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9 de julio de 2017

La luz más poderosa del desierto, esa recordada en el atávico inconsciente de la evolución humana.



La acuarela en el Arte no ha sido una técnica muy utilizada para eternizar los encuadres más prósperos de permanecer fijada su belleza en una imagen sostenida para siempre. Y esto es así porque la técnica de la acuarela, a diferencia de otras -especialmente el óleo-, no conseguiría favorecer mucho ni tanto los contrastes de tonalidades diferentes y mantener, a la vez, vivos los colores ante la exposición rabiosa de una luz solar muy poderosa. No ganaría la elección de los pintores esta técnica en la gran mayoría de sus obras. Salvo en un pintor inglés muy desconocido, alguien que, en los años de la búsqueda oriental más compulsiva -finales del siglo XIX y comienzos del XX-, recorriese los paisajes más áridos del norte de África y Oriente medio para fijar, obsesivamente, la luz deslumbradora más sobrecogedora de un escenario lleno ahora de tanta belleza desértica. De una belleza reflejo además de una luz solar fuertemente mono-luminosa. Una luz donde los ojos ahora no tuvieran lugar más que para maravillarse el poco tiempo que sus pupilas pudieran soportar entornadas, frente a los incisivos matices poderosos de un decolorado y, sin embargo, ferviente amarillo colorista.

¿Qué llamada interior fuerte y extraña no acusaría ya en los europeos la sensación de un paisaje tan familiar e íntimo, entre los atávicos recuerdos filogenéticos de un pasado tan emocionante? Porque el pasado de la humanidad europea está muy relacionado con dos de las civilizaciones más grandiosas de la historia: la mesopotámica y la egipcia. Y esas influencias se encuentran en el ADN inspirador más oculto de los europeos, el que llevará cargado luego, en la memoria pre-inconsciente, sus esencias artísticas más creativas o espontáneas. Además de enardecer así, con ese recuerdo genuino, parte de la propia emoción de reencontrar ahora las raíces luminosas de un lejano pasado originario. Es así como está reflejada aquí -en la acuarela de un desierto ardientemente desolado- la luz más poderosa que el sol pueda dispersar por una geografía tropical llena ahora de llanuras arenosas, o de rocas aisladas invisibles, o de montañas apenas superadas por un viento superficial que, desapasionado, busca refugiarse de su sentido terrenal tan displicente o lastimoso. Porque es así ahora como el propio viento del desierto huye descolocado de un calor tan sofocante, de una luz tan deslumbrante o del poder arrebatador de un mediodía desértico tan luminoso. Y busca entonces el viento, como los mismos seres que acompaña, la noche bajo cuya capa nocturna descansará, silencioso, en un prolongado momento ya sin la luz aterradora que lo propicie sin tapujos. Porque para entonces ya no existirá una luz solar favorecedora de vida tenebrosa, de un reflejo tan indecoroso como para no hacer ya, con él, otra cosa más que desplazar la vida bajo una oscura sombra poderosa. Es en la noche del desierto cuando el reflejo lunar representa ahora, sin color ni fulgor solar, o tonalidad definida y poderosa, el momento deseado para sentir así el descanso visual tan necesitado bajo la égida salvífica del refugio de una sombra.

A comienzos del siglo XX, aproximadamente sobre el año 1909, un pintor inglés desconocido, Augustus Osborne Lamplough (1877-1930), compuso su acuarela artística Caravana de camellos beduina. Con su acuarela representaría el pintor la imagen absoluta del poder del espacio sobre cualquier otra consideración, sea ésta temporal, metafísica o antropológica. Porque ahora está representada la luz más poderosa del desierto justo en el momento más intenso del reflejo de su mayor radiación solar, cuando el sol está en el cenit más incisivo y perpendicular de su extravío astral. Entonces la luz se difumina ahora en el espacio sin capacidad de albergar ningún contraste merecido, sin destacar siquiera el celeste atenuado y amable de un cielo otrora cómplice o rendido. La tonalidad se vuelve aquí única, de un único y radiante color amarillo, atenuado incluso casi por la falta viva de fulgor, pero, sin embargo, absolutamente tenebroso. El viento y los seres vivos se envuelven ahora aquí en un solo cuerpo ante la inflexible radiación ultravioleta. Pero, sin embargo, la iconografía encierra ahora una sensación emotiva que se emancipa de la obtusa o lastimera sensación hostil tan espantosa. Esa sensación la producen aquí los seres humanos, unos personajes que habitan, recorren, viven o se enfrentan a la dura irritación de un escenario tan sofocante. En la imagen sosegada de la caravana beduina el pintor expresa el sentido antropológico de una bendición inteligente ante las crueles contingencias de una radiación tan poderosa. Porque ahora el hombre se enfrenta aquí a la luz infame con el paso y las defensas calculadas para encarar la dureza de un espacio.

Hay lugares inhóspitos en la Tierra, helados, selváticos, montañosos, pero, sin embargo, solo el paisaje luminoso, desolado y desértico marcará en el inconsciente de algunos humanos, en este caso de los europeos vagabundos que marcharon de África, el sentido poderoso de un emotivo y atávico recuerdo ancestral. De aquel paso por el desierto en la evolución que su sentido vital errabundo tuviese en las latitudes anteriores al advenimiento final de su destino en el continente europeo. ¿Qué si no fue el afán que esos pintores decadentistas o modernistas buscaron y fijaron con el reflejo solar tan poderoso del hostil escenario de un paisaje desértico? Son las raíces más emotivas así como los ancestrales orígenes inconscientes los que hacen anhelar el color, las formas, el sentimiento o la vaguedad más efímera que llevarán a desear plasmar, eternas, las imágenes concebidas por un recuerdo vital tan persistente. Y el pintor inglés Augustus Osborne lo dejaría fijado para siempre. ¿Para siempre? ¿Para siempre, en un soporte artístico tan poco favorecedor a lo permanente? Sí, porque el sentido de permanencia lo consiguió el pintor inglés a pesar de su técnica. Porque era entonces reflejar la luz del desierto de una forma que solo la acuarela consiguiese expresar de ese sutil modo tan artístico: con el sentido más brillante y a la vez más evanescente. Porque el matiz de la luz solar de ese momento desértico no durará, no estará delimitada por una unidad de tiempo terrestre que llevase a visionarla lo bastante como para poder asirla con detenimiento. No, ahora la luz de ese instante terrestre desértico está difuminada ahí, está desentonada, errabunda, pero, sin embargo, muy poderosa.  No, no hay más que un instante difuminado de luz inasequible ahora ante una radiación desolada tan feroz y desatenta. Por eso mismo la acuarela fue la opción artística elegida más apropiada para poder fijar el color de ese desierto. Esta técnica artística fue la mejor elección para ese momento tan vibrante y, a la vez, tan poco colorido. Un momento vital así tan poderoso como fugaz, tan monocorde como definitivo, tan insoportable como ávidamente deseoso, o tan liviano como atroz, lúcido o impenitente.

(Acuarela del pintor inglés Augustus Osborne Lamploudhg, Caravana de camellos beduina, c.a. 1909, Colección Privada.)

21 de diciembre de 2016

Homenaje al clasicismo hispano más realista y filosófico: La muerte de Séneca.



En la misma época que naciera Jesucristo en la provincia romana de Judea, nacía en la Córdoba romana -provincia romana de la Bética hispana- el sabio, político y filósofo latino Lucio Anneo Séneca. Prácticamente en el mismo año ambos personajes vieron la luz al amparo del inmenso y extraordinario imperio romano. Uno al este del imperio y otro al oeste del mismo. Sin embargo, no sería esa la única coincidencia. La sociedad humana, no sólo la romana sino toda la existente por entonces, era absolutamente una sociedad injusta, insensible, desaprensiva y violenta. En todos los órdenes de la vida era una sociedad cargada de prejuicios funestos e irracionales fundados en las motivaciones o en las acciones más egoístas de los humanos. Y en un lugar de ese gran imperio, en Judea, las leyes teocráticas del pueblo elegido -el judío- habrían condicionado una moral que, años después, llevaría a una espiritualidad monoteísta de salvación, el caldo de cultivo religioso que propiciaría luego la semblanza mesiánica de un gran personaje, Jesús. Algo que transformaría las leyes religioso-pragmáticas del pueblo judío en una realidad ahora más personal o individual no vistas hasta entonces en la historia. En el occidente de aquella Roma imperial civilizada Séneca contribuiría a su vez a profesar un espíritu estoico que formulase propuestas concretas para poder disponer el ser humano de una vida mejor, más justa, más igualitaria y feliz. 

Hasta ambos personajes históricos murieron por denunciar injusticias. Uno crucificado y el otro suicidado en el cadalso imperial más ignominioso del infame Nerón. Pero, sin embargo, aquéllas y éstas serían las únicas coincidencias... Séneca, a diferencia de Jesús, fue un aristócrata romano, un afortunado romano que habría llegado a lo inmediatamente anterior a lo más alto en el imperio: senador de Roma. Aunque, sin embargo, había tenido una vida muy poco elogiosa o heroica en algunos de los momentos de esplendor político que viviera. Pero estas contradicciones personales no desmejorarían su figura histórica como pensador, escritor y filósofo. El estoicismo había sido una filosofía personal creada por los griegos doscientos años antes, pero con Séneca esa escuela filosófica de rigor personal y austeridad social llegaría a su mayor grado de expresión mundana. Tuvo con Séneca un pensamiento práctico y realista muy dirigido a la vida real y a los ejemplos concretos de la sociedad romana, la más avanzada de las sociedades habidas antes del Renacimiento. Pero su mensaje virtuoso, como toda su filosofía, no prosperaría más allá de una literatura latina resguardada entre los legajos perdidos de un imperio fenecido para siempre. Fue el Renacimiento el que descubriría, elogiaría y reivindicaría su figura filosófica. Pero para entonces -el siglo XVI- la figura de Jesús, sin embargo, llevaba más de mil años manteniendo la suya en un auge ascendente.

Cuando en el año 1864 el pintor español Manuel Domínguez Sánchez (1840-1906) llegase a Roma para su formación en la Academia de España, había sido educado antes por el maestro Federico de Madrazo, el pintor más clasicista del universo romántico español. Pero los jóvenes pintores españoles de la segunda mitad del siglo XIX querían expresar algo más que la perfecta sintonía de sus maestros. Al sentido grandioso y romántico, al gesto tan heroico y elogioso o digno y poderoso del sentido más histórico, ellos querían incorporar ahora otra cosa diferente: el realismo más sobrecogedor, el verismo desgarrador propio de la época que reflejase la verdad de las cosas y su mayor aproximación a la realidad de lo que ellas fueron. Por su enorme obra Muerte de Séneca recibiría el pintor el primer premio Nacional de Bellas Artes del año 1871. En su obra Domínguez compuso una maravillosa escena de sacrificio, sobria pero elegante. El equilibrio de la obra lo consiguió por la fortaleza de la propia figura del pensador romano. Consigue un equilibrio entre la figura de su torso, su cabeza prosternada y el personaje de la derecha frente a los otros personajes situados ahora agrupados en la izquierda. Basta su sola efigie entregada voluntariamente para admirar su virtud. Un ser caído en defensa de unos valores y principios humanos que entonces, como ejemplo para todos, sus seguidores -los que aparecen en el lienzo- se encargarían de dar a conocer a la posteridad más desencantada. 

La obra fue un homenaje a su gran figura humana y a su origen hispano. El pintor español solo se permitió torcer un poco el verismo de la obra con la melodramática inclinación sedente tan romántica de un personaje secundario, el más entregado ahora a su dolor. Esta actitud doliente le permitiría al pintor establecer el genio clásico de su talento creador: porque dos brazos ahora, el mortecino de Séneca y el afligido del personaje sollozante -ambos el mismo brazo izquierdo desplegado- configuran aquí el leit-motiv de la fuerza estética más romántica. Es ahora el paralelogramo estético formado por las líneas paralelas del brazo de Séneca y el cuerpo sedente de su discípulo afligido, por un lado, junto con el brazo de éste y el cuerpo del difunto elogiado por otro. Todo muy necesario para reforzar el clasicismo de la obra de Domínguez Sánchez. Pero el Romanticismo de su maestro Madrazo también está en la obra. La muerte de Séneca expresa un frenesí elegíaco, un excelso drama sobrevenido por el extraordinario plano de su cabeza alejada ahora de la vida tanto como de la cuba del fatídico baño. Un elemento éste, la cuba del baño, que acogería minutos antes el cuerpo decidido a morir del afamado filósofo. Y luego está el Realismo más feroz de aquellos años setenta del siglo XIX.  Porque así es como realmente debió morir el gran pensador romano luego de que se cortara las venas, algo que aquí no se ve, sin embargo, ya que no moriría desangrado sino por los gases inhalados de una pira tóxica. 

Todo lo que representaba la obra fue una grandeza artística hispana que, sin embargo, no prosperaría. Para finales del siglo XIX, veinte años después de crear su obra Domínguez, el Arte español no elogiaría ya las grandes obras heroicas, realistas, académicas o moralistas. Para ese momento histórico el gusto artístico en España no perseguiría hechos tan alejados o personajes tan distantes. De hecho, la figura artística del pintor Manuel Domínguez Sánchez no pasaría de aquel premio del año 1871. ¿Quién conocerá a este pintor español extraordinario? Posiblemente ahora qué mejor metáfora -su obra y su Arte- para entender una realidad de nuestro mundo ingrato. Porque la vida y la filosofía de Séneca -salvo en el Renacimiento- no sería tan elogiada ni tan reconocida sino hasta llegar el siglo XIX. Como la de aquel joven pintor decimonónico español pensionado en Roma... Un creador que una vez pensó que sería un grandioso y justo homenaje del Arte eternizar en un lienzo la maravillosa muerte del más extraordinario pensador y humanista romano.

(Óleo sobre lienzo Séneca, después de abrirse las venas, se mete en un baño y sus amigos, poseídos de dolor, juran odio a Nerón que decretó la muerte de su maestro (Muerte de Séneca),  1871, del pintor español Manuel Domínguez Sánchez, Museo Nacional del Prado, Madrid.)

24 de agosto de 2016

El más extraordinario Arte acabó sumido en la contradicción de un mundo sin oídos.



Qué magnífico Arte se elaboraría en el último cuarto del siglo XIX, cuando entonces el Arte se resistía aún al acoso inmisericorde de la incomprensión naturalista. Todavía no había sucumbido cuando el pintor Alexandre Cabanel (1823-1889) consiguiera mantener todavía su pulso alcanzando un contraste extraordinario. Porque en este lienzo el perfil delineado de la clásica y seductora ninfa Eco contrasta ahora, sin embargo, sobre un fondo artificioso, nada elaborado y plagado de trazos gruesos sin ningún brillo estético ni clásico. ¿Qué más pudo hacer el pintor academicista, tan criticado y denostado entonces, que mostrar una creación auténtica tan bella y humana a nuestros ojos? Una obra de Arte que procuraba representar el contraste entre lo bello del personaje y el sesgo de un fondo ahora sin relieve ni belleza. Un fondo que presagiaba entonces una deriva más moderna, abstracta o menos clásica. Pero nunca cedería el pintor a las argumentaciones naturalistas que evidenciaban lo grotesco o menos bello en una obra de Arte. Esas motivaciones artísticas naturalistas o realistas en extremo que pretendían mostrar el mundo sin una estética mínima de belleza plástica,  sino tan solo con la cruda, exagerada, transparente o desmadejada forma de ver las cosas. 
 
En la leyenda la ninfa Eco, como todas las ninfas, era una joven de belleza sublime. Tan completa era su belleza que la diosa Hera, esposa del dios Zeus, se adelantaría a cualquier infidelidad que éste tuviese con ella. Así que Hera condenaría a Eco, injustamente, a no poder hablar nunca más a nadie. Sólo podría pronunciar las últimas sílabas de lo que ella oyese. Sin hablar, Eco nunca podría acceder a la seducción, a pesar de la belleza que tuviera o padeciera. El mito es sabio en su sentido y, por tanto, con lo que pudiera ser representado o expresado de él. Qué mejor tema a pintar por Cabanel que el mito de Eco para mostrar ahora el atentado infame del Naturalismo contra el Arte clásico. Porque, ¿es necesario que el objeto de belleza hable o se exprese para ser amado? No, no es necesario. Sin embargo, lo contrario fue lo que sucedería con el Arte clásico, y dejaría con el tiempo de ser amado. ¿Por qué? Porque es preciso ser oído siempre, aunque sea con un eco apenas desmadejado. Y en su extraordinaria obra -casi modernista- Cabanel situaría ahora a la bella Eco sobre unos retazos de pintura desnaturalizada y gruesa sin acordes estéticos que la embellecieran. Y lo hace como un vago eco que fuese incapaz de reproducir la mínima comprensión de un bello sentido transmisible. Pero, con su bella figura representada no sucedería eso. La bella ninfa seguirá representando la esencia de la belleza del Arte, esa por la cual lo creado es un motivo de excelsa y sublime belleza artística, sin otras connotaciones estéticas, ni sociales, sentimentales, políticas o vulgares.

Pero, sin embargo, no prosperaría ese Arte. Fue la primera víctima de una sociedad demasiado contradictoria y caótica. ¿Qué culpa tuvo el Arte de vivir por entonces en un mundo desvencijado por sus contradicciones estéticas o éticas? Porque muy pronto el decadentismo y el modernismo del siglo XIX hicieron lo imposible para acomodar la creatividad con el desarrollo, la sensibilidad con la injusticia, o el artificio con la naturalidad. ¿Se evolucionaría estéticamente así? Es decir, ¿se llegaría a conseguir transmitir Arte de tal modo -progresando, yendo hacia adelante- para satisfacer cosas necesarias en la vida, como placer estético, sosiego interior, comprensión, conocimiento, crítica o formación humanística? ¿Hay alguien que no esté de acuerdo en que todas estas cosas sean necesarias en la vida? Entonces, ¿qué fallaría a finales del siglo XIX para atreverse a saltarse esa necesidad?  Pues la sociedad tan industrial, injusta y atropellada de entonces. Esa misma sociedad que el propio Naturalismo, como estilo artístico, quisiera, sin embargo, denunciar también. Pero con el riesgo entonces de hacerlo tan natural o abstracto o fragmentado como para acabar además con el Arte más sublime. Cabanel al final de su vida haría algo de lo mismo, sólo que él no dejaría de ser fiel a sus principios estéticos más clásicos.

Con su obra Eco denunciaría el pintor francés el terrible conflicto de una sociedad que no tendría ya oídos para alcanzar a entender la mínima sílaba repetida de un sentido artístico tan sublime. El eco no es nada en sí mismo, aunque para llegar a ser algo tenga que salir, necesariamente, de una boca -o de un fenómeno- que emita ahora un sonido creado de antes. Por muchos esfuerzos que se hagan, el sonido acabará siendo dominado con el tiempo por el propio objetivo de su sentido final: terminar la intensidad de su vibración muy rápidamente. Como en el Arte más extraordinario sucediera, el Arte creado todavía en ese momento tan decisivo. Ese momento histórico tan relevante en el Arte como para seguir siendo el mejor artificio que consiguiera, desde muchos siglos antes, llegar a compendiar la vida del ser humano a través del universo más estético.

(Óleo Eco, del pintor academicista francés Alexandre Cabanel, 1874, Museo Metropolitan, Nueva York.)

6 de junio de 2016

Cuando no es belleza todavía, cuando es justo lo que se da antes, cuando no se ha desvelado aún.



Lo misterioso o lo enigmático es justo lo que se da antes de la belleza. Nunca es lo que sigue a la belleza, luego de que ésta se manifieste primorosa. El misterio es justo lo que se percibe antes de transformarse en belleza, es también lo que antes se haya dado en el interior del que mira luego fascinado su encuadre. Solo después de todo eso es cuando será descubierta la belleza, lo que admiraremos sin recordar ya nada de todo aquel misterio de antes. Porque antes de elaborarse la belleza los ojos no la verán sino velada apenas. Por esto esa mirada anticipada puede entonces provocar incluso otras cosas que ahora confundan, divaguen o, tal vez, imaginen su promesa. Y nos obliguen a completarla con el pensamiento más que con el deseo o alguna vaga sensación emocional. También con el horizonte brumoso de lo posible por no ser aún definitiva, o con lo incierto por no ser del todo comprendida, o con lo vagamente hermoso por no ser bello todavía, o con lo sublime apenas por no ser aún reconocida. Porque entonces es aún solo un mero símbolo de belleza, un pequeño esbozo de lo por acontecer para poder llegar luego así, por fin, a ser grandiosamente descubierta.

Cuando el pintor francés Ingres descubriese en su academia parisina al dominicano -nacido en la República Dominicana cuando fue francesa durante pocos años- Théodore Chassériau (1819-1856), diría de él que sería el Napoleón de la Pintura. Tal habilidad para el dibujo y para plasmar belleza en un lienzo tendría aquel su prodigioso alumno. Pero años después, cuando Chassériau descubriese la pintura fascinante del romántico Delacroix, entendería entonces el pintor dominicano que el Arte podía y debía ser otra cosa muy diferente a lo de antes... Y entonces el maestro Ingres se indignaría y defraudaría con el rebelde Chassériau. Para cuando futuros pintores simbolistas vieron la obra de Chassériau empezaron a comprender qué era exactamente lo que ellos más sentirían ahora de lo bello en el Arte: justo lo que existe antes de llegar a esa belleza chassériauana...  Lucien Levy-Dhurmer (1865-1953) fue uno de esos pintores simbolistas que mejor entendieron cómo llegar a conseguir ese momento anterior a la belleza. Un momento estético que no desvelaría aún la Belleza, donde ésta tan solo existiría ahora apenas meramente. Es decir, que existe la Belleza pero solo apenas percibida con cosas ahora que la condicionan o la hacen transgredir fronteras estéticas, unos límites artísticos que alcanzarían luego, tal vez, a rozarla, pero nunca a poseerla.

Para preguntarse también uno mismo -el ser que la ve ahora sorprendido-: ¿para qué entonces la Belleza así, sin percibir del todo? ¿Por qué está la Belleza ahora así, tan desvalida o desposeída de su esencia? El Simbolismo fue una tendencia artística del Arte del siglo XIX reflejada tanto en el Arte pictórico como en la literatura, en la decoración o en el diseño. Tuvo hasta su propia filosofía esotérica. Por aquellos años simbolistas el escritor francés Péladan (1858-1918) se alzaría por encima de los convencionalismos y la sociedad materialista y se erigiría entonces en defensor de la belleza más zaherida.  Con su atrabiliaria personalidad extravagante, buscaría Péladan en el Arte la justificación de su pensamiento esotérico. Adoraría al compositor Wagner, a Leonardo Da Vinci, al pintor Levy-Dhurmer...  De la obra pictórica El Silencio, el escritor Péladan trataría de describir el enigmático semblante oculto ahora por unos dedos misteriosos y un velo renacentista. ¿Qué nos está transmitiendo ese semblante semi-oculto de la obra de Levy-Dhurmer? ¿Por qué la mirada de la modelo no la desvía el pintor, siendo de las pocas obras que no desvían una mirada así, tan enigmática o misteriosa? Porque la mirada no debe nunca dirigirse fijamente al espectador si se ocultan ahora cosas, como hace el Simbolismo casi siempre en sus obras misteriosas. Pero el pintor simbolista la mantiene ahora fijada hacia nosotros. Sitúa el pintor dos dedos del personaje entre sus ojos para poder así contrarrestar ese efecto tan confuso o para ocultar otros...   En la obra simbolista Desnudo reclinado -que no he podido certificar su autor ni fecha de creación- vemos cómo la belleza -que está claramente expresada- no está, sin embargo, del todo desvelada... La luz poderosa y radiante del fondo tratará de iluminarla sin tapujos. Pero la belleza se inclinará ahora, sin embargo, ante la luz. Y no es que esa luz tan poderosa nos ayude ahora a vislumbrar mejor esa belleza. No, lo que se obtiene con esa fuerte luz iridiscente es apenas aquí, sin embargo, todo un esbozo oculto de belleza.  

(Obra al pastel del pintor simbolista Lucien Levy-Dhurmer, El Silencio, 1895, Museo de Orsay, París; Cuadro al pastel del mismo pintor Levy-Dhurmer, Eva, 1896, Colección Michel Perinet, París; Obra del pintor Lucien Levy-Dhurmer, Desnudo reclinado, 1897 -dudosa autoría y/o fecha-; Obra de Levy-Dhurmer, Nocturno en Bósforo, 1897; Óleo del pintor Theodore Chassériau, Susana la casta, 1839, Museo del Louvre, París.)

3 de diciembre de 2015

El existencialismo, el clasicismo y el costumbrismo, finalmente, se cargaron el Arte.



El Neoclasicismo acabaría con el Arte. Las formas perfectas del equilibrio perfecto o del rigor más calculado -lo que fue el clasicismo puro en el Arte- fueron las singladuras por donde caminaron los pintores del Renacimiento para conseguir obtener la imagen perfecta. Y lo consiguieron. Pero algunos creadores posteriores de entonces, sin embargo, intuyeron que el Arte no podría ser tan sólo eso... Por esto el Manierismo tuvo luego tanto éxito y, a la vez, fue tan incomprendido. ¿Cómo admirar algo que no estaba correctamente pintado, que no reflejaba la realidad tal y como era en ninguna de sus manifestaciones, ni estéticas, ni éticas ni de ningún otro sentido? Se quiso después volver de nuevo a lo correcto, regresar a lo de antes, pero, ahora, de pronto, surgió poderoso el Barroco para calmar ambas contradicciones estéticas: pintar según la Naturaleza y dejar de pintar tan rigurosamente perfecto todo, tanto el trazo como el gesto como la proporción, todo, menos el sentido... Pero el clasicismo volvería de nuevo otra vez en los siglos XVIII y XIX. Nada, que el ser humano no podía dejar de reproducir la Naturaleza tal y como era visible a sus sentidos; verla así, fielmente fijada en un lienzo como para verse el propio ser humano así mismo también: perfecto, correcto, terminado, sintetizado en todas sus formas. Lo primero que se cambió por entonces fue el sentido no la forma, las obras de Arte en la segunda mitad del siglo XIX perdieron el sentido de antes, aquel de lo excelso representado de la vida, aquello como una cosa merecedora de serlo siempre, como eran los eternos principios clásicos, las grandes ideas cinceladas en piedra o los grandes valores adornados de heroísmo.

Pero en el siglo XIX las costumbres, las sencillas cosas de la vida cotidiana, sustituyeron aquellos grandes sentidos de antes para ser reflejados en un lienzo artístico. Y también llegaría la revolución industrial a la reproducción de la imagen. La fotografía vino a ocupar el objeto y el medio por el cual antes se trataba de reflejar la Naturaleza. Así que a finales del siglo XIX el ser humano normal, el existencial, aquel ser que vivía, sufría, padecía y moría en un mundo sofocante, tomaba ahora el relevo de los grandes personajes clásicos, aquellos seres de antes que, con sus gestos heroicos, míticos o elegíacos, inspiraban las grandes escenas mostradas en las bellas, impactantes y sugestivas obras de Arte. Porque se podía cambiar el paisaje -de las campiñas rocosas de Da Vinci a los acantilados románticos del siglo XIX-, se podía cambiar también el ropaje -de las faldas drapeadas renacentistas a los corpiños neoclásicos del siglo XVIII-, se podía cambiar del mismo modo la virtud -de la muerte por la patria a la muerte por amor-, pero lo que no se podía cambiar nunca era el sentido, el único sentido que tuvo, tiene y tendrá el Arte... Y todo cambió entonces definitivamente para el Arte.  Cuando le encargaron en el año 1528 para una capilla de una iglesia de Florencia un descendimiento de Cristo al pintor manierista Pontormo (1494-1557), realizaría este pintor una obra muy diferente a todas las vistas antes y después. Absolutamente distinta a lo que se había hecho -y sobre todo se haría después- de una escena tan icónicamente sagrada como esa. ¿Qué gestos, rostros y colores son esos para reflejar tan piadosa representación iconográfica? ¿Qué hace ese apóstol agachado de esa forma tan ridícula -mirando al espectador tan irrespetuosamente-, cargando el sagrado cadáver de Cristo? Sin embargo, es uno de los descendimientos más geniales y artísticos que se hayan hecho jamás.

Cuando el pintor italiano Vittorio Matteo Corcos (1859-1933) se instalase en París crearía su obra realista Conversación en el Jardín de Luxemburgo. En ella el pintor modernista retrata una escena de género -escena normal y corriente de la vida social- donde dos elegantes mujeres parisinas están sentadas en un grandioso jardín, conversando tranquilas ahora de cosas vanas e intrascendentes. La perfecta silueta del rostro de una de ellas podría competir aún con las blanquecinas y desmejoradas imágenes fotográficas de entonces.   Pero cuando en el año 1881 el pintor de género Miguel Carbonell Selva (1855-1896) quiso representar una obra de Arte según sus ideales más poéticos compuso entonces una genial e innovadora pintura: Musa calmando la tempestad, también llamada Safo arrojándose al mar. Aquí el pintor español vuelve a retomar aquel sentido del Arte que defendía lo ideal, lo esencial, lo más inspirado en grandes metáforas con señalados elementos simbólicos que pudieran hacer pensar, reaccionar o sentir emociones muy elevadas o trascendentes. La pintura de Carbonell, aun teniendo cierto tono clasicista, utilizaría técnicas innovadoras -modernistas- en los trazos imperfectos de, por ejemplo, unas rocas desteñidas o con las singladuras artísticas, acogedoramente curvadas, de unas olas encrespadas por un arrojo pasional delicadamente romántico.

El pintor del barroco italiano Francesco Furini (1603-1646) combinaría siempre belleza con originalidad, sentido con sorpresa y erotismo con finura. En su obra clásica de Arte, como en todas las iconografías de esa mitología clásica, se representan tres famosas musas que en el mundo greco-latino acompañan siempre a la diosa Venus. Dos de ellas miran al espectador de frente o perfil, la otra siempre de espaldas. Es precisamente la espalda lo que mejor pintaría este curioso -y clérigo- pintor italiano. Nos viene a decir el sutil creador barroco: la espalda de una mujer contiene más secretos y belleza misteriosa que toda su evidente imagen principal. Contrasta este lienzo barroco trescientos años después con la obra correcta del desesperado -por no poder encontrar aquel sentido del Arte- y, sin embargo, delicado pintor John Singer Sargent (1856-1925). En su obra del año 1882 Calle en Venecia nos muestra el encuentro de dos amantes que, con gestos displicentes, no representan mucho apasionamiento expresivo entre sus formas ahora pasionalmente contenidas. Tan sólo la estrecha perspectiva de la calle consigue, hábilmente, alguna melodramática fuerza compositiva misteriosa.

Cuando el pintor realista ruso Vasili Perov (1834-1892) quiso plasmar su duro mundo eslavo tan injusto y cruel, utilizaría entonces su virtuosismo Arte perfecto para retratar las escenas más cotidianas, normales y corrientes de su conocido y realista mundo tan desolador. Porque, ¿cómo denunciar la difícil vida existencialista de unos seres tan poco afortunados y maltratados socialmente con aquellas grandes ideas de antes, por entonces -año 1870- no muy valoradas o reconocidas ya en el Arte? Donde lo único que, tal vez, se consideraba de valor estético en la Rusia decadente eran los famosos iconos bizantinos de la antigüedad.  Así que, desde mediados del siglo XIX, el mundo, por entonces tan convulsionado, descreído, industrializado, desamparado, desolado y profusamente clásico, dejaría para siempre de crear Arte como había sido creado hasta entonces. Y nunca más volvería. Y tan solo ahora nosotros -en nuestra realidad actual tan profusamente plástica-, tímidamente, volveremos a mirar de nuevo, acaso con distancia, acaso con cierto anhelo pasajero, con alguna ligera incomprensión, o con algún especial y profundo fervor estético, todas aquellas extraordinarias, bellas, inspiradas, maravillosas y necesitadas imágenes clásicas de antaño.

(Óleo del pintor Vittorio Matteo Corcos, 1892, Conversación en el Jardín de Luxemburgo; Cuadro Calle en Venecia, 1882, del pintor John Singer Sargent; Lienzo Las tres Gracias, c.a. 1630, del pintor Francesco Furini;  Obra Musa calmando la tempestad o Safo arrojándose al mar, 1881, Miguel Carbonell Selva, Museo del Prado, Madrid;  Oléo del pintor realista ruso Vasili Perov, Pajarero, 1870; Detalle del cuadro manierista Descendimiento de la Cruz, 1528, Jacopo Carrucci, conocido como Pontormo, iglesia de Santa Felecita, Florencia; Óleo Descendimiento de la Cruz, 1528, Pontormo, Florencia.)

31 de octubre de 2015

La deriva del Arte hacia lo más vil o la belleza perdida ante el desprecio insolente de un mundo vulgar.



El siglo XIX derivaría pronto en sus años finales hacia un deterioro del sentido artístico de belleza. Los pintores alemanes nacidos a mediados de siglo encontraron ahora la fuerza y el ímpetu de un imperio alemán originado en el año 1870 que les acogía para crear otras cosas con el Arte, otros modelos estéticos muy diferentes de aquella belleza de los pintores románticos de antes. También la fotografía habría sobrevenido para retratar esa misma belleza, superando entonces cualquier otro modo de plasmarla en un lienzo clásico. La escuela pictórica de Düsseldorf había sido un ejemplo de retorno a esa antigua Belleza de antes, a esos maravillosos paisajes y retratos que ensalzaban la belleza y su función en la vida para un mundo necesitado de ella, de su espíritu más noble y su modelo más enriquecedor. Sin embargo, el mundo evolucionaría sin freno atropellando las formas en que la imagen representada podía aún ser un paradigma de salvación, de una excelsa salvación a ojos de los humanos y de su sensibilidad menos abstracta.

Nathaniel Sichel fue uno de los muchos pintores de esa etapa artística de cambio finisecular. Nacido en el año 1843 en Mainz, Alemania, obtuvo en sus inicios extraordinaria fama como pintor retratista. Sabría él captar la atmósfera que acompañaba a cada modelo, con su mundo, con su historia, con su carácter o su vida... Sobre todo a modelos femeninas representadas como bellezas exóticas de oriente, figuras que podían, con su gesto y vestimenta, distinguirse ahora de las rígidas actitudes o representaciones elegantes y asépticas de una visión sensual inexistente en Europa, algo que se mantuvo de la imagen de la mujer europea por aquellos años finales del siglo XIX. Así que Sichel pudo descubrir ahora, con el justificado elemento oriental, las miradas, los gestos, la pose o el deseo ferviente de esa Belleza representada tiempo antes. Así crearía él bellezas retratadas que arrebataban con su estilo seductor y elaborado las miradas deseosas de los ávidos espectadores. Pero la belleza sugerida en el Arte no es una moneda que siempre acompañe o  brille en un lienzo a voluntad, no todos los artistas o creadores sabrían manifestarla. Los pintores lo sabrían, y sus retratos de belleza no conseguirían siempre disponer de esa mágica y misteriosa belleza seductora tan deseable. También porque la Belleza no estará siempre ahí, es decir, no siempre se mostrará dispendiosa, solícita o expresiva sin limitaciones.

Así que Nathaniel Sichel conseguiría pocas veces eternizar la belleza de la mujer en cosas estéticas que no tendrían, necesariamente, que ver con el clásico sentido de la clásica belleza. Porque era entonces otra cosa diferente, era una especial forma de ser de la belleza retratada, una característica que hacía a la modelo del cuadro -y al propio cuadro- un ejemplo de belleza permanente o inmortal, sin otra cosa más ahora que su sola belleza indescriptible, imposible de definir salvo viéndola de ese modo tan especial que impregnaba con el Arte, comprobando así, con su visión artística tan arrebatadora, la única forma de poder representarla en un cuadro para siempre. Pero no vivió el pintor en el momento más álgido de aquella belleza consagrada, de aquellos años anteriores en los que la Pintura era una forma de alcanzar la gloria más insigne, la más alta o la más grande que se pudiera conseguir para poder acercar el espíritu humano a la Belleza. En esta pequeña muestra de sus obras pictóricas -que ignoro las fechas así como su nombre y lugar, tan deteriorada fue la deriva entonces del Arte clásico y de algunos de sus creadores más desubicados-, el pintor alemán Nathaniel Sichel (1843-1907) solo conseguiría -para el que esto escribe- en dos de las obras expuestas aquí alcanzar a rozar el éxtasis más rotundo y fulgurante con su ahora especial belleza retratable. Sólo en las dos primeras. El resto sería un ejemplo más de su maestría artística con el retrato, pero ahora éste mucho más convencional o más vulgar, o más cotidiano o más publicitario.

Conrad van Houten (1801-1888) fue un químico holandés que llegaría a fabricar el mejor chocolate del mundo en la Europa de finales del siglo XIX. Aunque fue realmente su padre, Caspar, quien patentara el sistema industrial que, luego, su hijo Conrad llevara al éxito más comercial en la ciudad de Amsterdam. Conrad tuvo un hijo al que le puso el mismo nombre del abuelo, Caspar van Houten (1844-1901), el cual llevaría la empresa familiar a su esplendor con la mayor comercialización de chocolates en todo el mundo. Para ello utilizaría la publicidad, algo por entonces muy incipiente en el mundo comercial. Utilizaría así la imagen publicitaria para dar a conocer por todos los lugares del mundo su chocolate y su marca, Van Houten´s Cocoa. Tanto se atrevería Caspar a publicitar y promocionar su marca comercial que contrataría a un pintor, Nathaniel Sichel, uno de aquellos artistas de bellezas clásicas para que realizara ahora un lienzo publicitario. Una imagen donde una de aquellas bellezas retratadas, que el pintor había creado ya en otras ocasiones ilustres, luciera ahora mostrando tan solo el sentido subliminal de un mensaje comercial del chocolate van Houten. De este modo, tan utilitariamente, acabarían llegando a ser olvidadas y despreciadas todas aquellas exóticas bellezas del Arte clásico de entonces, aquellas representaciones tan ideales o perfectas de antes para ser sustituidas ahora por la más irreverente, despreciable e insolente nueva forma estética de una vil publicidad.

(Obras todas del pintor alemán Nathaniel Sichel, Varias obras de Arte de bellezas exóticas; Cuadro de una Madonna; Retrato de la publicidad del chocolate van Houten, finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX.)

31 de agosto de 2015

Un homenaje al Arte más sublime, la Pintura, y a la historia de una herencia malograda.



En la Pintura española del siglo XVII se representó mucho la historia de España porque fue la Corona la que auspiciaría, fomentaría y coleccionaría Arte. El gran creador Velázquez fue la piedra angular sobre la que la Monarquía hispánica pudo conseguir la mayor de sus glorias iconográficas. Pero esa publicidad histórica de entonces no fue suficiente. Poco después de realizar Velázquez (1599-1660) su obra Las Meninas en el año 1656, el imperio español sería humillado y derrotado por una Francia engrandecida en los campos europeos llenos de sangre. Habrían de pasar sesenta años o más para que un heredero de la monarquía -de origen francés curiosamente-, el rey Felipe V, pudiese conseguir situar de nuevo a España entre las más importantes naciones de Europa. Pero, ¿qué había sucedido para que el mayor imperio conocido desde la antigua Roma hubiese caído de esa forma? La monarquía como forma de gobierno tuvo sus ventajas en la historia. Desde que los reyes visigodos comprobasen que sus antecesores -monarcas electivos- habían sufrido demasiadas traiciones y crímenes para eliminar la dinastía -porque no se heredaba la corona en el primogénito sino que se designaba al heredero en otro noble a elección, cuando no se aclamaba al futuro rey en un personaje poderoso-, la monarquía visigoda comprendió que una forma de evitar el asesinato regio era hacer heredar la corona en el primogénito del rey, fuese éste hombre o mujer, aunque con prevalencia masculina, para mantener la dinastía y el reino. De ese modo se evitaban las traiciones, los asesinatos regios y la inestabilidad. Sin embargo, si el heredero no era un prodigio de sabiduría, bondad, equilibrio, inteligencia, fuerza o fertilidad la corona estaba, a cambio, en muy serio peligro de extinción o degradación dinástica.

Eso fue lo que sucedió en el reinado de Felipe IV entre los años 1621 y 1665. El rey contrajo matrimonio siendo niño -con solo diez años- con la francesa Isabel de Borbón, de doce años de edad. Nacieron de ese matrimonio seis hijas y un solo varón. Éste -Baltasar Carlos- falleció a los diecisiete años dejando desolado al rey y a su inmenso imperio. De las seis hijas, cinco fallecieron en la infancia y solo una sobrevivió. María Teresa de Austria fue entonces el futuro sostén del reino español durante los difíciles años de su decadencia. Ella fue designada desde niña para casarse con el poderoso, ambicioso, desalmado y traicionero Luis XIV de Francia. La reina Isabel de Borbón falleció a los cuarenta y un años en el Palacio Real de Madrid, cuando la pequeña María Teresa tenía solo seis años de edad. Si no hubiese fallecido la reina, el rey Felipe IV no se hubiese casado de nuevo y, por tanto, hubiese dejado la herencia de su Monarquía en las dulces pero decididas manos de María Teresa. Cinco años después de la muerte de la reina Isabel, el rey Felipe IV volvió a casarse con cuarenta y cuatro años con una sobrina suya de solo quince años, Mariana de Austria. El matrimonio tuvo tres hijas y tres hijos. La mayor de ellos lo fue la infanta Margarita (1651-1673), la única hija que sobrevivió de ese matrimonio. El príncipe Felipe, nacido seis años después que Margarita, moriría con cuatro años dejando de nuevo al rey español más desolado que antes. El otro hijo, Fernando, solo sobrevivió un año. Y el menor de todos ellos, Carlos, diez años menor que Margarita, sobreviviría difícilmente y acabaría, a pesar de sus deficiencias físicas y mentales, llevando por fin la corona de España entre los años 1666 y 1700.

Así que la mimada, elegante, aristocrática y decidida Margarita fue la esperanza durante muchos años de su fatalmente poderoso padre, un rey destinado a contemplar el peor de los destinos que un gran hombre pudiera: observar como todo su poder se deslizaba, inevitablemente, entre los frágiles dedos de su desgraciada historia. Cuando el pintor del reino Diego Velázquez decide componer su obra de Arte más extraordinaria -Las Meninas-, fijaría en su lienzo la imagen más bella de la infanta Margarita, una imagen confiada, aleccionadora, exultante y esplendorosa: la mejor que de una heredera regia de cinco años pudiese pintarse. El mismo año de esta creación artística, 1656, otro pintor español, Juan Bautista Martínez del Mazo (1611-1667), yerno de Velázquez, pintaría otro retrato de la infanta Margarita, pero este pintor no conseguiría la mirada confiada y bella que su suegro logró de ella en su genial obra Las Meninas. Ni la mirada ni la esperanza. Sin embargo, probablemente, sí consiguió el yerno otra cosa por entonces: anticipar con el gesto adusto la desgraciada vida de la pequeña heredera. Esto es algo prodigioso, ¿fue clarividencia artística, histórica o tan solo pura casualidad? No creo que fuera esto último ya que nada es porque sí en el Arte. No significa que Velázquez no se percatara también de la decadencia del reino, es posible que el insigne pintor quisiese ofrecer con su obra maestra una justificación poderosa para hacer coincidir en la historia futura su propio deseo con el de su regio mentor.

Seis años después, en el año 1662, el mismo pintor Martínez del Mazo -yerno de Velázquez y discípulo suyo- llevaría a cabo otro retrato de la infanta Margarita, cuando ahora ella es una pequeña adolescente que, solo un año después, sería comprometida con su tío Leopoldo I, emperador de Austria. Pero su padre Felipe IV se negaría aún a que ella dejara la corte madrileña. Sabía el rey que su pequeño hijo Carlos era un ser débil, que la herencia hispánica estaba frágilmente predestinada con él. No consintió el viejo rey español que su hija Margarita se fuese de su lado para unirse, definitivamente, a su imperial esposo austríaco. Pero la muerte del rey español en el año 1665 lo llevaría todo a un desastre inevitable solo un  año después. Fue entonces cuando el pintor Martínez del Mazo vuelve a retratar a la infanta en Madrid, pero ahora con quince años y totalmente enlutada por la muerte de su padre. Pocos días después viajaría a Austria para reinar como consorte en la corte vienesa del emperador Leopoldo. Velázquez la había retratado antes, cuando ella tenía ocho años y seguía siendo la ilusión de un imperio, la esperanza de un padre y la tranquilidad y seguridad de una nación poderosa. En este otro retrato Velázquez la vuelve a pintar aristocrática, segura, decidida y embellecida de nuevo con una mirada y un gesto tan maravilloso como el que insinuara en sus famosas meninas, algo que contrasta con el retrato que su yerno hará tres años después aun manteniendo la misma noble pose aristocrática. Un seguidor del pintor Rubens, el creador flamenco Jan Thomas (1617-1678), la pinta en el año 1667 en la corte de Viena, cuando Margarita sabía que solo sus herederos podrían reinar por su padre en España si su hermano Carlos -el futuro Carlos II- no pudiese hacerlo. Pero la historia es imprevisible -salvo para algunos sutiles pintores inspirados- y la herencia regia de Carlos II determinaría que fuese la rama francesa -Borbón- de la familia real la que reinase por no tener él herederos directos. Y en su obra barroca el pintor flamenco la retrata joven y lozana, aunque ataviada con los ornamentos y ropajes imperiales de la corte austríaca. ¿Parece ella misma?, ¿parece aquella misma niña confiada y elegante, tan poderosa, que Velázquez representara en su genial obra artística barroca?

Porque lo que Las Meninas fue sobre todo tuvo más que ver con un sutil homenaje a la Pintura que con otra cosa. Había que representar magníficamente el futuro de la Corona hispánica, había que glosar su flamante y única heredera posible entonces. Y el pintor Diego Velázquez lo consiguió a pesar de que sospechara las grandes dificultades que esta herencia real tuviese en la historia. Pero lo hizo así, era su trabajo en la corte, y realizó una obra extraordinaria, algo nunca visto antes ni después, en un lienzo en la historia del Arte. Sin embargo, debía Velázquez encuadrar toda esa representación en un entorno determinado. Tenía que ser en el Palacio Real de Madrid, pero, ¿cuál estancia de ese viejo y decadente Palacio elegir? El genio artístico decidió entonces que fuese el cuarto del Príncipe, un lugar lleno de cuadros en sus paredes, una estancia sin decoración, sin lujos, sin muebles, sin nada más que un espejo en la pared del fondo donde ahora se reflejan los monarcas (Felipe IV y Mariana de Austria) deslavazadamente -una señal premonitoria de la debilidad de la monarquía-, y donde Velázquez se retrata a sí mismo pintando la escena prodigiosa. Indicando así la gran importancia de su artístico oficio, dándole una relevancia mayor al Arte. Salvo, quizá, a su pequeña protagonista infantil, aquella heredera que entonces concentrara la mayor esperanza de un pueblo. Seis años después de retratarla el pintor flamenco Thomas, la hija del mayor monarca de todos los tiempos fallecería en Viena a los veintiún años de edad, víctima del difícil parto de uno de aquellos herederos de su padre que nunca, nunca, reinarían jamás en España.

(Óleo Las Meninas, Diego de Silva y Velázquez, 1656, Museo del Prado, Madrid; Retrato de Margarita de Austria, 1656, Juan Bautista Martínez del Mazo, Museo del Louvre, París; Detalle del lienzo Las Meninas, imagen de Margarita de Austria, Velázquez, 1656, Prado; Retrato de Margarita de Austria, 1662, Juan Bautista Martínez del Mazo, Museo Bellas Artes de Budapest; Lienzo de Velázquez, La infanta Margarita en azul, 1659, Museo de Bellas Artes de Viena; Óleo La emperatriz Margarita de Austria, 1666, Juan Bautista Martínez del Mazo, Museo del Prado; Cuadro del pintor flamenco Jan Thomas, Emperatriz Margarita Teresa de Austria, 1667, Museo de Bellas Artes de Viena.)

7 de abril de 2015

Sólo existe un único tiempo para todo, un solo momento para todo, ni antes, ni después...



En España siempre se llegaría antes o después a muchos de los acontecimientos importantes que determinaron su historia, nunca a su tiempo. Fue una nación que llegó demasiado pronto a ser poder imperial, y que, también demasiado pronto, dejaría de serlo. Luego, tiempo después de dejar de serlo, también fue un país que, para ser de gran antigüedad, llegaría demasiado tarde a tener -en el año 1808- su propia guerra de Independencia y, un siglo más tarde, incluso su propia confrontación civil más sangrienta. Todo a destiempo. Hasta en el Arte. El historiador español José Antonio Maravall (1911-1986) dejaría escrito en su ensayo La cultura del Barroco más o menos algo así: Los españoles del siglo XVII, a diferencia de los del Renacimiento, se presentan como sacudidos por una grave crisis en su proceso de integración. La opinión general es que a partir del año 1600 se reconoce la imparable caída de la monarquía hispánica, a la que no cabe más que apuntalar provisionalmente. Ello se traduce en un estado de inquietud, por lo tanto de inestabilidad, con una conciencia de irremediable decadencia que los españoles tuvieron ya del siglo XVII -el Barroco-, un siglo antes que se formaran esa misma idea los ilustrados del XVIII. A las consideraciones que el Consejo Real le presentó al rey Felipe III en febrero del año 1609, expresándole el miserable estado en que se hallaban sus vasallos, a la severa advertencia que el mismo documento hace de que no es mucho decir que vivan descontentos, afligidos y desconsolados, los cuales se repiten en docenas de escritos de particulares o de altos organismos no ya al rey Felipe III, sino más aún después a Felipe IV, se corresponde aquel momento de sincera ansiedad en este último monarca, de ordinario tan insensible, cuando confiesa conocer la penosa situación en que se apoya: "estando hoy a pique de perdernos todos". El repertorio temático del Barroco español correspondió a ese íntimo estado de conciencia, con lo que en el Arte del siglo XVII se representarían así los temas de la fortuna, del acaso, la mudanza, la fugacidad o las ruinas.

Pero con el Romanticismo le pasaría tanto de lo mismo a España. De hecho el Siglo de Oro español fue un momento de cierto espíritu romántico en su Literatura, pero no así exactamente en su Pintura. Aunque algunos pintores sí expresaron la fugacidad de la fortuna y la mudanza de las cosas, solo fue la lírica y la narrativa españolas quienes más llegaron a anticiparse, casi ciento cincuenta años, al Romanticismo europeo del siglo XVIII. Luego, cuando los europeos leían las grandilocuentes narraciones modernistas de finales del XIX, en España se volvía -tarde otra vez- a sentir de nuevo las fragancias de la pérdida, el desgarro, la atonía o el fracaso con la Generación del 98. Pero no fue España lo único en el mundo que desentonaría el momento de las cosas. Cuando las ruinas romanas fueron descubiertas en el Renacimiento, los pintores trataron de glosarlas bellamente. Pero, ¿cómo se puede expresar con excelsa belleza una ruina, una total desolación histórica? La verdad es que muy pocos en el Renacimiento lo hicieron. Pero hubo un pintor, Herman Posthumos (1514-1588), que en el año 1536 llevaría a cabo su obra renacentista Paisaje con ruinas romanas. Este creador flamenco viajaría a Roma ese año luego de haber participado con el emperador Carlos V en la toma de Túnez a los piratas berberiscos. En su obra pictórica realiza una fantasía de detalles clásicos -monumentos, columnas, esculturas- que por entonces aparecían en las incipientes excavaciones romanas. Pero nada más, ninguna insinuación a la fugacidad o al sentimiento vaporoso de lo fútil ó efímero de la vida, tan solo al aséptico descubrimiento histórico y artístico.

Fue en el siglo ilustrado -el siglo XVIII- cuando los pintores comenzaron a descubrir que pintar una estructura clásica ruinosa con elementos deteriorados por el tiempo era una temática muy artística. Pero no era aún el Romanticismo, ni el Prerromanticismo siquiera, era solo fijar en un lienzo lo que la historia tendría guardado y la arqueología recuperaba. Fue una temática, no un sentimiento. Un alarde incluso de cierta pedantería pictórica. El pintor francés Hubert Robert (1733-1808) se especializaría en cuadros de ruinas y monumentos clásicos. En el año 1796 presenta su obra Vista imaginaria de la Galería del Louvre como una ruina. El Palacio real del Louvre fue tomado por los revolucionarios franceses y convertido luego en museo. Robert sería elegido para encargarse de su adaptación como museo de pinturas. Pero en su obra de Arte pinta la galería principal del Louvre totalmente derruida, dejando ver incluso el cielo sobre los arcos clásicos desmadejados. Es decir, no solo no hay sentimiento alguno, es que no hay ni verosimilitud. Luego, eso sí, pintará la Galería del Louvre realmente como era, llena de cuadros impresionantes.

En el Romanticismo español, en su pintura romántica de ruinas, de fugacidad, de nostalgia o desvalimiento, solo destacarían muy pocos pintores. Jenaro Pérez de Villaamil fue el más importante representante de esa estética romántica, aunque muy pocas ruinas clásicas o monacales pintase: glosaría más bien monumentos históricos o fantasías legendarias, pero pocas ruinas monumentales. Sólo un discípulo suyo, el pintor toledano Cecilio Pizarro (1825-1886), se atrevería a pintar una ruina española. Porque sólo hay que tratar de localizar cuadros de ruinas clásicas españolas para no encontrar apenas alguna. Y eso que en España hubo dos civilizaciones antiguas -romana y árabe- que dejaron mucha huella arquitectónica ruinosa. Pero nada, no hay. Debe ser que, como aquel sarpullido anticipado del siglo XVII ocasionara, el inconsciente español rechaza glosar iconográficamente ruina alguna por asimilar cierta sensación ruinosa a la existente en su historia. El pintor Pizarro fue un dibujante además extraordinario, se dedicaría a componer -como su inconsciente colectivo español propiciara- los bellos monumentos no ruinosos y maravillosos del tan vasto paisaje histórico artístico español. Salvo una vez. Como toledano no pudo evitar sentir una repulsa por el deterioro ruinoso de una de las estructuras históricas y artísticas de su ciudad natal y quiso denunciarlo. Fue Pizarro tal vez el único pintor español que pintaría una ruina de un modo tan claro. Y no solo con el propósito noble de documentarla sino sobre todo de plasmarla románticamente, con el sentimiento propio de su época romántica -el único estilo a su tiempo en España-, es decir, con las emotivas sensaciones de lo ruinoso, de lo fugaz, de lo deteriorado por el tiempo, las desidias, los conflictos y sus efectos.

En su obra de Arte del año 1846 La Capilla de Santa Quiteria, compone el pintor el interior desolado de la capilla de un antiguo monasterio destruido. Según la historia, cuando el rey Fernando III de Castilla y León consolida su reino frente a los árabes, Toledo recuperaría su esplendor hispano de siglos atrás. Los franciscanos llegarían de Italia para fundar monasterios y en Toledo crean un convento franciscano, el de la Concepción Francisca, durante el siglo XIII. Ellos comienzan a edificar en estilo mudéjar y gótico la capilla de santa Quiteria, una santa mártir gallega de la antigüedad hispano-romana. En el siglo XVI se marchan los franciscanos a otro convento, San Juan de los Reyes, un monasterio mucho mayor, dejando el anterior convento y su capilla de santa Quiteria para las monjas de la Concepción. Pasado el tiempo, las tracerías góticas de sus altares medievales fueron maldecidas durante la segunda mitad del anticipado y decadente siglo XVII, y acabarían en el siglo XIX la capilla y el resto de su estructura arquitectónica completamente derruidas. Es entonces cuando el pintor Pizarro compone su obra de Arte con un personaje además. Un hombre ataviado ahora muy elegantemente, decidido y hierático frente al desastre flagrante o estremecedor de lo que está mirando. Pero, no podía ser, ¿cómo permitirse glosar una ruina? Aquel inconsciente colectivo español no podría permitirse componer una obra de Arte tan ruinosa. Así que ideó mejor una ruina con, al menos, un atisbo de cierta compostura o hidalguía poderosa, de un contraste hispano ahora salvador y orgulloso, tan caballeresco ante las trágicas, veleidosas o desastrosas inercias insensibles de la historia.

(Óleo del pintor francés Jean-Baptiste Mauzaisse (1784-1844), El tiempo mostrando las ruinas y las obras que trae a la luz, 1822, Museo del Louvre; Lienzo del pintor renacentista holandés Herman Posthumos, Paisaje con ruinas romanas, 1536, Museo de Liechtenstein; Cuadro del pintor francés del neoclasicismo de ruinas Hubert Robert, Vista imaginaria de la Galería del Louvre como una ruina, 1796, Museo del Louvre; Óleo del mismo pintor francés Robert, Diseño para la Galería del Louvre, 1796, Museo del Louvre, París; Obra del pintor romántico español Cecilio Pizarro, La capilla de santa Quiteria, 1846, Museo del Romanticismo, Madrid.)

9 de marzo de 2015

La creación, la pintura y el dibujo, tres cosas diferentes que pueden coincidir o no.



Para encarar el Arte de alguna forma y prosperar en su universo infinito, no puedo más que, de un modo muy simple, establecer tres cosas que lo determinan o caracterizan. Estas tres cosas son tres acciones artísticas diferentes pero relacionadas: dibujar, pintar y crear. Resulta atrevido afirmar que, tal vez, no son necesarias las tres siempre. Magníficos pintores no han sido buenos dibujantes, no sabían siquiera dibujar; otros, dibujantes extraordinarios, poco conseguirían con los colores o la composición. Es decir, que no eran buenos pintores. Y, por último, extraordinarios pintores y/o dibujantes no habrían nunca llegado a ser verdaderos creadores. Creador, algo en el Arte un poco difícil de entender o explicar ahora desde un sentido de oposición a lo demás. Porque, ¿qué es ser creador? ¿Es lo opuesto a ser pintor o dibujante? En el concepto creador radica gran parte de lo que es el Arte con mayúsculas, el universal, el genial, el intemporal o el más trascendente. Todo eso junto. No es fácil explicarlo, pero lo intentaré.

William Adolphe Bouguereau (1825-1905) fue uno de esos seres privilegiados con el don maravilloso del dibujo y la pintura en su acepción más clásica, académica y perfecta. De saber pintar, es decir, de disponer de esa facultad de los dioses para componer en un lienzo la naturaleza tal como es. Muy pocos pintores, en los últimos ciento cincuenta años, han llegado a conseguir lo que consiguió Bouguereau en su época. Para demostrarlo he elegido dos de sus obras. Una sorprendente, un lienzo que casi llega a rozar la frontera de lo que vengo a definir como creador, pero que, a pesar de esta obra tan sugerente, Bouguereau no llegará a ser. La obra de Arte se titula El Asalto y fue compuesta en el finisecular año 1898. ¿El asalto? Pero si lo que estamos viendo es la bella imagen de una hermosa joven sentada en un jardín rodeada de inocentes y alados diosecillos del amor. En su obra de Arte el pintor francés utiliza un simbolismo demasiado académico, un recurso artístico de siete cupidos mitológicos para mostrarnos la congoja emocional que al personaje le produce el descubrimiento de una fuerza ajena a ella, de una emoción íntima desbordante que no la dejará vivir. Es aquí un asalto en un sentido ahora muy sentimental que la pintura de Bouguereau expresa con las manos de la joven calmando su alarmado corazón.

Porque son los pequeños dioses del Amor los que le ruegan, piden e insisten a ella que no deje de sentir lo que ahora experimenta. Clasicismo desbordante y elogio al pasado, todo esto dibujado en un momento -año 1898- donde los perfectos trazos academicistas ya no podían competir con el poderoso viento de la modernidad. Por otro lado, la obra utiliza un recurso artístico excesivo: siete cupidos; siete figuras míticas ahora para expresar un determinado sentido emocional en la obra. Es la repetición de la imagen de Eros para rogar, convencer, sugerir o arrogar un fuerte sentimiento en la joven enamorada. Es este un recurso auxiliar excesivo que impide al pintor obligarse a crear con menos para expresar lo mismo. Por último, la expresión del rostro es además indefinidamente perfecta... Y este ejemplo de obra de Arte ayuda a establecer un criterio de lo que puede entenderse -en este caso por no serlo- a su autor como un creador artístico. La creación es lo más en el Arte. Por esto se puede ahora definir una jerarquía en la estructuración de aquellos tres elementos. Primero -desde el nivel más bajo- estaría el dibujo, el primer peldaño de esa capacidad artística que el Arte requiere. Luego está la pintura, el siguiente peldaño, el más utilizado o el más convencional, el más humano pero también el más artístico. Y por último está el peldaño más genial, el más insigne, el más trascendente, el que acompaña además a una determinada época histórica, el más completo en el Arte, el sobrehumano.

Grandes creadores los conocemos, son los genios, los más grandes, los grandes maestros de la historia. Gracias a ellos escribimos de Arte, admiramos sus obras, visitamos museos, tratamos de comprender lo que han hecho y, sobre todo, nos ayudan a entender el mundo, sus misterios y su belleza. Otros, pintores más que creadores, tal vez nos emocionan o sobrecogen con sus alardes artísticos, nos gustarán o no, los admiraremos más o menos, quizá más por lo que no seremos capaces de hacer nosotros -y ellos sí- que por lo que, verdaderamente, hayan hecho. Esta es una de las complejidades del Arte, entre otras muchas. Llegar a distinguir a un maestro no nos parece difícil del todo: la historia y la publicidad de sus obras, su cotización también, a veces nos lo hacen fácil. Pero ahora podemos, con esta reflexión, entender algo más el concepto diferenciador entre un pintor y un creador. Otra cosa es poder distinguir a un creador de quien no lo es. Puede ser muy subjetivo esto, por supuesto. Pero las claves generales están aquí esbozadas. El creador, para serlo verdaderamente, debe serlo en su tiempo además. Necesita también transmitir un mensaje importante con muy poco, y saber además representarlo con trazos, colores y formas, tengan figuras o no. Luego está la trascendencia en el Arte, es decir, el que la creación vaya más allá de una representación iconográfica de la naturaleza. También, por último, que combine los elementos de una forma diferente a lo esperado, que sea original, y que el resultado final sea hermoso, armonioso y bello. 

Cuando el pintor Bouguereau se sintiese mal a finales del año 1903 regresaría a su ciudad natal en la villa atlántica de La Rochelle. Allí había nacido el pintor y quiso también terminar sus días en la misma ciudad francesa que le viera nacer en el año 1825, cuando el Neoclasicismo triunfaba por Europa de la mano de obras llenas de corrección, grandeza, belleza o creatividad. En esta luminosa y costera población francesa fue construida una catedral en una época en la que las catedrales, sencillamente, no se hacían ya. Y en Francia además, el país europeo que comenzó a construir maravillosas catedrales en el medievo más creativo y fascinante. Donde además están las más antiguas y creativas catedrales góticas de Europa. Pues allí, en La Rochelle, existía una iglesia muy antigua del siglo XII, un templo que fue destruido por los hugonotes (luteranos franceses) durante las guerras de religión del siglo XVI. Un siglo después los feligreses decidieron reconstruir el edificio como catedral en una grandiosa construcción clásica. Pero para ello la ciudad debía convertirse antes en obispado y el rey Luis XIII se lo prometió a la ciudad en el año 1628.

Pero no fue hasta veinte años después cuando el papa de Roma lo consintiera. Entonces, el nuevo obispo quiso empezar una edificación que, sin embargo, no pudo llevarse a cabo hasta casi un siglo después. En el año 1741 el monarca galo concedió una ayuda financiera de 100.000 libras para ello. Pero todo se demoraría hasta el año 1784, cuando el obispo de entonces sólo pudo entrever un esbozo de catedral. La obra arquitectónica se paralizaría durante la Revolución francesa y el Imperio napoleónico, para reanudarse luego sobre el año 1830. Se acabaría definitivamente de construir en el año 1862. Pero, para ese momento, mitad del siglo XIX, las catedrales no eran nada más que un anacronismo arquitectónico pasado de moda. Pero, sin embargo, se levantó, aunque no pudiera competir ya, en ningún sentido, con aquellas grandes obras maestras del gótico medieval. Y allí, entre sus sillares de piedra granítica extraordinarios, entre sus anacrónicas bóvedas de un neoclasicismo acogedor, el pintor francés Bouguereau deseó que una de sus obras estuviese colgada para siempre. Toda una revelación coherente para llegar a entender más, con esta curiosa historia de estilos, creación y tiempo, lo expresado anteriormente de las cruciales diferencias artísticas del Arte. De esa curiosa y sutil separación estética que existe entre una composición correcta y una magistral creación elaborada. 

(Óleos de William Adolphe Bouguereau: El Asalto, 1898, Museo de Orsay, París; Lienzo La flagelación de Cristo, 1880, Catedral de La Rochelle, La Rochelle, Francia; Fotografías de la Catedral de La Rochelle, Francia.)

2 de octubre de 2014

El idealismo profético del Amor cortés más como un fenómeno estético que como otra cosa.



Cuando el pintor prerrafaelita Edward Burne-Jones  tuvo ocasión de ver los manuscritos provenzales de los Cuentos de Canterbury -traducidos al inglés por Geoffrey Chaucer (1343-1400)-, quedaría absolutamente asombrado por tal efusión de pasión mística y profana, de emoción divina y terrenal,  que suponían las poéticas palabras escritas por unos autores franceses del siglo XIII. Esos manuscritos componían la gran obra lírica medieval titulada el Roman de la Rose. Divididos en dos partes separadas, fueron escritos por dos poetas diferentes, Guillaume de Lorris y Jean de Meung. Relataba el poema inicialmente un sueño, una ensoñación maravillosa en la que el protagonista es recibido por una dama ociosa que le abre las puertas al Jardín del placer. En esta alegoría del amor idealizado el personaje protagonista pasará también por la influencia de otros personajes alegóricos, todos ellos representativos de ideas o conceptos muy humanos. Así entonces el personaje de la Alegría, por ejemplo, llevará al protagonista a un baile donde se encuentra con otros personajes alegóricos que tratarán de seducirle, como el de la Riqueza y el de la Generosidad. Más adelante el protagonista se enamora de una Rosa, una flor maravillosa muy alejada de él, distante ahora en el centro mismo de aquel Jardín del placer. El poema medieval describe cómo tiene el peregrino-protagonista que corregir su carácter y aprender así los mejores modos para poder conseguir el amor deseado, el amor cortés. Según el romance, para alcanzar  su objetivo amoroso tan anhelado obtiene también la ayuda de otros personajes contingentes: de Paciencia, de Esperanza, de Pensamiento agradable, de Mirada dulce o de Verbo suave.

Pero antes de llegar al centro de ese mítico Jardín, el peregrino atraviesa un bosque que le llevará a ser recibido por Acogida agradable. Aunque de pronto se encuentra con Peligro..., y para ese momento Razón le disuadirá de querer continuar. Sin embargo, el protagonista insiste en seguir adelante, aplacará a Peligro y, decidido, llegará por fin a ver su deseada Rosa. Y a besarla incluso luego. Pero la tierna escena romántica la observa ahora Mala persona, que solicita ayuda a los enemigos del caballero-protagonista, a Miedo, a Vergüenza y a Peligro, personajes alegóricos que cierran el bosque y encarcelan a Acogida agradable en una torre para siempre. En ese preciso instante el caballero empieza a dejarse llevar ahora, sin poder evitarlo, por un sentimiento desconocido muy parecido al dolor...  En esta obra poética se trataba de encumbrar al amor cortés, una concepción platónica del amor humano más furtivo permitido por entonces. Es decir, una especie de amor aristocrático con el cual sólo un tipo de sentimiento tan  elevado o tan extraordinario como ese podría acaso acercarse así, fugazmente y por medios poéticos, al deseo prohibido provocado por unas nobles señoras del todo inalcanzables. En pleno momento del feudalismo medieval esas señoras concentraban en sí mismas dos objetivos diferentes en aquella sociedad: por un lado fortalecer el sentimiento de admiración, devoción o  servidumbre hacia los deseos, nada amorosos, de relaciones de poder social (unos señores más favorecidos frente a otros mucho menos),  y, por otro, un motivo más civilizado para poder ejercer así una forma de adulterio más o menos consentido. A pesar de esas razones cortesanas o mundanas los creadores prerrafaelitas del siglo XIX, unos pintores enamorados de la idea romántica medievalista del amor, consiguieron retratar sin complejos la pasión, la mística, la devoción o el deseo elevado más exquisito y excelso.

Entre ellos proliferaba el sentimiento de que la existencia debía procurar los placeres de la vida y el amor en esta morada terrenal más que los que nos tuviera reservada la ansiada eternidad misteriosa. De ese modo el pintor británico Burne-Jones crearía su tríptico basado en aquel Roman de la Rose del siglo XIII, donde ahora la Rosa es aquí el objeto más codiciado de ese amor imposible. La Rosa, una flor cuya belleza durará tan poco como la fragancia que desprendan sus delicados pétalos efímeros. Porque es ahora el símbolo del amor más perfecto, el más idealizado o el más frágil y, por tanto, expresión  del amor más perecedero y caduco. En su obra El amor y el peregrino consigue el pintor mostrarnos el difícil y apesadumbrado peregrinaje del protagonista hacia el objeto de su pasión. Lo vemos junto a un ángel alado -símbolo del amor más puro- que le guía silencioso, incluso con gesto poco alentador, por el tortuoso camino a través de los traicioneros ramajes del bosque. Unos obstáculos peligrosos que se le presentan al caballero en el devenir azaroso de su deseo. Se deja guiar de ese modo el peregrino a pesar de no sentir fuerzas para ello. El pintor no deja de señalarnos en su obra el contraste entre una idealización maravillosa y el farragoso deambular del peregrino. Pero tan solo al final, en una de las obras del tríptico realizada años antes, consigue por fin el protagonista llegar a presenciar la anhelada Rosa de su deseo.  Esta es ahora la rosa inaccesible, representada en otro lienzo del tríptico prerrafaelita -El corazón de la Rosa- por una mujer idealizada que, de manos de ese guía impenitente, se muestra ante el peregrino con un semblante tan distante como lo fuese aquel sentido prosaico y feudalista del medieval romance. Por tanto ahora un sentimiento amoroso poco más que indefinible, muy alejado de todo deseo real, bastante interesado y del todo imposible.

(Óleos -tríptico- del pintor prerrafaelita Edward Burne-Jones, El amor y el peregrino, 1897, Tate Gallery, Londres; Cuadro El peregrino ante las puertas de la ociosidad, 1884, Museo de Arte de Dallas, Texas; Óleo El corazón de la Rosa, 1889, Colección Privada.)

22 de noviembre de 2013

Muchas voces veremos renovadas, pero ninguna habrá que no se altere.



El rompedor pintor francés Gustave Moreau (1826-1898) habría dicho una vez algo así: Hubiese preferido pintar iconos bizantinos que cuadros tradicionales.   Su decadentismo fue anterior al de todos, incluso al de los Simbolistas, del que hizo escuela y sería un precursor. Pero, la Historia volvería a condicionarlo todo siempre con el tiempo. Estamos condicionados en nuestra vida personal mucho más de lo que creemos por la Historia, por lo medioambiental de sus grandes acontecimientos, por lo más visceral o sangrante de una sociedad tan cambiante como contradictoria. El pintor Gustave Moreau vivió una terrible experiencia personal en la Guerra Franco-Prusiana del año 1870. También vivió la terrible experiencia de las pesadillas históricas posteriores a la contienda, así como la postración política que acusó Francia luego y los estigmas sociales tan injustos y desgarradores para sus compatriotas. Pero, además, el pintor francés acusaría en su Arte las propias tragedias personales de su familia y hasta de su propia amante. Pero, sobre todo, el gran y peculiarísimo creador decadentista francés acabaría obsesionado por lo diferente, por lo hierático, por lo onírico, o por lo en exceso ornamental y metafísico. La sociedad occidental del último cuarto del siglo XIX (entre los años 1875 y 1895 aproximadamente) vino a reaccionar culturalmente con una mezcolanza de sentimientos de retorno, de postración, de rechazo, de huida y de sensualismo que acabaría por denominarse Decadentismo. ¿Cómo no tendría sentido todo eso después de haber vivido un clasicismo, un realismo y un rigorismo imperial tan poderoso? Porque Francia había vuelto a ser otra vez un imperio desde que Napoleón III -sobrino del gran Napoleón- consiguiese erigirse de nuevo en poder imperial en el año 1850. Entonces el país alcanzaría una preeminencia política, económica y cultural extraordinaria.

Porque después del Romanticismo -al advenimiento de este segundo imperio- los franceses volvieron de nuevo a la perfecta medida de los sentidos culturales más clásicos, pero ahora con un bagaje intelectual, cultural y artístico más desarrollado. Pero cuando todo eso se perdiese, trágicamente, en el conflicto bélico del año 1870 a manos de un nuevo poder emergente -el unificado imperio de Alemania-, el inconsciente colectivo francés trataría de encontrarse a sí mismo y recuperar así su espíritu perdido y aquel sentido nacional tan grandioso de antaño. El gran poeta latino Horacio (siglo I a.C.) dejaría escrito en uno de sus grandes versos: ¿Quién hará que la gracia y la hermosura de los idiomas viva y permanezca? Muchas voces veremos renovadas que el tiempo destructor borrado había; y, al contrario, ya olvidadas otras muchas que privan en el día; pues nada puede haber que no se altere cuando el uso así lo quiere, ya que es éste de las lenguas dueño, juez y guía.   Eso mismo sucederá también en el Arte. En el siglo del positivismo y el cientifismo más progresista (el industrial siglo XIX), cuando entonces la sociedad culminara una Revolución Industrial no conocida antes en la historia, algunos creadores miraron de nuevo hacia atrás para impulsar ahora, sin embargo, un avanzado, contrario y simbólico modo de ver y entender el mundo. Y ya no pararía. Seguiría después con los simbolistas y con los modernistas, y enlazaría más tarde a los expresionistas, a los cubistas y a los surrealistas. El mundo habría cambiado entonces para siempre. Pero, cuando Gustave Moreau pinta sus obras decadentistas-simbolistas, justo antes y durante del final de aquel ocaso imperial francés, no podría siquiera imaginar lo que la historia mantendría, sin embargo, todavía oculto en su regazo.

Entre los años 1865 y 1870 pinta Moreau tres obras de una misma temática artística: Diomedes devorado por sus caballos. La mitología griega contaba esta cruda leyenda trágica: El rey de los tracios Diomedes había criado unos salvajes caballos -yegüas en este caso- dándoles de comer carne de otros animales. De ese modo se habían hecho más fuertes y poderosos que los caballos normales. El envidioso Euristeo -otro rey competidor- le encargaría entonces al gran héroe griego Hércules que acabase con esos peligrosos caballos fulminantemente. Uno de los trabajos famosos que al gran héroe mítico le encargan hacer fue la captura de esos feroces animales devoradores de carne. Lo conseguiría Hércules al final de su intento heroico y terminaría llevándose luego todos esos equinos asesinos del reino de Diomedes para siempre. Pero, antes, un ejército tracio al mando de ese rey infame asaltaría los caballos por el camino, luchando ahora con Hércules. Vencerá el héroe griego y acabaría encerrando a Diomedes junto a sus caballos salvajes, donde éstos terminarían por devorarlo. De esa forma tan terrible, con la feroz y cruel imagen de la devoración de Diomedes, pintaría Moreau sus tres semejantes obras de Arte, todo un símbolo filosófico de la destrucción del ser por los mismos medios que el propio ser crease antes. Esas representaciones proféticas de Moreau se adelantaron a la decadencia social de los años posteriores a la batalla de Sedán -la batalla de 1870 donde Francia perdió frente a Alemania-, a la postración cultural llevada a cabo luego por los creadores decadentistas -poetas y escritores sobre todo-, y al final de un siglo XIX con muy pocos claros por entonces rasgos apocalípticos finiseculares. Toda una extraordinaria premonición la del pintor decadentista. Una premonición que alcanzaría, sin él llegar a sospecharlo, hasta las terribles trincheras sanguinarias de la Primera Guerra Mundial para, veinte años después, y sin remedio alguno, llegar a su más abominable y desastrosa secuela bélica posterior.

(Óleo Cierro la puerta tras de mí, 1891, del pintor simbolista y de la estética decadente Fernand Khnopff, Munich; Óleo Diomedes devorado por sus caballos, 1870, Gustave Moreau, Colección particular, Nueva York; Diomedes devorado por sus caballos, 1865, Gustave Moreau, Museo de Bellas Artes de Rouen, Francia; Diomedes devorado por sus caballos, 1866, Gustave Moreau, Museo Paul Getty, Los Ángeles, EEUU; Óleo Hércules y la Hydra, 1876, Gustave Moreau; Cuadro La Aparición, 1875, Gustave Moreau, Museo de Orsay, París; Retrato de Gustave Moreau, 1860, del pintor Edgar Degas.)