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5 de diciembre de 2013

La poética figura en el Arte de la mujer inmóvil o el dilatado horizonte de un cielo y su homenaje.



¿Cómo sino utilizar los colores para emocionar desesperadamente con el Arte? Para emocionar y para sentir cosas inspiradoras... a través de los sentidos menos permanentes. Porque no durará mucho ese momento emocional. No durará más de lo que suponga un latido y su contralatido desatento. Porque no se tratará de fijar en un lienzo nada demasiado: ni la mirada, ni la conciencia, ni la pasión...; sino sólo ahora, vagamente, un desgarrado instante sin dolor. Y esto lo comprendieron algunos creadores artísticos muy pronto. Aunque no sería comprendido bien hasta el Romanticismo, una tendencia que no llegaría hasta finales del siglo dieciocho pero que desde comienzos de ese siglo balbucearían ya algunas semblanzas parecidas. Unas sensaciones prerrománticas que anunciarían lo que, luego, terminaría arrasando el espíritu humano y sus creaciones artísticas como cosa alguna antes hubiera podido imaginarse. El pintor italiano Giovanni Pannini (1691-1765) fue, por ejemplo, uno de los primeros en pintar las ruinas de la antigüedad clásica. Sin él saberlo aún, sin ser él para nada romántico, estaría ya empezando a cimentar los elementos primigenios de la fugacidad romántica. Tiempo después el pintor del Rococó español Luis Paret y Alcázar (1746-1799) mostraría, en sus aún obras empalagosas de esa tendencia dieciochesca, un apasionado tono de fervor lastimero o un suave pero acusado cierto acontecer emocional...

Ayudaría, tal vez, su destierro en el caribe producido por haber favorecido a un infante real -su amigo Luis Antonio de Borbón- de amantes jovencitas. Posiblemente, también ayudaría el mar y su sensación de límite ahora entre dos mundos: de reflejo por un lado de la infinitud abrumadora de lo poderoso como, por otro, de la humana, frágil y vulnerable finitud de lo terrenal. Así, por ejemplo, Jean Pillement (1718-1808) compuso su apasionada obra Náufragos llegando a la costa. Qué belleza de triste naufragio y qué maravilloso panorama tan desolador... Luego, a finales del siglo XIX, hasta el pintor sueco Knut Ekwall (1843-1912) se dejaría seducir por sobrenaturales seres marinos y sus míticos encantos misteriosos. En su obra El pescador y la Sirena manejaría el pintor esa ambigua certeza tan inspiradora: ¿quién, realmente, estaría buscando a quién, el pescador o la sirena? Pero será el poeta Bécquer, el magistral escritor romántico español, al que le debamos todo lo que con ese universo de emociones quedaría entonces definida la tendencia romántica como un especial y concreto estilo narrativo. Porque es a él al que le debemos la magia de combinar sentimientos fugaces, belleza ilusoria, paisajes monumentales, ruinosos o mortecinos así como una especial aura espiritual cargada de metáforas, rimas y leyendas. Porque sólo Bécquer, como nunca nadie lo hiciera antes, supo expresar con palabras aquellas mismas emociones que los pintores habían recreado con pinceles. Y, desde entonces, toda una gran epopeya literaria se fraguaría en la historia para alarde de otros géneros artísticos, otros medios y otras formas de expresarlos. Y qué mejor homenaje -aunque sea algo largo el texto- que un fragmento de su especial escritura romántica. Aquí, en esta prosa poética, escrita para unos artículos de un periódico de Madrid a mediados del siglo XIX, nos deslumbra ahora el poeta español con lo mismo que otros, antes y después de él, trataron de exponer de otras formas diferentes. Sin embargo sólo él, genialmente, conseguiría aunar lo más románticamente descriptivo con lo más emocionalmente inefable.


Un día entré en el antiguo convento de San Juan de los Reyes. Me senté en una de las piedras de su ruinoso claustro y me puse a dibujar. El cuadro que se ofrecía a mis ojos era magnífico. Largas hileras de pilares que sustentan una bóveda cruzada de mil y mil crestones caprichosos; anchas ojivas caladas como los encajes de un rostrillo; ricos doseletes de granito con caireles de hiedra que suben por entre las labores, como afrentando a las naturales, ligeras creaciones del cincel, que parece han de agitarse al soplo del viento; estatuas vestidas de luengos paños que flotan como al andar; caprichos fantásticos, gnomos, hipógrifos, dragones y reptiles sin número que ya asoman por encima de un capitel, ya corren por las cornisas, se enroscan en las columnas o trepan babeando por el tronco de las guirnaldas de trébol; galerías que se prolongan y que se pierden, árboles que inclinan sus ramas sobre una fuente, flores risueñas, pájaros bulliciosos formando contraste con las tristes ruinas y las calladas naves, y, por último, el cielo, un pedazo de cielo azul que se ve más allá de las crestas de pizarra, de los miradores, a través de los calados de un rosetón. 


En tu álbum tienes mi dibujo; una reproducción pálida, imperfecta, ligerísima de aquel lugar, pero que no obstante puede darte una idea de su melancólica hermosura. No ensayaré, pues, describírtela con palabras, inútiles tantas veces. Sentado, como te dije, en una de las rotas piedras, trabajé en él toda la mañana, torné a emprender mi tarea a la tarde y permanecí absorto en mi ocupación hasta que comenzó a faltar la luz. Entonces, dejando a mi lado el lápiz y la cartera, tendí una mirada por el fondo de las solitarias galerías y me abandoné a mis pensamientos. El sol había desaparecido. Sólo turbaban el alto silencio de aquellas ruinas el monótono rumor del agua de aquella fuente, el trémulo murmullo del viento que suspiraba en los claustros y el temeroso y confuso rumor de las hojas de los árboles que parecían hablar entre sí en voz baja.


Mis deseos comenzaron a hervir y a levantarse en vapor de fantasías. Busqué a mi lado una mujer, una persona a quien comunicar mis sensaciones. Estaba solo. Entonces me acordé de esta verdad, que había leído en no se qué autor: La soledad es muy hermosa... cuando se tiene junto alguien a quien decírselo. No había aún concluido de repetir esta frase célebre, cuando me pareció ver levantarse a mi lado y de entre las sombras una figura ideal, cubierta con una túnica flotante y ceñida la frente de una aureola. Era una de las estatuas del claustro derruido, una escultura que arrancada de un pedestal y arrimada al muro en que me había recostado, yacía allí cubierta de polvo y medio escondida entre el follaje, junto a la rota losa de un sepulcro y el capitel de una columna. 


Más allá, a lo lejos, y veladas por las penumbras y la oscuridad de las extensas bóvedas, se distinguían confusamente algunas otras imágenes: vírgenes con sus palmas y sus nimbos, monjes con sus báculos y sus capuchas, eremitas con sus libros y sus cruces, mártires con sus emblemas y sus aureolas, toda una generación de granito, silenciosa e inmóvil, pero en cuyos rostros había grabado el cincel la huella del ascetismo y una expresión de beatitud y serenidad inefables. He aquí, exclamé, un mundo de piedra; fantasmas inanimados de otros seres que han existido y cuya memoria legó a las épocas venideras un siglo de entusiasmo y de fe. Vírgenes solitarias, austeros cenobitas, mártires esforzados que, como yo, vivieron sin amores ni placeres; que, como yo, arrastraron una existencia oscura y miserable, solos con sus pensamientos y el ardiente corazón inerte bajo el sayal, como un cadáver en su sepulcro.


Volví a fijarme en aquellas facciones angulosas y expresivas; volví a examinar aquellas figuras secas, altas, espirituales y serenas, y proseguí diciendo: ¿Es posible que hayáis vivido sin pasiones, ni temor, ni esperanzas, ni deseos? ¿Quién ha recogido las emanaciones de amor, que como un aroma, se desprenderían de vuestras almas? ¿Quién ha saciado la sed de ternura que abrasaría vuestros pechos en la juventud? ¿Qué espacios ni límites se abrieron a los ojos de vuestros espíritus, ávidos de inmensidad, al despertarse al sentimiento? La noche había cerrado poco a poco. A la dudosa claridad del crepúsculo había sustituido una luz tibia y azul; la luz de la luna que, velada un instante por los oscuros chapiteles de la torre, bañó en aquel momento con un rayo plateado los pilares de la desierta galería. Entonces reparé que todas aquellas figuras, cuyas largas sombras se proyectaban en los muros y en el pavimento, cuyas flotantes ropas parecían moverse, en cuyas demacradas facciones brillaba una expresión indescriptible, santo y sereno gozo, tenían sus pupilas sin luz, vueltas al cielo, como si el escultor quisiera semejar que sus miradas se perdían en el infinito buscando a Dios. A Dios, foco eterno y ardiente de hermosura, al que se vuelve con los ojos, como a un polo de amor, el sentimiento del alma.

(Fragmento último de la Carta IV, Cartas literarias a una mujer, del poeta español Gustavo Adolfo Bécquer, publicadas en el diario El Contemporáneo, Madrid, años 1860-1861.)

(Óleo Ruinas con la pirámide de Cayo Cestio, 1730, Giovanni Paolo Pannini, Museo del Prado;  Obra del pintor Jean-Baptiste Pillement, Náufragos llegando a la costa, 1800, Museo del Prado; Cuadro El pescador y la Sirena, finales del siglo XIX, del pintor sueco Knut Ekwall; Óleo Muchacha durmiendo, 1777 -aprox.-, de Luis Paret y Álcazar, Museo del Prado; Cuadro Ruinas de San Juan de los Reyes de Toledo, 1846, del pintor español Cecilio Pizarro, Museo del Romanticismo, Madrid; Óleo del pintor español Vicente Palmaroli González, A la vista, 1880, Museo del Prado, Arte del Siglo XIX, Madrid.)

1 de diciembre de 2013

La imposibilidad real del deseo, o la desvelación siniestra y maravillosa de lo imposible.



En el año 1925 publicó el escritor estadounidense Theodore Dreiser su novela Una tragedia americana. Considerada como una de las mejores novelas escritas en inglés del siglo XX, se basaba en un hecho real sucedido en el estado de Nueva York en el verano de 1906. Entonces la policía hallaría el cadáver de la joven Grace Brown ahogada en el lago Big Moose. El cadáver hallado había sido golpeado y la muerte de la joven podría ser un homicidio premeditado. Sin embargo, apareció en el lago sola, ahogada y, por tanto, con la suspicacia de haber podido ser sólo un vulgar accidente. Así que pronto la investigación se centraría en el joven con el cual ella había sido vista antes de embarcar. Chester Gillette era sobrino del dueño de la fábrica donde trabajaba la víctima. Hijo del  hermano pobre del rico industrial, acabaría trabajando para su tío tratando de labrarse un porvenir diferente al que la vida de sus arruinados padres le había provocado. Pero el destino deseoso que soñara para su vida se acabaría enfrentando con la pasión momentánea, sórdida y fugaz que sentía por Grace. Esta joven acabaría pronto quedando embarazada y ello les obliga a unir sus vidas en un, para Chester, fracasado porvenir. Ante la insistencia de ella en casarse, él se abandona en otras dulces seducciones enamoradas. Hasta que un día, agobiado y quejumbroso, decide viajar con Grace para cumplir su destino inevitable.

Se detuvieron en un paradisíaco lago donde él, desesperado, acaba embarcándose en un destino fatal y homicida. Fue detenido y acusado a ser condenado a morir en la silla eléctrica en la prisión de Auburn en el otoño de 1908. La historia, tan cinematográfica como parecía, fue llevada al cine en varias ocasiones pero solo la filmada por el director George Stevens en el año 1951 sería la que pasaría a ser una maravillosa obra de arte. La película crea su argumento inspirado en la novela pero, a cambio, el director sustituye un deseo de otra vida o el de acceder a un mundo maravilloso y sofisticado -al cual él debía pertenecer por nexos familiares- por otro inevitable deseo muy humano, este más cinematográfico y operístico: el deseo auspiciado por un amor pasional más enamorado. Porque es el desarrollo del deseo lo que hace genial la historia filmada finalmente. Cuando el personaje de Chester llega a la fábrica de su tío éste le ofrece un empleo de obrero, algo con lo que nunca soñó con ser. En una de las reuniones familiares en casa de su tío conoce a la bella Ángela, una hermosa y sofisticada joven amiga de sus primos. Algo -esa belleza- absolutamente inalcanzable para él. Pero antes de eso había conocido a Grace, una operaria de su misma sección que se enamora irremediablemente de él. Este amor, donde se refugia Chester, terminaría justificando todos sus frustrados anhelos, sin embargo. A pesar de que ella le dice que no se preocupe, que algún día será ascendido, él no lo cree. Se resigna entonces a su destino. Tiempo después, justo cuando Grace sabe lo que guarda ahora el fruto de su pasión -su embarazo-, el irónico destino terminará uniendo apasionadamente las vidas de Chester y Ángela. Pero para entonces, para ese iluso momento deseado, se acabaría desatando la terrible tragedia...

El creador romántico alemán Caspar David Friedrich pinta en el año 1810 su enigmática y espiritual obra Arco iris en un paisaje de montaña. Fue uno de los creadores más inspirados del Romanticismo alemán. Embellecería sus obras con un aura sobrenatural con la que trató de encontrar el resorte creativo donde poder acercar una imagen iconográfica al deseo del alma. En esta obra trata de describir la escena instantánea de la imagen representada por un arco iris geométricamente perfecto. Y debe ser sólo un momento, un instante, lo que dura la visión de un arco iris poderoso. Un personaje caminante -el mismo pintor autorretratado- se detiene ante el maravilloso prodigio para escudriñar, el tiempo que precise, el misterioso sentido que encierra el extraordinario fenómeno. Pero lo más importante de todo es que es una imagen imposible: no puede existir un arco iris en un cielo sin sol. Entonces, ¿por qué ese alarde? Por el deseo poderoso del hombre de querer encontrar respuestas a sus perennes preguntas. Por acercarse ahora, aunque sólo un instante, a la suprema bendición -o maldición- de un incognoscible destino. 

Dos mundos se dispersan en la obra romántica de Friedrich, por un lado el terrenal, el mundo iluminado y visible de un hombre ahora empequeñecido -coloreado por lo mundano de la vida-, deseoso de querer saber o encontrar un sentido a todo lo existente. Y por otro el poderoso, lejano, grandioso y oscurecido horizonte ilimitado, del todo incognoscible -no vemos nada ahí-, totalmente misterioso e indescifrable. Entre ambos mundos un arco iris imposible, lo único que posibilita, con su simbolismo artístico, el trance del sinsentido poderoso de dos mundos enfrentados. Pero sólo es un deseo imposible, un anhelo inútil por la fútil esperanza inane de su autor. En la iconografía medieval se representaba al arco iris como un símbolo revelador que, tras el arrasador diluvio bíblico, ofrecía una alianza entre la divinidad y los hombres. Sin embargo, siglos después, cuando el racionalismo llegó a cuestionar lo único cognoscible o alcanzable por el hombre, éste sólo pudo detenerse y descubrir, claramente, su completa y ridícula incapacidad de conocimiento. 

Porque el ser humano no puede llegar a conocer verdaderamente nada, no puede saber nada, y no podrá, por tanto, conseguir llegar a satisfacer ese deseo imposible. Porque ese deseo sólo es un vago reflejo imposible de lo que anhelamos. En su lienzo Friedrich consigue representar equilibrio y sorpresa. Equilibrio por la perfecta ejecución de la imagen, por el delineado y correcto arco que separa las dos visiones diferentes del mundo. Una de ellas inaccesible, sólo imaginable, porque debe ser maravilloso ese paisaje montañoso que no vemos, ya que ahora es todo negro, brumoso, tétrico y desolador. Y luego el otro escenario, la otra visión posible, ésta más cercana, verde, esperanzada y empequeñecida, la nuestra propia, llena ahora de luz y de colores, la única visión que, verdaderamente, podemos llegar a comprender. Pero también percibimos ahora la sorpresa, la admiración ante lo imposible que no vemos. Porque esto mismo, tanto la sorpresa como la admiración, son lo único que, con nuestros sentidos limitados, alcanzaremos a sentir ante un paisaje así de poderoso. Todo esto es lo que parece que nos dice ese arco iris imposible. Lo que se adivina aquí en un cielo sin sol: que sólo lo que se desea desde un pensamiento elevado podrá, si acaso, llegar a descubrirse. Aunque, eso sí, solo dentro de los limitados o efímeros sentidos de nuestro profundo y misterioso mundo interior.

(Óleo del pintor romántico Caspar David FriedrichArco iris en un paisaje de montaña, 1810, Museo Folkwang, Essen, Alemania; Imagen de un fotograma de la película Un lugar en el sol, 1951; Cartel de la misma película, 1951.)

22 de noviembre de 2013

Muchas voces veremos renovadas, pero ninguna habrá que no se altere.



El rompedor pintor francés Gustave Moreau (1826-1898) habría dicho una vez algo así: Hubiese preferido pintar iconos bizantinos que cuadros tradicionales.   Su decadentismo fue anterior al de todos, incluso al de los Simbolistas, del que hizo escuela y sería un precursor. Pero, la Historia volvería a condicionarlo todo siempre con el tiempo. Estamos condicionados en nuestra vida personal mucho más de lo que creemos por la Historia, por lo medioambiental de sus grandes acontecimientos, por lo más visceral o sangrante de una sociedad tan cambiante como contradictoria. El pintor Gustave Moreau vivió una terrible experiencia personal en la Guerra Franco-Prusiana del año 1870. También vivió la terrible experiencia de las pesadillas históricas posteriores a la contienda, así como la postración política que acusó Francia luego y los estigmas sociales tan injustos y desgarradores para sus compatriotas. Pero, además, el pintor francés acusaría en su Arte las propias tragedias personales de su familia y hasta de su propia amante. Pero, sobre todo, el gran y peculiarísimo creador decadentista francés acabaría obsesionado por lo diferente, por lo hierático, por lo onírico, o por lo en exceso ornamental y metafísico. La sociedad occidental del último cuarto del siglo XIX (entre los años 1875 y 1895 aproximadamente) vino a reaccionar culturalmente con una mezcolanza de sentimientos de retorno, de postración, de rechazo, de huida y de sensualismo que acabaría por denominarse Decadentismo. ¿Cómo no tendría sentido todo eso después de haber vivido un clasicismo, un realismo y un rigorismo imperial tan poderoso? Porque Francia había vuelto a ser otra vez un imperio desde que Napoleón III -sobrino del gran Napoleón- consiguiese erigirse de nuevo en poder imperial en el año 1850. Entonces el país alcanzaría una preeminencia política, económica y cultural extraordinaria.

Porque después del Romanticismo -al advenimiento de este segundo imperio- los franceses volvieron de nuevo a la perfecta medida de los sentidos culturales más clásicos, pero ahora con un bagaje intelectual, cultural y artístico más desarrollado. Pero cuando todo eso se perdiese, trágicamente, en el conflicto bélico del año 1870 a manos de un nuevo poder emergente -el unificado imperio de Alemania-, el inconsciente colectivo francés trataría de encontrarse a sí mismo y recuperar así su espíritu perdido y aquel sentido nacional tan grandioso de antaño. El gran poeta latino Horacio (siglo I a.C.) dejaría escrito en uno de sus grandes versos: ¿Quién hará que la gracia y la hermosura de los idiomas viva y permanezca? Muchas voces veremos renovadas que el tiempo destructor borrado había; y, al contrario, ya olvidadas otras muchas que privan en el día; pues nada puede haber que no se altere cuando el uso así lo quiere, ya que es éste de las lenguas dueño, juez y guía.   Eso mismo sucederá también en el Arte. En el siglo del positivismo y el cientifismo más progresista (el industrial siglo XIX), cuando entonces la sociedad culminara una Revolución Industrial no conocida antes en la historia, algunos creadores miraron de nuevo hacia atrás para impulsar ahora, sin embargo, un avanzado, contrario y simbólico modo de ver y entender el mundo. Y ya no pararía. Seguiría después con los simbolistas y con los modernistas, y enlazaría más tarde a los expresionistas, a los cubistas y a los surrealistas. El mundo habría cambiado entonces para siempre. Pero, cuando Gustave Moreau pinta sus obras decadentistas-simbolistas, justo antes y durante del final de aquel ocaso imperial francés, no podría siquiera imaginar lo que la historia mantendría, sin embargo, todavía oculto en su regazo.

Entre los años 1865 y 1870 pinta Moreau tres obras de una misma temática artística: Diomedes devorado por sus caballos. La mitología griega contaba esta cruda leyenda trágica: El rey de los tracios Diomedes había criado unos salvajes caballos -yegüas en este caso- dándoles de comer carne de otros animales. De ese modo se habían hecho más fuertes y poderosos que los caballos normales. El envidioso Euristeo -otro rey competidor- le encargaría entonces al gran héroe griego Hércules que acabase con esos peligrosos caballos fulminantemente. Uno de los trabajos famosos que al gran héroe mítico le encargan hacer fue la captura de esos feroces animales devoradores de carne. Lo conseguiría Hércules al final de su intento heroico y terminaría llevándose luego todos esos equinos asesinos del reino de Diomedes para siempre. Pero, antes, un ejército tracio al mando de ese rey infame asaltaría los caballos por el camino, luchando ahora con Hércules. Vencerá el héroe griego y acabaría encerrando a Diomedes junto a sus caballos salvajes, donde éstos terminarían por devorarlo. De esa forma tan terrible, con la feroz y cruel imagen de la devoración de Diomedes, pintaría Moreau sus tres semejantes obras de Arte, todo un símbolo filosófico de la destrucción del ser por los mismos medios que el propio ser crease antes. Esas representaciones proféticas de Moreau se adelantaron a la decadencia social de los años posteriores a la batalla de Sedán -la batalla de 1870 donde Francia perdió frente a Alemania-, a la postración cultural llevada a cabo luego por los creadores decadentistas -poetas y escritores sobre todo-, y al final de un siglo XIX con muy pocos claros por entonces rasgos apocalípticos finiseculares. Toda una extraordinaria premonición la del pintor decadentista. Una premonición que alcanzaría, sin él llegar a sospecharlo, hasta las terribles trincheras sanguinarias de la Primera Guerra Mundial para, veinte años después, y sin remedio alguno, llegar a su más abominable y desastrosa secuela bélica posterior.

(Óleo Cierro la puerta tras de mí, 1891, del pintor simbolista y de la estética decadente Fernand Khnopff, Munich; Óleo Diomedes devorado por sus caballos, 1870, Gustave Moreau, Colección particular, Nueva York; Diomedes devorado por sus caballos, 1865, Gustave Moreau, Museo de Bellas Artes de Rouen, Francia; Diomedes devorado por sus caballos, 1866, Gustave Moreau, Museo Paul Getty, Los Ángeles, EEUU; Óleo Hércules y la Hydra, 1876, Gustave Moreau; Cuadro La Aparición, 1875, Gustave Moreau, Museo de Orsay, París; Retrato de Gustave Moreau, 1860, del pintor Edgar Degas.)

7 de noviembre de 2013

La consolación del Arte, de la filosofía o de las creencias, al final, solo consolarán a éstas.



Uno de los poetas líricos de la antigüedad griega que comenzara componiendo cantos en homenaje a grandes gestas heroicas lo fue Simónides de Ceos (556 a.C-468 a.C). Sería él quien dijese: la poesía es pintura que habla y la pintura poesía muda...   De la leyenda griega de Dánae y Perseo crearía una famosa oda clásica. Esta leyenda y su mito contaban cómo el padre de Dánae -monarca de un mítico reino griego-, asustado entonces por una profecía que anunciaba que un hijo de ella -Perseo- acabaría destronándole, terminaría introduciendo a los dos -madre e hijo- en un arca y los lanzaría al mar para deshacerse de ellos para siempre. Acabarían, sin embargo, salvados por los dioses; por ese mismo dios -Zeus- que, meses antes, con su dorada simiente furtiva, lograse vencer el cerco poderoso -una torre cerrada- en el que estaba guardada y prisionera la hermosa Dánae. Y el poeta jonio escribiría el siguiente mítico verso elegíaco:
 
Cuando a la tallada arca alcanzaba el viento
con su soplo y la agitación del mar
la inclinaba a temer,
con las mejillas húmedas de llanto,
echaba su brazo en torno a Perseo y decía:
"Hijo, ¡por que fatigas pasas y no lloras!
Como un lactante duermes, tumbado
en esta desagradable caja de clavos de
bronce,
vencido por la sombría oscuridad de la noche.
De la espesa sal marina de las olas que
pasan de largo
por encima de tus cabellos no te preocupas,
ni del bramido del viento, envuelto en mantas
de púrpura, con tu hermosa cara pegada
a mí."


Pero, ¡claro!, Perseo nada temería por entonces, ya que era un semidiós, un gran héroe, ¡el hijo de Zeus! Para todos los demás, para nosotros los humanos normales, que nacemos y morimos y vivimos apurados entremedias, algunas cosas lacerantes de la vida nos superarán, despiadadas, y, entonces, necesitaremos consuelo... Lo apotropaico es un término de origen griego que hace referencia al fenómeno por el cual los seres humanos tratarán de alejarse del mal que los acecha. Para ello, para sentirse seguros, todo alarde psicológico servirá. Así, cualquier superstición, pero, también, cualquier otra cosa que conlleve un impulso de conservación inteligente.  El caso es consolarnos, y, para esto, los hombres idearon, inicialmente con los dioses y luego con sus propias promesas terrenales, todo lo que les llevara a recuperar aquella seguridad, ahora perdida, de antes.

La diosa Afrodita llegaría a adorar una vez tanto a un bello efebo griego, Adonis, que cuando éste desapareciera transformado por los dioses, no encontraría la diosa de la belleza consuelo alguno de tanto sufrir.  El dios Apolo -dios racional y luminoso- le recomendaría entonces a la diosa que acudiese a los acantilados de la isla de Leúcade, donde él mismo había ido alguna vez, para tratar de saltar desde lo alto de sus rocas blanquecinas a las azules aguas del mar Jónico. Luego, le aconsejaba Apolo, saldría de las aguas del todo transformada, relajada y tranquila para siempre, habiendo olvidado ya de seguro todo lo que antes la hiciera sufrir. De ese modo comenzaría a conocerse por entonces el ritual legendario y sagrado de la isla de Leúcade...  Por que todo el mundo iría allí acuciado por sus cuitas o dolores, convencido de que Apolo les ayudaría a salir  después de sus profundas aguas sin peligro.  Liberándose así ya de todos los malos recuerdos y recobrando, al fin, la calma y  la felicidad perdidas de antes. Pero la leyenda no garantizaba nada de eso, sobre todo de salir indemne del peligro de sus aguas profundas y fieros acantilados. Muchos morirían ahogados, y otros despeñados, en los acantilados sagrados y míticos de la isla de Leúcade. Una de las personas más famosas de la historia que acudieron allí para consolarse fue la poetisa griega Safo (640 a.C-580 a.C). Ella saltaría en una ocasión desde lo alto de una de las rocas del blanco acantilado griego de Leúcade por última vez en su vida. Moriría Safo allí, después de no haber sido correspondida, al parecer, por el amor de un tal Phaón...  ¿Quiso redimirse ella verdaderamente, o sólo morir? La historia no lo aclararía, del mismo modo que tampoco su leyenda es del todo fiel a la verdad, ya que ésta fue compuesta siglos después de su muerte, cuando se quisiera mejorar la imagen sexual de la insigne y atormentada poetisa griega. Se inventarían por entonces el amor de ella por un remero jonio, para darle así  una más correcta interpretación a su vida y oscurecer, de este modo, su apasionado y conocido lesbianismo.

Fue ese mismo momento legendario, ese instante justo donde saltara inicialmente ella al vacío, el que el pintor neoclásico francés Antoine-Jean Gros (1771-1835) inmortalizaría en el año 1801 en su romántico lienzo Safo en Leúcade. Formado el pintor en las aulas neoclásicas de la época napoleónica, compuso Gros retratos y escenas propias de la gesta y la estética neoclásica. Pero, sin embargo, no pudo al final de su vida llegar a superar, artísticamente, el Romanticismo triunfador... ¿Tan sólo artísticamente? No, exactamente, porque sería, por un lado, el propio rechazo de su antiguo estilo neoclásico, por entonces para él algo decadente, lo que los críticos no le perdonaron en sus últimas obras; pero, también, sus propios problemas personales y conyugales le acabaron arrebatando, además, aquel consuelo... Ese mismo desconsuelo que retratara años antes, tan seguro por entonces de crearlo en un lienzo, distante y orgulloso además, con el retrato de su famosa heroína romántica, desfallecida ya para siempre. Un desconsuelo que, sin embargo, le haría sucumbir también a él, al igual que antes lo hiciera con su antiguo famoso personaje clásico. Morirá el pintor francés ahogado también en las oscuras, pero no tan profundas, aguas del río Sena, después de haberse lanzado del mismo modo a como, muchos siglos antes, lo hiciera su famosa malograda poetisa griega. Tan desolado y sobrepasado entonces el pintor francés por una ahora tan igual de despiadada, oprimida, dura y romántica pena.

(Óleo Safo en Leúcade, 1801, de Antoine-Jean Gros, Museo Baron Gèrard, Bayeux, Francia; Retrato de Antoine-Jean Gros, del pintor Francois Baron Gèrard, 1790; Detalle del lienzo del pintor Mattia Preti, Boecio y la Filosofía, siglo XVII; Cuadro barroco del español Pedro de Orrente, Sacrificio de Isaac, 1616, Museo de Bellas Artes de Bilbao; Obra del pintor prerrafaelita John William Waterhouse, Dánae y Perseo, 1892.)

28 de octubre de 2013

La genialidad artística sólo inspirada frente a la audacia, la imitación o la simpleza.



Cuando el genial Turner estuvo en Roma durante el año 1828 pintaría su obra romántica Jessica, un lienzo basado en el personaje femenino de la hija de un judío usurero del drama de Shakespeare El Mercader de Venecia. Años después, cuando el pintor romántico era muy mayor, contaría la anécdota de la causa de haberlo pintado. En aquellos años discutía con algún colega pintor sobre su predilección por el color amarillo, un tono muy habitual en sus creaciones artísticas. Le dijo entonces el crítico pintor a Turner: Un fondo amarillo está bien en los paisajes pero no en un retrato. Turner le contestaría: Los retratos no son mi estilo pero me comprometo a pintar el retrato de una mujer con un fondo amarillo si Lord Egremont le ofrece un lugar en su galería. El artista romántico se habría inspirado en Rembrandt y su genial obra Muchacha apoyada en la ventana del año 1645. El extraordinario pintor holandés había compuesto su obra con los elementos propios de su claroscuro militante, pero reflejaría Rembrandt una cosa más intangible en esta obra que en otras de sus creaciones. Consiguió recrear la emoción de la timidez más inocente. Porque aun resguardada tras su protegido lugar, no puede evitar ella ahora una cierta sensación de sobrecogimiento en su gesto inocente, una cierta aprensión indeterminada frente a lo que ahora mira fuera de sí misma. Y el pintor holandés alcanzaría la genialidad más artística al obtener -eternizándolo en su obra- ese maravilloso gesto emotivo reflejado en su frágil rostro inocente.

Turner lo sabía, admiraría y utilizaría después para inspirarse. Pero no para copiarlo ni para representarlo de una forma parecida, sino para hacer, con esa misma inspiración, otra cosa distinta. Esta es una de las particularidades específicas de la genialidad artística. Esto es lo que consigue hacer el pintor romántico en su creativo retrato de la deseosa Jessica. Consigue hacernos ver ese gesto preocupado de antes -el emotivo de Rembrandt- pero ahora por otra cosa diferente: por la espera ansiosa y lastimosa de un amante deseado. Todo está rodeado en la obra de un color amarillo, tan resplandeciente como en sus grandes escenarios románticos donde el amarillo abundará sugerente y metafísico. Pero ahora un difícil color para poder encajar en un retrato. El personaje de Jessica, al igual que la joven emotiva de Rembrandt, se sitúa en una ventana mirando hacia el exterior. Según relataba el drama de Shakespeare, su padre se ausentaría una noche de casa dejando a Jessica sola. Pero antes le dice a su hija: Ve adentro hija mía, no olvides lo que te he mandado. Cierra puertas y ventanas, que nunca está más segura la joya que cuando bien se guarda. Entonces ella, pensativa, se dirá mientras lo mira marcharse, justo en el mismo momento elegido por el pintor para su obra: Mala habrá de ser mi fortuna para que, muy pronto, no nos encontremos yo sin padre y tu sin hija. Y Turner la pinta con el semblante de su mendaz acto encubierto -lo abandonará todo por su amante-, aunque a la vez con el gesto sombrío de un rostro deslucido para poder expresar ahora aquel cruel y terrible autoengaño.

Otros creadores de la historia no consiguieron llegar a componer esa genialidad tan sutil de Turner o Rembrandt. Por ejemplo Hans von Aachen, un pintor alemán manierista (1552-1616) que alcanzaría a brillar algo con su composición -entre manierista y barroca- Baco, Venus y el Amor. Como buen seguidor de una tendencia manierista tan clásica, compuso sus obras del mismo modo clásico de siempre sin salirse nada del estilo de sus maestros, con el seguimiento estilístico de la misma forma de crear de sus antecesores. Trataría el pintor alemán de ser una vez original con su obra Los cinco sentidos, el tacto. Pero no obtuvo lo que el Arte sólo ofrece a sus genios más inspirados. El pintor Jan van Bylert (1598-1671), representante del Barroco holandés, fue capaz en una ocasión de lograr algunos efectos de luces, de sombras y de miradas, pero sobre todo sería un magnífico seguidor de la escuela caravaggista de su tiempo. No acabaría por encontrar su propio lugar, aunque lo que hizo lo hiciera muy bien, correctamente imitado de lo que aprendiera de su maravillosa tendencia barroca.

(Óleo de Rembrandt, Muchacha en la ventana, 1645; Obra Jessica, 1830, de William Turner, Tate Gallery, Londres; Lienzo Baco, Venus y el Amor, 1600, de Hans von Aachen, Museo de Finas Artes, Viena; Obra El tacto, de su serie Los Cinco Sentidos, ignoro fecha, del pintor alemán Hans von Aachen; Óleo La cortesana, ignoro fecha, del pintor holandés Jan van Bylert.)

24 de octubre de 2013

Si no soy yo, ¿quién, entonces, si no, debiera hacerlo...?



A finales del siglo XVIII se iniciaría el movimiento romántico en el Arte. Entonces algunos creadores se anticiparían en modernidad estética y en trascendencia espiritual a la realidad social de su época. ¿Qué motivaría a esos hombres y mujeres a hacer saltar por los aires la visión de las cosas o del mundo que sus antecesores les habían entregado poco antes? Uno de ellos lo fue el multifacético artista británico William Blake (1757-1827), otro el pintor inglés John Martin (1789-1854). Ambos buscarían lo mismo: otros encuadres diferentes, otros elementos de creación y otros lenguajes para expresar ahora cosas nunca antes expresadas así en la historia de la humanidad. ¿Qué influencia no recibirían ellos de sus propias experiencias personales para representar así, de esa radical forma de hacerlo, las visiones tan sublimes y, a la vez, tan desesperanzadas de las cosas del mundo? Pero curiosamente todas ellas, sin embargo, tan llenas de esperanza...

La Filosofía entonces contribuyó con el pensador alemán Kant a tratar de acercarse con la razón a cuestiones emocionales que nunca antes habrían sido manejadas de modo racional. Así, el pensador alemán escribiría una vez sobre lo sublime y sobre lo bello. Y lo haría con un lenguaje muy formal y aséptico, demasiado académico tratando ahora de otro modo cosas naturales de la vida, cosas sensuales no abordadas nunca antes de una manera tan intelectual o racional. Diría una vez el filósofo alemán: Lo sublime tiene que ser grande, con pocos adornos, más bien tirando a austero; mientras que lo bello ha de ser pequeño, lleno de adornos y detalles. Continúa diciendo Kant: El entendimiento es sublime mientras que el ingenio es bello. La audacia es sublime, pero la astucia es pequeña, por tanto bella. La gentileza es escasa, por lo mismo es bella. Luego están los seres que buscan lo amable, en éstos predomina el sentimiento de lo bello. Al contrario, los que buscan la ambición tienen un marcado sentimiento hacia lo sublime. Cuando hay personas que buscan todo eso junto las mismas tienen un carácter más hacia lo sublime que hacia lo bello.

Esta filosofía de la estética de lo sublime influenciaría a algunos creadores del Arte pictórico de entonces. Pero sin embargo otros artistas, poetas o escritores, expresarían con palabras esos conceptos nuevos, diferentes en su sentido final o en su emoción interior, ahora mucho menos racional que emocional en su sentido. Otros significados y otros sentimientos, pero de un modo muy sublime, casi metafísico... Perdidos además todos esos creadores -pintores o poetas- ahora en un desierto de inspiración ilustrada. Pero consiguieron, a pesar del extravío prerromántico de aquel momento, llegar a inmortalizar unas creaciones artísticas -tanto en verso como en lienzo- que sorprendieron años después a muchos buscadores de esa misma o parecida inspiración. En una de las obras literarias en verso más arrebatadoras de ese siglo XVIII nos dejaría escrito el creador británico William Blake:

Dime, ¿qué diferencia existe entre el día y la noche para quien vive
abrumado de dolor? Dime, ¿qué es una dicha?
¿En qué jardines crecen las alegrías?
¿En qué río nadan las penas? ¿Sobre qué montañas ondean las sombras
del descontento? ¿En qué moradas se alberga el miserable ebrio de
dolor olvidado y ajeno a la fría esperanza?
Dime dónde moran los olvidados pensamientos hasta que tú les llamas.
Dime dónde viven las dichas de otrora; dónde los antiguos amores.
¿Cuándo revivirán?, ¿cuándo transcurrirá la noche del olvido?
¡Ah, si pudiese atravesar tiempos y espacios remontísimos para aportar
consuelo a un pesar actual y a una noche de dolor!
¿Adónde te has marchado, pesar mío?
¿A qué distante tierra diriges tu vuelo?
Si volvieras a los presentes momentos de aflicción, ¿traerías en tus alas
consuelo y rocío y miel y bálsamo, o con veneno a los ojos del
envidioso extraído vendrías del erial desierto?

William Blake, Visiones de las hijas de Albión, 1793.


Aunque también ahora se pudiera escribir lo mismo que entonces -el tiempo no es frontera de emociones arrebatadas de momentos desolados-, como algún que otro poeta anónimo dejara escrito, ante las incertidumbres de un anhelo interior tan evanescente o efímero. Algo que, sin embargo, no alcanzaría ni el mismo sentido de aquel anhelo ni de ningún otro tan sublime como entonces, pero que, a cambio, plasmase ahora, sin demasiados alardes, algo semejante o algo que pudiera, ligeramente, parecerlo. Algo que además podría también entenderse como una justificación serena de vivir... O, quizás, tan sólo haber sido compuesto por el mero, simple, sensitivo o fugaz deseo de querer hacerlo:

Si no soy yo quien debiera soñar edenes,
¿quién, entonces, debiera hacerlo?
Si no soy yo quien debiera pensar promesas,
¿quién, entonces, debiera hacerlo?
Si no soy yo quien quisiera buscar belleza,
dime, ¿quién, entonces, si no, debiera hacerlo...?


(Óleo de William Adolphe Bouguereau, Un alma llevada al cielo, 1878; Aguafuerte de William Blake, Visión de las hijas de Albión, 1795; Obra del pintor John Martin, Las llanuras del cielo, 1851.)

18 de junio de 2013

Plegaria de una vida desatenta, inconexa, irónica o melancólica, y el fulgor del Arte.



¿Qué más decir sobre la extraordinaria forma de describir las cosas importantes de la vida que tiene el Arte? Los creadores han tenido ocasión de hacerlo en todas las tendencias, estilos, formas y gustos particulares. Pero en la azarosa manera que a veces se tiene de encontrar una obra justificadora es Edward Hopper (1882-1967) el pintor que elijo para acercarme lo más posible al sentido existencialista de la entrada. Soir Bleu, la primera de las dos obras, utilizaría un simbolismo expresado y manejado mucho antes por el poeta Rimbaud: En las tardes azules (soir bleu) de verano, iré por los senderos... Con esa tonalidad quiso el pintor norteamericano componer tanto el fondo de la obra como la propia sensación lírica tan decadentista del poeta. Pero, sobre todo es la representación más acertada de la comedia humana más vertiginosa que sentiremos  alguna vez en nuestros diferentes, solitarios, ridículos o desentonados momentos que tendremos oportunidad de vivir.

¡Qué extraño grupo de personas son esas!  Unos seres que nada tienen que ver entre ellos, pero que a pesar de eso se sitúan juntos en un mismo escenario. Siendo éste además un escenario propicio a la uniformidad, a la alegre distensión o al divertimento más desenfadado. Ahora la figura enigmática y solitaria del payaso pierrot nos deja pasmados, inquietos, incluso alarmados por el gesto indefinible pero duro y desgarrador de su semblante misterioso. Simbolizaría acaso la risa y la agonía, la triste alegría pasajera compartida ahora aquí con los demás, con los que para nada tienen que ver ni con él ni con su vida ni circunstancia. Porque algunos personajes marginados se retratan ahí en un sentido tan opuesto pero, al mismo tiempo, tan inevitable o tan insobornable. Prostitutas, galones atrabiliarios, artistas, obreros y caballeros, todos se emplazan aquí mezclados, reunidos, avasallados entre sí como en un collage sorprendente, surrealista o imposible.

Es como la propia vida, del todo inconexa... Es así, como ella, irónica y melancólica. Y el pintor norteamericano Edward Hopper alcanzaría a conseguir en esta obra moderna algo magistral y original a la vez. Porque, ¿cómo se puede expresar mejor todo eso si no es ahora con esta sincera imagen tan desgarradora? Y en tan poco tiempo de visión además -no necesitaremos mucho tiempo para comprender lo que vemos-, o de dedicación emocional para entender lo que el autor quiso expresar en su obra: la absurdidad de la vida y de sus cosas incomprensibles o misteriosas. Y el propio creador al final de la suya, de su observadora vida artística, volvería a utilizar los mismos personajes cómicos de entonces para representar ahora otra obra aún mucho más enigmática: Dos cómicos, un lienzo creado en el año 1966. Qué otra cosa mejor para tratar de decir, ¡y a gritos! -como hace el Arte siempre-, que la vida no merece siquiera casi nunca la pena de tomarse en serio.

(Óleo Soir Bleu, 1914, Edward Hopper, Nueva York; Cuadro Dos cómicos, 1966, Edward Hopper, colección privada.)

6 de junio de 2013

El creador más espiritual compuso, sin embargo, su obra más sensitiva posible.



¿Cómo pudo El Greco crear algo tan sobrenatural desde presupuestos estéticos tan sensitivos o terrenales?  Pues gracias al Manierismo y su alarde misterioso, que el pintor consiguió alcanzar a unos niveles no antes, ni después, superados en el Arte. ¿Cómo crear una sinfonía sagrada de lo incognoscible como si fuera una mitología terrenal de lo más cercano? El Greco fue uno de los pintores más especiales que hayan existido, dominó su técnica manierista con genialidad y expuso el significado más misterioso de lo que es pintar un cuadro. De lo que es crear -representar en una imagen una idealización original y misteriosa de un objeto, místico o no-, con equilibrio geométrico y colorista, la narración más inasequible a la belleza estética que se pueda asimilar, una narración expresada ahora con asombro, belleza y contraste artístico. Cuando le encargaron en el año 1586 componer la leyenda del milagro del entierro del conde de Orgaz (siglo XIV), sólo sabía el pintor la leyenda que contaba cómo dos santos, san Agustín y san Esteban, habían bajado del cielo para ayudar a enterrar a un conde castellano. Pero, ¿cómo combinar todo eso con misticismo, historia, piedad o arrebato sensible? ¿Cómo hacerlo magistralmente además? ¿Cómo crear una inspirada y genial obra de Arte y no realizar solo un mero retrato hagiográfico? 

Para comprender la obra -situada en una de las paredes de una capilla de la iglesia toledana de Santo Tomé- requiere entenderse dos milagros representados: el que muestra el pintor en su escena inferior -el entierro mundano del conde- y el que se oculta, y se descubre estéticamente, más arriba, con su espléndido, sagrado y mágico cosmos iconográfico. Dos mundos están ahí representados, el espiritual y el terrenal, y se superponen los dos además sin solución de continuidad. No están juntos pero tampoco separados. El alma del conde recorre la inexistente frontera entre esos mundos como un neonato ahora entre los brazos del ángel que lo eleva hacia la Madre celestial. No se cruzan ahora las miradas humanas del mundo terrenal con las del mundo celestial de arriba. Desde la lúgubre tierra mortecina sólo algún rostro se atreve y mira hacia arriba distraído. Los demás no miran nada en concreto, muestran ahora su mirada perdida o enajenada entre las sombras acrisoladas de un milagro por hacerse.  Sólo una figura terrenal -el modelo retratado como Alonso de Covarrubia, amigo del Greco- es el único personaje que mira hacia el cadáver del conde amortajado -¿el verdadero protagonista de la obra?- en su postrado túmulo funerario. Pero existe una mejor descripción, muy peculiar y literaria de esta misteriosa obra de El Greco, la que creo sintetiza aún más su sentido auténtico más terrenal. La escribió en el año 1902 el escritor español Pío Baroja en su novela Camino de Perfección:

Él no creía ni dejaba de creer. Él hubiese querido que aquella religión tan grandiosa, tan artística, hubiese ocultado sus dogmas, sus creencias y no se hubiese manifestado en el lenguaje vulgar y frío de los hombres, sino en perfumes de incienso, en murmullos de órgano, en soledad, en poesía, en silencio. Y, así, los hombres, que no pueden comprender la divinidad, la sentirían en su alma, vaga, lejana, dulce, sin amenazas, brisa ligera de la tarde que refresca el día ardoroso y cálido. Y, después, pensaba que quizá esta idea era de un gran sensualismo y que en el fondo de una religión así, como él señalaba, no había más que el culto de los sentidos. Pero, ¿por qué los sentidos habrían de considerarse algo bajo siendo fuentes de la idea, medios de comunicación del alma del hombre con el alma del mundo? Pero, al salir de la iglesia a la calle, se encontraba sin un átomo de fe en la cabeza. La religión producía en él el mismo efecto que la música: le hacía llorar, le emocionaba con los altares espléndidamente iluminados, con los rumores del órgano, con el silencio lleno de misterio, con los borbotones de humo perfumado que sale de los incensarios.

Pero que no le explicaran, que no le dijeran que todo aquello se hacía para no ir al infierno y no quemarse en lagos de azufre líquido y calderas de pez derretida; que no le hablasen, que no le razonasen, porque la palabra es el enemigo del sentimiento; que no trataran de imbuirle un dogma; que no le dijeran que todo aquello era para sentarse en el paraíso al lado de Dios, porque él, en su fuero interno, se reía de los lagos de azufre y de las calderas de pez, tanto como de los sillones del paraíso. La única palabra posible era amar. ¿Amar qué? Amar lo desconocido, lo misterioso, lo arcano, sin definirlo, sin explicarlo. Balbucir como un niño las palabras inconscientes. En otras ocasiones, cuando estaba turbado, iba a Santo Tomé a contemplar el Enterramiento del Conde de Orgaz... y le consultaba e interrogaba a todas las figuras.


(Detalle de la obra maestra de El Greco, El Entierro del conde de Orgaz, 1587, Iglesia de Santo Tomé, Toledo; Óleo completo y detalles del mismo.)

4 de mayo de 2013

El Arte nos enseña que nada es para siempre, ni inevitable, ni grandioso, ni único.



Marta de Florian fue una actriz de teatro francesa que vivió en el París de la Belle Epoque y en los felices años de entreguerras. Llegaría a conocer al pintor Giovanni Boldini (1842-1931), el cual la retrataría en fulgurantes cuadros modernistas como a otras tantas modelos-amantes del creador italiano. A finales de los años treinta, poco antes de que la Segunda Guerra europea llegara a París, moriría Marta de Florian dejando sus recuerdos queridos adosados para siempre a su apartamento parisino. Sus descendientes decidieron entonces abandonarlo, marcharse al sur de Francia antes de que llegaran los alemanes a pisar sus alegres bulevares parisinos. Y allí, en la suave costa azul francesa, viviría hasta su muerte la nieta de Marta, producido su óbito a comienzos del siglo XXI, sin haber pisado jamás el apartamento de su abuela. Cuando se marcharon de París, la familia cerraría definitivamente el apartamento de Marta de Florian dejando atrás ahora, ocultamente, todos y cada uno de los recuerdos apasionados de la maravillosa vida de la actriz y modelo, desde objetos, muebles y cartas, hasta sus más queridos cuadros o retratos modernistas. Así se mantuvo el inmueble desde entonces, cerrado por completo y sin vida durante casi los setenta años siguientes.  Unos años en los que nadie lograría ver su interior, olvidado como estaba desde que se alejaran, decididos, a abandonarlo para siempre. 

Así estuvo la vivienda hasta que en junio del año 2010 unos empleados de una casa de subastas lograron, por fin, abrir el viejo y olvidado apartamento parisino. Estaba cargado de recuerdos y guardaba en su interior una obra de Arte, una obra desconocida -no vista nunca antes por nadie- que le hiciera Boldini a su dueña a finales del siglo XIX. Era un retrato de Marta de Florian pintado hacia el año 1898, cuando ella tendría entonces unos maravillosos treinta y cuatro años. Alojaba el cerrado lugar los emotivos recuerdos de una vida ya pasada, alocada y errabunda, donde los deseos y sus satisfacciones nunca fueron descubiertas. De cartas llenas de remitentes perdidos entre cajas entreabiertas, de personajes escondidos entre múltiples mensajes de amor resguardados por el tiempo. No existían referencias conocidas de la obra de Arte de Boldini. Nunca se habría llegado a mencionar ese retrato del pintor por nadie. Se mantuvo la obra así, inexistente en vida, sólo entonces olvidada -con vida ya extinguida- por su modelo parisina, la cual la dejaría abandonada junto a cientos de existencias ya perdidas justo antes de su muerte. Cosas que luego para nada quisieran recordarlas su familia llevándoselas decididas. Fue subastado luego aquel retrato de Boldini -vuelto a recordar o vuelto a nacer ahora para el Arte- en más de dos millones de euros. Mucho más, o mucho menos, que cualquier otro valor que para ella y su familia tuviese -antes como ahora- todos aquellos fugaces recuerdos ya perdidos desde entonces.

El Arte fue desarrollado inicialmente por los antiguos griegos hace muchos siglos. Ellos fueron los primeros que le dieron el sentido de belleza resguardada, de memoria de lo bello... Pero también le dieron un sentido de grandeza con el que quisieron eternizar tanto valor efímero como albergara, sin embargo, el fútil sentido de una vida y su existencia. La mitología fue el sostén literario de aquel Arte, los poetas y los pintores fueron los primeros creadores griegos que divagaron artísticamente sin pudor por sus épicos lugares mediterráneos. Esos mismos lugares tan bellos que ellos quisieran recordar con su Arte para siempre. Y así fue como descubrieron la memoria... Así fue como quisieron ellos glorificarla luego  con el Arte. Y la ensalzaron, la cubrieron de pasión, de emoción o de subyugantes efluvios divinos y dionisíacos. Dionisos, el dios griego de los placeres, el dios oscuro de los momentos a recordar, fue el mayor símbolo mítico de sus eternas creaciones artísticas primorosas. Así surgieron pronto sus obras, sus relatos, sus leyendas o sus imágenes de Arte, así, también, sus recuerdos adosados a su Arte. Orfeo sería uno de los míticos personajes griegos recreados también de aquella mitología inicial de entonces. Él consagraría su vida mitológica -o real- a su pasión más desbordante, a sus deseosos momentos de mayor gozo o de mayor éxtasis personal. 

Pero, también Orfeo olvidaría muy pronto su recuerdo -la bella Eurídice-, asombrado ahora, quizás, por lo visto por él en su delirio... Porque ahora Orfeo olvidaría a Dionisos para adorar, a cambio, al dios Apolo, el gran dios -contrario por completo a aquel delirio- de la luz más poderosa, de la más perfecta luz desconocida, de aquella misma luz que todo lo asombrara deslumbrante. Las Ménades fueron unas bellas muchachas dionisíacas que habían bailado enamoradas de la excitante música de Dionisos. Ellas desataron un día la furia hacia su antiguo héroe -Orfeo- al verse ahora despreciadas por su favor al nuevo dios impertinente. Orfeo acabaría siendo decapitado por la violencia de estas muchachas despechadas. Desde entonces se representaron ellas alocadas en las bacanales fiestas de sus bailes dionisíacos, donde acabarían siendo luego también, a su vez, sacrificadas. En el cuadro del pintor simbolista Gustave Moreau aparece ahora la degollada cabeza de Orfeo entre las manos de una desolada joven dionisíaca. La imagen melancólica de la obra enfrentaría, simbólicamente, las miradas de ambos opuestos personajes. Uno ahora destruido y olvidado y otra que, sin embargo, le recordaría nostálgica y triste para siempre. ¿Querría así la joven, con su gesto gentil y bondadoso, olvidar ya aquella locura fatal que cometieran con Orfeo las ménades dionisíacas?

El filósofo griego Platón escribiría una vez sobre la magia del Arte y sus sobrecogedores efectos en el alma del espectador. Acusaría de magos a los creadores de imágenes, tanto poetas como pintores. Todos ellos atraen -decía el filósofo griego- los ojos de los hombres hacia imágenes fulgurantes antes que hacia el fulgor de la verdad.  Entonces, ¿es lícito recordar con la memoria del Arte todo lo que queramos recordar o sólo lo que, verdaderamente, merezca serlo? Plutarco, otro griego que vivió años después de Platón, escribiría también acerca del recuerdo: La memoria es para nosotros la visión de las cosas para las cuales estábamos antes cegados.  ¿Qué nos puede decir de todo esto el Arte? Porque, ¿qué es lo que nos ofrece una imagen iconográfica?: ¿un presente permanente?, ¿un pasado inspirador?, o ¿un eterno sin tiempo que permanecerá por siempre vívido y recordado? ¿Bastará una sola imagen o puede haber nuevas imágenes que nos hagan olvidar las anteriores? Un gran escritor francés, Marcel Proust, dejaría una prodigiosa cita escrita en su gran obra En busca del tiempo perdido: Este falso efecto, que me acercaba un momento del pasado incompatible con el presente, este falso efecto, no duraba. Esta contemplación, aunque de eternidad, me era fugitiva...

(Óleo El beso, 1925, Franz Helbing; Retrato de Marta de Florian, 1898, Giovanni Boldini; Óleo Contemplación, siglo XIX, del pintor británico Thomas Benjamin Kennington; Cuadro Orfeo, 1865, Gustave Moreau, Museo de Orsay, París; Relieve romano Baile de las Ménades, 140 d.C., copia de una obra griega del siglo V a.C., Museo del Prado, Madrid.)

27 de abril de 2013

El Arte, la vida y los intereses personales: lo real, lo imaginario y lo simbólico.



¿Qué nos llevará a interesarnos más por una cosa que por otra? ¿Por qué, de pronto, descubriremos -sorprendidos- que nos interesa ahora más un tipo de Arte -o de cosa- que lo que antes nos arrebatara hasta la mayor extenuación de nuestros sentidos? ¿Es algo irracional o racional su causa intercambiable? En la Psicología de las motivaciones humanas se establecen dos grandes categorías: las motivaciones primarias y las motivaciones secundarias. Las primarias son las primitivas, como comer, saciar la sed, satisfacer los deseos biológicos o sobrevivir, son las básicas para la vida, los elementos fundamentales para poder existir. No podemos eludirlos, no somos capaces de no desearlos. No necesitaremos además aprender nada para comprenderlos o para satisfacerlos, para querer satisfacerlos más bien. Aquí hay unanimidad, hay certeza, no hay por lo tanto confusión, discernimiento alternativo, ni dilación, abstración o idealismo. Pero en las motivaciones secundarias, ¿qué sucederá? Pero, sobre todo, ¿qué son éstas? Son motivaciones propias de la evolución del ser humano, de su progresión cultural, emocional y social. A diferencia de las primarias, las motivaciones secundarias no tienen su fin -su único fin realmente- en la necesidad de satisfacerlas por sí mismas. Aquí surge el concepto emocional de interés personal donde ahora la curiosidad se centra en un objeto -o proceso- construido por la evolución humana. Ese interés es un tipo de motivación secundaria que se caracteriza por incorporar un añadido gratificador, algo que superará la simple necesidad de satisfacerla.

Cuando una necesidad primaria se satisface se advierte un grado de placer, uno que se agotará en sí mismo muy pronto. Pero, sin embargo, en el interés de las motivaciones secundarias no se consigue del todo una completa satisfacción o una sensación de saciedad plena, con lo que la persona continuaría aún motivada, tratando ahora de conseguir avanzar -de progresar- aún más en sus motivaciones. A diferencia de las primarias, las motivaciones secundarias son más complejas, no son tan claras, delimitadas o previsibles. Cuando una motivación -primaria o secundaria- se produce es por una carencia que un individuo tiene en un momento determinado. Se dice entonces que existe un determinado desequilibrio en el ser que lo padece. En los casos primarios la biología nos dice que hay una perturbación en el organismo que hay que corregir. En los secundarios se trata ahora, a cambio, de una alteración psicológica o mental cuya manifestación, generalmente, se lleva a cabo mediante una forma de ansiedad. Si en el desarrollo, por ejemplo, de nuestra curiosidad -interés emocional- buscamos ahora -o encontramos por casualidad- la solución que atenúa nuestra ansia, se produce lo que se denomina en Psicología resonancia afectiva, o sea, la capacidad de sentir emociones sensibles muy gratificantes. Donde lo que se pone ahora en marcha en la persona son elementos de su voluntad que terminarán por satisfacerse -o no- con eso tan escondido que habría descubierto por fin el individuo. En definitiva, el deseo. Estos procesos son muy complejos y personales, muy diversos y diferentes, para nada universales ni comprensibles por todos, es decir, algo absolutamente individual y misterioso.

El filósofo austríaco Ludwig Wittgenstein (1889-1951) trataría, como todos los buscadores de la verdad, de encontrar el sentido último y real de lo existente. Definió que la lógica es la forma con la que construimos el lenguaje con el que describimos nuestro mundo. Hasta aquí, está claro. Insistió el filósofo, sin embargo, en que los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo. El filósofo quiso así definir una teoría de la significación de las cosas -¿qué significan las cosas en sí mismo?-, de la verdad real e intrínseca de todas ellas. Decía el filósofo que una proposición es significativa -es decir, tiene significado y sentido- en la medida en que represente un estado de cosas lógicamente posible; sin embargo, otra cosa distinta es que sea finalmente verdadera o falsa, posible o imposible. Es decir, entonces, ¿algo con significado puede ser falso? Efectivamente. Como dice el pensador austríaco: el mundo es todo lo que sea el caso, es decir, que deba o pueda darse; la realidad es la totalidad de los hechos posibles, tanto los que se dan como los que no se dan. Por otra parte, y para definir esquemáticamente el mundo psíquico, el psicólogo francés Lacan (1901-1981) idearía su teoría de lo Real, lo Imaginario y lo Simbólico. Las tres cosas las enlazaría simbólicamente como en un nudo de cuerdas al efecto, el conocido nudo Borromeo -tres aros entrelazados que al romperse uno de ellos los otros también acaban desunidos-, algo que, por tanto, forma así una estructura de tres elementos relacionados. Según Lacan, los tres elementos unidos -real, simbólico e imaginario- posibilitan el funcionamiento psíquico del ser humano. Por tanto, cada mecanismo psíquico debe ser analizado en estos tres elementos: reales, imaginarios y simbólicos. Es por ello que un proceso de pensamiento siempre llevará un soporte real, pero, además, también lo acompañará una representación imaginaria y otra simbólica.

Entonces, ¿qué es verdaderamente lo real en sí mismo, tan solo lo real? ¿Cómo podemos saber que no estaremos matizando la realidad con algún elemento imaginario? El escritor francés Christophe Donner nos dice en su obra Contra la imaginación (1998) lo siguiente: Decidí sublevarme contra la imaginación igual que, tiempo atrás, lo hice contra las rimas o contra la pequeña música de las palabras, porque me di cuenta de que era un canto para favorecer la hipnosis. Sin aventurarnos en arriesgadas hipótesis, podemos decir, a grosso modo, de dónde viene la imaginación: si tengo sed imagino que bebo; si tengo hambre me imagino un festín; la amo, imagino algún orgasmo. No me parece que sea todo eso una hazaña creativa ni espectacular ni turbadora. Relatar el suplicio del hambre padecida, el de la sed, describir las delicias del estado amoroso, consagrarse a los efectos presentes antes de que el agua, la comida o la pasión consigan saciar los deseos que teníamos, esto es harina de otro costal. Este es el gran desafío que la realidad le lanza al Arte. La realidad es lo que el Arte debe conocer.

¿Y en la vida?, ¿cómo nos obsesionará la imaginación cuando nos dejemos a veces, por ejemplo, devorar por sus fantasías improductivas? Lo real es todo lo que no es representado, es decir, es lo único que existe verdaderamente de por sí. Lo simbólico es una manifestación abstracta y creativa de parte traducida de la realidad. Pero lo imaginario, lo que subyuga nuestra capacidad de razonar adecuadamente, puede llegar a ser un peligroso estado psíquico que lleve a quien lo padece a distorsionar el sentido propio de la vida, de la suya y de la de sus semejantes. Ante esa capacidad imaginativa -de imagen recreada en la mente- el ser que ahora persigue, por ejemplo, el disfrute artístico puede arriesgarse a ser llevado por enjuiciamientos endebles, por prejuicios o ideas preconcebidas que no son más que una ignorante, inmadura o parcial forma de acercarse a la realidad. La realidad, algo esto, sin embargo, que debería ser el único y atractivo modo -en todas sus maravillosas tendencias estéticas- de considerar el Arte o la vida.

(Óleo barroco de Francisco de Zurbarán, Muerte de Hércules, 1634, Museo del Prado; Obra hiperrealista, Yoko for one day, del autor actual madrileño Gonzalo Borja Bonafuente; Retrato de Margaret Wittgenstein, 1905, del pintor simbolista Gustav Klimt, representa la hermana del filósofo Ludwig Wittgenstein el día de su boda; Cuadro La anunciación, 1570, de El Greco, Museo del Prado, Madrid; Óleo Los dos saltimbanquis, 1901, de Picasso, Museo Pushkin, Moscú.)

15 de abril de 2013

El matiz diferente de una historia contrastada: dos mundos europeos distintos, dos artistas y el Arte.

 

Desde que el hombre decidiera entender que sólo batiendo su espada heroica podía conquistar sus deseos, la historia nos presenta, sin embargo, que una forma de poder hacerlo también es aprendiendo de los errores de los otros. Así fue como pueblos que llegaron antes a rozar la grandeza acabaron siendo vencidos por otros que, hábiles aprendices, consiguieron alcanzar decididos luego sus éxitos y su gloria. Cuando España fuese elevada a la primacía de la historia durante el siglo XVI -la primera nación europea que la alcanzara desde el imperio romano-, conseguiría latir fuerte su pulso tanto en comercio, en riquezas, en reinos, en grandes personajes, en cultura y en Arte. Y así brillaría su historia durante algunos siglos más. Y de tantos frutos como dio su crisol entonces nacieron hombres que crearon vidas, pueblos, obras y cultura. Y crearon también -para aquel tiempo tan temprano- el posible germen de una senda de riquezas que, de haber podido fomentarse, hubieran sido una gran promesa de futuro o un hálito de prosperidad para sus descendientes. Pero, sin embargo, ni el destino de sus gobernantes ni el sustrato de sus pobladores variopintos ni el amparo de las cosas de la vida, hicieron que ese brillo perdurara para siempre.

Uno de los artistas más desconocidos y curiosos del Siglo de Oro español lo fue el sevillano Juan de Jáuregui. Dedicaría su pasión al Arte en el sentido más renacentista, aun siendo parte de su vida una época plenamente barroca. Y lo hizo como aquellos seres creativos que no distinguirían la pluma del pincel. Pintaría como sus maestros andaluces Pacheco, Céspedes o Mohedano; y escribiría como los grandes autores Góngora, Quevedo o Cervantes..., donde su poesía italiana y culta, sacra, pagana, mitológica y universal, habría prevalecido en textos resguardados tanto en pobres cajones como en bibliotecas silentes o desapercibidas. Pero no así su Pintura, de la que no queda absolutamente nada, ni resguardado, ni copiado, ni sentido... Juan de Jáuregui nació en Sevilla en el año 1583 en una familia hidalga del señorío de Gandul. Este señorío se situaba entonces entre las tierras próximas al municipio sevillano de Alcalá de Guadaíra. Desde las reparticiones del rey Fernando III a la conquista del reino sevillano a los árabes, el lugar fue requerido por su estimable situación cercana entonces a la frontera con el reino granadino. También por su nudo de comunicaciones en la antesala de Sevilla y sus ricas tierras de labranza. El señorío sevillano de Gandul fue creado cuando el rey Enrique II de Castilla lo ofrece en el siglo XIV a vasallos leales, castellanos enfrentados a su hermano y legítimo monarca, el rey Pedro I. Al ganar Enrique la lucha fratricida, el señorío de Gandul adquiere verdaderamente todo su sentido social. Fue el padre del artista -Martínez de Jáuregui- quien adquiere Gandul durante el año 1593 gracias a la riqueza del comercio de Indias como a su relación -era miembro del concejo- con la ciudad hispalense. En aquellos años -finales del siglo XVI- todavía la comarca sevillana mantenía una pujanza económica envidiable, no solo en la península sino en Europa. Los productos de Gandul se vendían en Sevilla y en su puerto -el más importante puerto del mundo entonces-, y el señorío de esa comarca -toda una villa de seiscientos habitantes- disponía de su propio castillo, de una iglesia, de un Palacio, de vida y de futuro.

Pero todo acaba terminando cuando las crecidas no son controladas por el gobierno de lo prudente, de lo que se aviene en falta de experiencias que acabarían convertidas en una burbuja detestable. Un filósofo romano, Marco Terencio Varrón, dijo en el siglo I a.C. que el hombre es una burbuja... Una absoluta, fugaz, evanescente y efímera burbuja. Cuando el botánico holandés Clusius recibiera de regalo en el año 1573, del embajador del Sacro Imperio Romano en Constantinopla, el bulbo de una planta bella y exótica, nunca pensaría que acabaría arruinando a muchos de sus compatriotas. Era tan bella esa flor, tan distinta a toda planta conocida o vista antes en Europa. Porque sus pétalos se tornaban ahora de colores maravillosos. Algunos de sus bulbos desarrollaban una flor diferente, enigmática y hermosa como nunca antes se viese. Luego se supo que la razón de ese cambio de tonalidad era provocado por un virus, que alteraba las formas y los colores de sus pétalos perfectos.

El proceso inflacionista en el valor de esas plantas exóticas comenzaría con una demanda en exceso desbocada. Y continuaría más tarde con la vil especulación y la codicia. Holanda a finales del siglo XVI pertenecía aún a la Corona española de Felipe II. Este rey heredaría el territorio de su padre, el emperador Carlos V, pero el rey no supo -o no pudo- mantener el suave acontecer social y político de un vasallaje antes comprendido con España. Las riquezas americanas agasajaron además aquellas posesiones norte-europeas. Así que las ciudades de Flandes prosperaron al amparo de las conquistas españolas. El comercio americano que salía y llegaba de Sevilla sería fomentado por Carlos V en todas sus posesiones, sin distinción de fueros, identidades, naciones o intereses. Sin embargo, una guerra en Flandes llevaría a España a perder aquellas posesiones europeas. Y el nuevo reino flamenco independiente alcanzaría una prosperidad marítima, comercial e imperial extraordinaria. Y todo eso a pesar de soportar la quiebra financiera producida por aquella burbuja explosiva de los tulipanes durante la primera mitad del siglo XVII.

Aun así consiguieron los holandeses llegar a ser la primera nación productora de tulipanes del mundo -hoy en día aún lo son-, y obtener gran parte de su riqueza nacional gracias a esa maravillosa industria de los tulipanes. Uno de los holandeses que sufriera esa burbuja -la tulipanomanía- fue el pintor paisajista Jan van Goyen. Antes de la quiebra del mercado de los tulipanes del año 1637, el pintor van Goyen comenzaría a dibujar paisajes con la exquisita combinación de sus colores y perspectiva flamenca. Ganaría el dinero suficiente con su Arte para vivir bien, pero, sin embargo, se vio seducido por la inmensa ganancia que los bulbos del diablo habían llegado a tener antes. Acabaría el pintor arruinado en los últimos años de su vida. Al contrario de lo que le sucedió al señorío de Gandul, que no llegaría a perder su pujanza sino hasta comienzos del siglo XIX. El campo andaluz sufriría entonces el cambio de influencia comercial, que se dirigía ahora del sur al norte de Europa. Pero, además los gobiernos españoles de comienzos del siglo XIX terminarían por fracturar, aún más, las posibles reformas para renovar la región y su deficiente agricultura.

Los descendientes de aquel poeta-pintor Jaúregui siguieron tratando de hacer de su tierra lugares de promisión durante casi dos siglos más. Luego de las desamortizaciones y expropiaciones de los gobiernos liberales, llegaron sus descendientes a importar tecnología a sus tierras andaluzas construyendo una estación de ferrocarril y desarrollando cultivos y comercio. Pero, para nada. Todo sucumbiría en la región sevillana tras la desidia y el abandono de los años decimonónicos. Como la historia de aquella grandeza de España que una vez fuese. Y el poeta sevillano escribiría mucho antes de aquel final desastroso unos versos, versos que fueron deslucidos luego por otros versos líricos más conocidos, los de los grandes poetas de su mismo dorado siglo grandioso.  Juan de Jáuregui dejaría, como el Arte -lo más indeleble y menos evanescente que existe-, eternas unas palabras emotivas y líricas con su genial, intemporal, clarificadora y hermosa rima entristecida:

Pasó la primavera y el verano 
de mi esperanza...

(Cuadro del pintor holandés Jan van Goyen, Paisaje invernal, 1627, Holanda; Fotografía de la antigua estación de ferrocarril, Gandul, Sevilla, autor Pedro Moreno; Lienzo del pintor Jan van Goyen, A la calma, 1650, Museo de Bellas Artes de Budapest, Hungría; Retrato de Miguel de Cervantes, atribuido sin mucha consistencia a Juan de Jáuregui, Real Academia Española, Madrid; Fotografía de un tulipán abriendo los pétalos de su flor.)