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18 de noviembre de 2012

La libertad humana y el miedo a la vida, o la ocasión posible frente a la iniquidad.



Cuando el poeta bengalí Rabindranath Tagore (1861-1941) se encontraba navegando hacia América del Sur en el año 1924, invitado por el gobierno peruano para celebrar su independencia, enfermaría gravemente de gripe. Así que al llegar a Argentina decide mejor arribar en Buenos Aires, donde el poeta dedicaría casi dos meses a recuperarse. Conocería allí a la escritora argentina Victoria Ocampo (1890-1979) y terminaría estableciendo con ella una profunda amistad. Victoria le acoge entonces durante ese tiempo en la villa de Miralrío -Vista al Río, propiedad de una prima suya-, una estancia que alquilaría para él y que se encontraba muy cerca de Villa Ocampo, la residencia de la escritora frente al fascinante paisaje del Río de la Plata. Victoria había descubierto la poesía de Tagore diez años antes y quedaría cautivada por el verso sutil y despiadado del poeta frente a la soledad, el amor o la muerte. En aquellos meses a su cuidado, Rabindranath acabaría por dedicarse a pintar. Ella le cuidaría solícita y le ofrecería además sus maravillosos paisajes porteños para que el poeta hindú se inspirase de nuevo. Aunque ahora comenzando -a los sesenta años- por hacerlo con un arte diferente al verso poético, para poder expresar también las mismas emociones de antes.

A cambio, él le compuso una canción lírica hindú: Puravi. La escritora argentina, fascinada con la capacidad del poeta por entender las pasiones humanas, dejaría escrito en una ocasión que podía mirar a Tagore en su interior gracias a las creaciones que de él había leído antes, pero que ahora esa mirada se hizo aún mucho más profunda al llegar a conocerle. Tagore entonces siente una gran emoción plena de juventud, sin perder por ello la conciencia de los años (¿por qué viniste con pasos silenciosos en esta noche desolada...?). A partir de entonces sus creaciones en torno a temas amorosos aumentarían mucho. En sus canciones líricas el amor es sueño y es misterio y reflejaría así el esplendor bermejo del orto del puravi...:  Has desaparecido en la oscuridad dejándome el espejismo del esplendor rojizo de la llama de una lámpara.  El poeta bengalí manifestaría de este modo cómo había sido bendecido con estos nuevos acontecimientos afectivos:  No importan qué tipo de amor evoquen, tales sentimientos siempre hacen brotar flores en la selva de nuestros corazones. Para mantenerse vivos no siempre necesitarán la presencia física o la realización concreta de un acto de intimidad. Continúan floreciendo, aun en ausencia, aun en silencio.

Victoria Ocampo nunca llegaría a visitar la India, a pesar de lo que él insistiría en que todas las personas de su intimidad debían conocer su vida en su propio país. La negativa de Victoria le dejaría un cierto vacío difícil de justificar. De haber conocido su tierra, su vida y su cultura habría comprendido ella que el poeta no era esa persona que colocaba la perfección únicamente en la obra de arte, es decir, fuera de sí mismo -tal como ella equivocadamente lo entendiera-, sino que su búsqueda iría mucho más allá de esa verdad y de esa belleza artísticas. Tagore escribiría en sus últimos días:

En las palabras de sangre yo vi.
Me conocí encarando afrentas
y dolor.
La verdad es dura y nunca engaña.
Y amé esa dureza.


En su libro El miedo a la Libertad el psicólogo Erich Fromm (1900-1980) prologaría su obra con unas sentencias del Talmud judaico: Si yo no soy para mí mismo, ¿quién será para mí? Si yo no soy para mí, ¿quién soy yo? Y, si no ahora, ¿cuándo? El psicoanalista alemán utilizaría también una oración literaria del pensador renacentista Pico de la Mirandola: No te di, Adán, ni un puesto determinado ni un aspecto propio ni función alguna que te fuera peculiar, y ello con el fin de que aquel puesto o función por las que te decidieras las obtuvieses y conservases según tus propios deseos y designios. La naturaleza limitada de los otros seres se halla determinada por las leyes que yo he dictado. Pero la tuya, sin embargo, tú mismo la determinarás sin estar delimitado por barrera alguna. Te puse en el centro del mundo con el fin de que pudieras observar, desde allí, todo lo que existe. Podrás degenerar hacia las cosas inferiores, como hacen los seres embrutecidos, o podrás -de acuerdo con tu voluntad- regenerarte hacia las superiores, esas otras que son las divinas.

Fromm afirmaba que el hombre actual se caracteriza por su pasividad, algo que le llevará a terminar por identificarse con los terribles valores del mercado. El ser humano -decía Fromm- se ha convertido en un consumidor eterno y el mundo para él no es más que un objeto para calmar su apetito. El valor del hombre se está limitando hacia lo material y no hacia lo espiritual.  La autoestima de los seres humanos estará por tanto dependiendo de factores externos, de sentirse ahora un triunfador o no dependiendo del juicio de los demás. El psicoanalista verá en el futuro el peligro de que los seres se conviertan en robots. Es verdad que los robots no se rebelan, pero, dada la naturaleza humana, los hombres no podrán vivir como robots y, a la vez, mantenerse cuerdos.  Entonces -según Fromm- buscarán los humanos destruir el mundo y destruirse a sí mismos, pues ya no serán capaces de soportar el tedio de una vida sin sentido o sin objetivos. Para evitar esto el psicoanalista abogaría por superar esta enajenación, por vencer las actitudes pasivas y por elegir el camino de la maduración, es decir, por volver a adquirir el sentimiento de ser uno  mismo y de retomar así el valor de su vida interior.

En su obra lírica La Cosecha, Rabindranath Tagore dejaría escritos estos decididos versos alentadores:

No deseo que me libres de todos los peligros,
sino valentía para enfrentarme a ellos.
No pido que se apague mi dolor, sino coraje para dominarlo.
No busco aliados en el campo de batalla de la vida, sino fuerzas en mí
mismo.
No imploro con temor ansioso ser salvado,
sino esperanza para ir logrando, paciente, mi propia libertad.
Concédeme que no sea un cobarde, Señor;
sino que descubra el poder de tu mano en mi fracaso.
...........................................

Ya estoy entre los vencidos.
Bien sé que ya no ganaré, que no puedo ganar la partida. Aunque sólo sea para irme al fondo, me arrojaré a la charca. ¡Jugaré la partida de mi propia ruina!
Apartaré cuanto poseo, y cuando ya nada me quede me pondré yo mismo. Y entonces, definitivamente arruinado, irremisiblemente vencido, ¡habré ganado!

(Cuadro del pintor británico William Blake, Elohim creando a Adán, 1795, Tate Gallery, Londres; Obra El Prestidigitador, 1480, del Bosco, Francia;  Óleo Escena de Amor, 1525, del pintor Giulio Romano, Hermitage, San Petersburgo, Rusia; Óleo El Harén, 1877, del pintor francés Fernand Cormon; Óleo Arco de Tito, 1730, del pintor Giovanni Paolo Pannini; Cuadro del pintor romántico alemán Caspar David Friedrich, Luna saliendo sobre el mar,1822, Berlín; Fotografía de Rabindranath Tagore con Victoria Ocampo en Villa Ocampo, 1924.)

13 de noviembre de 2012

Varias versiones palpitan: la verdad es inútil querer conocerla, tanto como creer que alguna exista.



La extraordinaria producción artística francesa durante la época napoleónica, culminaría a principios del siglo XIX con el Neoclasicismo más ideológico de todos. Sin embargo, esta tendencia creativa del Arte se había iniciado años antes, en pleno siglo dieciocho cuando el deseo de la Ilustración -representado por los pensadores y filósofos de entonces- defendiera una existencia basada en la razón sobre todas las cosas. Ese deseo racional vendría a sustituir el papel de la religión, con una visión ahora mucho más laica del mundo y del hombre. Esta actitud llevaría a reordenar la vida y en consecuencia las relaciones de los humanos entre sí, tratando de reconstruir un nuevo y definitivo concepto científico de la verdad. Cuando la posmodernidad apareció dos siglos después, finales del siglo XX, para tratar de comprender qué había pasado con el mundo, algunos autores expusieron sus nuevas teorías sobre la verdad. Entonces el filósofo francés Lyotard (1924-1998) dejaría escrita su visión del sentido de la verdad: La pregunta, explícita o no, planteada por el estudiante, por el Estado o por los que enseñan ya no será ¿es esto verdad? sino ¿para qué sirve? En el actual contexto de mercantilización del saber esta última pregunta, las más de las veces, significará: ¿se puede vender? Y desde el contexto de la argumentación del poder: ¿es eficaz? Pues sólo la disposición de una competencia válida -realizable en sí misma- debiera ser el único resultado vendible y, además, eficaz por definición. Lo que deja de serlo es la competencia según otros criterios, como verdadero/falso, justo/injusto, etc...
 
El concepto de posmodernidad es utilizado en varios aspectos diferentes de la vida del hombre: filosóficos, históricos o artísticos. Aunque la definición del concepto sigue siendo compleja, básicamente sus características en el pensamiento son: el antidualismo, la crítica de los textos, la importancia del lenguaje y la verdad como algo relativo. Algunos pensadores argumentan que la modernidad (desde el Renacimiento en adelante) habría creado nefastos dualismos: negro/blanco; creyente/ateo; occidente/oriente; hombre/mujer, etc... Que los textos (históricos, literarios) no tienen autoridad de por sí, ni pueden decirnos qué sucedió en verdad, más bien reflejan prejuicios y son una muestra de la cultura y la época del escritor. Por otro lado el posmodernismo defiende también que el lenguaje moldea nuestro pensamiento, que no puede existir ninguno sin lenguaje, y que éste crea finalmente la verdad. Y que la verdad es una cuestión de perspectiva o de contexto más que algo universal. En esencia, no podemos tener acceso a la realidad de la verdad o a la forma en que las cosas son sino solamente a lo que nos parecen a nosotros.

El héroe griego mítico Teseo es conocido sobre todo por haber matado al Minotauro. Pero la verdad es que fue mucho más que eso lo que hiciera. Fue además rey de Atenas, hijo de Egeo y de Etra, aunque otras versiones afirman que fue hijo del poderoso dios Poseidón. En el famoso relato mitológico cretense, Ariadna acaba enamorándose de Teseo. Ella le propuso entonces ayudarle -con su famoso hilo- a cambio de que se la llevara con él y la hiciera su reina. Teseo acepta y, después de matar al Minotauro, terminan ambos saliendo del laberinto y de la isla de Creta. Años después abandona a Ariadna y, en una unión pasajera con la hermosa Antíope, le nace su hijo Hipólito. Sin embargo, todavía el héroe ateniense se relacionaría con la hermana de Ariadna, la libidinosa y trágica Fedra. Tiempo después Teseo llega a conocer al rey de los lápitas, Pirítoo, y ambos acaban siendo grandes amigos. Participan juntos en hazañas bélicas y compartirán aventuras con los Argonautas. Tanta amistad les unió que decidieron que cada uno se uniría nada menos que con alguna de las hijas del poderoso Zeus. Teseo lo haría con Helena y Pirítoo con Perséfone.

Pero para que Pirítoo pudiese unirse a Perséfone tendría que ir a buscarla a los infiernos, al Hades. Los dos amigos, decididos, solidarios y valientes, aceptan el duro y difícil reto mortal. Creyeron que podían bajar al infierno, raptarla y salir como si nada. Sin embargo, Hades -el dios del inframundo- les tiende una trampa y acaban aprisionados en el fondo más oscuro del infierno. Mientras tanto Hipólito -el hijo de Teseo- crece en Atenas convirtiéndose en un apuesto y hermoso efebo. Entonces su madrastra Fedra piensa que Teseo nunca regresaría del Hades. Y es así como surge entonces uno de los dramas griegos más representados, famosos y trágicos de toda la mitología helena. El primero en escribirlo fue el griego Eurípides, más tarde lo hizo el poeta Sófocles -en una tragedia griega perdida-, y luego lo haría hasta el latino Ovidio. Pero también lo haría el romano Séneca y hasta el francés Racine siglos después. Cada cual representaría una versión diferente de la leyenda de Hipólito y Fedra.

Eurípides redacta dos versiones distintas. Una desde la perspectiva de Hipólito y otra desde la de Fedra. En la primera versión se presenta la excelsa y virtuosa figura de Hipólito frente a la impúdica de Fedra. En la otra nos muestra a una Fedra más moral, o más humana, determinada ahora por elementos ajenos a su voluntad moderada. En una de esas versiones acaba Fedra declarando su amor a Hipólito -su hijastro- mientras Teseo está aún vivo lejos. Por tanto, su falta no podría ser peor para el público: cometería tanto incesto como adulterio. En otras versiones Fedra es la víctima de Afrodita, la cual se había ofendido con Hipólito por haberla rechazado frente a Diana o Artemisa, vengándose de Fedra trastornándola de ese modo tan pasional y errático. Sófocles lleva su drama a un mayor protagonismo de Fedra. Éste sitúa a Teseo para siempre en el Hades, es decir muerto, y por tanto exime a su heroína del delito de adulterio. En Séneca Fedra se convence insistente de que Teseo no volverá nunca y le declara entonces su pasión a Hipólito. Éste se debate entonces entre su deber y su deseo. En Racine los personajes se humanizan más. Fedra intenta suicidarse por no poder soportar el rechazo de Hipólito. Teseo regresa del Hades y es informado por personajes desdeñados por él -otras amantes- de la falsa traición de su hijo. De pronto le llega a Teseo la noticia de que su hijo se ha estrellado en su carro de tiro y que muere abatido por sus caballos cuando, huyendo de monstruos marinos, es arrastrado por las riendas y golpeado contra las oscuras, peligrosas o fatales rocas del mar. Desapareciendo así para siempre Hipólito y su tragedia. Como la verdad desesperada...

(Óleo del pintor neoclásico francés Joseph-Désiré Court, Muerte de Hipólito, 1828, Museo de Fabre, Montpellier, Francia; Cuadro Fedra, 1880, del pintor academicista Alexandre Cabanel, Museo Fabre, Francia; Óleo neoclásico Fedra e Hipólito, 1802, del pintor francés Pierre-Narcisse Guérin, Museo del Louvre, París.)

14 de octubre de 2012

Hay más cosas en el cielo y en la tierra, Horacio, de las que haya soñado tu filosofía...



Europa resultó inusualmente fría durante aquel verano del año 1816, los pozos alemanes se congelaron en mayo y en agosto cayó nieve cerca de Londres. Un enorme penacho de gas y cenizas procedente de la erupción del Tambora, un volcán indonesio, atravesó el mundo. Fue la mayor erupción jamás registrada y, directa o indirectamente, cambiaría por entonces muchas vidas de manera irrevocable...  Efectivamente el año 1816 fue el año sin verano. La gran cantidad de polvo y cenizas que esparció a la atmósfera la erupción del volcán de la isla de Sumbawa en Indonesia, producida entre el 5 y el 15 de abril del año 1815, provocaron una alteración climática extraordinaria al año siguiente en Europa. La luz solar sería atenuada peligrosamente y la temperatura de la Tierra disminuiría en el hemisferio norte tanto como hacía muchos milenios atrás hubiera sucedido. Pero las consecuencias no sólo fueron climáticas por entonces... Unos seres humanos alumbrados por la pasión romántica de una época escindida por entonces entre la fría ilustración, la revolución fallida y la resaca reaccionaria posterior, llegaron aquel verano del año 1816 muy cerca de los Alpes suizos y tuvieron que refugiarse en una casa al calor de unos fuegos acogedores. Aislados por la nieve, se vieron obligados a permanecer guarecidos y calientes sin poder salir de su refugio. Esos seres fueron los poetas Byron y Shelley, la mujer de éste, Mary, y el médico de aquél, Polidori. Los cuatro, encerrados y resignados, decidieron entonces ocupar el tiempo en componer cada uno de ellos la historia más tenebrosa que se pudiera contar. 

Bajo esos momentos de sorpresa y temor la apuesta literaria de los cuatro se dejaría llevar ahora por el terror y el miedo. Los relatos debían procurar sentir las emociones propias de un mundo sobrehumano imposible de entender sólo con elementos racionales y lógicos. Todos escribieron su historia de miedo, pero, de aquella experiencia literaria, sólo una joven desconocida, Mary Shelley, conseguiría crear el relato de terror más famoso de todos, Frankestein o el moderno Prometeo. Sin embargo el poeta Lord Byron comenzaría también uno de sus mejores dramas poéticos románticos, Manfred, un relato de ficción que, aunque no llegara a conseguir tanta popularidad como el de Mary Shelley, acabaría siendo uno de los legados románticos más influyentes de esta subyugante, rompedora y arrebatadora tendencia artística. Contaba el filósofo y escritor inglés Bertrand Russell que cuando consideramos a los hombres no como artistas o descubridores, no como simpáticos o antipáticos sino como fuerzas influyentes en los demás, como cambio social en los juicios de valor o en las actitudes intelectuales encontramos que necesitaremos reajustar nuestra apreciación real hacia ellos. Entonces muchos personajes no sean ya tan importantes como nos hayan parecido antes y otros, sin embargo, serlo aún mucho más de lo que fueron. Entre los hombres cuya importancia es mucho mayor de lo que parecía, Lord Byron -decía el filósofo Russel- merecería un más alto lugar que el que tuvo.

A pesar de una infancia desafortunada y acomplejada además por una secuela física en su pie derecho, ofuscado por la separación de sus padres o por la crueldad de una madre exigente, pudo vivir como quiso gracias a la herencia fabulosa de un tío solitario. Enfrentado a sus iguales nobiliarios y a una sociedad rígida e intransigente, abandonaría Inglaterra con veintiocho años para no regresar jamás. Su pensamiento y lúcida idea de la vida expresados en su obra competiría con los más grandes pensadores de su siglo. Fue junto a Napoleón y Goethe uno de los personajes más influyentes de su tiempo. Nietzsche, el gran filósofo alemán,  que apreciaría especialmente al poeta británico, en uno de sus escritos nos dice el filósofo acerca de la verdad: El desarrollo de la humanidad nos ha hecho tan dolorosamente sensitivos que necesitamos el tipo más elevado de salvación y consuelo; de donde surge también el peligro de que el hombre pueda ahora morir desangrado por la verdad que reconoce. Es así como, años antes, Lord Byron escribía en su drama romántico Manfred estos versos con un sentido semejante: ¡Ah, el dolor debería ser la escuela del sabio! Las penas son conocimiento; los que más saben deberían deplorar más la fatal verdad; el árbol de la ciencia no es el árbol de la vida.

En su drama poético Byron retrataba a su héroe meditabundo fallido, desconcertado, resentido consigo mismo y torturado por la culpa. En Manfred Byron elige la personalidad para su protagonista de un admirado Fausto, aunque en esta ocasión atormentado más por el pasado y la culpa que por el futuro y la dicha. Describiría el poeta romántico con sus versos trágicos toda la sensibilidad metafísica inspirada en aquellos días desolados, momentos con los que, agotados por la sombra de una eterna, fría y oscura noche, sosegarían años después -en su recuerdo romántico- la sentida y dura existencia de su atribulada vida. A cambio, Manfred, su personaje atormentado por la culpa, no quería más sino olvidar ahora todo frente a cualquier posible o anhelado deseo poderoso. Porque es eso lo único que reclama el héroe byroniano frente a las altas cordilleras de los Alpes a los influyentes espíritus del Universo. Lo único que para él sería lo más importante o más necesario en este mundo: el olvido.

- La tierra, el océano, el aire, la
noche, las montañas, los vientos y
el astro de tu destino están a tus
órdenes. Hombre mortal, sus espíritus
esperan tus deseos. ¿Qué quieres
de nosotros, hijo de los hombres?,
¿qué quieres?

- El olvido.


(Fragmento de Manfred, del poeta Lord Byron, 1816)

(Óleo El canal de Chichester, 1828, del pintor Turner, donde describe en su lienzo el creador romántico inglés un atardecer inspirado ya en aquel año sin verano de 1816, cuando la luz solar fue matizada totalmente por una gran nube de cenizas, Tate Gallery, Londres; Cuadro El sueño de Lord Byron, 1827, del pintor inglés Charles Eastlake; Pintura Manfred y la bruja de los Alpes, 1837, del pintor inglés John Martin, Manchester, Inglaterra; Óleo Byron en su lecho de muerte, 1826, del pintor Joseph Denis Odevaer; Grabado con el retrato de Lord Byron, 1818, del litógrafo Henry Meyer y el ilustrador James Holmes, National Gallery, Londres.)

28 de agosto de 2012

El moliente efecto de lo real, del naturalismo más feroz, o la expresividad más humana y perviviente.



Cuando los creadores del realista estilo Barroco tuvieron que romper con el concepto tan clásico del Renacimiento, acudieron a veces a un socorrido Manierismo, a un personalísimo claroscuro y, casi siempre, al sentimiento virtuoso de la estética de los mártires sagrados, seres demasiado venerables para ser denostados por lo real. Pero debían ser ellos mismos ahora, dejar para siempre la estética hierática y falsa del clasicismo renacentista anterior. Se acabaría ya la dulzura eminente y gloriosa de la insigne -falsa para ellos- belleza tan satisfecha y alejada del mundo de antes. Pero el proceso evolutivo en el Arte es lento y mezclado, balbuceante, confuso y muy personal. Algunos pintores consiguieron hacer lo que la nueva tendencia barroca y su época pedían: la confección de obras correctas y clásicas pero ahora con un sesgo muy diferente... Por tanto elaboradas y conseguidas aún según la antigua manera de pintar la perspectiva, los colores o las formas. Pero, ahora, ¿cómo resolver esa diferencia barroca, esa pulsión más sublime y realista que la anterior tendencia renacentista? Lo tuvieron que hacer los creadores del Barroco con los rasgos más personales y destacados de los seres representados -sus humanos personajes-, unos seres desgarrados por el sentimiento y que sustentaban la emoción profunda que salpicaban sus retratos realistas. Debían estar compuestos los lienzos barrocos con la expresión más abierta que una emoción humana pudiera representar vívidamente. Pero, ¿con qué cosa o rasgo humano en particular?: con el rostro humano más expresivo, con la única cosa que, realmente, determinará la mayor expresividad estética de una persona. Así lo entendería el gran creador español del barroco napolitano de aquella época convulsa: José de Ribera (1591-1652). 

Sus contemporáneos alcanzaron también la cornisa más gloriosa de esta tendencia barroca tan vertiginosa y brillaron con algunas creaciones primorosas, pero no pudieron llegar a reflejar todo lo que el Españoleto obtuviera en sus rostros con el genial maquillaje de su obra. Esta es la posible diferencia o el matiz particular del porqué una cosa es más excelsa que otra. Porque cuando las cosas se consiguen hacer de una cierta forma, cuando se hacen ahora de una forma diferente, es cierto que pueden llegar a alcanzar el cielo con sus formas, pero sólo con una de ellas se podrá llegar a rozar la gloria de las estrellas. Y no es mucha la diferencia, no deviene ésta siquiera en algo especial ni en una cosa grandiosa o manifiesta, es solo un pequeño matiz, una pequeña consistencia física muy genial, atisbada apenas, de una cosa ahora frente a otra. Y en ese barroco tenebrista observamos cómo el pintor español radicado en Nápoles lo hizo genialmente: sabiendo expresar el gesto, la mirada o la forma en la que una emoción se transmita entre los rasgos, las arrugas, la tersura o la fuerza de un rostro desolado que se perfile entre las sombras. Pero de cualquier rostro humano, sea éste frágil, derrotado, sobresaliente o vanidoso. Cuando el poeta francés decadentista Arthur Rimbaub (1854-1891) pasara una temporada en el infierno..., quiso por entonces derrumbar, desde el alto pedestal en donde se encontraba, la solitaria belleza literaria, demasiado clásica, o demasiado desdeñosa, o demasiado alejada de los hombres. Esa belleza que se había encumbrado, sin embargo, poderosa y destacable antes en la historia. Para ello escribió en el año 1873 su obra Una temporada en el infierno, del cual estos versos son  una pequeña muestra:

Antaño, si mal no recuerdo, mi vida era un festín donde se abrían todos los corazones, donde todos los vinos corrían.
Una noche, senté a la belleza en mis rodillas.
Y la encontré amarga.
Y la injurié.
Me armé contra la justicia.
Huí. ¡Oh hechiceras, oh miseria, oh cólera, a vosotras os he confiado mi tesoro!
Logré desvanecer de mi espíritu toda esperanza humana. Sobre toda alegría para estrangularla di el salto sordo de la bestia feroz.
Llamé a los verdugos para morder, mientras agonizaba, la culata de sus fusiles. Llamé a las plagas, para ahogarme con la arena, con la sangre. La desdicha fue mi dios. Me revolqué en el fango. Me sequé con el aire del crimen. Y le di buenos chascos a la locura.
Y la primavera me trajo la horrenda risa del idiota.

Aquí, como en muchos otros lugares parecidos, la imagen y la palabra se confunden ahora en una misma e intercambiable disposición emotiva. Porque son lo mismo, ¡porque dicen lo mismo! Unas veces usando los colores y otras los verbos. Pero ambas herramientas creativas sirven para lo mismo: emocionar sorprendiendo bellamente. Ambas son artes universales, ágiles, firmes, espontáneas y permanentes en la historia emotiva de lo humano. Sin embargo, no siempre todos los creadores del Arte habrían conseguido hacer con ellas algo parecido: obtener la mayor virtualidad sublime escondida tras un pequeño matiz estético. Eso fue lo que consiguieron hacer Ribera y Rimbaud, traspasar la frontera de lo expresivo con el sencillo -y tan complicado- discernimiento universal y milagroso de lo único: alcanzar el alma interior más emotiva de los otros.

(Obra barroca San Jerónimo Penitente, 1652, José de Ribera, Museo del Prado; Detalle del óleo de José de Ribera, San Jerónimo Penitente, 1652, Museo del Prado, Madrid; Cuadro Magdalena penitente, 1611, José de Ribera, Museo Capodimonte, Nápoles; Óleo Demócrito, 1630, José de Ribera, Prado, Madrid; Obra San Pedro, 1622, José de Ribera, San Petersburgo, Rusia; Óleo Judith y la cabeza de Holofernes, 1640, Massimo Stanzione; Obra La Sibila cumana, 1620, Domenico Zampiere, Galleria Borghese, Roma; Cuadro Santa Cecilia, primer tercio XVII, Cavalier Arpino; Óleo La Caridad, 1630, Guido Reni, Museo Metropolitan de Nueva York; Cuadro Salomé, 1620, Caracciolo, Galería de los Uffizi, Florencia.)

2 de agosto de 2012

El huérfano reflejo de lo invisible, de lo esencial, o no se ve sino con el corazón.



Ya lo escribiría el malogrado escritor francés Saint-Exupéry en su genial cuento El Principito: Sois bellas, pero estáis vacías. No se puede morir por vosotras. Sin duda, un transeúnte común creerá que mi rosa se os parece. Pero ella sola es más importante que todas vosotras, puesto que ella es la rosa a quien he regado. Puesto que es ella la rosa a quien puse bajo un globo. Puesto que es ella... Y se volvió entonces el principito hacia el zorro para decirle: AdiósAdiós, dijo el zorro, y añadió:  he aquí mi secreto, es muy simple: no se ve bien sino con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos... ¿Cuántas dentelladas habrá que rasgar a la belleza para comprender de una vez por todas que la auténtica, la verdadera, la más extraordinaria, la más devocional o la más sabia belleza de todas las bellezas no es la que vemos reflejada en un espejo..., sino la que nos llena, sin ambages, nuestro más profundo interior? Esa misma belleza que nos transmitirá cosas, que nos calmará, que nos excitará lo preciso, que mantiene la distancia y que perdurará aun en la sorpresa. Que destilará el rumor de lo imposible, que sostendrá siempre el bastión de lo mejor, de lo más virtuoso, de lo más sinfónico; de lo medido, de lo respetuoso, de lo sencillo, de lo misterioso o de lo curioso. De lo que pasará sin más, de lo callado, o de lo que no se dejará nunca abatir por lo incomprensible.

El poeta romántico inglés Tennyson compuso en el año 1842 su obra La Dama de Shalott. Una maldición llevaría a esa dama a ser encerrada en una torre para siempre. Sólo puede ver ahora ella el mundo exterior a través de un espejo. Mientras tanto, teje y teje sin parar a mirar lo que por el espejo vea. Porque nada de lo que observe a través de ese espejo la impresionará. Tan sólo mirará desde ahí al mundo mecánicamente. Tampoco nunca acabará por confeccionar su tejido con su hilo permanente. De ese modo se mantuvo encerrada, tranquila y sosegada, para siempre. Y así hasta que, un día, ve ella el maravilloso reflejo de un hermoso caballero -Lancelot- a través del espejo. Entonces comenzará a sentir dentro de sí algo muy parecido al dolor... A partir de ahora no puede dejar de pensar que ella habría perdido antes todo su tiempo. Cansada de todo se vuelve ahora. ¡Harta estoy de tinieblas!, se dice una vez. Pero, sin embargo, el reflejo de ese caballero en su espejo no fue más que una vaga sombra más en su delirio. Ella no lo identificará como es él realmente, tan sólo como ella lo cree ver. Es la dama la que envuelve ahora todo su mundo en un halo irreal, ya que todo lo que ella ve lo mira ahora con ojos diferentes.

Así recreará ella ahora todo en su mente y en su corazón. Abandona su torre decidida y se aventura sola, a través de las aguas de un río interminable, hacia su propia perdición... El pintor prerrafaelita William Holman Hunt compuso esa dama en su torre justo en el preciso momento en el que el viento de su locura se apodera de todo, tanto de ella como de todo lo demás. Entonces el equilibrio de antes, su sosiego interior de antes, se terminará rompiendo bruscamente. Y el autor británico nos muestra a la dama ahora así, junto a su madeja de hilo con todo su mundo alborotado: con su enorme cabellera oscurecida, alzada y volando salvaje en el cuadro. Nos muestra el lienzo también la pequeña imagen encuadrada de un Hércules retratado dentro del lienzo, en un pequeño cuadro en la pared, tomando ahora las manzanas del árbol de las Hespérides, fiel reflejo simbólico de la virtud más sosegada frente al desastre y el error.

Cuando en el año 1927 el pintor español Picasso conociera a Marie Thérèse Walter en las Galerías Lafayette de París, le diría entonces a ella que poseía uno de los rostros más interesantes que nunca había visto. La jovencísima Marie Thérèse no conocía al famoso pintor, no sabía nada de Arte. Así que Picasso la llevaría a una librería y le mostraría sus obras cubistas. Ella quedaría tan impresionada que acabaría por ser su modelo y amante durante catorce años. La pintará Picasso muchas veces en su etapa expresionista y cubista. Entonces el gran creador español se encontraba, sin embargo, inmerso en una especial tragedia personal. Continuaba unido a su mujer Olga, pero se debatía ahora entre sus obligaciones maritales -seguir con Olga- o su nueva inspiración amorosa -Marie Thérèse-. Sin embargo, ese deseo, ahora de nuevo tan duradero -para Picasso-, acabaría pronto a manos de la escorada nueva pasión del pintor por Dora Maar... Aquella inspiración de entonces la acabaría terminando también el genio, hundida ahora ya entre las fuertes tensiones inevitables de su pasional temperamento.

No descubriremos realmente nunca la verdad -toda la verdad de lo que sea- de nuestras vidas azarosas. Tal vez porque ni siquiera exista esa verdad... Porque es muy posible que la verdad que refleje ahora la vida, en sus continuas ocasiones de esplendor e inspiración que nos ofrezca, no sean nada más que emociones descompuestas, incompletas o deterioradas. Es seguro que, sin embargo, sea solo ahora en la frágil emoción donde radique, únicamente, el verdadero secreto de cualquier verdad. Pero, sin embargo, la emoción no se dibuja sólo con los trazos elaborados -la belleza más perfecta, clásica o idolatrada- de un perfecto contorno equilibrado en nuestro mundo idealizado. Aquella emoción -la verdadera emoción- para serlo de verdad no utilizará nunca las coordenadas efímeras de una explosión de sentimientos traducibles en lo físico, con su perfección tan plástica o tan divina casi. No, es ahora otra cosa, algo desconocido por ser invisible, algo esencial por ser incomprensible, y, a la vez, aparentemente, muy necesitado. Por no saber ni llegar a entender del todo que ahora, solo ahora, se necesitará algo..., ¡pero tan solo ahora! Por ser además difícil de representar con los simples ojos alborotadores de lo físico... Porque sólo es belleza aquello que se aprecia desde lejos, lo que no se traduce sino con secuencias muy distintas de lo que parecía que era antes, pero que, ahora, no es nada, finalmente. No es nada de todo aquello que adorábamos tampoco, de todo aquello que, por entonces, queríamos creer que alguna vez lo fuera.

(Óleo La Dama de Shalott, 1904, del pintor prerrafaelita William Holman Hunt; Cuadro El corazón oculto, 1934, de Salvador Dalí; Óleo Santa Cecilia-piano Invisible, 1923, del pintor surrealista Max Ernst, Stuttgart, Alemania; Obra de Picasso, La bella Holandesa, 1905; Cuadro Marie Thérèse acodada, 1939, Pablo Ruíz Picasso, Colección Maya-Ruíz Picasso, París; Fotografía de Marie Thérèse Walter, amante de Picasso; Ilustración de la obra literaria El Principito, de Antoine Saint-Exupéry; Óleo Mujer en camisa, 1905, Picasso, Tate Gallery. Londres.)

7 de mayo de 2012

Un infausto instante eternizado en el Arte o el Romanticismo más fugaz y atormentado.



El escritor francés Alfred de Musset (1810-1857) nació en pleno momento romántico del siglo diecinueve. Y aunque abundó en casi todos los géneros literarios, brilló en muy pocos, tal vez por una desubicada sensación suya alarmantemente romántica para el público de entonces. Porque el mundo estaba más inclinado en el año 1834 hacia creaciones románticas suaves o poéticamente glamurosas que en exceso desgarradoras. Y en el género literario más narrativo -la novela- tuvo Musset una competencia feroz con los más populares escritores Víctor Hugo y Alejandro Dumas. Su vida privada fue más conocida, sin embargo, por haber mantenido una relación atormentada y folletinesca con la famosa escritora George Sand. Así que Musset, con su poesía desatada y atrabiliaria, elaboraría una escabrosa lírica romántica desbordada de pasión excesiva -escandalosa a veces- para un gusto más realista, refinado o más clásico, algo que, a partir de aquellos años, comenzaría a buscarse con más interés por los lectores burgueses de Francia. No así lo vieron sus colegas románticos, que lo alabaron, respetaron y celebraron con gusto.

En el año 1834 Musset escribe su gran poema Rolla, un drama romántico muy extenso (784 versos) con el que relata la historia de Jacques Rolla, un joven libertino de París, el más grande libertino de todos. Heredero además de una fortuna que despilfarra en una vida disipada, desenfrenada y fatalmente atormentada. Pudo hacerlo así -despilfarrar de ese modo su vida- porque la propia sociedad de entonces se lo brindaría sin inconvenientes, sin reparos y sin ninguna dificultad. Se lo ofreció todo con sumo gusto hasta la última gota de su inasequible deseo más querido. El autor romántico buscó demostrar lo que la sociedad de finales del siglo XVIII habría conseguido causar en los jóvenes franceses con el excesivo, acelerado  y fatuo resurgir racionalista. Es decir, que con la desaparición de la fe y virtud de antes, también con el advenimiento de un placer sin sentimiento, habrían llevado a la desesperación -sin fondo que los salvara- a muchas generaciones de jóvenes europeos durante el siglo siguiente. Y todo ello por los efectos -según Musset- de aquel inmisericorde mal materialista e impío de aquella sociedad pagana de entonces, de toda aquella infamia tan racionalista, despiadada y sin espíritu.

El poema comenzaba diciendo: Te arrepientes de la época en que el cielo sobre la tierra caminaba y respiraba en el pueblo de los dioses... Indicaba así, desde el principio de la obra, una referencia a la mitología como metáfora útil para señalar lo virtuoso o grandioso de la vida, también lo perdido para siempre.  El protagonista, en su agotado desenfreno, terminaría buscando el amor prohibido más desesperado o más deseoso en los servicios de una joven prostituta, un ser tan ingenuo y desesperado como él. En su despiadado y desolado poema Musset trató de destacar la confrontación continua, trágica y ambigua, entre corrupción y pureza. Porque tanto la joven e inocente cortesana como el joven y desesperado burgués representaban a esos niños que entonces, abandonados por los dioses -por los valores espirituales, sociales y éticos-, se habrían deslizado por la senda peligrosa de la búsqueda de una belleza ilusoria.

En el año 1878 la Academia de Bellas Artes de París, en su famoso Salón de París, rechazó la obra de Arte que el joven pintor Henri Gervex (1852-1929) se atrevió a presentar a concurso. La escena elegida para el lienzo -titulado Rolla- situaba una joven adolescente desnuda tumbada en la habitación de un hotel parisino. Hasta aquí no había nada malo realmente, pero, sin embargo, había otra cosa mucho más peligrosa en el cuadro: mostraba a la joven en una actitud clara de comercio sexual con un cliente. Porque el simple desnudo femenino, tan artístico, clásico y academicista en la época, no podía ser entonces ningún motivo para aquel rechazo. Debía ser otra cosa. El motivo era el instante tan erótico reflejado en el lienzo. Era un momento eternizado donde se mostraba -para una época tan puritana- una escena moralmente cruda por ser muy real, muy sensual y estar totalmente desvelada. Porque ella no representaba ahora -como en los cuadros clásicos de antes- a ninguna diosa mitológica o a ninguna Venus hermosa, ni él tampoco era ningún héroe mitológico consagrado a salvarla o sujetado a adorarla. No, ahora los dos jovenes eran dos seres reales desamparados en un mundo desenfrenadamente perdido. Dos seres vulnerables, dos almas perdidas que, en ese instante maldito, buscan y representan otra cosa distinta: lo que el poeta más crudamente romántico quiso criticar entonces pero la sociedad no admitió a mostrarlo así, de ese modo tan evidente.

La romántica escena fijada en el lienzo mostraba el momento en el que Jacques Rolla, después de haber dilapidado sus últimas monedas para satisfacer su deseo, se levanta de la cama, se viste, se acerca a la ventana de la habitación y, mirando hacia afuera, a la ciudad degradada, decepcionante e insatisfactoria, espera resignado ahora el final de toda esperanza y de toda belleza. Luego -en ese mismo instante fijado en la obra- la mira a ella, a esa pasión efímera que sabe no podrá seguir amando más. Hasta aquí mantiene el pintor eternizada la escena romántica en su obra academicista. Más tarde, según el poema, termina el joven quitándose la vida, luego de haber besado el cuello dormido y delicado de ella. El poeta describe en un solo y maravilloso verso el momento eternizado que plasmó el pintor en su obra: Rolla se volvió entonces a mirarla. Ella, cansada, se había dormido de nuevo; huyeron ambos del mundo, de las crueldades del mundo. La niña en el sueño y el hombre en la muerte.

Hoy en día, ante las profundas convulsiones de esta sociedad tan llena de incertidumbres, no deberían sernos ajenas las sensibilidades de aquellos creadores de siglos anteriores que, autores lúcidos y expresivos, expresaron la terrible responsabilidad de los que dirigen la sociedad. ¿Cuándo se castigará la negligencia de hacer creer a todos que lo único viable y salvador es lo que, únicamente, salvará y dará a los que deciden esas oportunidades que nunca, sin embargo, verán los otros? Porque los otros, los que sufren, anónimos, inocentes, desolados o desesperados, sus decisiones malditas, sólo podrán recordar, si acaso, aquellos momentos en los que su inocente o errónea confianza les abrazaba cándidamente, a veces también mortalmente, en un alarde prometedor, absolutamente seductor, infame, o falsamente suficiente.

(Óleo del pintor francés academicista Henri Gervex, Rolla, 1878, Museo de Bellas Artes de Burdeos; Retrato del escritor Alfred de Musset, 1854, del pintor Charles Landelle, Castillo de Versalles, Francia; Cuadro Ophelia, 1908, del pintor Henri Gervex.)

11 de marzo de 2012

La realidad y la ficción en el Arte y en la vida, o el perfil ladeado de las cosas...



¿Qué cosa subyace en la ficción, una imaginada realidad aunque insoportable o grosera, o una belleza maravillosa y sublime inventada también pero deformada de cualquier realidad? Porque los bardos -poetas- de la Antigüedad griega supieron ya entender que la única forma de completar una narración embellecida era añadiéndole giros, tramas, dramas, matices o pasiones para tratar de subyugar a un lector ávido de emociones increíbles.  Háblame, Musa, háblame de aquel varón de multiforme ingenio que, después de destruir la sacra ciudad de Troya, anduvo peregrinando larguísimo tiempo...    Así comienza La Odisea, la obra clásica griega del inmortal Homero. Lo dejaría claro desde el principio el poeta: Háblame, Musa..., es decir, dime diosa inspiradora qué cuento, qué narro de aquello que pasó no sé dónde ni cuándo exactamente, sólo dímelo y lo escribiré después para que sea una obra inmortal, grandiosa, aleccionadora y casi creíble a pesar de los desvelos absolutamente inhumanos o imposibles de sus héroes. A pesar de que esos héroes se rodeen de monstruos imposibles, de esfuerzos increíbles, de recorridos anacrónicos o de vivencias desesperadamente insoportables.

Pero es que así es como construimos lo que recreamos en un relato escrito: primeramente con los personajes y actores necesarios ante la historia elaborada; luego con los que pasivamente la recibirán -los lectores-, con su propia interpretación subjetiva además de ese relato. Porque en todo relato inventado o imaginado hay un pacto tácito entre el ser que lo produce y el ser que acaba aceptando esa invención. El poeta británico Coleridge escribiría una vez sobre el pacto ficcional...   Por ejemplo, en una narración escrita el lector debe saber que lo que se le cuenta es una invención, algo imaginado por otro sin que por ello el autor le esté contado una mentira. El creador finge así que lo que ahora nos relata es una historia verdadera y los lectores aceptamos ese pacto. Fingimos así que lo que nos cuentan sucedió en realidad, que existió alguna vez o que pasó en verdad ese suceso relatado.

Pero, del mismo modo, los seres humanos en sus múltiples debilidades emocionales -los terribles celos, por ejemplo- deberían entender que la realidad, lo que no es ficción, lo que verdaderamente existe, no es lo que ahora están pensando, recreando o imaginando en su interior en el mismo momento en que ellos lo creen vivir. Porque no es así, es sólo una fantasía ficcional más. Fantasías que a veces pueden acabar fastidiando sus propias vidas y, de paso, lo que es mucho peor, la vida de los otros, de los demás. El pintor clasicista francés Pierre-Narcise Guerin (1744-1833) compuso a comienzos del siglo XIX dos grabados-bocetos muy curiosos sobre un mismo tema: los celos. En uno de ellos aparece la sombra de los amantes infieles proyectada en la pared ante la figura atormentada de una mujer engañada, algo que solo apenas ahora ella presentirá...  En el otro cuadro se observa la desesperación ante la imposibilidad de dejar de pensar o de creer en esa imagen fantástica y atormentadora..., aunque tan solo sea ahora una recreación ensombrecida de su mente, algo que ella, sin embargo, no podrá eludir ni evitar sentir desesperada.

(Óleo del pintor prerrafaelita John William Waterhouse, Boreas, 1903; Fotografía de la estrella de Cine mudo Gloria Swanson, 1919; Cuadros del pintor e ilustrador francés Pierre-Narcise Guerin, 1774-1833, Los Celos, dos ejemplos pictóricos y paradigmáticos de la fantasía imaginada, de hechos que parecen ser la verdad -la sombra de los dos amantes besándose-, pero que en realidad no lo es.)

6 de marzo de 2012

Como dos gotas de agua, como dos creadores alineados, unidos, separados...



En el otoño del año 1974 la poetisa norteamericana Anne Sexton abriría la puerta del garage de su residencia -en Weston, Massachusetts-, se subiría a su automóvil aparcado, se acomodaría por última vez en él, encendería la radio y, luego, por fin, giraría la llave del indiferente, paciente, asesino y cómplice motor...  Ocho años antes habría ganado incluso el prestigioso premio Putlizer por su obra lírica Live or Die... Pero su vida había sido muy dura desde antes, habíase convetido en una antesala desdeñosa, alienante, incompleta, desdibujada, desatinada o imposible de su existencia. Con veintiséis años sería diagnosticada de una terrible depresión. La Literatura fue entonces lo único que pudo mantener revestida ahora su alma, tenerla a cubierto, absorbida, lúcida o requerida para poder sobrevivir... Así hasta que la tozuda desnudez de su alma la traicionara, desleal e insostenible, una vez para siempre. En uno de sus más graves ataques psicóticos producidos en el año 1890, cuando Vincent Van Gogh se encontrara en el asilo de Saint-Paul-de-Mausole de la población de Saint-Rémy-de-Provence, su hermano Theo le aconsejaría ahora que viajara a París, con él, para que allí le pudiera atender el doctor Gachet.

Pero no le haría caso Van Gogh, y, aun así, por entonces, durante algunas semanas, sentiría ahora él revivir su alma y se entregaría a su pintura frenéticamente. Entonces, volvería a seguir... Pero, una noche del verano de ese año tomaría sus pinceles y su atril y se encaminaría hacia un campo solitario, indiferente ahora con él y estrellado por completo. Sin embargo, no sólo por entonces sus útiles de pintar se llevaría con él, también otra cosa acabaría llevando aquella fatídica y serena noche estrellada. Le acompañaría ahora un revólver, un arma mortífera que llevaría asida a su deseo. Según parece, se apuntaría a sí mismo y, a sí mismo, se dispararía... bajo un cielo inspirador en otras veces. Moriría al día siguiente, junto a Theo, que solo pudo oírle decir, serenamente: La tristeza durará por siempre..., y hacia el final del todo mencionaría débilmente: deseaba morir así. Dos seres desesperados de la vida, dos creadores unidos en el infinito por la inspirada emoción de lo incomprensible, de lo desgarradoramente incomprensible. Dos creadores que con su vociferante y apaciguadora fuerza interior depusieron ambos su aliento de la enrevesada, vasta, sin sentido y desolada superficie de lo humano. Y lo hicieron además con lo único, tal vez, que podría justificar siempre todo entre sus insufribles vidas desoladas: con su salvadora, aguijoneante y sublime creación inspiradora.

Poesía La noche estrellada, de la poetisa norteamericana Anne Sexton (1928-1974):

La ciudad no existe
salvo allí donde un árbol de pelo negro
se remonta como una mujer ahogada hasta el cielo encendido.
La ciudad está en silencio. La noche bulle con once estrellas.
Oh, noche estrellada... Así quisiera
yo morir.

Se mueve. Todas están vivas.
Hasta la luna se hincha
en sus grilletes anaranjados
para apartar a los niños, como un dios, de su ojo.

La vieja serpiente invisible engulle las estrellas.
Oh noche estrellada...
Así quisiera yo morir:

bajo la impetuosa bestia del nocturno manto,
succionada por ese dragón inmenso, para separarme
de mi vida sin bandera,
sin vientre,
sin llanto.


(Extraído y traducido gracias al blog Up Pictura Poesis)


(Óleo del pintor Vincent Van Gogh, Noche estrellada, 1889, Museo de Arte Moderno de Nueva York.; Retratos de la poetisa norteamericana Anne Sexton y del pintor holandés Van Gogh.)

1 de marzo de 2012

Los cuatro estados físicos de la materia o los cuatro estados especiales de la vida.



Cuando la joven Agnes -santa Inés- descubriera la fe de Cristo en la antigua Roma, la persecución de los cristianos era por entonces -siglo IV- especialmente dura y trágica. Pero, para esta bella adolescente impresionable y decidida no hubo otra cosa más que aquel deseo ferviente y poderoso. Su acción rebelde sería contestada hasta por uno de sus pretendientes, el hijo orgulloso del prefecto de Roma. Denunciada y apresada, no pudo evitar el martirio y la muerte. Su providencial castidad sorprendió cuando fue llevada como castigo a uno de los peores prostíbulos de Roma. Allí permanecería virgen milagrosamente. Siglos después el día de su festividad -21 de enero- se establecería como tradición núbil para las jóvenes que abrigaban el deseo de encontrar pareja. Así que en su víspera debían encerrarse en su dormitorio, desnudarse y acostarse boca arriba. Luego, con las manos ocultas tras de la almohada, dejar que el sueño anheloso vagara por su mente hasta completar el deseo. Un deseo que se vería cumplido al amanecer.

El poeta inglés John Keats compuso en el año 1819 su obra lírica La víspera de Santa Inés. Relataba la leyenda de Magdalena y Porfirio, amantes clandestinos que aprovecharon la famosa víspera de Santa Inés para huir juntos. Cuando todos estaban borrachos o dormidos ellos escaparon para siempre. Los pintores prerrafaelitas comenzaron su singladura artística a partir de una obra que pintó uno de sus primeros miembros, William Holman Hunt. En ese lienzo se observaba la famosa escena medieval de la huida de los amantes relatada por el poeta Keats. Por aquellos años, mediados el siglo XIX, uno de los críticos más singulares de Inglaterra, John Ruskin, alabaría el ideario prerrafaelita y sostendría además la teoría cultural con la que esos pintores se apoyaron para prevalecer. Uno de sus primeros miembros lo fue John Everett Millais, muy admirado por su amigo Ruskin. Ambos viajaron juntos por Italia para adentrarse en las clásicas e inspiradoras fuentes de su medieval tendencia.

John Ruskin se acabaría casando con la joven y bella Effie Gray (1828-1897). Sin embargo nunca llegaron a consumar su vano e inútil matrimonio. Al parecer, él no pudo contener su negado íntimo desprecio hacia ella, aunque, a cambio, la respetaría y adoraría especialmente. Ella sufriría mucho en aquellos años de matrimonio hasta que conoció a Millais, el amigo de su esposo y admirado pintor prerrafaelita. Seducida por un amor incipiente conseguiría Effie Gray por fin anular su enlace y unirse con su deseado amante pintor. Años después Everett Millais se acordaría del lienzo que su colega Holman pintase de la tradicional leyenda. Así que ahora, inspirado íntimamente, compuso Everett Millais su obra La Víspera de Santa Inés.  En el relato poético de Keats la protagonista -Magdalena- lleva a cabo la tradición festiva de lo que el sortilegio milagroso prometía acontecer. Y el pintor prerrafaelita recrea en su obra simbólicamente a su propia amada de entonces -la esposa de Ruskin- en un dormitorio victoriano.

Se inspiraba el pintor en el recuerdo cuando deseaba lo mismo que ella pero sin atreverse ambos a hacer nada. Como describía el poema romántico, la joven fue espiada por su amante antes de que pudiesen reconocerse como tales. Y así es como Millais la pinta a ella, observada desde el mismo lugar relatado por Keats en su poema. Se sitúa ahora ella sola ante el espejo del dormitorio y comienza a desvestirse. Pero sólo sus hombros relucen sombríos ante la penumbra de la grandiosa habitación dividida. Porque parte de la estancia se vislumbra ahora desde el deseo de una mirada furtiva y oculta en la penumbra -el pintor que la observa escondido-, y parte desde el luminoso y esperanzador anhelo de ella reflejado ahora en su regazo.    En Física se describen cuatro estados de la materia, los llamados estados de agregación física donde la materia conocida cambia a otro estado según incorpore, o no, elementos de esa misma materia transformada. Son los estados líquido, sólido, gaseoso y plasmático. La transformación es absoluta y pasará la materia de ser una cosa a ser otra cosa distinta.

Algo interviene entonces en la materia, algo que está en la propia naturaleza de las cosas y en la naturaleza del ambiente. Y así, de ese mismo modo, sucederá tal vez en la vida de los seres... Porque hay también en los seres humanos un estado germinal, inicial, individual, absoluto y único, el cual no precisa nada más que ser para existir. Pero ese mismo individuo, situado en un medio ambiente imprevisible o caótico, pasará a estar vulnerable al cambio, solícita y perturbadoramente además. Y lo está de un modo igual a la materia física en el Universo: aleatoria, transformable y agregable. Podemos entonces los seres humanos pasar de la individualidad, que es un estado absoluto, suficiente, propio y merecedor -del cual menos ya no podemos existir-, a lo dual, a lo doble, al estado de pareja. Cambia ahora el estado y así cambia también el deseo y la vida del individuo. Y seguirá... Porque también hay un posible cambio a tres, al estado trío. Aquí se produce ahora una agregación inestable, pero que, a veces, es también algo latente en el ser. Es la necesidad ahora de demostrarse, inconscientemente, que lo de antes -el estado dual- debe existir en cualquier caso esté o no esté ahí -visible- el tercero verdaderamente. Más adelante se llegará incluso al cuarteto..., y de ahí aún es posible ir a más. Así deambulan los seres por el mundo y así se desarrolla la historia vital de sus estados personales.

Podemos entonces pasar de un estado a otro, podemos saltar o combinarlos; lo seguro es que cambiaremos nuestra íntima estructura vital con ello, como sucede, por ejemplo, en el ámbito de lo físico. ¿Es esto algo inevitable?, ¿es algo siempre necesario? ¿Se puede decir ahora que el agua, el agua que recorre transparente y fértil el cauce de los vívidos ríos, no puede ser agua líquida, solo líquida -en este estado físico-, por siempre? No y sí, ya que, sin ese cambio de estado, sin cambiar el agua a vapor o a sólido, no podría existir la vida siquiera. Esto es así, inevitablemente. Aquélla -el agua- debe evaporarse alguna vez en su transcurrir vital y, luego, solidificarse otra, sin esto no habría atmósfera ni clima ni vida. Sin embargo, nunca jamás concebiríamos ésta -la vida- sin la maravillosa, ágil, acomodaticia, incolora y única bella forma líquida del agua...

(Óleo La Víspera de Santa Inés -estado individual-, 1863, del pintor prerrafaelita John Everett Millais, Colección particular; Cuadro del pintor adscrito a la hermandad Nazarena -pintores románticos alemanes rebeldes que volvían al ideal medieval-, Franz Pforr, Regreso a casa por la noche -estado dual o de pareja-, 1808; Lienzo del pintor Eugéne Delacroix, El duque de Orleans mostrando a su amante -estado trío-, 1826, Museo Thyssen, Madrid; Óleo Poco después de la boda -estado a cuatro, cuarteto o multitud-, 1843, del pintor William Hogarth, National Gallery, Londres.)

4 de febrero de 2012

A la mayor gloria de la sofisticación de la Belleza: el Manierismo.



Mucho antes de mediados del siglo XVI se comenzaría ya a querer desnaturalizar las figuras o a modificar los colores o a distorsionar la perspectiva de las creaciones artísticas de antes. Fue el cansancio de lo anterior, esa sensación que se genera al agotarse las emociones en las que se sustentaba lo de antes. Emociones que acabaron después de alcanzada ya la perfección artística de grandes creadores del Renacimiento como fueron Leonardo o Rafael Sanzio. Pero, y entonces, ¿cómo seguir plasmando esa Belleza sin continuar exactamente con la enseñanza magistral de toda aquella perfección de antes? ¿Cómo seducir ahora, en pleno momento exultante de admiración de la Belleza, sin contar con parte de aquello de antes? Esa fue la gran apuesta de unos creadores artísticos llamados manieristas, unos pintores renacentistas todavía, pero que no volverían a respetar aquellas medidas clásicas del Hombre de Vitruvio de Leonardo Da Vinci, lo que fuera el modelo perfecto por entonces de equilibradas, geométricas y anatómicas formas.

Pero es que no servirían ya aquellas perfectas proporciones para expresar ahora otra cosa diferente. ¿Qué otra cosa?: la rebeldía manierista. Es seguro que, quizá, fuera obtenido este estilo azarosamente el día que un artista, no pudiendo llegar a realizar lo eximio del creador Rafael Sanzio, ideara mejor que la transgresión ahora, si es creativa, hierática, hermosa o inspirada, podría llegar a sublimar aún más toda aquella sagrada Belleza de antes. Y no se trataba entonces sólo de desproporcionar la Naturaleza, también había que teatralizar el gesto y la escena prodigiosa. Había que conseguir no sólo representar bellamente algo sino crear una especie de danza pictórica o movimiento o ademán fijo, gestos que terminarían siendo el rasgo que más caracterizaría esta sobrecogedora tendencia artística. Era entonces la manera -il maniera- de cómo algunos pintores querían demostrar que su nuevo estilo podía llegar a competir genialmente con aquel perfecto Renacimiento. Pero, sin embargo, no enfrentándose a la grandiosa tendencia clásica sino distanciándose originalmente de ella. Comenzarían los pintores de entonces a admirar esa libertad creativa con la que, alargando los miembros, empequeñeciendo la cabeza o alterando los colores, podían conseguir ahora otro exquisito y maravilloso Arte.

Era el Arte del acoplamiento visual al buscar la comunicación intrínseca o la interactuación dialéctica de sus modelos representados, una relación que podían llevar a cabo con otro personaje o con el espectador... El objetivo era resaltar al modelo central o principal interactuando con otro personaje arqueando un brazo al elevarlo o al dejarlo caer para tocarlo...  Fue el estilo enamorado, fue la Arcadia permanente donde todos se veneran, se respetan o se aman. Fue el paraíso iconográfico donde el personaje de Andrómeda cautiva, por ejemplo, parece que siente ahora más placer que dolor esperando ser salvada por su héroe. Era la escena bendecida por la suavidad, por los movimientos o por la postura de los gestos. Porque la postura manierista no se planteaba si era conforme a la naturaleza o a lo correcto -a lo más clásico-, a lo convencional o incluso a lo sagrado. Pero es que todo se perdonaría en la maravillosa recreación que fue la armonía anamórfica manierista.

Sin embargo todo fue muy diferente después del Manierismo, los siguientes creadores y críticos denostaron por completo este estilo diferente y revolucionario, un estilo que se mantuvo desprestigiado, menospreciado y olvidado hasta casi el siglo XX. Porque fue entonces la poesía más vulnerable del Arte, aquella melodía artística incomprendida que pasaría de puntillas entre dos fuerzas de la naturaleza artística: el Renacimiento y el Barroco. No pudieron durar mucho aquellos rebeldes versos manieristas, que nunca más volverían ni se repetirían en la historia, algo además que no crearía ningún seguimiento ni ninguna tendencia afín. Igual a como sucediera con aquellos versos manieristas del poeta fray Luis de León (1527-1591):

Inmensa hermosura;
aquí se muestra toda y resplandece
clarísima luz pura,
que jamás anochece:
eterna primavera aquí florece.
¡Oh, campos verdaderos!
Oh, prados con verdad dulces y amenos!
¡Riquísimos mineros!
¡Oh, deleitosos senos!
¡Repuestos valles, de mil bienes llenos!

Así fue el Manierismo, pura efervescencia sin tiempo ni medida, sin sentido natural, sin referente anterior y sin continuadores siguientes. Aislado en la incomprensión y en lo extraño, en lo adimensionado o en lo exageradamente bello e incomprendido. Ni siquiera se comprende bien lo que fue exactamente, porque siguió adorando la Belleza renacentista pero sin serlo; siguió gustando de los matices renacentistas pero con otras cosas diferentes; siguió sugiriendo los colores renacentistas pero ni el claroscuro ni los tonos de antes fueron lo importante entonces, unas tonalidades ahora que señoreaban mejor los perfiles alargados, los movimientos estudiados, excesivamente preparados o artificiosos, de los maravillosos lienzos manieristas. Fue sobre todo una revolución silenciada. Y lo fue así porque era una tendencia sin sobresaltos, sin ruidos, apaciguados los elementos más racionales de su composición. Algo que perseguiría un solo fin: sofisticar aún más la Belleza de las cosas. Llevarla al más puro sentido de lo excelso, de lo que nunca se podría comparar con nada, ni siquiera con los seres a los que pretendía representar. Así fue el Arte más sublime. Sin complejos. Así fue la más inequívoca forma de expresarlo. Sin contrastes. Porque existió algo así una vez, una tan disforme y antinatural manera maravillosa de crear Arte. Aunque ahora no lo comprendamos, aunque parezca rídiculo y superado ya, aunque no seamos capaces de llegar a entender cómo alguna vez llegara a existir algo así. Algo que fue por entonces lo único que llevara a pensar a algunos, ¡y tan maravillosamente!, que la Belleza no podía ser otra cosa más que eso.

(Óleo del pintor Alessandro Allori, Venus y Cupido, 1570; Cuadro La Venus de Urbino, 1532, Tiziano, Uffizi; Pintura El Baño de Venus, 1558, Giorgio Vasari, Alemania; Óleo Betsabé, 1570, Giovanni Battista Naldini, Museo Hermitage, Rusia; Cuadro Perseo y Andrómeda, 1611, Joachim Wtewael, Museo del Louvre, París; Lienzo Venus y Adonis, 1587, Bartolomeus Splanger, Amsterdan; Cuadro El juicio de Paris, 1615, Joachim Wtewael, National Gallery; Óleo Venus y Adonis, 1597, del pintor Bartolomeus Splanger, Alemania; Cuadro San Martín y el Mendigo, 1599, El Greco, National Gallery, EEUU.; Óleo La Pietá, 1597, El Greco, Particular.)