20 de marzo de 2021
El tiempo, el paso de los siglos, salvará la verdad, revelará la historia.
11 de marzo de 2021
El último Renacimiento en el Arte fue el romántico más sutil del clásico Ingres.
Un alumno suyo, Jean-Auguste-Dominique Ingres (1780-1867), copiaría su forma de pintar y llevaría a cabo retratos y obras históricas que ensalzarían la pintura clásica de su maestro. Pero los grandes creadores nunca se dejan llevar por la senda poderosa de sus antecesores. Ingres acabaría trastornado por la difícil posición de un artista cuando el mundo no admitiese otra forma que la clásica y correcta forma de pintar. Los retratos de Ingres fueron aclamados por su maravillosa expresión de belleza. Pero el pintor francés no acabaría de sentirse satisfecho. Y se arriesgaría Ingres al gusto del público, de la crítica y de sus maestros. Algo también, sin embargo, sucedía en el mundo del Arte por entonces que el pintor no pudo llegar a comprender del todo. Sólo sabría que la expresión de la belleza que buscaba tenía necesariamente que disponer de una distinción estética y revolucionaria, y eso a pesar del posible rechazo y de la incomprensión del mundo del Arte. ¿Qué fue lo que llevaría a un creador profundamente clásico a bordear una emoción romántica que apenas se vislumbraría aún en los lienzos más representativos de la segunda década del siglo XIX? La misma sensación que llevaría a Leonardo da Vinci, por ejemplo, a girar sus modelos perfectos con el sesgo grandioso de aquel Renacimiento.
En su estudio de Roma compuso en 1806 el díscolo pintor una obra representativa de ese paso que fue el del Clasicismo al Romanticismo. Fue una revolución y un terremoto artísticos entre los cimientos arraigados de la creación pictórica. La reina de Nápoles de entonces, una hermana de Napoleón, Caroline Murat, le encargaría un desnudo de mujer con los mejores deseos de perfección clásica. Pero Ingres no pudo traicionar su sentido estético tan personal, ese que le llevaría a romper, apenas mínimamente, con el poderoso imperio clasicista de la época napoleónica. Su obra La gran Odalisca transformaría la estética clásica pero sin rasgar en exceso la forma aceptada de una belleza. Como sucediera en el Renacimiento con el Manierismo, alcanzaría Ingres a sublimar la belleza de una forma que acabaría siendo expresada por los inspirados efluvios de lo diferente... La modelo oriental de Ingres acabaría transformada, alterada, cambiada en sus dimensiones y rasgos por un impulso arrebatador de creación sublimada de belleza. El alargamiento de su espalda es tan evidente que la columna vertebral de la modelo dispone de tres vértebras más que la que una espalda humana contiene. ¿Rompería eso la belleza? ¿Llevaría la forma clásica de la mujer a alguna grotesca sensación chirriante? En absoluto. El genio de Ingres consiguió convertir una característica estética innovadora en una maravillosa forma de sublime belleza. Hasta el color lo matizaría con leves tonos ajenos a la grandiosidad establecida. También hasta su pintura revolucionaría un contraste, uno entre la perfecta dimensión de las formas de los objetos retratados con la manierista expresión de la modelo retratada. Con Ingres el mundo empezaría a comprender que la belleza no es exactamente la reproducción exacta y perfecta de la Naturaleza. Que la belleza humana, precisamente por ser humana, llevará siempre un rasgo diferenciador, un matiz peculiar, una imperfección, un cierto desequilibrio tan bello, excelso y arrebatador como el que una mirada enamorada experimentara al percibir los detalles, tan poco agraciados, de la propia belleza que ama.
(Óleo neoclasicista y romántico del pintor francés Jean-Auguste-Dominique Ingres, La Gran Odalisca, 1814, Museo del Louvre, París.)
5 de enero de 2021
Cuando el Arte sostuvo la esperanza con la sublime metáfora artística de la tragedia.
Pero cuando los hombres empezaron a preguntarse cosas que nunca antes se habían atrevido, no pudieron justificar lo desconocido con las mismas sobrenaturales cosas de antes, sino tratar ahora de poder comprenderlas con sus medios. Luego del famoso terremoto tan terrible de Lisboa del año 1755, el ser humano no volvería a creer tanto en la providencia de lo sagrado. Así que ahora los hombres debían representar las cosas del mundo con la crudeza tan desapasionada que la propia vida hiciera con ellos. La fiereza del mundo estaba ahí y las cosas no podían ser justificadas ni aceptadas como lo habían sido antes. Para ese momento los pintores comenzaron a componer escenas catastróficas con el mayor gesto realista posible. Crudas escenas de naufragios frecuentaron las obras del clasicismo romántico de entonces. La fuerza de la naturaleza era recreada en obras en las que el mar tenebroso rugía despiadado ante unas frágiles embarcaciones. El pintor holandés Hendrik Kobell (1751-1779) se especializaría en la representación de buques, puertos y tormentas. En el año 1775, veinte años después de que el hombre dejara la credulidad como explicación a la crueldad del mundo, pintaría su obra El naufragio. Entonces no dudó el pintor en atribuir la mayor oscuridad y crudeza a las pinceladas que habían de reflejar desesperación, catástrofe, irreversibilidad o acabamiento trágico. Aquí los barcos son cáscaras ingrávidas ante las pavorosas olas insensibles de un mar tempestuoso. ¿Qué hacer los hombres ante la irremediabilidad de un mundo despiadado?
El pintor holandés no destacaría en el mundo del Arte más que por ser un correcto grabador, dibujante o acuarelista. Su obra El naufragio es, sin embargo, una inspiración aislada en la maraña descolorida de sus creaciones. Por entonces se apreciaba más la corrección que la intuición, la eficacia detallista que la sutileza artística. Aun así, Kobell conseguiría hacer una extraordinaria pintura para lo que por entonces se llamaban naufragios. En su obra no hay solo una embarcación desolada, son varios los buques que acabarán hundidos o descalabrados en esa costa norteafricana. El contraste entre la ciudad amurallada y sólida de la costa y la rotunda fragilidad de unas débiles embarcaciones, expresaba la temible dualidad inevitable de la seguridad y la inseguridad del mundo, de la fortaleza y de la debilidad de las cosas, ambas creadas, sin embargo, por el propio hombre. ¿Cómo entender ahora que la vida no pudiera ser como un relato mágico, mítico o creíble? Porque ya no había salvación en la forma en la que se sintiera la emoción ante la visión salvaje de las cosas. No podían los hombres ya sublimar ese sentimiento inevitable ante las maldades de un mundo incomprensible. Ahora debían representarse como lo que eran, catástrofes violentas, despiadadas y desdeñosas ante cualquier explicación, causa o sentido posible. Ya no había más solución para asimilarlas que con la ciencia incipiente que pudiera explicarlas. Nada, no había ya nada que hacer para sublimarlas... El ser humano, huérfano de certezas, tenía ahora que retomar las dudas, las explicaciones, las sensibilidades o las aflicciones con las nuevas capacidades de su racional atrevimiento. Pero el Arte no podía dejar de seguir sublimando las cosas. Y esto fue lo que el desconocido pintor holandés hizo en el año de 1775. Pero, ¿cómo alcanzó a sublimar el pintor la imagen desolada que el Arte, sin embargo, no podía expresar sin incluir antes algún sentido no racional? El pintor compuso entonces en el plano inferior izquierdo de la obra a unos hombres ahora que se aferraban a la vida. Habían ellos conseguido salvarse, habían conseguido vencer la fiereza y la crudeza del mundo incomprensible. Y lo habían hecho ellos solos, con la fuerza de su voluntad, pero, también, con la esperanza inexplicable de una providencia infinita.
(Óleo sobre lienzo El naufragio, 1775, del pintor holandés Hendrik Kobell, Rijksmuseum, Amsterdam.)
19 de diciembre de 2020
La abstracción como parte de la magia del Arte Clásico, frente al Realismo o al expresionismo Abstracto.
9 de noviembre de 2020
El sentimiento, el arte, el deseo, la necesidad o la prestidigitación más sublime de lo incierto.
3 de noviembre de 2020
El Romanticismo fue un desengaño, una falta de sintonía con la realidad.
27 de octubre de 2020
El Arte es el jeroglífico ingenuo con el que se expresa la esencia desengañada de un tiempo histórico.
Entre las fervientes transformaciones que el Romanticismo hiciera en los creadores de la antigua Confederación alemana del Rin, una sería el idilio maravilloso para entonces con el nuevo impulso que Napoleón trajese a Europa. Pero, pronto descubrieron las terribles desolaciones y vilezas que la guerra napoleónica haría con los pueblos liberados por su fuerza . El desengaño apareció sutil en las representaciones artísticas de sus románticas obras. Como lo hiciera el pintor alemán Franz Gerhard von Kügelgen (1772-1820). En el año 1816 decide componer una obra mitológica de la figura desolada de Ariadna en Naxos. La leyenda contaba cómo la hija del rey Minos se escaparía de Creta junto a su amado héroe Teseo. Pero, una mañana, después de haber arribado la noche antes ambos en Naxos, el héroe ateniense abandonaría a la ilusa y confiada griega. En la obra romántica de Kügelgen la figura de la joven cretense está ahora, simbólicamente, más desengañada que asolada en su instante trágico. Ese mismo sentimiento que los pintores románticos alemanes, como sus compatriotas desengañados, tuvieran al ver los desmanes y las afrentas que contra la vida y la libertad los ejércitos de Bonaparte ocasionaron en su tierra. La obra Ariadna en Naxos formaba parte, junto a otra obra suya (Andrómeda), de un conjunto representativo que expresaba el ciclo alegórico de los dolores y las alegrías del destino humano. Porque, como en el caso de Ariadna, el mundo nos obligará a querer y desear antes todo lo que, de un modo sorprendente, acabará luego por desengañarnos... En la obra romántica está oculta bajo la pátina mítica de lo ingenuo la verdadera intención estética del pintor alemán. Porque entre los encantamientos estéticos de la suave brisa de un Romanticismo útil, el mensaje de liberación y desengaño acabaría reflejado con la sutil metáfora artística de un laberinto desvelado.
La mejor forma de poder entender el Arte es hacerlo como si se tratara de un laberinto desvelado, sobre todo cuando es creado con el magisterio de lo ingenuo más inspirado. Es la creación artística como un jeroglífico ingenuo, y lo es precisamente por ser el Arte una forma comunicativa donde la ocultación es una intención sublime más que un hecho gráfico definitivo. No hay posibilidad de huir de la verdad del Arte que su representación ofrece, pero, a la vez, no hay manera de identificarla, ni de determinarla, con ninguna explicación ajena a su sentido ingenuo más oculto... Puede tener miles, cientos de miles, de sentidos y nunca acabaría por dejar de tener la misma esencia artística premeditada. Para los creadores que viven su tiempo con la desesperación de un momento trágico único, la expresión de lo que plasmen en un lienzo siempre irá más allá de lo que representen con unos rasgos seguros. Las mejores obras de Arte no son las de desengaño, pero, sin embargo, siempre expresarán más sentido artístico profundo aquellas que compongan las mejores muestras estéticas sublimes de una lúcida desesperación. Una desesperación tan desgarrada que pueda, además, traspasar las fronteras del momento inspirado para llegar a apoderarse de un tiempo histórico más universal. Es esta la época vital que, culminada bajo la dura sensación de un instante malogrado, determine luego la forma en la que el mundo fuera entendido por mentes creadoras que tuvieron su trayectoria ofuscada ya por un destino desolador. Cuatro años después de terminar su pintura, cuando el pintor fuese a visitar a un amigo a Dresde, el también pintor Caspar David Friedrich, encontraría, en el oscuro camino que va a Dresde desde Loschwitz, la muerte, asesinado por un ladrón tan despiadado como lo fuera aquella representada ingenua esperanza tan desengañada de su obra.
(Obra simbolista del pintor Gustav Klimt, Muerte y Vida, 1915, Leopold Museum, Viena, Austria; Óleo Ariadna en Naxos, 1816, del pintor romántico Franz Gerhard von Kügelgen, Galería de Museos Estatales de Berlín.)
17 de agosto de 2020
El verdadero sentido de la relatividad del mundo fue expresado por el Romanticismo entre rasgos de brumosidad.
¿Es ahora cuando vivimos en la modernidad? Porque ayer, al parecer, lo hacíamos en la antigüedad... Qué pensarían entonces los habitantes de esa antigüedad, ¿vivirían ellos así, tan antiguos, hundidos en la perspectiva tan poco moderna de sus meras apariencias? Cuando el pintor romántico Turner fue a Roma para encontrar el sentido que su visión del Arte tuviese admirando el clasicismo más encumbrado en la historia, hallaría que el decadentismo de un pasado estaba irremediablemente unido al sentido artístico más actual del mundo. Pintaría años después, de memoria, una visión que él tuviese del ruinoso foro de la antigua Roma desde una de sus colinas modernas. Al lienzo lo titularía Roma Moderna, Campo Vaccino, y en él aparecen pobladores contemporáneos, edificios construidos en la misma época del pintor así como el resplandor maravilloso de las antiguas construcciones ruinosas tan artísticas. En su visión romántica nada es ni más ni menos real que el sentido artístico de lo que finalmente expresaría en su obra. Por eso la brumosidad de su lienzo responde a una necesidad estética más allá de sus realizaciones estilísticas tan particulares: hay una eternidad o, mejor dicho, una atemporalidad que el sentido de la historia imprime siempre de la visión que el ser humano tenga de la vida. ¿Somos la modernidad de lo de antes? ¿El pasado, es decir, lo que se dio antes de ahora, dejará de tener sentido real por una agregación de sucesos que, ahora novedosos, harán a lo anterior prácticamente nada? El pintor compone su obra romántica con el componente tonal prevalente de su color más dominante. Para el ánimo romántico el mundo es monocolor porque nada que lo distinga tiene que separar el sentido de su forma, el momento de su fin o la causa de su efecto. La grandeza del pintor fue nombrar la obra con el calificativo de moderna para la antigua ciudad imperial. Era la forma en la que el concepto frente a la imagen hacía una clara distinción temporal. Tan ilusoriamente creado estaba el sentido estético de su composición.