6 de enero de 2013

La creación anónima y las libertades artísticas de sus autores.



Todos los reinos europeos tuvieron sus paladines políticos, unos personajes históricos que lideraron y determinaron el destino prodigioso y grandioso de sus pueblos. En España, por ejemplo, la reina Isabel I -la católica- y sus descendientes Carlos I y Felipe II han pasado a la historia como artífices de lo que alcanzaría a ser una de las más grandes naciones de todos los tiempos. Pero Francia también comenzaría su hegemonía histórica gracias a alguno de sus personajes coronados, reyes que llevaron a cabo los cimientos que la convertirían en otra de las más grandes naciones europeas. Francisco I de Francia sería el promotor -malogrado en sus objetivos iniciales- de lo que acabarían consolidando Enrique II y algo más tarde Enrique IV con su nueva, decisiva e histórica dinastía borbónica. Francisco I de Valois (1494-1547) no se limitaría a luchar en los campos de batalla europeos sino que trataría de ganar la carrera artística para su país con el grandioso Renacimiento, una tendencia cultural que ya había conseguido dominar en Italia desde mediados del siglo XV.

Príncipe verdaderamente renacentista, se ocuparía Francisco I de transformar su corte en un reducto de artistas de toda condición, origen y naturaleza. Ha pasado a la historia por haber acogido al gran Leonardo da Vinci en uno de los momentos más dramáticos para el artista. El gran creador florentino le bendeciría luego con grandes obras maestras hoy depositadas en el museo del Louvre. Enrique II continuaría la devoción de patronazgo nacional que su padre emprendiera para hacer de Francia una gran nación. Aunque ha pasado más a la historia por haber sido uno de los reyes franceses que adorase más a su amante que a su real esposa. Tres años después de celebrar su matrimonio con Catalina de Médicis -siendo él Delfín de Francia-, se uniría para siempre con la hermosa Diana de Poitiers, una concubina de extraordinaria belleza y piel tan blanca como solo las modelos renacentistas pudieran tener. Fue Francisco I quien en un viejo castillo al norte de Francia, el castillo  de Fonteinebleau, introdujese el Manierismo en su país. Redecoraría, rediseñaría y albergaría en ese vetusto castillo toda la creatividad que unos artistas italianos -entonces los mejores del mundo- pudieran realizar en suelo francés.

Se crearía así una escuela artística, la Escuela de Fontainebleau, una tendencia manierista que formaría a artistas franceses como François Clouet (1510-1572), el cual retrata en el año 1571 a la hermosa amante del rey Enrique II, Diana de Poitiers. Retrato que determinaría un peculiar estilo en la forma de plasmar la característica sensualidad del renacimiento manierista francés. Clouet había realizado en el año 1559 su mitológica creación El baño de Diana, donde el pintor representa al rey Enrique a caballo al fondo de la obra -distante del plano principal- en una escena en la que una diosa -Diana cazadora, ahora como una amante enamorada- está solazándose satisfecha rodeada de ninfas y sátiros manieristas. Estas obras de Clouet marcarían la tendencia que Fonteinebleau determinaría con su virtuosismo tan sensual, mágico o misterioso. Pero, a diferencia de obras de autores conocidos, muchas de las creaciones de ese período francés pasaron a la historia anónimas, sin posibilidad de saber quiénes fueron sus auténticos creadores. Es el caso del famoso cuadro más paradigmático de esa efímera escuela, Retrato de Gabrielle d'Estrées y una de sus hermanas. Siguiendo la influencia de Clouet, el autor anónimo realizaría una maravillosa obra de Arte, sin él saberlo incluso. ¿Qué mayor grandeza en un creador que la de no firmar su obra para jamás desvelar su autoría? Sin embargo, esta eventualidad -nunca sabida muy bien por qué- conllevaría a que el pintor se permitiese incluir algunas señales creativas y misteriosas. Unas libertades o mensajes semiocultos que hicieron de esta obra una de las creaciones más inquietantes y enigmáticas -además de bellas- habidas en la Historia del Arte.

Después del fallecimiento del rey Enrique II, Francia entraría en uno de los momentos históricos más difíciles en su edad moderna. Sus hijos hirían reinando frágilmente, sucediéndose en instantes cortos influidos por los terribles conflictos causados por las guerras de religión francesas. Los hugonotes -protestantes franceses- lucharían por el poder en Francia frente a los católicos fanáticos e intransigentes. Es entonces cuando Catalina de Médicis -la reina madre- piensa que un matrimonio resolvería todos los problemas de Francia. A su hija menor Margarita de Valois la compromete con el líder de los hugonotes franceses, un familiar lejano de los Valois, Enrique de Navarra (en aquellos años la Baja Navarra era un pequeño reino bajo influencia francesa). Pero, ambos contrayentes se detestaban y el matrimonio sólo mantuvo a salvo sus vidas frente a las traiciones de los otros candidatos al reino. Hasta que el trono francés acabase en manos de Enrique de Navarra  -el futuro rey Enrique IV- en el año 1589. Enrique IV fue uno de los más importantes reyes franceses ya que determinó las bases de la grandeza del país. Un año después, aún en luchas religiosas el país, un amigo del rey, el duque francés de Bellegarde -Roger de Saint-Larry-, le presenta a Enrique IV a su propia amante, la bella y joven Gabrielle d'Estrées, y entonces el rey francés quedaría fascinado de la hermosa amante del duque.

Enrique IV trataría de anular su matrimonio con Margarita de Valois, una mujer promiscua y lasciva en exceso, sin escrúpulo alguno en compartir su lecho con todo aquel que algún beneficio pudiera reportarle. Gabrielle, como la mayoría de las cortesanas de Francia, era una joven heredera de la alta sociedad que su padre acabaría uniendo en matrimonio con Nicolás d'Amerval. Sin embargo, Gabrielle d'Estrées abandonaría meses después a su noble marido para convertirse en la amante del rey de Francia. Tuvo Gabrielle con el rey tres hijos: César, Catalina y Alejandro, bastardos todos. Sin embargo, Gabrielle no dejaría de visitar a su antiguo amante Roger de Saint-Larry -el duque de Bellegarde- cuando el rey estuviese lejos, ocupado o enfermo. Cuenta una leyenda -que como todas no es verdad ni mentira- que Gabrielle d'Estréss quedaría embarazada de un cuarto hijo en octubre del año 1598, cuando el rey se encontraba recién operado de un absceso que le impedía orinar. Es entonces cuando retrataron a Gabrielle de ese sensual modo en Fontainebleau. ¿Quién la retrata así? No se sabe. ¿Por qué la pintaron de esa forma tan curiosa, sensual, provocativa y misteriosa? Tampoco se sabe.

Alguien -se supone un pintor- sabría todo lo relacionado sobre ella y su vida licenciosa, sus amoríos y leyendas. Entonces, con el virtuosismo que solo el Arte tiene, la pintarían atrapada entre el anhelo de ser reina, su futura maternidad y un padre enigmático, al parecer Roger de Saint-Larry. Este personaje -el duque de Bellegarde- está retratado dentro del cuadro -encima de la chimenea-, aunque sólo sus piernas se verán en la pintura. El sentido erótico del lienzo no fue sexual sino maternal. Lo fue así porque una de las características de su comprometido estado -el pezón desarrollado- se señala ahora entre los dedos de su compañera retratada. ¿Quién fue esta otra mujer? El título dice que su hermana, pero, ¿lo era realmente? Otros afirman que no, que se trata de la siguiente amante que tuvo el rey francés, Henriette d'Entragues. En abril del año 1599, cinco meses después de su misterioso embarazo, fallecería Gabrielle d'Estrées de una infección mortal. ¿El destino de Francia había estado en manos de un amor tan inadecuado para el rey? Enrique IV le prometería a su amante que, a su anulación matrimonial de Margarita, se esposaría con ella. Pero, sin embargo, esto nunca lo cumpliría el monarca.

Moriría Gabrielle d'Estrées antes y la familia Médicis acabaría reinando de nuevo en la corte de Francia. Enrique IV se casaría finalmente con María de Médicis en el año 1600. Y el reino comenzaría entonces un esplendor nunca visto antes en el país galo, ahora pacificado, próspero e ilusionado con su futuro. Para ese momento, el Manierismo triunfante en el Arte había acabado decayendo, poco a poco, frente al poderoso, balbuceante pero definitivo Barroco. Sin embargo, este nuevo estilo artístico barroco el rey francés no lo vería jamás.  El 14 de mayo del año 1610, cuando Enrique IV de Francia -el primer rey Borbón coronado en Europa- paseaba en su elegante carruaje por París camino de palacio, un iluminado católico fanático -François Ravaillac- se avalanzaría furioso hacia el monarca decidido y, con toda la fuerza de su ira vengativa y odiosa -por acabar tolerando el rey la Reforma protestante en Francia-, terminaría por herir mortalmente la vida de aquel rey francés tan enamorado, atribulado y ambicioso.

(Óleo Gabrielle d'Estrées -a la derecha- y una de sus hermanas, 1594, Escuela de Fontainebleau, Museo del Louvre, París; Obra manierista El baño de Diana, 1559, del pintor francés François Clouet, Museo de Rouen, Francia; Óleo Diana de Poitiers o Dama en el baño, 1571, de François Clouet, Galería Nacional de Washington, EEUU; Detalles -tres- de Gabrielle d'Estrées y una de sus hermanas, 1594, Escuela de Fontainebleau; Retrato de Margarita de Valois, Margarita de Navarra, 1572, François Clouet; Retrato de Enrique IV de Francia con armadura, 1610, del pintor flamenco Frans Pourbus el joven, Museo del Louvre, París.)

3 de enero de 2013

La verdadera naturaleza de lo que somos: la transformación o el cambio inevitable.



¿Cuánto valen nuestros principios? ¿Cuánto tiempo estaremos dispuestos a mantener lo que pensamos, lo que -supuestamente- creeremos de verdad? ¿Hasta cuándo seguiremos manteniendo el discurso y la actitud que un día nos iluminara como el ser entonces más íntegro, decidido, seguro y resistente ante los vaivenes de la vida o del mundo? Según un antiguo adagio de sabiduría la única forma de conocer verdaderamente a los demás -y de paso a uno mismo- es calzar los zapatos de otros y caminar por el mismo camino abrupto de ellos para, luego de recorrerlo, regresar solo y confundido como antes, pero ahora, sin embargo, absolutamente transformado por la lucidez.

Relato breve: La Transformación.

Existió una vez un hombre que se enorgullecía tanto de lo que era y pensaba, que defendía sus ideas frente a todos para acabar sintiéndose así el mejor y el más fuerte de los hombres. Y de ese modo acabaría actuando siempre, convencido de su alarde personal insobornable. Cuando niño saltaba el primero hacia el campo de los juegos, ideando entonces cualquier cosa convencido de que aquello que ideara acabaría siendo ya seguido por los otros. Defendía así su manera de entender la forma -la única forma- de querer empezarlo siempre todo. También de idear cómo debían ser las cosas para conseguir de la vida la única manera de plasmar, ante él y ante los otros, las reglas inmortales -las suyas- para hacer posible lo que fuese la vida de los otros. Porque así era como él pensaba, sentía y creía que debían ser las cosas de este mundo, cosas que además sólo iluminaban su figura, su mente, sus decisiones, sus ideas y su propia vida vanidosa.

Creció sumido en esa sensación y conseguiría que todo aquello que le rodeara fuese como quisiera él que fuese. De ese modo su medio ambiente influiría sin esfuerzos por cimentar las formas y maneras en que su personalidad terminara por ser encumbrada y considerada siempre. Tuvo, eso sí, la suerte de no poseer más que aquello que precisara para iniciar la vida sin demasiadas cosas; cosas que, de haberlas tenido, le hubiesen impedido ver la vida con su propia claridad ególatra. Desposeído de mucho, comprendería pronto que sólo -sin tener apenas nada- la probidad de una idea le bastaría para satisfacer sus deseos poderosos. Y de ese modo, acabaría por convertirse en un envidiable defensor de los derechos y de la justicia de los otros, de los desarrapados seres que, como él, deambulaban por el torticero mundo desastroso.

Acabaría liderando consignas y agrupamientos sociales, movimientos que pudieran terminar, de una vez y para siempre, las malditas injusticias de la sociedad y del mundo. Pronto su fama alcanzaría aquel prurito de su infancia, aquella singular tendencia a ser embargado por la sensación de representar él lo único representable en la vida de los otros. Le aclamaban, le envidiaban, le consideraban el ser más justo, el más honesto, el más capaz, el más inconmovible y decidido de todos. Sus miserias y sus escasas posesiones alimentaban las ideas -plausibles para todos- que acabaría utilizando además siempre ante los otros, ante él mismo y ante el mundo.

Y así satisfizo su anhelo, su frustración personal y su sentido de ser todo en el mundo. ¡Cómo disfrutaba al comprender que la verdad de su vida era pareja con la verdad que él creía y predicaba como la única verdad que pudiera existir en el mundo! Ya no dudaría más que su destino pudiera calmarse con otra cosa que no fuera su firme, inamovible y fanática manera de pensar. Y todo tendría sentido ya. Su filosofía utilitaria le llevaría así a pelear con fuerza para desposeer a unos -los poderosos según él- de aquello que -injustamente- los otros -los desposeídos- no tendrían. ¿Quién osaría entonces siquiera alzar la voz para argumentar lo contrario? Él sabría que esas ideas elevadas y sagradas compensarían, con fuerza, la desalmada circunstancia de su pobre destino.

Los años pasaron y la vida continuaría con sus azares inmaduros, sus motivos misteriosos y sus alardes sin sentido. Pero, un día, recibiría la noticia más inesperada de su vida. Acababa él de ser tocado por la diosa fortuna. Millones de euros, cientos de millones, osaron terminar en sus manos para siempre. Ahora podría disponer de todo lo que quisiera -sin justificarlo con palabras- para cambiar y mejorar la vida de los otros, porque la suya era inconmovible, definida, ajustada a sus deseos altruistas. Inicialmente, así pensó sobre lo que la vida le ofrecía ahora inesperadamente. Todo podía ahora además ser justificado por fin, llevar a la realidad -ayudar realmente a los demás- aquellos motivos sagrados que le hicieron pensar lo que era, un ser especial, elegido, para los otros.

Pero, todo había cambiado ya, todo era ya del todo ahora diferente. Porque no es lo mismo clamar en el desierto que sentir que éste, ahora, queda ya muy lejos de tu vida. Al principio quiso mantener sus compromisos, quiso diseñar el sentido de su vida y de los otros con los planteamientos que había defendido siempre. Pero pronto las contradicciones suplantaron a los principios. ¿Cómo argumentar con hechos las ideas altruistas cuando aquéllos -los hechos- son contrarios a los intereses mantenidos en un sentido por éstas -las ideas-, ahora ya de por sí totalmente diferentes?  

Cuando una mañana se dirigieron a él para que llevase a cabo con los otros lo que esperaban, sin dudar, que él haría sonriente y satisfecho, descubrieron, con sorpresa, que no estaba para nadie, que había desaparecido para siempre. Lo buscaron, lo llamaron. Esperaron anhelosos que su mesías sobrevenido acabara ya por cumplir, por fin, con sus principios permanentes. Pero, nada, nunca apareció. Se había desvanecido, como la esperanza de los otros, en aquella mañana gris y displicente. (Fin)


A finales del siglo XVI el emperador del Sacro imperio Romano Germánico, Rodolfo II, encargaría al pintor veneciano Veronese (1528-1588) un gran cuadro sobre el amor y sus desdichas. Se inspiraría entonces el pintor manierista en un relato del mítico Hércules, de aquel héroe griego -Heracles- siempre enfrentado por sus deseos opuestos y contradictorios. En una ocasión el personaje mitológico debía elegir entre el vicio y la virtud. Pero como el personaje era un gran héroe griego, el creador veneciano lo pinta entonces eligiendo, decidido, la virtud, no el vicio. Aunque en el cuadro renacentista el vicio -representado por la atractiva mujer de falda roja- acabaría rasgándole ahora una de las medias al céntrico personaje mitológico, obligándole así a volverse, inseguro, sin embargo, de todo aquello que debiera, obstinada y justamente, realizar ya muy convencido el virtuoso héroe.

(Óleo Alegoría de la Virtud y el Vicio, 1580, Paolo Veronese, Colección Frick, Nueva York, EEUU; Obra Transformación, 1981, del pintor Francisco Peinado; Cuadro Las tres edades de la mujer, 1908, del pintor Gustav Klimt, Roma, Italia; Óleo Las tres edades del hombre, la vejez, la adolescencia y la infancia, 1940, Salvador Dalí.)

1 de enero de 2013

El privilegio arbitrario de los creadores o la genialidad anticipada de Luca Signorelli.



En la región italiana de Umbría se encuentra la antigua población de Orvieto. Situada entre Florencia y Roma, fue una ciudad muy ligada a la historia del Vaticano, pues sería el papa Urbano IV quien mandase iniciar construir en Orvieto su fabulosa catedral en el año 1263. Casi dos siglos se emplearon en completar la obra de Arte que es la catedral de Orvieto. Siglos después se compuso en una de sus capillas, de anchas bóvedas y altas paredes, uno de los más impresionantes frescos producidos por el Renacimiento. En ella pintaron dos genios precursores de lo que sería la principal revolución artística llevada a cabo en el Arte europeo. Fra Angélico iniciaría primero, en el año 1447, la decoración de las bóvedas de la capilla de San Brizio, la cual se completaría, años después, por el desconocido pintor cuatrocentista Luca Signorelli (1445-1523). Este creador italiano se anticiparía con su estilo novedoso más de treinta años al gran Miguel Ángel. Sus frescos en Orvieto muestran la grandeza, la ambientación, el movimiento, la anatomía y la soltura estética que el genio de Miguel Ángel desarrollaría tiempo después -en el año 1535-  en el ábside de la famosa Capilla Sixtina.

La libertad de tratamiento de las imágenes de Signorelli en Orvieto, su personal visión sensual, su especial narrativa teológica, fueron alardes estéticos no aceptados después de Signorelli (los desnudos de Miguel Ángel en su fresco del Juicio Final se ocultaron luego de su muerte, pero los desnudos de Signorelli no), ni tampoco vistos antes.  Fue un procedimiento artístico no repetido pero, sobre todo, iniciado ya por él. Se anticipó a Miguel Ángel, fue el genio primordial de aquel Renacimiento. Inspirado en el poeta Dante, plasmaría Luca Signorelli su visión del Apocalipsis y el Juicio Final. Dos paredes enfrentadas en la catedral expresaban ya unas misteriosas y atrevidas escenas para entonces: de un lado la Predicación del Anticristo, de otro la Resurrección de la carne. La enorme obra mural la desarrolló Signorelli entre los años 1499 y 1502. ¡Qué gran fuerza dramática impregnaría en ella! Dejó reflejado su dominio de la perspectiva, del escorzo, del color tan humano de los cuerpos, cuerpos humanos y demoníacos... Retrató a los espíritus diabólicos con la misma representación corpórea que a los humanos. ¿Por qué lo hizo así? Qué audacia tuvo Signorelli al mostrar la maldad y sus representantes con la misma figuración anatómica que los sufridos hombres terrenales. Así fue el Renacimiento en todo su esplendor, así el triunfo del hombre,  así poder reflejar tanto sus cualidades como sus miserias.

En la escena del Anticristo muestra el pintor la figura representada de un ser semejante a Jesús, pero que no es Jesús realmente, sino aquél. Detrás justo del impostor se encuentra ahora Satanás, mimetizado en su misma figura: sus brazos y piernas -los del ser de apariencia de Jesús- son los mismos del Anticristo. Satanás le menciona algo al oído al personaje con apariencia de Jesús, le está diciendo lo que debe decir a los que le escuchan. En la misma escena, hacia la izquierda, se encuentran dos figuras vestidas de negro y que representan a los creadores de la gran obra artística: Fra Angélico a la derecha y Luca Signorelli a la izquierda. Está observando uno la escena horripilante y el otro a algún espectador fuera del cuadro: a nosotros, que le observamos ahora. Aparenta decirnos el pintor: ¿qué te parece la obra, no es genial?  Luca Signorelli expresaría con su Arte, como antes lo hiciera Dante con el suyo, la vida de algunos de los que la libertad de un autor quisiera inmortalizar en su obra, es decir, sin misericordia ni permiso alguno...  Al parecer, una de las amantes infieles del pintor está ahí representada, es la mujer llevada por uno de esos diablos alados y condenada -¿cómo no?- por el creador a los infiernos. En otra escena, la misma donde se sitúan los pintores, aparece la figura de otra mujer -una prostituta- que acerca su mano ahora para cobrar las monedas de algún servicio sexual. También, según algunos críticos, puede representar este personaje femenino a Laura Brunelleschi, una joven amante no muy solícita con el creador renacentista.

Tanta era la obsesión del pintor por mantener eterno el recuerdo -odioso o cariñoso- de algunos de sus conocidos que, en el año 1502, al finalizar los frescos de la catedral de Orvieto, realizaría Signorelli su tabla Lamentación de Cristo muerto. Ese mismo año un hijo suyo, muy querido por él, de joven y bello cuerpo, sería asesinado en el pueblo natal del pintor, Cortona. Cuando estaban velando al cadáver mandaría el pintor desnudarlo y, sin emocionarse, lo retrataría como al modelo perfecto para su Cristo lamentado. Así son las peculiaridades del Arte y de sus creadores, así también la mayor libertad y audacia que se precise para poder crear sin menoscabo. Porque no pueden caber limitaciones en el Arte, no pueden quebrarse los estímulos ni las motivaciones estéticas, ni las semblanzas especiales por muy extrañas que sean. Este es el sentido universal del Arte: todo lo que, con Belleza, se quiera expresar en un lienzo artístico. Con la maestría, genialidad y grandiosidad que sólo la Belleza condicione en el Arte. Porque sólo ésta -la Belleza-, sólo su musa sobrecogedora y su singular forma de ser representada, podrán ejercer, si acaso, de único tribunal de Arte que pueda, de existir alguno, ser soportado sin remilgos por cualquier espíritu atribulado, desesperanzado o necesitado, de alguna belleza...

(Detalle del Fresco Condenados al Infierno, Juicio Final, del pintor Luca Signorelli, 1502, Catedral de Orvieto, Orvieto, Italia; Detalle del mismo fresco, Llamada de los elegidos al Paraíso; Otro detalle del Fresco de Orvieto; Fresco Resurrección de la carne, Luca Signorelli, Catedral de Orvieto; Fresco Predicación y hechos del Anticristo, Catedral de Orvieto, Luca Signorelli; Fotografía de la Catedral de Orvieto, Italia; Detalle del fresco anterior, figuras con el autorretrato del pintor Signorelli -mirando al espectador- y de Fra Angélico, detrás; Tabla Lamentación de Cristo muerto, 1502, del pintor Luca Signorelli, el modelo de Cristo es el cadáver de su propio hijo asesinado, Cortona, Italia; Detalle del fresco Anticristo, con la figura de éste, y Satanás detrás, aparece también una mujer a la izquierda, modelo de la figura de una amante del pintor; Fresco Condenados al Infierno, Juicio Final, Catedral de Orvieto, Luca Signorelli; Detalle ampliado de este fresco; Detalle del fresco Resurrección de la carne, Juicio Final, Luca Signorelli, 1502, Orvieto, Italia.)

24 de diciembre de 2012

Varias formas de ver la vida o diferentes perspectivas desde donde mirar.



Jacques Tissot había nacido en Nantes, la bretaña francesa, en el año 1836 y estudiaría Arte en París con el maestro neoclásico Ingres. En el año 1860 París era el centro del mundo y la ciudad relucía más brillante que nunca gracias al Segundo Imperio de Napoleón III. En la ciudad de la luz, del esplendor y la fascinación más mundana, el joven pintor Tissot retrataba ese mundo tan maravilloso, atrevido y complaciente. Y todo seguiría así de esplendoroso hasta que una de las primeras guerras de la Europa moderna sobreviniera, inesperada, desnudando desde entonces la inocencia de los europeos para siempre. En el año 1870 se desbocaría el horror en los campos de Francia como nunca había sucedido antes. La guerra Franco-Prusiana supuso la mayor convulsión social de entonces y transformaría a Europa por completo. Tanto influiría esa guerra que Europa no terminaría de sufrir sus consecuencias hasta el final de la Segunda Guerra Mundial. Después de la defenestración tan asolada que Alemania hiciera padecer a Francia, los jóvenes franceses sólo pudieron resistir el fracaso, batirse en la desesperada comuna o marchar del país.

Jacques Tissot se marcharía a Londres y cambiaría toda su vida allí, hasta su propio nombre francés lo cambiaría por el británico James. Ahora, James Tissot retrataría a la autosatisfecha sociedad inglesa victoriana. Una sociedad que comenzaba a desarrollar, gracias a la debilidad de sus vecinos europeos, un imperio que la llevaría a dominar el mundo como nunca por entonces. Y en ese Londres cultivado, arrebatador y arrogante el pintor francés conocería a la maravillosa, fascinante y hermosa Kathleen Newton. Ella acabaría siendo la modelo y compañera perfecta del pintor durante los próximos diez años. La soltura, el perfecto dibujo, la naturalidad y el realismo con el que retrató a la alta sociedad londinense hizo de Tissot un pintor muy demandado. Con sus lienzos de mundanidad y elegancia llegaría a plasmar la mejor imagen de la vida de aquel Londres poderoso. Una vida desenfadada, frívola y socialmente muy superficial. 

Su óleo Demasiado pronto es una muestra de la sociedad tan banal que el pintor retratara entonces. Causaría gran sensación la imagen social tan bien escenografiada por Tissot. El autor representa el instante social preciso de ese momento tan ofuscado en el que los invitados a una fiesta llegan antes de tiempo. En la obra se observa lo incómodo de la situación, representada ahora de un modo genial por los gestos y posturas de los personajes pintados. Y todo seguiría así de plácido, tan maravillosamente vivido por el pintor y su amante, en aquella sociedad londinense superficial de finales del siglo XIX. Todo hasta que la cruel enfermedad de Kathleen -una tuberculosis- la llevase a cometer un suicidio en el año 1882. A los veintiocho años de edad terminaría con su vida ella dejando a Tissot en una encrucijada personal muy lastimosa. Entonces él dejaría de pintar y volvería a París. Y tomaría luego una de las decisiones personales que más transformarían su vida y su creación artística. Decide marcharse a Palestina donde permanecerá durante casi diez años pintando. Todo lo cambiaría entonces el pintor: la técnica, los colores, el trazo, la temática, y hasta el sentido de su propia vida. Elige entonces retratar la vida de Jesús como nadie lo había hecho. Y lo haría tan compulsivamente como antes con su mundana pintura lo hubiera hecho en su anterior mundo satisfecho.

Existió una vez según el Génesis un rey de Mesopotamia tan cruel y despiadado que quiso demostrar su poder construyendo la torre más alta y grande del mundo. Así fue como se realizaría la famosa y legendaria Torre de Babel. Las tradiciones judaicas señalan a Nemrod como uno de los bisnietos de Noé y el primero de los hombres que llegaría a ser el más poderoso tirano de la Tierra. Fue así el primer rey y señor que dominaría las tierras de la Mesopotamia postdiluviana. Casi todas las versiones legendarias lo presentan como un hombre depravado, opuesto a toda divinidad o devoción piadosa. Algunas leyendas cuentan el final del malvado Nemrod a manos de Sem, otras que se arrepentiría incluso, y algunas que Esaú -nieto de Abraham- terminaría decapitándolo. En el año 1882 el pintor Tissot pintaría una escena infantil de juegos como una representación muy curiosa de aquel malvado rey tan sanguinario.

James Tissot regresaría a París y a Londres para exponer sus nuevas obras -acuarelas la mayoría- sobre Tierra Santa. Poco después se mudaría a la abadía cisterciense de Clairefontaine, cerca de la población francesa de Bouillon. Allí acabaría su vida en el año 1902 pintando una temática espiritual que ya no abandonaría nunca. Una de sus obras es la que crease una vez representando la visión que tuviese Jesús desde la propia cruz donde fue crucificado. Una audaz -y hasta sacrílega para algunos- visión de lo que el dios de los cristianos viese antes de morir crucificado. Todo un alarde pictórico y sentimental donde dejaría plasmada la subjetiva visión divina tan imposible de conocer. Una visión sobrenatural que, se supone, nadie podría siquiera imaginar. Salvo él, que la mostraría decidido y convencido además de que toda mirada tiene una perspectiva diferente de ser representada. Una perspectiva que pudiera ser vista ahora de una forma diferente, de un modo distinto a como la hubiésemos podido ver antes, en cualquier otra ocasión posible donde nuestros ojos solo la mirasen, angustiados, desde una única, exclusiva, parcial y sesgada forma.

(Todas las obras de James Tissot: acuarela Vista desde la Cruz, 1896, Nueva York, EEUU; Obra Adoración de los pastores; Óleo El pequeño Nemrod, 1882; Óleo Mujer joven en una barca, 1870; Obra Recepción, 1885; Óleo La mujer de Moda; Retrato de Kahtleen Newton, 1880; Autorretrato de James Tissot; Obra Demasiado pronto, 1873; Cuadro Jesús en Betania, 1894.)

Vídeo de la película rodada en Palestina en 1912 sobre la Vida de Cristo -Del pesebre a la Cruz- por el director Sidney Olcott:

20 de diciembre de 2012

El momento del placer estético o la compulsa e irredenta creación.



Poseer el momento único que proporciona el Arte cuando el creador contempla su obra perfecta, esa deberá ser ya la mejor y más conseguida obra del mundo. ¿Cómo saber entonces que es ésa?, ¿cómo no pensar que pueda superarse en otra? Y, si ya es esa obra, ¿por qué perseguir compulsivamente la creación para alcanzar la más sublime? ¿Es que acaso no lo llegará a ser nunca? Y, si lo fuera, ¿dónde está? A los creadores inmortales les debe suceder como a los seres mortales y normales, que los haya que sientan una honesta y sincera pulsión por obtener su creación estéticamente plausible. Pero los debe haber también que sólo sean genios naturales, es decir, que obedezcan así a una oscura, indiferente, irrefrenable o irremediable forma de crear. Cuando a Rubens, el gran pintor flamenco, se le presentara la ocasión de componer la obra Juicio mitológico de Paris utilizaría de modelo a su esposa Helena Fourment, muchos años más joven que él, en un alarde ahora de belleza dominado tanto por su vida como por su arte. Creador abundante y genial, mantenía un taller además donde sus alumnos contribuían a la prolífica obra del maestro. En esta creación mitológica su esposa Helena representa a la diosa Venus, personaje que ahora apenas se cubre aquí su cuerpo con un delicado manto rojo. ¿Cuánto sentimiento de exquisitez absoluta y magnífica, de obra conseguida y jamás superada, llegaría a sentir con esta creación el genial pintor flamenco?

Tanto crearía Goya que muchas de sus obras han sido de dudosa autoría, pero algunas finalmente han sido devueltas a su firma. Una de ellas lo fue La Lechera de Burdeos, creación que se había pensado que fuera debida a Rosario Weiss Zorrilla (1814-1843), alumna y posible hija natural Goya. Leocadia Zorrilla -esposa de Isidoro Weiss- había sido amante del pintor y madre de Rosario. Tal semejanza de estilo tuvo Rosario Weiss con su padre que obras de Goya siguen aún siendo de dudosa titularidad entre ambos. En el caso del pintor aragonés su obra es fundamentalmente sentida, nada mercantil ni industrial ni calculada. ¿Conseguiría calmar Goya aquella sensación tan compulsa de creación excelsa y única con alguna de sus realizaciones artísticas más perfectas? El filósofo danés Sören Kierkegaard publicaría en el año 1845 su obra Estadios en el camino de la vida. Establecía este filósofo que el primero de ellos es el estadio estético para luego alcanzar el ético y, posteriormente, el espiritual. Se comenzaba en un camino -el estético- para acabar en el último -el espiritual- consiguiendo por fin el sentido definitivo y final de la vida, no habiendo ya vuelta atrás y estando para entonces totalmente salvados.

Sin embargo, no es tan fácil proseguir de ese modo en la propia vida personal. Porque el primero -el estadio estético- es la búsqueda inmediata del placer, la huida del dolor, y así se apega entonces el sujeto al momento presente. Si hay luego otra cosa aún más grandiosamente bella en el camino, no dudará el sujeto en cambiar su senda. Es por tanto un ser que en ese estadio alcanzará a satisfacer su anhelo -así lo creerá-, pero que, sin embargo, algo más tarde, de ese mismo anhelo pronto se cansará. Es en este momento cuando la desesperación más silenciosa sobreviene en el individuo. El placer se obtiene y se satisface pero, entonces, algo más tarde, acabará desvanecido para siempre. ¿Pudieron los creadores continuar por los estadios subsiguientes sin desfallecer? ¿Podremos los seres humanos -todos, también los creadores excelsos o no- saborear sin rubor ni desasosiego lo alcanzado alguna vez como lo más glorioso en nuestra vida para, a cambio, no volver a desear otra cosa más que la que ahora contemplamos satisfechos? La vida no detiene su argumento o rueda vital por nada nunca, aunque tampoco obliga a cambiar de guion a cada instante... Sin embargo, si algo fue ya del todo extraordinario, ¿por qué volver a clamar al aire los fervientes sonidos anhelosos de una desesperada nueva forma ahora de obtenerlo? Porque, ¿qué cosa extraña y maliciosa nos llevará de nuevo así, una y otra vez, a tratar de conseguirlo?

(Óleo de Rubens, El Juicio de Paris, 1639, Museo del Prado, Madrid; Cuadro de Goya, Magdalena Penitente, 1797; Óleo magnífico del genial pintor del Renacimiento Rafael Sanzio, Retrato de Bindo Altoviti, 1514, Galería Nacional de Arte, Washington, EEUU; Obra de Goya, La Lechera de Burdeos, 1827, Museo del Prado; Obra Una Manola, doña Leocadia Zorrilla, 1823, pintura mural de la Quinta del Sordo, pasado a lienzo, Museo del Prado; Obra Cincinato abandona el arado para dictar leyes a Roma, 1806, del pintor neoclásico español Juan Antonio Ribera, Museo del Prado, Madrid; Óleo del pintor academicista francés Alexandre Cabanel, Cincinato recibe a senadores de Roma, 1851, este personaje de la historia de Roma -519,a.C.-439,a.C.- fue un patricio romano virtuosísimo y desinteresado, que entregó ya su sabiduría para salvar a Roma en sus conflictos políticos y bélicos, en su honor una ciudad norteamericana llevará su nombre, Cincinnati, Ohio, EEUU.)

17 de diciembre de 2012

El Arte no remediará el dolor, ni sus creaciones lograrán conmover la vida más allá de sus autores.



Ya lo diría el poeta romano Virgilio hace muchos siglos: La poesía no puede aliviar la angustia de vivir.  Así mismo, también expresaría de un modo parecido mucho antes el griego Teócrito:  El poeta elevará sus cantos a la vida sin conmoverla.    Porque la vida obviará desdeñosa las aspiraciones desconsoladas de los hombres. El final de todo será que el verso inútil, el más desesperado, el más insistente o el más desgarrador no conseguirá consolar la emoción desorientada de los hombres. Tan sólo algunos creadores obtendrán de los dioses el instante  más descarnado para apenas saborear la emoción de plasmar en sus obras los deseos inabarcables del idilio más imposible de los hombres. Cuando la niña Camille Claudel (1864-1943) jugaba con el barro e hiciera con él figuras de las cosas que viese, nunca pensaría que acabaría solo deseando vivir más que alcanzar con su arte la gloria más envidiada de los dioses. En el año 1883 llegaría a París para poder desarrollar su arte escultórico. Y entonces conocerá a dios... El gran genio escultor y creador que fuese Auguste Rodin (1840-1917), su dios, se impresionaría tanto con el trabajo de ella que la incluiría en su propio taller parisino.

Colaboraría Camille con Rodin como modelo y creadora para acabar terminando, finalmente, como amante. Su relación con el dios de la escultura acabaría siendo compleja y desgarrada. Ella le entregaría su Arte y su vida, pero a él únicamente le interesaría lo primero. La vida de Camille terminaría siendo un sufrir silencioso y macilento al lado del genio. Al desolado lamento del desamor se unirían sus propias crisis nerviosas. En el año 1913, a los cuarenta y nueve años de edad, la ingresarían en un manicomio del que no saldría sino hasta su muerte, treinta años después. Realizaría muchas obras escultóricas hasta su internamiento para luego nunca más crear. En una de sus primeras esculturas quiso inmortalizar el gesto conmovido del desgarramiento más humano. Y compuso entonces su escultura Sakountala. Según cuenta el libro sagrado del hinduismo Mahabarata, una vez el dios Indra quiso distraer de sus meditaciones al sabio Vishvamitra. Para ello le enviaría a una hermosa mujer que acabaría seduciéndolo totalmente. Luego ella y la hija de ambos son abandonadas por el sabio temeroso de perder su virtud adquirida durante años.

La madre entonces, desesperada, abandonaría a la pequeña Sakountala en un bosque. Años después un joven rey la encuentra mientras cazaba. Ambos terminarán enamorados. El rey le entrega un anillo en señal de amor y se marcharía luego a su reino con la firme promesa de volver. Pasaron los años y el rey no lo cumpliría. Hasta que ella, cansada, decide por fin buscarlo. Por el tortuoso camino cruzaría un río donde acabaría mojándose sus manos y, de modo accidental, terminará perdiendo el anillo para siempre. Pasado el tiempo, después de ser herida incluso por bandidos, llegará a su destino desconocida y muy diferente a la de antes. El rey no la reconocerá y ella se volverá perdida y desolada para siempre. En el Libro del Principio (génesis hinduista) se nos dice en uno de sus versos sagrados:

Ella se vio entonces envuelta en la soledad del desierto junto a Sakountas (pájaros, en sánscrito), por eso ella fue nombrada por mí Sakountala...

Camille Claudel comenzaría en el año 1886 su obra escultórica Sakountala y no la terminaría sino hasta dos años después. Representaba la reunión de dos amantes hindúes después de muchos años de separación, causada, al parecer, por un maleficio ajeno a ambos. En su inspirada y versionada escultura, Claudel trataría de enfrentar su obra con aquella famosa obra escultórica de Rodin llamada El Beso. Claudel representaría simbólicamente en vez de a Rodin al rey Dusiyanta arrodillado ahora frente a Sakountala, arrepentido totalmente por no haberla reconocido. A diferencia del deseo tan pasional e irrefrenable de la obra El Beso de Rodin, la escultura de Camille simbolizaría mejor, sin embargo, el desgarro más emotivo padecido por un amante frente al conmovido gesto del arrepentimiento.

(Escultura Sakountala, Camille Claudel, 1888; Fotografía de Camille Claudel, 1884; Cuadro del pintor hindú Raja Ravi Varma, Mahabarata, Nacimiento de Sakountala, siglo XIX; Fotografía de Camille Claudel esculpiendo su obra, siglo XIX; Composición de fotografía artistica, de la fotógrafa española Lola Martínez Sobreviela, En el Jardín de Sakountala, 2008; Óleo Sacerdotisas, 1912, del pintor expresionista alemán Emil Nolde; Fotografía de Camille Claudel pocos años antes de fallecer en el manicomio.)

14 de diciembre de 2012

Pero aquellas que el vuelo refrenaban, aquellas que aprendieron nuestros nombres, ésas no volverán.



El Arte tiene la virtualidad de recordar nuestros rostros y de mantener el pasado fijado en los ojos del porvenir. ¿Qué si no fue el impulso obsesivo de plasmar en lo que fuese las imágenes compuestas de nuestros antepasados? Así comenzaría el Arte, siendo un auxiliar de la memoria y un vínculo entre los muertos y los vivos, entre los recuerdos y la desmemoria. Pero, navegaremos con la proa de nuestras vidas sosteniendo la mirada tan sólo en el reflejo pictográfico de lo exquisito, de lo bello, de lo armonioso o de lo magistralmente creativo. Por esto sólo recordaremos mejor lo maravilloso o lo que más nos impresione la vista gratamente. Los creadores del Arte consiguieron satisfacer así su propia vanidad, su propio recuerdo creativo y artístico: solazando eterna la belleza de lo vivido, de lo existido o de lo imaginado en los ojos admirados, efímeros y sorprendidos de sus espectadores.

El artista norteamericano Ray Donley (Texas, EEUU, 1950) evoca en sus obras tanto el pasado como el presente. Genuino creador actual, consigue inspirar las inquietudes contemporáneas de lo humano con el genio inmortal y mágico de sus clásicos maestros eternos (Rembrandt, Caravaggio, Ribera). Porque para este pintor lo humano primará siempre sobre cualquier otra representación o característica estética. Son ahora rostros humanos -a veces ocultos-, pero también obsesiones, emociones o frustraciones, cualidades aparentes de la fugacidad de lo vivido o de la fragilidad del momento que, armoniosamente, compone así en sus obras de Arte contemporáneo. ¿Hay otra forma mejor de crear, después de haber alcanzado el Arte a reinventarse, que aquella que combine magisterio y audacia?

Cuando el escritor romántico Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870) se encontrase ante la encrucijada de enfrentar un Romanticismo empalagoso y decadente con el deseo de expresar las emociones de otra forma, alcanzaría el poeta español la gloria sin saberlo. En sus palabras conocidas o en sus verbos desgastados supo inspirar Bécquer genialmente el sentido más universal, permanente y emotivo de lo humano. A veces clasicismo y modernidad se han enfrentado por un inculto proceder manipulado. Son tan compatibles ambas tendencias como los contrarios necesarios, como el renacer y la destrucción, o como la existencia y el recuerdo. Gustavo Adolfo Bécquer supo combinar los elementos más eternos de la creación literaria, tanto como lo hicieran los maestros barrocos con sus lienzos. Así, el poeta español compuso versos que no sólo sonaban bien sino que expresaban lo más auténtico, profundo, intemporal y desgarrado que el ser humano haya sentido, sienta o sentirá jamás. En su Rima LXI, pocos años antes de desaparecer, dejaría el romántico poeta español escrito esto para siempre:

¿Quién, en fin, al otro día,
cuando el sol vuelva a brillar,
de que pasé por el mundo,
quién se acordará?

(Óleos del pintor norteamericano Ray Donley: Tristán, 2011; Isolda, 2011; Figura con capa amarilla, 2009; La crisis, 2010; Figura en rojo, 2011; El sueño, 2012; Figura con máscara blanca -Amelia-, 2010; Figura con Dupatta -larga bufanda asiática-, 2012; Tres máscaras blancas, 2012; La Perdida, 2010; La máscara de la cordura, 2011; El origen de la conciencia en el discurso de la mente bicameral, 2010.)