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4 de abril de 2018

El único creador del paisaje de sus sentimientos es el ser motivador de los mismos.



Ante la brusquedad de la vida, incluso ante sus demoledoras fuerzas escondidas, pero lacerantes, los humanos buscarán refugio y calma. No es más que el evidenciado modo humano vulnerable de reaccionar ante un entorno abrumante y cuestionador. Para representar una escena legendaria narrada en los evangelios, la tempestad calmada, el pintor flamenco Jan Brueghel el viejo (1568-1625) compuso en el año 1596 un pequeño óleo sobre bronce. Pero, sin embargo, habría creado con él una grandiosa obra de Arte. Lo que hace al Arte una visualización diferente de cualquier representación de la vida es su fabulosa mentira extraordinaria. El naturalismo en el Arte -ver la realidad como es, sin fisuras, de la forma más natural- no conseguirá más que emocionarnos. A cambio, todo estilo artístico que prime belleza, equilibrio, pero también irrealidad, sueño, alegoría y sentido -finalidad- conseguirá, además de emocionarnos, hacernos pensar en la misteriosa influencia de un sutil mensaje destacado. Porque debe haber un mensaje sutil en la representación no naturalista y debe estar significativamente destacado. Debe existir también belleza, pero ésta tiene que ser exagerada, grandiosa, armoniosa. Y luego, por fin, el sueño -una imaginación vinculante-, algo imprescindible para poder así subjetivarla. Con él combinaremos irrealidades con realidades, posibilidad con indiferencia o sutilidad con sentido. Y todo esto es lo que veremos -con el sueño del Arte- en esta obra renacentista Cristo en la tempestad del mar de Galilea.

Un paisaje favorecedor de lejanía y de cercanía, de fuerza e intimidad, se nos representa a la mirada sorprendida. En la obra de Jan Brueghel no hay ahora, para ser una terrible circunstancia dramática -la tempestad de un mar embravecido-, ninguna sensación personal que produzca una atrocidad natural de un escenario cruel o atronador. Pero, sin embargo, el pintor compone un entorno marítimo sobrecogedor incluso sobre oscuros trazos tornasolados. ¿Qué hay ahí que haga expresar una sensación personal tan diferente? Es ahora el mensaje sutil de un personaje sagrado que, dormido serenamente, destacará sobre los demás. Esto no tiene sentido en una representación naturalista. Pero en una representación que no lo es tiene un especial sentido alegórico: nada agresivo y exterior puede existir que trastorne o altere el motivo fundamental de una existencia interior confiada y serena. Pero aquí, entonces, ¿cuál es el motivo alegórico? Nuestra propia decisión personal. Para el ser humano la representación de la vida, de la vulgar vida que vive y no otra cosa, es una alegoría de lo que veremos en este cuadro renacentista. Porque se encuadra el paisaje en un entorno despiadado que, aunque los efectos producidos en los otros -y en nosotros- socaven duramente el ánimo de la existencia, no se corresponderá ahora, sin embargo, con ninguna sensación inquietante para el personaje principal de la representación artística. La tempestad desoladora no estará manifestada o expresada, sin embargo, sino entre los trazos retorcidos de un paisaje aún mayor... 

Artísticamente, la obra es maravillosa porque dispone de un fuerte contraste plástico en su textura, expresado con los colores destacados de las vestimentas de los personajes o con el bello paisaje gris-azul-verdoso de un entorno marítimo desolador. En la abigarrada barca los apóstoles temerosos buscan ahora para salvarse la inexistente fuerza nuclear de lo sagrado. Es inexistente porque la buscan ahora fuera de ellos mismos. Para subrayar este efecto el pintor, como en la parábola, duerme ahora al personaje fundamental de la obra. No está ahí manifestada la fuerza nuclear de lo sagrado aunque lo esté. Sólo estarán ellos, los seres que buscan ahora consuelo entre sus gestos inútiles y desasosegados. El pintor fue un especialista en crear grandes paisajes motivadores. Por eso mismo no deja de ser un paisaje estimulante... aun representando una fiera tormenta pavorosa. Pero solo la representará el pintor levemente porque la belleza interior de la obra es ahora superior a cualquier otro fenómeno estético en la obra, o mejor, es su propio reflejo. Ni siquiera en la oscuridad... Brilla ahora incluso una ciudad al fondo sobre las laderas hermosas y blanquecinas de una cordillera montañosa. Hasta las otras embarcaciones parecen disfrutar con su rumbo entre la tempestad primorosa; como las aves, como los peces o como las suaves olas ahora tiernamente encrespadas sobre la orilla del fondo. Parece una sublime contradicción todo eso: parte invitará a quedarse y parte obligará a huir... Es como el pintado cielo poderoso de la obra: formas nubosas oscurecidas que ocultan ahora, sin embargo, un tenue y ardiente sol que resistirá, sin embargo, la prueba poderosa de una brava existencia incomprensible. Esta misma luz poderosa que hará brillar también la ciudad blanquecina maravillosa del fondo.

Porque estará aquí representada la sensación de la fuerza poderosa del ser ante los desafíos retadores de sí mismo. Como en la obra renacentista, el ser humano es perseguido a veces por dos sensaciones diferentes... Porque existen dos sensaciones en la vida humana como existen dos impresiones en esta iconografía: una lo es de cierto y la otra solo una obtusa, vaga o tenebrosa sensación demoledora. Por un lado estará la impresión pavorosa que el pintor representará con el movimiento; por otro la impresión segura, que el pintor expresará con la quietud. El movimiento está en la vela arremolinada de la barca, en las nubes ensombrecidas de parte de un cielo fugaz y negativo, en los brazos tensos de los apóstoles atemorizados o en las olas alternadas con colores diferentes. La quietud, a cambio, está en la firmeza de las rocas kársticas del paisaje primoroso, en las siluetas de los edificios arraigados del fondo, en la atmósfera acogedora de un paisaje esplendoroso, en la luz atravesada de un sol insobornable o en la serena ensoñación de un sueño poderoso. Es esta la representación de una obra universal que consigue ahora belleza, equilibrio, irrealidad, sueño, alegoría y sentido reflexivo. Nos ofrece ahora, entre la emoción de sus colores y sus formas, una reflexión profunda para los seres humanos contingentes: que las sensaciones de temor y de sorpresa solo estarán motivadas por nosotros mismos, que no se pueden hallar fuera de uno mismo ni su causa ni su fuerza. Que el ser humano es el único creador del paisaje de sus sentimientos... Como Jan Brueghel lo fuera con su maravilloso, armonioso y colorido paisaje sobre bronce.

(Óleo sobre bronce Cristo en la tempestad del mar de Galilea, 1596, del pintor flamenco Jan Brueghel el viejo, Museo Thyssen Bornemisza, Madrid.)

16 de febrero de 2018

La inexpresividad de la Belleza o el Arte sublime de El Bronzino.




La Belleza es inexpresiva casi siempre para poder serla. Para que la representación estética de un rostro, por ejemplo, sea llevada al máximo de su sublimidad armoniosa, es preciso que ningún rasgo de expresión emotiva sea señalado en el lienzo. El Renacimiento, y su mayor tendencia artística sofisticada, el Manierismo, entendieron que así debía ser representado un rostro humano para alcanzar a rozar la belleza más extraordinaria. ¿Cómo se puede componer una belleza sin rasgos expresivos? Porque qué la hace única, especial o definida si no dispone de algo reseñable o contrastable que la distinga. ¿No es distinción la Belleza? La vulgaridad, lo opuesto a la Belleza, ¿no es precisamente lo no-exclusivo o lo indistinguible? Y si todos los rostros representados devienen en un matiz plano y monocorde de gestos emotivos, ¿dónde está entonces el sentido elogioso de inexpresividad de la Belleza si ésta, para representarla, necesita siempre distinguirse de lo vano? Aquí abordaremos ahora el sentido estético más sublime del Arte de la Belleza. Porque además no es el Arte manierista un ejemplo fiel de belleza humana naturalmente manifiesta; es, a cambio, una disposición sin sentido armonioso de la proporción paradigmática más idealizada de Belleza. 

En el año 1540 el pintor florentino Angelo Bronzino (1503-1572) compuso su obra de Arte La Virgen con el Niño, San Juan y Santa Isabel. Este creador siempre buscaba representar la Belleza perfecta. Ante un cadáver pintado -como por ejemplo su Descendimiento de Cristo- El Bronzino no pinta a un muerto sino a una estatua brillante y floreciente; ante una escena de dolor desgarrado no compone ningún motivo atroz para distinguir los rasgos dolientes; ante cualquier otra forma de representación humana versaría el pintor hacia la composición proporcional, límpida e indolora de la expresión más inexpresiva. Hay que atreverse a pintar el impávido rostro de la Madonna para llegar a demostrar, bellamente, que la mayor representación de la Belleza debe ser inexpresiva. Sin otra cosa que maestría armoniosa en un semblante ahora detenido y sin expresión alguna. No hay aquí una mirada definida en los ojos de la Madonna, ésta se pierde sobre los márgenes manieristas de la obra. Los personajes son aquí extrapolables, es decir, pueden extraerse de la obra sin menoscabar el resultado final, porque todos ellos son independientes, no tienen comunicación ni interactúan entre sí. Salvo uno: el pequeño niño Juan el Bautista. Es el único retratado que apenas interactúa con su mirada y es tocado -percibido o comunicado- por la mano de la Madonna. Esto es una necesidad iconográfica sagrada: un personaje tan inferior -situado en la parte baja del lienzo- no puede marginarse más sin peligrar la armonía del conjunto. 

Hasta con ese detalle secundario -la posición marginada del niño Juan Bautista- el pintor equilibrado, sereno y armonioso del Manierismo consigue la proporción necesaria para no desvirtuar el sentido de su obra. Pero, nada más. Porque no es posible incluir a cuatro personajes en el mismo plano sin desajustar en algo el conjunto. El pintor debía componer la representación sagrada así, incorporando a la escena de los altos personajes -la Virgen y Jesús- los secundarios de esa leyenda sagrada -Juan el bautista y su madre-.  En el caso de Juan, hemos descrito su posición y su sentido. En el de su madre Isabel, el pintor compone los rasgos de un rostro envejecido. Es la belleza de los dos principales personajes la que El Bronzino representa sin discusión estética alguna: no expresan otra cosa que impida reflejar la Belleza perfecta. Sin embargo, el pintor debe seguir buscando la armonía del conjunto. En un caso el pequeño niño-dios mira la cruz que sostiene, no a su madre, aun a pesar de situar su mirada confusa ante su madre. Y su madre, decidida, no mira ahora hacia cosa alguna definida, sino hacia la nada más indeterminada de una vaga metáfora misteriosa. Sin gesto, sin definición, sin sentido, sin diálogo estético, sin ningún matiz, ni convergencia. Nada. No hay nada que mirar, ni que sentir, ni que expresar en el lienzo manierista.  Salvo Belleza...

(Detalle del lienzo La Virgen con el Niño, San Juan y Santa Isabel, 1540, El Bronzino; Óleo La Virgen con el Niño, San Juan y Santa Isabel, 1540, El Bronzino, National Gallery, Londres.)

3 de febrero de 2018

La mediocridad de lo forzado frente a la genialidad de lo auténtico, o el misterio creativo de Manet.



Manet es uno de los pintores más brillantes de la historia que, sin embargo, fue el menos popular de los genios de su tiempo. Menos popular porque a su pintura le seguiría, muy pronto, la mayor transformación artística en la historia del Arte: el Impresionismo y el Postimpresionismo. Tendencias artísticas éstas que fueron más atractivas, incluso tiempo después, en el poco exigente estético siglo XX. También porque el pintor se situaría entre la tradición y la modernidad... Sin embargo, su Arte prosperaría. Es uno de los mejores pintores de la historia luego de los grandes genios renacentistas y barrocos. Nació demasiado tarde. Posiblemente, habría sido -de haber nacido en el siglo XVII- el pintor barroco francés más pasional de los grandes barrocos de su país. Pero vivió en pleno siglo XIX, cuando el Arte luchaba por encontrar otras formas de poder reflejar la luz en un lienzo artístico. También cuando la sociedad deseaba más sosiego y calma, o cuando la humanidad, los individuos, empezaban a querer tener más protagonismo que el claroscuro desolado de sus lienzos. Así que cuando Manet (1832-1883) se asombrase mirando obras maestras descubriría el sentido poderoso de lo que era pintar. Ni el Romanticismo, esa fuerza arrolladora que atrajese la sensibilidad de un mundo relajado, ni el Clasicismo, la siempre efectiva tendencia más aplaudida, asombraron al joven Manet. Para cuando Manet comienza a frecuentar el estudio de Delacroix, uno de los grandes pintores románticos de Francia, éste le recomienda mejor copiar a Rubens, al dios de la pintura barroca, al maestro más excelso que el Arte hubiera dado en la historia.

En el año 1859 Manet se decide componer una obra al ver uno de los paisajes del maestro flamenco. Pinta su obra La pesca (1861) en homenaje a Rubens, pero, también a Tiziano, a Lorena, a Velázquez o Pissarro. Es decir, que no fue una obra original y personal, fue un compuesto inspirado de otros. Cuando el pintor decidió dejar de ser guiado por nadie alcanzaría su grandeza. Es uno de los creadores más extraordinarios porque pintó siempre lo que pensaba que debía pintar desde la sinceridad más intuitiva de su genio. Algo que, sin embargo, no demostró hacer  en La pesca. Pensaba además que el clasicismo mejor conseguido en la historia no había sido el de Rubens sino el de Velázquez. Había tal vez  una razón personal para componer esa infame obra. En La pesca están retratados Manet y su prometida Suzanne. Están retratados como una pareja circunspecta y cariñosa, como esa misma pareja que Rubens compusiera de sí mismo y su joven esposa Helena siglos antes. Manet adquirió el compromiso amoroso forzado por una sociedad moralista y rigurosa. No refleja en su obra un amor tan apasionado por su esposa. La conoció cuando él tenía diecisiete años y ella, con diecinueve, era la profesora de piano que su padre le impusiera. La efímera pasión adolescente llevaría luego al autoengaño. Manet, que se casó con Suzanne al morir su padre, nunca acabaría de encontrar el amor que retrata en sus cuadros, salvo en la idealización inalcanzable de su cuñada, también pintora, Berthe Morisot.

La pesca representa la idealización inconclusa de un escenario imposible, como la misma obra en sí. Es de las creaciones de Manet más mediocres, infames y espantosas de su carrera. No representa el espíritu genial que Manet expresaría con su Arte antes, ni sobre todo después. En el mismo año termina otra obra, Niño de la espada, donde un estilo clásico expresa esa maravillosa afinidad por la pintura de Velázquez. Ahí sí es Manet, a pesar de parecer Velázquez. Los colores, la composición, el fondo neutro y la pose hierática delatan su pasión por el Arte español del siglo XVII. El modelo retratado del cuadro es el hijo de Suzanne, León. Las leyendas sitúan a León como hijo fuera del matrimonio de Manet (o como un hijo del padre de Manet). Nunca reconocería Manet a León como hijo propio, aunque lo apadrinase y le dejase incluso su herencia. Pero entonces lo pinta como si lo fuera o, al menos, como si su pasión le guiara en ese intento paternal.  La realidad es que crearía una gran obra de Arte retrasada en el tiempo. Pronto llega el año artístico más maravilloso de Manet: 1869. Y entonces compone dos obras excelentes. Una inspirada en su pasión por la pintura española de Goya: El balcón; otra estremecedora por su insinuación misteriosa y con unos tintes también hispanos: Almuerzo en el estudio

La obra El balcón, influida por Majas en el balcón de Goya, nos descubre una sutil epifanía de las relaciones cruzadas o triangulares. Cuando Manet conoce a su cuñada -casada con su hermano Eugene-, la pintora impresionista Berthe Morisot (1841-1895), descubre la belleza distante, misteriosa o evanescente más anhelada. ¿Sólo para su Arte? Volvemos a la sociedad puritana de mediados del siglo XIX y sus compromisos, lealtades o represiones auto-impuestas. Sin embargo, el pintor había descubierto la modelo perfecta. En El balcón retrata tres caras del mundo: la de la vida, la de la pasión y la de la sociedad. Utiliza tres personajes, dos mujeres y un hombre, una manipulación sesgada para describir -desde una perspectiva masculina- la imposibilidad de representar el amor humano, dividido ahora entre una admiración sosegada y una fascinación imposible. Compone la figura de una mujer arrebatadora: el trasunto de lo que era Berthe para él; por otro la figura entregada, virtuosa y cariñosa de la joven violinista Fanny Clauss; también la representación del hombre confundido, sin brillo, indeciso, apocado, situado entre la mediocridad y el sentido sublime de un gesto meditabundo.

El mismo año presenta Manet su obra de Arte Almuerzo en el estudio. La obra rezuma misterio por todas partes. La genialidad de Manet es componer el conjunto más característico de su Arte peculiar: ni clásico ni moderno, ni romántico ni impresionista, ni mediocre ni reconocido. En un estudio, no en una cocina, ni en un comedor, ni en un salón, aparecen tres -otra vez tres- personajes familiares para describir la escena misteriosa. ¿Es costumbrista, es hogareña, es familiar la escena compuesta? De nuevo una tríada, la inevitable de la vida social y familiar que domina por entonces: el hombre padre productor de bienes y seguridad; la madre servidora cariñosa y entregada; el hijo promesa de futuro y objeto de toda atención personal de sus progenitores. La figura vanidosa y orgullosa del joven contrasta con las desdibujadas del fondo. El pintor sitúa a la izquierda un casco de armadura que, junto a armas ya ineficaces, representa el extinto poder de un mundo ahora ya inútil y vencido... Vanagloria fatua de una vida pasajera. Más misterio para entrelazar la tríada defendida y rechazada -su lealtad a una familia protegida, su propia indecisión y su incapacidad para aceptar lo inaceptable-. Unos gestos modernistas mezclados con los más tradicionales de un mundo ya perdido o por perderse...

(Todos óleos del pintor Edouard Manet: Almuerzo en el estudio, 1869, Neue Pinakothek, Munich; La Pesca, 1863, Metropolitan de Nueva York; Niño de la espada, 1861, Metropolitan de Nueva York; El Balcón, 1869, Museo de Orsay, París.)

17 de marzo de 2017

El pintor más barroco de los renacentistas: Andrea del Sarto o la naturalidad del color.



Si en este maravilloso lienzo renacentista quitáramos ahora los sutiles nimbos, el cáliz sagrado y el pequeño tarro de esencias, ¿qué habría representado finalmente de sagrado en esta obra? Tan solo su propia grandeza artística universal. Estamos en el año 1523, pleno momento del Renacimiento más clásico y poderoso de Florencia, y los pintores renacentistas debían componer sus obras con el estilo hierático y solemne que sus maestros, los genios que habían inventado el Renacimiento, les habían enseñado mucho antes. Pero algunos discípulos, como el genial -pero poco conocido- Andrea del Sarto (1486-1531), se inspiraron entonces en algo diferente apenas percibido o apreciado por su suave composición estética: hacer que la naturalidad de sus colores completaran un escenario amable y sin excesos dramáticos, lleno de una efusiva, serena y sensible verosimilitud. Porque fue además en el año 1523 cuando el pintor italiano se refugió en un monasterio de la población toscana de Borgo San Lorenzo, a treinta kilómetros de Florencia, para huir de la peste que abatía a la ciudad de los pintores. Y allí, al cuidado de las monjas de la camáldula, se inspiraría el pintor renacentista para crear una Piedad asombrosa. Pero, ahora no, ahora no puede ser ésta como otras piedades, como la realizada por ejemplo siete años antes por su maestro Fray Bartolomeo (1472-1517). Porque, a diferencia de Bartolomeo, son ahora seres muy humanos los personajes que vemos en la obra de 1523, con sus gestos demasiado reales o verosímiles como para conferir otro aspecto que no sea el de la naturalidad más vulgar por el hecho de atender ahora a un ajusticiado, cualquier simple hombre derrotado incluso, que acabase de morir o no, serenamente, en su cadalso.

Pero, sin nada más, incruentamente además. Eso es lo único que puede adscribírsele a Del Sarto de su peculiar tendencia clásica: la aséptica limpieza sagrada de un escenario muy humano. Porque todo lo que vemos es demasiado humano. Lo que ahora vemos es una recreación de Belleza en todos y cada uno de los elementos y detalles que una naturaleza humana componga, satisfecha de sí misma, sobre una imagen sagrada para describir, a cambio, una representación muy humana. ¿Para qué se crearon los colores? Para que el pintor florentino Andrea del Sarto los utilizara en sus serenas obras melodiosas. Esa atenuación de los colores principales que manifiesta los hace en sus obras más vibrantes incluso. Y los hace así porque comparten con los demás colores, con los terrosos, con los celestes o con los perfilados de sus figuras necesitadas y orgullosas, el sentido más estético de una reivindicación artística tan sutil como evanescente. Para cosificarlos incluso, para hacer de los colores el objeto más universal que pudiera hacerse de unos reflejos luminosos con los que representar la mejor composición de una vida y su esperanza... Porque eso es lo que son, lo que nos dicen, lo que expresan los colores de este maravilloso creador renacentista: unos reflejos motivadores de vitalidad y esperanza. Pero lo que se descubre también al visualizar con ojos escudriñadores la obra de este pintor florentino es otra cosa, una sensación de paz, de sosiego y serenidad apenas percibida del todo en su obra.

Es imperceptible por el hecho de no haber nada ahí objetivamente que nos ofrezca, sin embargo, algún símbolo o representación concreta que exprese algo de eso. No, no lo hay. No hay nada físico, material, visible ahí que represente algo de eso en la obra. Esta es parte de la grandeza del pintor. Porque nada concreto pintaría él ahí para eso. Salvo una cosa: lo que se transpira ahora desde la atmósfera absoluta y completa del cuadro. Es de pensar que el refugiarse en el monasterio de la crueldad, del dolor, del pesar, del sufrimiento y de la enfermedad pavorosa que el mundo de fuera de sus muros conllevara, hiciera entonces que el pintor se inspirase de una fragancia que le llevase a querer transmitir, o, mejor dicho, no que le llevase sino que él mismo lo sintiera, y así lo dejase reflejado el pintor en su obra. Serenidad sobre todo pero, también, placer luminoso por el suave y encantador reflejo de unos colores que nutren, decididos, ahora el espíritu inquieto de cualquiera. Pero luego están los gestos, los movimientos paralizados y fijados de los seres humanos representados en la imagen iconográfica. En esta extraordinaria obra renacentista los gestos de todos y cada uno de sus personajes están calculados ahí, están hechos así para calmar, para entender, para admirar, para sentir, para esperar, para vivir, para decir algo con ellos sin decirlo... Ellos, los gestos humanos, nos dicen ahora lo mismo que los colores: que la diferencia y el contraste de las cosas no dejarán de tener un sentido justificado y sereno en este mundo, que es la visión que tengamos de las cosas lo que hace que sean o no una cosa u otra. Que todo debe atesorarse con el desdén propio que su sentido intemporal implique de las cosas.

Por eso mismo no hay dolor ahí, no hay sangre, no hay tonos que desequilibren así el armonioso sentido, tan implícito, entre los colores y las formas maravillosas de este cuadro. La naturalidad de este pintor florentino le hace distinguir ahora lo humano de lo sagrado, lo sencillo de lo sofisticado, lo terrenal de lo celestial. Y por todo eso, y su composición agradecida y amable, le hace adelantarse casi un siglo a los creadores que luego, con el Barroco naturalista, consiguieran conciliar ternura con pasión, dramatismo con belleza o trascendencia con humanidad. La grandeza en el Arte a veces no es tan reconocida por el hecho simple de no destacar la obra en algo que el ojo del espectador no consiga alcanzar a ver físicamente. Y esto es lo que le sucede a esta obra y a este pintor: que su grandeza no está tanto representada en cosa alguna física especialmente. Que Andrea del Sarto no se preocuparía nunca de eso. Que pintó lo que sintió mientras hacía su obra tan poco proferida... Y ese sentimiento no es a veces tan visible como otras cosas que, fijadas o reflejadas claramente en un lienzo, establezcan o determinen a cambio detalles muy plausibles de un reconocimiento artístico más elogioso o relevante. Porque, como se ve en esta obra de Arte renacentista, la creación del pintor florentino fue desarrollada sutilmente entonces entre las suaves, fragantes, inapreciables o serenas expresiones de un matiz coloreado de unos planos llenos de belleza, de suaves gestos llenos de belleza..., pero de una belleza ahora también llena de promesa, de sentimiento sublime, de esperanza y de sentido vital.

(Óleo Pietá (Piedad), 1523, del pintor renacentista Andrea del Sarto, Palacio Pitti, Florencia; Cuadro renacentista del pintor Fra Bartolomeo, Pietá, 1516, Palacio Pitti, Florencia.)

14 de enero de 2017

El Arte manierista interpreta lúcido la representación imposible e inútil de un efecto estético.



Pero ese efecto estético es más que una expresión de belleza, es una declaración de intenciones expresada en un mensaje tácito -por tanto dejado fuera de signos comprensibles y transmisibles- para mostrar la contradicción de las cosas que los humanos sean capaces de hacer con su vida a veces, aun a pesar de las pocas razones que suponga afrontar un destino así de incomprensible. ¿Qué otra tendencia artística hubo mejor que el Manierismo para representar una contradicción como esa? La Belleza fue a principios del siglo XVI un concepto estructurado, desarrollado, argumentado y sustentado con un sentido ideológico y plástico para justificar, con ella, toda forma de expresión artística. En el año 1539 finalizaría el pintor italiano Francesco Primaticcio su obra El Rapto de Helena en Francia. Había sido uno de los muchos pintores italianos llevados a Francia para ejecutar el sentido extremo de belleza con esta nueva y arrebatadora tendencia renacentista, el Manierismo. El famoso relato homérico descrito en La Ilíada cuenta cómo la ciudad de Troya fue asediada durante muchos años -casi diez- por haberse atrevido los troyanos a raptar a la bella esposa de un monarca griego. Ese fue el relato, pero, ¿fue un relato mítico o histórico? No se tienen certezas históricas de ese hecho relatado por Homero. Sus personajes fueron durante siglos héroes míticos incluso, pero, sin embargo, ¿nos costará creer que los hombres cometan esas cosas tan absurdas para conseguir sus deseos irrefrenables?

En este extraordinario lienzo manierista vemos a Helena en el centro de la composición llevada en volandas por varios troyanos en una escena desmedida. Desmedida porque, ¿quiénes son todos esos seres que aparecen tan aglutinados y caóticos como para poder entender bien la obra y relacionarla con el famoso rapto? Desmedida también porque más que un rapto parece una batalla donde unos -griegos- y otros -troyanos- están luchando enfrentados. Imposible entender que un rapto troyano fuese posible llevar a efecto enfrentados como están éstos ahora -tan pocos- en suelo griego y rodeados aquí por tantos griegos. Pero el Arte, y menos el manierista, no se dejaría guiar por razones lógicas o realistas para expresar la visión de un relato, mítico o no. Y siguiendo con el planteamiento inicial, ¿hay en este lienzo manierista algún mensaje ahora, aunque éste sea tácito? ¿Y qué mensaje es ese? Pues el descrito al principio: la contradicción humana en tratar de resolver un problema creando otro. Los troyanos habían ido a Grecia para firmar una paz entre sus reinos y consiguieron justo lo contrario, algo mucho peor incluso que la inestabilidad que tendrían antes de firmarla. Pero, en el Arte, ¿cómo expresar todo eso con los rasgos nuevos de una manera de pintar diferente -la manierista- llena de alarde y espíritu eterno de belleza, cosas que, serenamente, traspasan ahora el propio cuadro e incluso la propia y ridícula leyenda griega?

En la escena pictórica manierista hay una aglomeración de seres que están divididos y mezclados sin orden en una imposible secuencia traducible. Del pintor solo podemos elucubrar qué quiso representar con cada personaje anónimo que retrata en su obra. Porque sólo tenemos claro quién es Helena, del resto nada. ¿Quién es y qué hace esa otra bella mujer desnuda y solitaria en una posición tan inquietante? Ella, los niños y la joven agachada detrás de su figura desnuda son los únicos personajes que desentonan con el dinámico rapto. ¿Qué representan? Parte de aquella contradicción. Ellos son ahora la paz, la belleza, el equilibrio, la sorpresa y la tristeza... No mantienen en la obra gestos realistas ni sentido alguno natural correspondiente a la supuesta fuerza dramática y violenta de la escena. Los demás pelean, huyen, se enfrentan, se miran o se aferran sin remisión. Porque es ahora un rapto en el que la violencia convive con la belleza, la vida con la afrenta y la razón con la inconsciencia. Y todo eso maravillosamente compuesto además en un imposible lienzo de leyenda. Vemos un palacio griego con los fanales ardiendo en un extremo del lienzo, y el muelle griego con  un barco troyano esperando poder huir con Helena en el otro. Y en el pequeño trayecto entre uno y otro extremo los seres en conflicto, la raptada Helena y la belleza azorada y misteriosa de la joven desnuda y extraña.

Pero ese es el mensaje del Manierismo aquí: la belleza desnuda, representando la verdad y el bien, es alarmada por el hecho ignominioso de un innoble rapto. Porque la leyenda de Homero no relataba una huida deseada por Helena y su pasión, y cuya única salida fuera ahora marchar junto a su amante hacia Troya. No, la leyenda describe una violenta e involuntaria huida de Helena. Es un rapto con todas sus consecuencias trágicas. Fue un deseo de ofender y ultrajar gravemente al pueblo griego y, en consecuencia, se desataría luego una guerra. La contradicción llevada totalmente al paroxismo. ¿Cómo no pensaron los troyanos que aquella afrenta causaría un daño aún mucho peor? Por eso el pintor, que conocía la leyenda y conocía la forma de expresarla con belleza, debía introducir un elemento de contradicción, un gesto de sorpresa o de efímera sensación de ruptura con respecto al sentido final de una leyenda tan épica. Y mostraría en su obra manierista una figura elegante, hierática, desnuda, misteriosa y eterna -su pose alude a una estatua de belleza- que contrasta con tanta absurda violencia o fealdad manifiesta. Porque en el Manierismo no se podía entender que algo tan desmedido fuera capaz de ser creado sin belleza. Sin la forma de equilibrar ahora esa imagen extraña, bella y perfecta con la estúpida manera de actuar la humanidad ante su propia inconsciencia. Y el creador manierista lo representaría con un cierto alarde incluso de esperanza milagrosa, de un deseo ahora de que las conciencias despertasen así ante la visión desmesurada de una escena tan dramática, tan absurda y tan estética.

(Óleo del pintor manierista Francesco Primaticcio, El Rapto de Helena, 1539, Museo Bowes, Inglaterra; Detalles del mismo cuadro, El Rapto de Helena, 1539, Francesco Primaticcio.)

28 de diciembre de 2016

La evolución de un genio, El Greco, o el arcano de encontrar lo sublime en el Arte.



La historia de uno de los genios pictóricos más extraordinarios es uno de los arcanos más interesantes habidos en el Arte. ¿Cómo se atrevió a pintar así, de ese modo tan avanzado y tan moderno, con una forma tan innovadora para entonces? El recorrido vital y artístico de El Greco va de oriente a occidente, desde el este hacia el oeste. De Grecia a Venecia primero, después a Roma y, por último, a España, donde culmiraría extraordinariamente su Arte. Y este camino existencial, este recorrido personal y artístico en sentido único, le llevaría también a desarrollar un itinerario creativo que acabaría alcanzando las cimas más elevadas de la sublimidad y del genio artísticos. Aunque por entonces -finales del siglo XVI y los siguientes tres siglos- pocos entendieron su maravillosa forma de pintar y componer -tan heterodoxa y excelente- una obra maestra de Arte. Es en Venecia donde El Greco aprende a manejar los colores y la perspectiva. ¿Hay mejor sitio para eso? Ya se habían manejado ambas cosas muy bien en el Arte renacentista veneciano, pero El Greco ahora quiere hacer algo más. Los genios lo son en parte porque caminan por un sendero no usado antes. La obra artística de El Greco es extensa y elogiosa pero hay un periodo concreto de su vida -el recorrido transversal de oriente a occidente desde el año 1567 al 1577- donde se puede observar la evolución estética más acusada de toda la historia artística del Arte europeo.

Y para verlo compararemos tres obras de El Greco de la misma temática y nombre: La curación del ciego. Primero, apreciaremos más la primera obra expuesta no solo por ser la mejor de las tres o porque mejor defina su estilo, sino por ser la de mayor resolución virtual ahora su imagen. La primera cronológicamente compuesta con ese título -la tercera presentada en esta entrada- fue realizada por el gran pintor en Venecia durante el año 1567, actualmente expuesta en la Galería de maestros antiguos de Dresde (Alemania). Luego están las otras dos obras, la segunda y la primera de la entrada, ambas creadas en Roma y con la fecha de su autoría muy poco clara artísticamente. La segunda está radicada en la Galería Nacional de Parma (Italia) y en su web indica una fecha alrededor de 1573. La primera de la entrada, sin embargo iconográficamente de un estilo más elaborado -más avanzado-, está en el Metropolitan de Nueva York y su web especifica alrededor de 1570. No es la primera vez que existen incongruencias en la cronología de obras de un mismo autor. Si la evolución de un pintor es tan acusada como la de El Greco sus creaciones deberían disponer esa misma evolución temporal. Porque es el tiempo el parámetro que define mejor la secuencia de la evolución artística de un creador. Aquí se observa un contraste estético muy acusado en la evolución artística de El Greco en su obra del año 1567 -Galería de Dresde- comparada con las otras dos, algo lógico por ser una obra anterior. Pero observemos bien esta obra del año 1567 pintada en Venecia.

Los rasgos más característicos de El Greco no están ahí todavía. ¿En qué se diferencia esta obra de sus maestros venecianos? En muy poco. El Greco acaba de llegar a Venecia proveniente de un mundo bizantino -griego y antiguo- que no tenía ni idea de la perspectiva, ni de las formas de las figuras, ni del color ni del naturalismo renacentistas. Y El Greco en su obra La curación del ciego del año 1567 -Museo de Dresde- manifiesta más lo aprendido entonces en Venecia: perspectiva correcta, figuras anatómico-correctas y un cielo más espacioso que las construcciones como fondo de la obra. Pero la obra tiene sorpresas a pesar de no ser la estética propia que identificaría el personal estilo de El Greco. Las figuras principales, Jesús y el ciego, están ahora descentrados a la izquierda del lienzo. Más a la derecha un grupo discute la escena anterior. Pero detrás, en otro nivel y plano, la perspectiva sitúa a dos seres sentados distraídos del motivo principal y situados en el mismo centro de la obra. Esto confunde ahora la escena sagrada con un rasgo misterioso que, independiente de su evolución estética, mantendrá El Greco casi siempre en sus obras. 

Pero no, algo no funcionaría aún en el propósito o el talante artístico que El Greco deseaba conseguir en una obra. Años después, cuatro, cinco o seis años después, El Greco pinta el mismo tema sagrado de antes, Curación del ciego -Museo de Parma-, en la ciudad de Roma. En la capital del Arte del siglo XVI el pintor más original de todos se acerca ahora a la pintura de Miguel Ángel, al manierismo más poderoso de los creadores romanos. Y entonces cambia su perspectiva, evita ahora incorporar en su obra detalles intrascendentes -como el perro y las bolsas de antes-, ahora solo pintará personas, figuras humanas que configurarán siempre el único universo de sus obras. Pero es ahora, sin embargo, la perspectiva mucho más feroz y el primer plano será más destacado sobre los segundos o terceros planos. Descubre así el pintor algo muy poderoso en esta obra, un alarde artístico muy moderno para entonces: perfilar un plano principal con todos los detalles y esbozar los planos secundarios solo con los mínimos detalles. El fondo ahora es apenas como un tapiz esbozado. Lo relevante debe ser ahora lo primero que veamos en un cuadro, lo demás -como el fondo- no interesa tanto al pintor ahora. Hasta el cielo disminuye en tamaño frente a una arquitectura más poderosa y más inclinada, acusando así la profundidad y lejanía necesarias esa perspectiva. Pero la escena representada en esta obra del Museo de Parma también ha cambiado con respecto a la del año 1567 (Museo de Dresde). Ahora el grupo humano de la derecha está más cercano a Jesús, que a su vez éste, junto al ciego, están más centrados en el lienzo. Pero el pintor quiere seguir componiendo detrás los dos personajes sentados y distraídos de antes, ahora mucho más alejados y empequeñecidos en esta obra. 

Esos dos personajes sentados que aparecen en la obra del año 1567 -Museo de Dresde- centrados y cercanos -por lo tanto relevantes en una pintura, lo sean o no-, tienden a confundir ahora por el hecho de estar sin ninguna relación dialéctica con la escena principal -el milagro de dar visión a un ciego-, el asunto primario. Este efecto fue luego una característica iconográfica de El Greco: ofrecer sentido de distancia o desdén manifiesto de algunos personajes hacia la figura sagrada principal o hacia el motivo espiritual más trascendente de la escena. Pero en la siguiente obra, la de la Galería Nacional de Parma del año 1573, esos mismos personajes están ahora tan alejados que pierden su relevancia iconográfica. Los alejará el creador para no confundir ahora la centralidad de la obra. Pero, a cambio, debe incorporar algo más el pintor en la obra para seguir destacando esa desatención tan humana hacia lo espiritual... Y lo hace el creador cretense con la figura dorsal inmensa del hombre a la izquierda de la imagen de Jesús. Un personaje de espaldas que ahora señala con su brazo izquierdo algo fuera del cuadro. Representa ahora aquí el desinterés -aún mucho más al estar cerca de las figuras principales- tan necesario para mostrar el desdén espiritual que el autor quería subrayar y criticar en su obra de Arte.

Pero es en la obra del Metropolitan Art de Nueva York  (titulada La Curación de un ciego, ca. del año 1570) donde El Greco consigue llegar a la mejor evolución de su Arte manierista. Pero, ¿cómo es posible que esta obra sea anterior a la de la galería de Parma? No puede ser. Veamos los brazos del ciego por ejemplo. ¿Son esos brazos trazados en su evolución estética por un pintor tan manierista como El Greco? Porque la evolución debe ir siempre hacia adelante, nunca hacia atrás. En esta obra del Metropolitan los brazos, los dedos y las figuras son más alargados. El mismo hombre que señala algo fuera del cuadro dispone de un perfil más manierista en la obra del Metropolitan -año 1570- que en la obra de Parma -año 1573-. Además, el brazo que señala lo flexiona en la obra del Metropolitan haciendo más acusada la perspectiva y elegancia del gesto manierista. Los colores los apreciamos más gracias a la extraordinaria conservación y resolución de la obra del Museo Metropolitano de Arte de Nueva York. En un detalle de esta obra -la que debía ser más evolucionada cronológicamente ya que lo es artísticamente- observaremos la liviana forma de pintar algunas figuras. Por ejemplo, los personajes sentados dialogando distraídos y alejados de la escena principal tienen una transparencia formal que resalta aún más el misterio de la obra del año 1567: aquel desdén espiritual de los personajes sentados con respecto al motivo principal de la obra. Pero aquí el pintor cretense quiere hacer un alarde aún más acusado con el personaje de espaldas señalando algo fuera del lienzo para comunicar en su obra la insensibilidad espiritual de algunos seres. Insensibilidad que apenas se vislumbraría antes con alguna relevancia entre los perfiles desdibujados -en planos secundarios- de los otros lienzos manieristas del genial pintor cretense.

(Óleo La Curación del ciego, ca. 1570, El Greco, Metropolitan Art de Nueva York, EEUU.; Óleo Curación del ciego, alrededor de 1573, El Greco, Galería Nacional de Arte de Parma, Italia; Obra al temple, La Curación del ciego, 1567, El Greco, Galería de Pinturas de Maestros Antiguos, Dresde, Alemania; Detalle del óleo La Curación del ciego, ca. 1570, El Greco, Metropolitan Art, Nueva York.)

13 de diciembre de 2016

La significación imprecisa de una obra de Arte renacentista lleva el sello inequívoco de Botticelli.



Es muy conocida la obra Venus y Marte del pintor del Renacimiento Botticelli. Obra icónica de la representación del Amor y de su triunfo ante las adversidades de la vida. El Renacimiento utilizaría el tema amoroso con todas las connotaciones platónicas que el término Amor poseía. El Neoplatonismo sofisticaría el concepto aún más y la escuela filosófica florentina de Marcilio Ficino glosaría los elementos que debía tener una vida completa, correcta y placentera. El Amor se filosofaría aún más. Y los pintores renacentistas, discípulos aventajados y expresivos de esa filosofía, dejaron plasmadas en sus obras el concepto de lo que debía entenderse como la mayor sublimación de los sentidos hacia la esencia originaria de todo lo existente o de la contemplación de lo más anhelado por los seres: el placer espiritual de una visión divina...  En su obra de Arte Botticelli compone una escena mitológica con dos personajes principales, Venus, diosa de la Belleza, y Marte, dios de la fuerza, la virilidad, la osadía o la violencia. La interpretación de esta obra es compleja, aun a pesar de los rasgos conocidos y manidos de su significación primera. De todo lo buscado para conocer más sobre este óleo renacentista sólo estoy de acuerdo con una afirmación del filósofo neoplatónico Marcilio Ficino: las exhortaciones a la virtud se reciben mejor si se representan en imágenes agradables. ¿Son las obras renacentistas asociadas a la escuela neoplatónica como las de Botticelli exhortaciones a la virtud? Casi todo el Arte renacentista es virtuoso. El propio sentido de la escuela de Ficino es encontrar los elementos racionales y sensitivos para acercar el espíritu humano a lo más virtuoso. La imagen agradable o el Arte sofisticado llenos de colores armoniosos y líneas estilizadas llevaban implícito el deseo de pertenencia a ese mundo idealizado, a esas cualidades virtuosas y a indicar además al espectador que lo representado se vinculaba más con lo elevado, con lo más grandioso o con la esfera espiritual más divinizada y última.

¿Qué representa exactamente el óleo de Botticelli Venus y Marte del año 1483? Exactamente es imposible saberlo. Se habla de la prevalencia del amor sobre la guerra, se habla de la virtuosidad de la reflexión ante la osadía de lo terrible, se habla de la astucia de la diosa desarmando al dios más violento. Se habla de las cualidades de Venus frente a los despropósitos bélicos de Marte. Se desnuda a uno para mantener vestida a la otra. Se comprende mejor todo cuando se comparan más veces las cosas semejantes. Es la capacidad de oponer muchas veces algo con otras cosas semejantes lo que llevará al conocimiento finalmente. Para entender la obra de Botticelli podemos compararla con otra obra de Arte de la misma temática y escuela pictórica. Diecisiete años después de pintar la suya Botticelli, el pintor florentino Piero di Cosimo (1462-1522) compuso su obra Venus, Marte y Cupido. No es lo mismo que hiciera Botticelli pues éste no incluyó a Cupido en su obra maestra. Pero sirve su iconografía y composición para compararla con la de Piero. En la obra de Piero di Cosimo vemos, al igual que en la de Botticelli, a la diosa Venus y al dios Marte tumbados ambos frente a frente. También, como en Botticelli, ella está ahora despierta y él dormido. Sin embargo Piero pinta a Venus con toda su belleza desnuda y sin cubrir con prendas su cuerpo. Hay en Piero una igualdad iconográfica en los dos personajes representados. Para salvar la diferencia (que debe existir para distinguirlos ya que el cuerpo de Marte se diferencia en Piero muy poco al de Venus) pinta muy al lado de Venus a Cupido y un conejo blanco. Botticelli no pintaría nada de eso, ni al pequeño dios Cupido ni a ningún conejo blanco. Ni siquiera a las palomas -símbolo de Venus-, que aparecen en la obra de Piero justo en el espacio de la separación física que se establece entre los dos amantes mitológicos (apreciamos la perspectiva tan conseguida de Piero di Cosimo: el pie derecho de Marte no toca ahora el muslo de Venus, están separados aquí los dos -más atrás está Marte-, aunque ahora parezcan ellos rozarse).

En la composición de Botticelli sí están más juntos Venus y Marte, y es posible que el pie derecho del dios tocase ahora el muslo vestido de ella. Pero Cupido, el dios del Amor -Venus es la diosa de la Belleza no exactamente del Amor-, no aparece en el cuadro de Botticelli por ningún lado. No está. Están además en Piero di Cosimo unos pequeños niños alados -puttis o ángeles- que juegan con las armas y la armadura del dios más belicoso de la mitología. Estos seres son juguetones pero inofensivos, son más virtuosos que otra cosa. En Botticelli no están los puttis o ángeles pequeños, pero, a cambio, sí aparecen en su obra pequeños sátiros mitológicos -pequeños seres con patas de carnero y cuernos y orejas puntiagudas, seres sin alas, por tanto lo contrario a virtuosos-, seres para nada inofensivos sino más bien rebeldes y traviesos impúdicamente. Hacen lo mismo que antes: juegan con las armas y los atributos de Marte. ¿Pero, por qué? Los pintores en las dos obras renacentistas muestra el profundo sueño del dios, imposible de despertar a pesar del ruido que hagan los pequeños seres, alados o no. Por consiguiente, podemos establecer algunas cosas viendo las dos obras de Arte. Primero que la diosa de la Belleza está muy despierta; segundo que el dios Marte está muy dormido; tercero que ambos están alejados -aunque en una obra menos que en otra-, ni abrazados ni juntos ni claramente tocados. En el Renacimiento las características de los gestos humanos que manifiestan emociones no son correspondientes al presente. En la Venus de Botticelli, que parece apenas sonreír -como la Gioconda-, no podemos decir exactamente que esté ella ahora con una expresión claramente satisfecha, aunque tampoco lo contrario. Sin embargo, en la obra de Piero di Cosimo sí hay una cierta distensión del rostro de Venus que puede deberse a alguna grata satisfacción emocional.   

Por eso en Piero di Cosimo está ahora Cupido con Venus, está el dios del Amor interviniendo y señala incluso con su dedo índice el cuerpo dormido de Marte. En Botticelli la diosa está sola totalmente, está como esperando algo, con un gesto misterioso además, gesto que hace a la obra maestra mucho más interesante de lo que, a primera vista, parece ser. En Piero di Cosimo no espera Venus ahora nada, ya lo tiene, está ella ahora descansando segura del enlace provocado por Cupido, fructífero por la imagen de un conejo blanco, iconografía de la fertilidad (con Marte Venus tuvo varios hijos). En la obra de Botticelli no hay nada que nos lleve a una visión terrenal -como en la obra de Piero- sino más bien espiritual, con un sentido de trascendencia más sobrenatural que natural. Pero, sin embargo en la obra de Botticelli hay pequeños sátiros, no ángeles sagrados ni benevolentes, lo que conllevará a pensar en una inclusión placentera más terrenal que trascendental... Y es que Botticelli trataría de compaginar siempre ambos aspectos, el terrenal y el sobrenatural, en toda su obra artística. Puro neoplatonismo de Ficino, algo que justificaba el placer físico y terrenal como reflejo de otro placer más elevado, de aquel placer que permitiría vislumbrar la visión cósmica y divina de un ideal superior. Pero, además de todo eso, hay una contraposición absoluta de dos aspectos muy diferentes expresados en estas obras, particularmente en la de Botticelli. La belleza sosegada, sutil, fértil, vaporosa, reflexiva y silente que representa Venus contrasta justo con lo contrario que representa Marte. Porque en ambas obras no aparece Marte con sus características iconográficas manifiestas. Él es la fiereza y la violencia más terrible, su visión activa sería imposible de conciliar con la serena Venus. Por esto mismo es pintado Marte, en las dos obras renacentistas, con la única actitud que puede componerse para una idealización virtuosa y armoniosa de ambos conceptos contrapuestos: dormido él profundamente.

La obra de Botticelli fue creada para una pareja nupcial de Florencia, los jóvenes Médicis y Vespucci, y debía colocarse el óleo en la cabecera de la cama matrimonial. Sin embargo, Venus no es la esposa de Marte, solo su amante ocasional. En la mitología simbolizan ambos la pasión más que el amor. Pero, claro, hay que entender que los conceptos culturales han cambiado con los siglos. No se trataba entonces de expresar una realidad histórica o legendaria, se trataba mejor de acoplar dos seres diferentes -la mujer reflexiva y el hombre viril- que debían entenderse y comprenderse para disponer de una unión placentera. Los aspectos espirituales y materiales debían además ser indicados en la obra. Y Botticelli lo consiguió genialmente. Sólo los pequeños sátiros -no amorcillos- están ahí, en la obra de Botticelli, con ambos dioses para equilibrar una realidad entonces evidente: la unión terrenal y sexual es complementaria para elevar a los dos amantes al sentido trascendente del matrimonio. Pero, sin embargo, el amor no aparece claramente en estas obras (tal como lo entendemos hoy, claro). Tan sólo aparecen la reflexión y la belleza distante y calmada, por un lado. Y tan sólo el sueño, el cansancio del éxtasis pasional y la desnudez de los atributos guerreros, por otro. Con esas dos formas de expresar el sentido de estos dos conceptos tan opuestos es posible el equilibrio, la diversidad y la vida. Para Botticelli posiblemente fue suficiente eso para representar una idea tan misteriosa. Para nosotros, que vemos ahora su obra siglos después, es tal vez un motivo extraordinariamente bello para poder elucubrar, confundir o repensar otras cosas diferentes...

(Detalle del óleo Venus y Marte, del pintor Sandro Botticelli, 1483, National Gallery; Óleo Venus y Marte, 1483, Botticelli, National Gallery, Londres; Cuadro Venus, Marte y Cupido, (c.a.) 1500, del pintor renacentista Piero di Cosimo, Staatliche museen, Gemäldegalerie, Berlín.)

14 de noviembre de 2016

La dicotomía de la desaparición de la vida como metáfora erótica o como maldición solemne.



Es la única certeza. La única. Y, sin embargo, no tiene nada de ningún reflejo confirmatorio de qué representa verdaderamente. Utilizada para reprimir, para seducir, para amenazar, para reaccionar, para moralizar y para justificar... La muerte es una fase, la final en la existencia conocida. La que se comprende por el deterioro físico y biológico de los seres. La que durante gran parte de la historia -la renacentista en este caso- los humanos no podían evitar asociar no solo al deterioro sino a la azarosa y cruel suerte universal más desconocida. El pintor alemán Hans Baldung (1484-1545) fue un extraordinario representante -junto a Alberto Durero- del Renacimiento germano. Su visión estética y ética de la muerte la fijaría en muchos óleos que él pintase. Pero sólo en dos de sus obras -La muerte y la doncella y Las edades y la muerte- dejaría reflejado el creador alemán una huella profunda de lo que para él tendría la muerte como imagen representada. La obra Las edades y la muerte es parte junto con La armonía del anverso y el envés de dos conceptos contrapuestos, la vida y la muerte, y que se complementan estéticamente para llegar más a comprender esos conceptos. Decía un pensador materialista francés que la vida es todas aquellas fuerzas que luchan contra la muerte, pero, ¿se puede vencer a un enemigo desconocido? ¿Es esa relación entre ambos conceptos real?, ¿es posible articular ambas cosas en un único sentido general y universal? Imposible saberlo. Pero aquí ahora solo veremos su obra Las edades y la muerte; el otro concepto, la vida -La armonía, otra obra suya-, no interesa por ahora ni como contraste siquiera...  En otras obras de Arte, los pintores han plasmado las edades del ser humano con la representación de la juventud o de la niñez, de la madurez o de la vejez o senectud. Pero aquí, además, Baldung incorpora la muerte en su obra. ¿Por qué? Habían pasado unos veinticinco años desde que pintase otra obra donde la muerte aparecía manifiesta, La muerte y la doncella, y los años le habrían ofrecido, quizá, una visión más moderna -en el sentido actual- para llegar a entender que la muerte es un proceso normal y no solo accidental, dramático o cruel de la vida.

La obra La muerte y la doncella del año 1520 es mucho más estética y representativa del sentido que la desaparición de la vida tiene en el acontecer de cualquier existencia. Porque en Las edades y la muerte del año 1544 el pintor alemán pinta a una joven doncella muy orgullosa, convencida de su valor como ser humano y como individuo. Vanagloriada de su belleza se permite incluso mirar -o no mirar- con desdén a la anciana que, ahora, es sostenida por una esquelética representación de la muerte. El proceso del tiempo ineludible forma aquí ahora un círculo quebrado. A los pies de la anciana un bebé -¿dormido, muerto?- no deja de posar su mano sobre una lanza que, como el tiempo inquebrantable, refleja ahora la quebrada línea que la muerte mantiene muy derecha, sin embargo. Claramente religioso, el óleo del año 1544 compone al fondo de la escena la conocida dualidad del mal -infierno con demonios atrapando seres en la torre derruida- y del bien -cristo crucificado elevándose hacia un sol muy poderoso-, para justificar el sentido más justiciero de la muerte insoslayable. El pintor, no obstante, se permite mostrar el símbolo de la sabiduría con una lechuza mirando al espectador para ayudar a distinguir ambas dualidades.

Nada de lo representado en la obra del año 1544 aparece simbolizado en el óleo que Baldung compuso en el año 1520, La muerte y la doncella. Porque en esta obra del año 1520 el creador renacentista, a cambio, nos confunde ahora gratamente. Antes comprenderíamos que el paso del tiempo y la elección del bien nos salvarían del horror de la muerte, es decir, que lo normal es morir después de haber vivido..., y hacerlo además bien para poder trascenderla gloriosamente. Pero ahora, sin embargo, no hay vejez en esta obra para entender que la muerte es una consecuencia final de la vida, pero, tampoco vemos a ninguna joven altiva ni orgullosa ni enferma. Porque la muerte está ahora aquí actuando no como en la otra obra, que esperaba ociosa, sino decidida ahora contra la vida y contra la belleza. ¿Contra la bondad, también? Porque aparecen ahora aquí las lágrimas de un ser acongojado. Por otro lado la erótica de la visión de la muerte en esta obra es una característica señalada: es un amante abrazando y besando a una joven lozana y desnuda. Pero, sin embargo, no hay amor correspondido ahí. Ella está ahora claramente afligida, demolida, hundida, perdida. En la obra de antes, a cambio, sí había cosas representadas para determinar los dos conceptos fundamentales esgrimidos antes: se acaba la vida siempre al pasar el tiempo y la perdición o salvación son parte de lo que nuestras elecciones hayan ocasionado.

Pero en la obra del año 1520 Hans Baldung no expone nada de salvación ni de paso de tiempo. Sólo muestra la belleza dejándose dócilmente avasallar por las decididas y firmes manos cadavéricas de una muerte voluptuosa. Una muerte que sostiene consideradamente la cabeza a la doncella, que la inclina además para dejar que la muerte le muerda cerca de sus labios con la fruición de un amante deseoso. Hasta parece que se descubre ella misma con su brazo izquierdo el suave lienzo que sostiene la joven frágilmente. Como en el amor, ¿será inevitable la emoción sentida aunque dañe la vida y los propósitos inútiles de ésta? ¿O será la reconciliación de un amante que sabe que no puede evitar eludir lo que una fuerza -ajena a sí misma- pueda llevarle a la deriva? No hay tiempo aquí, no hay nacimiento ni desaparición, verdaderamente. Sólo hay la maldición -o bendición- de una profecía siempre cumplida. Algo que, a pesar de los sufrimientos o las lágrimas que produzca, no debería ser una relación desestimada o atropellada o rechazada la de la muerte con la vida. Una controvertida forma de dolor eterno, tampoco. Tal vez por ser, como el amor, algo repentino y efímero, algo que sucede en un instante para, como en las emociones sentimentales, sentirlas lo suficiente como para comprender que no duran, que continuará luego en otra cosa, incognoscible o desconocida, y, por tanto, inconsistente para vivirla -para no sufrirla- antes de que ese preciso momento, ese mismo y definitivo momento, inevitablemente, suceda a vivir.

(Detalle del óleo La muerte y la doncella, 1520, Hans Baldung; Óleo La muerte y la doncella, 1520, del pintor renacentista alemán Hans Baldung, Basilea, Suiza; Obra de Hans Baldung, Las edades y la muerte, 1544, Museo Nacional del Prado; Detalles de la misma obra de Baldung, Las edades y la muerte, 1544, Museo Nacional del Prado, Madrid.)

21 de septiembre de 2016

El creador frente al mundo o la expresividad artística como un ejercicio existencial y poderoso.







Uno de los pintores españoles más desconocidos de la historia lo fue el madrileño Luis Paret y Alcázar (1746-1799). Seguidor pasional de la pintura francesa del Rococó, lucharía artísticamente durante toda su vida contra la reaccionaria -para él- tendencia contraria neoclásica. Pero, a diferencia de la frivolidad y superficialidad galante que el Rococó inspirase en el siglo XVIII, Luis Paret trataría de transmitir, a partir de su enfrentamiento con la injusta sociedad de su tiempo, una fuerza muy expresiva con sus obras innovadoras, tanto como lo sería un siglo y medio después el expresionismo sugestivo de principios del siglo XX. Qué otra cosa pueden hacer algunos creadores pictóricos que utilizar sus composiciones para transmitir un mensaje simbólico, ese que ellos piensen salvador de su existencia..., también la de los otros. En el año 1775 el pintor Luis Paret y Alcázar fue exiliado a la isla caribeña de Puerto Rico a causa de su implicación en un affaire de la corte española -un pseudo proxenetismo privado a favor del hermano menor del rey Carlos III-, lugar  en donde viviría el pintor durante tres años. Al regresar a España le impiden residir a menos de doscientos cincuenta kilómetros de Madrid. Entonces el pintor decide vivir y componer en Bilbao hasta el año 1788 cuando se le autoriza poder regresar, por fin, a la corte madrileña. 

En Bilbao realiza su obra sobre cobre La circunspección de Diógenes. La lleva a cabo para acceder a la prestigiosa Academia de Arte de San Fernando. Gracias a su original obra es aceptado como académico en el año 1780, cuando aún no podía regresar a la corte madrileña. Pero el pintor, sabedor de la bondad del Arte para alcanzar el mérito que la vida no le permitiera, realizaría la pintura más impresionante, alegórica y auto-terapéutica que él pudiera concebir. Diógenes de Sínope fue un pensador y sabio filósofo griego contemporáneo de Platón y Alejandro Magno. Pero, al igual que el pintor Paret el filósofo griego sería exiliado también de su ciudad por motivos tan o igual de inconfesables. Al parecer junto a su padre Diógenes acuñaría monedas falsas sin ningún pudor ni reserva. La semejanza de ambos casos radica en el sentido moralizador, transformador o salvador que tuvo en sus vidas luego el acto recriminable. En el primero, el pintor Paret llevaría a cabo a partir de su exilio las mejores producciones artísticas de su vida; en el segundo Diógenes, a partir de su condena, acabaría siendo uno de los más significativos representantes de la escuela de filosofía cínica ateniense.

En la extraordinaria obra de Luis Paret vemos una escena alegórica, por supuesto, pero a la vez vemos una fascinante muestra de Arte de muy difícil precisión estilística. ¿Qué es eso? ¿Rococó? No del todo. ¿Barroco trasnochado? Tampoco. ¿Prerromanticismo? En absoluto. Fue premiada la obra por la Academia de San Fernando porque es imposible no valorar artísticamente algo así. La composición, las diferentes partes engranadas de la obra, las figuras relacionadas, el color aparentemente desgarbado o desperdigado, todo representaba la dificultad de crear algo así y, a la vez, no dejar de ser una grandísima obra maestra de Arte. Es decir, de estar todo en la obra muy bien pintado, con los complicados torcimientos de esos pliegues clásicos o con la imaginación tan desbordante para disfrazar y añadir elementos tan dispares, o con la sutil elección de la noche y su tenebrosidad -metáfora de la vida oscura y misteriosa- o con la fuerza de la figura principal -Diógenes- representada ahora así, sentada, con túnica azul y leyendo un libro. Personaje principal que no lo es por ser las otras figuras secundarias sino por serlo él en sí mismo, por su autosuficiencia o circunspección intelectual -igual le dan a Diógenes los alardes mundanos, las estrafalarias diversiones o las cosas de este mundo para no dejar de ser él quien es y hacer lo que hace-. Pero como en Luis Paret, al igual que su propia vida -el pintor finalizaría su existencia pobre y olvidado-, el mundo a finales del siglo XVIII no iba ya por esa forma de crear o de componer obras de Arte. Y el Clasicismo y el Romanticismo, dos cosas que Paret utilizaría distorsionadas en su obra, acabarían por triunfar claramente en el mundo y en sus formas de expresarlo. 

Cuando el pintor francés -de origen flamenco- Nicolas Tassaert (1800-1874) quisiera triunfar con sus obras en la exigente -mucho más que la española- Academia de Arte francesa, o incluso en otras instituciones oficiales -algo imprescindible entonces para vivir del Arte-, se encontraría con que ninguno de sus cuadros fuera apoyado o premiado por las altas instancias artísticas de Francia. Y esto le llevaría a tratar de sobrevivir de otra forma, como grabador o como litógrafo. Sin embargo, Tassaert fue un pintor que llegaría a crear lienzos bellísimos, obras que ofrecían un compendio artístico de todas las grandes y maravillosas tendencias que habían habido en la historia. Admirador del gran pintor renacentista Correggio (1489-1534), llega a componer la obra Violación de Europa a mediados del siglo XIX con las mismas trazas artísticas que Correggio llevase siglos antes con su obra Júpiter e Ío del año 1532. Porque, en el Renacimiento, Correggio alcanzaría a experimentar con lo clásico y con lo luminoso pero, también, con lo fantástico y lo emocional. En su obra Júpiter e Ío el dios Júpiter -Zeus- abraza a la bella ninfa Ío transformándose aquél en una sutil densa nube oscurecida. Y vemos la mano divina y nebulosa acercándose ahora al cuerpo desnudo de Ío a la vez que vemos el rostro del dios poderoso apenas contrastado claramente. 

Así mismo como Correggio hiciera, el pintor Tassaert compuso su propia obra Violación de Europa. En ambos casos es Zeus el representado, una divinidad griega que en una ocasión se transformaría en una nube y en otra en un toro, como nos cuenta la mitología griega. Pero, sin embargo, en la obra de Tassaert el dios no es representado todo él como una nube inocente sino difuminado ahora entre las formas humanas de su torso y el nebuloso artificio renacentista -propio de Correggio- de su anatomía inferior. La obra es de precaria visualización por no disponer de mejor resolución. Se aprecian, sin embargo, los efectos tonales tan elaborados de los colores utilizados por el pintor francés como homenaje al gran pintor renacentista. En el año 1834 Tassaert compone su obra Muerte de Correggio aprovechando el aniversario de la muerte del pintor clasicista italiano. ¿Por qué Correggio? Tal vez lo mejor sea conocer un poco la vida de este pintor del Renacimiento italiano. A pesar de haber pintado al servicio del ducado de Mantua, Correggio tuvo una vida de grandes dificultades económicas. A diferencia de otros creadores de su época, Correggio mantuvo una gran familia con esposa y varios hijos a los que debía atender, lo cual le obligaba disponer siempre de recursos importantes. El caso es que un día según cuentan las leyendas le hicieron en Parma, ciudad distante a la suya, un pago en metálico de unos pesados sesenta escudos de a cuatro por sus obras, y no dejaría Correggio de pensar en la necesidad urgente de que su familia tuviese pronto ese dinero.

El penoso viaje de Correggio a su ciudad desde Parma, el cual quiso hacer lo antes posible a pesar del calor y sus lamentables condiciones físicas, le llevaría a padecer unas fiebres a consecuencia de las cuales fallecería el pintor en su casa, junto a su familia, en el año 1534. Tassaert había sufrido también, como Paret y Correggio en las suyas, una vida de escasez, injusticia e infortunios personales. Así que no podría aquél más que homenajear a Correggio con dos cosas que, según él, podrían trascender en un mundo cruel, injusto y desalmado: con su poderoso y expresivo alarde artístico clasicista por un lado -Violación de Europa- y, por otro, con su recuerdo más emotivo al infortunio de un creador tan grande -Muerte de Correggio-. Con esas dos obras de Arte el ofuscado pintor francés -acabaría quitándose la vida ciego y enfermo- no conseguiría ser reconocido ni por su exigente mundo artístico ni por la historia posterior. Pasaría Tassaert a ser tan solo uno más de los miles de pintores que tratarían de conseguir aunar inspiración y expresividad artísticas con el sutil mensaje existencial más humano y poderoso.

(Óleo Violación de Europa, mediados del siglo XIX, del pintor francés Nicolas Tassaert, Particular; Cuadro Muerte de Correggio, 1834, del pintor Tassaert, Museo Hermitage, San Petersburgo; Óleo Júpiter e Ío, del pintor Antonio de Correggio, 1532, Museo de Historia del Arte de Viena, Austria; Óleo sobre cobre La circunspección de Diógenes, 1780, del pintor español Luis Paret y Alcázar, Museo de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid.)

1 de agosto de 2016

La comparativa más imposible: dos obras maestras de dos grandes artistas, Tiziano y Rubens.



Cuando en septiembre del año 1628 Rubens viajase a España por segunda vez desde 1603, para informar ahora al rey Felipe IV de un tratado de paz con Inglaterra -Rubens fue diplomático además de pintor-, se hospedaría en el antiguo Palacio Real madrileño, desaparecido por el fuego un siglo después. Allí conoce a Velázquez y contribuirá éste a orientarle artísticamente, pero, también compuso algunas obras de Arte en la corte española por entonces, retratos de algunos aristócratas hispanos como el marqués de Leganés y otros cortesanos personajes. Sin embargo, algo atraería extraordinariamente el deseo artístico del gran creador flamenco. En España se encontraba una de las mejores colecciones de pintura de Tiziano y todas esas obras estaban en el Alcázar real madrileño. La tentación fue irresistible, así que Rubens copiaría casi todas las obras que la corte española disponía del pintor veneciano. Pero no las copiaría todas con rigurosidad fidedigna. De una de ellas, Adán y Eva, pintada por el pintor veneciano en el año 1550, Rubens llegaría en el año 1629 -casi un siglo después de pintarla el maestro renacentista- a realizar una pintura que ahora nos suponen dos aspectos artísticos en una sola realización pictórica: componer una maravillosa versión de la caída del hombre pintada por Tiziano y otra cosa más: ofrecernos la posibilidad de comparar dos obras maestras de la historia. Poder distinguir así las vestiduras estilísticas, compositivas, emotivas, narrativas, estéticas o creativas de dos de los genios más importantes del Arte universal.

De otras obras de Tiziano tuvo el pintor flamenco mayor fidelidad al original, pero de la obra Adán y Eva del año 1629 Rubens hace una recreación muy personal. Es decir, compone lo mismo que el pintor veneciano, pero lo hace ahora de otra forma: añadiendo cosas y obteniendo algo diferente de lo mismo. Se atrevió Rubens a incorporar elementos distintos a los incluidos por Tiziano, lo que llevará a una genial y odiosa comparación artística. Es de pensar que la madurez del artista flamenco, su sabiduría de años, le llevaría a realizar su obra sin ningún pudor ni duda. Es decir, atreverse a hacer una copia de una obra maestra de Tiziano donde copiaría el mismo tema, la misma composición, gran parte de la posición, inclinación, paisaje, formas y gestos de los personajes, pero, a cambio, introduciría, variaría, incorporaría, añadiría y esbozaría Rubens algunas otras cosas relevantes estéticamente, como para determinar ahora los matices distintos de dos geniales formas de crear y entender el Arte. Abriría con ello Rubens la caja de pandora de la creación artística y, al mismo tiempo, a quien quiera y sepa verlo, desataría los truenos y rayos de la comparación artística más sublime.

¿A qué gran creador se le hubiese ocurrido hacer lo mismo que otro gran creador hiciera un siglo antes? Rubens lo hizo variando aspectos esenciales que evidenciaban un especial sentido artístico muy magistral. Ese sentido distinto de expresar ahora la más conseguida composición de una misma -una anterior y otra posterior copiada- obra maestra en el Arte. Hacer las cosas con posterioridad dará ventajas, porque sabemos lo que se hizo antes y cómo, y mejoraremos así -¿lo mejoramos realmente?- el sentido de lo que se pueda representar de algo que se representó antes. Porque la obsesión de Rubens con Tiziano debió haber sido casi patológica. Tuvo el pintor barroco que buscar su sentido y estilo propio en su obra para justificarla como la más conseguida obra de Arte. Y la verdad es que lo consiguió. La obra de Rubens es genial frente a la otra. Y aunque el manierismo renacentista de Tiziano nos subyugue siempre, nada puede igualar en su obra la grandeza de una realidad mucho más cercana a lo humano o emocional que alcanzará, sin embargo, la obra maestra de Rubens. Es decir, que nos sirve la comparación para comprender más el Arte y no tanto para valorar una u otra obra maestra. La obra de Tiziano es de una belleza sin igual, es una maravillosa composición renacentista llena de equilibrio, estilización y sutileza artísticas. Pero el lienzo barroco de Rubens nos llevará a un universo muchísimo más armonioso con lo emotivo. La credibilidad del personaje retratado de Adán, su conjunción con Eva desde un sentido ético y estético, en el caso de Rubens está mucho más alcanzada frente a la obra maestra de Tiziano.

Hasta el creador flamenco evita cubrir parte del cuerpo desnudo del primer hombre bíblico, cosa que el veneciano equilibraría -ocultaría- junto con Eva en un recurso habitual en el Renacimiento. El Barroco mantuvo ese recurso en menos casos, aunque aquí -que en otros casos Rubens no hace- sí cubre a Eva el lienzo barroco su anatomía erótica más delicada. Está claro que fue la posición de Adán la que obligaría a cubrir su sexo en Tiziano. Al inclinar o girar más con respecto al plano el perfil de Adán hacia Eva, permitió a Rubens ocultar con Arte lo tapado antes en Tiziano con hojas añadidas. ¿Fue ese realmente el motivo, ocultar el sexo? No lo creo. El pintarlo Rubens más sesgado hizo inútil ocultar nada. Porque la intención debía ser otra: componer una figura masculina enfrentada a Eva de un modo diferente a como lo hiciera Tiziano y su Renacimiento aséptico: en Rubens el gesto de Adán es más sentimental que temeroso. La sublimidad de Tiziano consiguió otra cosa: ser fiel al sentido críptico y aséptico del Génesis bíblico. Porque Adán en Tiziano está algo más alejado de Eva, no hay amor ahí, hay más bien coincidencia genética o coparticipación inevitable de dos seres contingentes en una crítica situación sobrevenida. En Rubens, sin embargo, Adán trata de avisar o evitar con ternura y compasión la decidida acción turbadora de Eva. Por eso está Adán más cercano a Eva en Rubens. En Tiziano Adán mira la manzana, en Rubens la mira a ella. Su gesto está en Rubens más identificado con Eva, es más conciliador o más contemporizador sentimentalmente con el deseo inequívoco de Eva, mucho más que el expresado en la obra de Tiziano.  

Porque la figura de Eva no varía formalmente en ninguna de las dos creaciones. Su posición, su gesto, su inclinación, su semblante y su acción es la misma en ambas obras. Sólo la textura y el color del barroco hace a Eva más propia del estilo de Rubens, pero nada más. El resto de Eva es igual en los dos lienzos. El paisaje dispone de una característica estilística que representa la tendencia de cada período artístico. Por ejemplo, el árbol donde Eva toma la manzana prohibida: en el caso de Tiziano su tronco es más vertical, más recto y propio de la tendencia artística renacentista; en el caso de Rubens hay una ligera inclinación, un sesgo más usual de la tendencia barroca curvilínea. La incorporación del papagayo encarnado determinará un cariz esperanzador -más desenfadado- del mensaje tenebroso y definitivo que supone la terrible caída del hombre. Rubens era un ser humano mucho más vitalista, optimista y dichoso que Tiziano, gracias entre otras cosas a su afortunada vida y a su temperamento. En fin, miremos bien las dos representaciones maestras, dediquemos el tiempo que sea preciso. Definitivamente, la obra de Rubens acabará conquistando el sentido más sublime del Arte con su emoción más humana. Lo que el Arte debe transmitirnos, además de belleza o equilibrio estilístico: que los elementos representados sean capaces de comunicarnos algo con emoción. Es de suponer que al pintar Rubens su obra no en su taller sino frente a la pintura expuesta en el Palacio Real, fue una obra realizada solo por Rubens, sin ayuda de ningún colaborador suyo. Es por eso que conseguiría exponer el pintor flamenco su pasión más subjetiva en cada trazo de su emotiva y genial obra barroca.

(Óleo del pintor del Renacimiento manierista Tiziano, Adán y Eva, 1550, Museo del Prado; Óleo del pintor barroco Rubens, Adán y Eva (copia de Tiziano), 1629, Museo del Prado, Madrid.)

20 de julio de 2016

Una representación universal de la humanidad en un solo lienzo: la madonna sixtina.



Llegar a entender una representación pictórica no es infalible nunca. Pero, ¿qué es infalible en el Arte? La grandiosidad de los pintores del Renacimiento o del Barroco ha sido sublime en la historia. Todo lo demás -las otras tendencias posteriores- es algo artísticamente más manipulador, menos sublime, aunque hayan sido perfectas casi. ¿Qué nos dice realmente algo representado en un lienzo cuando lo vemos? Eso que nos dice al pronto, y no otra cosa, debe acercarse mejor a la verdad de lo representado, a la sublimidad de lo humano. ¿Qué es la sublimidad en este caso? Es lo que, representando materialmente algo, llegará a significar luego otra cosa sin necesidad de traducir los elementos propios -rasgos físicos racionales- de su representación primaria. Es decir, cuando lo que vemos no es lo que parece sino otra cosa diferente, una idea más reducida, más bella e incomprensible. Otra cosa, una que, poco a poco, llegará a la excelencia más artística de lo representado, a la cumbre de lo que está más allá de lo aparentemente bello, de lo simplemente estético, para llegar a alcanzar lo más esencial, lo único, lo universal, lo eterno. 

La Madonna Sixtina, el sagrado cuadro del pintor del Renacimiento Rafael Sanzio, es un ejemplo de sublimidad artística. Pero aquí lo sublime nos llegará solo si nuestros receptores humanos se alinean ahora en lo sublime, es decir, si los ojos de nuestro interior se subliman también además, por así decir, ante lo que ahora miran. Para esto hay que romper moldes mentales anteriores y desprenderse de todos los prejuicios, alcanzando incluso una ataraxia mental, una extraña sensación que nos llevará a mirar -como si fuera por primera vez- ahora sin connotaciones ni ideas preconcebidas de ninguna clase. Hagamos una prueba de eso con este magnífico lienzo clásico. Primeramente, nuestro sentido visual nos distingue en la obra cuatro escenarios individuales posibles, cuatro representaciones diferenciadas en la misma obra. La madre y su pequeño hijo por un lado. ¿Qué vemos en ellos metafóricamente? Representan el concepto más elevado en la obra, por tanto, podemos ver en ellos ahora sabiduría, conocimiento, profundidad esencial del sentido global de todo lo relacionado estéticamente. Ellos dos nos miran a nosotros fijamente con conmiseración y empatía, ellos saben del dolor humano, de la soledad, de la provisionalidad de la vida, de la pasión sufrida, de la crueldad, del abatimiento, del desgarramiento más humano.

Luego está la figura vertical de la izquierda, un ser humano mortal aquí representado como cualquier otro -aunque su figura sea la del papa Sixto II-, un personaje envejecido, identificado ahora con todos nosotros -señala su dedo hacia el espectador-, relacionado aquí con todas las miserias humanas de la vida, llenas de poca belleza, con lo terrenal o más práctico de la vida. Tiene unos rasgos humanos poco atractivos y su representación está relacionada con lo pasajero de la vida. Dispone su figura de un gesto nada garboso y se asocia además con toda la materia inerte y corruptible del mundo. En el otro extremo del cuadro se sitúa justo la representación de lo contrario, otra figura humana pero ahora elegante y bella, con toda su juventud esplendorosa expresada -es la joven, excelsa y hermosa figura de santa Bárbara-, con un ademán armonioso, con el aspecto elogioso de una belleza humana sublime. Su rostro está bendecido de equilibrio y armonía, con el ángulo representado más exquisito de su cara y de sus ojos entreabiertos. Por último, en el escenario inferior de la obra, se representan dos ángeles pequeños indolentes, dos niños celestiales que realmente representan ahora a toda la humanidad. Expresan ellos en la obra la inocencia y la ignorancia. Representan la incapacidad infantil humana de ver las cosas más allá de una lúdica o divertida forma de entender la vida: sin aristas, sin complejos, absolutamente inconsciente.

En esta obra de Arte la genialidad de Rafael Sanzio es difícil de evaluar en toda su magnitud estética, como en muchas obras suyas, porque no es solo armonía o belleza lo que pinta ufano. Pero en este lienzo tan sublime llegará el pintor italiano a describir, más que ningún otro pintor en la historia, de forma sublime la humanidad tan desarticulada y vulnerable, tan excelsa y tan miserable, tan divina y tan humana, tan eterna y tan perecedera. El universo humano que representa la obra se enmarca ahora a través de la material cortina verde, abierta así para ver el sentido más sagrado del mundo a la vez que el menos sagrado de lo humano. La sublimidad de Rafael fue precisamente esa: hacer que lo menos sagrado -lo banalmente humano- no lo parezca tanto o nada. Pero, sin embargo, está ahí representado. Lo saben los personajes más sagrados en la obra -la Virgen y el Niño dios- porque la mirada de ambos es la más inquieta de todas. En esa mirada observaremos la sutil empatía que lo sagrado -también lo artístico o el Arte en definitiva- dispensará a lo desolado, a lo envilecido, a lo más terrible del mundo y sus cosas.

El Renacimiento del pintor Rafael es imprescindible para poder componer lo sublime. Pero, no bastaría. Por eso el creador más humano y sagrado de los más geniales renacentistas se acercaría aquí, sutilmente, hacia una deriva barroca, hacia esta otra tendencia artística mucho más comprensiva con la humanidad frágil y vulnerable. Pero entonces no se sospecharía que una tendencia así, tan generosa con lo humano, pudiera existir alguna vez. ¡Porque estamos aún en el año 1514! Nada de eso se podía suponer todavía bajo las grandiosidades de un lienzo renacentista. Pero aquí Rafael se acerca, antes que nadie, a la sublimidad compasiva del Barroco, aunque sin dejar las maravillosas insinuaciones renacentistas tan clásicas. ¿Qué nos están diciendo las miradas de esos dos pequeños ángeles tan terrenales? ¿Qué hacen ahí abajo, tan cerca de la Tierra? Pues, representar divinamente lo más terrenal. Porque ellos -los pequeños ángeles ensimismados- expresan ahora aquí la duda, la idea premeditada, la imaginación, el deseo, la molicie, el desatino, la inconsciencia o la avaricia más humanas. Pero, sin embargo, ellos no lo saben aún... ¿Qué se esfuerza ahora el maduro y errático Sixto en decirnos ahí? Porque él representa la apelación, el desasosiego, el paso de la vida perecedera, la tentación, el arrepentimiento, lo más humano y material de la vida. Él es también la confusión, la profusa confusión desasistida del ser humano. Hasta el pintor parece que, en su mano dirigida hacia nosotros, le pintase seis dedos, aunque eso solo sea una vaga impresión plástica visual muy confusa.

De la exquisita y bella figura de santa Bárbara, ¿qué nos dice esta representación?, ¿qué nos dice su bella figura estilizada? Ella representa el lado más amable de la vida, el aspecto más encantador y más bello de la vida. Su belleza -el pintor se inspiró en una de las más bellas mujeres romanas, en Julia Orsini- es extraordinaria. Porque no es nada sagrada su belleza, como sí lo es, a cambio, la belleza de la virgen María representada. Santa Bárbara nos transmitirá aquí todo lo bueno, bello, querido o bendecido por una Naturaleza agradecida, equilibrada y armoniosa. Su gesto es un ejemplo magnífico de escorzo -inclinación de su cuerpo-, perfectamente conseguido en el lienzo, algo que tan sólo sus facciones hermosas puedan, acaso, competir ahora con tamaña armonía estética. Su perfil es mucho más humano que sagrado. Ella es la otra parte de la vida -la enfrentada a la vejez, a lo inarmónico o a lo perecedero-, esa parte de la vida que veremos ahora con el deseo de identificar belleza con humanidad, armonía con solemnidad o esperanza con ternura. En esta obra maestra está el universo de la mejor representación de la humanidad a través de los ojos de la divinidad... ¿Qué nos quedará a nosotros luego de mirar esta obra? La mera certeza de que el mundo encierra tal vez algo más de lo que vemos. Que todo formará parte de la vida: de sus inicios inocentes, de sus momentos gloriosos, de su belleza, de sus difíciles y oscuros tiempos de explicación o deterioro. De todo lo que somos, de lo humano que somos, de lo que podamos llegar a ser también además... De la terrenalidad más sensual y más asombrosa o de la divinidad misteriosa más trascendente y sublime.

(Óleo y detalles de La Madonna Sixtina, 1514, del pintor del Renacimiento Rafael Sanzio, Galería de Pinturas de Maestros Antiguos, Dresde, Alemania.)