28 de diciembre de 2015

El paisaje como motivo de vida y de inspiración, de sentido artístico y poético.



Cuando los seres humanos desean triunfar en un mundo que sólo se ofrecerá a los elegidos, la manera más segura de conseguirlo es dedicarse a una sola cosa de todas. ¿Qué es triunfar? ¿Existe realmente también el concepto de elegidos? Es tan oscuro el asunto como llegar a comprender la diferencia entre un genio y alguien que, exactamente, no lo es. A comienzos del siglo XVII nacería un ser humano tan vulgar como cualquier otro en el ducado francés de Lorena. Este ducado fue independiente de Francia hasta el año 1766. Es curiosa la historia de Lorena para entender la historia de Europa. Cuando ahora hay territorios -en este caso un condado, lo único que fue Cataluña- que se quieren independizar a comienzos del siglo XXI, ya existieron ducados, un territorio jurídicamente mayor que un condado, que dejaron de ser independientes en el siglo XVIII. ¿Se entiende eso? Claudio de Lorena (1600-1682) quedaría pronto huérfano de un campesino acomodado de Luneville y acabaría acompañando a su hermano mayor a Friburgo de Brisgovia, en el suroeste de Alemania, una región muy cercana a Lorena. Su hermano era escultor y acabaría enseñando a dibujar al joven Claudio sin muchas pretensiones. Pero debía el joven Claudio ganarse la vida y, como los loreneses son famosos pasteleros, marcharía pronto a Roma para trabajar en su  oficio confitero. Sin embargo en la artística Roma tuvo la suerte de entrar al taller de un pintor que, aunque no muy famoso, le enseñaría por entonces las sutilezas del bello Arte de la pintura. A Claudio de Lorena le empezaría a gustar el oficio de pintar sin saber que terminaría por hacerlo durante el resto de su vida. Pero, entonces, ¿lo eligió él o fue él el elegido? Aunque sí hubo algo que él eligiera por entonces para, al menos, poder triunfar... Decidió dedicarse a pintar tan sólo en una única temática específica en la que acabaría siendo el mejor artista que pudiera conseguir con ello la excelencia. Y eligió solo pintar paisajes, nada más que paisajes, sólo paisajes, los mejores, los más sensibles, los más poéticos, los más elaborados, o los menos paisajistas del mundo...

¿Qué hay de especial en los paisajes del barroco Claudio de Lorena? ¿Barroco, él? Pero, ¿cómo es posible que eso que él pintaba sea barroco? Pero, ¿el Barroco no era otra cosa? ¿No era pasión, fuerza, embrujo desgarrado, colores contrastados, error humano, asalto pasional o losa despiadada de una curva ladeada, ensartada y moldeada por la fatalidad, el desequilibrio o la vulgaridad más bella del mundo? Sí, ¡claro!, pero, además también era clasicismo, el clasicismo de los bellos paisajes barrocos de Claudio de Lorena. ¡Qué barbaridad! No hay manera de entender el Arte. Pero es que el Arte es sobre todo deseo humano creativo, y nada tiene que ver que ese deseo haya sido inspirado en un periodo temporal artísticamente concreto o no. Por eso mismo el pintor de Lorena fue artísticamente inteligente. ¿Pintar como lo hacían Velázquez, Rembrandt o Rubens? Imposible para triunfar. Toda una lección de vida inteligente para, al menos, poder vivir del Arte. Y lo consiguió. Fue un elegido, todo un genio del Arte que, para triunfar, decidió dedicarse solo a una cosa en el Arte: pintar paisajes. No hacer lo que hacían los demás, sino lo que él sabría hacer mejor, lo que entendió como la mejor poesía estética que pudiera componerse en un lienzo. Aquí vemos dos muestras de su maravillosa pintura. También habrá ahora que elegir... ¿Cuál de los dos paisajes es el mejor? Uno es la obra titulada El pastor y ubicada en la National Gallery de Arte de Washington, D.C. El otro es el denominado Paisaje con las tentaciones de san Antonio y está expuesto en el Museo del Prado. Dos obras muy contrastadas: una por el sentido bucólico y otra por el sentido sagrado. Una por el color luminoso, brillante y sosegado y otra por el oscuro tenebroso, ensoñador, misterioso, terroso y opaco de su claroscuro seductor. En ambas la poesía de la imagen es llevada al máximo de representación estética de una obra barroca. ¿Hay en estas obras otra cosa que no sea sensibilidad poética en las equilibradas líneas de un paisaje profundo, grandioso, exorbitante o mágico? No hay otra cosa más que lirismo. Eso es lo que fue Claudio de Lorena, el mejor poeta-pintor del Arte del paisaje. Nadie lo hizo como él, nadie consiguió hacer todo eso: clasicismo y poesía, brillantez y claroscuro, renacimiento y barroco, naturaleza y humanidad. Porque en los paisajes de Claudio de Lorena siempre hay seres humanos, no entiende el pintor un paisaje sin ellos. No hay paisaje representado sin hombres para Lorena. ¿Qué sentido tiene el paisaje si no es para vivir el ser humano en él?

En su lienzo El pastor el pintor francés compone el amanecer -porque debe ser un amanecer- más extraordinario que un paisaje pudiera tener en un cielo pintado. Es ahora la fuerza del amarillo la que surge para alumbrar la vida y los pensamientos metafísicos del pastor. Pero, en la vulgaridad de la figura de un pastor, no un héroe o un gran personaje, es donde veremos mejor ubicar ahora el sentido del barroco. El pastor es ahora un simple personaje desconocido, ningún héroe o sátiro de leyenda mitológico, seres éstos más propios de la temática del Renacimiento. Pero en todo lo demás es clasicismo. Es decir, es perfecta composición clásica en un entorno natural equilibrado. ¿Hay algo en esta obra fuera del sentido perfecto y equilibrado de una vida o de una estética clásica? El otro lienzo, Paisaje con las tentaciones de san Antonio, tiene reminiscencias más clásicas aún. Ahora vemos un claustro derruido compuesto de columnas y arcos renacentistas, propio de un momento histórico en la humanidad más primoroso o más ajeno a lo vulgar o más sencillo. ¿Y qué menos vulgar ahora que un santo, un ser que lucha por vencer sus tentaciones? Ahora no hay súcubos ahí, ni mujeres ensoñadoras o lujuriosas que tienten al hombre santo. Tampoco ningún mono o flores o cosas exornadas y curiosas que distraigan al santo de su acontecer místico. Ahora sólo una luz divina se vislumbra entre las nubes tormentosas que dejarán ver el perfil más humano del santo. Detrás y lejos se aprecian vagamente otros seres humanos diferentes a él, unos hombres alejados de la verdad o de la visión más consoladora que de una bella y empequeñecida luz pudiera un paisaje contener.

(Óleos de Claudio de Lorena: Cuadro El pastor, siglo XVII, National Gallery de Arte de Washington, D.C.; Lienzo Paisaje con las tentaciones de san Antonio, 1638, Museo del Prado, Madrid.)

23 de diciembre de 2015

La mirada del Arte: desinteresada, perdida, carente, volátil, sagrada, solemne, infinita...



Pietro di Cristoforo Vannucci (1446-1523) pasaría a la historia del Renacimiento con el nombre de Perugino por haber nacido en Perugia, capital de la profunda, agreste y montañosa región italiana de Umbría. Pero realmente no nació en esa ciudad sino en Castello della Pieve, a unos treinta kilómetros de Perugia. Es junto a Leonardo da Vinci -coetáneo suyo- uno de los primeros en definir el Renacimiento en Italia. Fue aquella una época muy liberal y tolerante en el pensamiento y en las formas artísticas. Tanto como sus creadores quisieron o pudieron hacerlo. Y el Perugino es un ejemplo fundamental en el Arte para entender esto. En su obra Madonna con el niño entre san Juan y san Sebastián vemos ahora unos personajes sagrados en una escena algo más laica que piadosa, menos hierática que natural o más melancólica que trascendente. En las biografías que escribiera Vasari de los pintores del Renacimiento, el Perugino es criticado muy despiadadamente no solo como pintor sino como persona. Años después los críticos también consideraron que el Perugino no llegaba a un nivel de excelencia como para definirlo de gran maestro del Arte. Y todo por la repetida forma del pintor de componer siempre así los mismos rostros, los mismos gestos o la misma mirada.

Decía Vasari en su biografía del Perugino que solo se preocupó por amasar fortuna, que se caracterizó el pintor por su avaricia y su falta de fe. En aquellos años renacentistas no era nada escandaloso vivir sin fe; cada cual podría vivir y pensar como quisiera si podía vivir de lo que hacía, y el Perugino vivió muy bien gracias a sus encargos artísticos por toda Italia. Por eso el Renacimiento fue una revolución artística y vital extraordinaria, que no volvería jamás a vivirse en la historia. En este periodo del Arte no hay emoción, no hay fuerza, no hay tensión, no hay pasión, como lo hubiera, por ejemplo, un siglo después en el Barroco. Pero, sin embargo, sí hubo otra cosa:  mirada, la mirada del Arte. A veces directa y a veces ladeada. A veces queriendo mirar a quien mira, otras, no mirando nada. Es la única emoción permitida, si es que es una emoción, que lo es aunque apaciguada, y que el Renacimiento urdiría con sus modelos para tratar de ofrecer equilibrio, mesura, elegancia, distancia, medida o fragancia. Y todo eso para poder representar la Belleza a través unos colores y unos gestos comprendidos por la diferencia que deberá existir entre crear algo y darle vida sin tenerla. 

En uno de los frescos que pinta en la Sala de Audiencias del Collegio del Cambio en Perugia, un centro de finanzas de la época en el Renacimiento, el Perugino compone varias figuras en la pared artística. Entre ellas unas bellas sibilas legendarias. Y en una de ellas, la sibila de Tiburtina, reflejaría la mirada más bella que de un rostro sin vida pudiera pintarse, compuesto además en el temprano año 1500. En este fresco renacentista el creador vuelve a repetir el mismo semblante humano que sus críticos le reprochaban. Pero, no, ahora no. Para el pintor sin piedad y sin fe, llevado por entonces a una vida más material que espiritual -aparentemente-, la mirada no podía ser más que como él la pintara, enigmática, universal, profundamente humana. Y es que aquel Arte lo podía englobar todo, hasta el sin sentido de una mirada repetida sin otra representación más que la misma mirada de siempre. 

En su obra Madonna del año 1493, el Perugino llevaría el rostro virginal de María a una belleza pagana que, años después, solo su discípulo Rafael conseguiría plasmar siempre en sus maravillosas y piadosas madonnas. Pero, sin embargo, en Perugino no hay piedad ni sagrada devoción metafísica. Sólo la asociación con otros personajes nos lleva a ubicar a la madonna con su papel sagrado o piadoso. En el detalle de su imagen aislada de la obra completa, sólo el níveo nimbo sagrado que rodea su cabeza nos recuerda su sagrado sentido religioso. Porque es ahora, sin embargo, la belleza de la imagen de su rostro, de su cuello, de sus cabellos trenzados o de su mirada la que la hace universal y muy humana. Todo aquel Renacimiento de sus inicios está aquí retratado en sus miradas... Como el de su obra María Magdalena, que parece que nos mira ella ahora aquí. ¿Nos mira, verdaderamente?  Porque así es la mirada del Arte. Sin sentido, sin interés y muy distante. Toda mirada a veces es así. Y no es así por mirar sino por no hacerlo. Porque hacerlo, mirar, es mirar algo concreto, algo que está lejos de uno mismo, que es otra cosa concreta y diferente, una que puede ahora, sin embargo, ser mirada. Pero en el Arte no. En el Arte, o mejor dicho desde el Arte, ¿qué puede verdaderamente mirar? Nada. Nada puede mirar el Arte, sólo puede ser mirado, nunca mirar verdaderamente. Y así fue entendido por unos creadores geniales que vivieron en un momento único en el mundo, un tiempo que duró muy poco y que nunca más regresaría a la historia. Salvo en sus obras...

(Obra detalle del fresco Todopoderoso con profetas y sibilas, 1500, El Perugino, Collegio del Cambio, Perugia, Italia; Detalle del óleo Madonna con el Niño entre San Juan y San Sebastián, 1493, El Perugino, Galería de los Uffizi, Florencia; Óleo sobre tabla Madonna con el Niño entre San Juan y San Sebastián, 1493, El Perugino, Galería de los Uffizi, Florencia; Obra de El Perugino, María Magdalena, 1502, Galería Palatina, Palacio Pitti, Florencia,)

14 de diciembre de 2015

A lo largo del curso de la historia lo cierto es que el amigo del hombre es siempre el hombre.



Aunque parezca una contradicción los propios medios productores de un desastre cambiarán lo necesario luego de pensarlo bien, para mejorar ahora aquello que ellos antes habían deteriorado decididos. Ante las terribles consecuencias, por ejemplo, en el cambio climático producidas por el consumo desaforado de carbono terrestre, llevado durante años por una economía poderosa y egoísta, esos mismos medios productores -las empresas y estados inescrupulosos- llevarán luego a buen fin las transformaciones que sean precisas para, mejorando el mundo, poder continuar ellos ganando. Porque no es por altruismo, ni por un sagrado deber moral, ni por fraternidad global ni por esas cosas románticas que nunca en la vida económica han sido, sino tan sólo por el mismo interés económico de siempre por lo que cambiarán. Ese interés que compensará ahora para cambiar de opinión, de producir o de vivir. Pero es que es así, sin embargo, el único sentido de progresión en la historia. Porque sin desastre no hay avance tampoco. Sin pérdida no hay transformación. Y es que vivimos mucho más inmersos en lo que se podría llamar historia cuantitativa o diacrónica (la contabilidad, la renta, el grano o el beneficio), que en lo que se podría entender por historia cualitativa o sincrónica (el pensamiento, la conciencia de lo eterno o de la belleza o del Arte).

En la historia de la humanidad los inicios más tempranos de civilización se dieron en el oriente próximo, justo en la parte más occidental de Asia. Ahí, en lo que se ha dado en llamar Creciente fértil (Egipto, Mesopotamia y Siria), prosperaría el sedentarismo, la agricultura, las ciudades, la escritura o el comercio. Pero también existieron otros lugares en el mundo donde pronto se dieron también todas esas cosas, excepto dos de ellas: la escritura -la compleja no la ideográfica- y la organización compleja de las ciudades. Y esos dos sitios alejados del Creciente fértil fueron la llanura aluvial china y el sur del desierto de Gobi al pie del Himalaya. Es decir, en China y en la India. Y un elemento fundamental para poder entender el progreso del hombre fue su alimentación. En el Creciente fértil pronto la humanidad descubriría el trigo, el primer cereal cultivado por el hombre. Su grano era más grande entonces que el de ningún otro cereal conocido, imposible de prosperar salvajemente si no era cultivado (el viento no podría elevarlo y trasladarlo para ser fertilizado por sí solo), y por lo tanto un grano con mayor capacidad nutritiva (cuantitativa pero no cualitativamente). Sin embargo hubo otro cereal, uno que crecía fácilmente de modo salvaje (su grano es mucho más pequeño) y que se utilizaba en África desde los primeros momentos del homo sapiens. Sólo consiguió ser consumido luego y cultivado en la India y en China, pues el trigo no llegaría a ser utilizado en estas regiones asiáticas hasta dos mil años después de ser conocido en la cuenca oriental del Mediterráneo.

En China podía prosperar este cereal en regiones de escasa lluvia y poca fertilidad de suelo, incluso crecería en los suelos salinos. Xiaomi es la palabra china para denominar al mijo. En China su medicina fue anterior a todas, y el mijo tendría además un valor de bienestar físico además de nutritivo, ya que era fácilmente digerible por no contener la proteína del gluten. Además su consumo combatía la cándida, un hongo unicelular cuya infección produciría la micosis. En Europa también se consumió en la antigüedad el mijo, entre otras cosas porque era un cereal de duradera conservación. En Venecia, en la alta edad media, se conservaba el mijo almacenado en fortalezas lejos de la costa, llegando incluso así hasta durar veinte años su almacenamiento. Cuando el transporte mejoró ya no era necesario su almacenamiento durante tanto tiempo y los cereales cultivados en ciertos lugares pudieron ser consumidos en otros. Por esto el mijo dejaría de tener sentido práctico y su consumo en Europa declinaría frente al poderoso trigo nutritivo. Hoy, cuando son conocidas las ventajas del mijo, su consumo se considera beneficioso para la salud humana y se incrementará, poco a poco, su producción y su comercio. Lo que no era antes importante lo es después...

Cuando el pintor Turner (1775-1851) comprendiera el sentido de progreso como un movimiento crearía su obra Lluvia, vapor y velocidad. Expuesta en el año 1844 -aunque compuesta años antes-, fue por entonces una revolución a los ojos que no estaban aún acostumbrados a ver algo tan poco visible, tan farragosamente disperso entre colores que parecían no estar acabados. Con Turner los impresionistas tienen una deuda artística parecida a la de Manet, pero sobre todo mucho más antigua. Para el pintor romántico inglés la luz lo es todo. En este lienzo es lo principal la luz, aunque no lo parezca tanto. Turner glosará o expresará, sin embargo, aquí mucho más la velocidad, el movimiento, el cambio de espacio o de lugar para transportar ahora la vida, las cosas, las emociones, las ideas o las sensaciones. En su lienzo romántico vemos a un tren cruzar ahora por el puente de Maidenhead, un viaducto inglés construido en el año 1838 para ese tren tan primitivo. Veremos la chimenea de la locomotora y por eso sabremos que es un tren lo que ahora vemos. Para Turner el detalle principal es el único detalle importante, lo demás lo tendremos que adivinar.  La lluvia es otro elemento importante en este cuadro, veremos trazos leves e inclinados de líneas delgadas en un cielo asolado de brumas doradas. Brumas que ocultan ahora el azul celeste desperdigado del fondo. Y suponemos o presentiremos que esos trazos leves de líneas delgadas serán finas ráfagas de lluvia. El vapor era por entonces la causa de la velocidad, de esa rapidez que conseguiría el hombre con su artefacto y que acabaría empezando a consumir ávidamente aquel carbono peligroso.

Pero, no es esta la única velocidad que aquí veremos. En el río cruzado por el puente de Maidenhead se vislumbra ahora una pequeña barca en la parte izquierda del lienzo. Y en la parte derecha extrema del cuadro, al otro lado del tren, el pintor dibuja -apenas se distingue por la falta de contraste- algo que parece una liebre corriendo. Tres formas de entender aquí la velocidad. Una lenta y sosegada, otra menos lenta, pasajera y fugaz en su contienda con la vida y las cosas, y, por último, la de la naturaleza, la que era la más veloz de todas por entonces. Y es este aquí ahora el contraste. Para que veamos bien las cosas siempre hay que contrastar, aunque no las veamos bien del todo. En el Arte, lo único que permite hacerlo así, esas mismas cosas más tarde o más temprano se acabarán viendo. Puede que al ver por primera vez un cuadro no veamos bien algo, pero seguro que al verlo luego mejor después acabemos viéndolo. Con la luz pasará lo mismo. Para Turner la luz lo es todo, porque cómo si no veremos algo. Pero, ¿qué vemos ahora en esta obra de Arte si no es lo que pinta el artista exactamente igual a como es en la naturaleza? Pues la luz reflejada o refractada. Solo la luz. Por sus reflejos o por los diferentes efectos cromáticos en las cosas, vistas ahora éstas como se verían de no poder ser vistas detenidamente, como por ejemplo en un fugaz movimiento a los ojos del que las mire desde un lugar en movimiento. Es como cuando miramos perpendicularmente hacia una ventanilla desde un vehículo a gran velocidad: no veremos más que ráfagas de colores. Lo que sin poder aún experimentarlo -las velocidades en su época no eran tan rápidas- Turner intuiría genialmente entonces en su mente tan artística y prodigiosa. Como el progreso humano.

(Óleo Lluvia, Vapor y Velocidad, 1844, del pintor romántico inglés Joseph William Turner, National Gallery, Londres.)

11 de diciembre de 2015

La victoria como un impulso ante la barbarie más que como una conquista arrolladora.



Cuando en el año 1909 publicase el poeta e ideólogo italiano Tomasso Marinetti (1876-1944) su Manifiesto Modernista, el mundo occidental había comenzado a caminar por un precipicio tenebroso, por un equivocado sentimiento de euforia que le llevaría a despeñarse pronto por uno de los siglos más violentos de toda su historia. Y en ese manifiesto modernista Marinetti escribiría: La Pintura y el Arte han magnificado hasta hoy la inmovilidad del pensamiento, del éxtasis y del sueño; nosotros queremos exaltar el movimiento agresivo, el insomnio febril, la carrera, el salto mortal, la bofetada, el puñetazo. Afirmamos que el esplendor del mundo se ha enriquecido con una belleza nueva: la belleza de la velocidad. Un coche de carreras con su capó adornado con grandes tubos parecidos a serpientes de aliento explosivo, o un automóvil rugiente que parece que corre sobre la metralla, es más bello que la Victoria de Samotracia. Los antiguos griegos fueron los primeros occidentales que entendieron la verdadera diferencia entre la vida y la muerte, entre elegir vivir o elegir equivocarse. Y crearon toda una cultura de libertad incipiente, de elogio a la vida, de riqueza por armonizar lo práctico y lo eterno, lo terrenal y lo divino. ¿Cómo si no iba a surgir allí el Arte equilibrado, el más idealizado, el más exquisito, aquel que combinara belleza y sabiduría?

Porque antes de los griegos o existía la belleza o existía la sabiduría. Las dos cosas juntas, unidas y entrelazadas la inventaron los griegos entre los siglos VI y V antes de la era cristiana. Y no pudieron menos que componer a sus dioses con las bellas formas de los seres humanos. Entonces asimilaron esa belleza divina a la propia belleza humana, dándole así un sentido creíble y real a las elevadas cualidades o virtudes sagradas que ellos mismos habían ideado antes. En la genealogía de sus dioses Nike fue la divinidad griega de la victoria. No de la guerra, que también tuvo su dios, no, sino de la victoria, de la alegría por vencer al contrario o a lo diferente, por alcanzar con la victoria la gloria más excelsa de la vida, el triunfo más deseado o la mayor bendición de ésta. La representación de la diosa griega Nike combinaba el cuerpo de una bella mujer con alas desplegadas a su espalda. El símbolo alado -las alas- indicaba un enlace trascendente con la divinidad, un rasgo sagrado para las imágenes o esculturas que así lo llevaran. Pero, era algo más lo que suponía llevarlas... Porque todas las efigies sagradas no llevaban alas, solo aquellas divinidades que podían cambiar o dejar de ser lo que eran para transformarse justo en lo contrario. Como Eros, el dios del Amor, Nike también podía dejar de ser un motivo de salvación para sus protegidos y convertirse ahora en otra cosa.

Nike podía volar, podía ahora esfumarse con el viento para regresar luego pasado un cierto tiempo. O no regresar. Por esto llevaba alas Nike, por eso fue compuesta (en el siglo II a. E.C.) con alas a su espalda la diosa griega Victoria que fuera encontrada -descabezada su escultura- durante el año 1863 en la isla griega de Samotracia. El mundo de aquellos siglos -VI y V a. E.C.- fue entonces un escenario bélico donde dos fuerzas contrarias luchaban por vencer: el inmenso imperio Persa y el conglomerado de pueblos griegos situados alrededor del mar Egeo. Pero había una especial diferencia en ese enfrentamiento. Uno de ellos quería la victoria para conquistar al otro, para dominar con su civilización el occidente de su vasto imperio. El otro sólo quería defender con su victoria su propio mundo, el que ellos habían comprendido como el mejor mundo posible, el más sabio y el más bello. Lucharon los griegos en una fiera batalla en un golfo cercano a una de sus islas, la de Salamina, en el año 480 a. E.C. Y vencieron ellos. Y no pudieron más que agradecer a la diosa Nike por su victoria. Una diosa que desde entonces igualaron a su más grande diosa ateniense, Atenea. Y decidieron erigir un templo a su memoria para no olvidar, para elogiar y para seguir viviendo. A pesar de ese deseo tardaron casi sesenta años en elegir el momento adecuado para levantar el templo. Sería construido en la densa Acrópolis ateniense en un pequeño espacio que quedaba libre para ello, en un lugar ahora privilegiado a su entrada, elevado sobre un muro o paramento de relieve.  

Un templo muy pequeño para un sentido tan grande. Pero los griegos no asociaban nunca grandeza con tamaño físico. Los primeros en toda la historia que erigieron templos a la medida del hombre. Los griegos que más sufrieron aquel bélico acoso imperial persa fueron los jonios, los griegos asentados en la costa del Asia menor, al otro lado del mar Egeo. Allí en Jonia surgirían el pensamiento filosófico más sutil, el verso lírico más hermoso o la arquitectura más bella y armoniosa del mundo. Por eso el pequeño templo erigido en la Acrópolis para homenajear a Nike fue construido en el orden arquitectónico jónico, el más sublime de todos. Sus arrebatadoras columnas jónicas resaltaban ante su limitada estructura arquitectónica. Cuatro columnas delante y cuatro detrás, con el orden, la elegancia, el sentido de equilibrio, de sabiduría y belleza que aportaban al mundo con sus formas. No fue necesario tanta dimensión para albergar ahora lo más sagrado, lo más elogioso o lo más glorioso. Solo la belleza, solo la medida perfecta para representar el sentido eterno de lo que permitiera vivir, no morir. Para mantener así el impulso vital ante lo avasallador, ante toda esa barbarie extranjera.

Pocos años antes de comenzar a levantar el templo de Nike, Atenas comenzaría otra guerra decisiva. Fue una guerra ahora contra sus propios hermanos griegos, contra Esparta. Fueron otros griegos quienes lucharían con ellos. Y perdieron esta vez. Pero los vencedores no arrasaron nada, sólo consiguieron la hegemonía frente a la vanidosa Atenas. Mantuvieron aquel templo y sus dioses. En ese templo de Nike se guardaba una efigie de la diosa que no llevaba alas. Y no las llevaba para que no pudiera salir volando y escapar así la victoria de su lado. Luego pasaron los siglos y los griegos dejaron paso a Roma, y, algo más tarde, al Cristianismo y su teología transformadora. Y así hasta que los otomanos y su imperio turco -reminiscencia de aquel imperio avasallador persa-, siglos después, no tuvieron escrúpulos en destruir esa sagrada belleza de templo griego para, con sus restos, construir una mera posición de vil artillería. Todo acabaría entonces bajo las piedras amontonadas de la barbarie. Tiempo más tarde, cuando Grecia consiguiera su independencia frente a Turquía, fueron reconstruyendo aquella Acrópolis con las piedras encontradas en parte de lo que fuera todo aquel hermoso lugar sagrado de antes. ¿Qué victoria puede hoy homenajearse en un mundo donde aquellos principios ancestrales de belleza están en gran parte ignorados o superados? ¿Dónde estará hoy la barbarie? Es tiempo de comprender que lo que hoy somos forma parte de lo que se hizo entonces, tanto lo bueno -la belleza y sabiduría ancestrales- como lo malo -la ideología violenta y el rechazo a la virtud más elogiosa de lo eterno-, pero es vital saber que no puede prosperarse sin recuperar aquella actitud ancestral ante lo decisivo de la vida, esa que elogiaremos para poder vivir todos sin menoscabo. La memoria sirve, pero mejor la memoria de lo virtuoso, de lo sagrado -en sentido trascendente en general-, de lo permanente como virtud humanística... De lo que hace que una piedra sobre otra llegue a representar lo más insigne o lo más bello, o lo más armonioso o lo que nos recuerde, siempre, la elección de la vida sobre cualquier otra forma de destrucción o de barbarie.

(Imagen de la estatua La Victoria de Samotracia, Siglo II a. E.C., Escuela de Rodas, Periodo Helenístico, Museo del Louvre, París; Estatua de Atenea-Nike, Siglo V a. E.C., Museo Arqueológico de Atenas; Fotografía actual del Templo de Nike, Acrópolis, Atenas; Acuarela del pintor alemán Werner Carl-Friedrich, 1877, Templo de Nike, vista desde el noreste, Museo Binake, Atenas; Imagen fotográfica de la Acrópolis ateniense derruida, durante el periodo de reconstrucción en el año 1869, a la derecha el pequeño templo de Nike, fotografía de James Stillman; Fotografía actual de un lateral del Templo de Nike, Atenas; Imagen fotográfica del frontal del Templo de Nike durante el año 1896 donde se observa la reconstrucción del templo jónico, piedra a piedra, Museo Hallwyl, Estocolmo; Fotografía actual del mismo frontal del Templo de Nike, con sus columnas jónicas, el arquitrabe y parte reconstruida de su frontón y cubierta.)

9 de diciembre de 2015

Cuando Tiziano convirtió a la heroica y suave Judith en la pérfida y cruel Salomé.



¿Qué le pasó al gran Tiziano para pintar con más de ochenta años a una Judith tan diferente a como la pintara, cincuenta y cinco años antes, en 1515? Y no sólo es el rostro, entonces tan bello, tan delicado y hermoso, sino que también habría pintado todo de otra forma distinta. Pero, antes de nada, conozcamos un poco la leyenda hebraica de Judith. El reino israelita de Judá surgió de la escisión del antiguo gran reino de Israel a la muerte del gran rey Salomón sobre el año 928 a. E.C. (antes de la era cristiana). Así que Judea, el reino de Judá, se situaba entonces alrededor de Jerusalén, en la parte más sureña de aquel gran reino israelita de antes. Siglos después, alrededor de los años 600 a. E.C., el imperio asirio haría vasallo al reino de Judá protegiéndolo y comerciando con él, consiguiendo así Judá una gran prosperidad. Pero a la caída del imperio asirio Egipto y Babilonia se enfrentarían por aquel territorio palestino. El imperio de Babilonia -el Neobabilónico- vencería entonces y el reino de Judá terminaría siendo colonizado por los babilonios. Las ciudades de Judá fueron asoladas, y a una de ellas, Betulia, llegaría el general babilonio Holofernes para tratar de sojuzgarla. Se adueñaría pronto de los canales de agua que abastecían la ciudad y los judíos no supieron qué hacer entonces para vencerlo. Una muy bella mujer judía viuda de un noble señor se decidió a poner fin a todo aquel asedio injusto. Decidida ahora Judith -símbolo epónimo del pueblo judío-, se embellecería su joven cuerpo y, junto a una sierva, se dirigiría a la tienda del general Holofernes. Y ahí, solo provista de belleza y dulzura, quiso homenajear -engañando- al salvador de su pueblo argumentando que Dios habría abandonado a Betulia por la ruindad e impiedad de sus habitantes. Así que con inteligencia y sosiego, con elegancia y algunos que otros manjares, sedujo hábilmente al fiero general babilonio. Luego de la invitación que éste le hiciera para entrar a su tienda terminaron por quedar solos junto a su sirvienta. Entonces, con una fuerza solo llevada a cabo por la fidelidad a una idea -liberar a su pueblo-, tomaría su cuchillo y cejaría con él un corte poderoso alrededor del cuello de Holofernes. Con ayuda de su sierva se llevaría la cabeza cortada del opresor babilonio a Betulia, donde los suyos pudieron comprobar cómo las huestes opresoras babilonias abandonaban ya el asedio.

¿Historia, leyenda? Ni siquiera los judíos lo consideran propio de su Torá, de su bíblia judía, lo tienen como algo apócrifo y falso. Sólo los cristianos ortodoxos y católicos lo tienen en cuenta en su Libro de Judith. En el Antiguo Testamento, en Judith 13-6-8, se dice:  Avanzó hasta la columna del lecho que estaba junto a la cabeza de Holofernes, tomó allí su cimitarra -espada o sable curvo de Oriente medio- y, acercándose al lecho, agarró la cabeza de Holofernes por los cabellos y pronunció: "¡Dame fortaleza, Dios de Israel, en este momento!" Y, con todas sus fuerzas, le descargó dos golpes sobre el cuello y le cortó la cabeza. El Arte occidental desarrollaría una temática artística extraordinaria para crear una de las iconografías más impactantes de todas las que una heroína tan bella tuviera nunca. Todos la pintarían hermosa, joven, poderosa, decidida y convencida de que lo que ella estaba haciendo -o había hecho- era un acto de piedad, de fe, de autoafirmación o de vida. Sin embargo, hubo otro gesto muy parecido en otra leyenda sagrada, uno donde otra mujer semita portaba la cabeza degollada de un hombre entre sus manos. Salomé, la hija de Herodías, a cambio, no fue ninguna heroína ni amable ni idealista. Quiso poseer lo que nunca ella poseería y pidió entonces -utilizando la misma estratagema femenina que Judith- la cabeza degollada de Juan Bautista. Pero Judith no; Judith se arriesgaría, a pesar de su fragilidad y ternura, a ajusticiar ella misma al opresor de su pueblo, de sus principios y de su vida. Sólo le acompañaría entonces su belleza, su serena, maravillosa, tierna y convincente belleza. Por eso murió Holofernes, a cambio de San Juan, por ser vencido así por la Belleza... Por la ideal, por la perfecta representación ideal de una belleza, no por la ignominiosa y voluptuosa belleza representada de la cruel Salomé. Iconográficamente existen elementos para diferenciar una acción de otra, una leyenda de otra. Salomé no portaba ningún arma asesina, ya estaba muerto San Juan cuando ella viera su cabeza degollada. Judith mataría a Holofernes con su cimitarra oculta entre sus ropas. Salomé no estaba con ninguna sirvienta, Judith se haría acompañar de una. Pero, aún hay más diferencias.

La intencionalidad lujuriosa de ambas mujeres eran muy distintas. Para una era un medio y para otra fue un fin. Judith no quiso seducir nunca a Holofernes para satisfacer ningún deseo carnal o terrenal. Salomé era lo único que deseaba y, como no pudo obtenerlo, mandaría ajusticiar y recibir luego el trofeo sanguinario de su lujuria. Dos rostros, dos cuerpos, dos gestos, dos miradas, dos sentidos, dos momentos distintos, pero, ¡tan parecidos! Y esa semejanza ha llevado a confundir obras de Arte a lo largo de la historia. Aún sigue siendo motivo de polémica artística saber si un lienzo representaba a Judith o a Salomé -incluso se confunden en algunas reseñas de internet-. Como el lienzo que realizara en su juventud el pintor Tiziano, que aparece en una entrada de internet de la Galería Doria, del Palacio Doria de Roma, ahora como Salomé con la cabeza de Holofernes. Creador muy longevo -llegaría a los noventa años según algunos historiadores-, tuvo el pintor italiano tiempo de cambiar sus ideas, sus semblanzas o la forma de representar una misma obra de Arte. Así que Tiziano pintaría dos obras al menos del tema de Judith y Holofernes. Una en el año 1515, con treinta años de edad aproximadamente, otra en el año 1570, con cerca de ochenta. En su obra maestra Judith con la cabeza de Holofernes del año 1515 -actualmente en la Galería Doria de Roma- Tiziano compone una mujer bellísima, una joven que dispone de todo en su iconografía menos de una dura, decidida, cruda, pérfida o hasta violenta imagen de heroica mujer. Aquí, en su obra renacentista temprana, Tiziano pintaría una Judith -claramente es Judith por ser acompañada además de su sirvienta, a diferencia de Salomé- que contrastaría su belleza con la cruda, sanguinolenta y degollada cabeza del fiero Holofernes. Representa ella aquí todos los valores clásicos que harían a Judith una modelo de mujer, una reconocida y muy elogiada mujer -hasta su sirvienta la mira aquí admirada-, esa mujer que había salvado a su pueblo de manos de un terrible opresor. La vida frente a la muerte, la razón frente a la pasión o la dulzura frente a la violencia. Sin embargo, ella había sido la que había causado, con su propia decisión, la muerte de un hombre. Pero, no era la muerte de un hombre sino la muerte de la maldad, de la impiedad o de la falta de fe. Y todo esto a pesar de haber creído él antes, a cambio, tanto en ella.

Sin embargo, en la obra del año 1570, Tiziano crearía luego otra cosa totalmente distinta. Ahora no es la misma joven mujer la que aparece claramente portando una cimitarra ensangrentada. Parece otra Judith, parece ahora mejor una Salomé vanidosa la que sujeta por su cabello la cabeza ensangrentada de Holofernes. Y esto es así porque ahora, en el año 1570 -con más de ochenta años el pintor-, Tiziano habría cambiado totalmente. Se siente defraudado de la vida a sus ochenta y tantos años casi. El pintor compuso en su vejez cuadros muy desoladores, mucho más crueles de los que nunca hiciera el gran pintor veneciano antes. Por eso en su Judith del año 1570 el rostro de la joven no es ni tan dulce, ni tan distante, ni tan bello entre la dura composición que el pintor realizara entonces de su Judith con la cabeza de Holofernes. Ni los colores, ni el fondo, ni la admiración de su sirvienta, nada; aquí no hay nada de todo aquello que él hiciera más de cincuenta años antes. La Judith de su vejez no era la misma Judith de su juventud. ¿Por qué? ¿Qué más expresaría luego el pintor en su cuadro de vejez frente a aquel otro cuadro de su juventud? ¿Sería el hecho de que una mujer tan bella no podría ser ahora, verdaderamente, tan convincente para llevar a cabo una acción tan dura? Hay que tener en cuenta que a finales del siglo XVI, cuando pintara esta abrumadora Judith, el mundo comenzaba ya a vislumbrar un cierto realismo artístico menos heroico.

Pero, además, ¿qué otra cosa pudo suceder, a parte de expresar una cierta verosimilitud en la obra? Porque el gesto de entonces de Judith, aquel gesto del año 1515, podía confundirse ahora con una cierta admiración por el hombre herido de muerte. Ser una especie de belleza vencida por un gesto oprobioso. Percibir que la mujer lo haría por una fuerza distinta a ella, por algo que no le saldría de sí misma sino de una fuerza sobrenatural, perdonable incluso, pero... ¿Ahora ya innecesaria? Todo lo contrario de lo que el pintor representara luego en el año 1570 en su vejez artística. En este último lienzo vemos a una mujer que no duda, que no le tiembla el pulso ni su rostro ni su gesto inconfundible, convencida ella ya del todo ahora, con una cierta satisfacción incluso -¿voluptuosa?- por lo que hace o ha hecho en su acto de violencia. ¿Es que el pintor quiso defenestrar la figura tiránica y malvada de Holofernes aún más de lo que era? ¿O es que, mejor aún, quiso darle a ella un sesgo ahora más hiriente y menos dulce, más detestable o más lujurioso incluso, por ser todo ello una muy cruel venganza personal? No se sabe, ni se sabrá nunca. El pintor, es cierto, acabaría sus años absolutamente contrariado y decepcionado de la vida y de los seres humanos. Para él, que había recreado la Belleza sin remilgos ni reservas, al final de su vida no pudo verla más allá de lo que su propio simbolismo iconográfico permitiera realizar en una obra de Arte. Pero, ahora, ya sin deseos, sin elogios, sin admiración, sin esperanza o sin ninguna grandeza añadida a la belleza.

(Óleos todos del pintor manierista Tiziano: Cuadro Judith con la cabeza de Holofernes, 1515, Galería Doria, Roma; Lienzo Judith con la cabeza de Holofernes, 1570, Museo de Arte de Detroit, EEUU; Óleo Salomé con la cabeza del Bautista, 1550, Museo del Prado, Madrid.)

3 de diciembre de 2015

El existencialismo, el clasicismo y el costumbrismo, finalmente, se cargaron el Arte.



El Neoclasicismo acabaría con el Arte. Las formas perfectas del equilibrio perfecto o del rigor más calculado -lo que fue el clasicismo puro en el Arte- fueron las singladuras por donde caminaron los pintores del Renacimiento para conseguir obtener la imagen perfecta. Y lo consiguieron. Pero algunos creadores posteriores de entonces, sin embargo, intuyeron que el Arte no podría ser tan sólo eso... Por esto el Manierismo tuvo luego tanto éxito y, a la vez, fue tan incomprendido. ¿Cómo admirar algo que no estaba correctamente pintado, que no reflejaba la realidad tal y como era en ninguna de sus manifestaciones, ni estéticas, ni éticas ni de ningún otro sentido? Se quiso después volver de nuevo a lo correcto, regresar a lo de antes, pero, ahora, de pronto, surgió poderoso el Barroco para calmar ambas contradicciones estéticas: pintar según la Naturaleza y dejar de pintar tan rigurosamente perfecto todo, tanto el trazo como el gesto como la proporción, todo, menos el sentido... Pero el clasicismo volvería de nuevo otra vez en los siglos XVIII y XIX. Nada, que el ser humano no podía dejar de reproducir la Naturaleza tal y como era visible a sus sentidos; verla así, fielmente fijada en un lienzo como para verse el propio ser humano así mismo también: perfecto, correcto, terminado, sintetizado en todas sus formas. Lo primero que se cambió por entonces fue el sentido no la forma, las obras de Arte en la segunda mitad del siglo XIX perdieron el sentido de antes, aquel de lo excelso representado de la vida, aquello como una cosa merecedora de serlo siempre, como eran los eternos principios clásicos, las grandes ideas cinceladas en piedra o los grandes valores adornados de heroísmo.

Pero en el siglo XIX las costumbres, las sencillas cosas de la vida cotidiana, sustituyeron aquellos grandes sentidos de antes para ser reflejados en un lienzo artístico. Y también llegaría la revolución industrial a la reproducción de la imagen. La fotografía vino a ocupar el objeto y el medio por el cual antes se trataba de reflejar la Naturaleza. Así que a finales del siglo XIX el ser humano normal, el existencial, aquel ser que vivía, sufría, padecía y moría en un mundo sofocante, tomaba ahora el relevo de los grandes personajes clásicos, aquellos seres de antes que, con sus gestos heroicos, míticos o elegíacos, inspiraban las grandes escenas mostradas en las bellas, impactantes y sugestivas obras de Arte. Porque se podía cambiar el paisaje -de las campiñas rocosas de Da Vinci a los acantilados románticos del siglo XIX-, se podía cambiar también el ropaje -de las faldas drapeadas renacentistas a los corpiños neoclásicos del siglo XVIII-, se podía cambiar del mismo modo la virtud -de la muerte por la patria a la muerte por amor-, pero lo que no se podía cambiar nunca era el sentido, el único sentido que tuvo, tiene y tendrá el Arte... Y todo cambió entonces definitivamente para el Arte.  Cuando le encargaron en el año 1528 para una capilla de una iglesia de Florencia un descendimiento de Cristo al pintor manierista Pontormo (1494-1557), realizaría este pintor una obra muy diferente a todas las vistas antes y después. Absolutamente distinta a lo que se había hecho -y sobre todo se haría después- de una escena tan icónicamente sagrada como esa. ¿Qué gestos, rostros y colores son esos para reflejar tan piadosa representación iconográfica? ¿Qué hace ese apóstol agachado de esa forma tan ridícula -mirando al espectador tan irrespetuosamente-, cargando el sagrado cadáver de Cristo? Sin embargo, es uno de los descendimientos más geniales y artísticos que se hayan hecho jamás.

Cuando el pintor italiano Vittorio Matteo Corcos (1859-1933) se instalase en París crearía su obra realista Conversación en el Jardín de Luxemburgo. En ella el pintor modernista retrata una escena de género -escena normal y corriente de la vida social- donde dos elegantes mujeres parisinas están sentadas en un grandioso jardín, conversando tranquilas ahora de cosas vanas e intrascendentes. La perfecta silueta del rostro de una de ellas podría competir aún con las blanquecinas y desmejoradas imágenes fotográficas de entonces.   Pero cuando en el año 1881 el pintor de género Miguel Carbonell Selva (1855-1896) quiso representar una obra de Arte según sus ideales más poéticos compuso entonces una genial e innovadora pintura: Musa calmando la tempestad, también llamada Safo arrojándose al mar. Aquí el pintor español vuelve a retomar aquel sentido del Arte que defendía lo ideal, lo esencial, lo más inspirado en grandes metáforas con señalados elementos simbólicos que pudieran hacer pensar, reaccionar o sentir emociones muy elevadas o trascendentes. La pintura de Carbonell, aun teniendo cierto tono clasicista, utilizaría técnicas innovadoras -modernistas- en los trazos imperfectos de, por ejemplo, unas rocas desteñidas o con las singladuras artísticas, acogedoramente curvadas, de unas olas encrespadas por un arrojo pasional delicadamente romántico.

El pintor del barroco italiano Francesco Furini (1603-1646) combinaría siempre belleza con originalidad, sentido con sorpresa y erotismo con finura. En su obra clásica de Arte, como en todas las iconografías de esa mitología clásica, se representan tres famosas musas que en el mundo greco-latino acompañan siempre a la diosa Venus. Dos de ellas miran al espectador de frente o perfil, la otra siempre de espaldas. Es precisamente la espalda lo que mejor pintaría este curioso -y clérigo- pintor italiano. Nos viene a decir el sutil creador barroco: la espalda de una mujer contiene más secretos y belleza misteriosa que toda su evidente imagen principal. Contrasta este lienzo barroco trescientos años después con la obra correcta del desesperado -por no poder encontrar aquel sentido del Arte- y, sin embargo, delicado pintor John Singer Sargent (1856-1925). En su obra del año 1882 Calle en Venecia nos muestra el encuentro de dos amantes que, con gestos displicentes, no representan mucho apasionamiento expresivo entre sus formas ahora pasionalmente contenidas. Tan sólo la estrecha perspectiva de la calle consigue, hábilmente, alguna melodramática fuerza compositiva misteriosa.

Cuando el pintor realista ruso Vasili Perov (1834-1892) quiso plasmar su duro mundo eslavo tan injusto y cruel, utilizaría entonces su virtuosismo Arte perfecto para retratar las escenas más cotidianas, normales y corrientes de su conocido y realista mundo tan desolador. Porque, ¿cómo denunciar la difícil vida existencialista de unos seres tan poco afortunados y maltratados socialmente con aquellas grandes ideas de antes, por entonces -año 1870- no muy valoradas o reconocidas ya en el Arte? Donde lo único que, tal vez, se consideraba de valor estético en la Rusia decadente eran los famosos iconos bizantinos de la antigüedad.  Así que, desde mediados del siglo XIX, el mundo, por entonces tan convulsionado, descreído, industrializado, desamparado, desolado y profusamente clásico, dejaría para siempre de crear Arte como había sido creado hasta entonces. Y nunca más volvería. Y tan solo ahora nosotros -en nuestra realidad actual tan profusamente plástica-, tímidamente, volveremos a mirar de nuevo, acaso con distancia, acaso con cierto anhelo pasajero, con alguna ligera incomprensión, o con algún especial y profundo fervor estético, todas aquellas extraordinarias, bellas, inspiradas, maravillosas y necesitadas imágenes clásicas de antaño.

(Óleo del pintor Vittorio Matteo Corcos, 1892, Conversación en el Jardín de Luxemburgo; Cuadro Calle en Venecia, 1882, del pintor John Singer Sargent; Lienzo Las tres Gracias, c.a. 1630, del pintor Francesco Furini;  Obra Musa calmando la tempestad o Safo arrojándose al mar, 1881, Miguel Carbonell Selva, Museo del Prado, Madrid;  Oléo del pintor realista ruso Vasili Perov, Pajarero, 1870; Detalle del cuadro manierista Descendimiento de la Cruz, 1528, Jacopo Carrucci, conocido como Pontormo, iglesia de Santa Felecita, Florencia; Óleo Descendimiento de la Cruz, 1528, Pontormo, Florencia.)