5 de febrero de 2011

La vida, su verdugo y su inocencia, siempre escondida entre el depredador y la presa.



Cuando con motivo de la Exposición Iberoamericana de Sevilla del año 1929 se dedicaran pabellones a países de América para dar a conocer su arte y cultura, hubo un grupo de españoles que crearon entonces la Sociedad Quinta de Goya. Era un grupo de amigos de el Arte del genial pintor aragonés. Para esa exposición crearon la reproducción a escala pequeña de una de las estancias que Goya (1746-1828) tuviera en su finca La Quinta del Sordo en el Madrid de comienzos del siglo XIX. En esa habitación el genial creador español pintaría directamente en la pared unos extraños, duros, oscuros, aberrantes y muy crueles dibujos, unas creaciones artísticas a las que se les llegaría a llamar luego Pinturas Negras. Una de aquellas pinturas negras fue la que se acabaría denominando tiempo después Saturno devorando a un hijo. Las interpretaciones que se han escrito de esta obra oscura de Goya son dramáticas todas: desde la melancolía o la depravación del ser al miedo más violento -el peor de los miedos- o la pérdida incluso del poder. Es la obra como una antropofagia metafísica en su metáfora más realista y atroz, esa misma que tiene como representación victimista a lo más cercano ahora: al hijo, al hermano, al amigo o al compañero. Es, así, la traición criminal más aberrante.

En el año 1873 un barón belga compra la finca y con ella las pinturas negras de sus paredes. El barón entonces quiso hacer algo curioso y plausible: trasladar a un lienzo esas pinturas parietales. Para ello contaría con la magnífica colaboración del pintor español Salvador Martínez Cubell (1845-1914), el cual pasaría las Pinturas Negras de Goya pintadas en la pared a los lienzos que hoy admiramos en el Museo del Prado. El interés del barón Erlanger no fue tanto artístico como comercial. Así que el aristócrata belga, al no poder conseguir que esas despiadadas imágenes fuesen compradas por nadie, las donaría al Museo del Prado en el año 1881. La crueldad de los depredadores ha sido en el Arte reflejada sutilmente gracias a eso que tiene el Arte de poder expresarlo todo con un espíritu devocional o providencial extraordinario. En el año 1600 el magnífico pintor del Barroco Caravaggio pinta, para la iglesia de San Luis de los franceses de Roma, un lienzo que muestra no sólo el martirio del apóstol Mateo sino toda una descripción de la maldad más depredadora, esa maldad que sólo un ser humano pueda llegar a ser capaz de tener. Y no sólo como sujeto activo de la violencia sino también -quizá lo peor- como sujetos pasivos de la misma. Para derribarlo y asesinarlo uno solo bastaría, sin embargo, hay más de diez personajes en el cuadro mirando ahora cómo San Mateo, indefenso, padecerá la más brutal y despiadada agresión violenta. Algunos huyen ante el horror y otros simplemente observan o miran como en un macabro espectáculo distante. Pero la fuerza de la maldad se aprecia sobre todo en la figura del verdugo, un ser vil que, decidido, impide a la víctima tomar incluso la palma que un ángel le ofrece ahora, un símbolo -la palma- de la alta consagración a la muerte de un mártir. Es no sólo la depredación física sino  también la espiritual del inocente, de la vulnerable presa.

¿Es la inocencia una cualidad que todos llegamos a poseer alguna vez en nuestra vida? Se sitúa representativamente la inocencia en la infancia, pero no creo que tenga necesariamente mucho que ver con ella, al menos la inocencia entendida como actitud vital y no como reflejo de la inconsciencia o falta de desarrollo, éstas propias de la niñez. Además, ¿es verdaderamente la inocencia un síntoma de irreflexión, de escasa racionalidad, listeza o avispamiento? Para que exista un depredador debe existir una presa, pero, ¿ésta tiene algún sentido sola en sí misma? ¿Deja de ser la víctima una entidad completa (con todos los elementos para vivir, sobrevivir y defenderse) por el hecho mismo de ser una presa? ¿Cómo sabremos hasta dónde la inteligencia deja de brillar para que aparezca la inocencia de la presa en su horizonte?, ¿son incompatibles la inocencia y la inteligencia? O, también, ¿puede ser que no todas las víctimas sean inocentes?, ¿o sí lo son siempre? Para eso habría que entender qué queremos definir con víctima. Si es todo ser que pueda sufrir daño, ¿cuántas víctimas hay en realidad? Y para que haya daño, ¿alguien tiene que afligirlo a su vez? Si todo eso es así, entonces, ¿cuántos depredadores, sin a veces saberlo ellos mismos, deben también existir? Puede que después de recibir el daño, si no se perece en él, consigamos perder la actitud que nos llevó a ser víctimas. Entonces, ¿perderemos así la inocencia?, ¿la perdemos realmente? La inocencia debe ser acaso como la memoria, que creemos perderla porque nos desaparece el recuerdo, confuso y alterado, por el paso del tiempo o por el rechazo que de él hagamos, aunque el cerebro nos siga manteniendo, latente y oculta, su impronta para siempre. Posiblemente, como en los entresijos íntimos de nuestra memoria, la inocencia continúe, tímida y dormida, en los seres donde siempre estuvo alojada, donde es imposible otra actitud que no sea la deseada, envidiable y maravillosa inocencia.

(Óleo sobre revoco trasladado a lienzo del pintor Goya, Saturno devorando a su hijo, 1823, Museo del Prado; Cuadro de tinta sobre papel de la pintora española Jacinta Gil Roncalés, 1917, Depredador, 1998; Diorama de la estancia de Goya en La Quinta del Sordo, reproducción de la Univesidad de Sevilla, 1929; Cuadro de Caravaggio, El martirio de San Mateo, 1600; Óleo de Paul Gauguin, La pérdida de la inocencia, 1891, Norfolk, USA; Dos óleos del pintor francés Pierre-Paul Prud'hon, 1758-1823, El amor seduciendo a la inocencia, 1809, Metropolitan de Nueva York, y La inocencia eligiendo al amor por encima de la riquezas, 1804, Hermitage; Cuadro del artista italiano Eugene von Blaasb, 1843-1931, La Inocencia, donde se observa aquí la clara, inevitable y auténtica actitud inocente.)

4 de febrero de 2011

El retrato más auténtico sólo esbozado, universal, algo anónimo y permanente.



Los creadores artísticos que después del Impresionismo decidieron sólo insinuar el rostro fueron aquellos que, a principios del siglo XX, liberaron el retrato de su realidad visual, de la total semejanza del retrato con el retratado. Fue esa la época artística de los trazos y de los colores sin dibujo, sin contornos y sin detalle. Esa misma época artística que tanto el Fauvismo como el Cubismo -como el Postimpresionismo- pretendieron esbozar más que reproducir fielmente la imagen artística del retratado. Pero, sin embargo, esa imagen solo esbozada es con todo la mejor representación de la ideación artística de un retratado. Es la muestra ahora de algo estético que, por su propia naturaleza -expresar a un ser mudable y cambiante-, debería con ello su paradigma individual -su esencia personal inmudable- permanecer así eterno para siempre. El retrato que identifica y fija temporalmente al retratado no es más que una parte de sí mismo, tan solo una sola parte de lo que es su compleja y multifacética vida completa. El retrato esbozado o el retrato que con pocas pinceladas, o sesgadamente, imprime ahora el rostro del modelo es, al contrario del fidedigno, el más universal de todos los retratos. Pero, sin embargo, debe reconocerse ahora algo en el retratado, no como en el estilo simbolista o en el abstracto que deformarán absolutamente toda imagen personal, sin poder siquiera percibir ya la mera sensación material de un retratado.

Fue otra cosa lo que consiguieron hacer los creadores postimpresionistas de principios del siglo XX, algo muy genial y especial con su Arte progresista y tan seductor estilo por entonces entre impresionista y otra cosa diferente... Consiguieron hacer intemporal y permanente la figura representada del modelo retratado. ¿Quiénes somos en verdad, el que representamos en la fresca juventud, en la ardua madurez o en la serena vejez? ¿Cómo somos en verdad? ¿Somos ese semblante sombrío de aquel día maltratado, o somos el iluminado brillo de aquel otro momento excelso que nos tocó vivir? De ese modo, en este Arte modernista la innovación sugestiva que los autores postimpresionistas lograron plasmar en sus retratos se hace verdaderamente fiel al concepto más universal del retratado. Ese perfil o ese contorno ahora sólo vagamente insinuado, apenas esgrimido entre trazos y colores diferentes, lograría con ello eternizar así la imagen para siempre y, por tanto, mantener inidentificada a un mero espacio temporal la presencia del ser ya completo y permanente. Sin los rasgos que lo aten a un tiempo y sin el perfil que lo fijen a una única emoción. Es así como perdurarán. Así es como se idealizarán los retratados, como se mantiene ahora, a cambio, su esencia más auténtica para siempre, tan sólo ahora bosquejados frente a lo efímero, a lo erosionado o a lo transformable.

(Cuadro de Picasso, La madrileña, cabeza de mujer joven, 1901; Cuadro del pintor francés Raoul Dufy, 1877-1953, Retrato del Artista, 1901; Óleo del pintor italiano Umberto Boccione, 1882-1916, Retrato de mujer joven, 1916; Óleo del pintor francés Maurice de Vlaminck, 1876-1958, Retrato de Derain, 1905; Cuadro de Seurat, El pintor Aman Jean como pierrot, 1883; Cuadro del pintor español Roberto Domingo, 1883-1956, Una pintora, Academia Julien, Paris, 1890?; Cuadro del pintor Toulouse-Lautrec, La pelirroja de blusa blanca, 1889; Óleo de Salvador Dalí, Tieta, retrato de mi tía, 1920; Cuadro del pintor español Nicanor Piñole, 1878-1978, Pepita y el ganso, 1912.)

3 de febrero de 2011

Los sentidos, lo que nos emociona más que lo que nos ayuda a comprender.



¿A través de dónde nos llegan las cosas que nos hacen sentir? Los sentidos son lo primero que percibimos desde el primer momento del nacimiento. Todos ellos son descubiertos entonces casi de repente. El olfato es el más primitivo, el inicial, el primero de la senda que la vida nos ofrece entonces bruscamente. El tacto le sigue de inmediato, inevitable y consolador. El oído atronará, desconsiderado y justificador, cuando resuene nuestro llanto junto al mundo extraño que nos recibe. El gusto continúa justo después, necesario y vital, cuando ahora la vida pulse por mantenerte unido a ella y te alimente. La vista es lo último que experimentamos. Lo hacemos sin entender nada, deslumbrados y absortos cuando todo se calma y, de nuevo, curiosos, comencemos así, sin saber nada de nada, a intentar comprender ahora todo lo que veamos. Y lo hacemos para entender qué es lo que ahora nos rodea tan diferente y lejano a nuestro anterior refugio uterino tan consolador. Ese lugar íntimo, seguro y cálido de antes donde, quizás, tan sólo el gusto haya sido el único de todos los sentidos que entonces usáramos. Los filósofos en la antigüedad trataron de comprender la naturaleza que nos rodeaba tan solo a través de los sentidos. Algunos se preguntaban entonces qué cosa era -lo que de verdad significaba- aquello que percibían al pronto cuando mirasen algo, o tocasen algo o escuchasen algo.

Los griegos antiguos establecieron el conocimiento como un enfrentamiento entre lo que nos ofrecían los sentidos y lo que obteníamos, a cambio, por la razón, entendida ésta como el pensamiento que se deduce de un modo abstracto y no observando directamente la naturaleza. Estos filósofos acabaron diciendo que sólo la razón podría llevarnos al conocimiento de la realidad, que los sentidos no bastaban para mostrarla. Dos posiciones se crearon entonces: la que afirmaba que es imposible conocer la realidad, ya que los sentidos no son suficientes para entenderla; y la que aseguraba que la razón tiene toda la capacidad de captar la esencia -otra cosa ininteligible- de lo que los sentidos nos aporten de esa realidad. El pintor Jan Brueghel el viejo (1568-1625) fue un artista muy aficionado a la representación exuberante de la naturaleza, al paraíso florido y bello que ésta nos sugiere siempre que la miramos sorprendidos. En el año 1617 junto al grandioso Rubens crea Brueghel la serie pictórica Los Cinco Sentidos. Este pintor flamenco se encargaría de los detalles, del decorado o de las representaciones iconográficas que él deseaba significar con cada sentido. El maestro Rubens, a cambio, se dedicaría mejor a representar las figuras humanas, algo que tan bien sabía hacer y conocía como pocos pintores. Así se realizaron estas cinco obras que trataban de resaltar lo que para los artistas de entonces suponían cada uno de los cinco sentidos humanos.

La relatividad de las cosas se aprecia ahora en algunos de estos cuadros barrocos. Para el de la vista, por ejemplo, el creador flamenco nos representa lienzos y obras escultóricas retratadas en él, cosas bellas que podían ser disfrutadas con el sentido visual. Sin embargo, desde un punto de vista actual, el lienzo que representa el oído -tal vez el más sublime lienzo de los cinco- muestra, además de cuadros, objetos bellos y una original perspectiva artística, un paisaje aún mucho más impresionante a nuestros ojos sobre el fondo de la obra maestra. Con colores destacados y un extraordinario contraste, esta obra de Arte merecerá de las cinco obras, quizá, el más justificado de los comentarios y elogios artísticos. También incluyo otra excelente obra de Brueghel, Alegoría de la vista y el olfato. Al parecer sólo estos dos sentidos -la vista y el olfato- son los únicos que no necesitan de otro agente para que se lleven a cabo, para que puedan realizar su función receptora. Tanto el tacto como el gusto, y el oído a veces también, requieren de una participación activa del emisor exterior -y del receptor casi- para mediar ahora sus efectos. Sin embargo, el olfato y la vista son más sencillos en su ejecución, tan sólo precisan de la calmada e involuntaria actitud complaciente y contemplativa del que -pasivo además- recibe la sensación ajena de una naturaleza -o de una recreación artística- tan feraz, hermosa, benefactora o elogiosa, como maravillosa o misteriosa nos supongan sus efectos.

(Óleos de Jan Brueghel el Viejo y Rubens, Los Cinco Sentidos, La Vista, El Gusto, El Olfato, El Tacto y El Oído, Museo del Prado, Madrid; Cuadro Alegoría de la Vista y el Olfato, Jan Brueghel el Viejo, 1620, Museo del Prado, Madrid.)

1 de febrero de 2011

La luz que salva en las tormentas, sus misterios y los lugares más aislados del mundo.



En la época en que el antiguo Egipto comenzara un auge marítimo con el resto del mundo griego -en el siglo III antes de Cristo- sus costas, tan planas y sin relieve que permitiera divisar bien el litoral, obligaron a los egipcios de la dinastía helénica a construir uno de los faros más grandiosos de toda la historia. Frente a la ciudad fundada por Alejandro de Macedonia, Alejandría, existía una pequeña isla a la que llamaban Faro. ¿Qué fue primero el nombre o la construcción? Cuenta una antigua leyenda que el rey de Esparta, Menelao, llegaría a esa isla por primera vez y preguntaría a un nativo cuál era el nombre del dueño del islote, a lo que el egipcio contestó Pera'a, que significa Faraón en lengua egipcia. Pero Menelao entendió Pharos, y es por lo que acabaría llamándose así en griego la pequeña isla frente a Alejandría. A pesar de haber sido construido en el año 250 a.C, el Faro de Alejandría no fue destruido sino por un terremoto en el siglo XIV de nuestra era, siendo imposible reconstruirlo nunca más, al utilizar sus demolidas piedras en el año 1480 un sultán de Egipto para levantar un fuerte militar. Así que el Faro más antiguo en funcionamiento dejaría de ser el de Alejandría para serlo La Torre de Hércules, el que construyeran los romanos en el siglo II en Galicia (España) para ayudar a navegar en esas difíciles y traicioneras aguas. Los fareros, esas personas solitarias encargadas de su funcionamiento, han sido los seres humanos más aislados que trabajo alguno les haya obligado nunca a hacer. Individuos que, a veces, han tenido que protagonizar historias y leyendas que, aún hoy, siguen siendo todo un misterio.

En el año 1899 se construyó un faro en la pequeña isla británica de Eilean Mor, en las islas Flannen, las Hébridas, Escocia, a casi treinta kilómetros de la costa más cercana. En este caso se consideró, dada la lejanía del lugar, que en la pequeña isla estuviesen cuatro fareros. Cuando uno de ellos enfermó una vez, tuvo que ser sustituido por otro que fue enviado pocos días después a la isla, el 26 de diciembre de 1900. Su sorpresa al llegar el sustituto fue creciendo, al comprobar ahora que ninguno de los tres fareros se encontraba en la isla. Todos habían desaparecido. El Consejo del Faro Norte, responsable de su administración, dictaminó entonces que los tres hombres habrían sido arrastrados por una enorme ola del mar. A pesar de la inconsistencia del dictamen, ¿cómo fue posible que los tres a la vez fuesen ahogados por el mar?, era la única explicación racional posible. En las islas Bimini, en las Bahamas, los fareros que atendían el faro de Great Isaac Cay, una pequeña isla en el extremo norte del archipiélago, desaparecieron para siempre en el año 1969. El 4 de agosto de ese mismo año los guardacostas encontraron la isla desierta. Es cierto que un huracán, el Anna, pasó muy cerca de allí, aunque algunos afirmaron que, antes de aquel 4 de agosto, se habría desviado ya para entonces toda su fuerza hacia el Atlántico. Pero, desde entonces, luego de aquel extraño suceso, el faro de esa pequeña isla caribeña no ha vuelto a ser habitado ni utilizado jamás.

En la costa suroccidental de Inglaterra se encuentra la localidad de Plymouth, y cerca de allí, muy cerca de unos acantilados abruptos, se sitúa el Faro de Eddystone. Enclavado en un lugar azotado por fuertes vientos y tormentas, se terminaría de construir en el año 1696. Sin embargo, una enorme tempestad destruyó el faro completamente en el año 1703, y se volvería a construir luego dada su importancia marítima en el año 1706. Un buque inglés, el Victory, se estrellaría en el año 1744 contra unas rocas cercanas al faro y no pudo impedir abatir por entonces la estructura del Faro de Eddystone. Pero, las desgracias de este faro no acabaron ahí. En el año 1755 se produjo un incendio que se desarrollaría fuertemente gracias a la cantidad de madera que parte de su construcción disponía. Al parecer, el farero de Eddystone, un sorprendente anciano de 94 años, al tratar de extinguir el fuego tuvo la desgracia de caerse y tragar así, fatídicamente, parte del plomo derretido que se desprendió del tejado ardiente. Falleció a los pocos días y de su inerte estómago, según cuentan en el Museo de Edimburgo, le sacaron luego un pequeño lingote de plomo, una pieza que se guarda desde entonces en ese museo escocés. Se volvió a reconstruir el faro en el año 1759, pero unas grietas producidas a causa del lugar tan poco sólido en el que se situaba obligaría a elegir un nuevo y más resistente emplazamiento. Se asentó un siglo después sobre unas rocas más apropiadas, en el año 1889, desde donde aún continúa alumbrando a todos los buques que, por allí, navegan ahora a salvos con su luz.

(Cuadro del pintor actual ecuatoriano Manuel Leniz León Cedeño, El Faro; Óleo del pintor puntillista francés Georges Pierre Seurat, Final del embarcadero, Honfleur, 1886; Ilustración de una recreación del antiguo Faro de Alejandría; Fotografía del Faro de la isla Great Isaac Cay, Bahamas; Fotografía de principios del siglo XX del Faro de Eddystone, Plymouth; Fotografía actual del mismo Faro de Eddystone, con un helipuerto añadido; Fotografía de La Torre de Hércules, antiguo Faro romano aún en funcionamiento, La Coruña, España; Fotografía actual de la isla de Eilean Mor, Islas Flannan, Escocia, con su faro.)

29 de enero de 2011

La ucronía -el absurdo temporal- en la vida, en la historia y en el Arte.



¿Qué hace que las cosas sucedan como lo hacen y no de otra manera? ¿Por qué la inspiración nos conduce a una idea y no a otra? Y, ¿qué hubiera sucedido de no haberse ideado así o tomado otra distinta? Las musas fueron la invención que los antiguos griegos idearon para justificar la inspiración. ¿De dónde provenía ésta?, se preguntaban. Pero antes de que se establecieran las nueve musas (tres de la poesía -la épica, la lírica y la didáctica, ésta última referida a la astrología-, una de la historia, otra de la música, otra de la tragedia, otra de los cantos, otra de la comedia y, finalmente, la de la danza), se llegaron a adorar en Beocia -región de Grecia donde se situaba Tebas- las primeras tres musas de la historia griega. Estas musas eran tres hermanas, Meletea, Mnemea y Aedea. La primera, Meletea, era el pensamiento, la meditación inicial que imaginaba vagamente la idea y esbozaba así la chispa de la creación. La segunda, Mnemea, es la que se encargaba de darle forma, era la memoria que recuerda y plasma lo que su hermana Meletea había pensado antes. Esta musa realmente sería la fundamental de la creación, la que concretaría y fijaría la ideación abstracta de lo que Meletea, simplemente -aunque no es poco-, había fugazmente ideado antes. Sólo con Mnemea se plasma realmente la creación, se toma así la decisión final de lo que sea. Aedea, la última hermana, es por fin la ejecutora de la creación con los medios artísticos que sean: pintar, cantar, tocar, escribir, grabar, etc...

El escritor estadounidense Jack Williamson (1908-2006) fue de los primeros autores en dedicarse a la ciencia-ficción. En los años treinta del pasado siglo publicaría relatos de ese género que se hicieron famosos gracias a la revista Amazing Stories. En uno de esos relatos, uno de sus personajes llamado Jumbar debe elegir entre escoger un guijarro o un imán para crear en cada caso un tipo de mundo u otro diferente. Eso provocaría que, tiempo más tarde, se acabara denominando Punto Jumbar al acontecimiento especial y singular por el cual a partir de ahí todo cambiara y fuese diferente. Surgió entonces el concepto de ucronía. Se trataba de describir un nuevo género literario que permitiría, a partir de un suceso en el pasado, cambiar los acontecimientos y desarrollar así todo lo nuevo que podía suceder como consecuencia de ese trascendental cambio. Muchos autores han creado novelas que han utilizado la ucronía como motivo fundamental de su narración. Por ejemplo, el escritor norteamericano Harry Turtledove (n.1949) publicaría en el año 2002 su novela Britania conquistada, un relato que contaba la historia de lo que hubiese sucedido si la Armada Invencible del rey español Felipe II hubiese tenido éxito. O también el escritor americano Gregory Benford, que narró en su novela Hitler victorioso la posibilidad de que los aliados hubiesen perdido la Segunda Guerra Mundial. En la historia académica algunos investigadores han utilizado un método parecido para la crítica histórica. Es lo llamado Historia contrafactual, que desarrolla supuestos alternos para sucesos pasados que pudieron haber sido de otra forma y las consecuencias que se hubieran podido originar.

De las muchas ocasiones que la Historia tiene para citar momentos trascendentales en su desarrollo, quiero destacar dos acontecimientos, dos batallas -hechos drásticos en el pasado de grandes cambios- que, sucedidas con más de dos mil años de diferencia, resultaron claves en el mundo que después de ellas se vivió y que influyen aún, incluso, en lo que somos ahora. Una de ellas fue la Batalla de Gaugalema, donde Alejandro Magno vencería al enorme y grandioso imperio Persa. Fue el 1 de octubre del año 331 antes de Cristo. Se trataba entonces de que existiera un mundo Occidental o un mundo Oriental que prevaleciese. Lo que hubiese sucedido de perder los griegos esa batalla sólo los historiadores, o ni ellos, pueden acaso imaginar. Fue el triunfo de la cultura helénica frente a la oriental, entonces mucho más poderosa y dirigida por la dinastía aqueménida del persa Darío III, una dinastía y un mundo que acabaron para siempre con la victoria de Alejandro de Macedonia. Otra batalla significativa fue la de Sedán, producida el 1 de septiembre de 1870 y que significaría el triunfo del inminente y poderoso imperio alemán frente al débil y decaído -reflejo deslavazado de lo que fue- segundo imperio francés de Napoleón III. Fue una derrota bestial la que ocasionaron los alemanes a Francia, destruyendo entonces todo su ejército y humillando al emperador francés. Como consecuencia, el kaiser Guillermo I de Prusia fue proclamado emperador de Alemania en el Palacio francés de Versalles en enero de 1871. El enorme poder e influencia que Alemania conseguiría llevaría a la Primera Guerra Mundial, y, luego, se provocaría la siguiente, devastadora y criminal Segunda Guerra mundial apenas veinte años después.

En el Arte los creadores eligen antes un tema para plasmarlo así después en el lienzo; ¿qué les lleva a pintar eso y no otra cosa diferente? La musa Mnemea es la responsable, según los antiguos griegos, de que esa idea se lleve a cabo. La realidad es que las obras de Arte, como las vidas de las personas, son lo que son porque así fueron decididas. Podrían haber sido decididas de otro modo, pero, ¿cómo sabremos nunca el diferente modo de algo que ya se creó así de antes? Sólo algunos creadores han hecho de su Arte una ficción de lo que otros antes hicieron. También en estos casos la musa debe ahora trabajar, ya que ¿por qué hacer eso ahora y no otra cosa? Lo cierto es que el tiempo ayudará siempre a justificar una inspiración, a no considerarla veleidosa, porque únicamente la veleidad existe cuando sólo algo muy trivial pueda cambiarse ahora de inmediato. Lo cierto es que si el tiempo ya pasó, lo nuevo que se cree ahora será otra obra o cosa diferente, será otro camino distinto, y nunca, nunca sabremos, realmente, qué otra cosa entonces pudimos crear o vivir.

(Cuadro de Jan Brueghel el viejo, Batalla de Arbela, 1602, -batalla ganada por Alejandro el Magno- Museo del Louvre; Bajorrelieve de la Escuela de Atenas, Las tres Musas, siglo IV a.C.; Pintura Batalla de Reichshoffen, 1887- Batalla de Sedán, 1870-, del pintor francés Aimé Morot; Cuadro de Anton von Werner, 1843-1915, La proclamación del imperio Alemán, 1885, Museo Bismarck, Alemania; Óleo de Rembrandt, Hombre con yelmo dorado, 1650; Cuadro de Picasso, Hombre con yelmo dorado, interpretación de un cuadro de Rembrandt, 1969; Cuadro La Gioconda, de Leonardo da Vinci, 1502, Louvre; Óleo anónimo de un copista de La Gioconda, La Mona Lisa, siglo XVI, Museo del Prado; Cuadro de Velázquez, Las Meninas, 1657, Prado; Óleo de Picasso, Las Meninas según Velázquez, 1957.)

26 de enero de 2011

El estigma de la incomprensión, sus formas y consecuencias en la soledad y la violencia.



Según nos cuenta la Biblia Job fue un hombre justo, virtuoso y respetuoso de su divinidad. Tuvo además una gran familia, era padre de siete hijos y de tres hijas. Llegaría a ser un rico ganadero y poseería miles de reses. También mantendría una gran servidumbre, personas a su servicio a las que él, sin embargo, trataría bien y amablemente. Fue un ser íntegro, bienintencionado, amigable y confiado. Pero, un día, todo eso acabaría para siempre. Sólo terminarían quedando vivos él y su esposa, del resto nada quedaría. El ganado enfermaría y moriría, los siervos fallecerían, y, luego, hasta un fuerte viento arrasarían su casa y sus hijos desapareciendo todo ello para siempre. Aun así Job continuaría confiando en su dios y en su suerte. No se plantearía nunca con todos esos graves sucesos personales cuestionarse nada de su desamparada vida terrenal, ¿por qué, si él además no se lo merecería? Pasó el tiempo y una cruel enfermedad acabaría llagando incluso su piel. Job entonces, agotado, se sentará un momento a descansar, impotente y desolado, para acabar utilizando una pequeña teja con la que poder aliviar las terribles molestias de su cuerpo. En ese mismo momento su esposa lo ve así, de ese modo tan lastimero y, harta ella de tanta desgracia, le recriminará tajante a Job: ¿Todavía perseveras en tu rectitud?, maldice a tu dios y muere...

A principios de los años veinte del pasado siglo surgiría en Alemania un nuevo movimiento artístico en el Arte: La Nueva Objetividad. Esta tendencia artística se caracterizaba por un rechazo al Expresionismo triunfante por entonces -principios del siglo XX-, un estilo pictórico que deformaba la realidad con trazos irregulares y fuertes colores atropellados. Lo curioso es que ambos movimientos artísticos eran, básicamente, iguales en lo estético: tan sólo variaban en el motivo de la expresión. Cuando los expresionistas utilizaban la filosofía como fuente de inspiración, el nuevo y semejante movimiento justificaba su tendencia con criterios más políticos o sociales. Los miembros de esta nueva tendencia artística descubrieron entonces a un desconocido pintor y comenzaron a identificarse con su personal y peculiar estilo artístico barroco. Georges de La Tour (1593-1652) fue un sugerente pintor francés del Barroco más inspirador, uno de los más importantes tenebristas de la historia del Arte. Donde ahora la luz de sus creaciones es casi siempre la protagonista de sus obras, pero no será una luz cegadora que clarifique o evidencie lo que muestre, no, sino tan solo una luz que sólo atisbe, sostenga o mediatice lo que apenas alumbre luego manifiesta o expresamente.

El dios mitológico latino Marte no fue tanto un dios de la guerra cuanto más un dios violento, decidido, brusco o atormentador. También protegería el desarrollo vegetal y con ello la prosperidad terrenal que ofrecerá el vigor exuberante de la naturaleza. Otro de los dioses míticos lo fue el dios Cupido, pero ahora éste es justo lo contrario de aquél: es el niño travieso e imaginativo que no hará más que disparar al azar y distraído sus arrebatadoras e hirientes flechas demoledoras. Una vez Marte lo castigaría desabrido y violento sin comprender siquiera que aquél tan sólo obedecía a su propia e inevitable naturaleza interior. La filósofa francesa Simone Weil (1909-1943) dejaría escrito una vez de la infancia ingenua e inconsciente: La parte del alma que pregunta, ¿por qué se me hace mal?, es esa parte de todo ser humano que ha permanecido intacta desde su infancia. Lucrecia fue una hermosa, honesta y noble mujer de la antigüedad romana. Tal fue su belleza que el propio hijo del rey romano Tarquino -entonces Roma era una monarquía antes de ser República- quiso poseerla como fuese. Forzaría a Lucrecia una noche violentamente. Luego ella, después de aquella vil y desconsiderada afrenta, trataría por todos los medios que su deshonra quedara vengada para siempre. Pero al ver que nadie se atrevía con el regio violador, al sentirse ella ahora así del todo incomprendida no pudo más Lucrecia entonces que tomar la terrible decisión de suicidarse. Las consecuencias de esa cruel afrenta -según la historia latina- llegaron algo más tarde a ocasionar la caída de la monarquía romana, y, tiempo después, el advenimiento de la decisiva e imperial República de Roma.

No hay etapas en la vida del ser humano que no sean susceptibles de desasosiego y maldición. La infancia y la vejez se sitúan en el inicio y final de lo que somos, de nuestra propia existencia. Ahí, en estas etapas extremas de la vida, la inocencia y el desamparo serán los rasgos más característicos de ambos momentos. Pero entre esos dos momentos temporales vitales se sitúa ahora la dura, desesperada, fría, solitaria y perversa madurez. En ésta entonces la conciencia de la incomprensión será devastadora. No podemos ahora más que seguir adelante soportando todo sin rubor, sin pudor, sin denuncia o sin detenernos. Porque en la infancia no tendremos aún conciencia de nada y en la vejez, muy pronto, todo acabará... Pero en la etapa donde las cosas han desarrollado y aún no han culminado del todo, el ser humano deambulará perdido en una inercia desenfocada y agotadora. Y es justo ahora la incomprensión de los demás, de los otros seres humanos la que descollará envilecida, reventando y cansando la existencia hasta hacer padecer al ser adulto maduro las peores de las sensaciones personales: aquella que no se percibe en los demás apenas porque ni se supone, ni se ve, ni se admite. La madurez entonces la sufrirá -como en las obras de George de La Tour- de una forma solo atisbada, anónima, solitaria, oscura y silenciosa al no poder ocultarse ahora ni tras la figura atenuante del comienzo inocente, ni tampoco detrás de la del final más devocional, desarmado, latente o sin explicaciones.

(Cuadro del pintor francés Georges de La Tour, Job increpado por su esposa, 1632; Óleo del pintor Bartolomeo Manfredi, Marte castigando a Cupido, 1620; Cuadro La Limosna, 1905, del pintor español Gonzalo Bilbao; Cuadro Lucrecia y Tarquino, 1630, del pintor Simon Vouet; Cuadro del pintor norteamericano Edward Hopper, Nighthawks (Noctámbulos), 1942.)

25 de enero de 2011

El tiempo entrecruzado, la onírica belleza, la infinitud del pasado y nuestro engaño.



El cine ha utilizado casi siempre la literatura para encontrar la inspiración que las imágenes han necesitado -y necesitan- para llegar a emocionar con sus creaciones dinámicas. El productor norteamericano David O. Selznick (1902-1965) en uno de los muchos castings que hizo a lo largo de su vida se encontraría con una joven extraordinariamente bella  pero, sin embargo, con un gesto extrañamente vulnerable... Antes de finalizar la corta actuación ante el productor la joven aspirante se derrumbaría, desconsolada. Acabaría en un mar de lágrimas decidida a dejarlo todo ahí. El productor, sin embargo, vería en ella algo que le hizo pensar que esa mujer podría llegar a ser una gran estrella. Así fue como la actriz Jennifer Jones (1919-2009) consiguiera, después de mal vivir como modelo mediocre en Nueva York, alcanzar los primeros peldaños de su gloria. En el año 1948 lograría protagonizar la película producida por Selznick El Retrato de Jennie, un filme basado en una novela del escritor norteamericano Robert Nathan (1894-1985).

En esta película la protagonista -Jennie- acabaría siendo convertida en la modelo artística perfecta para el retrato que un pintor frustrado necesitaba componer -cree él- para alcanzar la inspiración y la belleza máximas. Cosas que, nunca antes, habría podido conseguir llevar a cabo con su arte. Con la salvedad ahora de que ella, sin embargo, no existe realmente, que sólo es la ensoñación de una representación fantasmal del pintor por el propio deseo de pintarla. Tan real es para el pintor esa representación de ella como lo son de hecho las ideas, imágenes o sonidos que los propios creadores puedan llegar a sentir de sus creaciones... La joven modelo del cuadro permanece ahora siempre joven mientras el pintor, a cambio, envejecerá con el paso de los años. Jennie parece entonces venir de un tiempo indefinido. "Nada muere, todo cambia; hoy es el pasado de otro tiempo", dirá en una ocasión su misterioso personaje. Las tres etapas en que dividimos el tiempo, pasado, presente y futuro, no son más que conceptos creados por nosotros para posicionarnos, de alguna manera, con aquello que no comprendemos bien. Sólo ha existido y existe realmente el pasado, es lo único que nos pertenece y que nos referencia además, que nos sitúa así en nuestra propia historia personal. El futuro no existe. Y el presente es imposible de ser medido, de ser atrapado siquiera en un segundo. ¿Cuánto durará un presente? Sin embargo, el novelista Robert Nathan afirmaba en su relato: No hay una distancia en esta Tierra tan lejana como ayer... Y esa es la gran contradicción de nuestro mundo: que el tiempo se parece entonces a una gran rueda que, a medida que avanza, nos aleja más y más de todo; aunque, a la vez parece que estemos parados y distantes como mirando una misma luz...

Cuando el héroe mitológico Ulises llegase en su odisea a la isla de Ogigia -cerca del estrecho de Gibraltar- naufragaría entonces frente a sus terribles costas. Fue acogido allí por la ninfa Calipso, reina de esa fabulosa y tranquila isla desconocida. Ella siente ahora de pronto un amor ineludible hacia Ulises, uno tan grande que acabaría absorbiendo al héroe en una nebulosa temporal que le hace sentirse transportado a otra dimensión. Pero él debe, sin embargo, continuar navegando hacia su destino, hacia su Ítaca querida. Sin embargo, a cambio, percibe ahora como si el tiempo se le hubiese detenido. Está ahora él rodeado de un maravilloso, grandioso y deseado paraíso..., de este modo es como Calipso intentaba hacerle olvidar su impenitente destino. Llegaría ella, incluso, a ofrecerle la inmortalidad... Pero Ulises se niega, y no sabe él muy bien por qué ya que lo ha olvidado todo. No es feliz del todo, pero tampoco sabe muy bien por qué no lo es. Siente una necesidad pero es incapaz de comprenderla. Atenea, la diosa protectora del héroe, le pide a Zeus que ayude a Ulises a regresar a su destino. El dios más poderoso del Olimpo obligará a Calipso a que deje libre a Ulises. Ésta acepta, obligada, con todo el dolor que le supone dejar partir al ser amado. El héroe se había llevado, sin él saber ni percibirlo siquiera, casi diez años detenido en esa maravillosa pero perdida isla de Ogigia.

Nuestra vida se pierde a veces por un tiempo que parece no existir, que parece no haber existido nunca antes en verdad. Creeremos vivir incluso de otro modo al que vivimos, pero no, no lo vivimos de ese otro modo en verdad. De la misma manera, incluso pensaremos a veces que disponemos nuestro tiempo para siempre, como un espacio personal eterno de algo que nunca acabará, como algo que nos pertenece para siempre, que es nuestro y que podremos atraparlo siempre a través de un especial soporte vital extraordinario, de un asidero personal procurado por nosotros o nuestro destino para que, con él, sea posible mantener así toda aquella belleza eterna perdida para siempre. Y todo esto incluso de una forma ahora en que ésta -la belleza de ese tiempo intemporal- nos complazca además eterna, deseosa, poderosa y libre a la vez que unida a nosotros para siempre...

(Cuadro del pintor Arnold Boecklin, 1827-1901, Calipso y Ulises, 1883; Fotograma de la actriz Jennifer Jones en la famosa película Duelo al Sol, 1952; Fotograma de la película El Retrato de Jennie, 1948; Cartel británico de la película El Retrato de Jennie, 1948; Cuadro del pintor actual español Angel Mateos Charris, Futuro no, presente no, pasado, 1999; Autorretrato del pintor en su estudio, del pintor surrealista Arnold Boecklin, 1893; Cuadro del pintor Boecklin, Autorretrato con la Muerte y el Violín, 1872; Óleo del pintor actual español Guillermo Pérez Villalta, 1948, El rumor del Tiempo, 1984, Particular;  Óleo La isla de los Muertos, 1883, de Arnold Boecklin.)

Vídeo El Pen Story: