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12 de octubre de 2011

El recuerdo más épico recompone los pedazos perdidos u olvidados de nuestro atribulado espíritu.



Aquel reconocido periodista español decimonónico -Mariano de Cavia- llevaría a nominar luego un premio para los que consiguieran escribir artículos que llegaran ahora más allá de lo que, objetivamente, comunicaran con ellos entre sus páginas. El premio Mariano de Cavia se concede en España desde el año 1920 para aquellos periodistas o escritores que, con sus artículos publicados, hayan alcanzado parte de aquella excelencia literaria. En el año 1926 se concedió el premio a un artículo publicado el día 12 de octubre en el diario ABC de Madrid y titulado El triunfo de las Carabelas. Estaba firmado por Manuel Siurot Rodríguez, un pedagogo sevillano nacido en la pequeña localidad de la Palma del Condado, provincia de Huelva, y que habría dedicado toda su vida a la enseñanza y a la divulgación cultural.

Es de destacar aquel homenaje por la noble, desinteresada, loable y extraordinaria vida de esfuerzo y dedicación del tan eximio pedagogo andaluz. Del mismo modo, homenajear también ahora la ingente tarea que España desarrollaría en América para educar a los nativos y a sus hijos, y a los hijos de los de aquí que luego siguieron allí. Esta gran labor cultural fue realizada -a veces con una iglesia útil poco reconocida- por España en América durante casi cuatrocientos años seguidos. Actividad educativa nunca superada por ninguna otra nación que hubiese descubierto o conquistado o colonizado tierra alguna desde el alba de los tiempos históricos.

El Triunfo de las Carabelas

En el amanecer luminoso de aquel 12 de Octubre, la Santa María, de Colón; la Pinta, de Martín Alonso, y la Niña, de Vicente Yáñez, han tocado con sus proas la tierra del Nuevo Mundo. La mañana tropical del golfo sonríe en las aguas azules, en la limpieza del cielo y en la alegría de la selva virgen. España acaba de romper la barrera infranqueable que habían construido el miedo y la ignorancia, aprovechándose de la inmensidad del mar. Esa felicidad, que sonríe en el seno de la mañana augusta, es un obsequio de la Naturaleza a los tres barcos triunfadores, que son los tres maestros más grandes de la Geografía Universal.

El espíritu creador de la Patria española contrae en ese momento nupcias con América cobriza, la inocente, la bella. El sacerdote de ese matrimonio es Dios, y son testigos el cielo, el sol, el mar y aquellos marineros españoles que, desde la democracia de sus vidas, han escalado la cumbre más alta del honor. La Historia estaba celosa de la Poesía, y, con un puñado de hombres de carne y hueso, escribió un poema más grande y más luminoso que todas las invenciones de la leyenda.

Luego viene Cortés, y quema en la candela de sus naves una resina olorosa y nueva, que es el incienso de la Patria al inmolarse voluntariamente ante el altar de América. Viene Pizarro, que no sabe leer, y civiliza un mundo, crea un imperio más grande que Europa, y, en la noche ecuatorial, ha visto aquella Cruz del Sur, cielo novísimo, descubierto por él; cruz de brillantes, que relampaguean misteriosos como espléndida joya sideral, que era el regalo que Dios hacía en las bodas de España con América.

Y vienen Ponce de León, Balboa, Grijalba, Solís, Ocampo, Álvaro Núñez, y mil más legionarios del heroísmo y patriarcas de la civilización. Por todos la Patria del solar castellano, del poema del Cid y del Romancero, la que supo romper en la frente de almorávides, almohades y benimerinos de la soberbia de las dominaciones con el martillo de la austeridad; la España de los Fueros, de los Municipios y de las iluminaciones teológicas, trabaja en la alfarería creadora de los mundos, y al dilatar meridianos y paralelos surge el planeta definitivamente perfecto, según las leyes de la geografía de Dios.

Ahora, lo mismo que el 3 de Agosto, mis discípulos recogen esta emoción, que va llenando sus almas y perfumando sus ideas. Es el salmo de la Patria, que debe semitornarse con todos los calores y dulzuras del amor. Les digo: Para que el amor de la Patria sea perfecto ha de tener alas en su misticismo, y herramientas en su acción. Amor que no sabe volar no es amor, y, por otra parte, amor patrio que no tiene una palabra, un libro, un arado, un martillo y un cansancio de labores generosas, es un sustantivo sin substancia.

Aquellos españoles de la epopeya tenían alas y tenían instrumentos; eran místicos y trabajadores; estaban iluminados de ideales, y tenían los pies perfectamente puestos en la realidad de la vida. Este día es un grande orgullo de la Historia, y debe traer para la juventud de España y América el serio propósito de volar por el mundo de las ideas, llevando bajo las alas el instrumental práctico de la civilización.

Pero es preciso, para volar por fuera, volar primero sobre nosotros mismos en la meditación de nuestro propio destino; porque no hay ni uno solo de los jóvenes hispanoamericanos que no tenga un 12 de Octubre a que llegar en su vida; un posible 12 de Octubre, que es la revelación completa de la personalidad. A ese momento glorioso no puede llegarse si no copiamos de la Rábida, que es la cátedra más fuerte del genio español, la sencillez franciscana, la entereza maravillosa del carácter, y la generosidad, que sale limpia de todos los juicios históricos; si no nos embarcamos en las tres carabelas de nuestra memoria, entendimiento y voluntad; si no nos lanzamos al mar de la vida para vencer las tempestades atlánticas y la de los hombres, y si no estamos vigilantes para ver en la aurora del día milagroso la América que todos llevamos por descubrir en nuestra alma.

Manuel Siurot.

(Artículo publicado de nuevo en el periódico ABC de Madrid el día 12 de abril de 1927, como homenaje al premio Mariano de Cavia de 1926, concedido a Manuel Siurot Rodríguez en el año 1927.)

(Fotografía de estatua de Cristóbal Colón en el Monasterio de Santa María de las Cuevas, Sevilla, hoy convertido en Museo de Arte Contemporáneo; Fotografía de la misma estatua con el pedestal y su leyenda: A Cristóbal Colón, en memoria de haber estado depositadas sus cenizas desde el año 1513 a 1806 en la iglesia de esta Cartuja de Santa María de las Cuevas (Sevilla), erigido en 1887; Óleo del pintor francés Ferninand-Victor-Eugene Delacroix, 1798-1863, Colón y su hijo en La Rábida, 1838, USA; Cuadro Vista del monumento a Colón, del pintor andaluz Picasso, 1917, Museo Picasso, Barcelona; Cuadro El descubrimiento de América, 1959, del pintor catalán Dalí, USA.)

2 de octubre de 2011

Una escuela en la historia del Arte y una ciudad española llena de historia.



Durante la segunda República española los conflictos sociales llevaron a algunos desgraciados incidentes artísticos, como los prendimientos de fuego que se produjeron en algunos templos religiosos del país. En Sevilla durante el difícil año de 1932 se quemó por completo la antigua iglesia de San Julián. En el incendio se perdieron el retablo mayor del siglo XVII, varias tablas del pintor del renacimiento sevillano Alejo Fernández (1475-1545) y se llegaría a dañar una pintura, Virgen de Gracia, del pintor sevillano del gótico final Juan Sánchez de Castro (siglo XV). Este pintor fue realmente el iniciador de la escuela sevillana de Arte. Trabajó en la decoración del Alcázar sevillano durante el año 1478. A partir de él se desarrollaría toda una forma de transmitir pasión y estilo artísticos que han durado casi quinientos años. Grandes y conocidos maestros pintores fueron algunos, geniales y menos conocidos pintores lo fueron otros. En una línea cronológica ascendente empezamos con el mencionado Alejo Fernández. Al parecer era de origen alemán aunque nacido probablemente en España, su estilo está muy influido por la pintura flamenca de entonces, finales del siglo XV y principios del XVI. Con su obra Anunciación este creador sevillano se encuentra situado entre el estilo gótico y la nueva tendencia que revolucionaría muy pronto el Arte: el Renacimiento. Siguiendo con los pintores sevillanos del siglo XVI descubrimos a Luis de Vargas (1505-1567), original de Sevilla aunque formado en Italia en el entorno de Rafael. Sus creaciones manieristas influyeron en la forma de pintar en España, unas maneras que se consolidaron en la primera mitad del siglo XVI, cuando las carabelas frecuentaban el río Guadalquivir camino del Nuevo Mundo. Después de este pintor, en pleno inicio de la edad dorada española, surgirá un excelente manierista, Alonso Vázquez. Aunque nacido en Ronda (Málaga) en el año 1564, crearía muchas obras en la Sevilla de finales del  siglo XVI. Al final de su vida acabaría por marcharse a Méjico acompañando al virrey Juan de Mendoza, muriendo en la Nueva España en extrañas circunstancias durante el año 1608. Su original y grandiosa forma de pintar sería precursora, tal vez, de los orientalistas y románticos de muchos siglos posteriores. Poco después un genio de los que nacen pocos en el mundo surge de pronto en Sevilla: Francisco de Zurbarán (1598-1664). Nacido en Badajoz, entonces parte del reino de Sevilla, realizaría grandes obras religiosas para la Iglesia sevillana. Fue un especial creador barroco, un gran maestro que llevaría el arte español y sevillano a la más alta cota de originalidad del Barroco en su período inicial. 

Pintores desconocidos son aquellos que no han sido muy originales o que no han proliferado mucho, o que sus obras han sido absorbidas por el tiempo y sus tendencias veleidosas. Uno de aquellos lo fue Sebastián de Llanos Valdés (1605-1677). Desarrolló toda su obra en Sevilla, donde al parecer nació. De un cierto estilo tenebrista muy correcto, estuvo a la sombra contemporánea, sin embargo, de otros autores de mayor envergadura, lo que le impidió llegar a ser más relevante en el Arte. Pero esa es una de las curiosidades del Arte: si se nace o se crea en un tiempo -fue contemporáneo de Murillo- donde otros creadores hacen lo mismo y mejor, la injusticia artística sobrevuela y el desconocimiento brilla más que la propia riqueza de sus obras y creadores. El gran Murillo (1617-1682) es sin lugar a dudas la figura fundamental de la escuela sevillana. Aquí destaco una obra no muy conocida de él. Fue un pintor al que los críticos han encorsetado demasiado en la pintura religiosa, pero él creó mucho más que eso. Gran parte de su creación artística no religiosa se encuentra fuera de España, seleccionada entonces -por manos poco honestas- para adornar las paredes de los grandes salones o museos de Europa y América. Sin Murillo la pintura sevillana no hubiese alcanzado la importancia que tiene. Lucas Valdés (1661-1725) fue el hijo del gran pintor sevillano Valdés Leal. Es otro desconocido en el Arte. En esta muestra he preferido destacar sólo al hijo por desconocido injustamente. Casi siempre -a veces sin querer- los genios han tapado, acomplejándolos, a sus descendientes. No era muy frecuente, sin embargo, este caso entre los pintores del siglo XVII. En los años antiguos no sucedían esas odiosas comparaciones generacionales tan abundantes hoy. Supongo que porque los creadores todavía no habían llegado a creerse dioses. Pero además porque, quizás, la virtud personal era más que una palabra manida y los padres se enorgullecerían de que sus hijos pudieran hacer lo que ellos o más. Siguiendo a los desconocidos pintores, otro autor sevillano de principios del ilustrado siglo XVIII: Bernardo Lorente Germán (1680-1759). En el año 1730, durante su período más creativo, retrata al tercer hijo varón del rey español Felipe V. Este pintor fue seguidor de la escuela de Murillo, pero, sin embargo, pronto se dejaría seducir por las nuevas formas de plasmar Arte en ese siglo XVIII, algo que cambiaría absolutamente todo lo anterior.

Otro pintor sevillano del siglo de las Luces es Domingo Martínez (1688-1749). Fue un creador más fiel, sin embargo, al barroco final español, entonces muy significativo aún en España, primera mitad del siglo XVIII. Grandes obras pintaría Martínez que realzarían la magnificencia de un pueblo -el español- dado excesivamente al lujo o al recargamiento o al adorno barroquiano dorado y poderoso. Este fue el período histórico-artístico de la vuelta al esplendor imperial hispano perdido un siglo antes. Ahora se buscaba mostrar un nuevo poderío imperial, político y militar que el longevo y decidido rey Felipe V trajese de nuevo al anciano imperio español. Pasamos ya al siguiente siglo donde más pintores sevillanos posiblemente haya dado el Arte: el siglo XIX. Para España y Sevilla fue un siglo artístico prolífico, creativo y original, pero también muy desconocido. Empezamos con el pintor sevillano Antonio María de Esquivel (1806-1857). Aunque sometido al influjo romántico europeo de su época, tuvo en Murillo a su maestro más inspirador del que se valió para expresarlo en sus obras románticas. A pesar de iniciar su actividad en Sevilla acabaría sus días en Madrid donde conseguiría dar a conocer más su obra. Fue un extraordinario pintor que supo combinar la fuerza del Romanticismo europeo, muy poderoso entonces, con las sutiles técnicas antiguas de su querida escuela natal. Luego vemos pintores de este mismo siglo XIX que trataron de reflejar el paisaje en el lienzo, aunque cada uno con la tendencia propia de su momento artístico. Creadores que expresaron la tendencia impresionista con los rasgos de la escuela sevillana de sus insignes maestros. Aquí se muestran obras del siglo XIX sevillano con pintores desconocidos algunos y conocidos otros. Como Manuel Barrón y Carrillo (1814-1884), gran paisajista romántico andaluz. Como José Jiménez Aranda (1837-1903), de familia de pintores ilustres,  influido por tendencias ajenas más que por las autóctonas de sus contemporáneos andaluces. Sin embargo supo equilibrar la técnica europea con la fuerza andaluza de sus ancestros. Le sigue José García Ramos (1852-1912), un creador propiamente regional en su estilo. Con él se inicia una forma local y costumbrista de pintar lo andaluz, lo sevillano, una pintura propia de la época regionalista y sus costumbres locales.

Más tarde, pero muy seguido, otro autor regionalista sevillano, pero un gran paisajista universal: Emilio Sánchez-Perrier (1855-1907). Fue un pintor naturalista, es decir, un autor que expresaba la realidad más feroz de lo que él veía ante sus ojos. Esta tendencia -el naturalismo- fue un estilo artístico importante en la época del pintor, finales del siglo diecinueve. Otro pintor naturalista, no muy conocido fuera de Sevilla, pero destacable por la peculiaridad de su temática regional, lo fue el sevillano Gonzalo Bilbao Martínez (1860-1938). Sus obras de las cigarreras, por ejemplo, han pasado a la historia del Arte más de lo que él, posiblemente, pudo entonces sospechar. Sus cuadros de la antigua Fábrica de Tabacos sevillana, recreados en la obra literaria de Bizet, son extraordinarias muestras de un cierto impresionismo sevillano universal. Por último tres pintores desconocidos que merecen más reconocimiento del que tienen. Rafael Senet (1856-1926), excelente paisajista, clasicista y orientalista sevillano. Otro es José Arpa Perea (1858-1952), longevo pintor sevillano, paisajista original, muy detallista y colorista, más conocido fuera que dentro de España. Finalmente un creador que, aunque nacido en Gibraltar, desarrollaría gran parte de su vida en Sevilla, donde pintaría sus calles, costumbres y paisajes. De un impresionismo muy particular, con suave tendencia andaluza y española, Gustavo Bacarisas y Podestá (1873-1971) fue un pintor cosmopolita gracias a su nacionalidad británica y a sus frecuentes viajes por Europa. Al final de su vida regresaría a la ciudad andaluza que más le marcaría en su trayectoria artística. En ella quiso acabar sus días pintando sus coloridos, vibrantes y marcados semblantes andaluces. Estilos variados todos ellos de una tendencia artística que surgiría muchos siglos antes, cuando la ciudad soleada y mágica del sur de España comenzara a percibir que el Arte de pintar era algo más que seguir una determinada escuela o decorar un altar o componer en una tabla, o incluso diseñar una vajilla o crear un gran retablo, era, sobre todo, una manera especial de sentir y crear la forma de plasmar un color, una sombra o un trazo de lienzo inspirado de Arte.

(Óleo del pintor Alonso Vázquez, San Pedro Nolasco redimiendo cautivos, 1601, barroco;; Óleo del pintor Lucas Valdés, Retrato milagroso de San Francisco de Paula, 1710, barroco tardío; Cuadro del pintor sevillano Alejo Fernández, Anunciación, 1508, gótico-renacentista; Obras del gran Francisco de Zurbarán, Visita de San Bruno a Urbano II, 1655, y San Hugo en el refectorio, 1655, pleno barroco sevillano; Óleo del pintor Sebastián de Llanos Valdés, San Jerónimo penitente en su estudio, 1669, barroco; Cuadro del gran pintor sevillano Bartolomé Esteban Murillo, San Jerónimo penitente, 1665, barroco; Gran obra del pintor Luis de Vargas, Prendimiento de Cristo, 1562, renacimiento manierista andaluz; Gran obra del pintor Domingo Martínez, Carro de la Común Alegría, 1748, barroco tardío; Óleo del pintor Bernardo Lorente Germán, Retrato del infante Felipe, 1730, barroco tardío; Cuadro del pintor Antonio María de Esquivel, Retrato de niño con caballo de cartón, 1851. romanticismo; Cuadro del pintor sevillano Manuel Barrón, La cueva del gato, 1860, romanticismo; Óleo del pintor Emilio Sánchez-Perrier, Triana, 1889, realismo; Cuadro del pintor sevillano José García Ramos, Malvaloca, 1912, modernismo andaluz; Óleo de José Jiménez Aranda, Retrato de Irene Jiménez, 1889, realismo; Cuadro del pintor José Arpa, Chumberas en flor, 1890, paisajismo; Óleo del pintor sevillano Rafael Senet, Canal de Venecia, 1885, clasicismo; Magnífico cuadro del pintor Gustavo Bacarisas, Plaza de San Pedro de Roma, 1955, modernismo; Óleo del pintor Gonzalo Bilbao, Las Cigarreras, 1915, modernismo; Todas estas obras ubicadas en el Museo de Bellas Artes de Sevilla, salvo la indicada en otro lugar; Cuadro del pintor Gonzalo Bilbao, Interior de la Fábrica de Tabacos, boceto, 1911, modernismo.)

30 de agosto de 2011

Dos pintores desconocidos y una leyenda mitológica: un tapiz, un verso y un poeta andaluz.



A principios del siglo XX la ciudad de Sevilla era una atrasada ciudad, desfasada con respecto a otras ciudades españolas tanto económica, urbanística como socialmente. Ya habían pasado demasiados años, siglos casi, desde que hubiera sido la perla americana en el antiguo continente. Luego de los siglos gloriosos los intentos progresistas del intendente Pablo de Olavide a finales del siglo XVIII, sus impulsos más ilustradores, fueron deslucidos a causa de la guerra de la Independencia del año 1808. Posteriormente Sevilla sufriría un siglo XIX desesperante, inmovilista y oscuro. A finales de este siglo llegaría a padecer unos momentos muy críticos, alcanzando situaciones alarmantes de pobreza entre su población, de hambre extrema incluso durante el temprano año de 1905. Así que en el año 1909 se propuso la idea de realizar una gran exposición en Sevilla, algo que cambiara la ciudad, la fomentara y la impulsara económicamente. Pero tendría que ser algo muy relevante, debía ser entonces un gran evento internacional. Su íntima relación histórica con Iberoamérica terminaría por concretar ese sentido internacional: sería una exposición Iberoamericana.

Inicialmente la fecha de su inauguración se decidió para el primero de abril del año 1911, sin embargo se tuvo que retrasar por dificultades en su proyecto hasta el año 1914. Pero la Gran Guerra Mundial de ese mismo año suspendió la participación de algunos países. Mas tarde, cuando acabó la contienda mundial, los acontecimientos del conflicto bélico español en Marruecos detuvieron sin discusión el inicio de tan necesitada ilusión para aquellos sevillanos de entonces. Finalizada la guerra de África en el año 1927, ya no habría excusa para disponer de fecha, así que ésta se fijaría definitivamente para el mes de mayo de 1929. Todo se prepararía para el nueve de ese mes, mes exultante en una ciudad acostumbrada a tantas emociones, cambios, acontecimientos e historias. Aquel día el rey de España Alfonso XIII y su familia inauguraron la exposición. El momento lo plasmaría en un gran lienzo el desconocido pintor sevillano Alfonso Grosso y Sánchez (1893-1983). Formado en la Escuela de Bellas Artes de Sevilla, trataría siempre de mantener el pintor andaluz aquel legado artístico de siglos de Arte que su ciudad hubiera conseguido en los años de esplendor dorado en la Pintura Universal.

Para el escenario del trono real donde el rey y su familia se situarían se colgó un enorme tapiz, confeccionado en el año 1817 en la Real Fábrica de Tapices de Madrid. Representaba un relato bíblico, una leyenda sagrada basada en el Libro de Samuel. Esa historia bíblica cuenta cómo uno de los numerosos hijos del rey israelita David, el mayor de ellos, Amnón, quedaría obsesivamente seducido por la belleza de Tamar, una de sus hermanastras. Y no pudo más entonces que intentar poseerla como fuese. Idearía para ello encontrarse enfermo y no poder levantarse a menos que pudiera comer sólo de las manos de su hermosa hermana. Su padre David accedería a tan insólita petición, tan preocupado estaba por la salud de su primogénito. Mandaría entonces Amnón que todos salieran de su alcoba excepto Tamar. Luego, cuando ella se acercó con la comida, Amnón la forzaría, la obligaría y violaría. Sin embargo, Tamar le rogaría que accediera a pedir su mano al rey David. Pero aquél se negaría. Y esta fue su perdición. Absalón, otro de los hijos del rey David -hermano carnal de Tamar-, al enterarse por ella de lo que había sucedido, juró entonces matar a Amnón fuese como fuese. Después de acabar con la vida de su hermanastro, Absalón tuvo que huir de Israel. Uno de sus amigos, Joab, general de confianza del rey David, convencería a éste de que le perdonase. Así regresaría el fratricida, al cabo de casi dos años. Pero, al regresar la ambición de Absalón fue mayor que su agradecimiento.

Decide Absalón, ahora que es el primogénito, que ya es tiempo de que reine. Se alza contra su padre cuando David se encuentra lejos de Jerusalén. Pero ahora los mercenarios del rey al mando de Joab se enfrentan a Absalón en el campo de batalla. Al verse perdido, Absalón huye de nuevo ante su enemigo a través de las llanuras, valles y arbustos de Israel. Le perseguía Joab decidido cuando, llegando a un pequeño bosque, la larga y frondosa cabellera de Absalón se enreda en un árbol. Así, atrapado puerilmente, no pudo Absalón seguir huyendo más. Fue alcanzado fatalmente gracias a la certera lanza del hábil Joab. El rey David, desolado al enterarse, no pudo más que sentir su muerte y proclamar, enloquecido casi: ¡Hijo mío, Absalón! ¡Hijo mío, Absalón! ¡Quién me diera que yo muriese en tu lugar! ¡Absalón, hijo mío! Federico García Lorca (1898-1936), el gran poeta español de leyendas y mitos, escribiría en el año 1928 su famoso Romancero gitano. Dieciocho maravillosos romances basados en la cultura gitana, pero, sin embargo, el genial poeta andaluz trataría de unir la poesía popular con la alta lírica universal de los versos legendarios. Sobre todo llegaría a enaltecer con su literatura los grandes mitos pasionales de los hombres: el amor, la traición, los celos, el erotismo o la muerte. Uno de sus romances, el último, trata sobre el drama legendario de Tamar y Amnón. El excelso poeta conseguiría entonces darle sentimiento, cadencia, emoción y lirismo a tan sagrada y bíblica historia legendaria.

Émbolos y muslos juegan
bajo las nubes paradas.
Alrededor de Thamar
gritan vírgenes gitanas
y otras recogen las gotas
de su flor martirizada.
Paños blancos enrojecen
en las alcobas cerradas.
Rumores de tibia aurora
pámpanos y peces cambian.

Violador enfurecido,
Amnón huye con su jaca.
Negros le dirigen flechas
en los muros y atalayas.
Y cuando los cuatro cascos
eran cuatro resonancias,
David con unas tijeras cortó
las cuerdas del arpa.

(Fragmento del Romancero Tamar y Amnón, del poeta español Federico García Lorca, 1928)

(Óleo del pintor Alfonso Grosso y Sánchez, Sevilla, años veinte, Museo de Bellas Artes de Sevilla; Cuadro del pintor holandés Jan Steen, 1626-1679, Lecciones de baile a un gato, 1660, Holanda; Óleo del pintor holandés Jan Steen, Joven tocando el clavicordio a un hombre, 1659, National Gallery, Londres, aunque realmente lo que dibuja el autor es un virginal, más pequeño que el clavicordio; aparece en el cuadro una inscripción latina que traducida dice algo así: Las acciones demuestran al hombre, muy a propósito con la imagen representada ya que las intenciones del hombre con la joven no serán tan honradas; Óleo del pintor sevillano Alfonso Grosso, Gitana, siglo XX, Sevilla; Gran cuadro El Rey y su familia en la exposición Iberoamericana de Sevilla, 1929, Alfonso Grosso y Sánchez, Real Alcázar de Sevilla; Óleo Amnón y Tamar, 1660, Jan Steen; Imagen en detalle del gran tapiz Muerte de Absalón, 1817, Patrimonio Nacional, Madrid; Cuadro David y Jonatán, 1692, Rembrandt; Pintura del artista sevillano Alfonso Grosso y Sánchez, El monaguillo, 1920, Museo de Bellas Artes, Sevilla.)

27 de agosto de 2011

Desde uno de los mejores lugares del mundo: elogio a un gran Hispanista.





Me despierta el sonido de los gorriones revoloteando en la enredadera de la casa donde me alojo. Este es un sonido que ya no se oye en Inglaterra, porque en los últimos veinte años los gorriones han desaparecido (se han marchado a un lugar más alegre, a Sevilla, supongo).

Me dispongo a salir hacia el Archivo de las Indias. Dejo mi habitación a las nueve en punto, a tiempo de aprovechar la frescura de la mañana que, en días de calor, siempre es un placer. Entro en la preciosa plaza de la calle Santa María la Blanca, con su iglesia blanca del siglo XV que solía ser una sinagoga y cuyos mejores cuadros creo que fueron robados por Napoleón. Queda una Última Cena atribuida con mucha oposición a Murillo. Ahora la plaza está llena de cafeterías que están siendo limpiadas en este momento y a duras penas consigue sobrevivir a las enormes multitudes de turistas que pasean por ella como en un sueño. Sobre la acera se amontonan grandes cajas de naranjas.

Giro a la derecha a poca distancia de lo que solía ser la Puerta de la Carne, el mercado de la carne, cuando las murallas de la ciudad discurrían por ahí. Esto también se encuentra nada más pasar la panadería llamada Doncellas, donde uno puede comprar pan con un sinfin de formas y también esa torta sevillana tan especial conocida como regañá. Una vez hice lo imposible para asegurarme de que mantenía una de ellas intacta pese a mi viaje a casa en avión. Acto seguido, tuerzo al pasar la popular cafetería Modesto, que ahora ocupa ambos lados de la pequeña calle que conduce a los Jardines de Murillo, y luego sigo andando a la derecha por la plaza de los Refinadores, que recibe su nombre del gremio de los refinadores de metales y en la que me alojé en una ocasión y vi la melancólica figura del ex presidente de México, López Portillo, que había comprado un edificio allí.

En el centro de la plaza se encuentra una estatua de Don Juan del siglo XIX. Entre las palmeras custodiadas por geranios y rosas, se ven colegiales que escuchan la pequeña charla de una monja. ¿Qué les puede estar diciendo sobre el más famoso de los réprobos? Sin molestarme en escuchar, avanzo por una calle llamada Mezquita, que debo suponer que una vez condujo a una mezquita, y a renglón seguido me encuentro en la bonita plaza de Santa Cruz, que fuera creada, como la mayor parte de este barrio de Santa Cruz, que es como se llama, con motivo de la gran exposición de 1929. En su centro se yergue orgullosamente una bellísima cruz de hierro forjado. Murillo fue enterrado aquí. En la esquina noroeste, encontramos un famoso restaurante al que he acudido en varias ocasiones con amigos ilustres, entre los que se incluyen el ahora legendario Isaiah Berlin. Me viene a la memoria un excelente libro de memorias de José María Pemán, autor español de la generación de la Guerra Civil, titulado Mis almuerzos con gente importante. Las palomas calman los nervios de los viajeros, pero enfurecen a los dueños de las casas.

Allí se encuentra una placita llamada Alfaro, que era el apellido de un capitán que luego fue mercader, a quién Cortés pagó 11 ducados por viajar al Nuevo Mundo por primera vez. Más adelante, Alfaro envió productos y armamento para ayudar a Cortés en su gran conquista. Estoy convencido de que en algún lugar del Archivo de Indias o del Archivo de los Protocolos de Sevilla existe un documento que proporcionará la clave sobre la razón por la cual Alfaro se mostró tan cordial con el conquistador de México. Creo realmente que lo descubriré algún día. Una calle cubierta de jazmín conduce al Hospital de los Venerables, que solía ser un sanatorio para frailes enfermos, pero que hoy en día es un centro de exposiciones de primera categoría. Otra calle llamada Pimienta debe recordar una época en la que los mercaderes de especias tenían su propio bazar y la pimienta valía más que su peso en oro. ¿Es cierto que Catalina de Braganza compró pimienta por valor de medio millón de libras como regalo para el rey inglés Carlos II?

Voy andando por una calle que ahora se llama Agua y que la primera vez que fui a Sevilla estaba cubierta de jazmín, pero lo han quitado para preservar la antigua muralla que por aquel entonces cubría. Llego al punto en el que la calle Agua dobla una esquina a la derecha para convertirse en la calle Vida y allí se encuentra la casa de uno de los hombres más destacados de la Maestranza de Sevilla, que nos recibió a Carlos Fuentes y a mí hace unos años cuando Carlos anunciaba la nueva temporada taurina y yo le presenté. Ambos hablábamos en el pequeño y exquisito teatro Lope de Vega. ¡Qué delicia! Dije... bueno, esa es otra historia.

Justo al lado hay una plaza llamada Doña Elvira, que una vez estuvo ocupada en su totalidad por la casa solariega o palacio de la familia Centurión, originaria de Génova y que dominaba el comercio en Sevilla en la década de 1520. Su palacio en Génova se conserva, pero recuerdo que se encuentra un tanto deteriorado. Elvira era la propietaria de un antiguo teatro en el emplazamiento de los Venerables. Allí se me acercó una chica y me dijo: ¿Es usted Hugh Thomas? Sí, dije no muy seguro. ¿Y quién eres tú? Soy Luisa Einaudi, creo que me dijo, antes de desaparecer.

A continuación llego al exquisito Patio de Banderas, en cuyo centro se realizan excavaciones, quizás en búsqueda de restos romanos, pero está junto al gran palacio del Alcázar que tiene una historia tan larga como la de la propia Sevilla por lo que se podría descubrir  cualquier cosa. Carlos V se casó allí. Desde ahí se divisa una magnífica vista, aunque lejana, de la Giralda, la torre desde la que se dice que el muecín, en la época de los árabes, solía llamar a los servicios a la oración.

Un día, hace 11 años, me encontraba en la plaza de Banderas concediendo una entrevista a una señora llamada, sorprendentemente, Alvarado, cuando recibí una llamada de móvil desde Londres en la que me dijeron que Noel Annan, uno de mis mejores amigos, había fallecido.

Deseoso de borrar ese triste recuerdo, llego a la plaza de la catedral. Habían vuelto a embaldosar primorosamente la plaza con pizarra. Me han dicho que los penitentes que están acostumbrados a realizar descalzos este último tramo de su largo camino desde la iglesia de su cofradía hasta la catedral, sienten bajo sus pies que la pizarra está más caliente que las antiguas piedras. Pero, a lo mejor, si sufren más, son más felices.

Me gustaría entrar en la catedral, pero eso me retrasaría demasiado. Evito a un monstruo alto vestido de plata y también pintado de plata con una lanza y un hacha. Hay un agresor más conocido con forma de vendedor de billetes de lotería. Pasan algunos carros de caballos, elegantes y bien alimentados por lo que parece, y es un placer verlos tan bien cuidados. Un guía turístico alemán se dirige a los que le siguen con un efusivo Lieber Kinder (queridos niños).

Ya he llegado al Archivo de Indias. En el pasado, me refiero a la década de los noventa del siglo pasado, solía tratar de ser el primero en alcanzar las gradas del magnífico edificio diseñado como lonja por Herrera. Pero siempre me ganaba el gran historiador peruano Lohmann, a quién también solía ver en la antigua sala de lectura redonda de la Biblioteca Británica en Londres. Siempre estaba en el Archivo en primavera porque combinaba su visita anual para que coincidiese con la Semana Santa, en la que participaba con su cofradía, el Buen Fin, y caminaba bajo una capucha a lo largo de los sagrados kilómetros del recorrido durante varias horas. Ahora, desgraciadamente, está muerto. Su espléndido trabajo sobre la familia Espinosa del siglo XVI es su monumento mas hermoso y no quiero llegar a ese lugar tan pronto.

Respiro una vez más el exquisito aire de la mañana de Sevilla y entro en esa gran catedral del saber, el Archivo, seguro de que las pequeñas frustraciones de trabajar en cualquier institución moderna desaparecerán pronto en la enorme jungla de documentos antiguos que me rodearán. Pienso pedir que me busquen un legajo inestimable en la sección conocida como Indiferente General legajo 432, donde seguramente encontraré el secreto largo tiempo oculto de López de Alfaro.


Lord Thomas de Swynnerton, Hugh Thomas, hispanista británico, historiador. Artículo El mejor viaje del mundo, publicado en el diario ABC de Sevilla,  julio del año 2011.


(Fotografías de Sevilla Emblema real, puerta principal de los Reales Alcázares, Sevilla;  Muralla del Real Alcázar sevillano; Imagen fotográfica de Sevilla, Giralda y pared catedralicia; Fotografía del río Guadalquivir y del barrio de Triana, desde el puente del mismo nombre, Sevilla; Imagen de fachada del Archivo General de Indias, Sevilla; Plaza del Triunfo, con el Real Alcázar al fondo, Sevilla; Óleo del pintor chileno Pedro Subercaseaux Errázuriz, 1880-1956, Expedición de Almagro a Chile, 1905; Imagen del Historiador Hugh Thomas; Panorámica de uno de los muelles del río Guadalquivir en Sevilla.)

16 de agosto de 2011

La Belleza utilizada como influencia bienhechora y los expolios de algunas obras sevillanas.



Desde que Carlomagno llegara a coronarse emperador de Occidente en el año 800, Europa no volvería a estar unida bajo un mismo cetro imperial hasta que el hijo de Matilde de Ringelheim, Otón I, consiguiera proclamarse en el año 936 heredero de aquel imperio carolingio. Había nacido la hermosa Matilde en la villa de Engern, Westfalia (Alemania), y era hija del conde sajón Teodorico y de Rainilda de Frisia. Sus padres confiaron su educación a su abuela, la abadesa del monasterio de Herford, llamada también Matilde. Allí adquirió la joven heredera los conocimientos propios de una doncella aristocrática de su época, el temor de Dios y una amplia cultura. El duque de Sajonia de entonces, Enrique, futuro heredero al trono de la Francia Oriental (Alemania histórica) -una de las divisiones del gran imperio desmembrado de Carlomagno-, llegaría a establecer las bases para un sueño político de siglos: un gran imperio germano. Pero necesitaba para tan gran empresa una extraordinaria mujer. Así que fue informado de que esa especial mujer existía y se encontraba en un monasterio de Herford en Renania. Tantos maravillosos adjetivos le asignaron a Matilde que el duque no dudó en viajar al convento renano. Cuando la vio y la escuchó, Enrique de Sajonia quedaría asombrado por la belleza y personalidad de Matilde de Ringelheim. Consiguió ella con su matrimonio llegar a ser duquesa de Sajonia, reina de Alemania y, por fin, emperatriz de Germania. Los hombres por entonces podrían hacer un mal uso de la belleza, pero ahora ésta servía para un épico y grandioso designio...  Enrique I de Germania se sintió muy atraído por la belleza de Matilde de Ringelheim y así la virtuosa y hermosa mujer tuvo sobre Enrique una influencia bienhechora. Su virtuosa personalidad tuvo también en el pueblo alemán un sincero y querido reconocimiento. En el año 936 Enrique de Germania fallecería dejando todas las tribus germánicas unidas por fin bajo un mismo trono. Matilde llegó a tener con él tres hijos. Aunque el mayor -Otón- era el heredero, ella quiso apoyar mejor a su otro hijo Enrique. Sin embargo Oton fue finalmente coronado en Aquisgrán en el año 936 como rey de Germania y, luego, proclamado emperador del Sacro Imperio Romano Germánico con veintiséis años, el primero en la historia.

Expulsada de palacio por el rey, Matilde de Ringelheim tuvo que regresar de nuevo al monasterio. Años después la perdonaría Otón y regresaría a palacio desde donde se dedicó a realizar obras de caridad y a fomentar la fundación de monasterios. Moriría en uno de ellos la noche del catorce de marzo del año 968. Cuando los jesuitas recibieron en el año 1600 unos terrenos en donación en la ciudad de Sevilla -por doña Lucía de Medina-, decidieron proyectar una nueva sede dedicada al santo rey Luis de Francia. Planearon construir un colegio, un noviciado y una iglesia. Esta última tardaría casi un siglo en realizarse, pero los otros edificios fueron acabados pronto. Para la capilla del noviciado de San Luis de los Franceses encargaron los jesuitas al taller de Zurbarán unas pinturas de santas que ofrecieran el ideal de belleza y virtud. El pintor barroco Francisco de Zurbarán (1598-1664) ingresaría con dieciséis años en el taller sevillano del maestro Díaz de Villanueva, desarrollando en Sevilla gran parte de su trabajo artístico. Cuando los franceses invadieron la ciudad andaluza en el año 1810 el mariscal napoleónico Soult decidió apropiarse -robar- de muchas obras de Arte desperdigadas en los conventos e iglesias de la ciudad. El motivo oficial fue exponerlas en un gran museo en Madrid o París. Las pinturas expropiadas se trasladaron todas al Alcázar sevillano. Unas mil pinturas fueron allí depositadas. Al acabar la guerra de la independencia en el año 1814 llegaron a salir de Sevilla cuatrocientas obras de Arte. Sabrían los franceses muy bien qué obras debían requisar en la ciudad. El pintor y crítico de Arte español Agustín Cea Bermúdez había publicado en el año 1808 un catálogo, Diccionario de Artistas españoles, donde se indicaban las mejores obras de Arte españolas y sus ubicaciones. Ha sido uno de los más grandes expolios artísticos del Barroco llevado a cabo en toda la historia de la humanidad, y, como consecuencia, terminaría por destinar a cientos de obras maestras sevillanas por todo el mundo.


(Cuadros del Taller sevillano de Arte de Zurbarán: Santa Marina, Santa Matilde de Ringelheim y Santa Catalina, siglo XVII, 1640-1650, Museo Bellas Artes de Sevilla; Cuadro Santa Margarita, 1631, del pintor español Francisco de Zurbarán, National Gallery de Londres; Detalle del óleo de Zurbarán, Santa Águeda, 1633, Museo Fabre, Montpellier, Francia; Óleo de Zurbarán, Santa Marina -otra misma obra de la misma santa-, 1631, Museo Thyssen, Madrid.)

29 de julio de 2011

La Belleza más inesperada y subyugante o el anónimo, atrayente e inevitable Arte.



Cuando una  tarde del otoño despejado sevillano me dirigía a pie, caminando lentamente, hacia la Galería el Fotómata para perfeccionar mis conocimientos fotográficos, pasé entonces por una de esas pequeñas calles desconocidas del centro más antiguo de la ciudad. Tan estrecha, irregular y desconocida calle -por poco transitada- que pudiera entonces encontrar antes de llegar a mi destino. La calle San Blas de Sevilla comenzaría llamándose calle de los Ribera por haber vivido allí la familia de uno de los primeros caballeros que acompañaron al rey Fernando III, don Per Afan de Ribera, en su conquista de la ciudad a los moros en el año 1248. Luego, en la época de esplendor de la ciudad como puerto de América, se llegaría a denominar calle de la Cruz, para terminar a finales del siglo XVII llamándose así, con el nombre del milagroso eremita armenio. Caminaba por la tarde bajo un magnífico cielo otoñal, estremecedor por límpido y azul gracias a su atenuada luminosidad a pesar de la hora, lo que hacía a ese instante -el atardecer- aliado entonces de una imagen maravillosa para poder recordarla. El inicio de aquel largo crepúsculo otoñal hacía del cielo el mejor encuadre, el mejor lienzo, también, que de obra de Arte alguna se pudiera así obtener.

De ese modo, paseando con sosiego y tiempo, llegué de repente a una ampliación de la vía, a una anchura sobrevenida de uno de los lados de la calle. Era una especie de pequeña placita emergida lo que, al pronto, continuaba ahora sin acera, quizá por el derribo de algún solar ganado a la ciudad. De repente, al fondo de unos edificios demasiado modernos para tanta antigüedad apareció majestuosa y distante, detrás de unas paredes blancas desubicadas, una cúpula del todo perfecta, del todo maravillosa a lo lejos y revestida con cerámicas azules, amarillas, blancas y rojas. El límpido cielo en ese momento del atardecer colocaba una incipiente y tenue luna además, una luna lejana y difusa pero visible dentro de aquel encuadre perfecto para eternizarlo. Y sobre el fondo de todo ese encuadre azul contrastaba la enhiesta y orgullosa cúpula perfecta, imposible no fijarla en una fotografía para siempre. Pero entonces no llegaría a saber aún qué edificio histórico-religioso albergaba tamaña belleza. Tampoco me preocupé entonces. Es como cuando sólo la belleza importa, no su identidad ni su pasado ni su origen, nada más que la belleza ahora como única justificación o único Arte. Mes y medio después, al advenimiento de este blog, elegiría la imagen improvisada y fortuita de aquella cúpula -y de su cielo azul- para la cabecera del mismo (ya no utilizada). Porque solo me interesó entonces el efecto -su belleza- no su causa ni su razón de ser.

Sin embargo, seis meses después de aquella toma otoñal, en un itinerario esta vez opuesto al de entonces, caminando ahora por una de aquellas calles paralelas -también estrechas- de más allá de entonces, de la parte opuesta desde donde tomé la foto meses antes, descubrí ahora la fachada de lo que parecía al pronto un grandioso edificio antiguo pero desolado, como tantos otros que en orfandad se encuentran así. Decidido elegí eternizarlo entonces con las sorprendentes imágenes de su interior y su fachada. Así que hasta ese momento (algo se imagina pero no se termina aún por confirmar), nunca llegaría a sospechar que aquella cúpula otoñal de entonces fuera la misma cúpula primaveral de ahora. Una cúpula que plasmaría seducido y admirado tanto de su interior como de su exterior en una mañana luminosa y azul con las imágenes de mi cámara. Los jesuitas se fundaron como orden católica en el año 1534 por el español Íñigo López de Loyola (1491-1556). Su fundamento principal era propagar por todo el mundo la fe católica. Así fundaron iglesias y casas por toda Europa, luego por Asia y, más tarde, por toda la América española. Veinte años después de su fundación los jesuitas llegaron a Sevilla y construyeron templos, noviciados e iglesias. Pero no fue hasta finales del siglo XVII cuando se decidieron a construir un grandioso edificio religioso en la ciudad. Sería una iglesia, no tan grande como hermosa, propia además de la decoración Barroca de la época. El templo se terminaría en el año 1731 y se acabaría llamando Iglesia de San Luis de los Franceses.

La orden jesuita, como mucho antes los templarios, acabaron manejando un gran poder y una inmensa riqueza. Muestra de esa riqueza, conocimiento y capacidad fueron, entre otras cosas, sus obras arquitectónicas barrocas. Se distinguían por la exquisita, elaborada, innovadora y bella forma de construir y crear Arte. Pero todo ese inmenso poder se enfrentaría una vez a mayores poderes, los terrenales de los Estados y sus reyes absolutos. A causa de ese enfrentamiento la orden sería expulsada de España e incautadas todas sus propiedades -como en otros países europeos- durante el año 1767. En consecuencia los jesuitas debieron abandonar entonces todos sus templos y edificios en España. Luego, cuando el liberalismo español de comienzos del siglo XIX decidiera expropiar los bienes eclesiásticos por motivos económicos y políticos, los jesuitas de nuevo tuvieron, definitivamente, que dejar en el año 1835 sus templos en España, esta vez desamortizados por el Estado español liberal de entonces. Por ello, desde entonces, la iglesia sevillana de San Luis de los Franceses nunca más volvió a hacer sonar sus campanas ni a consagrar cosa alguna en su interior. Así se mantuvo el edificio, silencioso, y así sigue. Su creación fue tan artística como lo fue el deseo de impresionar a todos por entonces, de adoctrinar más con la belleza que con la palabra. Sus retablos, sus arcos elevados cerca de las ventanas superiores -por donde la luz aún sigue entrando, como entonces-, sus obras de Arte, sus pinturas, sus artesanales elementos -detenidos en el tiempo-, y sus maravillosos frescos en sus altos -casi vírgenes- techos concavados, harán de todo ese lugar un contradictorio y sorprendente monumento artístico barroco. Como lo fue aquel encuentro inusitado que tuviera entonces. Porque, ahora como antes, sólo la belleza fue y es lo único importante. La belleza inesperada, sin apellido, sin nombre, sin sentido práctico, sin fin. Pero maravillosa, apasionada, eterna, sorprendente, y absolutamente subyugante.

(Imágenes fotográficas, catorce, del interior y exterior de la antigua iglesia -hoy desconsagrada- de San Luis de los Franceses, mayo, 2009, Sevilla, España; Dos fotografías de la Cúpula monumental,  antigua iglesia de San Luis de los Franceses, noviembre, 2008, Sevilla, España.)