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16 de marzo de 2018

Rembrandt, el mejor pintor del mundo, o la imposibilidad de no sentir nada al mirar.



Es una sensación imposible de no padecer al mirar esta obra. Sí, padecer. Porque se nubla el raciocinio al confundirse uno ahora pensando que lo que ve es una pintura y no una cosa real. A pesar de la irrealidad vaporosa de la escena, a pesar de la distancia temporal y cultural para un observador actual. Y esto es así entre otras cosas por la sutil composición de esta obra de Rembrandt: una obra medida, simple y muy elaborada. Veamos una de las grandezas de este genio del Arte: el fondo de sus obras. ¿Qué hay ahí? Nada. No hay nada detrás del contenido de alguna de sus obras. Como en esta. Pero, ¿cómo se puede crear una obra de Arte con un fondo neutro, tan desolador, y, al mismo tiempo, ser tan necesario para su resultado? Por el juego de matices elegido para ese fondo que destacará, sin desentonar ni deslucir, el motivo principal de la obra. Para ello además hay que exagerar la textura de la elaboración de todas las cosas representadas. Por ejemplo, el manto que recubre el atril del estudiante, las contadas -se pueden casi contar- hojas del libro abierto, y, luego, las vestimentas de ambos personajes. Rembrandt compone una escena de aprendizaje, no hace falta decir mucho para llegar a saberlo, ni su título siquiera. Es la alegoría más convincente de la sabiduría magistral de un enseñante. Porque no es un comprador -el joven atildado- que analiza ahora un libro para elegirlo; no es tampoco un usurero -el viejo maestro- indicando la cantidad debida a un posible deudor. Es sobre todo lo que sentimos cuando vemos la extraordinaria mano con la que señala el viejo personaje.

Dos personajes que interactúan en un retrato. Pero para no ser tan simple la obra, ¿cómo lo hace el pintor? Fijémonos bien. El tutor o maestro es desplazado, por ejemplo, de la orientación del eje del libro para que ahora el alumno pueda ver bien su contenido. El joven alumno recibe así, como un inmenso receptor anónimo de conocimiento, el sentido primoroso de una sabiduría extraordinaria. En su obra de Arte, Rembrandt nos ofrece además una sensación de amor humano muy especial. Lo es porque lo hace -ofrecer el maestro esa sensación educativa tan afectuosa- desde la humildad candorosa de un gesto de sabiduría con una gran vistosidad iconográfica. La figura del maestro en la obra es ahora como una aparición; de hecho, parece surgir su figura de la nada desde el fondo neutro o monocolor; es como si no estuviera ahí...  El joven ni siquiera percibe su presencia, tan absorto y concentrado está en lo que mira. Como nosotros... Porque así es como el Arte -epígono aquí en la figura representada del maestro- nos presenta la sabiduría que encierran las formas de una creación artística: sin modificar nuestra relación subjetiva con el propio objeto artístico. Con ello nos señala, como lo hace el Arte más sublime, la trayectoria de lo que precisa ser mirado para llegar a ser entendido... Gesto y vistosidad, dos cosas que veremos en esta obra de Arte barroco. El gesto, entregado y sensible, de un ser -el maestro- que orienta sin trastocar nada de lo que enseña. Es el gesto hierático, sagrado y detenido, del que está ahora -el alumno- conectando con la verdad. Pero también está la vistosidad de los elementos decorativos representados en toda la obra, la de todos ellos. 

Para que los ojos se abran a la verdad es preciso que sean abiertos por completo. El Arte de Rembrandt sabe de esto. Es algo automático, no podremos evitar asombrarnos ante la belleza representada tan conseguida. Concentraremos aún más nuestra capacidad de poder percibir la impresión con la mirada. Pero, hay que saber dirigirla como se hace aquí: con la mano amiga y sabia que, precisa y segura, ayudará a iluminar a nuestros ojos maravillados. Esto es lo que el Arte intenta hacer siempre con sus obras. Y Rembrandt lo consigue, y no solo con la mano sino con el fondo neutro o con las figuras tan elaboradas y sus complementos: el tocado, la vestimenta de los personajes, el libro o el manto ribeteado de un atril decorado. Y ahora nuestros ojos están dispuestos a mirar ávidos de sutil belleza representada. Y podremos comprender ya, como lo hace el becario del cuadro. Es una alegoría de la enseñanza más sublime, pero, también es una metáfora de lo que nos ofrece el Arte. Al mirar la obra la comprendemos pronto, pero, ¿la comprenderemos bien? Se precisa amor, belleza, concentración y curiosidad para conseguir obtener la mejor relación Arte-observador. La misma que para obtener la mejor relación sabiduría-aprendiz. ¿Qué cosa representa aquí la curiosidad?: la mirada del joven alumno. ¿Cuál la concentración?: el fondo monocromático tan acogedor. ¿Qué la belleza?: la maravillosa elaboración de la textura, los colores y las figuras tan extraordinarias. ¿Y el amor, qué lo representa en la obra?: la mano; la mano dirigida, la mano entregada, sin dogma, sin fuerza, sin desatino, solo afablemente manifiesta.

(Óleo barroco Joven becario con su tutor, 1630, del pintor holandés Rembrandt, Museo Paul Getty, California, EEUU.)

6 de marzo de 2018

Cuando el color de la luz es el escenario más decisivo y justificado de una representación artística.



Cuando el pintor romántico Turner estaba en su lecho de muerte cuentan las leyendas que pronunciaría esta última frase lapidaria: Dios es el sol.  Y lo es...  Para los seres humanos es la fuente de la vida y la vida misma; para los paisajistas como Turner era la única razón de pintar. Pero en el Arte no es el sol únicamente el sentido de su razón de ser. Es la luz. La emisión de cualquier luz o fuente luminosa que, no solo producida por el sol, sea manifestada por el maravilloso efecto electromagnético de, por ejemplo, una llama en combustión. Y esa luz es la que ahora veremos en esta extraordinaria obra neoclásica del año 1817. La veremos reflejada con los diferentes matices de color que sabemos que la luz puede producir en un recinto oscurecido. ¿Qué es primero en esta obra, el sentido de un acecho a un dormitorio nocturno o el sentido poderoso de una luz tan seductora? La realidad es que Pierre-Narcisse Guérin (1774-1833) consiguió una excelente composición lumínica no superada en otras obras de esta leyenda. Daba igual que la leyenda de Clitemnestra y Agamenón exigiera una noche; también pudo ser una siesta vespertina... Pero, no, en este caso era preciso resaltar dos escenarios divididos en la obra y, además, crear una sensación de duda silenciada por las sombras. Y para esto último la luz artificial debía reflejar entonces poderosa.  El pintor no muestra en su obra la fuente de luz, solo la luz, y en el plano principal no hay luz sino penumbra, aunque la suficiente ahora como para ver la vil intención de ella.

En el Arte los detalles son importantes. Por ejemplo, si no tuviese Clitemnestra el cuchillo asesino en su mano derecha, ¿qué podría también representar su imagen? Un deseo erótico claramente. Solo por ese pequeño detalle -el no incorporar el cuchillo en el lienzo- nos podría confundir toda una leyenda. Agamenón, el personaje dormido, es el marido de Clitemnestra. Ella desea terminar con su vida porque se ha enamorado de Egisto, que lo anima aquí a llevar la intención a un hecho. Pero el Arte aquí -y su creador- buscan resaltar ahora la duda. Este es el mensaje ilustrador y clásico de la sabia mitología helénica: aún podemos cambiar nuestra elección.  Esto es lo que le interesa al Arte: que nos enseña y alecciona a sentir una emoción salvífica ante las cosas demoledoras del mundo. El pintor detiene y fija la escena artística en ese instante, los demás instantes no interesan para nada. Sabemos por la leyenda que ella asesinó a Agamenón, un personaje que no era un héroe glorioso ni un modelo de hombre. Pero en el Arte lo importante no es la leyenda que cuenta una mitología, lo importante es el sentido inspirador que nos produce la sensación de comprobar, ante las luces y las sombras, que siempre hay un instante para dudar y poder elegir luego así otra cosa.

Es la sutil escisión psicológica que produce el Arte a veces. Y en esta obra neoclásica lo es además por la grandiosidad artística de los efectos poderosos de la luz. Cuando al pronto vemos la obra no vemos un crimen ni un planeamiento de tal barbaridad; lo que vemos es la maravillosa reflexión óptica de la luz amarillenta de una llama que ahora, sin embargo, no veremos. Un sentido añadido de aquel clásico mensaje moralista. Los efectos para el Arte son más importantes que la acción en sí, incluso que su causa. Porque los efectos nos deslumbrarán, pero no los ojos sino el alma interior de nuestra conciencia. Y el pintor Guérin lo consigue aquí prodigiosamente. Vemos incluso una sombra en el suelo tras la cortina plisada que ignoramos, e ignoraremos para siempre, qué es lo que la produce. También vislumbramos algo la poderosa llama detrás de la sugerente cortina plisada. Porque debe ser poderosa la llama que la causa, aunque no la veamos, pues sus efectos en el cuerpo dormido de Agamenón son muy señalados en la obra. Además es muy importante que se vea este personaje con claridad: Agamenón es el objetivo criminal. Para que la duda de ella sea elogiosa hay que ver muy bien el sujeto motivador de la misma. No se duda ante lo que no se ve, como no se paraliza nadie fácilmente ante la invisibilidad de un objetivo a malograr. Sin embargo, distinto es verlo claramente. Porque ahora sí se detiene el ánimo ante la visión, sin aristas, de un posible mortal equivocado... Pero la luz no solo detiene al personaje de Clitemnestra, también a nosotros, que ahora no vemos un crimen desolador sino una obra de Arte. Una obra extraordinaria de contrastes de luces y de sombras que seducen, atraen y condicionan a cualquier espectador que lo aprecie.

Porque esta obra de Arte clásica dispone además de una composición cromática magnífica. Comienza a la izquierda del lienzo, cuando la oscuridad protege a los cómplices; continúa luego en el centro, cuando la cortina translúcida determine así una tonalidad más pronunciada. Y pasa luego más a la derecha, a la parte más iluminada de la obra. Pero la maestría del pintor hace representar estos tres escenarios concatenados en tres planos ahora de perspectivas diferentes, cada uno de ellos más alejado del espectador. Pero no acaba así la sensación lumínica. En el plano final una ventana presenta ahora la luz mortecina de una luna que tampoco veremos, pero que cierra ahora aquí el círculo de luces de un escenario sobrecogedor. Toda esa magistral estructura artística lumínica nos distrae del motivo esencial de la obra. ¿Esencial un asesinato? ¿Es ese el motivo esencial, un vil crimen, en esta neoclásica obra? No. El motivo ese es solo aquí una extraordinaria excusa para el Arte. Por un lado para mostrar la sensación emotiva de un momento de tensión dubitativa y, por otro, para recrear la maravillosa justificación cromática de componer diferentes escenarios en uno. Escenarios de luces, de sombras, de reflejos, de brillos, de transparencias...

(Óleo neoclásico sobre lienzo del pintor francés Pierre-Narcisse Guérin, Clitemnestra duda antes de matar al dormido Agamenón, 1817, Museo del Louvre, París.)

24 de febrero de 2018

El Greco se adelantaría al Arte moderno, al contemporáneo y cualesquiera otro evolucionado del mundo.



Hay una forma eficaz de ver las cosas artísticas: simplemente se miran y se percibe ahora si atraen, gustan y si nos transmiten algo. Pero, no nos podemos quedar tan solo en eso. Sin tener en cuenta el contexto, su tiempo histórico y sus circunstancias no podremos saber, es decir, comprender en su totalidad, lo que la representación artística nos comunique especialmente para clasificarla o valorarla sin error. La obra de Arte La Anunciación de El Greco del año 1600 y ubicada en el museo de Bellas Artes de Budapest, es una de las muchas obras que el pintor manierista hiciera de esa temática sagrada. ¿Solo sagrada? La estética de este pintor extraordinario es, sin embargo, inclasificable. Vivió en el paso de un Arte sofisticado a un Arte natural. Y llevaría las dos características a una representación genial en los últimos años de su vida. Las dos, la sofisticada y la natural, la manierista y la barroca. Porque el Arte es también combinación, amalgama, universo; es totalidad en lo particular, es contraste, es belleza ubicada y desubicada, es sensibilidad y riesgo estético.  En esta obra particular -de la temática sobre la anunciación de María hizo decenas de cuadros, todos distintos- alcanzaría El Greco la mayor sublimidad para una temática tan sagrada como esa. ¿Cómo se pudo pintar con esa liberalidad colorista y esa simpleza compositiva a finales del siglo XVI?  Porque en ese momento histórico el Manierismo era lo más avanzado a que se había llegado en el Arte. Y se aceptaría a medias esta obra tan innovadoramente heterodoxa. Pero entonces, con esta obra tan expresionista de El Greco, ¿hacia dónde se dirigía el Arte? Fue imposible llevar a cabo por entonces ese avance  estético. Cuando el pintor muere en el año 1614 se acabaría un alarde expresionista tan precoz en el Arte.

Fijémonos bien en esta obra universal. En ella está todo lo que es el Arte, también está toda una epifanía monumental de una estética novedosa para el mundo. Y una forma de libertad... ¿Existió un creador más libre artísticamente que El Greco? ¿Quién se hubiese atrevido a pintar de ese modo tan extraño en pleno año 1600? En el siglo XX vale, pero, ¿en el siglo XVI? Imposible. Hay muchas obras así de El Greco, casi todas genialmente extraordinarias. Pero esta pequeña obra encierra entre sus bordes una genial obra maestra del Arte universal. Porque es una representación sagrada y no lo es. Es una obra sofisticada y no lo es. Es una obra natural y no lo es. Es todo eso a la vez. Parece tan simple la obra, pero esta simpleza la hace más genial aún. Más con menos, la máxima soberbia del Arte. ¿Qué vemos ahí? Traduzcamos un poco la obra, mejor dicho, interpretemos la genialidad de esta obra manierista. Hay dos figuras humanas ahí representadas. ¿Humanas? Sí, humanas, aunque una no lo sea tanto. Pero, sin embargo, lo parece ahora aunque sea el ángel Gabriel el que, según la iconografía, está anunciando a María su maternidad divina. Representa ahora una figura muy humana por su gestos. Por otro lado está la representación de María, aquí una mujer tan normal y vulgar como sus vestimentas y gestos puedan serlo. Ambos personajes se están ahora comunicando entre sí. Esta es una antropología decisiva en la obra: los seres humanos se comunican, se expresan, se transmiten mensajes y se relacionan con un lenguaje. María además está leyendo un libro: la representación cultural de cualquier experiencia -interior o exterior- muy humana transmitida ahora por un escrito. 

Sociedad y cultura pero sin olvidar la trascendencia del mensaje iconográfico. Aquí es representada esa trascendencia por la volatilidad de lo místico en las alas del ángel y la paloma, símbolos de lo elevado que alcanzará la altura suficiente como para pasar a otra esfera superior. Pero, nada más. Esas alas, curiosamente, son los únicos elementos más naturalistas -pintados más conforme a la naturaleza realista- del cuadro de El Greco. Bueno, no. Hay dos cosas más que están también así pintadas: el jarrón y las tijeras del cesto. El resto está todo transformado por la deformación sublime anamórfica de El Greco. Todo eso además hay que combinarlo en la obra para que la estética que representa alcance su culminación artística más extraordinaria. Lo que hace a este Arte más genial para haber podido avanzar sin menoscabo. Por eso el Arte Moderno no consiguió prosperar tanto como este. Porque el Arte de El Greco no moriría nunca bajo las lozas veleidosas del gusto artístico. Por otro lado, el Arte más comprendido es también una expresión luminosa del mundo conocido. Y el mundo natural que conocemos por nuestros sentidos es reflejo de un haz poderoso de luz que producirá colores, y éstos, luego, serán así el contraste maravilloso con el que poder distinguirlos. Porque para que distingamos además las cosas en el mundo natural necesitaremos del color, ¿da igual el que sea o no? El cielo es celeste, de acuerdo, pero no especialmente así, tan fragmentado, como lo veremos ahora configurado apenas con unos trazos en el lienzo manierista. Sin embargo, el atril de lectura de María es marrón como lo es el tono de la materia natural con lo que está hecho, la madera. Todo eso es parte de la combinación mezclada y contradictoria de la obra. Ilusión y razón, abstracción y sentido. También el contraste entre las cosas inferiores -las que están pintadas abajo- y las superiores -las que se representan arriba-, es decir, que el naturalismo pictórico brillará más en la mitad inferior y la sofisticación manierista-expresionista lo hará mejor en la superior.

Simpleza y combinación sublime. Color y simbología mística. Metafísica y terrenalidad. Diálogo y silencio. Misterio y transparencia. Incluso ritmo. Sí, hay una música vibrando en esta obra manierista. El ángel parece sostener una melodía sublime a la que ella responderá luego con su tino.  Si vemos la obra al pronto, ¿qué sentimos? ¿No sentimos acaso una paz tan sosegada que, apenas nos recuperemos de ella, pensaremos que no existe otra cosa en el mundo capaz de sentirla así? Pero, también está lo inferior para recordarnos ahora que somos seres mortales, sufrientes, caducos, oscuros y efímeros. Que solo elevándose uno de sí mismo y de sus miserias -con el Arte por ejemplo- es posible la felicidad o el sentido más placentero de la vida. Da igual hacia dónde se eleve uno, con tal de hacerlo. En el lienzo de El Greco la mano del ángel sostiene ahora una dádiva comunicativa prodigiosa. Deberemos trasladar nuestra capacidad vital hacia algún sentido trascendente, sea el que sea, con tal de que la vida nos justifique así cualquier sentido inteligente para vivirla. Todo eso transmitirá la obra de Arte de El Greco. Nos lo expresa el pintor especialmente además con sus colores sorprendentes, antes de que Rembrandt nos asombrase luego con los suyos. Pero aquí, a diferencia del bello detallismo barroco del holandés genial, hay un sentido de dualidad místico-terrenal en forma de colores y trazos expresionistas. Colores y gestos relacionados con la deformidad y naturalidad de sus trazos atrevidos o con la simpleza estética más elaborada y universal de todas las habidas.

(Óleo sobre lienzo La Anunciación, 1600, del pintor El Greco, Museo de Bellas Artes de Budapest, Hungría.)

16 de febrero de 2018

La inexpresividad de la Belleza o el Arte sublime de El Bronzino.




La Belleza es inexpresiva casi siempre para poder serla. Para que la representación estética de un rostro, por ejemplo, sea llevada al máximo de su sublimidad armoniosa, es preciso que ningún rasgo de expresión emotiva sea señalado en el lienzo. El Renacimiento, y su mayor tendencia artística sofisticada, el Manierismo, entendieron que así debía ser representado un rostro humano para alcanzar a rozar la belleza más extraordinaria. ¿Cómo se puede componer una belleza sin rasgos expresivos? Porque qué la hace única, especial o definida si no dispone de algo reseñable o contrastable que la distinga. ¿No es distinción la Belleza? La vulgaridad, lo opuesto a la Belleza, ¿no es precisamente lo no-exclusivo o lo indistinguible? Y si todos los rostros representados devienen en un matiz plano y monocorde de gestos emotivos, ¿dónde está entonces el sentido elogioso de inexpresividad de la Belleza si ésta, para representarla, necesita siempre distinguirse de lo vano? Aquí abordaremos ahora el sentido estético más sublime del Arte de la Belleza. Porque además no es el Arte manierista un ejemplo fiel de belleza humana naturalmente manifiesta; es, a cambio, una disposición sin sentido armonioso de la proporción paradigmática más idealizada de Belleza. 

En el año 1540 el pintor florentino Angelo Bronzino (1503-1572) compuso su obra de Arte La Virgen con el Niño, San Juan y Santa Isabel. Este creador siempre buscaba representar la Belleza perfecta. Ante un cadáver pintado -como por ejemplo su Descendimiento de Cristo- El Bronzino no pinta a un muerto sino a una estatua brillante y floreciente; ante una escena de dolor desgarrado no compone ningún motivo atroz para distinguir los rasgos dolientes; ante cualquier otra forma de representación humana versaría el pintor hacia la composición proporcional, límpida e indolora de la expresión más inexpresiva. Hay que atreverse a pintar el impávido rostro de la Madonna para llegar a demostrar, bellamente, que la mayor representación de la Belleza debe ser inexpresiva. Sin otra cosa que maestría armoniosa en un semblante ahora detenido y sin expresión alguna. No hay aquí una mirada definida en los ojos de la Madonna, ésta se pierde sobre los márgenes manieristas de la obra. Los personajes son aquí extrapolables, es decir, pueden extraerse de la obra sin menoscabar el resultado final, porque todos ellos son independientes, no tienen comunicación ni interactúan entre sí. Salvo uno: el pequeño niño Juan el Bautista. Es el único retratado que apenas interactúa con su mirada y es tocado -percibido o comunicado- por la mano de la Madonna. Esto es una necesidad iconográfica sagrada: un personaje tan inferior -situado en la parte baja del lienzo- no puede marginarse más sin peligrar la armonía del conjunto. 

Hasta con ese detalle secundario -la posición marginada del niño Juan Bautista- el pintor equilibrado, sereno y armonioso del Manierismo consigue la proporción necesaria para no desvirtuar el sentido de su obra. Pero, nada más. Porque no es posible incluir a cuatro personajes en el mismo plano sin desajustar en algo el conjunto. El pintor debía componer la representación sagrada así, incorporando a la escena de los altos personajes -la Virgen y Jesús- los secundarios de esa leyenda sagrada -Juan el bautista y su madre-.  En el caso de Juan, hemos descrito su posición y su sentido. En el de su madre Isabel, el pintor compone los rasgos de un rostro envejecido. Es la belleza de los dos principales personajes la que El Bronzino representa sin discusión estética alguna: no expresan otra cosa que impida reflejar la Belleza perfecta. Sin embargo, el pintor debe seguir buscando la armonía del conjunto. En un caso el pequeño niño-dios mira la cruz que sostiene, no a su madre, aun a pesar de situar su mirada confusa ante su madre. Y su madre, decidida, no mira ahora hacia cosa alguna definida, sino hacia la nada más indeterminada de una vaga metáfora misteriosa. Sin gesto, sin definición, sin sentido, sin diálogo estético, sin ningún matiz, ni convergencia. Nada. No hay nada que mirar, ni que sentir, ni que expresar en el lienzo manierista.  Salvo Belleza...

(Detalle del lienzo La Virgen con el Niño, San Juan y Santa Isabel, 1540, El Bronzino; Óleo La Virgen con el Niño, San Juan y Santa Isabel, 1540, El Bronzino, National Gallery, Londres.)

13 de febrero de 2018

La dicotomía del Amor entre la sensación más pasional y la emoción más virtuosa de Belleza.




El pintor más filosófico o metafísico del Barroco lo fue Nicolas Poussin. Nacido en Francia en el año 1594, pasaría sin embargo la mayor parte de su vida Roma. Ha sido el exponente más grandioso de la pintura clasicista en la Europa barroca del siglo XVII. Obsesionado por la mayor virtuosidad del Arte clásico, así como por la Belleza como expresión de su mejor virtud manifestada, compuso el pintor francés muchas obras donde representaría la dicotomía de la Belleza, es decir, la doble vertiente que se nos representa siempre a los humanos para discernir la Belleza. ¿Discernir la Belleza? La Belleza no tiene una sola visión o sensación sino que tiene dos, y esto hace la vida estética de los seres humanos un continuo desazón entre una elección sensual y otra intelectual de la Belleza. En la mitología grecorromana Venus representaba la elección sensual y Mercurio la intelectual. En el año 1627 Poussin compuso un lienzo que apenas un siglo después sería seccionado violentamente y llevado una de sus partes a Inglaterra. Esta parte seccionada es la que vemos aquí; la otra parte, unos amorcillos desperdigados, se encuentra en el Museo del Louvre.  Aun así esta obra parcial de Poussin, expuesta en la Galería Dulwich de Pintura -llamada Venus y Mercurio-, es una manifestación prodigiosa de virtuosa Belleza estética. Pero no es ahora la ocasión de criticar un expolio artístico, que lo fue, sino la extraordinaria oportunidad de abordar el tema tan sutil de la dualidad de la Belleza y hacerlo además con esta representación del genial y misterioso Poussin.

Hay dos formas de manifestar o percibir placer frente a la Belleza. Uno es sensual, carnal, terrenal, lo que expresará pasión por la vida, por la Naturaleza y por su manifestación de equilibrio y armonía estéticas. El disfrute de los sentidos que nos comunicará con cualquier objeto placentero y ajeno a nosotros. Por otro lado está el placer intelectual reflejo de los aspectos más sutiles de nuestra conciencia o mente, como puedan serlos la intuición o la imaginación creativa. También la capacidad de transmitir pensamientos o ideas, es decir, la sensación de disponer de la curiosidad por la expresión de lo abstracto. El Arte es reflejo de las dos formas de percepción o creación. Por un lado, veremos el placer sensual gracias a la representación de lo que nuestros ojos transmiten a nuestro cerebro, reflejo así de sus emociones más primarias. Por otro, asimilaremos el sentido metafórico de la idea, del concepto o de la creación mental que identificará una cosa representada con su definición más sublime. En la pintura de Poussin aparecen dos dioses míticos que representaban esos dos aspectos contrapuestos de la Belleza: Venus y Mercurio. En la mitología, Venus es la divinidad que simbolizaba fundamentalmente la pasión más desenfrenada. Pasión en su acepción de sentimiento muy intenso. Sentimiento de sentir, de padecer con los sentidos el fulgor más tangible del deseo físico. Y satisfacer además ese sentimiento gracias a los elementos de una Naturaleza pródiga, existente, asequible, visible, tangible y cercana.

Mercurio representa en la obra el símbolo de los elementos no tangibles más alejados de la Naturaleza. Elementos trascendentes -por tanto sublimes o más elevados- que para acceder a los seres terrenales, humanos o sensibles se transmiten a través del intelecto por ideas que la mente consigue reproducir con un sentido estético. Elementos armoniosos también dado su origen y su significación de Belleza, aunque ahora ésta sea más introspectiva, serena y trascendente. En la obra de Poussin los dos dioses son representados con la perfección clásica más elaborada del Arte barroco. Sin embargo, el pintor no evitaría aquí el sentido metafísico -perfecto, sublime- con alardes sensuales más allá de lo figurativo. Es Belleza lo que vemos, pero es una clase de belleza que inspira ahora adecuación del intelecto con los sentidos, equilibrio sublime con plasticidad física, o sosiego sereno con armonía natural equilibrada. Hasta la posición de ambos personajes míticos, ahora relajados y cómodamente sentados, sin ningún enfrentamiento pasional, definirá el sentido estético de su iconografía más simbólica: transmitir una armonía no tanto sensitiva como intelectual. Una armonía tan sutil que la mirada de Venus está ahora ensimismada en un pensamiento evadido espiritualmente, no en una visión pasional o en un deseo carnal o en un delirio sensual y manifiesto, sino todo lo contrario. Por su parte Mercurio, convencido y sereno, señalará aquí con su dedo cómo el amor reflexivo -Eros- vencerá decidido al amor visceral más pasional y lastimero -representado por Anteros- en su virtual lucha tan opuesta, fratricida y metafísica.

En la obra de Arte vemos a la derecha los símbolos artísticos que representan parte de esa virtualidad armoniosa de Belleza sublime: el laúd, la paleta del pintor, el caduceo de la retórica, el libro abierto o la partitura de música.  Vemos en la parte opuesta la lucha de Eros y Anteros. Anteros está representado como un pequeño amorcillo mitológico con piernas de carnero, simbolizando el amor pasional más desaforado o el placer sensual más incontenible. Vencerá Eros, que defiende aquí el placer trascendente o intelectual, la Belleza más sublime de la virtud manifestada ahora por el Arte. El pintor barroco glosaría además una obra donde mostraría también la belleza más sensual que pudiera representar el clasicismo en una obra. Pero lo hace con tal sublimidad que el placer obtenido por los sentidos -el visual- no nos lleva ahora sino a calmar las desenfrenadas manifestaciones más sensuales de la belleza. Porque finalmente lo que nos muestra Poussin en su obra es la geometría artística más favorecedora de una armonía estética idealizada de belleza. Un sutil equilibrio estético ahora entre una sensación apenas físicamente tangible y una concepción abstracta idealizada de belleza. Una concepción genial por lo sublime y trascendente que encierra siempre la Belleza.

(Óleo Venus y Mercurio, 1627, Nicolas Poussin, Galería de Pinturas de Dulwich, Reino Unido; Detalle del boceto del dibujo original antes de ser seccionado en el siglo XVIII, Nicolas Poussin.)

3 de febrero de 2018

La mediocridad de lo forzado frente a la genialidad de lo auténtico, o el misterio creativo de Manet.



Manet es uno de los pintores más brillantes de la historia que, sin embargo, fue el menos popular de los genios de su tiempo. Menos popular porque a su pintura le seguiría, muy pronto, la mayor transformación artística en la historia del Arte: el Impresionismo y el Postimpresionismo. Tendencias artísticas éstas que fueron más atractivas, incluso tiempo después, en el poco exigente estético siglo XX. También porque el pintor se situaría entre la tradición y la modernidad... Sin embargo, su Arte prosperaría. Es uno de los mejores pintores de la historia luego de los grandes genios renacentistas y barrocos. Nació demasiado tarde. Posiblemente, habría sido -de haber nacido en el siglo XVII- el pintor barroco francés más pasional de los grandes barrocos de su país. Pero vivió en pleno siglo XIX, cuando el Arte luchaba por encontrar otras formas de poder reflejar la luz en un lienzo artístico. También cuando la sociedad deseaba más sosiego y calma, o cuando la humanidad, los individuos, empezaban a querer tener más protagonismo que el claroscuro desolado de sus lienzos. Así que cuando Manet (1832-1883) se asombrase mirando obras maestras descubriría el sentido poderoso de lo que era pintar. Ni el Romanticismo, esa fuerza arrolladora que atrajese la sensibilidad de un mundo relajado, ni el Clasicismo, la siempre efectiva tendencia más aplaudida, asombraron al joven Manet. Para cuando Manet comienza a frecuentar el estudio de Delacroix, uno de los grandes pintores románticos de Francia, éste le recomienda mejor copiar a Rubens, al dios de la pintura barroca, al maestro más excelso que el Arte hubiera dado en la historia.

En el año 1859 Manet se decide componer una obra al ver uno de los paisajes del maestro flamenco. Pinta su obra La pesca (1861) en homenaje a Rubens, pero, también a Tiziano, a Lorena, a Velázquez o Pissarro. Es decir, que no fue una obra original y personal, fue un compuesto inspirado de otros. Cuando el pintor decidió dejar de ser guiado por nadie alcanzaría su grandeza. Es uno de los creadores más extraordinarios porque pintó siempre lo que pensaba que debía pintar desde la sinceridad más intuitiva de su genio. Algo que, sin embargo, no demostró hacer  en La pesca. Pensaba además que el clasicismo mejor conseguido en la historia no había sido el de Rubens sino el de Velázquez. Había tal vez  una razón personal para componer esa infame obra. En La pesca están retratados Manet y su prometida Suzanne. Están retratados como una pareja circunspecta y cariñosa, como esa misma pareja que Rubens compusiera de sí mismo y su joven esposa Helena siglos antes. Manet adquirió el compromiso amoroso forzado por una sociedad moralista y rigurosa. No refleja en su obra un amor tan apasionado por su esposa. La conoció cuando él tenía diecisiete años y ella, con diecinueve, era la profesora de piano que su padre le impusiera. La efímera pasión adolescente llevaría luego al autoengaño. Manet, que se casó con Suzanne al morir su padre, nunca acabaría de encontrar el amor que retrata en sus cuadros, salvo en la idealización inalcanzable de su cuñada, también pintora, Berthe Morisot.

La pesca representa la idealización inconclusa de un escenario imposible, como la misma obra en sí. Es de las creaciones de Manet más mediocres, infames y espantosas de su carrera. No representa el espíritu genial que Manet expresaría con su Arte antes, ni sobre todo después. En el mismo año termina otra obra, Niño de la espada, donde un estilo clásico expresa esa maravillosa afinidad por la pintura de Velázquez. Ahí sí es Manet, a pesar de parecer Velázquez. Los colores, la composición, el fondo neutro y la pose hierática delatan su pasión por el Arte español del siglo XVII. El modelo retratado del cuadro es el hijo de Suzanne, León. Las leyendas sitúan a León como hijo fuera del matrimonio de Manet (o como un hijo del padre de Manet). Nunca reconocería Manet a León como hijo propio, aunque lo apadrinase y le dejase incluso su herencia. Pero entonces lo pinta como si lo fuera o, al menos, como si su pasión le guiara en ese intento paternal.  La realidad es que crearía una gran obra de Arte retrasada en el tiempo. Pronto llega el año artístico más maravilloso de Manet: 1869. Y entonces compone dos obras excelentes. Una inspirada en su pasión por la pintura española de Goya: El balcón; otra estremecedora por su insinuación misteriosa y con unos tintes también hispanos: Almuerzo en el estudio

La obra El balcón, influida por Majas en el balcón de Goya, nos descubre una sutil epifanía de las relaciones cruzadas o triangulares. Cuando Manet conoce a su cuñada -casada con su hermano Eugene-, la pintora impresionista Berthe Morisot (1841-1895), descubre la belleza distante, misteriosa o evanescente más anhelada. ¿Sólo para su Arte? Volvemos a la sociedad puritana de mediados del siglo XIX y sus compromisos, lealtades o represiones auto-impuestas. Sin embargo, el pintor había descubierto la modelo perfecta. En El balcón retrata tres caras del mundo: la de la vida, la de la pasión y la de la sociedad. Utiliza tres personajes, dos mujeres y un hombre, una manipulación sesgada para describir -desde una perspectiva masculina- la imposibilidad de representar el amor humano, dividido ahora entre una admiración sosegada y una fascinación imposible. Compone la figura de una mujer arrebatadora: el trasunto de lo que era Berthe para él; por otro la figura entregada, virtuosa y cariñosa de la joven violinista Fanny Clauss; también la representación del hombre confundido, sin brillo, indeciso, apocado, situado entre la mediocridad y el sentido sublime de un gesto meditabundo.

El mismo año presenta Manet su obra de Arte Almuerzo en el estudio. La obra rezuma misterio por todas partes. La genialidad de Manet es componer el conjunto más característico de su Arte peculiar: ni clásico ni moderno, ni romántico ni impresionista, ni mediocre ni reconocido. En un estudio, no en una cocina, ni en un comedor, ni en un salón, aparecen tres -otra vez tres- personajes familiares para describir la escena misteriosa. ¿Es costumbrista, es hogareña, es familiar la escena compuesta? De nuevo una tríada, la inevitable de la vida social y familiar que domina por entonces: el hombre padre productor de bienes y seguridad; la madre servidora cariñosa y entregada; el hijo promesa de futuro y objeto de toda atención personal de sus progenitores. La figura vanidosa y orgullosa del joven contrasta con las desdibujadas del fondo. El pintor sitúa a la izquierda un casco de armadura que, junto a armas ya ineficaces, representa el extinto poder de un mundo ahora ya inútil y vencido... Vanagloria fatua de una vida pasajera. Más misterio para entrelazar la tríada defendida y rechazada -su lealtad a una familia protegida, su propia indecisión y su incapacidad para aceptar lo inaceptable-. Unos gestos modernistas mezclados con los más tradicionales de un mundo ya perdido o por perderse...

(Todos óleos del pintor Edouard Manet: Almuerzo en el estudio, 1869, Neue Pinakothek, Munich; La Pesca, 1863, Metropolitan de Nueva York; Niño de la espada, 1861, Metropolitan de Nueva York; El Balcón, 1869, Museo de Orsay, París.)

5 de enero de 2018

La evolución emotiva del Arte o cuando el pintor avanza en su determinación emotiva de Belleza.



El siglo barroco había sido el mayor productor de creadores artísticos habidos en la historia. ¿Qué habría sucedido para que fuese así? Pues, tal vez un mayor acercamiento a las clases populares, tanto de los observadores como de los creadores de ese Arte. La Iglesia además favorecería extraordinariamente a la Pintura como una actividad profesional de comunicación sagrada y poderosa. Y muchos de sus acólitos pintores, clérigos o frailes, abundaban con sus talentos artísticos en el deseo de satisfacer un prurito -acercarse a algún tipo de éxtasis sensual- que en la rigurosidad de sus votos religiosos les estaría vedado en lo carnal. Así que se acercaron a la Pintura y disfrutaron de su alarde -saber pintar- con la satisfacción poderosa que de una belleza sagrada pudiera una mente desatada y fértil llegar a conseguir. Fue el caso de Bernardo Strozzi (1581-1644), un franciscano de Génova que a los diecisiete años terminaría profesando en un convento capuchino de Italia. Pero diez años después, justo al fallecer su padre, el convento le permitiría salir para poder así cuidar a su madre. Y decide entonces pintar, ganarse la vida pintando cuadros, donde su emotiva sensibilidad le permitiese además mostrar aquella sagrada belleza aprendida de antes. Y entonces pintará para ganarse la vida a la vez que también para ganar su alma, ésta más necesitada ahora de belleza que de liturgias sosegantes. Sin embargo, sería acusado en Génova de pintar sin estar asociado al gremio de pintores. Entonces en la república de Génova no se permitía pintar sin formación ni estar asociado a un gremio. Para cuando su madre fallece el convento le requeriría de nuevo. Pero, ya no desearía volver a los rezos para calmar su espíritu atribulado, solo desearía pintar para encontrar, con la extraordinaria fuerza emotiva que le proporcinaría el Arte, al mismo dios de antes ahora entre las suaves sombras de su pintura. Escapa de Génova a Venecia -otra república entonces más tolerante- para poder seguir plasmando sus anhelos estéticos tan sensuales. Pero ya no pintando como lo hacía antes. En Venecia aprende a utilizar los colores para hacer ahora otra cosa diferente. La tenebrosidad del norte de Italia la suavizaría Strozzi de tal modo que su pintura fue una grata sorpresa incluso para los enamorados del estilo de Caravaggio. Fue el estilo tenebrista del maestro pero, ahora, con los suaves, emotivos o detallistas matices venecianos de aquellas sombras coloridas y tan sentidas de antes.

En el año 1632 se atrevería a pintar una leyenda bíblica donde con su estilo acompañase ahora una devoción menos divina. El tema era el alivio curativo provocado de un hijo a su padre. Según el libro bíblico de Tobías un joven encuentra un nuevo amigo camino de su casa, pero no es un ser humano sino un ángel. Éste le ayudará a buscar esposa y a poder remediar enfermedades. De regreso a su casa curaría a su padre, el cual había sido cegado por los excrementos de un ave maliciosa. Entonces usará la hiel de un pescado que el ángel le había recomendado para sanar el mal. En la escena iconográfica barroca aparecen Tobías, el ángel -arcángel Rafael-, el padre de Tobías y la esposa de éste. También un perro y el pescado curativo. Así realizaría Strozzi en el año 1632 su obra La curación de Tobías, la primera de las tres obras que compuso -no sé si más- y que se encuentra en el museo Hermitage de San Petersburgo. En esta obra del Hermitage observamos las sensaciones que el pintor tuviera entonces para plasmar su obra: el dramatismo realista -caravaggista- tan desgarrador en el semblante tan rudo y desolado del enfermo, el rostro tan imperturbable de su esposa, ahora displicente o desdeñosa, y, por último, el gesto tierno del ángel, aquí más dirigido hacia el enfermo que hacia el inexperto curador. Tres años después el pintor genovés llevaría a cabo la misma composición, pero ahora con algunas modificaciones emotivas. Es la misma obra, Curación de Tobías, pero en el año 1635 Strozzi pinta otra cosa diferente. En esta obra, ubicada en el Museo Metropolitan de Nueva York, el pintor varía el sesgo sentimental en el gesto del enfermo y modificaría las semblanzas emotivas de los otros personajes. Ahora Tobías está más inquieto y menos seguro ante el ojo del enfermo, en esta ocasión el izquierdo, en donde deposita la hiel medicinal. Su padre no demuestra ya la realista actitud de antes, con aquel gesto doloroso frente al terrible tratamiento. Ahora parece entregado a su curación con un ánimo más sentimental, con unos rasgos humanos más espirituales que físicos. Su esposa también es aquí otra mujer, aparece ahora como una persona más entregada al sentir tan doloroso de su esposo. Además el ángel cambiará de posición en esta nueva composición evolucionada del artista.   Ahora se acerca a su discípulo espiritual, a su alumno y amigo, para apoyarle, aleccionarle y dirigirle así mejor en su operación curativa. 

Pero todavía Bernardo Strozzi llegaría, nueve años después, a componer otra nueva versión de la misma obra. Tiene muy clara la composición y no cambiará nada de aquello que compusiera años antes. Todo volvería a hacerlo igual que antes: el ángel, aún más cerca de Tobías; la esposa, decidida a compartir con su marido su gesto de pasión; y Tobías, con la misma mano atendiendo el mismo ojo de su padre. Pero, entonces, ¿qué es lo que, en su evolución emotiva, el pintor sensible hace ahora, sin embargo, para completar tal hazaña evolutiva? Bernardo Strozzi, en su última obra, la del año 1644 (ubicada en el Museo del Prado), idea ahora una ligera sensación muy diferente plasmada en el rostro lastimero del enfermo. Y diseña así un gesto algo diferente a los de antes, no es ni el tan doloroso del año 1632 ni el tan sosegado del año 1635. Ahora, en el año 1644, Strozzi pintará el semblante enfermo del padre de Tobías con el gesto -apenas apreciable- de un alma sensitiva muy entregada a su curación. De un alma que descubre ahora, sosegada e indiferente, el resultado del buen hacer cariñoso y saludable de su hijo. Toda una evolución muy emotiva y humana en el itinerario artístico, tan tenebroso y aséptico, de aquellos duros, realistas y creativos años.

(Óleos del pintor barroco italiano Bernardo Strozzi: Curación de Tobías, 1632, Museo Hermitage, San Petersburgo; Tobías curando la ceguera de su padre, 1635, Museo Metropolitan de Nueva York; La curación de Tobías, 1644, Museo del Prado, Madrid.)

30 de diciembre de 2017

Dos sueños iconográficos y dos formas diferentes de expresarlos.



Cuando el joven pintor Goya -con veinticinco años- fuera contratado para decorar los muros del oratorio de un aristócrata palacio en Zaragoza, la gran pintura clásica estaba entrando por entonces -año 1771, momento de transición decisiva en lo estético- en una forma de expresar los colores y los trazos muy diferente a como se había preconizado antes. Pero solo por ahora en los colores y en los trazos. Estos abocetados o apenas definidos -a cambio de las clásicas consignas académicas de antes- y aquellos, los colores, todavía con las lánguidas o metamorfoseadas tonalidades tan irreales o desgastadas propias del Rococó. Porque la composición de una obra con el trazado emocional o grandioso de una diagonal atrayente continuaba siendo una inspiración destacada que debía mantenerse para poder expresar una emoción tan estética. El sueño de san José era la descripción evangélica del momento en el que un ángel es llevado a entrar en el sueño de José. Un sueño para que entienda José que la futura maternidad de María -de la que él no ha sido partícipe ni lo será- es un prodigio divino necesitado por la providencia para llevar a cabo una revelación. Es la metáfora ahora de lo imposible, de aquello que por más que uno desee lo contrario -ser el padre real- nunca sucederá.  Es un sacrificio doble en lo existencial, porque no sólo se acepta sino que además se debe vivir con ello como si no hubiese pasado. Es la aceptación de un hecho que va contra el sujeto afectado doblemente: como un agravio personal -aspecto genético- y como una asunción de una realidad -aspecto ontológico- que no es la de uno mismo.

Y la poesía sagrada -lo que son las metáforas evangélicas- glosaría entonces la representación de ese hecho sagrado con la sutil artimaña de un sueño. ¿Cómo alcanzar mejor las moradas básicas del sentimiento racional de un ser humano para transformar un pensamiento ofuscado en otra cosa distinta, justo en lo más opuesto?: con el sueño misterioso... Así se dominarán las esencias de la conciencia íntima de un ser para poder elaborar un pensamiento, un concepto o una idea ajena, en su mente poderosa. Las técnicas neurolingüísticas lo saben muy bien. Los procesos formativos inducidos, donde el estado somnoliento es un aliado eficaz para la asimilación de contenidos, también justifican la práctica de la implantación de información en fases profundas de la ensoñación humana. Así se adelantaría ya aquella sabia metáfora evangélica y el Arte vendría luego a expresar ese sueño tan peculiar. ¿Es una impronta o legado mental involuntario lo que se produce cuando el sueño -algo ajeno a uno- invade poderoso a las neuronas de nuestra futura voluntad? Los sueños no los elegimos voluntariamente, esto es una realidad incuestionable, por tanto, no es ninguna barbaridad afirmar que éstos provienen de una parte de nuestra conciencia -mejor inconsciencia- que es totalmente ajena a nuestra voluntad más inmediata. Pero, sin embargo, es una barbaridad pensar que eso -un sueño configurado por la mente inconsciente- pueda obligar a transformar luego necesariamente una conducta o un pensamiento de un modo automático. Aunque tampoco podemos afirmar cómo funcionaría nuestra conciencia como consecuencia de la cantidad de información, consciente o inconsciente, que nuestro interior pueda elaborar sin nuestra participación directa, sin saberlo o idearlo nosotros exactamente.

Pero eso puede ser la intuición, esa capacidad mental que nos sobreviene luego de una noche de sueños premonitorios o auxiliares del pensamiento posterior. Procesos que pueden ser tan inconscientes que no alcanzamos a comprenderlos. Pero, volviendo a la representación estética de ese hecho evangélico, los pintores describieron ese momento sagrado con las maneras estéticas que su época y sus ideas hubieran conformado en sus tendencias artísticas. Así, podemos comparar ahora aquí dos obras maestras del Arte barroco y prerromántico. Una de la mano del pintor barroco Phillipe de Champaigne (1602-1674) y otra del pincel más avanzado y pasional del español Goya. El barroco de Champaigne es tan clásico que parece ser una obra pintada un siglo después, cuando el Neoclasicismo subrayase aún más las técnicas y los conceptos más tradicionales del Arte. Pero el naturalismo barroco se expresa también, incluso más que cualquier alarde épico o grandioso. Neoclasicismo que alcanzaría también a Goya pero que este pintor supo transformar luego cuando comprendiera que el Arte no podía conformarse con la tradición, sino que debía aventurarse con las trazas y los alardes de un nuevo acontecer. En la obra de Goya el sentido de la transmisión mitológica del mensaje evangélico, la conducción de un pensamiento o de una realidad a otra, es llevado a la máxima emoción y ternura frente a la corrección teológica y estética del pintor francés.

El ángel de Goya toca levemente con sus dedos compasivos la túnica de san José, éste mucho más concentrado en su sueño. El ángel de Champagne, a cambio, señala a la divinidad y a María como los elementos más importantes del hecho sagrado, obviando a José. En Goya no. En el revolucionario pintor aragonés lo importante ahora es el sujeto receptor de ese delirio prodigioso, de esa impronta poderosa y sugestiva tan mágica para poder acoger, en su humana vida irrelevante, el doloroso y resignado acontecer de un destino trascendente. Las figuras de María en ambas obras son opuestas en su sentido estético representativo. En Champagne aparece la Virgen muy contrastada y emotiva, vislumbrando además, si no viendo, el mágico acontecer sagrado tan inapelable. En Goya la figura de María se delinea en un secundario plano entristecido, apenas esbozado y marginado, sin la sensación ahora de vislumbrar ella no solo el hecho sagrado sino la grandiosidad teológica que significa. Pero es la representación de la figura de san José la que en las obras determina más un sesgo artístico u otro. En el pintor francés la figura del esposo de María está ahora sola y abandonada a su sueño premonitorio, tranquilamente relajado con el momento más sosegado de su ensoñación divina. En Goya, a cambio, san José está aún en ese proceso inicial del sueño donde la conciencia humana luchará por aferrarse a la sensación de existir, de querer comprender aún, en su ensoñación inconsciente, lo que parece vivir en otra esfera distinta pero ahora decisiva.


(Óleo sobre lienzo -trasladado desde mural a lienzo en el año 1915- del pintor Goya, El sueño de san José, 1772, Museo de Zaragoza; Obra barroca de Philippe de Champagne, óleo El sueño de San José, 1643, National Gallery de Londres.)

15 de diciembre de 2017

En diez años el Romanticismo alcanzaría a expresar ya su culminación malograda.



Cuando el Romanticismo balbuceara en el Arte con sus perfiles y trazos el mundo necesitaba urgentemente entonces, comienzos del siglo XIX, un nuevo sentido de ruptura, de diseño, de composición, de expresión o de sentimiento estético revolucionario. Y así surgieron grandes creadores que entendieron que el Arte debía ser una cosa muy distinta a lo de antes. El Romanticismo fue así el Arte moderno de comienzos del siglo XIX. Pero, incluso fue también mucho más que Arte... Llegaría a revolucionar no solo el Arte sino la sociedad, sus planteamientos impregnaban también la filosofía, el pensamiento, la literatura y la forma de vivir o relacionarse con el mundo. Y ese sesgo cultural y social llevaría al Romanticismo a ser una diferente forma de expresión artística, nada clásica y totalmente opuesta a lo que había sido el Arte desde que comenzara su andadura en el Renacimiento. Uno de sus más significativos representantes lo fue Eugène Delacroix. Este creador francés transformaría por completo la forma de pintar entonces. Y estamos en los años de la década de 1820. Sus colores, como los del pintor Turner, transformarían la forma en que el observador identificara cada cosa con su tonalidad natural. Ahora, en el Romanticismo, los colores reflejarían otras cosas añadidas a la materialidad de lo que representaban sus tonalidades en un lienzo. Los trazos románticos de Delacroix (1798-1863) no perfilaban las figuras con el delineado clásico de antes. Porque no fue la representación plástica clásica lo que primaría en el Romanticismo genuino. Entonces era solo el esbozo estético de un sentimiento lo que el pintor genuinamente romántico deseaba expresar con cada pincelada pasional de su tendencia.

Pero el Romanticismo no revolucionaría tan solo el trazo artístico, también el sentido de la vida que expresara con él. ¿Qué sentido tiene ésta? Para los románticos como Delacroix el sentido vital es lo importante, no es posible crear una obra romántica si no tiene un claro sentido existencial. Es decir, si no se acerca al sentido romántico de la vida, que para las personalidades románticas es una sutil metáfora sagrada de la escena motivadora del paraíso perdido...  Y, ¿dónde estará ese paraíso?  En los paisajes misteriosos, alejados, naturales, vírgenes, puros o incorruptibles del oriente espiritual. Para Europa el desarrollo del sentido espiritual de occidente estaría conectado al oriente. Ahí, en las lejanas llanuras desérticas y desoladas del sur y el este del mediterráneo, se encontrarían las estribaciones del mítico paraíso perdido del ser humano. Y Delacroix se lanzaría a componer en sus obras ese escenario y a sus románticos pobladores. Por entonces -no ahora- el mundo árabe representaba la pureza, la integridad del ser frente a su entorno natural, la majestuosidad de los principios frente a la arbitrariedad del mercado industrial, o la grandiosidad del desierto frente a la opacidad oscura de la sociedad europea industrialmente desarrollada. Representaba el exponente primitivo de la cultura europea, de aquella cultura primigenia de la que provenía la occidental. 

En el año 1854 el pintor romántico compuso su obra Jinete árabe. Para los románticos como Delacroix la figura de un caballo unida a un hombre era la metáfora sagrada de la espiritualidad más consagrada de un sentimiento. Porque es su figura la simbología representada del alma del hombre, compuesta en su obra ahora como un ente veloz e indomable que, sin embargo, acabará siendo domesticado gracias a las premuras insobornables de su sagrada nobleza. Y el escenario desértico, metáfora de aquel paraíso perdido idealizado, culminará con la composición de los dos elementos que representaban el sentido romántico del mundo: el ser humano como materialidad y pesadumbre, y, por otro lado, el ser equino -animado, veloz, alado y puro- como un símbolo de inmaterialidad y resorte espiritual animado y divinizado. Ambos se complementan ahora en la escena romántica de Delacroix. No pueden existir el uno sin el otro, como no pueden existir el ser humano sin su alma. Ese sentimiento es representado por los románticos de la generación de Delacroix con el rasgo innovador de la estética revolucionaria de sus inicios: con los perfiles apenas esbozados en sus trazos artísticos románticos..., sin aquel equilibrio clásico del Arte consagrado de antes. La pintura romántica de Delacroix fue una revolución en el Arte entonces, una transformación estética que acabaría malograda, sin embargo, apenas diez años después de haber compuesto esta obra. ¿Por qué? Porque todo imperio, político, estético, artístico, filosófico, etc., tenderá siempre a alcanzar, tarde o pronto, las metas de su culminación malograda.  

A finales del año 1864, diez años después de que pintara Delacroix su obra árabe, el pintor romántico francés Eugène Fromentin (1820-1876), influido artísticamente por Delacroix, compuso su lienzo romántico El simún. Pero ahora, en su obra de Arte romántica, no existirán ya, sin embargo, ninguna de aquellas características estilísticas o estéticas o románticas tan genuinas que su maestro alcanzase a conseguir. ¿Qué habría pasado? Pues que el Romanticismo no pudo mantener su pasión plástica efusiva tanto tiempo como alcanzara a conseguir en esencia con la genialidad de su impronta tan desgarradora. Pero, ¿fue sólo una causa estética entonces? No, pues las tendencias artísticas no se pueden desligar de las tendencias sociales. El mundo a partir del año 1860 cambiaría de un modo radical en la historia de Europa. Pero, como todos los cambios decisivos, no sería una transformación brusca ni rápida, todo se produciría lentamente y el Arte pasaría de revolucionar sus trazos, sentimientos y colores para regresar al clasicismo efectista de siempre. Porque el clasicismo simbolizaba ahora además una tendencia más tranquilizadora para la época que aquel gesto tan erizado o revulsivo de antes. Pero, sin embargo, eran románticos también estos nuevos pintores. Cambiaron solo la forma y la manera en que la materialización de una imagen era expresada en un lienzo. Pero no el espíritu romántico, aquel sentimiento que llevaría también ahora a combinar el estímulo específico de aquel rasgo romántico por excelencia -la ferviente emoción de un sentimiento universal- con, sin embargo, los perfectos y aplaudidos trazos clásicos más equilibrados, seguros y serenos, del Arte universal.

Así compuso Eugène Fromentin su obra romántica El simún, una metáfora de la forma en que el Arte soportaría el viento envenenado -lo que significa simún- de la veleidosidad estilística o tendenciosa tan cambiante de la historia. También el pintor Fromentin combina los hombres con sus caballos, al ser con su espíritu o alma, pero ahora, sin embargo, a cambio de la tranquilidad y la calma -no estéticas sino formales- de la obra de Delacroix, el romántico Fromentin llevaría su escena romántica a la representación de un poderoso viento del desierto, el simún, un terrible fenómeno tormentoso de arena que maltrata los seres que se exponen a sus efectos. Como el Romanticismo de Delacroix y sus excesos estéticos, cromáticos o compositivos lo fueran para el joven pintor. En la obra de Fromentin se representa -formalmente- una tormenta de arena muy poderosa, desolada y terrible, pero, sin embargo, no hay ahora -estéticamente- ni desolación, ni agresión, ni descalabro alguno en la imagen romántica. El sesgo romántico está en la obra pero, a cambio, habría algo más que la complementaría entonces. Había sentimiento romántico, por supuesto, pero también brillantez compositiva, acabado perfecto y combinación magistral de colores y formas clásicas. La sociedad europea comenzaría a transformarse esquizofrénicamente por entonces. Porque no dejaría de existir el sentido revolucionario, pero, por otro lado, la sociedad occidental buscaría también un cierto sentido de tranquilidad y sosiego luego de los años de revueltas de la primera mitad del siglo XIX. Y en ese intervalo histórico el Arte prosperaría de nuevo, bajo los suaves o armoniosos alardes clásicos de aquel sentido fervoroso tan espiritual. Ese sentido que unos pintores desorientados alumbraran, sin embargo, medio siglo antes con sus obras tan diferentes o tan revolucionarias.

(Óleo del pintor francés Eugène Fromentin, El simún, 1864, Colección particular; Obra del pintor romántico Eugène Delacroix, Jinete árabe, 1854, Museo Thyssen Bornemisza, Madrid.)

18 de noviembre de 2017

El Arte como una creación compositiva extraordinaria, con gestos, colores o perspectiva de belleza.



Para amar el Arte hay que comprender la geometría artística de la belleza. Porque la belleza puede existir aislada y la geometría puede ser equilibrada, pero tan solo en el Arte se combinarán ambas para hacer ahora algo muy especial que brille a nuestros ojos. ¿Existe alguna cosa creativa en el mundo que pueda separar, sin alterar nada, el sentido del mensaje del mensaje del sentido? El mensaje, el sentido... Porque no es lo mismo el sentido del mensaje que el mensaje del sentido. En el Arte ambas cosas se darán. Pero, sin embargo, será el mensaje del sentido lo que más persistirá o destacará en una obra de Arte. ¿Qué es el mensaje del sentido? Aquí manejaremos ahora la doble significación de la palabra sentido, por un lado finalidad y por otro sentimiento. Porque en el sentido del mensaje es la primera acepción, la finalidad, el significado usado. En la segunda, en el mensaje del sentido o de lo sentido, es, sin embargo, el sentimiento. Pero, ¿qué es más definitivo o relevante en el Arte, la finalidad o el sentimiento? Es evidente que el sentimiento. Pues la finalidad, como lo enunciara el filósofo Kant, no es una característica esencial de la estética, ni, por tanto, del Arte. Así que nos quedará el sentimiento. Es decir lo que se siente ante una expresión artística determinada, en este caso ante la imagen compositiva de una obra de Arte como la del pintor italiano Massimo Stanzione, su óleo del año 1635 El Nacimiento del Bautista anunciado a Zacarías.

El mensaje aquí está claro: según el evangelio, un ángel se aparece a Zacarías, levita judío de Jerusalén, para anunciarle que su mujer -de avanzada edad- se quedaría encinta y daría a luz un niño al que debían llamarle Juan. En pleno Barroco contrarreformista la escuela italiana de Stanzione, verdaderamente una escuela completa de toda la pintura barroca italiana de la primera mitad del siglo XVII, acabaría utilizando un mensaje teológico para llegar a componer obras de Arte de una sentimentalidad maravillosa. Sus colores son prodigiosos en esta obra suya, ya que resaltarán decididos entre la clásica alineación de monótonas tonalidades óleo-terrosas. Porque vemos ahora ahí ocres, azules, encarnados y verdes. Vemos rostros también, unos personajes aislados en una composición única que lleva la mirada del observador desde un ángel a la figura de espaldas de una mujer. Personaje éste en el primer plano de la pintura que, ahora, difícilmente subirá el escalón que matiza la horizontalidad más genial del encuadre inferior de la obra. Perspectiva interior y perspectiva exterior... Seres humanos, muchos seres humanos ahora en la obra, casi no podremos saber cuántos con certeza hay ahí. Sin embargo, toda esa multitud no deslucirá el encuadre compositivo fundamental de la obra barroca. Y estos son aquí el ángel, la mujer de espaldas, Zacarías y la joven de perfil que, ahora, mira decidida la sagrada escena prodigiosa. El resto, que existe, que está ahí, tan solo será aquí justificado apenas frente al labrado maravilloso del querubín de una pila.  

Massimo Stanzione (1585-1658) se inspiraría en todos los grandes creadores italianos que le antecedieron. Por eso él no acabaría nunca de definirse en ningún estilo concreto. Sin embargo, Stanzione conseguirá hacernos descubrir siempre la belleza en todas sus creaciones. Porque retrataría la belleza destacada de un Caravaggio, de un Carracci, de un Reni, de pintores italianos del Barroco temprano que supieron combinar belleza con innovación, gestos dramáticos con maneras sutiles, o colores perfilados con tonalidades llenas de emoción. Sus obras consiguen llevar la belleza del sentimiento a un nivel superior a cualquier otra característica estética o ética en el Arte. Algo que superaba la arrogancia -aquel necesitado mensaje artístico- que algunos creadores hicieron -o intentaron hacer- de una cualidad, sin embargo, apenas muy existente en sus grandiosas obras. Porque el Arte es lo único que procede del sentimiento y va a parar al sentimiento. Ver las obras de Stanzione es comprender hasta qué punto reunir elementos dispares en un conjunto artístico es la mayor grandeza que se pueda realizar para entender que, una determinada combinación plástica, no es más que una excusa para llegar a expresar la belleza más necesitada, la más armoniosa o la más sentida.

(Óleo El Nacimiento del Bautista anunciado a Zacarías, 1635, del pintor barroco Massimo Stanzione, Museo del Prado, Madrid.)

9 de julio de 2017

La luz más poderosa del desierto, esa recordada en el atávico inconsciente de la evolución humana.



La acuarela en el Arte no ha sido una técnica muy utilizada para eternizar los encuadres más prósperos de permanecer fijada su belleza en una imagen sostenida para siempre. Y esto es así porque la técnica de la acuarela, a diferencia de otras -especialmente el óleo-, no conseguiría favorecer mucho ni tanto los contrastes de tonalidades diferentes y mantener, a la vez, vivos los colores ante la exposición rabiosa de una luz solar muy poderosa. No ganaría la elección de los pintores esta técnica en la gran mayoría de sus obras. Salvo en un pintor inglés muy desconocido, alguien que, en los años de la búsqueda oriental más compulsiva -finales del siglo XIX y comienzos del XX-, recorriese los paisajes más áridos del norte de África y Oriente medio para fijar, obsesivamente, la luz deslumbradora más sobrecogedora de un escenario lleno ahora de tanta belleza desértica. De una belleza reflejo además de una luz solar fuertemente mono-luminosa. Una luz donde los ojos ahora no tuvieran lugar más que para maravillarse el poco tiempo que sus pupilas pudieran soportar entornadas, frente a los incisivos matices poderosos de un decolorado y, sin embargo, ferviente amarillo colorista.

¿Qué llamada interior fuerte y extraña no acusaría ya en los europeos la sensación de un paisaje tan familiar e íntimo, entre los atávicos recuerdos filogenéticos de un pasado tan emocionante? Porque el pasado de la humanidad europea está muy relacionado con dos de las civilizaciones más grandiosas de la historia: la mesopotámica y la egipcia. Y esas influencias se encuentran en el ADN inspirador más oculto de los europeos, el que llevará cargado luego, en la memoria pre-inconsciente, sus esencias artísticas más creativas o espontáneas. Además de enardecer así, con ese recuerdo genuino, parte de la propia emoción de reencontrar ahora las raíces luminosas de un lejano pasado originario. Es así como está reflejada aquí -en la acuarela de un desierto ardientemente desolado- la luz más poderosa que el sol pueda dispersar por una geografía tropical llena ahora de llanuras arenosas, o de rocas aisladas invisibles, o de montañas apenas superadas por un viento superficial que, desapasionado, busca refugiarse de su sentido terrenal tan displicente o lastimoso. Porque es así ahora como el propio viento del desierto huye descolocado de un calor tan sofocante, de una luz tan deslumbrante o del poder arrebatador de un mediodía desértico tan luminoso. Y busca entonces el viento, como los mismos seres que acompaña, la noche bajo cuya capa nocturna descansará, silencioso, en un prolongado momento ya sin la luz aterradora que lo propicie sin tapujos. Porque para entonces ya no existirá una luz solar favorecedora de vida tenebrosa, de un reflejo tan indecoroso como para no hacer ya, con él, otra cosa más que desplazar la vida bajo una oscura sombra poderosa. Es en la noche del desierto cuando el reflejo lunar representa ahora, sin color ni fulgor solar, o tonalidad definida y poderosa, el momento deseado para sentir así el descanso visual tan necesitado bajo la égida salvífica del refugio de una sombra.

A comienzos del siglo XX, aproximadamente sobre el año 1909, un pintor inglés desconocido, Augustus Osborne Lamplough (1877-1930), compuso su acuarela artística Caravana de camellos beduina. Con su acuarela representaría el pintor la imagen absoluta del poder del espacio sobre cualquier otra consideración, sea ésta temporal, metafísica o antropológica. Porque ahora está representada la luz más poderosa del desierto justo en el momento más intenso del reflejo de su mayor radiación solar, cuando el sol está en el cenit más incisivo y perpendicular de su extravío astral. Entonces la luz se difumina ahora en el espacio sin capacidad de albergar ningún contraste merecido, sin destacar siquiera el celeste atenuado y amable de un cielo otrora cómplice o rendido. La tonalidad se vuelve aquí única, de un único y radiante color amarillo, atenuado incluso casi por la falta viva de fulgor, pero, sin embargo, absolutamente tenebroso. El viento y los seres vivos se envuelven ahora aquí en un solo cuerpo ante la inflexible radiación ultravioleta. Pero, sin embargo, la iconografía encierra ahora una sensación emotiva que se emancipa de la obtusa o lastimera sensación hostil tan espantosa. Esa sensación la producen aquí los seres humanos, unos personajes que habitan, recorren, viven o se enfrentan a la dura irritación de un escenario tan sofocante. En la imagen sosegada de la caravana beduina el pintor expresa el sentido antropológico de una bendición inteligente ante las crueles contingencias de una radiación tan poderosa. Porque ahora el hombre se enfrenta aquí a la luz infame con el paso y las defensas calculadas para encarar la dureza de un espacio.

Hay lugares inhóspitos en la Tierra, helados, selváticos, montañosos, pero, sin embargo, solo el paisaje luminoso, desolado y desértico marcará en el inconsciente de algunos humanos, en este caso de los europeos vagabundos que marcharon de África, el sentido poderoso de un emotivo y atávico recuerdo ancestral. De aquel paso por el desierto en la evolución que su sentido vital errabundo tuviese en las latitudes anteriores al advenimiento final de su destino en el continente europeo. ¿Qué si no fue el afán que esos pintores decadentistas o modernistas buscaron y fijaron con el reflejo solar tan poderoso del hostil escenario de un paisaje desértico? Son las raíces más emotivas así como los ancestrales orígenes inconscientes los que hacen anhelar el color, las formas, el sentimiento o la vaguedad más efímera que llevarán a desear plasmar, eternas, las imágenes concebidas por un recuerdo vital tan persistente. Y el pintor inglés Augustus Osborne lo dejaría fijado para siempre. ¿Para siempre? ¿Para siempre, en un soporte artístico tan poco favorecedor a lo permanente? Sí, porque el sentido de permanencia lo consiguió el pintor inglés a pesar de su técnica. Porque era entonces reflejar la luz del desierto de una forma que solo la acuarela consiguiese expresar de ese sutil modo tan artístico: con el sentido más brillante y a la vez más evanescente. Porque el matiz de la luz solar de ese momento desértico no durará, no estará delimitada por una unidad de tiempo terrestre que llevase a visionarla lo bastante como para poder asirla con detenimiento. No, ahora la luz de ese instante terrestre desértico está difuminada ahí, está desentonada, errabunda, pero, sin embargo, muy poderosa.  No, no hay más que un instante difuminado de luz inasequible ahora ante una radiación desolada tan feroz y desatenta. Por eso mismo la acuarela fue la opción artística elegida más apropiada para poder fijar el color de ese desierto. Esta técnica artística fue la mejor elección para ese momento tan vibrante y, a la vez, tan poco colorido. Un momento vital así tan poderoso como fugaz, tan monocorde como definitivo, tan insoportable como ávidamente deseoso, o tan liviano como atroz, lúcido o impenitente.

(Acuarela del pintor inglés Augustus Osborne Lamploudhg, Caravana de camellos beduina, c.a. 1909, Colección Privada.)

3 de julio de 2017

El naturalismo barroco menos realista, el más humano, cercano y entrañable.



Durante la extraordinaria etapa artística que vivió España en la primera mitad del siglo XVII -aquel siglo de oro tan poco comprendido-, la pintura española florecería con algunos grandes creadores que hicieron del Barroco la más sugerente de las tendencias que una forma de comunicar belleza tuviese en el mundo. Velázquez, sin duda, fue su mayor paradigma artístico, pero, no fue el único creador que brillara en el firmamento pictórico de aquel tiempo glorioso. Aunque, sin embargo, la sombra de este genio fue tan ancha, tan larga y potente que todos los demás quedaron apenas en un apunte marginal en los grandes libros de historia. José Leonardo de Chavacier había nacido en la población aragonesa de Calatayud en el año 1601, pero, muy niño, marcharía a Madrid, huérfano, para terminar aprendiendo con un maestro de pintores de entonces, Pedro de las Cuevas. Pero fue el patronazgo real, el hecho de que la tan artística corona española de Felipe IV amase tanto el Arte, lo que llevaría a este pintor, como a otros desconocidos, a poder al menos iluminar el orbe creativo tan luminoso de aquellos genuinos años barrocos. Pero, sobre todo, lo que deseo es reconocer la grandeza que consiguiese este pintor cuando le encargan componer, en el año 1635, la gesta heroica de la toma de Breisach el 20 de octubre de 1633 (realmente el socorro o ayuda de Breisach) por los tercios españoles al mando del general Gómez Suárez de Figueroa (1587-1634).

Breisach era una ciudad estratégicamente situada a comienzos del siglo XVII. Para España se situaba a mitad de camino entre Italia y sus dominios flamencos: entre Alsacia-Renania y la parte borgoñona francesa (el franco condado español). La ciudad había estado bajo dominio español durante los primeros años del siglo XVII, pero fue sitiada por el gobernador sueco de Alsacia, Otto Louis, en el año 1633, durante la Guerra de los Treinta años (1618-1648). El imperio sueco protestante fue muy belicista en esa guerra europea y lucharía contra los españoles por el dominio de algunas importantes ciudades del Rin. Breisach fue una de ellas. Durante el año 1633 el general Otto Louis la hostigaría hasta la extenuación de sus habitantes. Fue entonces cuando el duque de Feria, Suárez de Figueroa, la libera del acoso de las fuerzas suecas a finales de octubre de ese año. Pero no duró mucho tiempo el dominio español de Breisach. Cinco años después, en 1638, el príncipe alemán Bernardo de Sajonia-Weimar tomaría definitivamente la ciudad alsaciana con el decidido apoyo francés. A la muerte de este príncipe alemán, la ciudad sería anexionada finalmente por Francia. Pero, lo que deseo transmitir ahora no es una historia bélica europea, sino la belleza más emotiva del Arte barroco español durante aquellos años.

Otros pintores españoles del barroco de esos años también pintaron heroicas gestas de ese general español. El pintor español de origen florentino Vicente Carducho (1578-1638) fue uno de ellos. Pintó también al general Gómez Suárez en su obra del año 1634 sobre la liberación de la ciudad suiza de Rheinfelden, producida durante septiembre de aquel exitoso año de 1633, mes y medio antes de la toma de Breisach y compuesta un año antes de pintar la suya Leonardo. Pero no es la misma semblanza, ni la misma sugerente composición emotiva que hiciera José Leonardo en su toma o socorro de Breisach que la gesta parecida que hiciera Carducho de este general y sus hombres en la liberación de la ciudad de Rheinfendel. Y no lo es porque fueran dos momentos diferentes, no porque durase más uno que otro asedio, o fuese uno u otro más difícil o más estratégico, tampoco porque tenga más o menos luz. No. La sutil diferencia de las dos obras está en el matiz de crear instantes muy emotivos de sus personajes retratados, además de la originalidad que José Leonardo demostrase en su obra. Porque la geometría plástica de esta obra barroca está diseñada para gozar mirando, y no tanto para recordar agradecido heroicas y grandiosas batallas triunfantes (aunque también). 

Es el momento elegido por el creador lo importante aquí, es el instante único que fija el pintor lo que hace que una imagen artística sea emotiva o no lo sea. Este es el secreto. Pero, sin embargo, esto no es fácil. ¿Cuántos posibles momentos podríamos fijar en un lienzo de una escena concreta y determinada? Con matemáticas probabilísticas podríamos llegar a componer una cifra enorme de posibles momentos. Pero, es solo uno, uno solo el instante que hay que elegir para hacer, con él, una sutil, hermosa y emotiva obra de Arte. Ese fue el instante elegido por José Leonardo en el año 1635 para expresar el momento que Suárez de Figueroa, el más insigne general de aquellos años ilustres (junto al gran Ambrosio de Spínola, retratado por Velázquez en su famoso Cuadro de las Lanzas), tuviese aquella mañana del 20 de octubre de 1633 en las cercanías de la ciudad de Breisach. Con la maestría de un primer plano ladeado, propio de la escuela española barroca (todos pintan en un lado del lienzo al principal personaje), subido en su caballo triunfante (en posición de corveta, elevado ahora sobre sus cuartos traseros) y dirigido hacia la ciudad asediada que, a lo lejos, se vislumbra apenas en grisalla (con los perfiles grises descoloridos propio de la lejanía).

Pero, además, la figura cabalgada del general gira ahora hacia atrás, su cabeza especialmente lo hace, en un forzado gesto no demasiado favorecedor en el Arte. Sin embargo, Leonardo de Chavacier lo consigue  genialmente. ¿Por qué ahora girado el general hacia atrás? Este es un gesto y acto de gallardía y consideración hacia el observador que hace el insigne general (lo hace el pintor realmente), también un gesto de cortesía hacia la visión de la obra por el propio rey. Pero, sobre todo, y este es el emotivo gesto humano del Arte barroco de Leonardo, hacia sus hombres, hacia los oficiales o suboficiales que, ahora, acompañan a Suarez de Figueroa, unos personajes incruentos aún aquí, serenos, convencidos personajes anónimos para luchar absolutamente decididos en su arrojo. Unos seres humanos que, junto a su general, están unidos por un sentido que va más allá de lo meramente belicista: por un poderoso sentido de vida y compromiso, por un poderoso y mágico destino vital de lealtad, de colaboración, de cercanía, de confianza, de conmiseración incluso, o de entrega emotiva que el Arte barroco español supo destacar, bellamente, una vez más en su historia.

(Óleo barroco del pintor español José Leonardo de Chavacier, Socorro de Brisach (Toma de Breisach), del año 1635, Museo Nacional del Prado, Madrid.)

21 de junio de 2017

La Belleza en Rembrandt es una cosa diferente, el sentido más intelectual de ella.



Los genios, los artísticos o los científicos, también los seres atribuidos de una belleza especial, lo son no porque hayan nacido en un determinado lugar, o hayan sufrido una determinada vida, o dispongan de una especial reacción ante las cosas de su entorno; no, lo son porque han nacido de ese modo especial en que lo han hecho, surgen así desde la más profunda e incognoscible oscuridad del universo misterioso. Otra cosa es que realicen esa genialidad aplicada de una u otra forma, dependiendo del mundo que les haya tocado vivir. Pero son absolutamente únicos, no obedecen a nada, ni se dejan llevar por nada que no sea su propia esencia más genuina. La genialidad es algo complejo, no es simple; se tiene o no se tiene, de acuerdo, pero para desarrollarla es preciso disponer de unos elementos biopsíquicos muy concretos y particulares. Rembrandt fue un pintor genial porque manejaba los colores, la composición y los detalles de sus obras con una maestría especial muy extraordinaria. Otros podrían hacer lo mismo; ¿lo mismo?, no, lo mismo no, otros lo harían de otra forma distinta. Una forma diferente de la que el genio sublima -lleva a un nivel o esfera superior- con los procedimientos o las diferencias tan personales que con su especial artificio consiga alcanzar la gran obra de Arte. 

Este lienzo pintado por Rembrandt con veinticuatro años sobre el mito de Andrómeda, es una prueba significativa del Arte genial más sublimado. En su obra Rembrandt lleva elementos sencillos de la naturaleza, incluso chocantes por su falta de belleza clásica, a la más alta representación de grandeza artística sublime. El mito de Andrómeda nos cuenta la maldición de una joven griega al ser sacrificada en aras de salvar a su reino de la vengativa destrucción de los dioses. Sus padres, el rey Cefeo y la reina Casiopea, se vieron obligados a atarla cruelmente para satisfacción del dios del mar Poseidón. La inocencia y suerte de Andrómeda quedaron desamparadas con la decisión fatídica de sus padres. La sensación de defenestración o abandono desgarrador que tuvo que sentir Andrómeda no es comparable a nada. Porque los que deben defenderla se vuelven contra ella sin remisión. ¿Qué dolor o emoción de terror más incontenible debió sentir la joven cuando sus ataduras inflexibles la entregaron, inexorable, a su perdición más espantosa? La leyenda, afortunadamente, no terminaba ahí, se transformaría luego en una de las bendiciones amorosas más heroicas de toda la mitología. Justo antes de acabar destruida por las fauces del monstruo marino más atroz, el más heroico de los héroes griegos, Perseo, acabaría salvándola del más pavoroso destino. Pero, sin embargo, este último episodio -fundamental para salvarnos de la desesperación- no lo tuvo en cuenta Rembrandt en su obra.

En su obra no está Perseo por ningún lado, tampoco hay esperanza alguna en la escena retratada por el pintor holandés. De hecho, no vemos más que a Andrómeda desesperada en un encuadre artístico minimalista, para ser un cuadro barroco. Porque el paisaje es neutro aquí; solo unos colores intelectuales -no los naturales ni los más bellos o apasionados del Barroco-, es decir, solo los colores más idealizados de una paleta genial son los que brillan apenas ahora junto a los perfiles más inhóspitos de un escenario tan íntimo. Es la sufrida e invalidada Andrómeda lo único que se representa como motivo o razón estéticos en toda la obra. Su figura estética es la figura humana más desolada de todas las figuras que se hayan retratado así jamás. Y esta desolación se tiene que traducir, para Rembrandt, en la más hiriente y deteriorada imagen de una joven sin esperanza... Para el pintor holandés, la belleza no es la representación ideal de una geometría humana destacada por elementos procuradores de armonía clásica, sea ésta divina,  natural o metafísica,  como son las armoniosas Venus retratadas por otro genio artístico, Botticelli. Para Rembrandt la belleza humana no es reflejo de una belleza natural -entendida ésta como la propia de la naturaleza, también de los paisajes, de las nubes, de las plantas, etc.-, es, a cambio, una belleza condicionada por la esencia maldecida de un género, el humano, condenado en el mundo para siempre. El pintor holandés llevaría el naturalismo de su barroco infantil -más ingenuo estéticamente- a representar en su lienzo mejor unas emociones interiores -más permanentes- que aquellas otras más alejadas, por demasiado divinizadas, sensaciones visuales de una belleza exterior -más efímera- para tratar así de representar ahora unos rasgos más humanos -por más auténticos- de los atribulados hombres y mujeres. Pero, sin embargo, convertiría aquí el pintor barroco, con su genio artístico sublime, una cosa en la otra. En su lienzo Andrómeda vemos cómo la belleza interior es elevada por Rembrandt a la más exterior que un lienzo barroco pueda albergar, además, en tan poco espacio artístico.

Hay que acercar la mirada para ver bien el gesto de horror de Andrómeda en la obra de Rembrandt. Desde lejos no se aprecia bien del todo. Por eso, en esta ocasión, hay que tratar de mirar ahora al revés, es decir, de dentro hacia afuera, para poder observar -y traducir correctamente- la auténtica belleza que expresa esta obra de Arte. No está ahora la belleza en los rasgos convencionales de una belleza clásica, bendecida en los perfiles idealizados de, por ejemplo, una bella diosa erótica renacentista. Porque, además, para Rembrandt, no existen las bellas diosas eróticas renacentistas, sólo seres humanos vulnerables: los derrotados por el desamparo más evidente o por el más implícito y misterioso. Estamos condenados inevitablemente, a pesar de no querer comprenderlo gracias a disponer de una naturaleza protectora que, aparentemente, nos envuelve a veces en una belleza traducida o falsa. Y, ¿quién mejor para traducir a la inversa esa belleza equivocada que el propio Rembrandt? La genial pasión armoniosa conseguida en su obra barroca, a pesar de sus laberínticos derroteros plásticos para tratar de representar una belleza distinta, es la misma que, sin llegar a componerla con los trazos ideales de una Belleza clásica, consigue ahora poder alcanzar, sin embargo, el alma interior más profunda, emotiva, o menos esperanzadora de los hombres.

(Óleo barroco Andrómeda, 1630, del pintor holandés Rembrandt, Galería Real de Pinturas Mauritshuis, La Haya, Países Bajos; Detalle de la misma obra Andrómeda, 1630, Rembrandt, La Haya.)