no desea hacer nada, no lo deseó durante los muchos años que estuvo disfrutando de su vida allí. Pero, a pesar de todo eso, siente que algo no va bien, algo que es incapaz de saber qué es, o de entender qué es lo que siquiera pudiera llegar a pensar sobre ello. Aun así, un día, decide de pronto abandonarlo todo, la isla de Ogigia y a Calipso, y dirigirse, con su barco, a su inicial destino interrumpido. ¿Qué le habría hecho tomar esa otra decisión? El poeta griego Homero escribe que es la diosa Atenea, su mentora divina, quien no puede dejar que Ulises no cumpla con su determinado destino. La libertad del héroe homérico fue parcial entonces, fue condicionada, fue relativa. Al final, sólo una misteriosa y enigmática causa, del todo incomprensible para el ser humano, llevaría al protagonista de La Odisea a desvirtuar cualquier elección verdaderamente libre, a abandonar una vida satisfactoria por otra cosa, tal vez satisfactoria o no, pero, finalmente, a abandonarla sin ejercer él mismo, realmente, ninguna autonomía en su decisión personal más definitiva.  

(Óleo Calipso, 1852, del pintor neoclásico-romántico francés Henri Lehmann, Colección Privada.)


12 de enero de 2022

Una alegoría de la vida expresada en un retrato de interior del realismo sensible más inspirado.


 

Corot fue un pintor francés de exteriores, sus paisajes sensibles competían con el realismo desesperado de mediados del siglo XIX. Pocas obras de él disponían de un perfil humano sin más. Pero, al final de su vida, tal vez por la pesadez también de ir a las afueras de la ciudad para plasmar belleza natural encontrada, recurriría el pintor a la socorrida escena de interior. Pero lo que el romántico y realista creador francés consiguió con esta obra sorprendente fue representar la alegoría más introspectiva de la vida humana, la que define lo que ésta es sin ninguna palabra, tan sólo gracias a una simple y única imagen estética. La expresión de una mujer leyendo sí había sido compuesta, en las sutiles y evanescentes pinturas barrocas, románticas o impresionistas de entonces, pero, ahora, Corot consigue representar, sin el gesto propio de la lectura, otra cosa mucho más sublime aún: una alegoría de la vida humana. Porque la vida humana, la humana propiamente, es justo todo lo que existe cuando se interrumpe una lectura. ¿Cómo se puede expresar tanto con tan poco? Corot lo consiguió genialmente. Y lo hizo a pesar de no decir nada ni expresar nada más que el instante indefinido de una simple interrupción lectora. Cuando leemos la vida se interrumpe, del mismo modo que, a la inversa, la lectura se interrumpe cuando aquélla regresa. El Arte casi siempre había compuesto a sus personajes, sagrados o profanos, leyendo mientras eran eternizados por los pintores. Era la forma en que expresaban el sentido de introspección que la lectura ofrecía a sus retratados y a la lectura misma. Pero, nunca habían creado una escena los pintores tan definida de una abstracción de la vida humana con un instante artístico tan indefinido. No tendría sentido hacerlo. ¿Por qué sino se representaba un personaje leyendo? El mundo del ser humano, la vida humana, no era entonces lo que los pintores reflejaban en su obra, era al propio personaje, a la abstracción del personaje leyendo (no a la vida misma) como el sentido divulgativo de una actividad introspectiva que suponía la interiorización así de algún conocimiento. La vida humana en el Arte no interesó, realmente, hasta que, a finales del siglo XIX, no comenzara un cierto sentido existencialista a prevalecer en el pensamiento. Ese sentido ya se habría intuído algo por los novelistas precoces del siglo anterior, cuando el ser humano empezaba a ser el objeto de interés de una narración y no las idealizaciones o generalizaciones de un mundo distante o despiadado.

Al leer abandonamos la vida que vivimos y distraemos así cualquier atención de ésta para introducirnos en otra esfera distinta. Es así como la vida se interrumpe y deja de ser una manifestación física y psíquica de la que antes teníamos. Así que cuando, por algún motivo, interrumpimos la lectura de un libro volvemos a la vida y ésta entonces es lo que representa realmente, lo que ella es, la vida que dejamos antes al comenzar a leer. Por eso en su obra Corot expone un personaje, concretamente una mujer, que ahora está sosteniendo su libro interrumpido y que, con su gesto meditabundo o melancólico, expresará así la verdadera apariencia de la realidad de la vida misma, esa que ahora vuelve a retomar la mujer retratada por un instante. Toda una alegoría extraordinaria de la vida humana. Los filósofos idealistas radicales defendían que la vida no era más que lo que nuestro yo creía percibir o percibía; los realistas que era justo lo contrario, lo que existía a pesar de nuestro yo. Como pintor realista, Corot sabría que la vida se acerca bastante a esta última definición. Como pintor también romántico, sabía que la vida podía decorarse además con otros sentimientos. Es por eso que su obra Lectura interrumpida contiene las dos caras de su propia realidad artística. Nunca se definiría en una tendencia, así que sus obras rezuman tanto sensibilidad como realismo. Esta obra de Corot es la manifestación más aséptica de un retrato sin artificios. No hay nada más que una mujer y un libro entre sus dedos, entreabierto, cercado, dominado, perdido... Las formas se mantienen aquí, en la obra, huérfanas de color atribulado o de perspectiva profunda o de fondo iluminado. No hay nada que distraiga en su representación estética, más que la abstracción propia de un cierto sentido alegórico. Su expresión estética encierra emociones o no encierra ninguna. Es por ello que lo que vemos ahora es una percepción fragmentada del personaje abstraído en su interrupción, porque ya no hay una línea argumental de otra vida, una que no existe realmente, en la que estaba imbuida ella poco antes; ya no hay una historia que percibir ahora por ella. Tan sólo hay imaginación, distanciamiento y vacío. Lo que es la vida humana en sí misma cuando no hay nada que la distraiga. 

Por eso mismo lo que consigue expresar con genialidad el pintor francés en su obra es la vida humana misma, lo que queda, aunque sea por un instante, después de haberla abandonado poco antes con otra vida distinta. Porque ese instante artístico reflejado es la vida en su expresión más contenida, más constreñida. No olvidemos que el pintor trata de expresar una alegoría de la vida con una imagen artística representada. Podríamos, sin embargo, expresar cualquier representación estética de la vida humana en otra obra, en el Arte hay muchas, para decir ahora: esta es una alegoría de la vida humana. Pero no se trata aquí de definir la vida humana en general, ya que ésta es múltiple, compleja, confusa e incierta. Se trata ahora mejor de comprender en un instante sensible lo que, alegóricamente, la vida humana es, sin distracción, sin aditamentos, sin decoración alguna. Con la cualidad íntima de un gesto humano individual que representa la forma más objetiva, ni siquiera subjetiva, de lo que es la vida humana en sí. O de lo que no es...  Sólo los que se han sumergido alguna vez en la narración absorbente, maravillosa y exultante de un relato único, pueden entender el hecho de lo que, en esos momentos de placer absorbente de lectura, la vida dejará de existir para introducirse en otra forma distinta ahora de percibirla. Algo que no es la propia vida, la vida humana real, y que sólo lo empezará a ser cuando interrumpamos la lectura, aunque sea por un instante, para regresar así a la percepción real de lo que es la vida verdaderamente. Por esto mismo en esa interrupción, representada en la obra de Corot de manera genial por su simplicidad, se expresará, por oposición, por enfrentamiento con lo de antes, la alegoría más significativa de lo que es la vida humana. La que se había dejado antes, la que vuelve ahora, la que nos regresa ya al comienzo de todo, cuando, ansiosos, deseábamos empezar a sentir una sensación diferente, una que nos aleccionara o nos abandonara a la forma impenitente de percibir o de sentir la vida real, no la romántica o la imaginada, sino la real o desapasionada que vivimos.

(Óleo Lectura interrumpida, 1870, del pintor francés Jean Baptiste Camille Corot, Instituto de Arte de Chicago.)




4 de enero de 2022

El desconcierto representativo de un mundo indefinido tanto por las formas como por lo meramente trascendente.


La representación estética de una obra de Arte, a diferencia de otras, dispone solo de imágenes individuales que, armonizadas, descubren un mundo acotado por el espacio definido de un marco físico. El Barroco fue el primer estilo artístico que utilizó el sentido iconográfico del paisaje para hacer, con él, una representación subjetiva y alegórica más mundana que trascendente. Para ello el sentido teórico que supuso la nueva dimensión estética de la Academia francesa, fue la excusa primorosa que permitió conciliar alegoría mundana intrascendente con una representación estética universal. Las formas heterodoxas del Barroco inicial, con sus alardes naturalistas, con sus despropósitos formales, con sus curvas aleatorias, con su irrealidad trascendente, fueron transformadas al amparo de la influencia académica de París en una reverente estética clásica donde, eso sí, las alegorías y las efusiones imaginarias podían, sin embargo, manifestarse sin restricciones representativas de ninguna clase. Fue un advenimiento casi de revolución cultural, política incluso, en los años mediados del siglo XVII. Sutil y artística, pero revolución al fin y al cabo. Esta obra del pintor francés Henri Mauperché (1602-1686) expresa muy bien el sentido transformador que el Arte tuvo en aquellos años del Barroco. Pero, para poder transformar una estética representativa sin menoscabar aún (esto llegaría un siglo después con la Ilustración) el sentido teológico del mundo, los pintores de entonces idearon componer sus obras con el fantasioso alarde de lo que acabaron llamando caprichos. En estas representaciones podían combinar espacios diferentes o escenarios distintos, como edificaciones clásicas, anacrónicas o fantasiosas, con personajes históricos o no, intrascendentes o no, versificados o no, realistas o no. Estas particularidades estéticas permitían representar un paisaje como el sentido aglutinador, es decir, no fragmentario, de aquello que el artista deseara expresar sin errar en ninguna interpretación maliciosa. 

En la obra de Mauperché el paisaje, el alarde natural del mundo, que es aparentemente el sentido principal estético representado, está aquí ahora en un segundo plano visual, frente al plano inmediato al espectador, que es aquí el humanista sentido estético representado por los seres vivos y pétreos, que la civilización clásica viene a exponer con sus muestras definidas de orden, equilibrio, belleza y placidez. Hay que situarse históricamente para comprender el extraordinario alarde estético de esta obra barroca. Porque el mensaje, camuflado en el impresionante paisaje luminoso e intrascendente de un atardecer natural prodigioso, es ahora sublimado por la lubricidad de unas figuras representadas con distanciamiento, marginalidad e indiferencia. La cultural a una parte, la mundana a otra, y al fondo el resplandor iridiscente de un sol que, ahora, no veremos más que brillar poderoso sobre el mundo misterioso, contradictorio, enfrentado y disperso del hombre. ¿Dónde está el sentido trascendente, universal, que cohesiona todo dándole finalidad o consistencia? El pintor no sabe dónde representarlo, solo parece que expone cosas aparentemente inconexas que describen un mundo fragmentado. Hasta las columnas del edificio clásico muestran las grietas de su padecer pétreo. Por un lado la vida, la fuerza de la vida de los seres vivos, representada por las parejas amorosas de los humanos y los animales. Por otro lado la historia, la cultura latente y mortecina, representada por las esculturas afines a la vida y por las formas ajenas a toda fragmentación o desmembramiento ilusorio de la nada. La consistencia inmanente frente a la inconsistencia trascendente. Sólo la luz intensa de un atardecer poderoso expone aquí la necesaria representación más trascendente. El pintor intuye esta necesidad para compensar, serenamente, la fragilidad de la vida humana y mundana de lo presente y de lo pasado. Porque lo pasado reflejará en la obra lo único que ofrece orden, sin embargo, lo único que se mantiene, aun deteriorado, para representar la escasa definición de un mundo fragmentado. 

En la metáfora representativa que la obra expone sin pudor, el pintor reflejará la transformación histórica que la sociedad europea iba desarrollando, poco a poco, en la mitad del siglo barroco por excelencia. Son los artistas, creadores y pintores, los que se anticiparán siempre, con sus metáforas estéticas, al desarrollo itinerante de la evolución social del mundo. ¿Puede esconder esta obra alguna alegoría que nos permita comprender el sentido del mundo? Puede. Como toda interpretación estética, la diversidad de expresión y sentido que una representación pictórica posee es aquí especialmente interesante. El mundo no tiene sentido en sí mismo, éste fue creado artificialmente por la filosofía teológica que triunfó en los inicios de la civilización occidental. Del mismo modo, el Arte no tiene un sentido en sí mismo, es creado artificialmente según los criterios estéticos de cada momento. En el momento histórico en el que el pintor francés compone su obra, pleno siglo XVII, el clasicismo francés del barroco impone su criterio estético. Y este es el observado desde planteamientos de orden, simetría, armonía y valores clásicos representativos. Con ellos el pintor propone un paisaje, un mundo, un universo, donde expresar una contradicción indefinida. Una donde la realidad de aquella filosofía teológica no se desmienta pero tampoco se exprese con claridad. Otra donde la civilización clásica, el orden, el equilibrio, la esencia del pasado, sea expuesta con todo detalle, con toda perfección, con toda grandeza, pero, ahora, sin embargo, enfrentada aquí, de un extremo al otro de la obra, con la algarabía vital de la vida de los seres que habitan el mundo. ¿Hay contradicción ahí, realmente? Porque en los  relieves clásicos de los frisos de la edificación clásica observaremos también la efusión sensual de los fragores dionisíacos de un mundo pasado... La vida que se repite, insustancialmente, frente a los alardes naturales de un paisaje trascendente. Para ese momento histórico, el pintor no supo mejor que representar así la estética más primorosa de un mundo desconcertado por entonces tanto por sus descubrimientos como por sus misterios más desconocidos.

(Óleo barroco Paisaje clásico con figuras, mediados del siglo XVII, del pintor francés Henri Mauperché, Museo Metropolitano de Arte de Nueva York.)