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5 de diciembre de 2013

La poética figura en el Arte de la mujer inmóvil o el dilatado horizonte de un cielo y su homenaje.



¿Cómo sino utilizar los colores para emocionar desesperadamente con el Arte? Para emocionar y para sentir cosas inspiradoras... a través de los sentidos menos permanentes. Porque no durará mucho ese momento emocional. No durará más de lo que suponga un latido y su contralatido desatento. Porque no se tratará de fijar en un lienzo nada demasiado: ni la mirada, ni la conciencia, ni la pasión...; sino sólo ahora, vagamente, un desgarrado instante sin dolor. Y esto lo comprendieron algunos creadores artísticos muy pronto. Aunque no sería comprendido bien hasta el Romanticismo, una tendencia que no llegaría hasta finales del siglo dieciocho pero que desde comienzos de ese siglo balbucearían ya algunas semblanzas parecidas. Unas sensaciones prerrománticas que anunciarían lo que, luego, terminaría arrasando el espíritu humano y sus creaciones artísticas como cosa alguna antes hubiera podido imaginarse. El pintor italiano Giovanni Pannini (1691-1765) fue, por ejemplo, uno de los primeros en pintar las ruinas de la antigüedad clásica. Sin él saberlo aún, sin ser él para nada romántico, estaría ya empezando a cimentar los elementos primigenios de la fugacidad romántica. Tiempo después el pintor del Rococó español Luis Paret y Alcázar (1746-1799) mostraría, en sus aún obras empalagosas de esa tendencia dieciochesca, un apasionado tono de fervor lastimero o un suave pero acusado cierto acontecer emocional...

Ayudaría, tal vez, su destierro en el caribe producido por haber favorecido a un infante real -su amigo Luis Antonio de Borbón- de amantes jovencitas. Posiblemente, también ayudaría el mar y su sensación de límite ahora entre dos mundos: de reflejo por un lado de la infinitud abrumadora de lo poderoso como, por otro, de la humana, frágil y vulnerable finitud de lo terrenal. Así, por ejemplo, Jean Pillement (1718-1808) compuso su apasionada obra Náufragos llegando a la costa. Qué belleza de triste naufragio y qué maravilloso panorama tan desolador... Luego, a finales del siglo XIX, hasta el pintor sueco Knut Ekwall (1843-1912) se dejaría seducir por sobrenaturales seres marinos y sus míticos encantos misteriosos. En su obra El pescador y la Sirena manejaría el pintor esa ambigua certeza tan inspiradora: ¿quién, realmente, estaría buscando a quién, el pescador o la sirena? Pero será el poeta Bécquer, el magistral escritor romántico español, al que le debamos todo lo que con ese universo de emociones quedaría entonces definida la tendencia romántica como un especial y concreto estilo narrativo. Porque es a él al que le debemos la magia de combinar sentimientos fugaces, belleza ilusoria, paisajes monumentales, ruinosos o mortecinos así como una especial aura espiritual cargada de metáforas, rimas y leyendas. Porque sólo Bécquer, como nunca nadie lo hiciera antes, supo expresar con palabras aquellas mismas emociones que los pintores habían recreado con pinceles. Y, desde entonces, toda una gran epopeya literaria se fraguaría en la historia para alarde de otros géneros artísticos, otros medios y otras formas de expresarlos. Y qué mejor homenaje -aunque sea algo largo el texto- que un fragmento de su especial escritura romántica. Aquí, en esta prosa poética, escrita para unos artículos de un periódico de Madrid a mediados del siglo XIX, nos deslumbra ahora el poeta español con lo mismo que otros, antes y después de él, trataron de exponer de otras formas diferentes. Sin embargo sólo él, genialmente, conseguiría aunar lo más románticamente descriptivo con lo más emocionalmente inefable.


Un día entré en el antiguo convento de San Juan de los Reyes. Me senté en una de las piedras de su ruinoso claustro y me puse a dibujar. El cuadro que se ofrecía a mis ojos era magnífico. Largas hileras de pilares que sustentan una bóveda cruzada de mil y mil crestones caprichosos; anchas ojivas caladas como los encajes de un rostrillo; ricos doseletes de granito con caireles de hiedra que suben por entre las labores, como afrentando a las naturales, ligeras creaciones del cincel, que parece han de agitarse al soplo del viento; estatuas vestidas de luengos paños que flotan como al andar; caprichos fantásticos, gnomos, hipógrifos, dragones y reptiles sin número que ya asoman por encima de un capitel, ya corren por las cornisas, se enroscan en las columnas o trepan babeando por el tronco de las guirnaldas de trébol; galerías que se prolongan y que se pierden, árboles que inclinan sus ramas sobre una fuente, flores risueñas, pájaros bulliciosos formando contraste con las tristes ruinas y las calladas naves, y, por último, el cielo, un pedazo de cielo azul que se ve más allá de las crestas de pizarra, de los miradores, a través de los calados de un rosetón. 


En tu álbum tienes mi dibujo; una reproducción pálida, imperfecta, ligerísima de aquel lugar, pero que no obstante puede darte una idea de su melancólica hermosura. No ensayaré, pues, describírtela con palabras, inútiles tantas veces. Sentado, como te dije, en una de las rotas piedras, trabajé en él toda la mañana, torné a emprender mi tarea a la tarde y permanecí absorto en mi ocupación hasta que comenzó a faltar la luz. Entonces, dejando a mi lado el lápiz y la cartera, tendí una mirada por el fondo de las solitarias galerías y me abandoné a mis pensamientos. El sol había desaparecido. Sólo turbaban el alto silencio de aquellas ruinas el monótono rumor del agua de aquella fuente, el trémulo murmullo del viento que suspiraba en los claustros y el temeroso y confuso rumor de las hojas de los árboles que parecían hablar entre sí en voz baja.


Mis deseos comenzaron a hervir y a levantarse en vapor de fantasías. Busqué a mi lado una mujer, una persona a quien comunicar mis sensaciones. Estaba solo. Entonces me acordé de esta verdad, que había leído en no se qué autor: La soledad es muy hermosa... cuando se tiene junto alguien a quien decírselo. No había aún concluido de repetir esta frase célebre, cuando me pareció ver levantarse a mi lado y de entre las sombras una figura ideal, cubierta con una túnica flotante y ceñida la frente de una aureola. Era una de las estatuas del claustro derruido, una escultura que arrancada de un pedestal y arrimada al muro en que me había recostado, yacía allí cubierta de polvo y medio escondida entre el follaje, junto a la rota losa de un sepulcro y el capitel de una columna. 


Más allá, a lo lejos, y veladas por las penumbras y la oscuridad de las extensas bóvedas, se distinguían confusamente algunas otras imágenes: vírgenes con sus palmas y sus nimbos, monjes con sus báculos y sus capuchas, eremitas con sus libros y sus cruces, mártires con sus emblemas y sus aureolas, toda una generación de granito, silenciosa e inmóvil, pero en cuyos rostros había grabado el cincel la huella del ascetismo y una expresión de beatitud y serenidad inefables. He aquí, exclamé, un mundo de piedra; fantasmas inanimados de otros seres que han existido y cuya memoria legó a las épocas venideras un siglo de entusiasmo y de fe. Vírgenes solitarias, austeros cenobitas, mártires esforzados que, como yo, vivieron sin amores ni placeres; que, como yo, arrastraron una existencia oscura y miserable, solos con sus pensamientos y el ardiente corazón inerte bajo el sayal, como un cadáver en su sepulcro.


Volví a fijarme en aquellas facciones angulosas y expresivas; volví a examinar aquellas figuras secas, altas, espirituales y serenas, y proseguí diciendo: ¿Es posible que hayáis vivido sin pasiones, ni temor, ni esperanzas, ni deseos? ¿Quién ha recogido las emanaciones de amor, que como un aroma, se desprenderían de vuestras almas? ¿Quién ha saciado la sed de ternura que abrasaría vuestros pechos en la juventud? ¿Qué espacios ni límites se abrieron a los ojos de vuestros espíritus, ávidos de inmensidad, al despertarse al sentimiento? La noche había cerrado poco a poco. A la dudosa claridad del crepúsculo había sustituido una luz tibia y azul; la luz de la luna que, velada un instante por los oscuros chapiteles de la torre, bañó en aquel momento con un rayo plateado los pilares de la desierta galería. Entonces reparé que todas aquellas figuras, cuyas largas sombras se proyectaban en los muros y en el pavimento, cuyas flotantes ropas parecían moverse, en cuyas demacradas facciones brillaba una expresión indescriptible, santo y sereno gozo, tenían sus pupilas sin luz, vueltas al cielo, como si el escultor quisiera semejar que sus miradas se perdían en el infinito buscando a Dios. A Dios, foco eterno y ardiente de hermosura, al que se vuelve con los ojos, como a un polo de amor, el sentimiento del alma.

(Fragmento último de la Carta IV, Cartas literarias a una mujer, del poeta español Gustavo Adolfo Bécquer, publicadas en el diario El Contemporáneo, Madrid, años 1860-1861.)

(Óleo Ruinas con la pirámide de Cayo Cestio, 1730, Giovanni Paolo Pannini, Museo del Prado;  Obra del pintor Jean-Baptiste Pillement, Náufragos llegando a la costa, 1800, Museo del Prado; Cuadro El pescador y la Sirena, finales del siglo XIX, del pintor sueco Knut Ekwall; Óleo Muchacha durmiendo, 1777 -aprox.-, de Luis Paret y Álcazar, Museo del Prado; Cuadro Ruinas de San Juan de los Reyes de Toledo, 1846, del pintor español Cecilio Pizarro, Museo del Romanticismo, Madrid; Óleo del pintor español Vicente Palmaroli González, A la vista, 1880, Museo del Prado, Arte del Siglo XIX, Madrid.)

10 de octubre de 2013

Cuando lo importante no se ve, no está, no aparece, cuando sólo apenas se vislumbra...



Qué mayor cualidad artística que representar, sin trazos ni colores, lo que el creador manifiesta de un modo subliminal pero que es ahora, sin embargo, el sentido principal de la obra.  Por que, ¿cómo componer en un lienzo lo que existe apenas en la mente curiosa del que observa, ahora desbordada...?, o, mejor aún, ¿lo que sólo existe en la mente aislada de algunos de los personajes representados? Sin embargo, esto es para el Arte una de las más grandes cualidades, tan misteriosa, que sus creadores puedan llegar a disponer. Porque siempre podremos relacionar o imaginar, paradigmáticamente, ese esbozo sutil con alguna que otra cosa relevante. Es decir, elegir ahora las posibles variables emocionales que, de existir visibles, pudieran ser deducidas de una representación así, creando nuestra propia imagen de lo que, sin embargo, no se vea realmente en el lienzo. Un lienzo ahora sublimado por ser aquello no representado una ideación mental imaginada, no expresada gráficamente en ninguno de los personajes o elementos retratados.   Cuando la dulce y bella Psique -según cuenta la mitología griega- quiso encontrar el deseo perdido de su amante -Eros-, no dudaría en recorrer todo el duro camino necesario y preciso hasta llegar incluso a los infiernos, decidida a recuperar aquel maravilloso anhelo emocional fuese como fuese.

Porque en el Hades, el infierno griego, existía un cofre donde la bella diosa Afrodita había guardado un poco de su Belleza inigualable, algo que Psique anhelaba como un poderoso talismán para poder llegar a recuperar a su amante perdido. A pesar de que Perséfone -la diosa consorte del dios Hades- le había prevenido de que no mirase nunca en su interior, Psique acabaría abriendo el cofre de Afrodita y mirando dentro sin dudar. Como consecuencia, Psique terminaría dormida para siempre, un poderoso sueño del que sólo su amante Eros la podría despertar...   ¿Qué nos espera entonces a nosotros, afanados observadores de la esencia oculta en el Arte, de aquello especial que solo pueda apenas vislumbrarse en una obra?: ¿el delirio, la frustración, la decepción, el rechazo, la conmiseración o el sueño eterno? Porque cada una de esas cosas puede resultar de nuestro ánimo por conocer eso que veíamos antes... sin llegar a saberlo exactamente.  Pero, conocer luego ¿el qué?  Mejor será ignorarlo. Mejor es no llegar a saberlo nunca. Mejor dejarlo así, sin desvelar, como cosa imaginada -por tanto oculta- por cada ser que mire anhelante sin realmente percibirlo.  El Arte nos regalará entonces ese bello instante de sumisión a lo no visto, sin embargo. Pero, al mismo tiempo, nos ofrecerá también la estética certeza de que aquello que elijamos creer que sea, aquello que solo nosotros veamos, sin verlo, ¡eso será!

(Óleo de John William Waterhouse, Psyque abriendo la caja dorada, 1903, colección privada; Cuadro La Muerte, 1904, del pintor polaco Jacek Malczewski, Polonia; Obra Mar en calma, 1748, del pintor Claude Joseph Vernet, donde el Sol no se ve, pero, sin embargo, el pintor muestra, magistralmente, sus efectos y su posición... ahora fuera del lienzo, Museo Thyssen Bornemisza, Madrid; Óleo de Dalí, Afgano invisible con aparición sobre la playa del rostro de García Lorca en forma de frutero con tres higos, 1938, Colección Particular; Cuadro Amanecer con monstruos marinos, 1845, del pintor Turner, Tate Gallery, Londres; Óleo Almiar en un día de lluvia, 1890, donde el genial Van Gogh nos muestra cómo la lluvia sólo se puede vislumbrar ahora imaginando apenas sus efectos, Vincent Van Gogh, Holanda; Óleo de Waterhouse, Desaparecido no olvidado, 1873, donde nunca sabremos qué es exactamente lo pensado ahora por el personaje femenino ante una tumba..., tan solo imaginarlo.)

31 de mayo de 2013

No fue la belleza sino el espanto lo que crearía el Arte y la vida.



Llevamos en nosotros el desconcierto de haber sido concebidos. No hay imagen que nos afecte que no nos recuerde los gestos que nos hicieron...   Así comienza su libro El sexo y el espanto el escritor francés Pascal Quignard.  Más adelante nos relata la historia de un pintor de la antigua Grecia, Parrasio de Éfeso (440-380 a.C. aprox.), el cual compraría una vez un viejo esclavo al que hizo torturar como al modelo ideal para la representación perfecta de la imagen estética de un  Prometeo herido.  No es lo bastante triste, dijo Parrasio al verlo. El pintor pidió entonces que torturaran al anciano. Algunos protestaron. Pero él insistió: yo lo he comprado.  Le clavaron las manos.  El pintor comenzaría entonces a preparar el lienzo. ¡Encadénalo!, dijo luego Parrasio a un ayudante, quiero darle más expresión de sufrimiento. El viejo esclavo lanzó entonces un grito desgarrador. ¡Tortúralo más, más aún! Perfecto, mantenlo así, pronunció el pintor griego decidido. El anciano tuvo entonces un acceso de debilidad y lloró. El pintor le dijo ahora: tus sollozos no son todavía los de un hombre perseguido por la furia de Zeus. El anciano empezaría a no poder resistir más y le habló así al pintor: Parrasio, me muero.  Pero el pintor le contestó:  Quédate así, así.    Toda pintura es ese instante...

Desde las creaciones más primitivas hasta el Barroco, la Pintura habría privilegiado el asombro o el espanto como motivo fundamental de su composición iconográfica.  Qué pintarían más los hombres del Paleolítico sino fieras salvajes, algo que, con toda su hermosa calamidad natural, les acabarían ofreciendo la fuerza necesaria para poder sobrellevar su propio temor ante la vida. Cuando al gran artista renacentista Miguel Ángel le encargaron decorar los techos de la Capilla Sixtina no se alegraría demasiado, ya que toda su vida había querido solo esculpir, tan sólo esculpir la piedra, únicamente. Aun así, compuso una de las maravillas pictóricas más grandiosas de toda la historia del Arte. En una de las pechinas de los muros de esa capilla vaticana, entre dos arcos decorados de su bóveda impresionante, situaría Miguel Ángel a uno de los personajes mitológicos que incorporase a su extraordinaria hazaña artística: La Sibila de Delfos. Las sibilas eran unas sabias mujeres que fueron profetisas del dios Apolo en la antigua Grecia. Eran ellas consultadas por entonces para saber el porvenir. Sin embargo aquí, en esta creación renacentista de Miguel Ángel, simbolizaría este curioso personaje mítico griego otra cosa distinta, la anunciada venida de Cristo...

Pero el gran pintor italiano no supo mejor por entonces que componer su rostro con una cierta mirada de inquietud, con un adusto gesto humano ahora de un cierto espanto. Porque el espanto como emoción humana se habría ocasionado ya de la extraña sensación percibida por dos de las sorpresas más inevitables en la vida de los seres humanos: la de nacer y la de morir. Entre medias crearemos cosas, viviremos y exorcizaremos, además, esos dos momentos tan radicales: aquel momento inconsciente en el que nacimos desconcertados, y el otro momento -que ignoraremos cuándo- donde el consciente, a veces, nos descubrirá el espanto...   El gran escritor y poeta argentino Borges, para ensalzar a su bella ciudad natal -Buenos Aires- escribiría unos lúcidos versos sorprendentes:  No nos une el amor sino el espanto.  Y es así como se iniciará toda colosal aventura de la vida, sentimental o no: con un cierto espanto.  Aunque luego sea cuando ese gesto dé entonces paso a otra cosa o no lo dé, es decir, que suceda que dé lugar a poder llegar a  entenderlo o, tal vez, a padecerlo...  Ambas cosas, quizá, a la larga, algo que para entonces, junto a la vida desatenta, inevitablemente, acabará.

Uno de los pintores franceses más cortesanos y galantes del siglo XVIII lo fue el genial Jean-Honoré Fragonard (1732-1806). Crearía escenas rococós de una gran seducción erótica, las primeras de toda la historia del Arte. Donde, además de belleza, supo transmitirnos un cierto efímero mensaje de sabiduría emocional. En su obra El beso robado -creada en el año 1790- nos representa una joven pareja que expresa una escena muy romántica. Un joven se atreve, sorprendido, robándole un beso a la mujer que tiene a su lado, asombrada también ahora ella por ese impulso espontáneo tan inesperado. La sorpresa ante este acceso amoroso el pintor la hace ver con el gesto precavido y la tímida mirada de ella dirigida ahora hacia una impúdica puerta, un frágil muro fronterizo ahora que separará a los amantes de la mirada inquisitiva de los otros. Entonces ella, para evitar el terrible acceso voluptuoso, con una de sus manos indecisas tratará de asirse, inútilmente ya, a cualquier otra cosa que la ayude. Así es como le sobreviene a ella ahora un cierto espanto, uno que no podrá evitar sentir ante la sorpresa de vivir algo tan fugaz o tan definitivo. Y esta emoción la sentirá, además, de un modo inconsciente gracias a haber sido concebida de una determinada forma, desgarradora, voluptuosa, desbordante, y que la llevará en su vida a estar inconscientemente consternada ya tanto por el asombro como por el espanto.

(Detalle del fresco de la Sibila délfica, Capilla Sixtina, Miguel Ángel, Siglo XVI; Cuadro La musa del amanecer, 1918, del pintor simbolista francés Alphonse Osbert; Imagen de Pintura Parietal de la Cueva de Chauvet, Francia; Óleo del pintor orientalista inglés Ernest Normand, Pigmalión y Galatea, 1886, Galería Atkinson, Inglaterra; Óleo El beso robado, 1790, Jean Honore Fragonard, Museo Hermitage, San Petersburgo.)

25 de noviembre de 2011

Entre los genios, los otros creadores y la verdadera autoría lo único que realmente existe es el Arte.



En el Arte se entiende el concepto de forma como algo físico con un valor estético propio, es decir, sin otras consideraciones ajenas a lo estético como puedan ser las cuestiones sociales, morales o filosóficas. La forma, por tanto, son los elementos visuales que dan consistencia estética a lo representado, como lo son la composición, los colores o la estructura de la obra. El escultor alemán Adolf von Hildebrand (1847-1921) expuso en su libro El problema de la forma en la pintura y la escultura la teoría, sin embargo, de que en el Arte la forma tiene siempre dos maneras de ser representada. Una espacial, física o arquitectónica y otra funcional, espiritual o más expresiva. Así establecía que la forma espacial sería aquella donde dominaría la geometría, la racionalidad y el equilibrio. La otra forma, la funcional, acentuaría más que nada la significación expresiva de la creación, la emoción que produce y sus sentimientos. Por supuesto, cualquier obra de Arte requeriría disponer de las dos formas, donde ahora habrá una que resalte más que la otra en cada caso. En general en el Arte la tendencia más espacial acabaría por denominarse clasicismo y la más emocional barroquismo. En una visión global del Arte según el crítico español Eugenio Dors (1882-1954) podemos situar a la Pintura en el centro de una imaginaria gráfica horizontal, una línea imaginaria que nos serviría como virtual escala cronológica del Arte. 

A su izquierda (más antigüedad) situaríamos el extremo artístico más clasicista, es decir, el más espacial o más físico, como son la Arquitectura o la Escultura; a su derecha (más moderno) el extremo más expresivo, los más emocionales de las Artes, como lo son la Música o la Poesía. En el término medio de esa escala artística virtual, entre los dos extremos de esa gráfica imaginaria, situaríamos a la Pintura-Pintura, donde se encontraría además un creador insigne en ella: el genial pintor Velázquez y su genial obra barroca. La proximidad de la Pintura al extremo espacial de la Escultura o de la Arquitectura nos darían, por ejemplo, obras que van desde el pintor clasicista francés Nicolás Poussin (1594-1665) hasta los grandes creadores del Renacimiento, alcanzando incluso al cuatrocentista (siglo XV) pintor Andrea Mantegna (1431-1506). En el otro extremo, el que tendería hacia lo Musical y lo Poético, nos darían creaciones artísticas de, por ejemplo, dos genios del Arte, el Greco (1541-1614) y Goya (1746-1828). Es decir -según Eugenio Dors-, que de Velázquez a Goya se iría ascendiendo en la escala de la expresividad, algo que después continuaría a través de múltiples artistas, tendencias o escuelas. De Velázquez a Mantegna, hacia el lado opuesto, se dirige ahora esa escala artística hacia los elementos de la construcción o del espacio. De ese modo, cuando la Pintura tendía hacia sus inicios en el siglo XV más se acentuaría el dibujo, la forma definida, geométrica, precisa, lineal o equilibrada. Hacia el otro lado nos dirigimos, sin embargo, hacia una mayor emotividad, hacia el triunfo cada vez mayor del color y sus trazos atrevidos, hacia una expresión más poderosa en el Arte, algo que alcanzaría a llegar en el siglo XIX, por ejemplo, al maravilloso Impresionismo. 

Hay dos momentos en la historia del Arte donde la Pintura resaltaría más claramente esas dos posiciones opuestas: el Renacimiento y el Barroco. Ambas materializan así la mayor contradicción artística de la creatividad del ser humano. Las dos tendencias se solaparon en el tiempo, es decir, que no se separaron mucho la una de la otra. Es esta una curiosidad histórica y cultural extraordinaria. ¿Cómo se pudo cambiar tan radicalmente de pintar o de crear -las diferencias entre el Barroco y el Renacimiento son inmensas- en tan poco tiempo, teniendo en cuenta además unos medios tan limitados de comunicación en aquellos siglos XVI y XVII? Las autorías de las obras de Arte -quién haya sido realmente el pintor de una obra- se han confundido muchas veces por los críticos. No todos los creadores firmaban sus obras, y, a veces, si lo hicieron, no lo hicieron de forma muy legible. Es por eso que sólo se podían identificar ciertas creaciones por los rasgos que individualizaban la obra, es decir, por su propia personalidad iconográfica, como son los detalles, colores, pliegues, trazos, etc. Así se pudieron clasificar obras de Arte, pero, al mismo tiempo, se lograron también equivocar identidades. En el Renacimiento ha habido muchos casos de errores en la autoría de obras de Arte. Uno de ellos lo fue el de un pintor desconocido, inidentificado casi, Giovanni Agostino da Lodi (1467-1525), nacido al parecer en el norte de Italia, en Lombardía, muy cerca de la ciudad de Milán. 

Otro pintor italiano de autoría confusa y nacido el mismo año, o un año antes, en Emilia-Romaña, también cerca de la Lombardía milanesa, lo fue el renacentista Boccaccio Boccaccino (1466-1525). Las pinturas de ambos creadores italianos fueron confundidas durante mucho tiempo, incluso murieron los dos, curiosamente, en el mismo año. De hecho, hoy por hoy, no existe una autoría oficial de algunas de sus obras (¿serán la misma persona?). Por ejemplo, el cuadro renacentista Muchacha Gitana, fechado entre los años 1505 y 1518, tiene dos autores diferentes según se dirija uno en internet a Web Gallery de Art o a Ciudad de la Pintura. Sin embargo, en el museo donde radica actualmente el cuadro, la Galería de los Uffizi de Florencia, indica a Boccaccio Boccaccino como el autor de dicha obra del Renacimiento. Además, de Giovanni Agostino da Lodi -también conocido como el Pseudo-Boccaccino- existe una referencia en el Museo Thyssen donde se encuentran dos obras de este autor italiano. La genialidad es algo existente en los seres humanos, pero sólo algunos, muy pocos, la poseen. En el Arte esto está muy claro. La multitud de creadores que han existido y existen nada les quita la pertenencia al mundo del Arte. Pero, sin embargo, la genialidad para que lo sea es una característica que se debe dar en la mayor parte de las obras de algunos pintores, si no en casi todas. Sólo si consiguen que todas sus obras tengan el rasgo propio de los genios, sus creadores lo son. Los ejemplos están ahí: Velázquez, El Greco, Goya, Caravaggio, etc... Otros pintores sólo crearon, alguna vez, alguna obra que destacara especialmente. Es el caso, por ejemplo, del desconocido pintor italiano Jacopo Amigoni (1682-1752), del cual y como ejemplo de esto muestro dos obras suyas. Una donde no consigue el pintor destacar nada especialmente y otra, sin embargo, donde alcanzará el pintor la genialidad en la mirada del Niño Jesús en brazos de la Madonna, ahora una muy convincente, emotiva y sincera mirada. ¿Por qué sólo ahí? ¿Por qué sólo en esa? Por lo mismo que las obras de autorías confundidas o por las obras de esos otros autores desconocidos que las inspiraron: porque el Arte les utilizarían a ellos...  Porque han sido creadas tan sólo por el Arte, nada más que por el Arte, lo único que, verdaderamente, existe. Porque es el Arte lo que, haciendo uso de seres inspirados, no se sabe muy bien por qué, conseguirá con éstos crear obras artísticas.  Los utilizará -a los creadores- como si éstos fueran unos simples polichinelas, unas marionetas ahora en manos de la misteriosa creación universal desconocida. El Arte es la única realidad existente, identificada en sí misma, lo único que nunca confunde, lo único que realizará extraordinarias obras de creación sublime. Así ha sido y así es. Lo único, el Arte mismo, que se atribuirá toda la auténtica creación. Excepto, quizás, entre los genios misteriosos...

(Óleo Muchacha Gitana, 1505-1518, ¿de Giovanni Agostino da Lodi ó de Boccaccio Boccaccino?, Galería de los Uffizi, Florencia; Cuadro Lavatorio, 1500, del pintor Giovanni Agostino da Lodi, Galería de la Academia, Venecia; Óleo Ladón y Siringe, 1510, Giovanni Agostino da Lodi, Museo Thyssen, Madrid; Óleo Sagrada Familia, 1500, Giovanni Agostino da Lodi, Louvre, París; Cuadro Cristo cargando la cruz y la Virgen desmayada, fragmento, 1501, Boccaccio Boccaccino, National Gallery, Londres; Óleo Virgen con santos, fragmento, 1505, Boccaccio Boccaccino, Galería de la Academia, Venecia; Óleo Joven con frutas, 1594, del genial Caravaggio, Galería Borghese, Roma; Extraordinaria obra La vocación de San Mateo, 1601, Caravaggio, Iglesia de los Franceses, Roma; Óleo Sagrada Familia con San Juan, aprox. 1740, Jacopo Amigoni, Alemania; Lienzo Madonna con su Hijo, 1740, Jacopo Amigoni, Museo de Leipzig, Alemania; Cuadro Shakespeare al anochecer, 1935, del pintor americano Edward Hopper, colección privada.)

1 de mayo de 2011

El encuadre diferente, la emoción frente al detalle o el manido pero genial paisaje.



Uno de los primeros creadores que pintaron paisajes como el motivo principal de la obra, no como un escenario secundario, lo fue el renacentista holandés Pieter Brueghel (1525-1569), conocido como el viejo por haber sido el padre de dos artistas flamencos, Pieter y Jan. Sería ya en tan temprana época el paisaje un genial ardid para mostrar, con sutilezas, otras cuestiones delicadas de enseñar en pleno siglo XVI. En su obra La urraca sobre la horca del año 1568, también conocida como Danza de campesinos junto a la horca, el creador flamenco pintaría un escenario grandioso, profundo, de lejanía inspiradora, casi sagrada, mostrando así con todo ello un cierto sosiego algo trascendente... Pero pintaría una horca ahora muy centrada y solitaria, con una pequeña urraca misteriosa además posada en su travesaño principal. En el cuadrante inferior izquierdo de la obra situaría algunos personajes que danzan, irreverentes, junto al atribulado patíbulo desolado. La triste urraca, indiferente ahora a lo que los hombres hacen, observará displicente a unos seres demasiado inconscientes que se alegrarán de no haber sido ellos los ajusticiados, de que, ahora, sean de otros los restos que ellos pisan contentos. Más alejado hacia la izquierda -justo en la esquina inferior izquierda- se ve a un hombre agachado haciendo sus necesidades en la tierra, un claro simbolismo obsceno que afrentaría aquí el suelo que acogerá las almas desconsoladas de los condenados.

Pero el paisaje de Brueghel, siendo tan hermoso en su profundidad, es ofuscado ahora aquí por el ofensivo alarde de una desagradable horca, por el símbolo mortífero de la urraca desatenta, y por los gestos desconsiderados de sus alegres personajes indecentes. Sin embargo, sería un artista nacido en pleno estilo barroco -tendencia poco paisajista- el que, realmente, iniciara el paisaje como un objeto creativo en sí mismo, no como escenario argumental. Claudio de Lorena (1600-1682) fue incluso muy clasicista para su época. Nacido en Francia, pronto marcharía a Italia para inspirarse en los antiguos pintores manieristas, unos pintores que aún harían obras con encuadres espectaculares o con entornos naturales por entonces demasiado tardíos. Morirá Claudio de Lorena en Roma, donde sus creaciones influyeron en los paisajistas ingleses de finales del siglo XVIII y principios del XIX, pintores que viajaron a Italia para ilustrarse en el mismo lugar donde surgiera el Arte. Llegaría a ser tan grande su fama, fue él tan original, sus obras eran tan impactantes y bellas, que sería muy copiado en su época. Así que, motivado por eso, el propio pintor Lorena crearía El Libro de la Verdad, un volumen donde recopilaría todas las obras compuestas por él. Aunque no se publicaría sino hasta casi un siglo después de su muerte, fue todo un gesto audaz contra los falsificadores muy moderno para entonces.

Pero luego, en el siglo de la Ilustración y el Rococó, hubo otro pintor francés, muy paisajista, que mostraría así la continuidad entre Lorena y los paisajistas posteriores, Joseph Vernet (1714-1789). Su luz, poderosa, concentrada y dispersa en el encuadre de un horizonte grandioso -tendencia iniciada por Lorena-, le llevaría a realizar impresionantes marinas, unos paisajes donde el atardecer, el prodigioso cielo y los barcos con su arboladura, formarían parte de su característica iconografía conocida. Tal habilidad adquirió el pintor en esos paisajes, que hasta el propio rey francés Luis XV le encargaría, en el año 1753, que pintase dieciséis puertos de Francia. Otro gran paisajista -además de otras maravillosas, románticas y precursoras tendencias- lo fue el gran pintor inglés Joseph Williams Turner (1775-1851). Pintaría en el año 1815 La construcción de Cartago por Dido, una obra genial donde las trazas de su Romanticismo se aprovecharían del gran paisajista que fuera Turner. En esta obra suya hay un cierto paralelismo con la de Claudio de Lorena: una exaltación de la Antigüedad, de sus ruinas, de la luz poderosa del atardecer, del encuadre diseñado siguiendo las medidas áureas, del color reflejado ahora en sus aguas, colores de olas que, tranquilas y lejanas, llegarán serenas y amarillentas hasta el propio espectador. Cuando Turner decidiera donar este cuadro al museo londinense de la National Gallery lo hizo con una condición: que su obra estuviese justo al lado de la de Claudio de Lorena, Embarque de la reina de Saba. No supo mejor modo que ese para homenajear así a su admirado colega barroco.

Pero el pintor más paisajista por excelencia lo sería el británico John Constable. Nacido en la granja de su padre junto al molino de Flatford, en Suffolk, Inglaterra, desde su infancia aprendería a amar su maravilloso entorno natural, los colores de su cielo, o las fuertes y sosegadas tardes de su coloreada campiña inglesa. Fue un creador -como sólo los grandes lo son- capaz de innovar, de obtener tanto las obras que el público apreciaba como las que él deseaba hacer. De ese modo, crearía extraordinarias imágenes con trazos ahora diferentes, con colores sorprendentes, representando lugares y cosas de una forma por entonces bastante adelantada. Señalando así ya una característica muy esencial para el Arte posterior: la emoción frente al detalle... Pero sería el pintor más conocido aún, sin embargo, por los paisajes naturales y comunes, donde combinaría la perfección del escenario natural con las tranquilas costumbres campesinas de sus habitantes. Aunque también consiguió Constable hacer otras cosas, igualmente geniales y perfectas. Ahora, por ejemplo, sería ya otro el punto de vista, otras las visiones que de las mismas cosas él tuviera... Como cuando pintase la Catedral de Salisbury. La pintaría varias veces, desde ligeros y diferentes puntos de vista, aunque muy poco perceptibles en sus obras.

Hay que fijarse bien para observar que las tres composiciones del mismo paisaje -tal vez hiciera más- que realizara para su amigo el obispo de Salisbury -que se sitúa en los lienzos señalando al campanario de la catedral-, son ahora diferentes todas y cada una de ellas. En la primera, que realiza en el año 1823, parece el pintor querer desear celebrar el estilo en que fuera construida la catedral -el gótico- pues encorva los árboles que enmarcan el campanario como si fuesen un grandioso arco ojival apuntado hacia el cielo. En las otras dos que pinta posteriormente no utilizará ya ese recurso. Ahora pretende dejar el campanario de la catedral despejado, apuntado hacia el infinito cielo. Quizá a su prelado amigo no acabara de gustarle aquel atrevido recurso subjetivo de antes. Debe ser otoño la estación retratada en la obra del año 1825 ya que ciertas ramas que antes -en el otro lienzo- aparecían florecidas se muestran ahora desnudas en uno de los pequeños e inclinados árboles. Por último, en el año 1826, realiza otra creación del mismo escenario pero, ahora, el punto de vista es aquí levemente otro. En este otro cuadro, no en el anterior, parece ahora -en su nueva perspectiva- que tocan aquí algunas de las ramas del árbol el perfil rectilíneo de la torre del campanario; una torre que, majestuosa, dominará orgullosa todo ese sugestivo, bucólico, grandioso y romántico paisaje.

(Cuadro del pintor John Constable, Barcazas en Flatford, 1810; Óleo La catedral de Salisbury, 1823, John Constable, Museo Victoria y Alberto, Londres; Cuadro Catedral de Salisbury, 1825, John Constable, Metropolitam de Nueva York; Cuadro Catedral de Salisbury, 1826, John Constable, Frick Collection, Nueva York; Óleo de John Constable, Tormenta en la costa de Brighton, 1827; Óleo de John Constable, Stonehenge, 1836; Cuadro El caballo blanco, de John Constable, 1819; Óleo La urraca sobre la horca, 1568, Pieter Brueghel el viejo, Museo Darmstadt, Frankfurt, Alemania; Cuadro Embarque de la reina de Saba, 1648, del pintor clasicista Claudio de Lorena, National Gallery, Londres; Óleo Puesta de Sol en el mar, 1760?, Joseph Vernet; Óleo La construcción de Cartago por Dido, 1815, Turner, National Gallery, Londres.)

7 de marzo de 2011

El misterio permisivo, el antifaz del anonimato carnavalesco y el Arte.



Fue en el siglo XI -en plena edad media- cuando se comenzaría a celebrar una fiesta con claros orígenes paganos en la ciudad italiana de Venecia. No es de extrañar que, medio milenio después, aquellos descendientes del antiguo imperio romano volviesen a rememorar las fiestas saturnales... Estas eran las antiguas fiestas romanas que sobre finales de diciembre homenajeaban a Saturno, el dios de la agricultura. Diciembre era por entonces el mes en que finalizaban los trabajos del campo, después de la siembra invernal, cuando ahora todos los antiguos romanos descansaban más tiempo en sus hogares. Hasta a los esclavos se les ofrecían ventajas especiales en esas fechas relajadas. Más y mejor comida, tiempo libre de sus ocupaciones, y hasta recibirían o compartirían regalos con sus allegados. A veces en ese período, de alrededor de una semana, se intercambiaban los papeles: los dueños se hacían los esclavos y éstos pasaban a ser los dueños. Venecia tuvo, con su expansión marítima mediterránea, un motivo económico y social justificado para reiniciar esas antiguas celebraciones romanas cuando el resto de Europa se encontraba aún en la más oscura de las épocas. Pero, no sería hasta el siglo XIII cuando la ciudad-estado veneciana comenzaría a oficializar su fiesta carnavalesca. Con el asentimiento entonces de la Iglesia, que permitía hasta la cuaresma -cuarenta días antes del inicio de la Semana Santa- llevar a cabo unas celebraciones más propias del desenfreno y de la fiesta que de la piedad más religiosa.

Sin embargo, el carneavale o carnaval veneciano no alcanzaría su mayor expresión genuina sino hasta el siglo XVIII, cuando llegaría incluso a durar sus fiestas hasta seis meses, anticipándose así desde octubre hasta la cuaresma (mediados de marzo). En la sociedad veneciana de entonces, mercantil y liberal pero también oligárquica y clasista, el carnaval distendería las diferencias sociales al igual que sucediera en la antigua Roma. Este festejo era un claro reflejo de lo permisible y de lo anónimo. La realidad entonces era que todas las clases sociales se disfrazarían en él. El pueblo llano, por una vez al menos, podría ahora mezclarse sin problemas con la aristocracia. Estas fiestas se llevaban a cabo en las plazas, en las calles, en las casas o en los locales privados, lugares donde se empezarían a celebrar los denominados juegos de azar... El estado veneciano comprendió pronto los beneficios económicos de esos juegos y crearía una casa pública para celebrarlos. El Ridotto eran locales de juegos donde todos llevaban máscaras, salvo los funcionarios, personas que supervisaban y arbitraban el juego. Estos servidores eran nobles venecianos venidos a menos, seres que, con su peluca y toga oficiales, tratarían de infundir un poco de respeto a los díscolos jugadores. Tan importante llegarían a ser esos locales que cuando el gobierno de la ciudad prohibió en el año 1765 los juegos, tanto en las casas privadas como en los locales públicos, sólo dejaría abierto el Ridotto estatal.

Y así hasta que llegó Napoleón en el año 1797 y terminó con el carnaval veneciano, una celebración que no volvería a ser oficialmente -aunque sí tolerada particularmente- restituida por completo hasta el año 1979. El misterio y la ocultación serían por entonces impropios del nuevo orden napoleónico, y esa actitud oficial imperaría incluso hasta mucho después del propio emperador. Cuentan las leyendas que el famoso veneciano Giacomo Casanova (1725-1798) sufriría de pequeño unas continuas hemorragias nasales. Un día hasta lo llevarían en góndola a visitar una sanadora, una bruja curandera de Venecia. Esta misteriosa mujer tras encerrarlo en un cofre con aspecto de sarcófago, quemar algunas plantas alucinógenas, proclamar conjuros y untarle fragancias a su cuerpo, le ordenaría luego guardar silencio de todo lo que había hecho con él aquel día. Le anunciaría además la visita de una maravillosa y encantadora dama para la noche siguiente. De esta dama dependía, finalmente, tanto su curación completa como su felicidad futura. Pero, eso sí, con la condición de que nunca dijese a nadie nada sobre todo aquello. La noche llegó y el pequeño Casanova vio, o creyó ver, bajar por la chimenea a esa deslumbrante mujer aparecida. Se sentó ella entonces en su cama y le pronunció unas palabras que él no alcanzaría a entender. Al irse, le besó. Así, misteriosamente, el pequeño Casanova acabaría,  sin dudarlo, definitivamente curado para siempre.

(Cuadro Figura de perfil, del pintor estadounidense Ray Donley, Texas,1950; Óleo del pintor veneciano Pietro Falca Longhi, 1702-1785, En el Ridotto, 1740; Cuadro del pintor francés Guillaume Seignac, 1870-1924, El abrazo de Pierrot; Óleo del pintor español Raimundo de Madrazo, 1841-1920, Preparándose para el baile, siglo XIX; Cuadro del pintor Raimundo Madrazo, Enmascarados, 1900; Cuadro de la pintora española actual Paloma Barreiro, El antifaz; Cuadro de la pintora española actual Luisa Fuster, El antifaz.)

4 de noviembre de 2009

La vanidad y la moderación en la vida y en el Arte.



El desconocido poeta español Andrés Fernández de Andrada había nacido en Sevilla en el año 1575 y había muerto en Méjico en el año 1648. Fue un militar de los tercios españoles que acabaría sus días en la próspera Nueva España (México) desconocido y en la más solitaria y absoluta pobreza. Ha pasado a la historia de la Literatura, sin embargo, por un único y muy famoso poema elegíaco, Epístola moral a Fabio. En esos versos alabaría la moderación y la huida de la vanidad, de los reconocimientos sociales o de las dignidades materiales. También recoge en uno de sus versos inspirados -el último- la más bella de las metáforas líricas a la brevedad de la vida y su efímera sonoridad.


Busca, pues, el sosiego dulce y caro,
como en la oscura noche del Egeo
busca el piloto el eminente faro;
que si acortas y ciñes tu deseo
dirás: "Lo que desprecio he conseguido;
que la opinión vulgar es devaneo".
.....
Quiero, Fabio, seguir a quien me llama,
y callado pasar entre la gente
que no afecto a los nombres ni a la fama.
.....
Flor la vimos ayer hermosa y pura,
luego materia acerba y desabrida,
y sabrosa después, dulce y madura.
.....
Una mediana vida yo posea,
un estilo común y moderado,
que no le note nadie que le vea.
.....
Ya, dulce amigo, huyo y me retiro
de cuanto simple amé: rompí los lazos;
ven y sabrás al alto fin que aspiro
antes que el tiempo muera en nuestros brazos.


Versos sueltos de la Epístola moral a Fabio, del poeta español Andrés Fernández de Andrada,


(Imagen del cuadro de Tiziano (1477-1576) La Vanidad, Pinacoteca de Munich, Alemania; Pintura del pintor español y novohispano Miguel Cabrera (1695-1768), Serie de las Castas, Museo de América, Madrid; Grabado de Sevilla en el siglo XVI; Mural La Conquista, del pintor mexicano Diego Rivera 1886-1957.)