9 de noviembre de 2010

Una obra hospitalaria, un incumplimiento ruinoso, un expolio incivil y un maravilloso contrato.



Fue un sobrino del obispo Diego de Deza (1443-1523) -el prelado amigo de Colón que intercedió por él ante los Reyes Católicos-, Juan Pardo de Tavera (1472-1545), quien llegaría a ser cardenal y presidiría el Consejo de Castilla, consiguiendo así luego el importante Arzobispado de Toledo. Pero a la vez fue también un gran mecenas de las Artes. En el año 1540 solicitaría a la ciudad de Toledo la petición de unos terrenos donde poder construir un hospital para pobres muy suntuoso. Ese diseño tan artístico fue muy criticado por algunos diciendo ahora que iba a ser demasiado lujoso para recibir a enfermos menesterosos. Le respondió a esos ignorantes el cardenal Tavera: que representando los pobres a Nuestro Señor, poco le parecería todo esplendor para cobijar a tales representantes... En el año 1608 se le encargaría al gran maestro pintor Doménicos Theotokópoulos, El Greco (Creta, 1541-Toledo, 1614), la decoración artística de todo el Retablo de la capilla del Hospital Tavera. Para ello, se firmaría entonces un contrato entre el administrador del hospital toledano, don Pedro de Salazar y Mendoza, y el propio pintor manierista cretense. En una de sus cláusulas se establecía la obligación de que el mismo pintor amaestrase -realizase- la obra, que no encargase a ningún otro esa función. Sin embargo, los retablos tuvieron que ser terminados, luego de la muerte de El Greco, por el propio hijo del pintor, Jorge Manuel (1578-1631), durante los años 1614 y 1621.

En el contrato se estipulaban la decoración pictórica -sin precisar el número de lienzos ni los temas- y que los cuadros deberían ser entregados, sin excusa, en un plazo máximo de cinco años. El Greco no respetaría esos términos y, a su muerte producida en el año 1614, las telas artísticas no estarían acabadas, dando lugar a un famoso pleito entre el Hospital Tavera y su hijo, don Jorge Manuel Theotocópuli. Éste acabaría siendo embargado con la incautación de sus bienes y terminaría arruinado como consecuencia de ese fatal litigio. El único cuadro destinado al Hospital Tavera, y que acabaría de pintar Jorge Manuel, fue El Bautismo de Cristo, lienzo situado en el lateral izquierdo del retablo de la capilla del Hospital. El resto de las obras contratadas y destinadas al Hospital Tavera nunca llegaron a ser entregadas. Pero en el inventario del pintor cretense, realizado a su muerte en el año 1614, figuraban, sin embargo, todos aquellos lienzos contratados -finalizados algunos de ellos por su hijo- para el retablo del Hospital Tavera. Unas obras de Arte español que acabarían luego, sin embargo, radicadas en otros tantos museos o colecciones de todo el mundo.

(Óleo La visión del Apocalipsis, Museo Metropolitano de Arte, Nueva York, El Greco, 1608-14, cuadro destinado al Hospital Tavera pero nunca entregado; Autorretrato, atribuido a El Greco, mismo museo de Nueva York, 1600; Fotografía del Hospital Tavera, hoy centro cultural de la fundación Medinaceli, Toledo (España); Fotografía del Retablo de la capilla del Hospital Tavera, con el cuadro El Bautismo de Cristo a la derecha; Imagen fotográfica de 1938 donde se aprecian las roturas realizadas al lienzo Cardenal Tavera del Greco durante la guerra civil española, 1936-39; Lienzo restaurado de El Greco, Retrato del Cardenal Tavera, 1614, Hospital Tavera, Toledo; Cuadro La dama del Armiño, cuya modelo fue la madre del hijo de El Greco, doña Jerónima de las Cuevas, con la cual nunca se casó el pintor, colección particular, Glasgow; Óleo Retrato de Jorge Manuel Theotocópuli, pintado por su padre El Greco, 1610, Museo Bellas Artes, Sevilla; Cuadro El Bautismo de Cristo, Hospital Tavera; Cuadro La Anunciación, Particular, Madrid; Cuadro El Concierto de los ángeles, Pinacoteca Nacional, Atenas, todos estos cuadros de El Greco, estos dos últimos destinados al Hospital Tavera, pero que nunca llegaron a entregarse ahí; Imagen fotográfica del panteón escultórico de Alonso Berruguete en homenaje al Cardenal Tavera, Hospital Tavera, Toledo, España.)

6 de noviembre de 2010

Un mecenazgo oportuno, un deseo prohibido y una música y un amor inmortal.



Los grandes creadores siempre tuvieron necesidad de mecenazgo, de ayuda económica por parte de los admiradores de su maravillosa creación artística. Richard Wagner (1813-1883) llegaría a padecer además una convulsa vida conyugal con su primera mujer, la actriz alemana Wilhelmina Planer (1809-1866). Así que sus primeros años de creación fueron difíciles. Wagner fracasaría también a causa de la quiebra del teatro donde trabajaba como director de orquesta. Desde ese momento viajaría por toda Europa llegando finalmente a Suiza en el año 1852. Allí conoce a un gran admirador de su obra, y mecenas suyo, el banquero Otto Wesendonck, cuya joven esposa Mathilde (1828-1902) acabará enamorando al gran compositor alemán. Y es ahora cuando Richard Wagner, inspirado gracias a su propia emoción desgarradora, abandona toda obra anterior en la cual estuviese trabajando para dedicarse sólo a componer musicalmente un famoso drama medieval, el melodrama de un gran amor secreto y trágico, Tristán e Isolda.

Años después regresa Wagner a Alemania y conoce entonces al director de orquesta Hans von Bülow, otro gran admirador de su música que había luchado mucho por imponer su obra en Alemania. Wagner se lo paga enamorándose ahora de su joven esposa Cósima Liszt (1837-1930), hija del compositor Frank Liszt. Aun así, el director von Bülow continuaría apoyando la música de Wagner. La desesperada situación económica de éste se soluciona, finalmente, gracias a la ayuda del monarca Luis II de Baviera, príncipe de este pequeño reino histórico del sur de Alemania. Luis II fue un entusiasta admirador de toda la música de Wagner, especialmente de su obra Tristán e Isolda, de la que acabaría patrocinando su magnífico estreno en Munich en el año 1864. Este drama literario basado en un poema celta antiguo -poema que no había llegado completo en ninguna de sus versiones, tanto francesas como alemanas-, relataba el inevitable lazo amoroso de Tristán, un caballero sajón de la inglesa región de Cornualles, e Isolda, una hermosa y rubia heredera del trono irlandés. Con destinos diferentes y enfrentados, ambos no podrían siquiera sospechar entonces, cuando coinciden sus vidas en circunstancias prosaicas, el poderoso influjo que un filtro de amor, o pócima accidental de amor ineludible, acabará por unirlos, fatalmente, para siempre.

Tristán debe acompañar a  Isolda a Cornualles para celebrar el matrimonio de ella con su señor, el rey sajón. Pero en el viaje por mar la doncella de Isolda prepara una pócima que su señora debe tomar para afrontar un matrimonio no deseado, un enlace descompasado en años y en sentimientos. Pero, equivocadamente, Tristán también lo toma. A partir de ahí ambos personajes estan unidos para siempre, inevitablemente entrelazados en un drama que sólo terminará con la muerte, con la eterna noche que les permita mantener toda esa pasión exagerada. Una pasión desaforada inspirada por ella sin límite ni final. En la obra de Wagner, cuando Tristán muere a manos del enviado del rey por su traición, Isolda comprende que ella también debe morir. Acabarán los dos amantes juntos, yacentes y entrelazados. Luego de esto, hay un momento en el que Isolda vuelve, por un pequeño instante, a la vida... Es en este preciso momento mágico, llamado en alemán el liebestod, o la muerte de amor, cuando el compositor Wagner expresa toda la emoción musical de la obra operística en un final extraordinario. Es este aquí ya, por tanto, el final del drama..., pero ahora también, justo ahora, sin embargo, el comienzo, verdaderamente, del amor...

(Cuadro del pintor prerrafaelita Dante Rossetti, Tristán e Isolda; Fotografía del compositor Richard Wagner; Óleo de la pintora vienesa Marianne Stokes (1855-1927), Muerte de Tristán; Cuadro del pintor norteamericano actual Miles Williams Mathis, Tristán e Isolda; Muerte de Tristan e Isolda del pintor español Rogelio de Egusquiza (1845-1915); Castillo bávaro del rey Luis II de Baviera; Cuadro del rey Luis II de Baviera; Retrato de Mathilde Wesendonck; Retrato de Cósima Liszt; Imagen de la actriz Wilhelmina Planer.)

Vídeo del final de la obra Tristán e Isolda, el Liebestod:

31 de octubre de 2010

El héroe hispano, la ciudad que lo nombró, el hispanismo anglosajón y el Arte.



Cuando el millonario heredero norteamericano Archer Milton Huntington (1870-1955) visitara México de adolescente, quedaría fascinado entonces por la cultura hispana que viera allí. De sus viajes y su pasión cultural, le surgió entonces la idea de crear un gran museo histórico y cultural hispano en su país. En el año 1892 viajaría a España por primera vez, y no dejaría ya entonces de tener la obsesión de que ese museo fuese para ilustrar y dar a conocer la extraordinaria historia y cultura hispana de siglos. Visitaría la ciudad de Sevilla en muchas ocasiones, y la urbe andaluza le llegaría a ofrecer incluso el título de hijo adoptivo... En un segundo matrimonio se casaría Huntington, en el año 1923, con la escultora y artista Anna Vaughn Hyatt (1876-1973), la cual fue, además de una excelente creadora de Arte, una gran aficionada a los animales y a su anatomía. Posiblemente por su afición a los caballos, y la pasión de su marido por la cultura española, es por lo que, en el año 1929 y con motivo de la Exposición Iberoamericana de Sevilla, el matrimonio norteamericano Huntington hiciera donación a Sevilla de una estatua ecuestre del héroe medieval español Rodrigo Díaz de Vivar (1050-1099), más conocido en la historia como el Cid Campeador.

De la representación escultórica ecuestre del Cid, Anna Huntington realizaría varias esculturas además de la de Sevilla: la de Nueva York (en la Hispanic Society); las de San Francisco y San Diego en California; y la de Washington D.C.  La primera divulgación que se hiciera del héroe español fue la narración medieval -parte legendaria y parte real- conocida como El Cantar de Mio Cid. Escrita en castellano antiguo sobre el año 1200, en ella se cuentan los últimos años del Cid. Narraba primero el destierro y deshonra del caballero luego de ser acusado falsamente, después contaba la gran victoria frente a los musulmanes almorávides, conquistando la ciudad de Valencia en el año 1094. Como homenaje por esta gran conquista, se acabarían concertando los matrimonios de las hijas del Cid con unos nobles castellanos para conferir así dignidad de señor a Rodrigo Díaz. Continúa el relato medieval con el ultraje y la violación de las hijas del Cid en un bosque castellano, lo cual, según la tradición, suponía el repudio de los nobles infantes a sus esposas, las hijas del Cid. Más tarde el Cid consigue la nulidad de esos enlaces y, ante el asombro de todos, concierta nuevos matrimonios para sus hijas con la realeza de algunos reinos peninsulares. De esa forma, la narración medieval mantiene así una línea literaria del tipo pérdida-recuperación-pérdida-encumbramiento.

Siglos más tarde, fue la literatura francesa la que glorificaría la figura del héroe hispano con la obra teatral El Cid, del dramaturgo francés Pierre Corneille (1606-1684). Esta representación teatral del caballero castellano la sitúa el autor francés, sin embargo, incorrectamente en Sevilla, una licencia literaria que el escritor se tomaría, ya que por entonces Sevilla no pertenecía aún a Castilla sino al reino taifa del árabe Al-Mutamid. En la historia real este rey árabe de Sevilla sí solicitaría a Rodrigo Díaz, en el año 1082 -cuando el caballero acudió a recaudar el tributo para su rey castellano Alfonso VI-, que le ayudase en su guerra contra otro reino peninsular árabe, el de Granada. Al conseguir la victoria, el pueblo sevillano le nombraría Sidi Campidoctor -señor en batallas campales- a su regreso al reino sevillano de Al-Mutamid. Esta obra francesa daría a conocer la figura del héroe hispano fuera de España, sobre todo hasta que, muchos años después, otro autor, norteamericano en este caso, creara la producción cinematográfica El Cid en el año 1961. El productor Samuel Bronston y el director Anthony Mann consiguieron universalizar así, aún más, la ya gran figura histórica y legendaria que fuera Rodrigo Díaz, llamado el Cid.

Muchos hispanistas han existido -y existen- en las artes y en la historia y cultura de España. Desde siempre el interés por la gesta, la cultura, la historia o la curiosa realidad de un pueblo que lucharía durante ochocientos años para configurar su propio Estado, y que, después, volvería a luchar para conquistar medio mundo y que, todavía más tarde, se llevaría parte de su historia para preservar su legado, han sido elementos que han fascinado y fascinan a muchos eruditos del mundo. Hasta en la cultura popular se han llegado a intercambiar, con el mundo anglosajón por ejemplo, canciones y voces que han conquistado -en esta ocasión- el alma y las emociones de sus aficionados. Como la canción escrita en el año 1967 por el norteamericano Bob Crewe (1931), No puedo quitar mis ojos de ti, cantada en español por el gran intérprete inglés Matt Monro (1932-1985) allá por los años sesenta.

(Fotografía de la estatua ecuestre del Cid en Sevilla, 2010; Fotografía de la escultura del Cid en el patio de la Hispanic Society de Nueva York, ambas de la escultora americana Anne Huntington, 1927; Fotografía actual de la plaza sevillana donde se encuentra la estatua del Cid; Fotografía de la misma plaza y su estatua en 1929, Sevilla; Cuadro del pintor Ignacio Pinazo, Las Hijas del Cid, 1879; Fotografía del Monasterio castellano de San Pedro de Cardeña, Burgos, fundado en el año 889, donde fue enterrado el cuerpo del Cid, el cual sería trasladado luego a la Catedral de Burgos, cuando su tumba en el monasterio fuese saqueada por las tropas napoleónicas en el año 1809; Fotografía de Anna Huntington, 1915; Fotografía de Archer Milton Huntington, 1905.)

Vídeo de la película El Cid, 1961; Vídeo del cantante Matt Monro:

30 de octubre de 2010

De una castración a una creación, o del agua a la belleza y su itinerario en el Arte.



La palabra latina virtud significaba para los antiguos griegos fortaleza, de ahí su nombre heleno de arete (del dios Ares, dios de la guerra). La distinguían los griegos a su vez en dos clases: virtudes intelectuales y virtudes éticas. Estas últimas, las éticas, correspondían a la psiquis emotiva, a la fuerza psicológica interior de las personas entendida en su aspecto más emocional que racional. Los griegos consideraban además que sus efectos -los de las virtudes éticas- se manifestaban en el cuerpo, en el soma de cada individuo, llevando así a producir ahora la belleza física, o la fuerza física incluso, o la moderación o la regulación física, y, por lo tanto, la salud física...  Friné (mujer griega nacida en el año 328 a.C.) fue una famosa cortesana griega cuya belleza física sería la más extraordinaria belleza jamás nunca antes vista. Una leyenda griega contaba entonces que Friné se comparaba, muy vanidosamente, incluso con la diosa de la belleza griega Afrodita. Por esto, llegaría a ser condenada en una ocasión por impiedad, un delito muy grave en la antigua Grecia. Para defenderla, su amante y escultor Praxíteles le pediría al famoso orador Hipérides que convenciera ahora al Aerópago (reunión o tribunal de jueces en Atenas) de la inocencia de Friné.

Hipérides, no sabiendo entonces cómo hacerlo mejor que con palabras, en un gesto ahora veloz e intrépido la desnudaría a ella ante los jueces, descubriendo así la verdad de su belleza...  Les hablaría luego de que Friné sólo era una representación de la diosa, un homenaje extraordinario a ella. Los jueces no pudieron más entonces que comprobar así la verosimilitud del argumento de Hipérides, declarando por completo la inocencia de la bella cortesana griega. Friné acostumbraba a nadar desnuda en el mar durante las celebraciones griegas de Eleusis, y así fue como el gran pintor de la antigüedad griega Apeles (352 a.C.-308 a.C.) se inspiraría una vez para pintar a su diosa Afrodita (Venus romana) saliendo ahora del mar. De ese modo, Apeles crearía una iconografía concreta de una escena de la diosa que pasaría a la posteridad artística de la belleza. Pero ahora utilizaría como modelo a su amante Campaspe, una muy bella mujer griega también. Una joven griega que habría sido antes concubina y amante del propio Alejandro Magno (356 a.C.- 323 a.C.). Una leyenda contaba que el gran Alejandro, al ver ahora la maravillosa obra pictórica de Apeles, entendería que el autor debía admirar y amar mucho más que él a Campaspe. Así que se la cedería entonces al pintor, a cambio ahora, eso sí, de la obra de Arte tan bella... (famoso intercambio de Alejandro descrito por Plinio el Viejo).

Las Venus Anadiómenas, o Venus surgidas y salidas del mar, han sido representadas desde la antigüedad grecorromana hasta la modernidad más contemporánea. Pero no fue hasta el Renacimiento cuando, realmente, se comenzaría a plasmar en lienzos de Arte clásico la sagrada belleza de Venus y su nacimiento marino... En todas las tendencias o escuelas o épocas los autores habrían querido imitar aquella visión que tuvo Apeles de su hermosa Afrodita... En estos casos las copias artísticas no vulnerarán nunca ninguna realidad, ya que el original se perdería y jamás se ha llegado a descubrir aquella visión concreta que tuviera el pintor griego de su diosa. Es por lo que esa escena marina de la hetaira Friné ha sido pintada como cada creador o cada movimiento artístico considerase que debía ser pintada. La vinculación del agua a la diosa se establecía por la purificación que ésta necesitaba llevar a cabo cada vez para mantener así su virginidad, la cual renovaría constantemente. Según la mitología griega, cuando el dios primordial Urano se cansase de tener hijos con Gea, la gran diosa Madre Tierra, mantendría sin salir del útero de Gea a sus hijos...  Hasta que Gea acabase ya vengándose de Urano. Para ello pediría entonces a alguno de sus hijos que castrase al terrible dios para siempre. Sólo uno de ellos, Crono, se atrevería a hacerlo. Con una hoz lo conseguiría decidido sobre los cielos de Grecia. Así, los genitales del dios Urano se hundieron entonces fecundos sobre el mar mediterráneo. Desde donde luego, algo después, en una rizada ola marina perfecta, aparecería Afrodita naciente, tan bella, radiante y blanca como la misma espuma del mar...

(Nacimiento de Venus, Renacimiento, del pintor Sandro Botticelli, 1486; Friné ante el Aerópago, Neoclasicismo, del pintor Jean-Léon Gérôme, 1861; Fresco pompeyano de Venus surgiendo del mar, año 67 d.C.; Óleo del pintor Tiépolo, Rococó, Alejandro y Campaspe en el estudio de Apeles, 1726; Cuadro del pintor inglés John William Godward, Neoclasicismo, Campaspe, 1896; Óleo de Tiziano, Renacimiento, Venus Anadiómena, 1525; Cuadro del pintor holandés Cornelis de Vos, Barroco, El Nacimiento de Venus, 1636; Óleo del pintor Theodore Chassériau, Romanticismo, Venus marina, 1838;  Magnífica obra del pintor francés Ingres, Romanticismo, Venus Anadiómena, 1848; Cuadro del pintor Eugene Amaury-Duval, Neoclasicismo, El Nacimiento de Venus, 1862; Obra del pintor Arnold Böcklin, Simbolismo, Venus Anadiómena, 1872; Óleo del pintor Jean León Gerome, Simbolismo, Venus, 1890; Cuadro del pintor Odilon Redon, Abstracción, Nacimiento de Venus, 1912;  Obra del genial Dalí, Surrealismo, Venus y el marinero, 1926; Cuadro del pintor actual Andrés Nagel, Figuración, Venus,  1988.)

27 de octubre de 2010

El orientalismo y su fascinación, o el espejo de Occidente en el Arte.



Aunque el mundo oriental fascinaría siempre a la Europa cristiana desde los inicios del imperio Bizantino, no fue sino hasta la expedición de Napoleón Bonaparte a Egipto en el año 1799 cuando se descubriese, verdaderamente, el maravilloso, exótico y atrayente ámbito cultural de los países de Oriente. Turquía y Egipto fueron por entonces dos de los países que más representarían el conocimiento occidental de aquel exotismo de oriente. Sirvió aquella experiencia napoleónica no sólo para descubrir una cultura diferente y atractiva, sino para materializar todo aquello que en Europa no era posible aún vivir..., ni sentir, ni escribir, ni pintar de los sentidos más atrevidos de lo humano. La representación pictórica del harén, por ejemplo, justificaría la posibilidad por entonces de liberar la imaginación erótica con escenas imposibles de vivir o representar en Occidente. Escritores y pintores fueron los principales impulsores del descubrimiento de esos países.

Especialmente lo fue -antes de la expedición napoleónica incluso- una escritora británica, Mary Montagu (1689-1762), una culta mujer casada con el embajador inglés en la Sublime Puerta -la corte del sultán en Estambul- que, con sus literarias Cartas de la Embajada Turca (1717), contribuiría a ofrecer un conocimiento de lo exótico musulmán que, tiempo después, viajeros ingleses desarrollarían en sus relatos sobre el fascinante mundo oriental de los harenes. Muchos pintores del siglo XIX y XX tuvieron también su inspiración en el llamado orientalismo, y crearon así grandes y magníficas obras de Arte que serían plasmadas en las tendencias artísticas de entonces, como el Romanticismo, el Realismo, el Neoclasicismo o el Impresionismo. En esta entrada he seleccionado obras menos conocidas y de autores menos famosos, aunque todos ellos con una excelente, valorable y muy representativa  forma de expresar ese oriental mundo misterioso..., tan opuesto, lejano, atractivo y exótico.

(Obra de Frank Dicksee, Leila, 1892; Obra de Lèon Cauvy, Abundancia, 1920; Cuadro Lady Mary Montagu y su hijo, del pintor Jean Baptiste Vanmour, 1717; Cuadro de Mario Simon, Odalisca, 1919; Óleo de Val Prinsep, El cuento del Papagayo; Cuadro de Antoine de Favray, Mujeres Turcas, 1751; Pintura de Jean Jules de Antoine Lecomte, Esclava Blanca, 1888; Óleo Bonaparte en el Cairo, del pintor francés Henri Levy; Cuadro Cleopatra, de Mosé Bianchi; Óleo de Paul Louis Bouchard, Después del Baño, 1889.)