15 de octubre de 2020

Van Gogh en Rubens o la esperanza cósmica trazada una vez sobre las oscuridades terroríficas de un sueño.


 La Pintura barroca de Rubens tuvo una vez la oportunidad de mostrar toda la crudeza que el Arte pudiera expresar en un cuadro. Porque en esa obra estaba la representación de un mito constituyente y también la fuerza incontenible de un maleficio despiadado, sangriento, cruel y mortífero. ¿Cómo pudo Rubens atreverse a hacer algo parecido? Es de reconocer la temeridad y el valor artísticos que el pintor flamenco tuvo entonces. Pero era un mito grecolatino fundamental y él un gran pintor para poder expresarlo. El escritor romano Ovidio lo contaba ya en su compilación de mitos y leyendas. Saturno, el primordial dios romano, fue un asesino porque había sido asociado desde hacía tiempo al maléfico dios griego Cronos. Pero, sin embargo, había sido una traslación mítica desafortunada ya que la mitología romana no había ideado nunca tamaña maldad para ninguno de sus dioses. El mito griego sí, Cronos fue un titán poderoso que se hizo dueño del mundo mutilando incluso a su padre Urano. De esta mítica mutilación surgiría Afrodita, la diosa de la Belleza griega. Pero no se conformaría Cronos con ser dueño del mundo, desearía serlo también de todo el universo. Para ello debía realizar un pacto con los demás titanes poderosos. Ese pacto le daría el poder máximo en el cosmos. Pero, a cambio, él no debería tener nunca descendencia. Así fue como el dios Cronos acabaría devorando a sus hijos. La madre de ellos, Rea, idearía luego una treta para salvar a su hijo pequeño Zeus (Júpiter en la mitología romana): envolvería en sus pañales una piedra dejando que Cronos se la tragase creyendo que era su hijo. Así lo salvaría. Esta fue la mitología que prosperaría en el relato cultural que Ovidio, un romano más atrevido que Rubens, dejase escrito gracias a su elogioso verso descriptivo. Así fue como Saturno se transformaría en un monstruo. Porque no lo había sido nunca antes, sin embargo. Saturno era el dios romano de las simientes, de los cereales y de las viñas. Se representaba con la hoz del segador o con la podadera del viñador. Pero todo eso fue transformado por la hábil pluma de un poeta satírico. Ovidio fue en Roma un famoso escritor por haber sido el mejor guionista de telenovelas de entonces. El público quería sus entretenidas historias y leyendas porque retrataban la misma realidad sórdida que el mundo reflejara en sus vidas sin belleza. 

El mito de Saturno devorando a sus hijos lo creó Ovidio de una antigua asociación de este dios romano con el cruel dios griego Cronos. Grecia había sido la primera que llevara la crueldad a sus mitos para exorcizar la vida humana tan desolada. Roma se desolaría más tarde, sin embargo, ahora ante tanta barbarie y tanta tragedia gratuita. Había necesitado Roma una mitología y la griega era la mejor para consolidar la fundamentación de unos dioses en su cultura y en su vida. Así se hizo con algunos dioses griegos que tuvieron su identificación con los romanos. Pero para Saturno, sin embargo, fue un despropósito. A parte de que santificaba una desolación para cualquier tradición familiar y religiosa, la crueldad de la abominación de Cronos/Saturno era demasiado para la sensación optimista y sagrada que Roma tuviese de sus dioses o de su sentido moral de la historia. Cuando el gran pintor flamenco se decidiera a realizar su obra para una de las estancias reales de la corona española, el gran creador barroco diseñaría antes un boceto de la misma. En uno de esos bocetos que se conservan no estaban dibujadas las tres estrellas que ahora sí aparecen grandiosas y claramente pintadas en el óleo de Rubens. Esa indeterminación iconográfica entre el boceto y el lienzo es una premonición maravillosa de la grandeza estética que tuviera luego uno de los mejores pintores del mundo. Porque al final Rubens comprendería que la mejor muestra de romper con la condenación despiadada de esa leyenda era simbolizar al dios primordial con la fructífera inspiración universal de un mensaje ahora de esperanza... Y pintaría tres estrellas fulgurantes sobre la escena terrorífica de ese acontecer inevitable. Representan en el cielo la manera en que el planeta Saturno era por entonces divisado: con la sensación de tres estrellas desplegadas entre su brillante alineada forma estelar (no se conocían aún los anillos de Saturno).

Aun así, Rubens compuso su mito clásico con la dureza de la visión más trágica de un filicidio titánico. No hay piedad ni razón ni designio sagrado en la leyenda. Sólo crueldad maléfica justificada por el sentido primigenio de una genealogía mítica. Pero, sin embargo, el pintor barroco quiso destacar la fuerza simbólica de unas estrellas brillantes que ahora sobrevuelan alumbrando el conjunto estético con un sentido distinto. Fue una premonición y un prodigio, todo un alarde metafísico de gnosis mística iconográfica. Doscientos cincuenta años después de Rubens un pintor desesperado no dejaría de pintar estrellas poderosas y brillantes que harían matizar sus lienzos con el desgarrador contraste de una vaga esperanza. Así, Van Gogh haría con ellas una coreografía estética llena de luz y de fuerza psicológica muy poderosa. Toda una recreación estética de un cosmos estrellado para llevar un atisbo de ilusión a la desmadejada y sombría alma de los hombres. Para eso existiría el Arte también, para transmitir un deseo o un alarde simbólico lleno de esperanza. Con esa iconografía marginal o grandiosa dos pintores, tan alejados en la historia, tuvieron una vez la fortuna de poder transmitir el mismo mensaje sagrado de esperanza... Cualquier representación estética de un mito no es más que la visión particular que de esa leyenda tenga los ojos de quien lo perciba. Cuando Roma quiso finalmente cambiar su mitología y recuperar parte de aquella elogiosa que antes tuviera, otro poeta romano, Virgilio, crearía por entonces una leyenda distinta de Saturno. Ahora el dios maltratado por sus hijos, expulsado ya del Olimpo griego, encontraría refugio en Roma y perpetuaría, tras el reino de Jano, los bienes sagrados de la edad de Oro y de una civilización perfecta. Los romanos entonces quisieron definitivamente salvar a Saturno. Como Van Gogh quisiera para el ser humano también hacer con sus estrellas o como Rubens hizo finalmente con Saturno. Con el Orfismo, esa filosofía-religión mística cargada de esperanza salvífica, los romanos acabarían transformando al titán despiadado y maléfico en un rey bondadoso y justo, creando definitivamente así, desde una serena sabiduría tan próspera, la mítica universal más brillante de una nueva edad dorada y poderosa.

(Óleo barroco Saturno devorando a sus hijos, 1638, Rubens, Museo del Prado, Madrid.)

8 de octubre de 2020

Todo cambiaría en el mundo desde entonces: dos visiones distintas pintadas en la misma época y en el mismo estilo.




Con una diferencia de apenas cinco años, el Arte tendría la ocasión de expresar dos visiones muy distintas del mundo a través de un mismo estilo y de una misma composición. El Neoclasicismo estaba por entonces, finales del siglo XVIII, en pleno auge artístico y dos de sus grandes creadores en plena cumbre de su carrera. Uno, Goya, en la sosegada corte española, otro, el taller de Jacques Louis David, en la agitada revolución francesa. Pero ambos con la misma fruición por componer escenas donde transmitir, desde el Arte clásico, la metáfora subjetiva que el Arte permita a sus genios elegidos. Aunque la obra Retrato de un hombre con sus hijos (también conocida como El diputado de la Convención Michel Gérard y su familia) no está del todo definida como del propio David sino más bien de su taller, la obra neoclásica del año 1793 refleja la visión absolutamente revolucionaria de una familia burguesa. Es el Neoclasicismo más cercano y fiel a la realidad que se hubiera hecho nunca antes. El diputado electo por la ciudad bretaña de Rennes, Michel Gérard, era un personaje muy popular entonces por su origen rural, aunque acomodado, y por haber sido el primer y único diputado campesino de aquella Convención republicana. El pintor francés compuso una disposición familiar acorde al típico retrato familiar que el Arte clásico había llevado a inmortalizar en otras ocasiones primorosas. Mantuvo la elegancia y la armonía, pero incluyó la austeridad, la sencillez y el desenfado más cercano. Era todo un alarde socio-artístico que los pintores revolucionarios llevaron a cabo en plena euforia transformadora de la sociedad. El Neoclasicismo sería utilizado entonces para hacer algo que el Neoclasicismo nunca había hecho antes... ni después. Los héroes, los grandes, los dioses, las gestas universales, los hechos históricos relevantes, habían sido y serían los elementos que llevarían al Neoclasicismo a triunfar en su gloriosa culminación artística. Pero, ahora, en el momento donde el mundo cambiaría ya para siempre, el mismo estilo artístico que llevara a glosar las hazañas grecolatinas más encumbradoras era utilizado, sin embargo, para elogiar la figura de un desconocido hombre normal y su familia. 

Cinco años antes, el genial Goya compuso su obra Los duques de Osuna y sus hijos. Cuando en el año 1788 Goya pintara su obra neoclásica, el mundo todavía miraba la vida con ojos grandilocuentes y un afán por querer mostrar siempre la atenuada sensación más arcádica que de un mundo se pudiera ofrecer. El Arte reflejaría así el equilibrio de los efectos visuales de ese mundo imaginario, un mundo que sólo algunos seres podrían representar con sus vidas tan alejadas de la realidad. Porque el Arte clásico es imaginación llevada al éxtasis creativo más elaborado de una idea grandiosa. Por eso el Neoclasicismo, émulo paradigmático de esa forma de crear, conseguiría realizar las más brillantes obras al amparo de la subjetividad emotiva de un mundo idealizado. Para el Arte, para el sentido elusivo del Arte, esas representaciones no realistas eran la forma en que el mundo admiraba otra realidad muy distinta. El Arte entonces era la Arcadia poderosa que albergaba un paraíso imposible de conseguir en este mundo. Los pintores neoclásicos obviaron la realidad y glosaron la ilusión de un magisterio existencial que hacía de la vida una dialéctica entre la admiración y los seres admirados. Los seres admirados de ese Arte, los que lo admiraban asombrados, eran los que, desde lejos, creían que el Arte había sido inventado para valorar una forma de equilibrio universal que hacía a la vida una representación platónica sólo alcanzable por la mente. En un lado las Ideas, la admiración sublime, en el otro el mundo terrenal, vil, inarmónico, vulgar y, a veces, maloliente. Con la representación artística elogiosa el mundo resituaba sus valores claramente. En una sociedad tendente cada vez más por entonces a la laicidad, cuando no al ateísmo, era necesario destacar valores que pudieran seguir encarnando la grandeza, la heroicidad de lo formal, de lo más insigne, de lo inalcanzable o de lo mágico. En la obra de Goya, el pintor español consiguió todo eso con genialidad artística además. La fascinación de la atmósfera etérea de la obra neoclásica de Goya es una característica extraordinaria, especialmente destacada de la misma. No parecen seres humanos sino dioses... Son dioses griegos modernizados o vestidos a la alta moda de entonces para ser glosados, ahora, ante la visión puramente terrenal de un anhelo tan necesitado de equilibrio, de sosiego, de virtudes ajenas o de deseadas ensoñaciones vigorosas.

Pero, sin embargo, ambas obras neoclásicas tienen más en común de lo que, aparentemente, parece a primera vista. Primero porque son el reflejo de lo mismo. Si cinco años antes Goya pintaba ese alarde metafísico, cinco años después el taller de David componía una hazaña semejante en su intención. Eran lo mismo, pretendían lo mismo sin quererlo... Ahora los dioses se habían transformado en hombres normales y habían alcanzado a mirar lo mismo con sus ojos representados, aunque ahora de otra forma muy distinta a la de antes. En la obra francesa todos miran ahora al espectador del cuadro menos dos. En la obra española sucederá lo mismo, solo que con uno. Pero, sobre todo, son las miradas, absolutamente diferentes en ambos casos. En una obra son humanas, en la otra parecen de dioses; en una obra son cercanas, en la otra siguen siendo tan alejadas como la imagen idealizada que representan. El Arte había cambiado su misión grandiosa e idealizada pero no había cambiado aún el estilo, que seguía siendo el mismo de antes. Entonces, ¿qué había en lo artístico cambiado realmente? Se había adelantado la obra francesa, como la revolución lo hiciera claramente en el mundo, casi medio siglo en las formas y en las maneras de expresar emoción y semblanzas humanas en el Arte. Un realismo adelantado se transformaría ahora en un clasicismo desubicado... Fue un verso muy suelto en la maraña artística neoclásica de la historia la obra francesa revolucionaria. Pronto los grandes hechos históricos y las grandes figuras neoclásicas serían llevados de nuevo a los geniales lienzos artísticos de los creadores franceses. La visión evolucionada del mundo nuevo había sido reflejada en el Arte en un intento por transformar una estética clásica en otra distinta. Sólo consiguió constatar una realidad social trascendental en el mundo, pero no consiguió, todavía, sustituir la idea artística universal de plasmar una admiración glosada en un cuadro artístico. ¿Es que el Arte habría empezado a dejar de ser una forma de admiración heroica para ser ahora una forma de identificación subjetiva? El tiempo lo diría. Luego del Romanticismo, el mundo artístico acabaría siendo un reflejo de la realidad más que un púlpito glorioso de lo admirable. Con ello, con la identificación de la vida real y de las emociones humanas más cercanas y visibles, el hecho artístico acabaría dejando de ser un anhelo poderoso de lo sublime para transformarse en un remedo soterrado de la vulgaridad. Para cuando el ser humano comprendiese que las admiraciones grandiosas de la vida habían dejado de ser un motivo para justificar un anhelo irrealizable, el mundo empezaría a buscar un sustitutivo en los lúdicos y desaprensivos medios de la psicodelia social más devastadora. Entonces ya nada sería admirado de veras, o lo sería por tan poco tiempo, que las cosas comenzarían a ser valoradas no por lo que eran sino por lo efímero que su valor material pudiera suponer para un sueño.

(Óleo sobre lienzo sin forrar, Los duques de Osuna y sus hijos, 1788, del pintor español Goya, Museo del Prado, Madrid; Lienzo neoclásico Retrato de un hombre con sus hijos, 1793, del taller del pintor francés Jacques Louis David, Museo de Tessé, Le Mans, Francia.)
 

2 de octubre de 2020

La conciencia no es más que un relámpago brillante entre dos eternidades de tinieblas.

 


El Greco pintó a María Magdalena no solo una vez sino varias. Fue para el pintor cretense una inspiración estética compulsiva. Pero solo en una de ellas compuso una imagen genial por su belleza, por su simpleza y por su creativa inspiración mística. Es la extasiada figura que compone el pintor y refleja, simbólicamente, la representación paradigmática más universal de la existencia humana. ¿Quién mejor que una santa pecadora para componer un ser tan desesperadamente inconsistente de certezas? Está ahora ella situada entre dos espacios que expresan la incertidumbre humana más trascendente o misteriosa. A la derecha de Magdalena (nuestra izquierda en el cuadro) sitúa el pintor un cielo tenebroso de nubes oscurecidas, con rasgos de una vaga luminosidad silenciosa. A su izquierda destaca el pintor la calavera de la muerte, con un fondo terrenal aún más oscurecido todavía. El cielo impenetrable por un lado y la tierra maldecida por otro. ¿Es que la existencia no es más que un instante poderoso y relampagueante entre dos eternidades de tinieblas? La audacia y brillantez de El Greco se transforma en un misterioso universo de incertidumbres. La única certeza visible son las manos entrelazadas de Magdalena, lo demás es desolación espiritual, encubierta ahora por la piadosa inclinación de un rostro que, sin embargo, no describe ninguna piedad compulsiva. Sus rasgos tienen la virtualidad de un temor humano, de un miedo indescifrable, impreciso o sin sentido. Miran sus ojos hacia un lugar tan lejos como la mera sensación de seguridad que no halla en sí misma. Su figura está dirigida ahora hacia la tierra oscurecida de la muerte, sus manos hacia la tierra, su mirada hacia las nubes. ¿Dónde está la verdad, finalmente, para una existencia postrada y sin certezas? 

Con esa forma de procesar instantes estéticos El Greco resume una sensación difícil de desterrar del alma humana: que la incertidumbre siempre está un minuto antes que la vaga ensoñación de una verdad misteriosa. Y ese tiempo es suficiente para producir una inquietud trascendental. Y esto, si acaso, expresa ahora una esperanza, no una certeza. El pintor toledano lo sabía y buscaría en la estética de su Arte innovador poder ocultarlo. No lo hace con desgarro ni con fiera irreverencia. Sus colores, sus formas, sus contrastes sutiles, hacen que  no veamos más que el éxtasis místico de una frágil persona. Por eso Magdalena es tan acorde con la intención del pintor de crear una imagen de humanidad vulnerable. Hay una dualidad que El Greco utiliza siempre en sus obras de Arte. ¿Quién mejor que María Magdalena para representarla? Esa dualidad propia de ella, esa doble cara de debilidad humana y de salvación espiritual, de caída y de redimida, hace de su figura un poderoso talismán para el pintor manierista. Esa dualidad la prolonga el pintor hacia un sentido universal misterioso, un lugar donde la conciencia está pugnando por dilucidar alguna luz, aunque sea limitada, parecida a un relámpago, como la propia existencia humana. Existencia frágil y situada ahora entre dos realidades del mundo, como lo son las representaciones evidentes del origen y el final de todo. Estas evidencias las compone el pintor en su obra en un contraste estético destacado donde suavizará la figura frágil y encantadora de la santa misteriosa. Si obviamos su figura, si quitamos la imagen de ella del cuadro, ¿qué nos queda? Sólo la oscuridad, apenas iluminada, y la muerte. 

Es la grandeza de la existencia lo que el pintor celebra en su obra. Es la existencia humana lo único que puede exorcizar el misterio de la dualidad incierta del sentido universal del mundo. A ella se aferra la figura femenina al unir sus manos en un gesto de serenidad más que de piedad o éxtasis. En su obra lo que más desea expresar el pintor misterioso es que la vida humana es lo único verdadero ante el desatino de lo incierto del mundo. Para expresarlo mejor no hace corresponder la parte inferior de su figura con la superior de su rostro. En su rostro hay temor y duda, en sus manos seguridad y ternura. En su rostro hay deseo de saber, en sus manos certeza impasible.  A esos gestos manieristas el pintor recurre para describir lo que no se puede traducir claramente.  Consigue el pintor de las sombras hacer brillar una luz misteriosa entre los entresijos de una incertidumbre tenebrosa. Una luz que no está en la claridad de la eternidad celeste, sino entre las manos firmes de la figura desolada y ausente de certezas. Ese relámpago de existencia humana es lo único que el pintor hace brillar con su oscuro cuadro... sin certezas. No hay más certidumbre que la que el ser mismo pueda elaborar con su existencia, aunque ésta no sea más que una pequeña luz tenebrosa, tan espiritual, entre dos eternidades de tinieblas.

(Óleo María Magdalena, 1585, del pintor El Greco, Museo de Arte Nelson-Atkins, Misuri, EE.UU.)

28 de septiembre de 2020

La formas, el color y la belleza en la percepción del Arte fueron entendidas de dos maneras distintas.



 El Arte tiene dos expresiones generales para ser percibido. Y esas dos formas expresivas fueron representadas de modo muy claro en dos estilos artísticos diferentes: el Barroco y el Clasicismo. En el Barroco la percepción del Arte es más racional; en el Clasicismo es más intuitiva. En el Barroco hay más pasión y comprensión emotiva, pero, sin embargo, el Arte, el propio sentido artístico, hay que procesarlo más para poder ser entendido. Entendido el Arte mismo, no lo que se expresa...  En el Clasicismo hay más equilibrio y expresión tonal, el Arte no hay que procesarlo tanto para llegar a ser comprendido. Cuando en el Clasicismo vemos una obra maestra, admiraremos el Arte sin necesidad de saber nada de Arte incluso. En el Barroco sucede al contrario, hay que saber más Arte para llegar a valorarlo en todas sus facetas, artísticas o no. Por eso las obras de los grandes maestros del Barroco no son popularmente muy admiradas, con respecto a las grandes obras maestras del Clasicismo o el Renacimiento. Comparemos estas dos obras de Arte de la misma representación estética: El rapto de Oritía por Bóreas. Rubens compone una grandiosa estructura de formas que expresan, genialmente, lo que el mito supone en su representación. En su obra barroca, el gran pintor flamenco expresa un momento muy explosivo de abducción artística. Toda la composición está conformada por la figura voluptuosa de Oritía y la figura impetuosa de Bóreas. No hay equilibrio estético, pero sí lo hay artístico...  Sin embargo, el equilibrio estético sí existe en la otra obra, la neoclásica del pintor francés François-André Vincent. Lo estético es la percepción de la Belleza; lo artístico, en este caso, es la grandiosidad de la misma. Cuando vemos la obra del pintor neoclásico no necesitaremos comprender nada de Arte, ni siquiera saber demasiado ni poco del mito antiguo. Pero para valorar completamente una obra Barroca, a cambio, deberemos conocer las virtudes artístico-expresivas de la Pintura así como la representación mítica de la obra artística. 

El Barroco es la mejor muestra del Arte para aprender Arte...  Lo que Rubens hace es producir belleza en nosotros desde la razón, no desde el entendimiento. La razón exige una meditación razonada de lo que vemos o percibimos. El entendimiento, a cambio, sólo precisa percibir, ya que la belleza es directamente asimilada por la visión intuitiva de los equilibrios estéticos. Es por lo que la obra clasicista nos llegará antes en cuanto a belleza percibida. No hace falta saber Arte alguno. En la obra de Rubens la belleza está disfrazada de genialidad; está además en la virtuosidad de componer unas formas tan poco estilizadas, o tan poco perfiladas, para tratar de producir belleza.   La belleza en Rubens (como en Rembrandt) se encuentra en la dificultad de componer unas formas tan imposibles de componer sin dominio del Arte y sin grandeza. Como en el escorzo, como en la dimensión forzada de las sinuosas curvas o de la torsión calculada de la Naturaleza, todas cosas que, en principio, no producen ninguna belleza...  Hay que verla desde lejos la belleza del Barroco.  En la obra Neoclásica da igual desde donde veamos la belleza, existe en cualquier percepción que imaginemos. El primer plano desbordante, por ejemplo, es una característica de Rubens. Con esa manera de presentar las formas tan desmesurada el pintor barroco demuestra su genialidad, su capacidad de elaborar Arte sin reparar demasiado en la belleza...  Sin embargo, en el Clasicismo del pintor francés la perspectiva es un rasgo necesario para acrecentar la belleza, algo que, de por sí, ya dispone la percepción tan comprensible de la obra clásica.  El fondo es otra característica distintiva de ambas tendencias artísticas. El Barroco no precisa destacar fondo alguno en sus obras. El Clasicismo lo requiere siempre. La belleza llegará aún mejor en su percepción estética cuando es contrastada por el fondo de una obra. Por esto es la belleza clasicista percibida por el entendimiento con una claridad y una comprensión universal extraordinarias. 

Sin embargo, el Barroco es Arte no solo percepción estética de belleza. La diferencia es esencial para conocer esta tendencia y llegar a comprender la importancia del Barroco. Si se desea saber verdaderamente Arte hay que valorar y percibir una obra barroca en toda su extensión artística. Si se desea disfrutar únicamente con la Belleza solo es preciso, a cambio, visionar una obra de Arte clásica. Ambas cosas son Arte, pero, en una, no ejerceremos la capacidad racional de distinguir una forma estética de algo mucho más profundo.  Este algo más profundo es la sinfonía de las formas, la manera en que éstas, las formas, son llevadas por un concierto estético genial a componer, desde sus aparentes disonancias geométricas, una grandiosa representación artística. En el Clasicismo no hay disonancias geométricas, todo está equilibradamente realizado según el orden sagrado de las cosas. Un orden que no precisa de razonamiento porque es entendido ya, porque es intuido así desde las formas preconcebidas de una percepción universal inconsciente. Para ver a Rubens, sin embargo, hay que obviar el orden, la percepción universal inconsciente. Hay que mirar detenidamente una obra de Rubens para poder descubrir todas las virtudes estéticas que encierra su creación artística. Es un ejercicio de introspección artística, de analizar con sosiego las diferentes partes que, luego, distanciándose un poco, consigan llegar a magnificar la racionalización que sus formas muestren en una visión completa de la obra. En el Clasicismo bastará con la visión global de su representación estética. No es necesario analizar, no es necesario alejarse, como tampoco lo contrario. La armonía clásica permite admirar, desde cualquier parte, la comprensión estética de una obra neoclásica. Sólo es preciso conjugar equilibrio con belleza. Por esto en el Clasicismo los colores serán más necesarios que en el Barroco... El color es una parte perceptiva fundamental de la belleza. No el claroscuro, que es la ausencia del color, algo más utilizado en el Barroco. En el Barroco no es lo más importante el color sino la forma. El contraste en el Barroco es compuesto desde las formas más que desde el color. En el Clasicismo es al contrario. Y luego está la emoción... En el Barroco la emoción se evita o se sobreentiende; en el Clasicismo se expresa solo por la belleza, es la emoción del receptor de la propia belleza. La emoción como tal no fue una cosa necesaria o manifiesta en el Arte hasta la llegada del Romanticismo. Para el Barroco, como para el Clasicismo, lo importante era el Arte en sí mismo, o como forma o como belleza. En un caso eran las formas las que componían la Belleza; en el otro era la propia Belleza la que componía las formas. ¿Qué es lo más importante para el Arte? Las formas. Por eso el Barroco acabaría componiendo las más grandiosas obras maestras del Arte universal. ¿Qué es lo más importante para la emoción estética? La Belleza. Por eso el Clasicismo compuso las más estéticas y emotivas obras maestras de la historia occidental.

(Óleo El rapto de Oritía, 1783, del pintor neoclásico François-André Vincent, Museo del Louvre; Lienzo barroco de Rubens, El rapto de Oritía por Bóreas, 1620, Academia de Bellas Artes de Viena.)

21 de septiembre de 2020

Radiografía estética del inconsciente o el sentido más profundo y misterioso de la belleza.



 Para comprobar que la belleza no está en el objeto sino en el sujeto receptor, esta obra nos ayuda un poco a demostrarlo. Creada en el año 1946 por el pintor español Fernando Álvarez de Sotomayor, expresa de algún modo el sentido estético subjetivo de cualquier representación artística. Obviemos la figura de la diosa Ceres (Deméter en Grecia), ¿no pasaría la composición por ser una obra postimpresionista demasiado avanzada, rayando parte incluso en un expresionismo desgarrador?  Era el momento donde el Arte expresionista conseguía ser una estética socorrida para componer cualquier Arte sin desfallecer por entonces.  El Arte clásico no podía ser ya utilizado sin caer en un tradicionalismo estético, por entonces muy desubicado. El pintor español, director además del Museo del Prado, quiso demostrar que él, que había sido un maestro en la Pintura Académica, podía componer una obra con ciertos rasgos modernistas. Sin embargo, no dejaría que la belleza clásica no fuese representada. Con esta obra realizó una muestra donde reflejó la visión inconsciente de todo lo que podía ser entendido como Arte. Porque no está la belleza en la naturaleza ni en nada real que sea creado con sentido estético por el hombre, está realmente en la capacidad humana de imaginar. La imaginación no es un efecto de creación original, es decir, no inventa realmente nada, aunque hablemos a veces de un mundo imaginario para expresar uno no existente. La imaginación se nutre de la vida real. Imaginamos con la memoria el recuerdo de aquello que hemos visto, vivido o sentido antes del mundo. También de lo que muchas mentes antes que nosotros, lo que es el inconsciente colectivo, han vivido o sentido con fuerza evolutiva. La representación del mundo no está en el mundo sino en nosotros. Lo que sucede es que sólo podemos representar con sentido lo que existe en el mundo. ¿Sólo lo que existe? Sí, porque lo que no existe y es representado no es más que una deformación de aquello que existe. La deformación es una parte diferente de lo que existe. No siempre necesitamos expresarnos con la realidad creada por la experiencia, como no solo podemos amar por la única experiencia de lo vivido... 

¿Por qué el Arte abstracto no ha conseguido desbancar del olimpo artístico al Arte figurativo? A pesar de sus reproducciones y de su proliferación, el Arte abstracto no es más que un marginal modo de representar Arte. La imaginación vuelve siempre a la definición de las cosas amadas o sentidas por el hombre. Y las cosas amadas y sentidas por el hombre son la propia vida conocida. Podemos tener una decoración expresiva de colores extraviados, podemos relacionar formas y colores sin el menor sentido armónico, pero no podemos dejar de reconocer nuestra vida de la manera en que es representada en el mundo. Aunque sea solo una parte de la totalidad estética del mundo. Esa fue la grandeza estética que el pintor Álvarez de Sotomayor consiguió al crear esta obra de Arte. Apeló a nuestra conciencia no desde la fuerza de lo inventado o recreado para admirar una belleza, sino que convirtió esa belleza en una parte artística por la fuerza inconsciente de nuestra naturaleza. La combinación originaria de esta obra (una conjunción de trazos abstractos y belleza clásica), donde lo definido y lo indefinido alcanzará una excelencia estética (lo que es el expresionismo), deja en la mente del sujeto receptor la sensación de que el Arte no es más que la representación inspirada de un inconsciente a veces deformado. Sin formas. Para que acabe teniendo formas debe ser transformado por el sujeto en una expresión real del todo existente. No podemos dejar de ser representados con las formas reales de nuestro consciente porque, de lo contrario, el sentido de la vida pasaría por el deterioro relacional de lo que es entendido por belleza en el mundo. Este es el sentido de la vida o, lo que es lo mismo, la propia naturaleza humana más íntima. Es decir, la prefiguración observada en el ser humano en el desarrollo de su crecimiento completo como una entidad vital real. Y no hay realidad más completa que aquella conseguida en los inicios de la maduración de la vida, cuando la belleza es más objetiva.

El sentido más poderoso de la vida es cuando el ser alcanza su forma individual más desarrollada para así poder crear a su vez vida. Esta aptitud de creación es semejante a la que el ser humano lleva a cabo en el proceso artístico creativo. Precisamente, es en ese periodo humano cuando la belleza alcanza su máximo esplendor estético. Y ésta, la belleza, es lo que hace falta para que el sujeto perceptor de Arte reproduzca una emoción sentida en su más profunda memoria evolutiva. No hay otra forma de poder alcanzar a redimirnos de la maldición sobre la incapacidad de crear, de no volver a crear o de no poder hacerlo ya nunca con belleza... ¿Qué sucede cuando una imagen estética no se corresponde con la representación completa de una imaginación de belleza? Pues que solo una parte de esa belleza de formas será conformada en el consciente. La mente receptora, acumulativa de siglos de evolución inconsciente, se esforzará ahora por imponer un motivo necesario de belleza. La belleza entonces no es más que la verdad necesitada por un inconsciente identificado con la vida. Podemos decorar la belleza, podemos añadir a su recuerdo rasgos parciales de belleza, pero no podemos desterrar la necesidad de conformar una realidad estética lo más acorde posible a los sentidos de la belleza. A la vida percibida no solo por el consciente sino por el inconsciente más originario. Algo, la belleza, que surge siempre que el ser desee comprender además cualquier sentido ofuscado del mundo. Es como una sintonía maravillosa con la que, en medio de un caos disconforme, podamos llegar a componer cualquier realidad del mundo. No hay otra forma de poder satisfacer la imaginación consciente que habita en el inconsciente más oculto de los humanos. No hay otra forma de componer una imagen estética que pueda relacionar una representación con su objeto, una creación con su sentido, un amor con su contrario, o una realidad completa y transmisible con alguna existencia vivida del mundo. 

(Óleo Ceres o Desnudo, 1946, del pintor español Fernando Álvarez de Sotomayor, Museo del Prado.)

19 de septiembre de 2020

El espacio vital estético fue aquel huerto cerrado del Cantar de los Cantares que había profetizado el Arte.


El Renacimiento es la patria del Arte. Porque para entender el Arte es preciso entender el Renacimiento. Sólo así comprenderemos por qué el ser humano quiso crear un entorno estético que hablase por sí mismo, un escenario pictórico que, a diferencia del plano antiguo de los grabados góticos de antes, donde el fondo no era más que un plano sin nada material conocido, fuera ahora, sin embargo, un mundo equilibrado, autosuficiente, cerrado, pleno y lleno de vida. Un motivo inspirado además en un cantar profético sagrado que había representado en verso lo que los renacentistas llevaron al sentido visual más perfecto de un espacio estético.   ¡Qué hermosa eres, amada mía! ¡Cuán hermosa eres! Tus ojos son palomas detrás de tu velo. Tus cabellos son rebaños de ovejas que van por las montañas. Tus dientes como hatos de ovejas que suben del arroyo... Como cinta de púrpura son tus labios, como mitades de granada son tus mejillas...  Como mellizos de gacela son tus pechos. Eres toda hermosa, amada mía, no hay en ti defecto... Me has arrebatado el corazón con tu mirada. Cuán dulce es tu amor... Miel destilan tus labios... Un huerto cerrado es mi amada, un manantial cerrado, una fuente sellada...  El Cantar de los Cantares bíblico describía el lugar metafórico de aquel huerto cerrado que hacía referencia al paraíso o jardín representativo de todas las bondades espirituales del mundo. El Renacimiento expresaría lo sagrado con los alardes modernos de una perspectiva nueva y de una belleza fingida... Porque así como el Cantar finge un deseo amoroso para expresar una devoción sagrada, el Renacimiento finge una Anunciación sagrada para expresar una pasión estética distinta... Pero, sin embargo, la imagen es más delatadora que el verso. Por eso los pintores supieron elegir entonces la perfección renacentista como un motivo sagrado y enaltecer así una sutil metáfora originaria. Con ella, con la descripción sagrada del paraíso cerrado de aquel Cantar, expresaron la Anunciación evangélica como el sentido justificativo más armonioso de lo que, para ellos, fuera la Pintura. 

El Arte pictórico debía ser ese huerto cerrado, ese espacio vital que mostrara, en un único escenario delimitado, la realidad completa o universal de lo que debiera ser expresado con belleza. En su obra Anunciación el pintor florentino Lorenzo di Credi (1459-1537) llevaría esa forma de representación sutil al modo más perfecto de creación artística. No sólo representaría una visión sagrada sino que expresaría, inspirado, el sentido metafórico de aquellos versos antiguo-testamentarios. El ángel es aquí el amante que ahora necesita clamar una emoción sentida muy profundamente en su alma. María es aquí la amada que brilla así en todo su esplendor. En la predela inferior en grisalla se observan tres representaciones del Génesis sobre este asunto, una donde la amada es creada, otra donde es tentada y otra después rechazada. Para ser amada como lo es ahora antes deberá padecer ciertas tribulaciones. Aquí un existencialismo anacrónico viene a mostrarnos la fuerza del amor como un sentido pasional de la vida. Pero no bastará. Hay que expresar además un mundo diferente, un escenario bello, para tratar con él de saciar ese sentimiento nuevo tan poderoso. El Arte se asocia entonces aquí con el amor claramente. Para el amor, para los amantes, el mundo es transformado totalmente y se vuelve un paraíso cerrado donde la belleza fluye sin parar y las fronteras de ese amor son ahora las fronteras del mundo. Todo ello como en el verso salomónico. Pero también como en el escenario estético creado por el Renacimiento. Un espacio pictórico que llevaría a delimitar el sentido universal de lo que es la creación artística. El anuncio sagrado es un mensaje nuevo que conlleva vida, pasión y esperanza. Como el amor... Como el sentimiento de los creadores al componer un cuadro, también. Un espacio donde el contenido no sea otra cosa que la única realidad existente en el mundo. No hay más. Está cerrado ese espacio como lo está un cuadro, delimitado así por la belleza y por su misterio. Como la propia Anunciación... El amor representado finge icónicamente una cosa distinta. El ángel es aquí el amante que se transforma y finge ser una cosa sagrada que no existe realmente en el mundo. Por eso es expresado con alas, no hay otra forma mejor con la que  componer al amante amando. La figura de María es la amada, ella es transformada ahora por el amor con los máximos elogios, aquellos elogios que la hacen ser mucho más de lo que es realmente. Como en el amor o como en el Arte.

Luego está el escenario representado, ese lugar mítico pero ahora real. Los renacentistas supieron siempre que el mundo real era el mejor encuadre para poder expresar el sentido, metafórico o mítico, de su Arte. Las formas son perfectas porque el hecho representado así lo es. No hay otra forma mejor de poder expresar la transformación de la vida sufriente y sórdida. Porque ahora no hay tentación ni rechazo y por eso los colores, los ángulos, los arcos, las distancias, los perfiles y las sutilezas del espacio son llevados en esta obra a la máxima perfección. El entorno natural de la vida del paisaje no es un paisaje más, es la única explicación estética posible para hacer de una Anunciación una realidad en el mundo representado. Pero, ¿qué mundo? El de los amantes que buscan así una justificación estética a lo que sienten. No hay otra forma de sentir que con el mundo, pero, sin embargo, un mundo ahora de belleza, de armonía sentimental, de límites justificados de grandeza. Sólo la delimitación llevará entonces a la belleza. No hay belleza sin límites. Como no hay Arte tampoco sin él. El Renacimiento fue una suerte de anunciación estética que alumbraría un paraíso perdido donde el ser humano  pudiera recomponer su belleza. ¿Qué deseaba sentir entonces un pintor al componer una obra de Arte? ¿Debía expresar sólo las figuras o el alarde físico de lo que fuese? No. Los pintores del Renacimiento comprendieron que la expresión artística debía ser además la representación de una emoción trascendente que había sido olvidada o perdida de antes. Al amparo del mensaje sagrado lograron componer, subliminalmente, la única realidad estética del mundo: que el deseo más misterioso de la vida es aquel que lleva siempre un escenario cerrado donde poder expresar ahora un amor imposible.

(Óleo Anunciación, 1490, del pintor del Renacimiento Lorenzo di Credi, Galería de los Uffizi, Florencia.)  

14 de septiembre de 2020

La gloria del Arte la hacen los mecenas y los críticos no el propio Arte ni los creadores.



La influencia artística es una motivación del poder. Es en el Arte donde la fuerza sutil y subrepticia del poder es muy visible y comprobable... a posteriori. Las tendencias artísticas no tienen carácter permanente, lo que no pudo ser una vez no será ya luego. Por eso la influencia es muy poderosa, porque aprovecha el momento justo para ejercer una potestad sobre el mundo, algo que luego, cuando no tenga ya razón de ser, no valdrá más que como una anécdota curiosa adscrita en los anales de la historia. La gloria no es exactamente lo mismo que la historia. La gloria es subir directamente al olimpo de los dioses, la historia, a cambio, es una recopilación de datos que, aunque sean reconocidos con el tiempo, no pasarían al inconsciente colectivo de lo glorioso o de lo grandioso o de lo que influyó o inspiró el espíritu ferviente de una época. Los críticos y mecenas del Arte son los únicos sumos sacerdotes de la cultura, unos poderosos personajes que inspiran el sentido artístico exclusivo de su tiempo. Cuando el Arte influenciado por aquellos es acorde con el sentido artístico de una obra maestra, estamos ante una gloria artística que hace historia para siempre. Cuando no es acorde al sentido indiscutible de una obra maestra solo pasará su efímera gloria a la historia. Pero puede suceder que algún Arte merecedor no tenga influencia ni mecenas como para hacer siquiera historia. Habría que decir ahora que hay dos tipos de historias. La que socialmente es reconocida, la gran historia, y la que no lo es. El que algún Arte pase a una o a otra historia dependerá solo de la influencia que haya tenido, es decir, de la capacidad que, en su momento, no después, haya podido disponer para ejercerla. Pero no es tan simple tampoco el asunto. La gloria es una conjunción de varias cosas diferentes: de mecenazgo, de influencia, pero también de perseverancia del autor en su estilo y de una suerte de cosmopolitismo en su temática artística. Cuando no se dan todas esas cosas el Arte no prosperará como tendencia en el mundo. 

Una generación de pintores nacida en la década de los años ochenta del siglo XIX estaría predestinada a cambiar el Arte por completo. Las tendencias producidas desde entonces superaron en número a las habidas en otros momentos en la historia. Tal fue la insatisfacción y la búsqueda obsesiva de entonces. Pero sólo consiguieron avanzar aquellos que encontraron en la crítica y el mecenazgo el poder suficiente para prosperar. El Arte no lo hacen los pintores, ellos solo hacen cuadros, el Arte lo hacen los poderosos influenciadores que deciden qué les gusta a ellos y a sus acólitos de esa tendencia. La tendencia es como un virus seleccionador, algo que ya no se detiene porque actúa exactamente igual, mutando ideas que alimentan la misma intención originaria: la forma en que el mundo debe ser ahora comprendido o visto en imágenes representativas. Las motivaciones psicológicas o sociológicas darán igual, solo es la identificación de un gusto elitista con una tendencia sustentada gracias al poder que su influencia sea capaz de tener en su difusión. Por tanto podemos afirmar que el Arte, como los pensamientos o las reflexiones filosóficas, son algo reconocido en la medida que su influencia permita su difusión universal. La publicidad lo es todo, y ésta puede llegar a ser tan sutil y eficaz como la persistencia que su poder permita mantener en el tiempo. Al final percibiremos solo lo reconocido en los altares de la exposición encumbrada por la influencia. Cuando el pintor estadounidense Thomas Hart Benton (1889-1975) se enfrentase con su deseo de pintar, buscaría en el pasado artístico los resortes con los que en su propio tiempo podría además llegar a componer Arte. Y lo consiguió. Pero, sin embargo, no prosperaría... Su genio artístico, esa gloria que no llegaría a conseguir a pesar de su grandeza, le llevaría a componer obras en un mundo ya transformado para siempre. Su honestidad, sus limitaciones, sus aspiraciones o sus necesidades, le llevaron a componer una temática excesivamente regional o poco cosmopolita. Pero su Arte propiamente, su estilo, no lo era. Era una suerte de Manierismo moderno que alcanzaría a tener una original expresión de armonía, sentido artístico, comunicación y brillantez creativa.

No pasaría de componer murales para grandes almacenes o compañías del medio oeste de los Estados Unidos. Toda una metáfora de la realidad del Arte cuando no es alzado por los mecenas o santones de los poderes culturales del mundo. Debe entonces refugiarse en los poderes comerciales que no saben ni tienen capacidad de transmitir Arte, sino solo de consumirlo. Sin embargo, cuando el pintor norteamericano Jackson Pollock (1912-1956) se viese obligado a prosperar artísticamente gracias a las ayudas del gobierno norteamericano de Roosevelt en los años treinta, su expresionismo-abstracto sedujo además luego a dos poderosos influenciadores del Arte de los años siguientes. Peggy Guggenheim y Clement Greenberg vieron en ese Arte abstracto de Pollock la nueva visión que el mundo de la posguerra necesitaba para olvidarse de todo, incluso del sentido de lo que podría ser considerado obra maestra de Arte. ¿Qué oculto motivo psicológico podría haber detrás de la influencia de la mecenas Guggenheim y del crítico neoyorquino Greenberg? ¿Dónde estará el sentido real de la motivación hacia un tipo de Arte o expresión artística determinada y no hacia otro? ¿Qué cosa extraña dominará las influencias de lo que deberá ser considerado Arte o no? No es baladí reflexionar sobre esto ya que la formación artística es fundamental para el desarrollo personal de los seres humanos. De hecho, la sociedad que vivimos ahora es heredera directa de la influencia que esos poderosos sacerdotes de la cultura tuvieron entonces. Pero, no fueron los únicos. Aunque aquí nos limitaremos solo al Arte. ¿Quién conocerá la pintura creada por Benton? Fue un estilo artístico que no llegaría a nada, que sólo acabaría demostrando que a veces brillará el Arte entre los perdidos alardes sin futuro de un intento merecedor. La fuerza poderosa de la sociedad de los años treinta, pero sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial, llevaría por primera vez en la historia a filtrar o condicionar el gusto artístico que debería ser reconocido o impulsado. Antes se había empezado a hacer, posiblemente, pero fue a partir de entonces cuando se industrializaría, masificaría y comercializaría con los mismos procedimientos que la sociedad utilizaba para cualquier bien u objeto de consumo. 

Los templos del Arte habían sido profanados por esos influenciadores para llevar a cabo la experimentación seductora de su propia codicia artística. Pero esto no es nuevo en la historia. Cuando en el Renacimiento se crearon las grandes obras maestras de entonces fue porque los mecenas así lo quisieron. Así fue también en las otras tendencias clásicas de la historia. Así se crearon las grandes obras geniales del Arte universal. Entonces, ¿qué es lo que sería distinto a partir de los años treinta del pasado siglo? Pues que el sentido del Arte fue empezado a ser utilizado socialmente para influir no solo en el gusto sino en el pensamiento. Eso lo malogró en dos sentidos. Por un lado porque el Arte original y valorable se dejaría seducir por lo ideológico o por lo socialmente comprometido. Y por otro, el peor, porque se empezaría a utilizar el Arte sin el Arte, es decir que, con la excusa de hacer Arte, se comenzaría a describir una forma de creación que fuese más acorde con un nuevo sentido carente de belleza: el de la reproducción ilimitada de las formas. No habría ya límites en nada, tan sólo aquel que permitiera expresar el sentido iconográfico de lo bendecido como Arte: lo opuesto, lo transgresor, lo grotesco. Cuando la comunicación y los medios que pueden sostenerla se hacen libres y globales es cuando la influencia tendenciosa o torticera dejará de tener sentido. La información disponible y libre hace que se pueda acceder a todo lo que haya sido creado en la historia. Entonces es cuando nuestra conciencia verdaderamente se forma y construye con realidades auténticas, no con falsas tendencias ni con influencias determinadas, sino con la verdad de lo que una vez fuese creado por la excelencia. ¿Qué es la excelencia? Lo que solo es capaz de ser originado desde el sentido armonioso más honesto del genio humano. Algo que no es abundante ni poderoso sino existente tan solo desde la genialidad de un momento de inspiración creativa, un instante único expresado donde la emoción, la originalidad, la armonía, la representación y la belleza consigan alcanzar a mantener por siempre una permanente estima.  

(Óleo Pueblo de Chilmark, 1920, del pintor norteamericano Thomas Hart Benton, Institución Smithsonian, Washington, D.C.; Panel de madera al temple Actividades urbanas en un metro, 1931, Thomas Hart Benton, Metropolitan Art de Nueva York; Lienzo expresionista-abstracto Convergencia, 1952, del pintor norteamericano Jackson Pollock, Colección Albright-Knox Art Gallery, Buffalo, Nueva York.)

8 de septiembre de 2020

Dos mitologías opuestas que buscaron la verdad con la misma actitud sagrada de lo subjetivo.



Para el Arte lo más representativo del mundo mítico, su espíritu más sagrado, siempre tuvo un poder de fascinación en un destacado instante de belleza. La belleza sería siempre recreada con independencia de lo sagradas o no que fuesen esas mitologías. Así que el mito, lo sagrado y la belleza formarían una tríada artística fundamental en la estética europea clasicista. Para la civilización occidental la conjunción de la mitología griega y la hebraica forjaron el sentido más importante de su historia. Fueron desarrolladas, no obstante, desde planteamientos muy opuestos y contrarios. El pensamiento griego y su mitología buscaron en el ser humano el principio racional de todo lo creado; el pensamiento judeo-cristiano buscaría, sin embargo, en lo divino el sentido fundamental de todo lo existente. Pero sus narraciones y elucubraciones filosóficas alcanzarían una sintonía común única y exclusiva en ambas mitologías: la libertad humana. Esto la distingue de otras libertades en culturas diferentes, pues el sacrificio personal voluntario se opone al sacrificio involuntario de otras civilizaciones en el mundo. Son por tanto dos formas de pensamiento que encontraron en la libertad humana una justificación a su mitología. De ahí que en Europa se alcanzara el concepto de libertad en todas sus dimensiones antes que en otras partes del mundo. Sin embargo, la libertad humana adolece a veces del complejo de Edipo: acabará matando al padre (el espíritu universal) para poder así vivir más acorde con la pasión que su querer incestuoso (con lo material) lleve a obnubilarle. Pero esto es algo tan inevitable como la propia vida. Salvo que llegue Freud y nos descubra el inconsciente oprimido y responsable. Entonces, como en el psicoanálisis, encontraremos la paz, se supone, que concilie por fin la libertad con su verdadero origen.

Mientras tanto el Arte nos ofrece un testimonio representativo de esas dos formas de expresar la libertad para alcanzar, con ella, un sentido trascendente del mundo. Porque Antígona y su mito griego no es más que una forma pagana de presentir la misma sensación escatológica que una mártir cristiana tuviera ante la desesperación de no poder elegir otra cosa. El pintor Frederic Leighton compuso en el año 1882 su obra Antígona con el gesto orgulloso de la joven helena ante la injusticia de lo que para ella era lo más sagrado: no respetar la sepultura de su hermano caído por el Estado opresor. Pero le faltaba, sin embargo, el sentimiento universal de amor divino. Le faltaba también la angustia y la nostalgia... Para relatar lo mismo, pero con lo que a Antígona le faltaba, el pintor italiano Francesco Nuvolone compuso en el año 1650 su obra Una santa mártir. Aquí sí observaremos la angustia y la nostalgia que, junto a lo sagrado del designio personal de ambas heroínas, las llevaran a un mismo sacrificio subjetivo. Pero no es un sacrificio gratuito el de ambas, no es un no querer vivir, es elegir, desde una actitud libre, el designio personal que su sentido en el mundo les llevase a ser consecuente con lo que creían. Sin dañar a nadie ni menoscabar la vida, sino haciendo de una elección personal solo la consecuencia correcta a una cruel alternativa, la opresión de una injusticia torticera que su conciencia, sin embargo, no admitiría para vivir. El filósofo ruso Nikolái Berdiáyev (1874-1948) alcanzaría un pensamiento donde la espiritualidad y el anti-autoritarismo definirían su filosofía. Su existencialismo espiritual comprendía un alma radicada en la Naturaleza pero donde el espíritu se hallaría ahora fuera del mundo. Para Berdiáyev la angustia y el sentimiento de nostalgia son rasgos propios del ser que enfrenta su conciencia con el mundo despiadado en el que vive. La angustia estará inserta ahora en el mismo sentido misterioso del ser; la nostalgia será una sensación de incompletitud ante la perfección del ser y su dificultad de lograrla.

Y ese crimen espiritual edípico hace a la libertad sujeto de la opresión racional por haber dejado de ser la libertad un medio y acabar siendo un fin en sí misma. Las dos mitologías creyeron que la libertad formaba parte (era un medio) de su creencia en la vida y en lo sagrado que suponía. Para Antígona no sepultar a su hermano Polinices fue un sacrilegio que no  podía tolerar su espíritu apesadumbrado. Para la mártir cristiana que el emperador romano la obligara a renunciar a su fe era exactamente lo mismo. Y esa elección es la libertad. Pero es la elección, no la libertad, el valor mismo o lo más virtuoso. Cuando se habla de libertad se olvida que es una elección y, sobre todo, que esa elección es la que es o no es virtuosa. Cuando la elección es el sacrificio personal ante la opresión es algo virtuoso. Cuando es un sacrificio ajeno la consecuencia de usarla no lo es. Cuando es un sacrificio gratuito o sin contrapartida trascendente tampoco. Por otro lado, cuando la libertad solo ejerce una voluntad irreflexiva, egoísta o lapidaria no ayudará a elegir el conocimiento necesario que permita distinguir entre lo conseguido material y lo apercibido trascendente. Y el Arte ayudará a vislumbrarlo. En las dos representaciones artísticas, la del academicista Leighton y la del barroco Nuvolone, podemos apreciar la mirada de un acto sagrado para ambas heroínas míticas. Es un hecho tan serio que no debería frivolizarse con la alegría estética con la que a veces se imaginan los sacrificios voluntarios. No es un rechazo a la vida es una elección consecuente que hay que tomar a veces, a pesar de amarla tanto como para perderla. Y fueron dos mitos con siglos de diferencia en la historia occidental los que originaron esa estética. Antígona en Grecia y la mártir en Roma representan lo mismo. Grecia y Roma, Atenas y Jerusalén. Razón y Fe. Y el Arte clásico nos lo recuerda ahora en toda su belleza.  

(Óleo Antígona, 1882, del pintor británico Frederic Leighton, Colección Privada; Óleo barroco Una santa mártir, 1650, del pintor italiano Francesco Nuvolone, Metropolitan Art de Nueva York.)


1 de septiembre de 2020

La Ilustración fallida y el atisbamiento de una verdad velada entre el aquí racional y el allí irracional.



Cuando la historia alumbrase una Ilustración donde lo racional fuera lo único existente y todo lo demás, lo no racional, acabara por diluirse en el trasfondo atrasado de una trascendencia superada, surgiría un pensador curioso que, amigo incluso del racional Kant, llevara al ser humano un cierto atisbo de irracionalidad que auspiciase por entonces el cuestionamiento de toda verdad. El filósofo alemán Johann Hamann (1730-1788) tuvo la fortuna de poseer un intelecto que le ayudase a soportar las dudas inmateriales que en plena Ilustración la humanidad había empezado a desarrollar con su racionalismo alejado de toda semblanza espiritual que pudiera imaginarse. Porque entonces el pensamiento avanzado no podría aceptar que hubiese nada trascendente que supusiera un menoscabo al imperio inmanente y poderoso de la razón triunfadora. Sin embargo, Hamann lo hizo, se alzaría incluso contra su amigo Kant y todos los ilustrados para reivindicar la completitud del ser humano más allá de la racionalidad militante. La Razón era sólo una parte no la totalidad de la personalidad del hombre. La vida humana era diferente, no un azar evolucionado más por las habilidades intrínsecas de un ser ahora avanzado en el Universo...  La humanidad de los hombres, pensaba Hamann, había sido regalada por un principio universal que, desde fuera de ella, había supuesto la grandiosidad más extraordinaria del mundo. También defendía el filósofo que el pensamiento era lo mismo que el lenguaje, y que éste no podía ser otra cosa que una característica muy especial entregada al ser humano por ese principio trascendente. Consideraba además que la pintura era anterior al habla, y que esos símbolos visuales estéticos llevaron a desarrollar el lenguaje de los humanos. Habría habido entonces una revelación inicial que había sido la que el hombre aprovechara para avanzar con sus defectos en el aferrado mundo misterioso de sombras y luces. 

En el año 1635 el pintor francés Nicolas Poussin compuso una obra que anticipaba simbólicamente, como una premonición prodigiosa, la pugna intelectual que el mundo tuviese un siglo después cuando la Ilustración llevase a la razón a su más inmanente sentido. En el año 70 de nuestra era el general romano Tito asediaría la ciudad de Jerusalén hasta acabar por tomarla y destruir su templo de Salomón. En su obra de Arte, Poussin nos muestra al general Tito subido a su caballo mirando hacia el templo en llamas, sorprendido ahora de que lo que él mismo estaba produciendo había sido profetizado ya siglos antes en el libro de Daniel. Fue entonces la fuerza poderosa de la razón de una estrategia romana inmanente frente a la providencia irracional de un sentido trascendente. Uno que justo ahora se estaba cumpliendo bajo la mirada asombrada de su firme ejecutor. Y la iconografía barroca de Poussin contrastaría la armonía clásica de las partes grandiosas del enorme edificio sagrado con el atropello sangriento y aterrador de las tropas imperiales. ¿Qué razones habría detrás de un acontecimiento como ese? Ninguna, no puede la razón encontrar ninguna causa. Y así como los cadáveres individuales seccionados y arrebatados a la vida en la obra de Poussin suponen un misterio inconcebible, del mismo modo el pensamiento del filósofo Hamann supuso un revulsivo en plena Ilustración racional, cuando defendiera entonces una visión distinta y contraria a la de la racionalidad progresista del siglo XVIII. El ser humano, decía Hamann, es una criatura divina, soberana y única, que no puede ser disuelta en una comunidad histórica donde la ciencia cree marginar con su progreso equivocado la ignorancia o la injusticia del mundo. Los seres humanos y sus destinos son muy diferentes, y la mayor sabiduría no estará en la razón ni en la ciencia sino en las experiencias que acumulan sus vidas individuales. Al pensador alemán los ilustrados les parecían unos paganos más alejados de la verdad universal que los mendigos o los vagabundos, unos seres que, por la inestabilidad o los tumultos de su arriesgada existencia, podrían acercarse mejor a la trascendencia del mundo.

En el siglo XII el monje Bernardo de Claraval escribiría una apología de la contemplación y de la recta sabiduría, también llamada por él la consideración: La contemplación es una intuición verdadera del alma personal sobre cualquier cosa. La consideración, sin embargo, es un esfuerzo del entendimiento para averiguar lo verdadero, lo cual a veces no impide que se tome una cosa por otra. Así pues, la contemplación es una certeza inmediata de las cosas, una intuición intelectual, mientras que la consideración es un tipo de conocimiento reflexivo y, por tanto, indirecto. Sin embargo, no ha de entenderse éste como un mero razonamiento abstracto y exterior de las cosas, permaneciendo irreductible la distinción entre el conocedor y lo conocido. Sino que es más bien como la proyección de un pensamiento que se repliega hacia el interior, sin otro objeto de conocimiento que su propio acto intelectivo. Sigue el monje cisterciense diciendo: La consideración ha de empezar siempre por uno mismo para no distraernos..., descuidándonos. ¿De qué nos aprovecharía ganar el mundo si nos perdemos nosotros mismos? Por muy sabio que seamos siempre nos faltará sabiduría si no somos sabio para nosotros. Pero, ¿cuánto de sabio? Todo lo posible. Porque también cuando conociéramos todos los misterios del mundo, todo lo contenido en la Tierra, en lo alto del cielo y en las profundidades del mar, si nos ignoramos a nosotros seríamos como el que construye sin fundamento, amontonando ruinas en vez de edificios habitables. Todo cuanto construyamos fuera de nosotros será como un montón de polvo expuesto a los vientos salvajes. Por tanto, no será nunca sabio quien no lo sea para sí mismo.

Pero esa consideración no debe confundirse con una interpretación subjetiva de las cosas, como si todo conocimiento debiera consistir en una elaboración basada en las facultades del individuo como un sistema cerrado y definido por sus limitaciones, pues eso sería una negación de toda trascendencia en dicho acto intuitivo y no habría una auténtica interiorización y realización de lo que debiera ser conocido. El sentido intelectual del conocimiento se mueve a sí mismo y está sostenido por sí mismo. Porque el conocimiento que solo es producido por algo exterior es un accidente, mientras que el conocimiento que se mueve a sí mismo es considerado entonces como sustancial. Y seguía diciendo Bernardo de Claraval: Si miro mi alma personal como es en sí no puedo pensar en otra cosa sino en su inanidad. Y es así porque si oponemos la finitud del individuo a la infinitud de lo absoluto quedará reducido aquél a la nada. El hombre, que es una nada en sí mismo, considerado una parte de algo más, lejos de anularse, no puede ser más que parte de divinidad, pues toda otra cosa quedará suprimida en el seno de lo absoluto, donde nada se pierde ni dejará de ser. Ese absoluto no se limitará al Ser puro, sino que designará lo que está por encima del ser individual, el ser de todos y cada uno de nosotros, con lo cual se conseguirá alcanzar a salvaguardar tanto la inmanencia como la trascendencia del mundo y, así mismo, superar su aparente oposición tan fallida. Ese es el sentido último del conocimiento: la naturaleza humana desvelada en su doble aspecto, entidad insignificante y, al mismo tiempo, entorno universal de la excepción misteriosa. Sutilmente expresada además como una imagen perfecta de aquella Jerusalén tan simbólica..., y pintada una vez su destrucción por Poussin en el  sutil y contradictorio Barroco.

(Óleo Destrucción del templo de Jerusalén por Tito, 1635, del pintor francés Nicolas Poussin, Museo de Historia del Arte de Viena, Austria.)

25 de agosto de 2020

Lo no admisible acaba llegando y entonces el gesto compensa apenas un instante la obtusa realidad.



La pintura histórica fue casi una tendencia artística en el último tercio del siglo XIX en España. Los pintores buscaban el éxito en los certámenes de Arte que primaban un estilo historicista que realzaba aún más el hecho artístico. Uno de esos pintores lo fue Manuel Gómez-Moreno González. De origen granadino, comprendió que su ciudad tenía los ingredientes idóneos para plasmar en un lienzo el impacto legendario más romántico que pudiera encontrar en la historia. En el año 1880 compone su obra Salida de la familia de Boabdil de La Alhambra. La historia nos cuenta los sucesos y vivencias de los pueblos y de los seres humanos que los representan. Estos son los protagonistas que, de alguna forma, producirán con sus vidas ese reflejo inspirador de instantes emotivos que determinarán los momentos más trascendentes de la historia. Serán como unos polichinelas entre las sinuosas aguas del cauce de los grandes acontecimientos. Cuando la guerra de Granada llegara a su fin en el año 1490 con la rendición de El Zagal, tío de Boabdil, que se había refugiado en Almería, al año siguiente los Reyes Católicos sólo se limitaron a asediar la fortaleza de la Alhambra en Granada, en donde Boabdil, el último descendiente de la dinastía nazarí, continuaba inútilmente resistiendo. Con el tratado de Granada de noviembre de 1491 se establecieron las condiciones de la capitulación nazarí. Dos meses después, el último rey de Granada abandonaba el palacio granadino para siempre. El pintor español reflejaría en su obra un momento muy inspirado, un instante estético que todo creador buscará en su intuición para poder plasmar una emoción en una obra artística.  

Porque poco tiempo antes el reino granadino no se podía imaginar que ese acontecimiento tan definitivo pudiese llegar a suceder. Sobre todo para Boabdil, que había sido engañado por las fuerzas cristianas en Lucena durante la primavera del año 1483. Entonces había sido capturado, pero los castellanos lo liberaron a cambio de un rescate y de una promesa de vasallaje, lo cual había sido una costumbre entre ambos bandos durante siglos. Pero, ahora, los Reyes Católicos no estaban por hacer lo mismo de siempre. Era más inteligente liberarlo que no hacerlo, ya que el reino nazarí estaba por entonces muy dividido entre Boabdil y su tío el Zagal, hermano éste del anterior sultán el rey Muley Hacén, y destronado por Boabdil un año antes. Esas luchas internas granadinas favorecerían a Castilla, así que liberar a Boabdil fue una estrategia en la determinación de obtener la rendición de Granada tiempo después. Sin embargo, para nada el joven rey pensaba entonces que las cosas fueran a dirigirse por ese trágico y definitivo camino. No era pensable para él, ya que, si había sido liberado, qué sentido tendría no mantenerlo como un reino vasallo, lo que había sido desde siempre una costumbre. Pero las cosas no permanecen como siempre, y lo no admisible una vez dejará de serlo para transformarse, luego, en una mueca trágica ante los acontecimientos irremediables de una senda insoslayable. Para la composición de su obra, Gómez-Moreno decide pintar la escena a las puertas de las estancias reales del palacio granadino. Y entonces el cortejo privado de Boabdil marcharía por la estancia engalanada hacia el patio de Comares, donde ahora sus sirvientes esperarían para partir hacia el exilio. Así fijaría en su lienzo el pintor ese histórico momento en el que la familia real dejaría la Alhambra granadina para siempre.

Pero son los gestos los que el pintor decide componer con la vinculación psicológica de los personajes conocidos de la historia. Y el instante reflejado en la escena histórica abunda ahora en tópicos, mitos o semblanzas que, sobrepasados, alcanzarán a reforzar el sentido más romántico de la historia. Pero, sin embargo, el artista español consigue hacerlo además con credibilidad estética; su Arte llevará a convencer iconográficamente lo que, históricamente, nunca sabremos de cierto si aquellos  gestos humanos fueron o no verdaderos.  Ahora el principal protagonista de la historia granadina no se ve siquiera claramente. Porque la figura principal de la obra, la personalidad que, hierática y enhiesta, abandona solemne ahora la estancia palaciega no es Boabdil sino su madre, la princesa Aixa. Ella es la que dirige una mirada despreciable a los que, según ella, no supieron defender a su hijo con todo el esfuerzo o la inteligencia debidas. Su hijo, el joven Boabdil, está ahora de espaldas, abrazando a uno de sus fieles servidores de palacio. Para la representación decimonónica la fidelidad de la historia es ahora lo de menos. ¿Cómo si no hacer una escena para que el mensaje artístico obtenga una gratificación tan estética? Cuando la historia tiene que ser representada en un instante, lo que toda pintura consigue hacer en un único momento estético, debe elegir la emoción ante cualquier otra cosa relevante, y ésta puede darse incluso aunque no sea más que una tendenciosa forma de hacer historia porque, ahora, ¿cómo podemos saber que no haya sucedido eso mismo, aunque no sea para nada muy correspondiente con la realidad psicológica de los personajes? La emoción estética cumple casi siempre con dos realidades artísticas inevitables. Primero, que justificará artísticamente la escena histórica, y, segundo, que nos llevará a reflexionar sobra la debilidad o la fortaleza de los personajes retratados. Pero, también conseguirá otra cosa más, la más importante de todas en el Arte: que nada de lo sucedido es ni más ni menos relevante que la propia vida, sino tan solo ahora una mera circunstancia estética más en la oscura e insignificante estela de los acontecimientos.

(Óleo La salida de la familia de Boabdil de La Alhambra, 1880, del pintor español Manuel Gómez-Moreno González, Museo de Bellas Artes de Granada.)

20 de agosto de 2020

El Arte es la alegoría más desdeñosa, esa que obvia todo lo que no sea el Arte mismo.



 El Arte no se deja vencer por nada que no tenga que ver con su objetivo único y último: expresar una conciencia inconcebible para nadie. Porque el Arte es la mayor voluntad egocéntrica que existe. Y lo es porque no va dirigido a nadie en concreto sino a todos. Y todos es el motivo más desdeñoso que pueda existir, ya que, ¿quién es todos? En este pronombre tan indefinido radica el sentido tan impersonal que el Arte ofrece con sus alardes estéticos. Es la humildad más aleccionadora que cualquier cosa pueda ofrecer a un individuo. Porque la cosa que vemos expresada en un cuadro sólo nos engañará si esperamos que algo de lo que expresa vaya dirigido a nosotros, el pasivo observador subjetivo del cuadro. ¿Cuál es entonces el sentido de observar un cuadro? No hay sentido alguno, sobre todo si el observador se mantiene perceptivo en un papel proactivo ante el mismo. Para que el Arte consiga su efecto el perceptor del Arte debe olvidarse de sí mismo. Sólo así el Arte consigue su objetivo indistinto. Por eso el Arte es la mejor ayuda en procesos neuróticos donde el ego del individuo domina su existencia, hasta el punto que la impide vivir con mesura. Al existir una entidad más egocéntrica y una voluntad tan poderosa, el observador del Arte consigue abstraerse en una experiencia que le devuelve una impresión donde el sujeto perceptor acabará absorbido por el afán tan desconocido de la obra. Hay algo siempre en una obra que nos dejará ofuscado ante las múltiples interpretaciones de la misma. Entonces, trataremos intuitivamente de acercarnos a la verdad de lo que vemos. Pero es imposible, ninguna verdad se alumbra en la vinculación impersonal de ese virtual acto perceptivo. Aun así, creeremos en ello. Nos dejaremos llevar por esa fruición antropológica que hace al ser humano necesitar creer en parte de lo que observa. 

A partir del siglo XVII el Arte se transformaría desde las formas sofisticadas y alejadas de la realidad expresadas en el Renacimiento y el Manierismo. Luego, cuando el Barroco llegó para tratar de salvar al hombre de su angustia estética, el Arte alcanzaría a representar con sutileza y cercanía lo que antes había logrado representar con altivez, artificialismo o belleza. Cuando el pintor florentino Giovanni Martinelli quiso homenajear el Arte con un lienzo barroco novedoso, llevaría el retrato de una hermosa mujer a una composición alegórica misteriosa. ¿Cómo armonizar el naturalismo de Caravaggio con el preciosismo de un acabado clásico? El Arte era todo eso, y su obra debía disponer de todas esas cualidades tan demandadas entonces. Sencillez, belleza, sofisticación y naturalidad. Así fue como el pintor florentino compuso su Alegoría de la Pintura. Pero, ¿qué clase de alegoría pictórica representa este retrato femenino? Las formas de poder entender una alegoría van desde las cosas que aparecen en un lienzo hasta la forma en que las mismas aparecen en él. Aquí la forma alegórica asociada con el Arte tiene que ver con el desdén iluminado que hace que una obra sea una admiración inalcanzable para nadie. Sin embargo, está ahí para nosotros, podemos visualizarla tanto como queramos para poder así ver cada alarde, manera, posición, mensaje o sutileza de sus formas. Pero, nada de lo observado llegará a ser dominado por la conciencia de un observador anheloso. Esta es la fuerza motivadora que todo Arte valorable tiene para permanecer eterno ante cualquier espectador necesitado de sentido. 

Porque el sentido en el Arte es imposible obtenerlo. No existe. La alegoría del pintor barroco consigue ahora ese efecto tan sutil de imposibilidad perceptiva en la mirada torcida e indeterminada de la bella modelo. ¿A quién está mirando? A nadie. Pero aquí el pintor quiere ir más allá con ese alarde iconográfico tan definitivo. Ella, la representación alegórica de la Pintura, está ahora mirando hacia la nada más absoluta de misterio. Como el Arte. Como el desdén más poderoso que Arte alguno lleve a cabo desde las formas estéticas de su dominio. Porque nosotros, los que miramos admirados el sentido de belleza estética, dejaremos que ese instante permanente desplace nuestro ego y nos acerque así a un sentido universal donde no haya voluntad, ni individualidad ni subjetividad alguna. Todo un poderoso momento efímero que nos hace olvidar de nosotros mismos y consigue llevarnos hacia el origen último de toda expresión artística. Un lugar donde la voluntad no existe porque es asimilada a un ámbito de percepción subyugante donde las formas dejan de ser lo que son para mostrar ahora otra cosa distinta. La Pintura es una experiencia casi mística, y por eso el pintor busca aquí la expresión menos relacionada y más absorbente con la que llegar a conseguir expresar ahora un rostro enigmático. El mismo que la Pintura consigue cuando nos aleja tanto de nosotros como de lo que vemos. Y esta indeterminación dejará en la mente del que observa la sensación de que la conciencia estética no es ninguna cosa definida sino la más incierta expresión que una representación universal pueda llegar a conseguir de una experiencia vivida.

(Óleo Alegoría de la Pintura, 1635, del pintor barroco Giovanni Martinelli, Galería de los Uffizi, Florencia.)

17 de agosto de 2020

El verdadero sentido de la relatividad del mundo fue expresado por el Romanticismo entre rasgos de brumosidad.



¿Es ahora cuando vivimos en la modernidad? Porque ayer, al parecer, lo hacíamos en la antigüedad... Qué pensarían entonces los habitantes de esa antigüedad, ¿vivirían ellos así, tan antiguos, hundidos en la perspectiva tan poco moderna de sus meras apariencias? Cuando el pintor romántico Turner fue a Roma para encontrar el sentido que su visión del Arte tuviese admirando el clasicismo más encumbrado en la historia, hallaría que el decadentismo de un pasado estaba irremediablemente unido al sentido artístico más actual del mundo. Pintaría años después, de memoria, una visión que él tuviese del ruinoso foro de la antigua Roma desde una de sus colinas modernas. Al lienzo lo titularía Roma Moderna, Campo Vaccino, y en él aparecen pobladores contemporáneos, edificios construidos en la misma época del pintor así como el resplandor maravilloso de las antiguas construcciones ruinosas tan artísticas. En su visión romántica nada es ni más ni menos real que el sentido artístico de lo que finalmente expresaría en su obra. Por eso la brumosidad de su lienzo responde a una necesidad estética más allá de sus realizaciones estilísticas tan particulares: hay una eternidad o, mejor dicho, una atemporalidad que el sentido de la historia imprime siempre de la visión que el ser humano tenga de la vida. ¿Somos la modernidad de lo de antes? ¿El pasado, es decir, lo que se dio antes de ahora, dejará de tener sentido real por una agregación de sucesos que, ahora novedosos, harán a lo anterior prácticamente nada? El pintor compone su obra romántica con el componente tonal prevalente de su color más dominante. Para el ánimo romántico el mundo es monocolor porque nada que lo distinga tiene que separar el sentido de su forma, el momento de su fin o la causa de su efecto. La grandeza del pintor fue nombrar la obra con el calificativo de moderna para la antigua ciudad imperial. Era la forma en la que el concepto frente a la imagen hacía una clara distinción temporal. Tan ilusoriamente creado estaba el sentido estético de su composición.

Doscientos años después de su creación, la obra de Turner nos es, sin embargo, absolutamente arcaica. ¿Dónde está ahí la modernidad que él quiso expresar? No la vemos por ningún lado, como tampoco veremos el contraste estético entre luz y oscuridad propio de sus obras. La luz en la obra de Turner es tan poderosa que no se ve incluso, que no existe realmente porque está en todas y en ninguna parte. Consigue el pintor romántico en sus obras hacer de la luz una metáfora, una especie de sinsentido que aporte dimensiones, efectos, distancias o sublime deferencia de unas cosas sobre otras. No hay nada de eso en esta obra romántica, sin embargo. La disposición de las cosas está ahora sintonizada dentro de un único esquema de luz que no sustancia nada, sino que accidenta o añade partes similares de las cosas que, emergentes por su diferenciación, parecen separadas no porque lo estén sino porque el pintor así lo procura con sentido. Para nosotros, seres actuales, no hay nada de modernidad en lo que vemos. Es ahora un contrasentido estético... ¿Cómo pudo calificar de moderno algo que no lo es? Pero es que el sentido estético de la obra romántica no fue ese, no tuvo nada que ver con la modernidad ni con el tiempo actuante. Es ahora una dislocación de cosas que el Arte hace para enfrentarnos con una perplejidad representativa. La realidad no es absoluta y el mundo no puede ser definido nunca en un tiempo dado. Siempre hay momentos posteriores que hagan inútil el calificativo de moderno. Para un observador contemporáneo la visión desde el lugar en el que el pintor situó su paleta, es la visión de un panorama no correspondiente a ningún referente temporal del paisaje. La representación de un efecto estético creativo no alcanzará nunca a añadir información real de un hecho, sino solo a emocionarnos con el sabio acontecer de su incisiva inspiración estética. 

Y la inspiración del pintor romántico fue mostrar la incongruencia de separar en tiempos distintos la grandiosidad de una creación artística. La belleza sobrevive en el hecho representativo y sobrepasará el efecto temporal de su distancia. No hay diferencia entre admirar una belleza de entonces y de ahora. Del mismo modo que no hay contraste entre la luz del atardecer o del amanecer en un paisaje. No refleja la obra nada especial porque no existe para eso, no compone con sus apariencias visibles el sentido material de un momento definido por el tiempo. No es necesario para trasladar a la emoción del que mira la verdad de lo que significa temporalmente. El Arte romántico viene a recomponer las diferencias espacio-temporales, cosas que en sus lugares inamovibles son lo único que aparece sin fisuras a los ojos insensibles de lo definitivo. No hay nada definitivo, como no hay nada comenzado del todo. El todo es una dimensión extendida que supera las diferencias encontradas por el desamparo de verlas separadas, sin sentido artístico, sin reflejo de lo que una emoción sea capaz de expresar en una imagen conciliadora de belleza. De una belleza atemporal, incondicional o versada solo en los alardes estéticos que pueda una composición creativa hacer de una parte señalada de la historia o del hombre. Nada hay que el tiempo descubra sin los valores universales de belleza que puedan hacer de un paisaje una obra de Arte. El Romanticismo surgió de ese sentimiento tan especial sin límites. Pura sintonía idealizada de una realidad universal sin la motivación humana temporal tan sensible que lo represente. ¿Por qué el mundo juzgará las cosas desde la concepción temporal de su magnitud cronológica? ¿Hay más verosimilitud, estética o la que sea, en un presente que en un pasado? El pintor Turner quiso contestar a esa pregunta con la brumosidad de su estilo tan moderno para entonces. Cuando la obra fue expuesta en la Royal Academy sería acompañada de un verso de Lord Byron: Ha salido la luna y, sin embargo, no es de noche y el sol todavía reparte el día con ella.  Como el poema romántico la obra de Turner evocaría la sublimidad perdurable de Roma, un lugar que habría sido para los artistas menos un lugar físico que un lugar especial en su imaginación tan desbordante.

(Óleo romántico Roma Moderna, Campo Vaccino, 1839, del pintor inglés Turner, Museo Paul Getty, Los Ángeles, EEUU.)


12 de agosto de 2020

El arrepentimiento es una virtud exclusiva de los dioses, no de ningún ser humano, cuya reflexión apenas cambiará...



Cuando el Arte quiso expresar la tragedia clásica más terrible de la mitología griega, Medea, recurriría o al Romanticismo de Delacroix con el acto cruel representado mientras se lleva a cabo, o a su contrario en el Arte, el Clasicismo, con en el momento justo del instante anterior al hecho trágico, cuando el ser aún divaga o piensa ahora en lo que acontecerá luego.  Pero también, como en todo acto humano, hay un periodo posterior al hecho, ese momento en el que el ser es consciente de sus consecuencias para él o para el futuro. El arrepentimiento es, sobre todo, una virtud personal, una profunda congoja interior que un individuo padece para sí mismo, para su realidad íntima con respecto a lo que ha hecho. Porque lo irremediable es imposible ya cuestionarlo, ni siquiera plantearlo como una redención posible frente a un futuro. Si lo que se dirime en la conciencia luego de cometer un hecho luctuoso es el futuro, es que el arrepentimiento no es interior sino exterior, calmará otras conciencias o el hecho material de lo que pueda suceder en otras ocasiones de inapropiado para el sujeto o su entorno. Pero no cambiará nada en lo más íntimo del individuo responsable. No habrá lección moral ni comprensión real de lo sucedido. Por eso el arrepentimiento no es nada en sí mismo, ya que no se puede volver atrás. Y toda reflexión posterior a un hecho puede cambiar apenas el gesto en una impostura inevitable que solo durará el tiempo necesario de la desolación. Hablamos de hechos realizados con premeditación, no de accidentes. Ese fue el caso de Medea. Terminaría con la vida de sus hijos consciente de ello, y por eso el Arte la representaría antes, durante y después... Pero sólo el después, el tiempo menos artístico de los tres, alcanzaría a llevarlo a cabo un desconocido pintor español en el año 1887. Menos artístico porque en el Arte los hechos consumados no tienen razón estética, no tienen trascendencia. O se dirime antes lo que sucederá o se describe emotivo el hecho mientras se produce. En uno hay grandeza: estamos aún a tiempo de cambiar, en el otro hay emoción dramática: se realiza el hecho y en su sacrificio actual está la tragedia realizándose. Pero, ¿y después, qué hay o qué sentido tiene?

Germán Hernández Amores (1823-1894) se había formado en la prestigiosa Academia de San Fernando de Madrid, pero también recibió el influjo de clásicos pintores franceses e italianos donde adquirió un sentido academicista tan romántico como realista. La cultura grecorromana y la tradición judeocristiana habían sido sus dos grandes temas para plasmar un lienzo artístico. En el caso de esta obra academicista, Hernández Amores busca en la mitología más trágica el relato de Medea y sus hijos malogrados. Pero, a diferencia de los clásicos antiguos, que privilegiaban el momento anterior a la tragedia, o de los románticos, que primaban mejor el instante mismo de la tragedia, el pintor español decide el tiempo donde ni la divagación reflexiva ni la actuación sangrienta tienen sentido. Aquí ya no hay celos, ni amor, ni pasión, ni orgullo, ni ambición, ni parálisis ni desgarramiento. Sólo distancia, solo ingratitud ajena, sólo lamento, sólo hundimiento personal que, sin embargo, podría llevar o no a la salvación o al enmascaramiento. Llevará a la salvación si el sentido de su gesto se corresponde con su interior más sincero de afirmación ante lo sucedido, algo inevitablemente realizado, aunque arrepentido desde la transformación personal del individuo, no desde la relación con el medio, con los otros o con su futuro. Por eso la mayor redención es auto-aniquilarse después (también la forma artística más llamativa para salvar la representación posterior de cualquier hecho), cuando no hay impostura en su gesto sino consecuencia honesta. Medea, según la mitología y sus relatos posteriores, no acabaría con su vida, vagaría por el mundo buscando la absolución, la comprensión o la paz perdida. En esta pintura de Hernández Amores se aprecia la huida posterior al hecho donde dragones o serpientes llevan a Medea en el carro de la muerte hacia un lugar imposible con la vida... Es ahora su gesto lo único que delatará su arrepentimiento. El pintor consigue expresar esa incertidumbre que el Arte en estos casos no lograría, sin embargo, llevar nunca a la genialidad artística. ¿Por qué? Porque no es creíble estéticamente que una venganza sea inmediatamente después contradicha.

Aun así, la obra dejaría abierta esa posibilidad tan humana del arrepentimiento interior más sincero, aquel que no tendría más sustancia de ser que ante uno mismo y sin que el resto del mundo influyese para nada en su realización. El pintor academicista consigue, sin embargo, una versión también romántica de su mitología. Por eso esta obra rezuma cierto eclecticismo artístico que va acorde con cierto eclecticismo moral. Esa fue, tal vez, la virtud iconográfica de su autor al atreverse a hacerlo así. Algo que los críticos o los admiradores de cierta pintura clásica no supieron ver en la obra entonces. O, como sucede a veces en el Arte, no toda representación artística es objeto afortunado de reconocimiento justo. ¿Es esta misma injusticia la que el sujeto actor de un hecho luctuoso llevará siempre cuando se produzca un arrepentimiento? En el Arte podemos ver la obra cuantas veces queramos y analizarla con todas las observaciones posibles, pero, y en el arrepentimiento, ¿alcanzaremos a vislumbrar su verdad? Esto es imposible. Porque el arrepentimiento no es un hecho estético sino ético. El pintor consigue su efectismo estético con su Medea porque la mirada que vislumbra el gesto de ella es la de los que ahora vemos el cuadro, no la de los que podamos juzgarla por su acto ante ella. Su gesto en lo estético es  ahora salvador para nosotros, no para ella; su gesto en lo ético sería solo salvador para ella si fuese honesto y auténtico. Es lo que representa para nosotros ahora lo que el cuadro consigue expresar con su efecto estético. Y lo que consigue es transmitir la congoja arrepentida que de un dolor tan inmenso solo pueda traducirse ahora con la empatía más estética. Vemos a Medea llevando en sus brazos el fruto de su desesperación y de su dolor mismos. Vemos su gesto convincente, a pesar de ser el mismo que cualquier arrepentimiento, posiblemente, solo llevara a serlo estéticamente. Pero, ahora no, ahora el pintor consigue transformarlo en una emoción que, llevada por lo estético, alcanzará una semblanza ética en la imagen de su expresión. Pero sólo en su expresión artística. El Arte no puede ir más allá. Con eso bastará. Así obtiene el Arte el fruto de su recompensa: ese arrepentimiento anticipado que, por ejemplo, cualquier posible observador llevase a bien sentir ahora al admirar, alejado, el sentido tan profundo de una obra como esta.

(Óleo Medea, con los hijos muertos, huye de Corinto en un carro tirado por dragones, 1887, del pintor español Germán Hernández Amores, Museo del Prado, Madrid.)