28 de septiembre de 2011

Decidir es el destino inevitable, aunque la paz es lo contrario, estamos condenados a decidir.



Turquía es uno de esos países afortunados que han recibido -como un maravilloso regalo cultural- uno de los pasados más ricos, gloriosos, extensos, densos y diversos de toda la historia. Cuando uno de sus muchos reinos antiguos -Caria- poblaba sus orillas en el siglo IV a.C., consiguió prosperar con bastante fortuna gracias a su situación geográfica entre Europa y Asia. Hasta que su poderoso rey Mausolo falleció dejando a la reina, su hermana Artemisia, desolada en su dolor. Tanto era éste que, para atenuarlo, decidió mezclar en sus bebidas parte, cada día más, de las cenizas difuntas de su amado rey-hermano. Después de ordenar construir para él una de las más grandes tumbas levantadas a nadie (llamadas desde entonces mausoleos), Artemisia acabaría, a causa de su obsesiva bebida letal, muriendo poco a poco. Dos grandes pintores del Barroco compusieron a la famosa afligida Artemisia de Caria.

Pero lo hicieron con dos formas muy diferentes de entender, sin embargo, un mismo sentido iconográfico. Francesco Furini y su apasionado, seductor y misterioso barroco italiano y el gran Rembrandt y su grandioso, perfecto y exquisito barroco holandés. Ambos pintan el mismo personaje pero ambos muestran a dos personas muy diferentes. ¿Cuál de las dos obras elegir donde se reflejara mejor el espíritu de la leyenda? Porque las dos son grandes obras maestras del Arte. Nuestra sensación al pronto puede elegir una de las dos, o las dos, o antes elegir una y después la otra. Pero, seguro que el conocer la leyenda nos puede hacer cambiar nuestra elección. Los sentimientos son algo pasajero, aunque los amantes deseen prolongarlos, esa no es la naturaleza -permanecer- de lo que están hechos. Los sentimientos, como las sensaciones en general, son propias del momento. Sí es cierto que la capacidad emocional o intelectual del ser humano permitirá ampliar -más bien recordar- ese sensible momento, hacerlo parecer un continuo. Pero no es así, realmente, hay separaciones, hay intermedios, a veces recurrentes o, casi siempre, eternos.

Por eso la perspectiva -el distanciamiento- es fundamental para llegar a entender todo en la vida. Cualquier decisión inteligente requiere siempre de un tiempo. El tiempo nos hará ver las cosas con más claridad. La fugacidad sentimental existe porque el cerebro se condiciona de la emoción del momento e interpreta la realidad de un modo exagerado. Por ejemplo, cuando nos sobreviene el dolor necesitamos un tiempo para abandonarlo, aunque no todos el mismo. Y, entonces, después, hasta mejoramos. Pero, sin embargo, estar luego mejor sólo te quita el dolor -una sensación-, no cambia en nada la situación real. Los historiadores sólo pueden comprender mejor la historia cuanto más de lejos la vean. El alejamiento cronológico y emocional es fundamental para la comprensión de lo vivido, tanto de lo ajeno como de lo propio. Nuestra mente nos condiciona además, porque es el cerebro -nuestro ADN- el culpable de todo esto, en el ADN está escrito cómo debemos comportarnos y cómo responder a la evolución.

No somos del todo libres, por tanto. Lo único que tenemos que nos pertenece verdaderamente -y por tanto nos puede ayudar- es nuestro conocimiento. Esto es lo que nos puede hacer libres, poderosos y felices. A veces la vida nos regala, sin querer, cosas que no sabemos aún que son un regalo. Y no es que objetivamente lo sean, sino que sin eso, casi siempre, es más duro vivir, aunque nunca seamos, exclusivamente, ni libres ni poderosos ni felices. Por mucho que se asemejen los hechos de la vida a nuestros sueños, éstos siempre serán mejores, más perfilados, más completos, intemporales, perfectos o únicos. Por eso nunca seremos felices por siempre, porque nuestros sueños -ilusiones vanas- no nos dejan serlo, dado el contraste emocional entre la realidad y nuestra ilusión. Sólo podemos, si acaso, engañarlos, hacer ver a nuestros sueños como si no fuésemos dichosos, dejar así que sean ellos siempre -los sueños-, aparentemente, los que ganen la partida vital. Hay veces que nos pueden las circunstancias, es cierto, pero, sin embargo, ese debe ser el momento en el que más debamos ser nosotros mismos y ¡decidir! Dejar entonces que las circunstancias sean tan sólo eso, algo contingente, accesorio, algo que rodea ocasionalmente lo esencial, lo más importante, lo más auténtico: nosotros mismos.

(Óleo del pintor italiano del barroco Francesco Furini, Artemisia recibiendo las cenizas de Mausolo, 1630; Óleo del gran pintor del barroco holandés Rembrandt, Artemisia recibe las cenizas de Mausolo, 1634; Grabado del siglo XIX, La gruta azul, Capri, Italia, Libreria del Congreso, Washington; Óleo del pintor Antonio Zanchi, Abraham enseñando astrología a los egipcios, 1665; Cuadro del pintor español Darío Regoyos y Valdés, 1857-1913, La playa de Almería de noche, 1882; Cuadro del pintor español José de Ribera, Filósofo con espejo, Amsterdan; Óleo del pintor italiano del siglo XVIII, Pompeo Batoni, 1708-1787, Alegoría de la Guerra y la Paz; Cuadro del pintor escocés, del movimiento contemporáneo, Jack Vettriano, de su serie 1992-2000; Cuadro El perdón, de la pintora actual española Mónica Ozámiz; Óleo del pintor Antoine Wiertz, La bella Rosine, 1847; Dos imágenes del mismo monumento veneciano, dos miradas diferentes, dos estilos distintos, dos emociones dispares de una misma realidad, ¿cuál decidir de ellas?: cuadro del pintor británico romántico Turner, San Giorgio Maggiore y el atardecer, 1840; Óleo del pintor impresionista francés Monet, San Giorgio Maggiore al atardecer, 1908.)

20 de septiembre de 2011

La incapacidad para entender el pasado: la ignorancia, el cinismo y su exención.



Las gestas medievales europeas fueron relatos épicos contados por los pueblos de las historias grandiosas de sus héroes. En esas historias relatadas los héroes habrían ofrecido su valor, su grandeza y hasta su vida en sus grandiosos hechos malogrados. Consiguieron influir culturalmente en sus pueblos, los mismos pueblos a los que ellos habrían tratado honestamente de servir. Los poetas medievales utilizaron los acontecimientos históricos -medio verdades y medio leyendas- para glosar en la Literatura de los primeros idiomas europeos -herederos del latín- la más exquisita por entonces belleza lírica. De este modo comenzaron dos cosas importantes en la historia occidental europea: una literatura medieval precursora de la posterior novela del siglo XVII y una epopeya nacionalista que daría origen, tiempo después, a los primeros estados europeos. Estos pueblos europeos iniciaron así, en una gestación de siglos, la consolidación política y social que alcanzaría su cenit en los momentos álgidos del Renacimiento. Una de las primeras y más hermosas gestas escritas por entonces en lengua anglonormanda (francés hablado en la Inglaterra del siglo XI) sería el conocido como Cantar de Roldán. Fue en el siglo XI cuando los poetas comenzaron a destacar más la belleza de unos versos que el veraz relato de unos hechos. Esa gesta medieval francesa -el Cantar de Roldán- glosaba al gran emperador franco Carlomagno. En ella se cuenta cómo este rey decidió en el año 773 conquistar a los musulmanes la antigua Hispania visigoda. Sigue el poema describiendo que el emperador dedicaría siete años a la campaña hispana, que lograría vencer algunas batallas y que, finalmente, se apoderaría de algún rey árabe de Al Andalus.

Pero sobre todo nos cuenta el Cantar cuando el emperador, satisfecho de su acción bélica en Hispania, regresa hacia su corte francesa y su retaguardia padece ahora una terrible traición. Una emboscada que acabaría con la vida de uno de sus mejores oficiales, el caballero Roldán. Este caballero franco responde con la majestuosa y valerosa acción que sólo los grandes héroes pueden tener: entregar sin desfallecer ni huir su mayor tesoro personal, su vida. Sin embargo, la verdad histórica fue muy diferente a la leyenda. Cuando el emir cordobés Abderramán I rompe ese mismo año 773 con el califato de Damasco -el máximo poder musulmán en el mundo-, algunos altos funcionarios hispano-musulmanes no estuvieron de acuerdo con él. El gobernador árabe de Zaragoza se mantuvo fiel a Damasco, pero hubo otro, el gobernador musulmán de Barcelona, que decidiría incluso visitar al rey franco Carlomagno para conseguir su apoyo frente al rebelde Abderramán. El astuto rey vio entonces una oportunidad para establecer su poder al sur de sus fronteras. Para ello formaría un gran ejército con el que se dirigió salvando la cordillera pirenaica hacia Zaragoza, una ciudad hispano-árabe que estaba siendo dominada entonces por las huestes decididas del rebelde Abderramán. La ciudad hispano-musulmana no pudo ser tomada entonces -ni nunca- por el decidido emperador. Frustrado Carlomagno, toma como prisionero al gobernador musulmán al creer haber sido engañado. Regresa con él a su patria por donde había venido, el camino de Roncesvalles, después de haber estado sólo siete días, no siete años, en tierras hispano-musulmanas. En su camino de regreso el ejército franco tuvo un encuentro sangriento con mesnadas musulmanas, guerreros árabes que lograrían rescatar al gobernador musulmán. Luego, cuando la cabeza del ejército de Carlomagno había cruzado la frontera, su retaguardia -aún en la península-, desperdigada y solitaria, sufriría un ataque de los nativos autóctonos vascos de aquellas tierras fronterizas. Murieron todos los francos a este lado de la frontera, incluso el marqués de Bretaña, el distinguido caballero Roland. Esta fue la historia real, la otra la leyenda. Pero, entonces daría igual. Tampoco se podían verificar los hechos claramente. Estos sólo sirvieron si acaso para adornar luego una heroica gesta que sería decisiva en la cristalización de un poderoso e importante imperio cristiano europeo. Y para su Literatura también.

Al parecer no fue Napoleón quién dijese: quien olvida su historia está condenado a repetirla; fue un filósofo norteamericano de origen español, Jorge Ruiz de Santayana y Borrás (1863-1952). Si los seres humanos son incapaces de entender lo que les ha pasado, ¿cómo van a ser capaces de entender lo que les pasa? La auto-indulgencia propia del cinismo más elaborado, hipócrita, escurridizo, ignorante, complaciente y descarado, es una actitud que algunos seres humanos suelen disponer a veces. Es así cómo, creen ellos, se protegen frente a los otros, a los seres diferentes, seres más peligrosos, seres contrarios a sus intereses desalmados. Pero también se acercan de ese modo a la ignorancia, al desconocimiento más terrible y desastroso. Porque sólo afrontando los hechos y la realidad de lo que somos y hemos hecho podemos decir que somos personas. Porque no sólo por nacer, llevar un apellido determinado, mostrar un rostro sereno, disponer de crédito, haber pagado las cuotas o ser indemne a las críticas significa que seamos personas. Se necesitará algo más, se necesitará aceptarse y reconocer al otro, comprender esa relación inevitable para tratar ahora de un modo inteligente alcanzar la excelencia mínima, ese conocimiento que nos permitirá por fin poder vivir juntos en el mundo. El pintor belga René Magritte (1898-1967) comenzaría plasmando en sus lienzos trazos impresionistas hasta que en los años veinte tendencias más modernas le atrajeron hacia el cubismo o el futurismo artísticos. Sin embargo, hubo otra cosa que también le sedujo por entonces. El comunismo había hecho su entrada por la senda de la revolución más inspiradora, seductora, comprensible, necesitada y esperanzada de todas las habidas hasta entonces en la historia: la revolución rusa del año 1917. En esos primeros años del siglo XX, años desesperados e insatisfechos, algunos artistas comenzaron a enfrentarse con los convencionalismos de una desarrolla sociedad burguesa. Esa sociedad había alcanzado su máximo esplendor pero sin llegar a satisfacer del todo.

Y por entonces ya no se podría ir más allá: o se aceptaba o se enfrentaba. Hubo varias opciones políticas, sociales y artísticas para encararla. Una de las artísticas más radicales lo fue el Dadaísmo. Había que romper con todo lo anterior, con la cultura y con la sociedad sofisticada, porque ya no servirían para nada según los dadaístas. Ahora -en aquellos primeros años del siglo XX- la creación artística -la belleza representada- y la propia vida -la sociedad alienada- se unirían en un diferente, provocador y original modo de hacer todo ya diferente a lo de antes. El racionalismo en todas sus formas de expresión era por entonces el enemigo para los dadaístas. Todo lo que no fuese el Dadaísmo no servía. El movimiento surrealista surgió pronto de ahí. En lo social y en lo político coincidió el auge del comunismo -fue contemporáneo- con esa nueva tendencia surrealista. Los creadores de entonces -principios del siglo XX- entendieron que esa filosofía social tan radical -el comunismo- era la única solución posible para salvar al hombre y a su mundo fracasado. René Magritte encontraría en ambas cosas, en el surrealismo y en el comunismo, la síntesis perfecta para describir las contradicciones del ser humano y de su sociedad alienadora. Colaboraría él así, como tantos otros, en aquellos años inocentes. Pero tiempo después, en diferentes momentos de su vida, Magritte cambiaría de opinión en al menos tres ocasiones con respecto al comunismo. La reflexión vencería por fin y la ignorancia dejaría ya de alimentar los criterios que inspirasen al artista. Comprendió el pintor belga entonces la falsedad del mensaje de liberación que expresaba el comunismo. Y vio que el Arte sería al fin el único camino posible para entenderlo todo y tratar de salvar al hombre de su propia contradicción histórica. De ese modo, y sin saberlo por entonces exactamente así, el autor surrealista acabaría con el tiempo por acertar en su deseo.

(Óleo La venus del espejo, del gran pintor español Velázquez, ejemplo máximo de belleza, excelencia y modelo en la Historia del Arte, 1648, entregada esta obra, junto con otras del arte español, al duque de Wellington en el año 1813 por el desastroso rey Fernando VII como agradecimiento por devolverle el trono español (*), Museo National Gallery, Londres; Óleo del pintor francés Jean Fouquet, Muerte de Roldán, 1460; Cuadro del pintor dadaísta Kurt Schwitters, El Alienista, 1919, ejemplo de desprecio por lo que había sido el Arte anteriormente, Museo Thyssen, Madrid; Cuadro del pintor surrealista belga René Magritte, Libertador.)
(*) Hecho histórico incorrecto, aclarado en un artículo de Velázquez.

16 de septiembre de 2011

La resistencia y la fuerza de un pueblo: cuatro semblanzas llenas de valor, arrojo y carácter.



Cuando la antigua Roma había culminado todas sus instituciones políticas y militares, hacía ya doscientos cincuenta años que la República romana había comenzado su andadura imparable. Fue este sistema político romano, apoyado en un Senado poderoso, el que propiciara el auge imperial que llegaría luego a conquistar todo el mundo conocido. Durante el decisivo siglo III a.C., dos estados mediterráneos estarían condenados a enfrentarse para detentar la hegemonía mundial de aquel Occidente. Uno era Roma y Cartago el otro. Pero antes de eso debemos ir hacia atrás para conocer parte de esa historia conflictiva. Los fenicios fueron uno de los pueblos civilizados más antiguos del mundo, en su expansión hacia el occidente mediterráneo, consiguieron asentarse en un maravilloso enclave geográfico de la costa norteafricana. Y en ese lugar -la actual Túnez- fundaron la ciudad de Cartago. Pronto acabarían estableciendo formas políticas cuasi democráticas en ese enclave mediterráneo, pero, sin embargo, formas muy militarizadas con estrategias de conquistas que les obligaron a ir mucho más allá de sus fronteras . Y la mejor perla geográfica entonces por conquistar fue la cercana península Ibérica. Situada en el poniente mediterráneo y llena de riquezas naturales, fue la primera gran conquista que hiciera Cartago. La Ispania cartaginesa terminaría siendo el campo de batalla donde los dos titanes de la antigüedad, Roma y Cartago, acabarían luchando hasta la muerte. Pero, donde los romanos terminarían, luego de algunas batallas humillantes, ganando finalmente toda la guerra.

Los celtas eran un pueblo de origen indoeuropeo, es decir, que procedían del fecundo valle del Indo en Asia. Realmente ese gran tronco étnico -el indoeuropeo- fue el origen de todos los pueblos europeos más importantes. Todos estos pueblos europeos procedían de la misma caterva emigrante de aquel oriente madre indoeuropeo, aquel que se expandió hacia el lejano occidente virginal. Estos pueblos fueron celtas pero también griegos, y germánicos, romanos y hasta vikingos, pueblos que descendieron de aquel fluir indoeuropeo que se produjo entre el año 4000 hasta el año 1000 antes de Cristo. Pero el comienzo de ese famoso siglo III a.C. llevaría a los celtas a distribuirse marginalmente por el noroeste de la península Ibérica. Se acabaron mezclando con otros pueblos, los Iberos, y llegaron a medrar en el interior de las mesetas de la España de finales de la edad del Hierro, cuando por entonces dos civilizaciones mediterráneas, la cartaginesa y la romana, comenzaban a competir por el imperio global sin miramientos bélicos. Los romanos tomaron la iniciativa y consolidaron la conquista de la península Ibérica en el año 197 a.C. Y entonces crearon dos provincias para su imperio romano, las más antiguas de la historia de España, la Hispania Citerior y la Hispania Ulterior. Como consecuencia de su victoria sobre Cartago en el año 146 a.C., los romanos, cuatro años más tarde, acabaron adentrándose aún más en el interior salvaje de toda aquella península ambicionada.

Los pueblos autóctonos de Iberia, los celtíberos, no se dejaron fácilmente sojuzgar, así que se enviaron muchos ejércitos romanos para acabar con ellos como fuese. La fuerza de Roma aplastaba, poco a poco, cada asentamiento enemigo. Sin embargo, uno de ellos se resistió. Varios generales romanos frustraron sus ambiciones en ese maldito lugar hispano. No hubo manera, ya que el asentamiento celtíbero rebelde estaba sólidamente amurallado desde hacía tiempo, y la fiereza y resistencia de sus gentes les llevarían a pasar a la historia con un famoso desastre. Numancia -en la actual provincia de Soria- no pudo ser dominada, sin embargo, por el más grande ejército que haya existido jamás. Allí fracasaron durante casi veinte años ocho cónsules romanos al frente de sus ejércitos. Así que sólo pudieron los romanos enviar en el año 133 a.C. al gran general Publio Cornelio Escipión Emiliano, nieto de otro famoso general romano, Escipión el Africano, el que venciera casi setenta años antes al gran Aníbal en suelo cartaginés. Este general romano, Escipión Emiliano, sitió dura, cruel, despiadada y eficazmente la ciudad de Numancia. Quince meses después entraría por fin Escipión Emiliano a caballo dentro del abatido recinto amurallado. Entonces lo que vieron sus ojos nunca lo olvidaría: sus habitantes se habían suicidado antes de rendirse.

Cuando los norteamericanos consiguieron derrotar la escuadra española en las Islas Filipinas a finales de la primavera del año 1898, el gobierno de Madrid se rindió ya inevitablemente. Las órdenes desde España fueron claras para sus soldados: abandonar el archipiélago filipino. Este archipiélago del Pacífico había sido por más de trescientos años colonizado y administrado por España desde su lejana metrópoli. Así que, ahora, todos los militares y efectivos españoles debían embarcar hacia España y abandonar las islas Filipinas -su mejor dominio en el Pacífico- definitivamente. Todos cumplieron, cansados, resignados y deseosos, las órdenes de retirada. Todos salvo un aislado destacamento militar. En la isla de Luzón -la más grande e importante isla del archipiélago filipino-, a sólo unos doscientos kilómetros al norte de la capital filipina, se encontraba la pequeña localidad de Baler. Allí en el verano del año 1898 un grupo de militares españoles seguían sin rendirse, desinformados, ignorados, ajenos y firmes, refugiados en un recinto militar y en la cercana iglesia del pueblo. Este heroico suceso pasaría a ser conocido en la historiografía de la resistencia y la heroicidad más excelsa con el nombre de El sitio del Baler.

A principios del verano del  año 1898  España tuvo que renunciar al dominio de las Islas Filipinas como consecuencia de la Batalla naval de Cavite, producida en mayo de ese mismo año. Entonces toda la escuadra española en el Pacífico fue hundida intencionada y vilmente por los norteamericanos. Sin embargo, los cincuenta militares españoles destacados en Baler nunca creyeron las noticias -insidiosas para ellos- de esa incomprensible rendición incondicional. Las comunicaciones eran muy precarias y, sobre todo, las estrategias del enemigo -pensaban ellos- hacían del todo inseguro que la rendición fuese verdad. Sin recursos del exterior, extenuados, heridos, hambrientos y aislados, sin nada más que su carácter y valor, esos héroes españoles consiguieron mantener su bandera alzada en ese lugar durante todo un año después de la ignorada rendición. En los difíciles momentos de la República española, durante los años 1931 a 1936, se produjeron unos tristes, desalentadores y crueles acontecimientos muy violentos. Pero, quizá, ninguno como el sucedido en la aldea de Casas Viejas a principios del año 1933. En la provincia de Cádiz, en la serrana comarca de Medina Sidonia, unos campesinos anarquistas se solidarizaron con las revueltas revolucionarias más radicales de entonces, unos hechos que habían empezado a desarrollarse en toda España como consecuencia del triunfo democrático de la derecha en una República por entonces claramente muy radical.

El gobierno republicano pasaría así unos de los momentos más peligrosos de su pequeña historia. La revolución tan salvaje podría acabar con el incipiente régimen. Así que la reacción gubernamental fue tajante: había que terminar a toda costa con esos exaltados. Las fuerzas policiales republicanas no dudaron en actuar con firmeza y los anarquistas de aquella pequeña población gaditana se refugiaron en una destartalada, raída y rústica vivienda. Allí, sin miramientos ni negociación, fueron acribillados y ajusticiados todos los anarquistas rebeldes. Incluso fue incendiada la vieja casa rural donde se protegían ellos. Todos fallecieron allí. No consintieron salir ni rendirse. Luego de aquello, después de todas las historias de enfrentamientos larvados en esa República improvisada, una guerra civil fue el único modo, al parecer, de dar fin a tamaña locura política. Los que se sublevaron ahora fueron los militares, que decidieron resolver así lo que ellos pensaban era un caos catastrófico. La rebelión militar comenzó por el norte y el suroeste de España. Sin embargo, quedaron reductos militares rebelados dentro de zonas republicanas. Uno de esos reductos fue el cuartel de Simancas, situado en la asturiana y bella ciudad de Gijón. Era un recinto que no había sido construido como cuartel militar propiamente sino todo lo contrario, había sido antes un inocente colegio religioso. El Ejército de la República consideró que allí bien podría instalarse ahora un regimiento castrense.

En los primeros días del alzamiento en julio del año 1936 pudo su coronel engañar a los milicianos para que se alejaran ahora de Gijón marchando hacia Madrid, ya que en la capital española se necesitaban más fuerzas milicianas para poder defenderla. De ese modo dejarían al cuartel y a Gijón a salvo -pensaban ellos- de las belicosas tropas milicianas. Pero, sin embargo, también quedaron solos y rodeados luego de fuerzas republicanas enemigas. El coronel aprovecharía ese fatídico momento para parapetarse entre sus muros y defender así lo que ellos creían era su deber. Cuando los milicianos volvieron después comprendieron el engaño. Fueron entonces asediados los rebeldes de Simancas durante casi todo un mes sin piedad. No hubo tregua. No hubo rendición, tampoco. Todos murieron allí. Aquí, como en Numancia, en Casas Viejas o en el Baler, la incomprensible -por demasiado poco humana- fuerza interior de algunos seres, imbuidos ahora de una extrema y poderosa resistencia, volvería a representar así su dramático destino más fatal o irracional incluso. Eso mismo que un pueblo, una forma de entender la vida y un carácter no pudieron eludir ni siquiera entregando lo más valioso que ellos tuvieran entonces: sus propias vidas.

(Cuadro del pintor español Alejo Vera, 1834-1923, El último día de Numancia, 1880; Fotografía de los héroes del Baler de Filipinas, Madrid, 1899; Imagen fotográfica de los cadáveres de Casas Viejas, 1933; Fotografía del sitio del Cuartel de Simancas, Gijón, 1936; Imagen de la aldea de Casas Viejas, Medina Sidonia, Cádiz, España.)

11 de septiembre de 2011

Más allá del puro goce estético o cuando la inquietud liberó la emoción: el Arte moderno.



A finales del Impresionismo algunos creadores sintieron la necesidad de expresar las formas de otro modo. Llegaron a despersonalizar esas formas frente al color, llegando a esbozar la primera impresión que vieran en la naturaleza de manera distinta a como lo hacían los impresionistas. Entonces, el Arte de plasmar belleza comenzaría a dar los primeros pasos hacia su culminación definitiva. Había llegado ya el final de la pintura primando las formas bellas sobre cualquier otra cosa. Se presentía por entonces que algo debía hacerse de otro modo. Era más que innovar: era ir mucho más allá que sus maestros; era ser original a pesar del propio Arte, de que incluso éste dejara de ser lo que había sido hasta entonces. Así que, durante el año 1907, unos creadores europeos empezaron a revolucionar la forma de pintar en el mundo. A partir de ese momento todo estaría permitido para expresar, con trazos y tonalidades diferentes, aquellas emociones primigenias que el ser humano hubiera sentido antes siempre desde los albores de su prehistoria. El Cubismo se asomaría entonces tímido, pero convencido de que las dimensiones bellas de las formas estéticas no eran cosas que pudiesen servir ya para manifestar sentimientos artísticos en un lienzo. En la primavera del año 1907 Pablo Picasso (1881-1973) se atreve, por fin, y pinta un cuadro que inicia el movimiento cubista. Con ese movimiento comenzaría la muerte de todo el Arte anterior, fuese clásico o no.

Su obra Las señoritas de Avignon trató de mostrar la sensualidad que todos los pintores anteriores a Picasso habían querido representar en sus obras. Pero ahora por primera vez todo se deformaría, se afearía o se desnaturalizaría absolutamente. Otro compañero de Picasso, Georges Braque (1882-1963), se fija en los paisajes del neoimpresionista Cézanne -el creador que les había ayudado a saltar ese vacío artístico- y utilizaría los mismos paisajes clásicos del mediterráneo francés para plasmar ahora su nueva técnica revolucionaria. L´Estaque es una pequeña población costera del sur de Francia que había sido un escenario idílico para muchos pintores que vieron en sus paisajes azules, cálidos o verdes el modelo clásico perfecto para su inspiración. Pero, para cuando en el año 1907 el pintor mexicano Diego Rivera (1886-1957) es pensionado a viajar a Europa, llega a Francia y luego a España y descubre, fascinado, un mundo artístico que comienza radicalmente a cambiar. Sin embargo, la personalidad artística de este creador le dirige tiempo después en sentido contrario, pero antes comienza Rivera utilizando el Cubismo como arma creativa con la que llegaría a alcanzar a sus colegas europeos. Diez años más tarde, abandonaría Rivera esta tendencia moderna para regresar al estimulante y sugestivo Post-impresionismo de su admirado Cézanne. Tiempo después del Neoimpresionismo surge un artista rompedor que llevaría el color a su máxima forma de expresión moderna, a protagonizar con los colores la misma pasión que los neoimpresionistas habían hecho antes, pero ahora exacerbándolo todo hasta llegar a un paroxismo estético extraordinario. Henri Matisse (1869-1954) sería el último eslabón de esa cadena artística que haría explosionar el Arte para convertirlo en otra cosa muy distinta de lo que había sido antes.

Ya no se podría avanzar más sin caer en la modernidad total. Matisse había llegado a lo más lejos que se podía llegar en el arte de pintar como se conocía hasta entonces. A partir del año 1910 todo cambiaría para siempre en el Arte... y en la vida. De hecho, fue el período más revolucionario -social y políticamente- de toda la historia de la humanidad. Comenzaría precisamente en la patria de Diego Rivera ese mismo año, continuaría luego en la Rusia zarista del año 1917 y culminaría después en los arrabales de algunas ciudades europeas en los años treinta. Y, poco después, la Segunda Guerra Mundial cambiaría el mundo del todo y para siempre. Lo cambiaría todo mucho más de lo que ningún fenómeno histórico anterior hubiera cambiado antes nada. Porque después del año 1945 nada continuaría como antes. Ahora era el desarrollo económico más feroz, también la obsesión por la paz a cualquier precio, o la búsqueda también del mejoramiento de la sociedad fuese como fuese. Para entonces, finales de los años cuarenta, los creadores artísticos se perdieron y desorientaron del todo. No había referentes ya para el Arte, ahora todo se transformaría drástica y radicalmente. No se podía volver atrás ni para inspirarse... O todo era distinto ya o se corría el riesgo de perecer. Los habitantes de Europa y América, los responsables de todo aquel desastre bélico y social, se refugiaron en la evasión y en el estupefaciente embriagador de la psicodelia, padeciendo además un cierto sentimiento de culpa que les llevaría a tratar de conseguir salvar a los más desfavorecidos de la Tierra. Se alcanzaría así la convicción luego, en la sociedad postmoderna, de que la víctima no sería sólo el propio ser humano sino también su maravilloso y único entorno natural.

Con ese desarrollo tecnológico tan feroz y despiadado, con la locura más frenética, alterada y desconcertante de la sociedad postmoderna, los creadores artísticos no encontraron ya nada nuevo para expresar. Todo era ya diferente -no solo la inspiración sino la realidad social- a como había sido antes. El reto artístico no se satisfacía ya con tendencias o formas o maneras nuevas, porque no había nada nuevo que se pudiera hacer ya. Las emociones no tenían forma de encontrar referentes porque ni siquiera se sentirían aquéllas del mismo modo. Las imágenes y sus alardes en los comienzos del siglo XXI no encierran ya ningún secreto para nadie. Y sin misterio no hay nada que hacer para sobrecoger el ánimo creando Arte. Quizá por esto vuelven algunos creadores a querer experimentar aquella rara sensación que sentían los seres humanos antes cuando deseaban expresar algo nuevo. Pero ahora, tal vez, tan sólo sea el medio la única innovación posible, no lo que se diga con él. Es decir, descubrir ahora una nueva forma de comunicar, una nueva manera de vehicular la expresión, de hacer sentir algo nuevo, o de transmitirlo así, con la tecnología que sea, para tratar de volver a alcanzar aquel primitivo, necesario y salvador deseo inevitable..., ese de querer entender el mundo.

(Óleo Naturaleza muerta española, 1915, Diego Rivera, National Gallery of Art Washington; Cuadro Retrato de M.A. Voloshin, 1916, Diego Rivera, Ucrania; Óleo de Diego Rivera, Dos mujeres, 1914, EEUU; Pintura de Diego Rivera, Desnudo, 1919, México; Óleo Las bañistas, 1875, Paul Cézanne, Nueva York; Cuadro del pintor Paul Cézanne, El mar de L´Estaque, 1879, París; Óleo Mar en Collioure, 1906, del pintor Henri Matisse; Cuadro Bahía de Normandía, 1909, Georges Braque; Óleo Casas en L`Estaque, 1907, Georges Braque; Cuadro Las señoritas de Avignon, 1907, Pablo Picasso, Nueva York.)

9 de septiembre de 2011

La emoción interior sincera o el sentido auténtico de Belleza.




La verdad se había definido a lo largo de la historia de acuerdo al pensamiento vigente en cada época. Aunque siempre habría existido un concepto para definirla, una característica que ayudaría a distinguirla de alguna forma. Así, por ejemplo, la verdad se entiende por ser la realidad más oculta frente a la apariencia más visible.  Es decir, lo que es en sí algo frente a lo que solo parece ser; o lo auténtico frente a lo recreado artificiosamente o frente a lo que parece ser pero que no es del todo. En Filosofía han existido muchas y diferentes formas de definir la verdad. El filósofo alemán Heidegger afirmaba que: La verdad no es primeramente adecuación al intelecto, se adhiere mejor al sentido primitivo griego de la verdad como un desvelamiento del ser, y esto se produce tan sólo en su estado de autenticidad. Inevitablemente, al hablar de Estética hay que hablar de Belleza. Pero ésta -la Belleza- no es más que una noción muy abstracta de aquélla. Y esto mismo, la abstracción, no es más que tratar de separar la esencia de alguna cosa de sus cualidades no esenciales, es decir, tratar de representar tan solo la esencia de algo en nuestra mente inquieta y curiosa, desdeñando todo lo demás. Por tanto, la Belleza sólo es una parte de la verdad, una parte esencial pero tan sólo una parte de ella. Es muy probable que los elementos más estéticos en la mente del homo sapiens desde el principio de su evolución lo fueran como rechazo a lo diferente, a lo distinto, a lo malicioso o a lo más peligroso de la vida.

Porque entonces lo deforme o inarmónico -se ve en los enfermos, mal nacidos o accidentados- se habría relacionado con lo rechazable o arriesgado por ser doloroso o mortal. Así, es lógico pensar que el hombre siguiera una senda de acercamiento y valoración hacia lo bello, siendo esto expresado en todo aquello que representa un equilibrio en la naturaleza. Armonía que el hombre observaría en su propio entorno natural, en una naturaleza desbordante pero con sentido, una naturaleza que relacionara lo bello con lo equilibrado, con lo hermoso, con lo satisfactorio o con lo benefactor. Pero en el Arte -lo que nos ayuda quizá más a comprender la vida- podemos ahora inferir una corriente artística que fluye desde las cavernas primitivas y alcanza hasta el Renacimiento. En este último momento histórico se llegaría a conseguir la mayor cota de belleza surgida nunca de la mano o mente del hombre. El Manierismo, por ejemplo -tendencia renacentista muy acentuada-, llegará a deformar la belleza más excelsa, la más clásica, la más exquisita del Renacimiento. Esto sucede siempre en el desarrollo de toda actividad humana: cada vez se tiende más y más a evolucionar sin medida, alterando así el propósito inicialmente considerado. De ese modo, el Manierismo alcanzaría un cierto artificialismo estético, un cierto grado de abstracción demasiado intelectual.

Un siglo después del Renacimiento sobreviene en el Arte su contrario, su freno o su oponente. Ahora el Barroco surgiría para ayudarnos a comprender que la Belleza es relativa en los conceptos o en las ideas, pero no en las formas representadas, único equilibrio universal de lo estético. Caravaggio es uno de los autores pictóricos más importantes de este período artístico tan largo. El pintor milanés subrayaría la realidad no solo interior de las cosas sino, sobre todo, la existente crudamente en su exterior, en la más natural, sórdida o dura vida de los seres. Esto también es el Naturalismo, o sea, reproducir la realidad cruda de la vida tal cual es esta, sin recortes físicos ni emocionales; una tendencia artística que reaparecería, incluso, dos siglos y medio después de Caravaggio. Esta tendencia artística naturalista nos manifiesta qué es cada cosa y cómo es realmente, sin mejorarla, sin cambiarla, sin añadir nada a lo representado de ella, pintándola tal y cómo es o se muestra en el mundo real, sin complementos añadidos. Y esta es una de las contradicciones del Arte: aquello que nos emociona -que nos gusta, que admiramos- es independiente de lo bello que sea, es decir, del concepto formalmente representado, es decir, de aquella idea plástica primigenia que se enfrentaba a lo que nos amenazaba en nuestra primitiva existencia paleolítica. Entonces, ¿dónde está la verdad estética? Imposible definirlo sin equivocarse. Quizás lo que debamos hacer es dejar que nuestro emocional sentido auténtico interior nos guíe ante las diferentes señales de belleza que se puedan presentar a nuestros ojos. Sólo así seremos entonces más sinceros, más justos o más auténticos con la verdad.

(Óleo del pintor italiano Ignace Spiridon, 1860-1900, Odalisca; Cuadro del pintor surrealista argentino, nacido en italia en 1932, Vito Campanella, La odalisca; Óleo Española y Caballo andaluz, del pintor contemporáneo español José Manuel Merello, nacido en Madrid en 1960; Óleo del pintor Caravaggio, El dentista, 1637, Palacio Pitti, Florencia.)

1 de septiembre de 2011

El conocimiento como salvación, como luz, como armonía o como destino.



En el año 1843 el arqueólogo alemán Karl Richard Lepsius (1810-1884) sería enviado a Egipto para llevar a cabo una expedición científica auspiciada por Prusia. Descubrió entonces no dos, ni cuatro, sino hasta 67 pirámides. Aprendería y estudiaría las lenguas nativas, excavaría varias tumbas en Karnak y publicaría su gran obra Monumentos de Egipto y Etiopía. Sin embargo, no hallaría nada de relevancia histórica sino hasta un viaje posterior a Egipto, donde ahora tuvo la fortuna de encontrar un documento excepcional para la historia: el papiro del Decreto de Canopus. En este papiro antiguo del siglo III a.C. los egipcios habían planteado ya la corrección de la duración del ciclo solar en su calendario. Estaba escrito además en caracteres jeroglíficos, griegos y demóticos, comparable por lo tanto a la famosa Piedra de Rosetta. Se confirmaría así la traducción de los jeroglíficos egipcios, algo que, casi cuarenta años antes, había iniciado el erudito francés Champolion. Pero, lo importante de ese descubrimiento fue demostrar que los egipcios eran conscientes ya de la necesidad de reformar el calendario solar para ajustarlo a la realidad del tiempo que dura un año. A pesar del Decreto de Canopus del siglo III antes de Cristo, no prosperaría la reforma del calendario en el mundo posterior a esa fecha por culpa de los prejuicios religiosos de los sacerdotes egipcios de entonces. Pasaron los años y un astrónomo alejandrino y sus cálculos rudimentarios descubrieron que algo fallaba, que realmente duraba más tiempo la traslación de la Tierra alrededor del Sol. Para establecer el ciclo solar correcto calcularía el astrónomo que faltaban añadir seis horas -un cuarto de día- para completar el ciclo anual. Por culpa de aquellos sacerdotes egipcios es por lo que la humanidad no certificaría la duración real del año hasta que Julio César lo ordenara doscientos años después, el año 45 a. C. Aceptaría entonces Julio César las conclusiones del astrónomo Sosígenes de Alejandría, por lo cual habría que añadir a los 365 días que duraba un año seis horas más, el tiempo que este astrónomo había calculado que faltaban.

Fueron los egipcios hace más de tres mil años los primeros que comprendieron la utilización del sol como medida del tiempo anual: 365 jornadas de sol en un año (organizados en 12 meses de 30 días más 5 días añadidos al final del último mes). Para poder cuantificar ese tiempo añadido de seis horas anuales, se decidió completarlos en un sólo día dedicando cuatro años seguidos para ello. Se incluiría un día más en ese cuarto año en el último mes del calendario de entonces, Febrero (Februa, mes de la purificación por lo lluvioso que era). Y en esto -hace más de dos mil años- sólo erró Sosígenes en un segundo al día. Es decir, once minutos y seis segundos en todo un año fue lo que calculó mal el sabio alejandrino. La Iglesia Católica en su concilio de Nicea del año 325 estableció oficialmente ese calendario -denominado juliano por Julio César- para poder señalar sus fiestas religiosas. La cuestión fue -para los cristianos de Constantino el Grande- cómo fijar entonces la fiesta de la Pascua -el día en que Jesucristo resucitó-, y, a partir de esta fecha, poder determinar las demás. Ese concilio de Nicea señalaba que la Pascua debía ser el domingo siguiente a la primera luna llena después del comienzo de la primavera. Lo que pasó entonces fue que aquel año 325 la Pascua coincidió con el día 21 de marzo, el propio comienzo primaveral. Pero con el paso de los años varió ese día. Cada vez se adelantaba un poco más hasta que, después de mil trescientos años, los días llegaron a ser un total de diez, adelantándose equivocadamente el equinoccio primaveral hasta el 11 de marzo real. Se habían vivido cerca de 11 días más sin haber sido así realmente. En el concilio de Trento del siglo XVI se decidió corregirlo. Muy bien asesorado por astrónomos como Cristóbal Clavio, el papa Gregorio XIII designó el cambio del antiguo calendario juliano al nuevo gregoriano. Así fue como del jueves 4 de octubre de 1582 se pasaría al viernes 15 de octubre de 1582. Nunca se nombraron -se vivieron- esos días en todo el orbe católico, entonces el más extendido y poderoso del mundo. Se resistieron otros países por motivos religiosos o políticos. Como Holanda, que no cambió su calendario juliano hasta principios del siglo XVIII; o como Inglaterra, hasta mediados de ese mismo siglo; o como Japón, a finales del siglo XIX; y, por fin, Rusia, que no lo cambiaría hasta el año 1918.

El arqueólogo alemán Lepsius publicaría en el año 1842 su traducción del Libro egipcio de los Muertos, unos escritos que había encontrado en sus hallazgos en Egipto. Relataba todo lo que había descubierto acerca de los textos funerarios egipcios y que configuraban la mitología espiritual de esa extraordinaria civilización. Sobre todo el conocido como Juicio de Osiris, un texto que indicaba el sentido de la vida y de la muerte y que llevaría a los egipcios a ser los primeros que se plantearon la recompensa o la condenación por lo vivido. Es decir, que dependiendo de cómo una persona se hubiera comportado en su vida, así su alma -su ser luchador- se enfrentaría luego en una decisiva e implacable prueba definitiva. También relataba cómo se ejecutaba el juicio de la balanza divina, el peso del alma que determinaba para el espíritu la vida eterna o el final sin remisión. Cuando un ser humano fallecía en el antiguo Egipto su espíritu era guiado por Anubis, señor de los Muertos, a través del inframundo egipcio -el Duat- hacia el tribunal de Osiris, dios de la Vida y la Resurrección. En un determinado momento de ese camino por el inframundo, Anubis tomaba el corazón del espíritu, lo extraía y lo depositaba en uno de los platillos de esa balanza decisiva. En el otro platillo colocaba a la diosa Maat, símbolo de la Verdad y la Armonía. Pero aún no pasaba nada. Luego una cantidad de dioses preguntaban al espíritu cosas de su vida. De cómo éste contestara así el corazón aumentaba o disminuía de peso. Osiris determinaría, según el fiel de la balanza, si el espíritu podía volver a su cuerpo y continuar hasta el Paraíso final -el Aaru- o, por el contrario, si sería arrojado al Infierno -con el Ammyt- definitivamente. Aquí, en el infierno egipcio, ya no habría nada que hacer -ni siquiera sufrir-, todo el ser sería devorado inevitable, total y permanentemente. Sin embargo, cuando el espíritu continuaba hacia el Aaru -el paraíso egipcio- no estaría a salvo aún. Todavía tendría que demostrar que lo que había aprendido fuese ahora capaz de salvarle. El camino hacia el Aaru no era más facil que el camino de la vida. Era un viaje difícil, se estaba expuesto a dificultades, peligros y luchas. Tendrían el espíritu y su cuerpo que enfrentarse a todas las pruebas con el conocimiento y la experiencia adquiridas. Podrían ayudarle sus deudos, familiares o amigos vivos, los cuales tenían en ese tratado escrito la forma en que ellos podían apoyar al individuo mortal en el camino de obstáculos hasta llegar al Paraíso final. Con este Libro de los Muertos se completaba el conocimiento necesario para la conservación del cuerpo físico durante el tiempo que durase el paso decisivo. Ambas cosas -el apoyo y la conservación- podían realizarla los vivos para con el espíritu del fallecido. Espíritu que necesitaría, caso de sobrevivir a esas terribles pruebas, de tal soporte corporal para cuando llegase, finalmente, al Aaru celestial.

(Ilustración egipcia representando al dios Osiris; Óleo del pintor italiano del cuatrocento Andrea Mantegna, Julio César en el carro triunfal, 1490, Londres; Imagen con el grabado de la Balanza de Anubis; Representación del Ammyt egipcio o el devorador de los muertos; Imagen de un cuadro con el retrato de Cristóbal Clavio y del papa Gregorio XIII dentro del mismo, siglo XVI; Retrato del arqueólogo alemán Karl Richard Lepsius, siglo XIX; Imagen representando al Libro de los Muertos en caracteres jeroglíficos, Antiguo Egipto.)