15 de marzo de 2012

Las teorías de la luz, del color, del conocimiento y de la vida.



El pintor británico Joseph Mallord William Turner (1775-1851) fue un avezado seguidor de la  Teoría sobre los  Colores que ideara el pensador, poeta y novelista alemán Goethe en el año 1810. Este poeta romántico, el extraordinario creador de Fausto, había sido tan audaz de enfrentarse, nada menos, que al gran Newton, que cien años antes había traído, por fin, la luz a los colores, a su esencia física o a su realidad material. Pero Goethe, imbuido quizás de una complejidad que iba más allá de lo científico, de lo físico o de la propia Naturaleza, desarrollaría su propia Teoría de los Colores, algo que no tendría nada que ver con la teoría que el científico inglés dejara escrita en su obra Óptica del año 1704. Porque para Goethe no era el blanco la conjunción de todos los colores -como Newton decía- sino el rojo, un color que, según escribió el poeta alemán, disponía de una gran seriedad y dignidad expresivas. Los colores principales -los llamados colores primarios- para el pensador alemán provenían no de la luz, como Newton argüía, sino de los pigmentos naturales de los elementos que se ven en la Naturaleza: el amarillo, el azul y el rojo. Justo los colores secundarios obtenidos de éstos, el naranja, el violeta y el verde, eran, sin embargo, las tonalidades  más fundamentales para el científico Newton. El problema fue que Goethe no llegaría a comprender que la explicación física de la luz y su generación del color de Newton era complementaria -existen las dos a la vez- de la de los propios pigmentos naturales que él preconizase en su Teoría.

Para los románticos como Turner la luz y, en la misma medida, el color eran por entonces -año 1843- lo mejor para poder destacar y expresar la nueva tendencia romántica frente al clasicismo racional anterior. Los reflejos de los colores y su luz se encontraban más cercanos a lo espiritual, a lo metafísico que a lo físico. En su obra Luz y Color, la mañana después del Diluvio, el pintor británico nos presenta la fuerza atronadora de los colores amarillo, rojo y azul, unas tonalidades que dominan en su obra la composición y que apenas dejan vislumbrar la pequeña figura esbozada de un hombre sentado escribiendo la revelación -representa a Moisés y su Génesis, ya que el título del lienzo incluía esta reseña bíblica-. Años después un físico y pensador alemán vendría a conciliar a los dos genios del color y sus enfrentadas teorías. El filósofo Eberhard Buchwald (1886-1975) admiraba a ambos y entendía que aportaban diferentes y a la vez unas mismas singladuras para llegar al conocimiento. Buchwald opinaba que para conocer la Naturaleza existen tres planos o dimensiones distintas. El primero sería el plano Material, el segundo el plano Subjetivo y el tercero el plano Reflexivo. Así, en la dimensión material los colores, por ejemplo, existen sólo como un hecho físico. Aquí Newton y su teoría óptica explicaban muy bien ese fenómeno y sostenían esa verdad material. En la segunda dimensión unos receptores -nuestros limitados y subjetivos ojos- pueden distinguir los colores, pero sólo como aparecen ante nosotros, como se nos muestran ahora a nuestro propio ánimo. En el tercer plano pensaremos y comprenderemos reflexionando ahora, por ejemplo, que si al azul le sumáramos el amarillo podremos obtener el verde...

También esos tres diferentes planos pueden aplicarse ahora, ¿por qué no?, a nuestras propias vidas azarosas, a lo que seremos cuando la naturaleza profusa de las cosas venga a desnudarnos o desenmascararnos,  consecuencia entonces de alguna de esas tres posibles situaciones o dimensiones con las que podamos acercarnos a la realidad incierta de nuestra existencia. A una realidad a veces incomprensible o infame, otras desolada, pero, casi siempre, sorprendente y mágica. De ese modo, pueden representarse también ahora los distintos planos humanos, esas diversas dimensiones vitales anudadas a nosotros y a nuestro destino vital. La primera dimensión, la Material, sería entendida ahora como la exclusivamente real o física, es decir la dimensión tangible, la que más es en verdad, la más dura y sufrida. En este caso se podría representar estéticamente con el pintor español Ignacio Zuloaga y su obra Celestina del año 1906. En ella nos refleja el creador una crudeza material de la vida humana: la insensible transacción a la que algunos seres se abocan, dirigidos o no, manejados o no, hacia una vida desolada donde la realidad más descarnada es la única presente en sus existencias, una realidad desnuda, hiriente y resignada. Luego estará la dimensión Subjetiva, la que nos lleva a ver sólo lo que nos parece que vemos, no lo que es.  Es decir, lo que no proviene de ninguna realidad material objetiva sino de los gestos, de los pareceres personales, de las debilidades o de las pasiones zaheridas, algo que nos llega ahora tal y como nos aparecen a nuestros ojos, sin modificarlas y sin pensarlas racionalmente.

Aquí la obra elegida para simbolizar la dimensión Subjetiva es la del pintor expresionista Edvard Munch y su óleo Cenizas del año 1894, una obra que nos ayuda a comprender ese plano vital subjetivo que nos persigue a veces y nos atenaza, de pronto, acechador y carroñero. En este caso la obra representa a dos seres, dos amantes que sólo ven ahora -sin hacer ningún esfuerzo para evitarlo- lo que más les domine o maltrate egoístamente. Opuestos y enfrentados entre sí están ahora del todo, desesperados aquí avivando, sin remedio alguno, la llama que los consumirá y alejará para siempre. Por último un lienzo del modernista pintor norteamericano Edward Hopper, su obra Habitación de hotel del año 1931. Esta obra representa la escena Reflexiva, la condicionada además por el medio donde se encuentre el sujeto pensante. Aquí el pensamiento reflexivo deberá alcanzar cotas de gran elevación para poder salir de algún atolladero vital o de alguna necesidad que nos sacuda de modo inevitable. Decidir ahora, por ejemplo, huir o regresar... También poder encontrar elementos ahora poderosos tanto fuera como dentro de uno mismo para proseguir. Elementos que nos iluminen ahora de alguna forma para poder vencernos, para poder llegar a comprender -metafísicamente casi siempre- que la vida es algo más de lo que esperábamos de ella, mucho más que esa luz cegadora que nos tuerce o nos desliza, a veces, en los momentos más duros o difíciles de nuestra existencia.

(Óleo de Joseph William Turner, Luz y Color, mañana después del Diluvio, 1843, Tate Gallery, Londres; Cuadro del pintor americano Edward Hopper, Habitación de hotel, 1931, Museo Thyssen; Lienzo del pintor español Ignacio Zuloaga, Celestina o las pupilas de Matilde, 1906; Cuadro de Edvard Munch, Cenizas, 1894, Oslo, Noruega.)

13 de marzo de 2012

Enmendar la Naturaleza con el maravilloso paisaje, su trascendencia y el Arte.



A mediados del siglo XIX surgiría en los Estados Unidos una escuela que privilegiaría más el paisaje como recurso romántico, trascendental o metafísico en el Arte: La Escuela del Río Hudson. Para los creadores de esa escuela no habría mejor prueba metafísica que sus obras para expresar la mano inevitable de una divinidad natural. Sin embargo, frente a esa preeminencia de la Naturaleza el escritor Edgar Allan Poe reflejaría en su enigmática narración El Dominio de Arnheim la prodigiosa y necesaria mano del hombre. Para este escritor norteamericano la Naturaleza no es del todo perfecta, no consigue toda la sublimación que el ser humano necesitará. Algo que éste, sin embargo, sí es capaz de hacer, corregir y enmendar artísticamente para alcanzar la elogiosa, recreada o perfecta obra de Arte. Nos dice el escritor Poe en su obra literaria:  Ellison no llegó a ser ni músico ni poeta, aunque ningún hombre viviera más profundamente enamorado de ambas cosas. En circunstancias distintas de las que lo rodearon, no hubiera sido imposible que llegara a ser pintor. Pero Ellison sostenía que el campo más rico, el más verdadero y el más natural, si no el más extenso, había sido inexplicablemente descuidado. Ninguna definición hablaba del jardinero-paisajista como del poeta; sin embargo, él opinaba que la creación del jardín-paisaje ofrecía a la musa correspondiente la más espléndida de las oportunidades.

Más adelante continúa el narrador americano: Repito que sólo en la disposición del paisaje es susceptible de exaltación la Naturaleza, que además su posibilidad de mejoramiento en este punto era un misterio que yo había sido incapaz de resolver. Mis pensamientos sobre el tema descansaban en la idea de que la primitiva intención de la Naturaleza había sido disponer la superficie de la tierra de un modo tal para satisfacer,  en todo punto,  el sentido humano de perfección en lo bello, en lo sublime o en lo pintoresco. Pero que esa primitiva intención habría sido frustrada por los conocidos trastornos geológicos, trastornos de forma o de color, y en cuya corrección o suavizamiento reside el alma del Arte.  El final del cuento de Poe lleva a un paisaje idílico, un lugar maravilloso que recrea en su imaginación el protagonista y que nos sumerge en una trascendente ruta hacia lo desconocido, hacia el final de la vida terrena justo a través de desfiladeros encantados, refulgentes, plateados, dulces o sosegadores. Muchos años después, en su obra de Arte surrealista -llamada igual que el cuento de Poe en homenaje al escritor-, el pintor belga René Magritte compone una ventana donde un cristal hecho añicos muestra sus pedazos manteniendo la misma imagen que antes de romperse transparentaba. La imagen del fondo representa una cordillera alada, delineando así, en un pico montañoso, la silueta majestuosa y poderosa de un águila americana. ¿Qué es lo preeminente, sublime o intemporal en esta obra surrealista, la belleza natural aunque deformada o la humana recreación partida y artificial pero permanente e inspirada?

Cuando el personaje sagrado de Tobías -piadoso, sufrido, fiel y virtuoso del Antiguo Testamento- se dirigiese desorientado y perdido por los tortuosos caminos de Mesopotamia, encontraría cerca del río Tigris a su necesitado salvador angelical. Y éste lo hace así para ayudar ahora en su vida a Tobías. Pero, sin embargo, Tobías no lo reconoce aún como un ángel dadivoso. Porque ahora su salvador divino -el arcángel Rafael enviado por Dios para salvarle- se oculta bajo una apariencia demasiado humana. Entonces le indica a Tobías el camino que deberá tomar y le aconseja incluso los usos medicinales de un pez del río para sanarse. El pintor francés Claudio de Lorena pintaría en el año 1640 su obra El Arcángel Rafael y Tobías. ¿Cómo fue capaz en tan temprana época de plasmar más la grandiosidad del paisaje que la de sus sagrados protagonistas? Aquí demostraría el gran paisajista Lorena la fuerza estética del entorno natural para con el Arte, algo especialmente aquí mucho más sensible o bello que cualquier otra cosa representada en su obra. Con eso quiso expresar el pintor la serenidad, la bondad, la infinitud o la verdad universal más sublime. Conceptos todos virtuosos que, junto al color o al horizonte del paisaje, reflejarán ahora así, más que otra cosa en la obra, toda la mística más ejemplar de ese relato.

(Obra del pintor surrealista René Magritte, El Dominio de Arnheim, 1949, particular, USA; Óleo El Arcángel Rafael y Tobías, 1640, del pintor paisajista Claudio de Lorena, Museo del Prado, Madrid; Cuadro La cascada de Kaaterskill, 1826, del pintor fundador de la Escuela del Río Hudson, Thomas Cole; Óleo del pintor de la misma escuela, Asher Brown Durand, Espíritus afines, 1849.)

11 de marzo de 2012

La realidad y la ficción en el Arte y en la vida, o el perfil ladeado de las cosas...



¿Qué cosa subyace en la ficción, una imaginada realidad aunque insoportable o grosera, o una belleza maravillosa y sublime inventada también pero deformada de cualquier realidad? Porque los bardos -poetas- de la Antigüedad griega supieron ya entender que la única forma de completar una narración embellecida era añadiéndole giros, tramas, dramas, matices o pasiones para tratar de subyugar a un lector ávido de emociones increíbles.  Háblame, Musa, háblame de aquel varón de multiforme ingenio que, después de destruir la sacra ciudad de Troya, anduvo peregrinando larguísimo tiempo...    Así comienza La Odisea, la obra clásica griega del inmortal Homero. Lo dejaría claro desde el principio el poeta: Háblame, Musa..., es decir, dime diosa inspiradora qué cuento, qué narro de aquello que pasó no sé dónde ni cuándo exactamente, sólo dímelo y lo escribiré después para que sea una obra inmortal, grandiosa, aleccionadora y casi creíble a pesar de los desvelos absolutamente inhumanos o imposibles de sus héroes. A pesar de que esos héroes se rodeen de monstruos imposibles, de esfuerzos increíbles, de recorridos anacrónicos o de vivencias desesperadamente insoportables.

Pero es que así es como construimos lo que recreamos en un relato escrito: primeramente con los personajes y actores necesarios ante la historia elaborada; luego con los que pasivamente la recibirán -los lectores-, con su propia interpretación subjetiva además de ese relato. Porque en todo relato inventado o imaginado hay un pacto tácito entre el ser que lo produce y el ser que acaba aceptando esa invención. El poeta británico Coleridge escribiría una vez sobre el pacto ficcional...   Por ejemplo, en una narración escrita el lector debe saber que lo que se le cuenta es una invención, algo imaginado por otro sin que por ello el autor le esté contado una mentira. El creador finge así que lo que ahora nos relata es una historia verdadera y los lectores aceptamos ese pacto. Fingimos así que lo que nos cuentan sucedió en realidad, que existió alguna vez o que pasó en verdad ese suceso relatado.

Pero, del mismo modo, los seres humanos en sus múltiples debilidades emocionales -los terribles celos, por ejemplo- deberían entender que la realidad, lo que no es ficción, lo que verdaderamente existe, no es lo que ahora están pensando, recreando o imaginando en su interior en el mismo momento en que ellos lo creen vivir. Porque no es así, es sólo una fantasía ficcional más. Fantasías que a veces pueden acabar fastidiando sus propias vidas y, de paso, lo que es mucho peor, la vida de los otros, de los demás. El pintor clasicista francés Pierre-Narcise Guerin (1744-1833) compuso a comienzos del siglo XIX dos grabados-bocetos muy curiosos sobre un mismo tema: los celos. En uno de ellos aparece la sombra de los amantes infieles proyectada en la pared ante la figura atormentada de una mujer engañada, algo que solo apenas ahora ella presentirá...  En el otro cuadro se observa la desesperación ante la imposibilidad de dejar de pensar o de creer en esa imagen fantástica y atormentadora..., aunque tan solo sea ahora una recreación ensombrecida de su mente, algo que ella, sin embargo, no podrá eludir ni evitar sentir desesperada.

(Óleo del pintor prerrafaelita John William Waterhouse, Boreas, 1903; Fotografía de la estrella de Cine mudo Gloria Swanson, 1919; Cuadros del pintor e ilustrador francés Pierre-Narcise Guerin, 1774-1833, Los Celos, dos ejemplos pictóricos y paradigmáticos de la fantasía imaginada, de hechos que parecen ser la verdad -la sombra de los dos amantes besándose-, pero que en realidad no lo es.)

6 de marzo de 2012

Como dos gotas de agua, como dos creadores alineados, unidos, separados...



En el otoño del año 1974 la poetisa norteamericana Anne Sexton abriría la puerta del garage de su residencia -en Weston, Massachusetts-, se subiría a su automóvil aparcado, se acomodaría por última vez en él, encendería la radio y, luego, por fin, giraría la llave del indiferente, paciente, asesino y cómplice motor...  Ocho años antes habría ganado incluso el prestigioso premio Putlizer por su obra lírica Live or Die... Pero su vida había sido muy dura desde antes, habíase convetido en una antesala desdeñosa, alienante, incompleta, desdibujada, desatinada o imposible de su existencia. Con veintiséis años sería diagnosticada de una terrible depresión. La Literatura fue entonces lo único que pudo mantener revestida ahora su alma, tenerla a cubierto, absorbida, lúcida o requerida para poder sobrevivir... Así hasta que la tozuda desnudez de su alma la traicionara, desleal e insostenible, una vez para siempre. En uno de sus más graves ataques psicóticos producidos en el año 1890, cuando Vincent Van Gogh se encontrara en el asilo de Saint-Paul-de-Mausole de la población de Saint-Rémy-de-Provence, su hermano Theo le aconsejaría ahora que viajara a París, con él, para que allí le pudiera atender el doctor Gachet.

Pero no le haría caso Van Gogh, y, aun así, por entonces, durante algunas semanas, sentiría ahora él revivir su alma y se entregaría a su pintura frenéticamente. Entonces, volvería a seguir... Pero, una noche del verano de ese año tomaría sus pinceles y su atril y se encaminaría hacia un campo solitario, indiferente ahora con él y estrellado por completo. Sin embargo, no sólo por entonces sus útiles de pintar se llevaría con él, también otra cosa acabaría llevando aquella fatídica y serena noche estrellada. Le acompañaría ahora un revólver, un arma mortífera que llevaría asida a su deseo. Según parece, se apuntaría a sí mismo y, a sí mismo, se dispararía... bajo un cielo inspirador en otras veces. Moriría al día siguiente, junto a Theo, que solo pudo oírle decir, serenamente: La tristeza durará por siempre..., y hacia el final del todo mencionaría débilmente: deseaba morir así. Dos seres desesperados de la vida, dos creadores unidos en el infinito por la inspirada emoción de lo incomprensible, de lo desgarradoramente incomprensible. Dos creadores que con su vociferante y apaciguadora fuerza interior depusieron ambos su aliento de la enrevesada, vasta, sin sentido y desolada superficie de lo humano. Y lo hicieron además con lo único, tal vez, que podría justificar siempre todo entre sus insufribles vidas desoladas: con su salvadora, aguijoneante y sublime creación inspiradora.

Poesía La noche estrellada, de la poetisa norteamericana Anne Sexton (1928-1974):

La ciudad no existe
salvo allí donde un árbol de pelo negro
se remonta como una mujer ahogada hasta el cielo encendido.
La ciudad está en silencio. La noche bulle con once estrellas.
Oh, noche estrellada... Así quisiera
yo morir.

Se mueve. Todas están vivas.
Hasta la luna se hincha
en sus grilletes anaranjados
para apartar a los niños, como un dios, de su ojo.

La vieja serpiente invisible engulle las estrellas.
Oh noche estrellada...
Así quisiera yo morir:

bajo la impetuosa bestia del nocturno manto,
succionada por ese dragón inmenso, para separarme
de mi vida sin bandera,
sin vientre,
sin llanto.


(Extraído y traducido gracias al blog Up Pictura Poesis)


(Óleo del pintor Vincent Van Gogh, Noche estrellada, 1889, Museo de Arte Moderno de Nueva York.; Retratos de la poetisa norteamericana Anne Sexton y del pintor holandés Van Gogh.)

3 de marzo de 2012

La mixtificación del destino y los caminos azarosos, algo voluntario, encontrado y decidido.



Elegir es, verdaderamente, el único destino real del ser humano. Lo hacemos siempre, aun cuando no creamos estar haciéndolo.  Es como cuando vamos por un camino elegido por conocido de antes, pero que éste ahora nos dirige, ajeno y caótico, hacia un lugar inesperado y distinto. Porque generalmente caminamos por senderos existentes, conocidos de antes, pero desconocidos ahora por ser nuevo para nosotros. Un sendero entonces aturdidor por momentos, ansioso en otros, pero ignorado ahora del todo por desconocer hacia dónde nos dirija su camino. Pero, sin embargo, es este ahora  el camino elegido, sólo éste el que, ahora, hemos elegido sin saberlo. Porque a veces no elegimos sino la dirección, es decir, la orientación hacia dónde la brújula indique su demora, pero nada más. Nunca sabremos el destino real y definitivo, ese concreto o ese querido -por elegido acaso de antes- pero que, luego, posiblemente será muy distinto al final. Otras veces sí sabemos adónde nos llevan las pisadas o huellas utilizadas de antes. Aunque éstas ahora no nos prometan nada, ni sirvan siquiera para regresar o para volver a retomarlas. Pero es que lo único importante es el camino en sí. Lo importante es andar, caminar e ir hacia adelante, hacia un final que aún no existe pero que es el que, definitivamente, acabará siendo luego.

En todos los senderos vitales elegidos hay siempre, existe de hecho, una justificación absoluta para admirar, para recordar, para desear, para enmendar, para..., ¿qué más da? Lo seguro es que todos los caminos nos dejarán surcar sus rémoras y disquisiciones: nos maltratarán a veces y otras hasta nos maravillarán. Cualquier elección será valiosa en sí misma porque cualquier elección elegida será la perfecta. Porque elegir es lo mismo que vivir, y, si vivir es algo perfecto, elegir también lo es. Elegir es lo que hacemos siempre, aunque a veces creamos no hacerlo al no elegir. Pero, ¡no nos engañemos!, nada de lo que elijamos finalmente será aquello que entonces, antes, queríamos ilusionados. Quizá porque nada de lo elegible fuese algo que nos mereciéramos. Recorrer el camino, llegar al cruce, mirar a ambos lados, ¡y elegir!, esto es todo lo que nos pide la encrucijada de la existencia. Porque luego, cuando hayamos elegido, sólo habrá que caminar y caminar. Es tan simple, bendecido, extraordinario, alentador o natural como eso. Porque cualquier sendero ocultará siempre sus singladuras y traviesas, sus curvas y sus afanes, tras la sombra de algún recodo incómodo, traicionero o deslumbrante. Todos los caminos ocultan sinrazones, todos también esperpénticas bajadas y sinuosas subidas. Todos nos cansarán o nos acomodarán, nos amarán o nos decepcionarán. ¡Qué más da! Lo único importante es que nos sirvan para vivir o que nos ayuden de algún modo -muchas veces oculto- a vivir lo inesperado. Porque todos ellos nos sirven para descubrir, para acudir o para sentir... Para sentir, finalmente, que hemos, alguna vez, elegido.

(Cuadro Camino y colinas con castaños, 1978, del pintor español Godofredo Ortega Muñoz; Óleo Orillas del Marne, 1864, del pintor impresionista Camille Pisarro, Escocia; Pintura de Paul Cezanne, Camino Forestal, 1906, USA; Óleo de Vincent Van Gogh, Camino de Montmartre, 1886, Amsterdam; Cuadro de Dalí, El camino a Port Lligat, 1923; Óleo Camino a Louveciennes, 1870, del pintor impresionista Monet, Particular; Pintura del pintor estadounidense Edward Hopper, Carretera en Maine, 1914; Cuadro del pintor español Godofredo Ortega Muñoz, 1905-1982, Cruce de Caminos, 1980)

1 de marzo de 2012

Los cuatro estados físicos de la materia o los cuatro estados especiales de la vida.



Cuando la joven Agnes -santa Inés- descubriera la fe de Cristo en la antigua Roma, la persecución de los cristianos era por entonces -siglo IV- especialmente dura y trágica. Pero, para esta bella adolescente impresionable y decidida no hubo otra cosa más que aquel deseo ferviente y poderoso. Su acción rebelde sería contestada hasta por uno de sus pretendientes, el hijo orgulloso del prefecto de Roma. Denunciada y apresada, no pudo evitar el martirio y la muerte. Su providencial castidad sorprendió cuando fue llevada como castigo a uno de los peores prostíbulos de Roma. Allí permanecería virgen milagrosamente. Siglos después el día de su festividad -21 de enero- se establecería como tradición núbil para las jóvenes que abrigaban el deseo de encontrar pareja. Así que en su víspera debían encerrarse en su dormitorio, desnudarse y acostarse boca arriba. Luego, con las manos ocultas tras de la almohada, dejar que el sueño anheloso vagara por su mente hasta completar el deseo. Un deseo que se vería cumplido al amanecer.

El poeta inglés John Keats compuso en el año 1819 su obra lírica La víspera de Santa Inés. Relataba la leyenda de Magdalena y Porfirio, amantes clandestinos que aprovecharon la famosa víspera de Santa Inés para huir juntos. Cuando todos estaban borrachos o dormidos ellos escaparon para siempre. Los pintores prerrafaelitas comenzaron su singladura artística a partir de una obra que pintó uno de sus primeros miembros, William Holman Hunt. En ese lienzo se observaba la famosa escena medieval de la huida de los amantes relatada por el poeta Keats. Por aquellos años, mediados el siglo XIX, uno de los críticos más singulares de Inglaterra, John Ruskin, alabaría el ideario prerrafaelita y sostendría además la teoría cultural con la que esos pintores se apoyaron para prevalecer. Uno de sus primeros miembros lo fue John Everett Millais, muy admirado por su amigo Ruskin. Ambos viajaron juntos por Italia para adentrarse en las clásicas e inspiradoras fuentes de su medieval tendencia.

John Ruskin se acabaría casando con la joven y bella Effie Gray (1828-1897). Sin embargo nunca llegaron a consumar su vano e inútil matrimonio. Al parecer, él no pudo contener su negado íntimo desprecio hacia ella, aunque, a cambio, la respetaría y adoraría especialmente. Ella sufriría mucho en aquellos años de matrimonio hasta que conoció a Millais, el amigo de su esposo y admirado pintor prerrafaelita. Seducida por un amor incipiente conseguiría Effie Gray por fin anular su enlace y unirse con su deseado amante pintor. Años después Everett Millais se acordaría del lienzo que su colega Holman pintase de la tradicional leyenda. Así que ahora, inspirado íntimamente, compuso Everett Millais su obra La Víspera de Santa Inés.  En el relato poético de Keats la protagonista -Magdalena- lleva a cabo la tradición festiva de lo que el sortilegio milagroso prometía acontecer. Y el pintor prerrafaelita recrea en su obra simbólicamente a su propia amada de entonces -la esposa de Ruskin- en un dormitorio victoriano.

Se inspiraba el pintor en el recuerdo cuando deseaba lo mismo que ella pero sin atreverse ambos a hacer nada. Como describía el poema romántico, la joven fue espiada por su amante antes de que pudiesen reconocerse como tales. Y así es como Millais la pinta a ella, observada desde el mismo lugar relatado por Keats en su poema. Se sitúa ahora ella sola ante el espejo del dormitorio y comienza a desvestirse. Pero sólo sus hombros relucen sombríos ante la penumbra de la grandiosa habitación dividida. Porque parte de la estancia se vislumbra ahora desde el deseo de una mirada furtiva y oculta en la penumbra -el pintor que la observa escondido-, y parte desde el luminoso y esperanzador anhelo de ella reflejado ahora en su regazo.    En Física se describen cuatro estados de la materia, los llamados estados de agregación física donde la materia conocida cambia a otro estado según incorpore, o no, elementos de esa misma materia transformada. Son los estados líquido, sólido, gaseoso y plasmático. La transformación es absoluta y pasará la materia de ser una cosa a ser otra cosa distinta.

Algo interviene entonces en la materia, algo que está en la propia naturaleza de las cosas y en la naturaleza del ambiente. Y así, de ese mismo modo, sucederá tal vez en la vida de los seres... Porque hay también en los seres humanos un estado germinal, inicial, individual, absoluto y único, el cual no precisa nada más que ser para existir. Pero ese mismo individuo, situado en un medio ambiente imprevisible o caótico, pasará a estar vulnerable al cambio, solícita y perturbadoramente además. Y lo está de un modo igual a la materia física en el Universo: aleatoria, transformable y agregable. Podemos entonces los seres humanos pasar de la individualidad, que es un estado absoluto, suficiente, propio y merecedor -del cual menos ya no podemos existir-, a lo dual, a lo doble, al estado de pareja. Cambia ahora el estado y así cambia también el deseo y la vida del individuo. Y seguirá... Porque también hay un posible cambio a tres, al estado trío. Aquí se produce ahora una agregación inestable, pero que, a veces, es también algo latente en el ser. Es la necesidad ahora de demostrarse, inconscientemente, que lo de antes -el estado dual- debe existir en cualquier caso esté o no esté ahí -visible- el tercero verdaderamente. Más adelante se llegará incluso al cuarteto..., y de ahí aún es posible ir a más. Así deambulan los seres por el mundo y así se desarrolla la historia vital de sus estados personales.

Podemos entonces pasar de un estado a otro, podemos saltar o combinarlos; lo seguro es que cambiaremos nuestra íntima estructura vital con ello, como sucede, por ejemplo, en el ámbito de lo físico. ¿Es esto algo inevitable?, ¿es algo siempre necesario? ¿Se puede decir ahora que el agua, el agua que recorre transparente y fértil el cauce de los vívidos ríos, no puede ser agua líquida, solo líquida -en este estado físico-, por siempre? No y sí, ya que, sin ese cambio de estado, sin cambiar el agua a vapor o a sólido, no podría existir la vida siquiera. Esto es así, inevitablemente. Aquélla -el agua- debe evaporarse alguna vez en su transcurrir vital y, luego, solidificarse otra, sin esto no habría atmósfera ni clima ni vida. Sin embargo, nunca jamás concebiríamos ésta -la vida- sin la maravillosa, ágil, acomodaticia, incolora y única bella forma líquida del agua...

(Óleo La Víspera de Santa Inés -estado individual-, 1863, del pintor prerrafaelita John Everett Millais, Colección particular; Cuadro del pintor adscrito a la hermandad Nazarena -pintores románticos alemanes rebeldes que volvían al ideal medieval-, Franz Pforr, Regreso a casa por la noche -estado dual o de pareja-, 1808; Lienzo del pintor Eugéne Delacroix, El duque de Orleans mostrando a su amante -estado trío-, 1826, Museo Thyssen, Madrid; Óleo Poco después de la boda -estado a cuatro, cuarteto o multitud-, 1843, del pintor William Hogarth, National Gallery, Londres.)

29 de febrero de 2012

La expresión de lo absurdo puede ser una sutil forma de belleza artística.



Iván IV de Rusia (1530-1584), más conocido como Iván el Terrible, fue el primer gran zar de la Rusia moderna. Con él el estado ruso ampliaría sus fronteras medievales y organizaría una administración más centralizada. Aunque también tiranizaría al pueblo bajo su poder con la mayor crudeza entonces conocida. El pintor ruso Iliá Repin (1844-1930) consigue plasmar esa Rusia histórica en sus obras combinando un realismo académico, colorista y profuso con una excelente dramaturgia social y psicológica muy efectista. En su óleo Iván el Terrrible y su hijo, el pintor ruso fue capaz de componer una obra realista tanto en un sentido histórico como antropológico. Porque se observa ahora como un padre, el zar Iván, auxilia, con el rostro destrozado de dolor, al príncipe heredero -también llamado Iván- ante su cuerpo abatido, sangriento y moribundo. Lo abraza ahora contra su pecho tratando de detener la muerte inevitable y absurda de su hijo. La escena es tan realista que los gestos y heridas nos abruman ante el drama confuso de lo que acaba de suceder. Porque es su heredero, su favorito regio, lo mejor de sí mismo, lo que ahora sostiene entre sus brazos; lo que podría prevalecer luego de que él desaparezca. Pero, ahora, sin embargo, todo se ha acabado para siempre. Y sostiene Iván a su hijo malogrado de rodillas como pidiéndole a su Dios que no le deje morir, que le perdone, que no termine así con sus deseos. Pero el hijo está ya exánime, aturdido, incomprendiendo además por qué su padre le acoge así, tan compungido y amable, sin dejar que su vida ahora se le escape para siempre. ¿Cómo es posible?, debe preguntarse el hijo moribundo, ¿cómo es posible que no lo hubiese querido antes? Porque ha sido su propio padre el que, un momento antes, le había golpeado ciego de ira y rencor despiadado. No es esto lo que parece, sin embargo, expresar ahora el pintor en esta excelente representación realista. No obstante, esa fue la realidad -absurda- de lo que entonces sucediera.

Otro pintor realista, el estadounidense Winslow Homer (1836-1910), fue también de los que con sensibilidad y sutileza expresaría en sus obras el sentido de la contradicción o de lo absurdo de la vida. Con un fondo de naturaleza salvaje expone a los seres humanos cerca del abismo, a la vez que los muestra ahora lejos de las propias emociones que ese abismo suponga. En su pintura Al Rescate sitúa a dos mujeres y a un hombre en la escena confusa. Los tres se dirigen a un lugar que se ignora y no aparece claro en el cuadro. Parece una playa ese lugar, aunque las raras olas nebulosas de la orilla inhóspita no lo sugieren para nada. Pero además es que no se mueven ahora las mujeres..., o parece que se mueven lentamente. El hombre, sin embargo, sí avanza ahora más deprisa. ¿Qué significa todo eso?, ¿por qué ellas están casi detenidas, si incluso están más cerca del motivo acuciante, pero invisible, de la escena? No hay respuesta, el autor no lo despejará. Somos nosotros, los espectadores, los que ahora deberemos deducirlo. Y es que vamos a veces por la vida así, descompasados, desorientados, ciegos, ridículos casi, por el sendero de un destino inapreciable y misterioso. Por que o nos dirigimos por la vida con un impulso primitivo y solidario o, a cambio, con nuestra infinita y solitaria curiosidad más decidida.

Es como en su otra obra El Vendaval del año 1893, donde Homer representa a una madre con su pequeño hijo al lado ahora justo de un abismo. Una mujer camina ahora tranquila por la orilla peligrosa de un mar embravecido, sin embargo, no está ahora aturdida ni asombrada, sólo sostiene firme y segura a su pequeño en sus brazos. No abandona el lugar ni desea alejarse ahora de ese terrible peligro. Sólo la mirada de ella se fijará, detenida, ante el fenómeno natural como si de una belleza irresistible se tratara... La mirada del pequeño se dirige ahora hacia nosotros, hacia los que miramos, sorprendidos, el cuadro. Nos mira como queriéndonos advertir de algo que ni él mismo comprende, como deseando el pequeño, inconscientemente, tan solo querer alejarse lo más pronto de ahí. El gran creador prerrafaelita John Everett Millais (1829-1896) compuso en el año 1856 una impactante, asombrosa, bella y alentadora obra misteriosa, La muchacha ciega. Ante un paisaje grandioso, producido justo después de un fuerte aguacero, una joven de espaldas a ese paisaje parece presentir, sin verlo, un extraordinario arco iris en el cielo. Un fenómeno ahora que ella, sin embargo, no ve ni ha visto nunca. Pero hay cosas que sí le permitirán a ella ahora entrever lo sucedido. Sus manos, por ejemplo, palparán la húmeda hierba; su olfato percibirá la información que su cerebro necesite ahora para diseñar la imagen que compondrá su mente avivadora. Hasta el aleteo imperceptible de una mariposa -que se aprecia apenas en el cuadro- le indicará que ha escampado lo bastante y que no lloverá más. Su acompañante y lazarillo, la niña de espaldas a nosotros, necesitará, a cambio, girarse ahora para poder ver el maravilloso y bello fenómeno atmosférico. Porque para esta pequeña es justo ahora, a cambio de la joven ciega, la visión de ese arco iris lo único que en el mundo pueda disponer para percibir belleza...

(Óleo del pintor Winslow Homer, Al Rescate, 1886; Cuadro del pintor ruso Iliá Repin, Iván el Terrible y su hijo, 1885, Moscú; Obra del pintor español actual Dino Valls, Autorretrato, donde al parecer la propia modelo se autorretrata, ¿cómo lo hace, construyéndose o autodestruyéndose?; Óleo La muchacha ciega, 1856, del pintor John Everett Millais, Birmingham, Inglaterra; Cuadro de Winslow Homer, El Vendaval, 1893; Extraordinario óleo del pintor ruso Iliá Repin, ¡Qué Libertad?, de 1903, donde una pareja baila, ¿segura?, pensando que son ahora libres en medio de las traicioneras y tiránicas aguas del río Neva.)

25 de febrero de 2012

La inútil búsqueda inevitable, o quizá el único sentido sea no hallar nunca nada.



El gran compositor Franz Liszt creó en el año 1851 un poema sinfónico donde narraba la historia de un noble héroe ucraniano, Iván Mazepa (1639-1709). Este famoso cosaco tuvo la osadía de enamorar a una bella noble polaca, país enemigo de Ucrania. Por la terrible afrenta cometida -no hizo sino ultrajarla para los polacos-, sería atado desnudo a un caballo salvaje que, perseguido por lobos, no pararía de correr hasta llegar a Ucrania. Los románticos de principios del siglo XIX lo tomaron como modelo de obras desgarradoras donde la pasión, anudada a la fiereza, fuera un ejemplo expresivo de la violencia de la vida. El pintor francés Horace Vernet lo demostraría en su obra Mazepa y los lobos, una imagen que, como metáfora del inútil deseo -no podemos hacer nada por evitarlo-,  representa la fuerza poderosa de lo que nos arrastra -el caballo sin gobierno- junto a la fuerza monstruosa de lo que nos amenaza (los lobos asesinos). Y es así como nada podemos hacer, ni siquiera evadir la mirada de lo que nos persigue por donde, sin querer, nos lleva. De ese modo, atados a nuestra necesidad, desbocados por nuestras pasiones, dirigidos sin decidir, acabaremos llegando donde no queríamos llegar...

Es como la permanente vuelta de las cosas, de los momentos repetidos, o de las sinfonías azoradas, agotadas también de tanto oírlas. Porque volveremos otra vez a lo mismo, sin saber siquiera que lo hacemos, sin tener ninguna sensación que nos haga pensar que algo nos lleve, por fin, a nuestro destino. Pero no es así, volveremos a recorrer de nuevo toda la trayectoria repasada de la vida. ¿De cuál vida?: de la repetida de siempre. Es como la rueda de una fortuna imaginaria que no tiene fin, ni principio. Y, sin embargo, a ella nos aferramos siempre, sin quererlo también, porque siempre vuelven a anudarnos los deseos, los intentos, los fracasos, los si acaso, los porqués no, los volvamos de nuevo, o los así ahora lo haremos mejor... En el siglo XII se iniciaron en la Literatura las leyendas de héroes buscadores de un ideal imposible. En una de esas leyendas se basó un medieval escritor francés, Chrétien de Troyes, para narrar la conocida obra del Santo Grial. Había que conseguir establecer entonces una meta imposible, un conjuro universal y sagrado por el cual unos caballeros lo dieran todo, incluso su vida, hasta llegar a conseguirlo. ¿Y qué mejor motivo que la ambivalente sangre de Cristo, algo tan legendario y divino, tan poderoso y tan humano? Pero lo que a esos caballeros-héroes les motivaba sobre todo era la búsqueda de algo muy especial, un ideal muy elevado e imposible, algo por lo que a ellos les mereciera la pena vivir o morir.

Así se acabaría enfrentando Perceval, el mítico caballero artúrico, a las calamitosas y duras escaramuzas de su aparatoso destino. Un lugar donde fluiría el camino hacia la inútil e imposible conquista inconsistente... Inconsistente porque, ¿quién podría encontrar algo así, tan sagradamente inexistente, en esta Tierra de mortales? Pero como en todas las leyendas imposibles, sí había un caballero, otro héroe artúrico, Galahad, que lo llegaría a conseguir entusiasmado. Este caballero fue recompensado entonces elevándose sobre los demás humanos y sobre la Tierra misma, para terminar desapareciendo en brazos de lo sagrado, de lo angelical -algo absolutamente inhumano, del todo inexistente- para, a través de una esfera diferente y celestial -imposible regresar para contarlo-, alcanzar llegar por fin a ese destino anhelado. Porque sería únicamente de este modo como lo no encontrado, lo que es imposible hallar desde el ámbito de lo terrenal, podría ser descubierto: dejando ahora los rasgos humanos que nos animan a buscarlo.  Es decir, dejando la propia existencia terrenal, lo único que les obligaría a esos seres a sentir, insistentemente, la desquiciada, poderosa y obsesiva tentación más humana de lo imposible.

(Óleo del pintor Horace Vernet, Mazepa y los lobos, 1826, Museo de Bellas Artes de Avignon, Francia; Cuadro El caballero del Santo Grial, 1912, del pintor Frederick Jubb Waugh; Lienzo del pintor Jean Delville, Parsifal; Óleo del pintor Edward Burne-Jones, La rueda de la Fortuna, 1883, Museo de Orsay, París; Cuadro La rueda de la Fortuna, 1940, de Jean Delville; Cuadro del pintor William Blake, El torbellino de los amantes, 1824.)

23 de febrero de 2012

El propio sentido de cada cosa, su necesidad, su inferioridad o su importancia.



Todas las cosas tienen su necesidad de ser en este mundo, todas. Disponen todas de sentido por el hecho único de ser, de existir, aunque no sean imprescindibles, únicas o relevantes para entender el todo caótico, inmensurable, devastador o despiadado que es el universo. Entonces, ¿cómo se sostiene que algunas cosas no tengan ningún sentido para algunos seres? ¿Qué las hace diferente para otros?, y ¿por qué causa es así esa sensación que produce? Es como en el Arte, toda creación artística es especial en cada escena o en cada expresión de lo que su autor hubiese querido realizar desde su modo de combinar tonos, líneas, sombras, trazos, curvas, contrastes o luz.  Pero, ¿nos llegará a todos esa luz del mismo modo? Porque es la luz y no otra cosa lo que nos permitirá ver la escena artística realmente. El pintor la dibujará con colores cálidos o con la fuerza de tonos ajenos al negro, lo que nos llevará a distinguir o comprender mejor lo que veamos. Pero, la verdad, es que ahí, en cualquier obra de Arte, no hay ninguna luz realmente. No existe en el cuadro ninguna energía o cosa intrínseca que, de por sí, genere luz para la obra. Esa virtual energía que aparenta ser luz en el lienzo sólo es un reflejo inerte que mantiene lo que ahora está latente; algo que, luego, cuando la verdadera luz alumbre sus contornos moribundos, entonces, viva poderosa.

La flauta mágica fue una ópera estrenada por Mozart dos meses antes de él morir, en septiembre del año 1791. La historia o manuscrito dramático de la obra musical fue escrita por otro vienés, un libre pensador y masón que utilizaría su pasión teatral para reflejar los principios sociales en los que creía. Uno de los personajes principales de esa ópera es la reina de la Noche, una mujer que manipulará a los demás seres para conseguir así sus propósitos maliciosos, oscuros e inconfesables. Tiene una hija, la princesa Pamina, una bella joven que, iluminada y decidida, se marchará enamorada con el rey Sarastro, un personaje antitético de la reina nocturna. Porque esta reina perversa cree ahora, equivocada, que la princesa había sido secuestrada por el rey, o, mejor, prefiere pensarlo así. Para recuperarla idea una maquiavélica situación: buscará a un príncipe, Tamino, para que él recupere a la díscola princesa seduciéndola amorosamente. Es ahora la metáfora de la lucha de las tinieblas contra la luz. La oscuridad no puede nunca vencer por sí sola ningún obstáculo iluminado, tiene que requerir los esfuerzos más emocionales o los subterfugios más deshonrosos para poder vencer a la luminosidad de la verdad, de la sabiduría o de la vida.

Confundidos andamos a veces sin saber qué cosa nos destinará la vida en el contorno de nuestra azarosa existencia. ¿Qué color divisaremos a cada momento de nuestra realidad cambiante? ¿Qué escenario recreará así nuestra sensación más recordada o vivida? ¿Qué elemento nos atará a nuestro único sentido existencial, ese que creeremos entonces es nuestra única decisión vital más poderosa? Pero la mayoría de las veces, si no todas, sólo es ahora una necesidad superior a nosotros, una contingencia más elevada de la vida, lo que nos apremie a veces de un modo grave, incomprendido o detestable a elegir... Porque podemos pasar de un escenario vital a otro distinto, del mismo modo a como podemos pasar de ver un cuadro a otro diferente. Y todo eso no nos hace variar en nada la esencia de lo que somos, tan sólo alcanzaremos, si acaso, a distinguir mejor las distintas tonalidades de la vida, a compararlas mejor con otras o a valorarlas también por el contraste. Cada cosa artística tiene siempre su propia valía. No es que no sean nada, o poco, no, todas las cosas artísticas han nacido de los mismos colores y de los mismos gestos deseosos de genialidad. Porque los colores reflejarán la misma luz que ilumina a veces la misma belleza dormida. La misma luz que ilumina también un escenario insulso, aséptico o convencional, poco alegre o poco estimulante; también la que descubra la lacerante, odiosa, incomprensible y oscura realidad. Pero, a su vez, será la misma luz que asombre ante la más fervorosa alegría de un acorde excelso de belleza.

Cuando el pintor, ilustrador y poeta Edward Lear (1812-1888) quisiera recorrer el mundo para plasmar los escenarios exóticos como los simples, compuso una vez el paisaje mortecino, agreste, solitario y sin vida del desierto de la antigua Palestina. Pintaría en el año 1858 su lienzo Masada. Un lugar que representa una zona montañosa cerca del mar Muerto. Una zona que fuera devastada por los romanos en el siglo I cuando los judíos se refugiaron ahí para poder resistir al imperio. Pero en el paisaje pintado de Lear aparece ahora solo una elevada cima desnuda parcialmente iluminada. En ese limitado paisaje el plano de la montaña es más cercano al espectador y el infértil mar palestino el menos. Casi todo es monocolor en la obra, desérticamente anaranjado y muerto. Pero hay ahí, sin embargo, otra luminosidad que embriaga ahora, una luz ambigua cuyas sombras todavía poseen parte del esplendor efímero que antes tuvieran. Porque debe ser que la luz diurna no domine del todo y esté inclinada ahí para nacer o para morir. Pero no hay nada más ahí representado, hasta el cielo padece ahora con la falta de vida que refleje su cénit así como con la misma inexistencia que el propio escenario expanda hasta el último rincón de lo que encuadre. Dos años después Edward Lear pintaría un paisaje totalmente diferente, distinto ahora por completo, en su Inglaterra natal. Porque ahora sí es aquí la vida, la feracidad de la vida y sus verdes colores brillantes, lo que más se destaque y aprecie en el paisaje. Su maravilloso cielo azul y su escenario calmado se verán ahora con una luz distinta a la de antes, una luz donde las sombras no abrumen ahora sino que sólo formen parte armoniosa de esa luz. No habría cambiado más que la latitud geográfica en esta obra, pero, sin embargo, todo es ahora completamente diferente y opuesto a la otra. ¿Lo es realmente, o, con esa luz inexistente, tan sólo ahora lo parece?

(Pintura de Edward Lear, Masada y Mar Muerto, 1858; Lienzo del pintor Edward Lear, Paisaje de Nuneham, 1860; Óleo del pintor Henri Fantin-Latour, Reina de la Noche, 1896; Cuadro Destino, 1971, del pintor español Manuel Ruiz Pipó; Óleo del pintor Sascha Alexander Shneider (1870-1927), La emoción de la dependencia, 1900?; Cuadro Otoño en el río Támesis, 1877?, del pintor victoriano francés James Tissot.)

17 de febrero de 2012

La interpretación de otra realidad y el eco de su reflejo más personal: la subjetividad y el Arte.



La parábola del Buen Samaritano se describe en el capítulo diez del libro de Lucas el evangelista. En ese versículo se dice que un hombre fue atacado y herido por unos ladrones camino a la ciudad de Jericó. Pero que por allí mismo pasarían luego un fariseo y un levita, ambos personajes muy relevantes social y religiosamente en el Israel de entonces. Sin embargo, ambos no hicieron nada por ayudar al herido dejándolo de lado y sin reparar en él. Poco más tarde un samaritano -un miembro de una secta herética hebrea de entonces, por lo tanto menos relevante y menos respetado socialmente- fue el que se detendría, le atendería, le tomaría entre sus brazos y le subiría a su propia cabalgadura para salvarle la vida. El mensaje aquí es profético: no hay mayor sorpresa (por tanto algo ajeno a la realidad cotidiana conocida o a lo más esperado) que aquella que se deriva de lo que se supone que algo va a responder según sus características o naturaleza pero que, sin embargo, no lo hace así. Porque aquellos hombres prominentes de Israel, aquellos seres que representaban el modelo social (el levita y fariseo) no fueron y no hicieron lo que se esperaba de ellos en un caso como ese. No reaccionaron como debían haberlo hecho. Esto sólo fue llevado a cabo por el que menos se esperaba que lo hiciera, el ser marginado social y religioso, el falsario, aquel que su realidad cotidiana no correspondía con lo que, finalmente, sí él hizo.

Cuando el pintor Vincent Van Gogh tuviera una de sus crisis psicóticas en el año 1890, que acabaría durándole algunos meses -pocos, pero que no le impedían seguir expresando su creatividad-, no pudo, sin embargo, recorrer por entonces los maravillosos campos luminosos y multicolores del mediodía francés para inspirarse. Fue así como tuvo entonces que elegir imágenes compuestas por otros creadores, unas láminas reproducidas de otros artistas para poder seguir plasmando así, en un lienzo colorista, toda esa necesidad interior que tanto sufriría el más famoso pintor malogrado. Eligió entonces una reproducción de un cuadro de Eugene Delacroix, El Buen Samaritano, un lienzo pintado por este pintor romántico francés en el año 1850. Van Gogh debía ahora crear lo mismo..., Pero, sin embargo, lo que hizo lo hizo ahora con toda su propia creatividad más genuina. Admiraba a Delacroix, quería homenajearlo, pero no podría pintar como él. Fue de ese modo como Van Gogh idearía confeccionar entonces una imagen reflejada -especular-, casi exacta, del colorista autor romántico francés. Fue, por tanto, un reflejo especular buscado de aquel otro cuadro de Delacroix lo que Van Gogh compuso con su El Buen Samaritano después de Delacroix, obra del año 1890.

El semiótico italiano Umberto Eco escribió una vez: El espejo es un instrumento fiable que no traduce la realidad sino que la duplica a través de la reflexión de la luz. Pero la luz puede a su vez también ser reflejada ahora con un ángulo más inclinado, con un ángulo que cambie así sus ondas perpendiculares y las distorsione de tal modo que transforme el brillo, la textura, el trasfondo, el perfil y hasta el sentido opuesto de una imagen cualquiera. También su color... Y es todo eso lo que consiguen los grandes creadores cuando intentan alcanzar duplicar con su Arte sus homenajes a otros artistas. Porque no se obtiene una realidad de la misma realidad, es decir, lo mismo que se espera de ésta en su reflejo fiel; no, lo que ahora se obtiene es otra realidad diferente de la misma realidad ahora transmutada. Lo que los artistas consiguen es otra cosa diferente de lo mismo. Por lo que, con ella, no nos explicarán ahora nada de la realidad de antes, ni nos harán sentir, exactamente, lo mismo de antes: ¡tan sólo nos sorprenderán!

De igual forma el pintor francés Paul Cézanne quiso, seis años después de haberlo realizado su autor original, sorprendernos con una representación de la obra Olimpia de Manet, una creación realizada en 1863. Este genial pintor preimpresionista consiguió por entonces escandalizar al público parisino con su obra Olimpia, un lienzo donde una prostituta sofisticada está recostada grandiosamente en su salón como si de una diosa griega se tratara. Sin embargo, Cézanne tiempo después, en un alarde muy revolucionario -como su Arte reflejaría más tarde en uno de los cambios más decisivos de la historia artística-, plasmaría su Olimpia Moderna también reflejada ahora especularmente. Pero no se conformaría el pintor tan sólo con eso. Cézanne lo revolvería aquí todo con su nuevo Arte, lo cambiaría todo y lo transformaría todo radicalmente. Incluso, para dar ahora un mayor motivo de sorpresa, aparece él mismo sentado frente a su Olimpia moderna mirando el propio espectáculo que recrea el pintor postimpresionista.

¿Qué hace que la realidad sea o no sea un reflejo veraz de lo que vemos? ¿Es una interpretación real de lo que vemos aunque sea a veces una duplicación deformada de lo existente? ¿Conseguiremos entonces traducirla verazmente? Porque los creadores nos demuestran que lo que vemos y lo que entendemos con ello luego son dos cosas diferentes. Algunas veces no percibimos realmente -no así exactamente- lo que ahora vemos. Nuestros prejuicios, como aquel juicio evangélico de lo que se espera de algo, nos altera ahora la realidad según nuestro particular sentido de lo que vemos. El lago franco-suizo Leman, famoso por ser el más grande lago de Europa Occidental, ha sido reflejado en lienzos artísticos a lo largo de la historia del Arte. Desde su lado suizo, desde la población de Chexbres, el pintor simbolista Ferdinand Hodler realizaría una vez su fijación artística en una obra expresionista, Lago Leman del año 1905. Con su propia interpretación plasmaría entonces el pintor simbolista la imagen del magnífico paisaje lacustre alpino. Pero, para ese momento el creador suizo hizo su propia imagen de aquello que él veía. ¿Qué pintó realmente? ¿Era el lago Leman en verdad lo que él pintara, o el lago, su reflejo en un lienzo, fue tan sólo entonces una mera excusa artística?

(Óleo del pintor Vincent Van Gogh, El Buen Samaritano, después de Delacroix, 1890, Holanda; Cuadro del pintor romántico francés Eugene Delacroix, El Buen Samaritano, 1850; Óleo de Manet, Olimpia, 1863, Museo de Orsay, París; Obra del pintor neoimpresionista Paul Cézanne, Olimpia moderna, 1869, Particular; Fotografía del Lago Leman desde Chexbres, Suiza; Óleo del pintor Oskar Kokoschka, Lago Leman con barco de vapor, 1957; Cuadro El lago Leman visto desde Chexbres, 1905, del pintor Ferdinand Hodler.)