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8 de septiembre de 2012

Las nubes o la condensación más hermosa del firmamento: sus formas, apariencias, carisma y tonalidad.



Era el modelo más preciado y efímero que los creadores desearan impresionar con la imagen más grandiosa en un paisaje..., a veces colorido y a veces por colorear. ¿Qué mejor trasfondo para un paisaje impreciso que las nubes descoloridas de un cielo matizador? ¿Qué alarde mejor para un cielo donde contrastar así los objetos que el autor deseara eternizar en su obra? Contaría el director Martin Scorsese en su película El Aviador cómo su personaje protagonista, el inefable Howard Hughes, comprendiera entonces que, para filmar mejor aviones enfrentándose entre ellos, debía el cielo disponer de muchas nubes aterciopeladas para ser así un fondo idóneo y contrastable. Entonces contrataría Hughes a un meteorólogo para que las buscase allí donde estuviesen y conseguir un cielo cubierto por ellas. Un cielo así lleno ahora de capas nebulosas transformadoras de color,  de la forma y hasta del temblor condensable de una bella imagen eternizada. Pero hubo un creador artístico que, cien años antes, perseguiría esos mismos instantes de un cielo animado por las formas, de un cielo caprichoso, raro, violento en ocasiones, pero de un cielo maravilloso siempre. John Constable, el mejor paisajista inglés que se anticipara a los impresionistas franceses, trataría de comprender entonces los cúmulos, los nimbos y los cirros para hacer de ellos un reflejo muy especial en sus obras. Las nubes, algo que de por sí no es previsible ni condicionado ni muy conocido su fluir. Y escribiría el propio pintor inglés en su diario: Hoy, 5 de septiembre de 1822; hora: diez de la mañana; mirando hacia el sudeste, viento fuerte del oeste. Nubes muy luminosas y grises en rápida carrera sobre un estrato amarillo, aproximadamente a media altura del cielo. Y continuaría el pintor escribiendo: Busco en el mediodía. Viento muy veloz. Efecto brillante y fresco. Nubes que se mueven muy rápido. Apertura muy brillante al azul.

Cuenta una leyenda -que es posible que sea verdad- que a los antiguos vikingos del norte europeo ni siquiera sus cielos cubiertos de nubes les evitaban orientarse en su navegación. Para esto debían saber ellos antes dónde se hallaba el sol, algo imposible cuando las nubes impiden ver al ojo humano qué hay detrás de ellas, incapaz el ojo humano de poder filtrar la luz polarizada. Pero hubo un sabio maestro vikingo llamado Sigurd que disponía de una maravillosa piedra solar, de un talismán con el que obraría prodigios y con el que vería más allá de un cielo encapotado. La leyenda cuenta cómo el rey vikingo Olaf le pide a Sigurd su mediación para descubrir el sol oculto ahora entre las nubes. Entonces Sigurd toma su piedra, que no era más que un cristal polarizador -una forma transparente de calcita-, y, dirigiéndola hacia un cielo cubierto, la hace rotar hasta hallar con ella la dirección de la luz desconocida. El maestro vikingo terminaría localizando al sol y permitiendo a sus drakkars -poderosas naves vikingas- orientarse en los difíciles y duros mares septentrionales. Con la fotografía hemos llegado a fijar realmente la maravilla atmosférica que son las nubes, algo sin embargo siempre evanescente, sinuoso y etéreo entre los cielos. Con las imágenes fotográficas fijaremos el momento de ser ellas mismas -las nubes maravillosas-  lo que en ese momento son -y que luego no volverán a ser eso mismo-, y así podremos comprobar que aquellos pintores de entonces no se desviaron mucho de una realidad visual atmosférica tan fascinante. Los colores que las fotografías actuales llegan a reflejar pueden parecernos tan irreales ahora como existentes lo eran, sin embargo, en la paleta de aquellos pintores de entonces. Porque entonces esos colores ya existían -¡como existen hoy!-, y fueron así capaces aquellos pintores de verlos sin poder más que pintarlos. Porque las nubes, cosas inasibles y efímeras, nos descubrirán siempre la extraordinaria capacidad que tienen de ser, ahora como entonces, los mejores encuadres formales de una naturaleza inesperada, pródiga, reluciente y sublime.

El poeta español Manuel Altolaguirre (Málaga, 1905 - Burgos, 1959) nos dejaría escrita la impresión lírica que puedan inspirarnos también las nubes en la vida. Ahora con la tinta literaria y la semblanza poética que, sin embargo, plasmarían también en los bidimensionales efectos los propios pintores en su Arte:

Oh libertad errante, soñadora,
desnuda de verdor, libre de venas,
arboleda del mar, errante nube;
si en lluvia el desengaño te convierte,
la forma de mi copa podrá darte
una pequeña sensación de cielo.
Vuelve a la tierra, oh mar, vuelve a la vida,
a las cadenas de los largos ríos,
a las prisiones de los hondos lagos;
vuelve afilada a penetrar mil veces
angostos laberintos vegetales.
¡Oh libertad, tus puertas son heridas!
No las quieras abrir, sigue encerrada
en la sedienta piel no te sostenga
el inclinado cauce del torrente.
Todo sueño que es nube se deshace.
Vuelva a brillar el sol, pues la blancura
de esa ilusión de libertad celeste
es tan sólo una sombra hecha jirones.
No sueñe más el agua, y tenga vida
en la savia o la sangre, tenga sólo
en mí su libertad, libre en mis lágrimas.

Cuando el pintor John Constable siguiera obsesionado con entender lo que sus ojos no alcanzan a comprender con su Arte, continuaría persiguiendo él esas formas volátiles y caprichosas a través de los campos y campiñas inglesas. Entonces volvería a escribir el pintor en su diario itinerante: Sería difícil citar un paisaje del cual el cielo no fuera la clave, la escala y el órgano esencial del sentimiento. El cielo es fuente de luz en la Naturaleza y lo gobierna todo,  inspira incluso nuestras observaciones cotidianas más corrientes acerca del tiempo. La dificultad de los cielos es muy grande en la pintura, tanto en la composición como en la ejecución; porque si son brillantes, no han de acaparar la atención sino que ha de pensarse en ellos como último plano; no ocurre así con los fenómenos o efectos celestes accidentales, los cuales atraen siempre de modo muy particular la atención. Como las nubes...

También la poetisa polaca Wyslawa Szymborska (1923-2012) supo entender la dificultad de comprender todo aquello que uno no se detiene a mirar despacio en un mundo turbulento. Como las nubes...

Vamos tropezándonos con la realidad
de las ciudades,
sorteando las hendiduras del cielo,
sin mirar casi nunca las nubes,
sin mirar, casi nunca, los cielos.

(Óleo de John Constable, Estudio de Nubes, 1822; Fotografía de un cielo con nubes en la sabana africana; Cuadro Naufragio de Pablo, 1690, del pintor Ludolf Backhuysen, Alemania; Fotografía Mar de Nubes, del autor alejandrojdiaz.wordpress.com, 2011, Canarias, España; Óleo Holandeses embarcando en un Yate, 1670, Ludolf Backhuysen, Museo de Arte de Cincinnati, EEUU; Pintura Ballena en la playa de Schevenigen, 1663, del pintor Cornelis Beelt, Museo Schwerin, Alemania; Fotografía del cielo de Ille aux Cerfs, Isla Mauricio, 1996, foto de F. Ossing; Fotografia de cielo nocturno, Asturias, España; Óleo Cristo en una tormenta en el mar de Galilea, 1695, Ludolf Backhuysen; Cuadro de John Constable, Tormenta inminente en la bahía de Weymouth, 1820; Cuadro Buques en alta mar, 1684, Ludolf Backhuysen, Minnesota, EEUU.)

7 de mayo de 2012

Un infausto instante eternizado en el Arte o el Romanticismo más fugaz y atormentado.



El escritor francés Alfred de Musset (1810-1857) nació en pleno momento romántico del siglo diecinueve. Y aunque abundó en casi todos los géneros literarios, brilló en muy pocos, tal vez por una desubicada sensación suya alarmantemente romántica para el público de entonces. Porque el mundo estaba más inclinado en el año 1834 hacia creaciones románticas suaves o poéticamente glamurosas que en exceso desgarradoras. Y en el género literario más narrativo -la novela- tuvo Musset una competencia feroz con los más populares escritores Víctor Hugo y Alejandro Dumas. Su vida privada fue más conocida, sin embargo, por haber mantenido una relación atormentada y folletinesca con la famosa escritora George Sand. Así que Musset, con su poesía desatada y atrabiliaria, elaboraría una escabrosa lírica romántica desbordada de pasión excesiva -escandalosa a veces- para un gusto más realista, refinado o más clásico, algo que, a partir de aquellos años, comenzaría a buscarse con más interés por los lectores burgueses de Francia. No así lo vieron sus colegas románticos, que lo alabaron, respetaron y celebraron con gusto.

En el año 1834 Musset escribe su gran poema Rolla, un drama romántico muy extenso (784 versos) con el que relata la historia de Jacques Rolla, un joven libertino de París, el más grande libertino de todos. Heredero además de una fortuna que despilfarra en una vida disipada, desenfrenada y fatalmente atormentada. Pudo hacerlo así -despilfarrar de ese modo su vida- porque la propia sociedad de entonces se lo brindaría sin inconvenientes, sin reparos y sin ninguna dificultad. Se lo ofreció todo con sumo gusto hasta la última gota de su inasequible deseo más querido. El autor romántico buscó demostrar lo que la sociedad de finales del siglo XVIII habría conseguido causar en los jóvenes franceses con el excesivo, acelerado  y fatuo resurgir racionalista. Es decir, que con la desaparición de la fe y virtud de antes, también con el advenimiento de un placer sin sentimiento, habrían llevado a la desesperación -sin fondo que los salvara- a muchas generaciones de jóvenes europeos durante el siglo siguiente. Y todo ello por los efectos -según Musset- de aquel inmisericorde mal materialista e impío de aquella sociedad pagana de entonces, de toda aquella infamia tan racionalista, despiadada y sin espíritu.

El poema comenzaba diciendo: Te arrepientes de la época en que el cielo sobre la tierra caminaba y respiraba en el pueblo de los dioses... Indicaba así, desde el principio de la obra, una referencia a la mitología como metáfora útil para señalar lo virtuoso o grandioso de la vida, también lo perdido para siempre.  El protagonista, en su agotado desenfreno, terminaría buscando el amor prohibido más desesperado o más deseoso en los servicios de una joven prostituta, un ser tan ingenuo y desesperado como él. En su despiadado y desolado poema Musset trató de destacar la confrontación continua, trágica y ambigua, entre corrupción y pureza. Porque tanto la joven e inocente cortesana como el joven y desesperado burgués representaban a esos niños que entonces, abandonados por los dioses -por los valores espirituales, sociales y éticos-, se habrían deslizado por la senda peligrosa de la búsqueda de una belleza ilusoria.

En el año 1878 la Academia de Bellas Artes de París, en su famoso Salón de París, rechazó la obra de Arte que el joven pintor Henri Gervex (1852-1929) se atrevió a presentar a concurso. La escena elegida para el lienzo -titulado Rolla- situaba una joven adolescente desnuda tumbada en la habitación de un hotel parisino. Hasta aquí no había nada malo realmente, pero, sin embargo, había otra cosa mucho más peligrosa en el cuadro: mostraba a la joven en una actitud clara de comercio sexual con un cliente. Porque el simple desnudo femenino, tan artístico, clásico y academicista en la época, no podía ser entonces ningún motivo para aquel rechazo. Debía ser otra cosa. El motivo era el instante tan erótico reflejado en el lienzo. Era un momento eternizado donde se mostraba -para una época tan puritana- una escena moralmente cruda por ser muy real, muy sensual y estar totalmente desvelada. Porque ella no representaba ahora -como en los cuadros clásicos de antes- a ninguna diosa mitológica o a ninguna Venus hermosa, ni él tampoco era ningún héroe mitológico consagrado a salvarla o sujetado a adorarla. No, ahora los dos jovenes eran dos seres reales desamparados en un mundo desenfrenadamente perdido. Dos seres vulnerables, dos almas perdidas que, en ese instante maldito, buscan y representan otra cosa distinta: lo que el poeta más crudamente romántico quiso criticar entonces pero la sociedad no admitió a mostrarlo así, de ese modo tan evidente.

La romántica escena fijada en el lienzo mostraba el momento en el que Jacques Rolla, después de haber dilapidado sus últimas monedas para satisfacer su deseo, se levanta de la cama, se viste, se acerca a la ventana de la habitación y, mirando hacia afuera, a la ciudad degradada, decepcionante e insatisfactoria, espera resignado ahora el final de toda esperanza y de toda belleza. Luego -en ese mismo instante fijado en la obra- la mira a ella, a esa pasión efímera que sabe no podrá seguir amando más. Hasta aquí mantiene el pintor eternizada la escena romántica en su obra academicista. Más tarde, según el poema, termina el joven quitándose la vida, luego de haber besado el cuello dormido y delicado de ella. El poeta describe en un solo y maravilloso verso el momento eternizado que plasmó el pintor en su obra: Rolla se volvió entonces a mirarla. Ella, cansada, se había dormido de nuevo; huyeron ambos del mundo, de las crueldades del mundo. La niña en el sueño y el hombre en la muerte.

Hoy en día, ante las profundas convulsiones de esta sociedad tan llena de incertidumbres, no deberían sernos ajenas las sensibilidades de aquellos creadores de siglos anteriores que, autores lúcidos y expresivos, expresaron la terrible responsabilidad de los que dirigen la sociedad. ¿Cuándo se castigará la negligencia de hacer creer a todos que lo único viable y salvador es lo que, únicamente, salvará y dará a los que deciden esas oportunidades que nunca, sin embargo, verán los otros? Porque los otros, los que sufren, anónimos, inocentes, desolados o desesperados, sus decisiones malditas, sólo podrán recordar, si acaso, aquellos momentos en los que su inocente o errónea confianza les abrazaba cándidamente, a veces también mortalmente, en un alarde prometedor, absolutamente seductor, infame, o falsamente suficiente.

(Óleo del pintor francés academicista Henri Gervex, Rolla, 1878, Museo de Bellas Artes de Burdeos; Retrato del escritor Alfred de Musset, 1854, del pintor Charles Landelle, Castillo de Versalles, Francia; Cuadro Ophelia, 1908, del pintor Henri Gervex.)

9 de abril de 2012

Y acabó por desvanecerse como el viento nocturno entre la hierba de la roca...



Los Cantos de Ossian fueron unas composiciones líricas celtas muy antiguas escritas, sin embargo, en el moderno siglo XVIII por el escocés James Macpherson. Eran poemas equivalentes a los antiguos clásicos griegos de Homero y sus leyendas mitológicas: con tragedias y héroes, con gestas y traiciones, con dolor, orgullo y sufrimiento. Esos cantos celtas tuvieron influencia en poetas románticos posteriores como Goethe, que, en su obra Werther, incorporaría algunos de sus famosos versos épicos románticos. Uno de los personajes de su novela Werther se pregunta una vez ante otro personaje igual o más desesperado que él, uno de esos seres doloridos que justificarían la épica narración romántica alemana, lo siguiente: ¿Acaso estos cantos no han sido hechos para enternecer y agradar a las almas aturdidas? A lo que le respondería desconsolado pero convencido el otro personaje desesperado: Yo escuchaba los lamentos de mi hija abandonada sobre la roca que azotaban las olas. Sus gritos eran afilados, desgarradores, y nada podía hacer yo por ella. Su voz se debilitó antes del amanecer y acabó por desvanecerse como el viento nocturno entre la hierba de la roca.

El gran poeta Goethe afirmaría, como otros ya lo hicieron antes que él, que la poesía, la lírica idílica de los cantos, el arte subyugador de lo emotivo, no podría aliviar verdaderamente la angustia de existir ni devolver al hombre la armonía con el mundo. Porque lo idílico con los años vendría a definirse como oposición a lo real, como contrario a lo desolador y duro de la vida. Aun así, comenzarían ya los poetas griegos de la antigüedad a elaborar sus églogas famosas, unas composiciones poéticas pastoriles donde, en un maravilloso escenario natural, los líricos personajes narrados, pastores indolentes y amables, dialogaban amorosamente sin final. Luego, al llegar el Renacimiento, después de un largo páramo medieval, volvieron los poetas a crear por entonces lugares utópicos o mundos idílicos de parajes lejanos y exóticos donde la vida se reflejara dichosa en una sociedad idealizada. Pero, después de los avatares históricos de las revoluciones políticas, industriales y sociales del siglo XIX, las cosas cambiarían del todo y para siempre. Ahora el sufrimiento humano personal, aquella emoción sublime que habría sido enaltecida como recurso elogioso en los mártires de la antigüedad, en los héroes caballerosos del Renacimiento o en los idealizados seres abatidos por el desamor del Romanticismo, se avenía terrible a la glosa más realista y sórdida de lo cotidiano, de lo más íntimamente existencial o duro de la vida.

No hubo más remedio que inventar por entonces otros paraísos ficticios, otras sensaciones distintas para volver a recuperar aquella Arcadia o país imaginario y dichoso, un lugar donde todo es felicidad y paz y el ser humano podrá aliviar -creerá ingenuamente- el temible desgarro que le producirá el abrupto despeñamiento de su vida. Y para eso mismo, como para todas las cosas que vienen a agitar de alguna forma el molesto escozor de la existencia, el Arte traducirá en imágenes las sensaciones más necesitadas de justificación salvífica, de reflejo vital o de sentido único y esperanza. Algunos pintores consiguieron reproducir en sus obras de Arte aquellas imágenes de escenario idílico o de lugar encantado y entorno privilegiado para que, con un gesto fascinante o una apostura placentera, tuvieran los seres a bien sentir ahora que vivir era algo maravilloso. Otros pintores, a cambio, crearían la fatal y contraria exposición de lo espantoso, del dolor más existencial o del despropósito vital más alarmante. Pero, entonces, ¿es que tan sólo podremos balancearnos entre el sufrimiento más agreste, desconsolador y tormentoso, o entre el idílico, eufórico y maravilloso estado vital más encumbrador y paradisíaco?

Sin embargo, hubieron otros creadores del Arte que elegirían ahora otra cosa, como el pintor belga Alfred Stevens y su obra Adiós a la orilla del mar, o el español Ulpiano Checa y su lienzo Celebrando el verano con una lámpara china. Estos pintores decimonónicos mostrarían entonces, a cambio, otra cosa diferente: el momento fugaz, el instante efímero y su transformación más emotiva. Es decir, elegirán ellos ahora la levedad de las cosas (de todas las cosas, buenas o malas) y su breve tiempo limitado. Por ejemplo, en el caso del pintor Stevens destacando una despedida solitaria, inevitable pero esperanzada. Todo, por ahora, se ha acabado, pero, al menos, dejará vislumbrar el creador en su imagen aún la posibilidad de un regreso, de una esperanza sosegada, confiada y posible. En el otro cuadro el pintor español Checa realizaría una magistral obra decimonónica: unas jóvenes celebran el verano subidas a una barca en las aguas nocturnas de un estanque acogedor. Ahora ellas se divierten felices, ahora la luz centelleante de una lámpara china brilla aquí con todo su fulgor poderoso. Y así seguirán ellas, alegres, confiadas, seguras, viviendo ese momento único y maravilloso que, ahora, ellas disfrutan. Así hasta que la efímera llama de la lámpara acabe consumida por completo. Para entonces, para cuando el fulgor de su luz se desvanezca imperceptible, para cuando incluso ahora ellas no entiendan ni siquiera el porqué de todo eso, sólo después de ese mágico momento, esa misma luz, sólo entonces, ese mismo brillo, cesará...

(Óleo del pintor Frederic Leighton, Idilio, 1881; Cuadro del pintor francés Louis-Adolphe Tessier, Desempleado, 1886, Museo de Angers, Francia; Obra Negro Escipión, 1867, del pintor Paul Cezanne, Museo de Sao Paulo, Brasil; Óleo El martirio de San Lorenzo, de Valentín de Boulogne, 1622, Museo del Prado; Obra Adiós a la orilla del mar, 1891, del pintor Alfred Stevens; Cuadro Celebrando el verano con una lámpara china, siglo XIX, del pintor español Ulpiano Checa y Sanz.)

6 de marzo de 2012

Como dos gotas de agua, como dos creadores alineados, unidos, separados...



En el otoño del año 1974 la poetisa norteamericana Anne Sexton abriría la puerta del garage de su residencia -en Weston, Massachusetts-, se subiría a su automóvil aparcado, se acomodaría por última vez en él, encendería la radio y, luego, por fin, giraría la llave del indiferente, paciente, asesino y cómplice motor...  Ocho años antes habría ganado incluso el prestigioso premio Putlizer por su obra lírica Live or Die... Pero su vida había sido muy dura desde antes, habíase convetido en una antesala desdeñosa, alienante, incompleta, desdibujada, desatinada o imposible de su existencia. Con veintiséis años sería diagnosticada de una terrible depresión. La Literatura fue entonces lo único que pudo mantener revestida ahora su alma, tenerla a cubierto, absorbida, lúcida o requerida para poder sobrevivir... Así hasta que la tozuda desnudez de su alma la traicionara, desleal e insostenible, una vez para siempre. En uno de sus más graves ataques psicóticos producidos en el año 1890, cuando Vincent Van Gogh se encontrara en el asilo de Saint-Paul-de-Mausole de la población de Saint-Rémy-de-Provence, su hermano Theo le aconsejaría ahora que viajara a París, con él, para que allí le pudiera atender el doctor Gachet.

Pero no le haría caso Van Gogh, y, aun así, por entonces, durante algunas semanas, sentiría ahora él revivir su alma y se entregaría a su pintura frenéticamente. Entonces, volvería a seguir... Pero, una noche del verano de ese año tomaría sus pinceles y su atril y se encaminaría hacia un campo solitario, indiferente ahora con él y estrellado por completo. Sin embargo, no sólo por entonces sus útiles de pintar se llevaría con él, también otra cosa acabaría llevando aquella fatídica y serena noche estrellada. Le acompañaría ahora un revólver, un arma mortífera que llevaría asida a su deseo. Según parece, se apuntaría a sí mismo y, a sí mismo, se dispararía... bajo un cielo inspirador en otras veces. Moriría al día siguiente, junto a Theo, que solo pudo oírle decir, serenamente: La tristeza durará por siempre..., y hacia el final del todo mencionaría débilmente: deseaba morir así. Dos seres desesperados de la vida, dos creadores unidos en el infinito por la inspirada emoción de lo incomprensible, de lo desgarradoramente incomprensible. Dos creadores que con su vociferante y apaciguadora fuerza interior depusieron ambos su aliento de la enrevesada, vasta, sin sentido y desolada superficie de lo humano. Y lo hicieron además con lo único, tal vez, que podría justificar siempre todo entre sus insufribles vidas desoladas: con su salvadora, aguijoneante y sublime creación inspiradora.

Poesía La noche estrellada, de la poetisa norteamericana Anne Sexton (1928-1974):

La ciudad no existe
salvo allí donde un árbol de pelo negro
se remonta como una mujer ahogada hasta el cielo encendido.
La ciudad está en silencio. La noche bulle con once estrellas.
Oh, noche estrellada... Así quisiera
yo morir.

Se mueve. Todas están vivas.
Hasta la luna se hincha
en sus grilletes anaranjados
para apartar a los niños, como un dios, de su ojo.

La vieja serpiente invisible engulle las estrellas.
Oh noche estrellada...
Así quisiera yo morir:

bajo la impetuosa bestia del nocturno manto,
succionada por ese dragón inmenso, para separarme
de mi vida sin bandera,
sin vientre,
sin llanto.


(Extraído y traducido gracias al blog Up Pictura Poesis)


(Óleo del pintor Vincent Van Gogh, Noche estrellada, 1889, Museo de Arte Moderno de Nueva York.; Retratos de la poetisa norteamericana Anne Sexton y del pintor holandés Van Gogh.)

4 de febrero de 2012

A la mayor gloria de la sofisticación de la Belleza: el Manierismo.



Mucho antes de mediados del siglo XVI se comenzaría ya a querer desnaturalizar las figuras o a modificar los colores o a distorsionar la perspectiva de las creaciones artísticas de antes. Fue el cansancio de lo anterior, esa sensación que se genera al agotarse las emociones en las que se sustentaba lo de antes. Emociones que acabaron después de alcanzada ya la perfección artística de grandes creadores del Renacimiento como fueron Leonardo o Rafael Sanzio. Pero, y entonces, ¿cómo seguir plasmando esa Belleza sin continuar exactamente con la enseñanza magistral de toda aquella perfección de antes? ¿Cómo seducir ahora, en pleno momento exultante de admiración de la Belleza, sin contar con parte de aquello de antes? Esa fue la gran apuesta de unos creadores artísticos llamados manieristas, unos pintores renacentistas todavía, pero que no volverían a respetar aquellas medidas clásicas del Hombre de Vitruvio de Leonardo Da Vinci, lo que fuera el modelo perfecto por entonces de equilibradas, geométricas y anatómicas formas.

Pero es que no servirían ya aquellas perfectas proporciones para expresar ahora otra cosa diferente. ¿Qué otra cosa?: la rebeldía manierista. Es seguro que, quizá, fuera obtenido este estilo azarosamente el día que un artista, no pudiendo llegar a realizar lo eximio del creador Rafael Sanzio, ideara mejor que la transgresión ahora, si es creativa, hierática, hermosa o inspirada, podría llegar a sublimar aún más toda aquella sagrada Belleza de antes. Y no se trataba entonces sólo de desproporcionar la Naturaleza, también había que teatralizar el gesto y la escena prodigiosa. Había que conseguir no sólo representar bellamente algo sino crear una especie de danza pictórica o movimiento o ademán fijo, gestos que terminarían siendo el rasgo que más caracterizaría esta sobrecogedora tendencia artística. Era entonces la manera -il maniera- de cómo algunos pintores querían demostrar que su nuevo estilo podía llegar a competir genialmente con aquel perfecto Renacimiento. Pero, sin embargo, no enfrentándose a la grandiosa tendencia clásica sino distanciándose originalmente de ella. Comenzarían los pintores de entonces a admirar esa libertad creativa con la que, alargando los miembros, empequeñeciendo la cabeza o alterando los colores, podían conseguir ahora otro exquisito y maravilloso Arte.

Era el Arte del acoplamiento visual al buscar la comunicación intrínseca o la interactuación dialéctica de sus modelos representados, una relación que podían llevar a cabo con otro personaje o con el espectador... El objetivo era resaltar al modelo central o principal interactuando con otro personaje arqueando un brazo al elevarlo o al dejarlo caer para tocarlo...  Fue el estilo enamorado, fue la Arcadia permanente donde todos se veneran, se respetan o se aman. Fue el paraíso iconográfico donde el personaje de Andrómeda cautiva, por ejemplo, parece que siente ahora más placer que dolor esperando ser salvada por su héroe. Era la escena bendecida por la suavidad, por los movimientos o por la postura de los gestos. Porque la postura manierista no se planteaba si era conforme a la naturaleza o a lo correcto -a lo más clásico-, a lo convencional o incluso a lo sagrado. Pero es que todo se perdonaría en la maravillosa recreación que fue la armonía anamórfica manierista.

Sin embargo todo fue muy diferente después del Manierismo, los siguientes creadores y críticos denostaron por completo este estilo diferente y revolucionario, un estilo que se mantuvo desprestigiado, menospreciado y olvidado hasta casi el siglo XX. Porque fue entonces la poesía más vulnerable del Arte, aquella melodía artística incomprendida que pasaría de puntillas entre dos fuerzas de la naturaleza artística: el Renacimiento y el Barroco. No pudieron durar mucho aquellos rebeldes versos manieristas, que nunca más volverían ni se repetirían en la historia, algo además que no crearía ningún seguimiento ni ninguna tendencia afín. Igual a como sucediera con aquellos versos manieristas del poeta fray Luis de León (1527-1591):

Inmensa hermosura;
aquí se muestra toda y resplandece
clarísima luz pura,
que jamás anochece:
eterna primavera aquí florece.
¡Oh, campos verdaderos!
Oh, prados con verdad dulces y amenos!
¡Riquísimos mineros!
¡Oh, deleitosos senos!
¡Repuestos valles, de mil bienes llenos!

Así fue el Manierismo, pura efervescencia sin tiempo ni medida, sin sentido natural, sin referente anterior y sin continuadores siguientes. Aislado en la incomprensión y en lo extraño, en lo adimensionado o en lo exageradamente bello e incomprendido. Ni siquiera se comprende bien lo que fue exactamente, porque siguió adorando la Belleza renacentista pero sin serlo; siguió gustando de los matices renacentistas pero con otras cosas diferentes; siguió sugiriendo los colores renacentistas pero ni el claroscuro ni los tonos de antes fueron lo importante entonces, unas tonalidades ahora que señoreaban mejor los perfiles alargados, los movimientos estudiados, excesivamente preparados o artificiosos, de los maravillosos lienzos manieristas. Fue sobre todo una revolución silenciada. Y lo fue así porque era una tendencia sin sobresaltos, sin ruidos, apaciguados los elementos más racionales de su composición. Algo que perseguiría un solo fin: sofisticar aún más la Belleza de las cosas. Llevarla al más puro sentido de lo excelso, de lo que nunca se podría comparar con nada, ni siquiera con los seres a los que pretendía representar. Así fue el Arte más sublime. Sin complejos. Así fue la más inequívoca forma de expresarlo. Sin contrastes. Porque existió algo así una vez, una tan disforme y antinatural manera maravillosa de crear Arte. Aunque ahora no lo comprendamos, aunque parezca rídiculo y superado ya, aunque no seamos capaces de llegar a entender cómo alguna vez llegara a existir algo así. Algo que fue por entonces lo único que llevara a pensar a algunos, ¡y tan maravillosamente!, que la Belleza no podía ser otra cosa más que eso.

(Óleo del pintor Alessandro Allori, Venus y Cupido, 1570; Cuadro La Venus de Urbino, 1532, Tiziano, Uffizi; Pintura El Baño de Venus, 1558, Giorgio Vasari, Alemania; Óleo Betsabé, 1570, Giovanni Battista Naldini, Museo Hermitage, Rusia; Cuadro Perseo y Andrómeda, 1611, Joachim Wtewael, Museo del Louvre, París; Lienzo Venus y Adonis, 1587, Bartolomeus Splanger, Amsterdan; Cuadro El juicio de Paris, 1615, Joachim Wtewael, National Gallery; Óleo Venus y Adonis, 1597, del pintor Bartolomeus Splanger, Alemania; Cuadro San Martín y el Mendigo, 1599, El Greco, National Gallery, EEUU.; Óleo La Pietá, 1597, El Greco, Particular.)

23 de enero de 2012

Apreciar la grandeza de lo azaroso o de lo marchitable, ahí radica lo bello y lo bueno.



El poeta latino Horacio ya lo había dejado escrito: La breve duración de la vida nos impide albergar una larga esperanza. Entonces, ¿para qué lo excelso de las cosas, de las grandes cosas permanentes de la vida, como puedan serlo la Belleza, la Bondad o el Arte? Si todo es breve, si todo se deteriora, se va pronto o se marchita, ¿cómo admirar tanto ahora la consagrada vida efímera? Y, sobre todo, ¿cómo podremos ensalzar esas tres grandes cosas sin dudar? Cosas que, al ser conceptos tan abstractos, no serán siquiera como la propia, real y breve vida conocida. Pues, primeramente porque la Belleza, la Bondad y la grandiosidad representada que es el Arte, son parte de la propia y contingente vida, son ella misma también. Seguidamente porque al admirar el Arte no haremos más que admirar la vida, sus virtudes y todo lo demás que tiene. Porque la Belleza no se encuentra en la obra en sí, se encuentra siempre en los ojos efímeros del que, mirándola, acabará así por justificarla. No hay nada que perdure, ni la belleza ni la vida, pero eso no significa que no sean valores extraordinarios. Ambas cosas lo son porque ambas cosas son valores en sí mismos. 

Un pintor español del Modernismo, Federico Beltrán-Masses (1885-1949), llegaría a admirar tanto el exotismo idealizado de lo estético que alcanzaría a transformar completamente en su obra Salomé la imagen pérfida de la famosa bailarina. Porque el pintor la representaría afligida, dolorida y extenuada al ver, después de haberlo querido ella así, la cabeza degollada del Bautista. Y no evitaría el creador expresar en su obra además toda la sensual belleza de su cuerpo, incluso la acentúa aún más mostrando un pubis casi adolescente de tan virginal... El descubierto vientre impúdico de esa Salomé indignaría por entonces -año 1929- a un recatado público londinense en una de las exposiciones que realizara el pintor en Inglaterra. Pero lo que el autor nos muestra aquí verdaderamente es la imagen de una Salomé muy diferente a la bíblica: absolutamente acongojada y aturdida, del todo ahora arrepentida.

Porque en la historia del Arte se había encumbrado la estereotipada imagen pérfida de la bailarina bíblica. Ésta siempre representada como una mujer cruel, hermosa, pero sagaz, desalmada y muy vengativa. Y el pintor español Beltrán-Masses consigue cambiar aquí todo eso, aunque para ello se enfrentara -sin quererlo él así- a una indecorosa, impúdica y obscena imagen. Catorce años después elaboraría otra obra de Arte sobre la misma legendaria Salomé, pero, para ese momento, modificaría completamente la imagen de ella llevando ahora a su conocido personaje bíblico a la más deslumbrante e inalcanzable belleza a la vez que a un magnífico desdén, quizá el mejor desdén nunca antes más espléndidamente retratado jamás. Sin embargo, ni una ni otra imagen eran nada más que una maravillosa representación artística, donde ahora la Belleza y sus virtudes quedarían reflejadas en un cuadro. Pero no eran ni la Belleza ni la Perfidia: tan sólo eran Arte. Porque la vida -y el Arte- nos enseñará que lo admirable de la vida está en ella misma, en la misma vida contingente y efímera. Por eso la Belleza es tan admirable: porque sólo durará un momento, porque no es eterna. Y el Arte viene a paralizarla ahora artificialmente, es decir, que nos recordará el Arte siempre su evanescencia. Porque la vida y su belleza no son en sí un valor eterno, ni permanente ni sobrenatural, pero existen sin embargo siempre así para nosotros.

Desde muy antiguo los fabulistas dejaron clara la humana estupidez de valorar en abstracto las cosas de la vida, es decir, de imaginar con ellas un excesivo ideal de algo que, en esencia, no lo tiene. El griego fabulista Esopo lo contaría en su famoso cuento de La lechera: Entonces la lechera comenzó a menear la cabeza para decir que no (porque ella no deseaba, con el dinero que obtuviese de la venta de la leche, obsequiar a nadie), y, de tanto mover la cabeza, la leche se le cayó al suelo..., y la tierra se teñiría de blanco. De ese modo, la lechera se quedaría sin nada, sin las cosas que soñara y sin la leche que la incitó a soñar. Padeceremos la triste manía de sentirnos disconformes con las cosas que tenemos; unas cosas que, por otro lado, a otros muchos les bastaría. ¿Qué nos lleva a esa insatisfacción? Posiblemente la absurda ideación de que existen otras cosas más deseables o requeribles, y situadas ahora por encima de lo que simplemente es vivir, por encima de la propia y valiosa vida que tenemos. Una vida que, a veces, nos obligarán a vivirla desde la infancia de una determinada e insufrible manera, casi siempre ajena a nosotros, tan insensata como maldiciente. Además de la decidida y equivocada intención de pensar y pensar que tienen que existir unos valores que, al perderlos o al no obtenerlos siquiera, estaremos dejando de vivir una vida excelsa o admirable.

Creemos que en la permanencia de las cosas consiste lo grande o lo virtuoso de la vida, pero no es así. La evanescencia de lo sublime hace precisamente a lo sublime lo que es, y no al revés. Es decir, lo sublime, para serlo, deberá ser efímero. El Arte está entonces para recordarnos aquella máxima horaciana del principio. Como también lo estará esa sentencia que un decadente y sensible poeta romántico inglés, Ernest Dowson, dejara escrita en sus versos decadentes hace ya más de cien años casi: Largos no son los días de vino y rosas. De un nebuloso sueño, nuestro camino resplandece un instante para, luego, perderse en otro sueño...

(Óleo Salomé, 1932, del pintor español Federico Beltrán-Masses, Museo Art Decó, Salamanca; Cuadro del pintor español Guillermo Pérez Villalta, El instante preciso, 1991; Obra del pintor austríaco Peter Fendi, La lechera, 1830; Cuadro La favorita del Emir, 1879, del pintor francés Jean-Joseph Benjamin Constant; Óleo de Federico Beltrán-Masses, Salomé, 1918; Cuadro Salomé, 1512 del pintor italiano del renacimiento Cesare da Sesto.)

17 de noviembre de 2011

Todo y nada, o dos cosas que creemos, a veces, necesitar por igual.



Escribir es algo más que expresar ideas o contar algo, es descubrir, sorprendentemente, cómo las palabras surgen de las manos provocadas ahora por la irresistible y misteriosa, sobre todo misteriosa, fuerza mental inspiradora...  Sencillamente, como casi todo, se siente la gana de hacerlo, no se sabe muy bien por qué. Vivir es semejante a escribir. Hacemos las cosas sin explicación aparente. Probablemente no haga falta saberlo, pero desconcierta a veces el poco o ningún sentido que tienen. La conducta humana es muy curiosa y provoca a menudo o la carcajada más airosa o el silencio más atronador. Sin embargo, como casi siempre, nunca nos veremos a nosotros mismos, y ésto nos hará pensar, ¿por qué nos suceden las cosas sin la claridad con que otros las ven?


Nada es único, ni inmejorable;
sólo, a veces, parece que una rosa florece perfecta,
con pétalos irrepetibles.
La vida se repite siempre,
vulnerable,
lánguida y desmedida;
vaporosa y seductora.
La pérdida es ganancia con el tiempo,
con la inevitable cadencia de las vueltas.
La inspiración es creación azarosa,
describe partes de un completo epigrama inacabado.
La belleza se recrea en el momento,
el valor, en la impostura desagraviada;
el deseo, en la emoción involuntaria.
Pero, nada permanece indescriptible,
eximio ni doliente.
Todo se vuelve repetible, renacedor;
adolescente de nuevo.
Nada es único ni inmejorable.


Tras de cada uno se va creando todo;
orden y medida posibilitan la creación,
y ésta se perfecciona sola, sin reparos;
surge sin otra cosa que a través de sí misma.
Así todo se construye, se enlaza y se sostiene;
deambulando partes de un todo revelado.
Persistiendo por cada acoplamiento
decidido;
perviviendo por la necesidad de ser creado.
Resulta, a veces, bendecido o maldito,
dependiendo de los frutos
recogidos en su intento;
siempre es así todo, así vive,
así se representa la maravillosa
estela de la creación.
Así se da cita, a un tiempo,
el devenir de todo.


(Fotografía del Desierto del Sahara (Nada); Fotografía de una multitud en El Cairo (Todo), Egipto, 2011.)

20 de septiembre de 2011

La incapacidad para entender el pasado: la ignorancia, el cinismo y su exención.



Las gestas medievales europeas fueron relatos épicos contados por los pueblos de las historias grandiosas de sus héroes. En esas historias relatadas los héroes habrían ofrecido su valor, su grandeza y hasta su vida en sus grandiosos hechos malogrados. Consiguieron influir culturalmente en sus pueblos, los mismos pueblos a los que ellos habrían tratado honestamente de servir. Los poetas medievales utilizaron los acontecimientos históricos -medio verdades y medio leyendas- para glosar en la Literatura de los primeros idiomas europeos -herederos del latín- la más exquisita por entonces belleza lírica. De este modo comenzaron dos cosas importantes en la historia occidental europea: una literatura medieval precursora de la posterior novela del siglo XVII y una epopeya nacionalista que daría origen, tiempo después, a los primeros estados europeos. Estos pueblos europeos iniciaron así, en una gestación de siglos, la consolidación política y social que alcanzaría su cenit en los momentos álgidos del Renacimiento. Una de las primeras y más hermosas gestas escritas por entonces en lengua anglonormanda (francés hablado en la Inglaterra del siglo XI) sería el conocido como Cantar de Roldán. Fue en el siglo XI cuando los poetas comenzaron a destacar más la belleza de unos versos que el veraz relato de unos hechos. Esa gesta medieval francesa -el Cantar de Roldán- glosaba al gran emperador franco Carlomagno. En ella se cuenta cómo este rey decidió en el año 773 conquistar a los musulmanes la antigua Hispania visigoda. Sigue el poema describiendo que el emperador dedicaría siete años a la campaña hispana, que lograría vencer algunas batallas y que, finalmente, se apoderaría de algún rey árabe de Al Andalus.

Pero sobre todo nos cuenta el Cantar cuando el emperador, satisfecho de su acción bélica en Hispania, regresa hacia su corte francesa y su retaguardia padece ahora una terrible traición. Una emboscada que acabaría con la vida de uno de sus mejores oficiales, el caballero Roldán. Este caballero franco responde con la majestuosa y valerosa acción que sólo los grandes héroes pueden tener: entregar sin desfallecer ni huir su mayor tesoro personal, su vida. Sin embargo, la verdad histórica fue muy diferente a la leyenda. Cuando el emir cordobés Abderramán I rompe ese mismo año 773 con el califato de Damasco -el máximo poder musulmán en el mundo-, algunos altos funcionarios hispano-musulmanes no estuvieron de acuerdo con él. El gobernador árabe de Zaragoza se mantuvo fiel a Damasco, pero hubo otro, el gobernador musulmán de Barcelona, que decidiría incluso visitar al rey franco Carlomagno para conseguir su apoyo frente al rebelde Abderramán. El astuto rey vio entonces una oportunidad para establecer su poder al sur de sus fronteras. Para ello formaría un gran ejército con el que se dirigió salvando la cordillera pirenaica hacia Zaragoza, una ciudad hispano-árabe que estaba siendo dominada entonces por las huestes decididas del rebelde Abderramán. La ciudad hispano-musulmana no pudo ser tomada entonces -ni nunca- por el decidido emperador. Frustrado Carlomagno, toma como prisionero al gobernador musulmán al creer haber sido engañado. Regresa con él a su patria por donde había venido, el camino de Roncesvalles, después de haber estado sólo siete días, no siete años, en tierras hispano-musulmanas. En su camino de regreso el ejército franco tuvo un encuentro sangriento con mesnadas musulmanas, guerreros árabes que lograrían rescatar al gobernador musulmán. Luego, cuando la cabeza del ejército de Carlomagno había cruzado la frontera, su retaguardia -aún en la península-, desperdigada y solitaria, sufriría un ataque de los nativos autóctonos vascos de aquellas tierras fronterizas. Murieron todos los francos a este lado de la frontera, incluso el marqués de Bretaña, el distinguido caballero Roland. Esta fue la historia real, la otra la leyenda. Pero, entonces daría igual. Tampoco se podían verificar los hechos claramente. Estos sólo sirvieron si acaso para adornar luego una heroica gesta que sería decisiva en la cristalización de un poderoso e importante imperio cristiano europeo. Y para su Literatura también.

Al parecer no fue Napoleón quién dijese: quien olvida su historia está condenado a repetirla; fue un filósofo norteamericano de origen español, Jorge Ruiz de Santayana y Borrás (1863-1952). Si los seres humanos son incapaces de entender lo que les ha pasado, ¿cómo van a ser capaces de entender lo que les pasa? La auto-indulgencia propia del cinismo más elaborado, hipócrita, escurridizo, ignorante, complaciente y descarado, es una actitud que algunos seres humanos suelen disponer a veces. Es así cómo, creen ellos, se protegen frente a los otros, a los seres diferentes, seres más peligrosos, seres contrarios a sus intereses desalmados. Pero también se acercan de ese modo a la ignorancia, al desconocimiento más terrible y desastroso. Porque sólo afrontando los hechos y la realidad de lo que somos y hemos hecho podemos decir que somos personas. Porque no sólo por nacer, llevar un apellido determinado, mostrar un rostro sereno, disponer de crédito, haber pagado las cuotas o ser indemne a las críticas significa que seamos personas. Se necesitará algo más, se necesitará aceptarse y reconocer al otro, comprender esa relación inevitable para tratar ahora de un modo inteligente alcanzar la excelencia mínima, ese conocimiento que nos permitirá por fin poder vivir juntos en el mundo. El pintor belga René Magritte (1898-1967) comenzaría plasmando en sus lienzos trazos impresionistas hasta que en los años veinte tendencias más modernas le atrajeron hacia el cubismo o el futurismo artísticos. Sin embargo, hubo otra cosa que también le sedujo por entonces. El comunismo había hecho su entrada por la senda de la revolución más inspiradora, seductora, comprensible, necesitada y esperanzada de todas las habidas hasta entonces en la historia: la revolución rusa del año 1917. En esos primeros años del siglo XX, años desesperados e insatisfechos, algunos artistas comenzaron a enfrentarse con los convencionalismos de una desarrolla sociedad burguesa. Esa sociedad había alcanzado su máximo esplendor pero sin llegar a satisfacer del todo.

Y por entonces ya no se podría ir más allá: o se aceptaba o se enfrentaba. Hubo varias opciones políticas, sociales y artísticas para encararla. Una de las artísticas más radicales lo fue el Dadaísmo. Había que romper con todo lo anterior, con la cultura y con la sociedad sofisticada, porque ya no servirían para nada según los dadaístas. Ahora -en aquellos primeros años del siglo XX- la creación artística -la belleza representada- y la propia vida -la sociedad alienada- se unirían en un diferente, provocador y original modo de hacer todo ya diferente a lo de antes. El racionalismo en todas sus formas de expresión era por entonces el enemigo para los dadaístas. Todo lo que no fuese el Dadaísmo no servía. El movimiento surrealista surgió pronto de ahí. En lo social y en lo político coincidió el auge del comunismo -fue contemporáneo- con esa nueva tendencia surrealista. Los creadores de entonces -principios del siglo XX- entendieron que esa filosofía social tan radical -el comunismo- era la única solución posible para salvar al hombre y a su mundo fracasado. René Magritte encontraría en ambas cosas, en el surrealismo y en el comunismo, la síntesis perfecta para describir las contradicciones del ser humano y de su sociedad alienadora. Colaboraría él así, como tantos otros, en aquellos años inocentes. Pero tiempo después, en diferentes momentos de su vida, Magritte cambiaría de opinión en al menos tres ocasiones con respecto al comunismo. La reflexión vencería por fin y la ignorancia dejaría ya de alimentar los criterios que inspirasen al artista. Comprendió el pintor belga entonces la falsedad del mensaje de liberación que expresaba el comunismo. Y vio que el Arte sería al fin el único camino posible para entenderlo todo y tratar de salvar al hombre de su propia contradicción histórica. De ese modo, y sin saberlo por entonces exactamente así, el autor surrealista acabaría con el tiempo por acertar en su deseo.

(Óleo La venus del espejo, del gran pintor español Velázquez, ejemplo máximo de belleza, excelencia y modelo en la Historia del Arte, 1648, entregada esta obra, junto con otras del arte español, al duque de Wellington en el año 1813 por el desastroso rey Fernando VII como agradecimiento por devolverle el trono español (*), Museo National Gallery, Londres; Óleo del pintor francés Jean Fouquet, Muerte de Roldán, 1460; Cuadro del pintor dadaísta Kurt Schwitters, El Alienista, 1919, ejemplo de desprecio por lo que había sido el Arte anteriormente, Museo Thyssen, Madrid; Cuadro del pintor surrealista belga René Magritte, Libertador.)
(*) Hecho histórico incorrecto, aclarado en un artículo de Velázquez.

30 de agosto de 2011

Dos pintores desconocidos y una leyenda mitológica: un tapiz, un verso y un poeta andaluz.



A principios del siglo XX la ciudad de Sevilla era una atrasada ciudad, desfasada con respecto a otras ciudades españolas tanto económica, urbanística como socialmente. Ya habían pasado demasiados años, siglos casi, desde que hubiera sido la perla americana en el antiguo continente. Luego de los siglos gloriosos los intentos progresistas del intendente Pablo de Olavide a finales del siglo XVIII, sus impulsos más ilustradores, fueron deslucidos a causa de la guerra de la Independencia del año 1808. Posteriormente Sevilla sufriría un siglo XIX desesperante, inmovilista y oscuro. A finales de este siglo llegaría a padecer unos momentos muy críticos, alcanzando situaciones alarmantes de pobreza entre su población, de hambre extrema incluso durante el temprano año de 1905. Así que en el año 1909 se propuso la idea de realizar una gran exposición en Sevilla, algo que cambiara la ciudad, la fomentara y la impulsara económicamente. Pero tendría que ser algo muy relevante, debía ser entonces un gran evento internacional. Su íntima relación histórica con Iberoamérica terminaría por concretar ese sentido internacional: sería una exposición Iberoamericana.

Inicialmente la fecha de su inauguración se decidió para el primero de abril del año 1911, sin embargo se tuvo que retrasar por dificultades en su proyecto hasta el año 1914. Pero la Gran Guerra Mundial de ese mismo año suspendió la participación de algunos países. Mas tarde, cuando acabó la contienda mundial, los acontecimientos del conflicto bélico español en Marruecos detuvieron sin discusión el inicio de tan necesitada ilusión para aquellos sevillanos de entonces. Finalizada la guerra de África en el año 1927, ya no habría excusa para disponer de fecha, así que ésta se fijaría definitivamente para el mes de mayo de 1929. Todo se prepararía para el nueve de ese mes, mes exultante en una ciudad acostumbrada a tantas emociones, cambios, acontecimientos e historias. Aquel día el rey de España Alfonso XIII y su familia inauguraron la exposición. El momento lo plasmaría en un gran lienzo el desconocido pintor sevillano Alfonso Grosso y Sánchez (1893-1983). Formado en la Escuela de Bellas Artes de Sevilla, trataría siempre de mantener el pintor andaluz aquel legado artístico de siglos de Arte que su ciudad hubiera conseguido en los años de esplendor dorado en la Pintura Universal.

Para el escenario del trono real donde el rey y su familia se situarían se colgó un enorme tapiz, confeccionado en el año 1817 en la Real Fábrica de Tapices de Madrid. Representaba un relato bíblico, una leyenda sagrada basada en el Libro de Samuel. Esa historia bíblica cuenta cómo uno de los numerosos hijos del rey israelita David, el mayor de ellos, Amnón, quedaría obsesivamente seducido por la belleza de Tamar, una de sus hermanastras. Y no pudo más entonces que intentar poseerla como fuese. Idearía para ello encontrarse enfermo y no poder levantarse a menos que pudiera comer sólo de las manos de su hermosa hermana. Su padre David accedería a tan insólita petición, tan preocupado estaba por la salud de su primogénito. Mandaría entonces Amnón que todos salieran de su alcoba excepto Tamar. Luego, cuando ella se acercó con la comida, Amnón la forzaría, la obligaría y violaría. Sin embargo, Tamar le rogaría que accediera a pedir su mano al rey David. Pero aquél se negaría. Y esta fue su perdición. Absalón, otro de los hijos del rey David -hermano carnal de Tamar-, al enterarse por ella de lo que había sucedido, juró entonces matar a Amnón fuese como fuese. Después de acabar con la vida de su hermanastro, Absalón tuvo que huir de Israel. Uno de sus amigos, Joab, general de confianza del rey David, convencería a éste de que le perdonase. Así regresaría el fratricida, al cabo de casi dos años. Pero, al regresar la ambición de Absalón fue mayor que su agradecimiento.

Decide Absalón, ahora que es el primogénito, que ya es tiempo de que reine. Se alza contra su padre cuando David se encuentra lejos de Jerusalén. Pero ahora los mercenarios del rey al mando de Joab se enfrentan a Absalón en el campo de batalla. Al verse perdido, Absalón huye de nuevo ante su enemigo a través de las llanuras, valles y arbustos de Israel. Le perseguía Joab decidido cuando, llegando a un pequeño bosque, la larga y frondosa cabellera de Absalón se enreda en un árbol. Así, atrapado puerilmente, no pudo Absalón seguir huyendo más. Fue alcanzado fatalmente gracias a la certera lanza del hábil Joab. El rey David, desolado al enterarse, no pudo más que sentir su muerte y proclamar, enloquecido casi: ¡Hijo mío, Absalón! ¡Hijo mío, Absalón! ¡Quién me diera que yo muriese en tu lugar! ¡Absalón, hijo mío! Federico García Lorca (1898-1936), el gran poeta español de leyendas y mitos, escribiría en el año 1928 su famoso Romancero gitano. Dieciocho maravillosos romances basados en la cultura gitana, pero, sin embargo, el genial poeta andaluz trataría de unir la poesía popular con la alta lírica universal de los versos legendarios. Sobre todo llegaría a enaltecer con su literatura los grandes mitos pasionales de los hombres: el amor, la traición, los celos, el erotismo o la muerte. Uno de sus romances, el último, trata sobre el drama legendario de Tamar y Amnón. El excelso poeta conseguiría entonces darle sentimiento, cadencia, emoción y lirismo a tan sagrada y bíblica historia legendaria.

Émbolos y muslos juegan
bajo las nubes paradas.
Alrededor de Thamar
gritan vírgenes gitanas
y otras recogen las gotas
de su flor martirizada.
Paños blancos enrojecen
en las alcobas cerradas.
Rumores de tibia aurora
pámpanos y peces cambian.

Violador enfurecido,
Amnón huye con su jaca.
Negros le dirigen flechas
en los muros y atalayas.
Y cuando los cuatro cascos
eran cuatro resonancias,
David con unas tijeras cortó
las cuerdas del arpa.

(Fragmento del Romancero Tamar y Amnón, del poeta español Federico García Lorca, 1928)

(Óleo del pintor Alfonso Grosso y Sánchez, Sevilla, años veinte, Museo de Bellas Artes de Sevilla; Cuadro del pintor holandés Jan Steen, 1626-1679, Lecciones de baile a un gato, 1660, Holanda; Óleo del pintor holandés Jan Steen, Joven tocando el clavicordio a un hombre, 1659, National Gallery, Londres, aunque realmente lo que dibuja el autor es un virginal, más pequeño que el clavicordio; aparece en el cuadro una inscripción latina que traducida dice algo así: Las acciones demuestran al hombre, muy a propósito con la imagen representada ya que las intenciones del hombre con la joven no serán tan honradas; Óleo del pintor sevillano Alfonso Grosso, Gitana, siglo XX, Sevilla; Gran cuadro El Rey y su familia en la exposición Iberoamericana de Sevilla, 1929, Alfonso Grosso y Sánchez, Real Alcázar de Sevilla; Óleo Amnón y Tamar, 1660, Jan Steen; Imagen en detalle del gran tapiz Muerte de Absalón, 1817, Patrimonio Nacional, Madrid; Cuadro David y Jonatán, 1692, Rembrandt; Pintura del artista sevillano Alfonso Grosso y Sánchez, El monaguillo, 1920, Museo de Bellas Artes, Sevilla.)