Según nos cuenta un antiguo relato el griego Herodoto (484 a.C - 425 a.C.) -el primer compilador de historias del mundo-, existió una vez un rey del antiguo reino de Lidia -en la actual Turquia occidental- llamado Candaules que vivió en el siglo VII a.C. Este rey sentiría tanto orgullo y satisfacción por la belleza de su esposa que no pudo evitar la tentación de mostrarla desnuda a Giges, uno de sus más cercanos y fieles colaboradores. Porque tal cantidad de maravillas le acabaría contando de ella, que pensó que éste -Giges- no se lo creería a menos que la pudiera ver. Entonces le propuso una noche que fuese al dormitorio real y se escondiese antes que ella entrase. De ese modo lograría él mirarla desnuda antes de acostarse, así podría alabar realmente lo que antes le había contado el rey de la belleza de su esposa. Pero Giges lo dudó, tuvo entonces miedo él de las posibles consecuencias de lo que pudiera pasarle. Sin embargo, el rey, decidido ahora, le insistió a Giges para que lo comprobase.
Así que una noche Candaules llevará a su habitación a Giges; luego, la reina llegaría y se desnudaría completamente. Entonces Giges contemplaría así, escondido, todo lo que en verdad el rey le había contado antes. Al final, cuando Giges comprende ahora que debe abandonar ya el dormitorio, justo en ese momento la reina, inesperadamente, acabaría viéndolo mientras huía. Ella entonces, prudentemente, callaría. Pero, al día siguiente, llamaría a Giges para, después de contarle lo que ella sabía, decirle entonces que sólo tendría dos opciones: o matar al rey por haberla ofendido, y sustituirlo él ahora; o matarse para evitar caer en otras posibles tentaciones que pudiera ofrecerle Candaules. Después de escucharla Giges no supo qué hacer, y volvió a dudar entonces. Pensó rechazar la oferta, pero ella insistió. Así que decidió matar al rey. Fue ahora la reina quien ocultaría a Giges en el mismo lugar en el que él había estado antes. Así mató Giges al rey, mientras éste dormía junto a su reina.
Existe otra leyenda, contada por el gran filósofo Platón en su obra La República, llamada El anillo de Giges. Cuenta este otro relato mítico que Giges sería un pastor antes de entrar en la corte del rey de Lidia. Una tarde, mientras guardaba su rebaño, se precipitaría una gran tormenta y un poderoso rayo abriría entonces una profunda sima en la tierra, un gran surco en la superficie de la tierra muy cerca de donde estaba. Curioso entonces, Giges no pudo evitar ahora la tentación de bajar por el enorme agujero abierto en la tierra. Este socavón le condujo a una cueva profunda que luego le llevaría a un recinto lleno de cosas maravillosas. Encontró allí un grandioso caballo de bronce esculpido y, además, tumbado en el suelo, el cuerpo moribundo de un gigante como nunca antes él hubiese visto. Entonces se fijaría Giges en una hermosa sortija que relucía brillante entre los dedos mortecinos del gigante. No pudo resistirse y la tomó.
Al cabo de unos días, en una de sus reuniones habituales con los demás pastores del reino, Giges llevaría la sortija mágica consigo. Sentado y distraído ahora, jugaba con ella en su dedo anular cuando, de pronto, la giraría hacia el interior de su mano. Entonces comenzaría a escuchar como los demás hablaban de él, pero lo hacían como si no estuviese él allí: se había ocultado Giges a los otros, se había hecho del todo invisible. Luego, al girar de nuevo el anillo hacia afuera, volvería Giges a hacerse visible de nuevo. Asombrado y ansioso, decide ahora usarlo contra su propio rey en una de las visitas a Palacio. De ese modo, invisible y seguro, Giges pudo seducir ahora a la reina y, después, matar al rey, apoderándose al final del reino. La moraleja de la leyenda mítica es: ¿puede evitar el ser más justo la tentación de hacer lo que desee, en perjuicio de los demás, al saberse ahora seguro de que nunca será visto ni descubierto?
Decía el poeta y escritor Oscar Wilde que la única forma de resistir a la tentación es sucumbiendo a ella. En la historiografía artística se ha representado la tentación con grandes santos virtuosos. Esa debía ser la forma, al parecer, en que se humanizaban ahora a estos sagrados seres, consiguiendo transmitir así la lección moral propuesta. Pero la tentación, sin embargo, sólo existe si realmente se produce (no si se siente la tentación sin caer en ella); porque si no se cae, no es tentación, es otra cosa... La lección moral está clara, pero, únicamente hay tentación verdaderamente si se cae en ella, si no, no. Por ejemplo, La Tentación de San Antonio es un contrasentido. Porque, para que sea tentación deberá existir ésta y caer en ella, deberá realizarse... Puede ser la tentación más o menos fuerte, más o menos consecuente, o más grande o más pequeña, pero seguro debe ser tentación, seguro deberá existir el hecho en sí mismo. Es decir, que sólo no se cae en ella si antes no se ha llevado a cabo ninguna tentación... En otras palabras, los verdaderos ascetas evitarán llegar ni al mínimo vestíbulo de la tentación.
Los pintores de la escuela Prerrafaelita decidieron mostrar al mundo no sólo una nueva tendencia pictórica que ellos creían entonces idílica y perfecta, sino que propugnaron además una filosofía que proclamara un mundo diferente, una ruptura con la sociedad industrial y moderna que, por aquellos años -siglo XIX-, enajenaba y anulaba la libertad y la virtud más armoniosa de los hombres. Ellos entendían así que habría que encontrar las verdaderas raíces de la sociedad, ese espacio idílico donde la Naturaleza y el hombre pudieran de nuevo reconciliarse. En este sentido uno de sus miembros, el pintor británico William Holman Hunt (1827-1910), conseguiría a la vez la admiración y el rechazo de la rígida sociedad victoriana de su tiempo cuando presentara en el año 1853 su obra de Arte El despertar de la conciencia.
En esta impresionante obra prerrafaelita una pareja adúltera, burguesa y acomodada, se encuentra ahora en una estancia íntima y personal: la habitación de un pequeño apartamento londinense en un ambiente victoriano y moderno. Ellos están ahora distendidos, confiados y alegres. La mujer -la amante- se muestra segura pero a la vez inquieta, algo le oprime a ella sin saber exactamente qué cosa es. Está satisfecha con su vida pero, también, está del todo ignorante del mundo exterior que, ahora, ve por la ventana de su apartamento. Pero, un giro de ella de pronto hacia esa ventana -reflejada en el espejo posterior- le inspirará sentir ahora, sin embargo, un despertar de su conciencia dirigida hacia la belleza de la vida..., esa belleza expresada aquí en los árboles o en una Naturaleza libre, verdadera y auténtica. Es ahora aquí el simbolismo de un descubrimiento desasosegado, ese descubrimiento inquieto que nos atenaza y nos complace al mismo tiempo. La conciencia de ella, ahora lúcida y descubierta por fin, la invitará -tan sólo por unos segundos- a elegir en ese momento entre la mortífera tentación de seguir ella tal como hasta ahora -protegida pero presa de sí misma- o de tomar, a cambio, la libre -pero inconsistente por desconocida- huida hacia lo más sensato, hacia lo prodigioso, hacia lo virtuoso, o hacia lo más milagroso o imposible...
(Cuadro del pintor inglés William Etty (1787-1849), Candaules muestra su mujer a Giges, 1820; Óleo Lady Shalott, del pintor victoriano William Maw Egley (1826-1916), donde cuenta la leyenda de la virtuosa Dama de Shalott que, encerrada en una torre para tejer toda su vida, tuvo una ensoñación donde le anunciaba que si miraba en dirección a Camelot le esperaría una terrible maldición, no pudo resistirse el día que, a través del espejo vio a Lancelot, y su deseo la perdió; Cuadro del pintor prerrafaelita inglés William Holman Hunt, El Despertar de la Conciencia, 1853, Tate Gallery, Londres; Cuadro de Velázquez, La Tentación de Santo Tomás, 1632; Óleo del pintor italiano Domenico Morelli (1823-1901), La Tentación de San Antonio, 1878, Galería de Arte Moderno, Roma.)