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11 de julio de 2011

Parte III. La regresión como un fenómeno salvífico o cuando volver es lo importante.



Veintiún años después de la conquista y colonización de la Nueva España, actual México, los españoles se plantearon la posibilidad de alcanzar aquellas islas de las especias del Oriente que ya Colón pensara, equivocadamente, que fueran las mismas que sus pies pisaron un 12 de octubre del año 1492. Así que el primer virrey de Nueva España, Antonio de Mendoza, ordenaría embarcar en el año 1542 varios navíos para conseguir descubrir nuevas rutas hacia occidente que posibilitasen obtener acceso a las famosas y valiosas especias del lejano sureste asiático. A Ruy López de Villalobos (1500-1544) le resultó fácil llegar y descubrir un archipiélago al que bautizaría Filipinas en homenaje al entonces príncipe Felipe. Pero volver, regresar a Méjico a través del impresionante Mar del Sur -o Pacífico- fue algo muy difícil, muy peligroso -Villalobos moriría en la isla de Ambón-, muy largo y complicado. Del mismo modo, las siguientes expediciones organizadas para encontrar las islas de las especias fueron todas un total fracaso.

Pero cuando el rey español Felipe II comenzara su reinado, se empeñaría en que se descubrieran unas rutas marinas eficaces entre la costa mejicana y las islas bautizadas con su nombre. Así se ordenaría una expedición que, en noviembre del año 1564, surcase el océano Pacífico hacia el oeste. En ella debía ir como asesor científico y piloto de derrota el gran marino vasco Fray Andrés de Urdaneta (1508-1568). Este extraordinario explorador español consiguió, gracias a sus conocimientos cosmográficos, descubrir una ruta para regresar, el tornaviaje, un itinerario por latitudes muy al norte que aprovecharía la, hasta entonces desconocida, corriente marina de Kuro Siwo. Con un sólo navío, Urdaneta pudo llegar a Acapulco (México) de regreso tan sólo cuatro meses después de salir de Filipinas. Eso supuso, por fin, poder disponer de la mayor y más rentable ruta marítima comercial conocida en toda la historia de la Humanidad, llegando a durar -el conocido por entonces como Galeón de Manila- por más de doscientos cincuenta años su derrota en el Pacífico.

Relato Breve. El Regreso, parte III y última:

Me eché en la litera, apagué la luz y no cerré, entonces, ni los ojos. Únicamente, como en un flash, aparecía de vez en cuando, iluminado, el espejo del compartimento. El resto, sencillamente, no aparecía. Como si no hubiese existido nunca, como si no existiera. Edmundo, hijo, venga, date prisa. Aquella noche apenas dormí, recuerdo, esperando que la luz del pasillo me permitiese, por fin, empezar el día más maravilloso de mi niñez. Mi madre se dirigía al andén donde, desde hacía horas, descansaba, dormido aún, el mayor sueño de mi infancia. Siempre había tratado de colocar la silla delante del inmenso ropero del abuelo, donde mi padre, arriba, lejos de la curiosidad, guardaba, apenas sin polvo, la locomotora que compartiera gran parte de mis evasiones y que, creo yo, me imprimió este ánimo por salir, por ir lejos, más lejos todavía. El proyecto de viajar me invadió todo. Con ojos vírgenes descubrí un mundo de fantasía lejos de mis juegos y las vías de hojalata. Nunca olvidaré lo que sentí entonces. Mi corazón ahora latía a la misma velocidad que el sueño. Aquella imagen recordada me llenó de nostalgia y algo hizo que mirara la ventanilla, fue entonces cuando ésta lloró. Mis lágrimas y las suyas coincidieron en el tiempo. Parecía que, por sus ojos cristalinos, hubiese experimentado la lluvia el mismo sentimiento que yo. ¿Cómo era posible -pensaba- que este mismo escenario, que esta misma ventana, fuesen lo que, entonces, me permitiesen descubrir todo lo que mis deseos anhelaban llenos de felicidad? Este mismo vagón, esta velocidad, eran la misma, aun el mismo sonido. Entonces me llevaban, ahora me traían. ¿Qué ha cambiado, pues? La lluvia caía con más fuerza y el viento la hacía dibujar en el cristal caminos incoherentes.

Siempre entraba alrededor de las nueve y cinco, el bedel me saludaba desde su refugio y, con aire dinámico, subía las escaleras redondas y frías hacia la planta más escandalosa del centro. Esa mañana el bedel no sólo me saludó sino que además me entregó una notificación importante. Poco después me encontraba en el despacho del señor Iranzo, director del instituto.
-Por favor, siéntese.
-Gracias.
-Seré breve y conciso. Bien, hay pruebas de que existe un canal de entrada de droga en el centro. Tenemos datos fiables de que ese canal es usted.
-Pero, ¿qué está diciéndome?
-Lo que oye, hay testigos además.

La explicación de todo no tiene ahora el mayor sentido. Empezaba a encajar el puzle desordenado que comenzara una noche en las entrañas de la ciudad. Efectivamente, se demostró que existía un tráfico importante de estupefacientes en el instituto. Comprendí la fiesta, el señor maduro, la esencia… Pero, faltaba lo más inevitable: la víctima.

El ritmo acompasaba mis recuerdos, éstos se sucedían con la misma cadencia. Hubo un momento en que el ritmo se expandió, se esparció por todo el espacio que comprendía el recinto estrecho y confortable del compartimento. Pero ya no se percibía, formaba parte de todo, hasta de mí. Mis párpados me traicionaron y acabé por cerrarlos. Sólo en ese instante dejé de soñar. La luz se hizo de pronto entonces, inundó rápidamente el espacio que, como una prolongación mía, notaba ya la falta del ritmo, del movimiento, del reflejo dinámico de la vida. Era una estación pequeña pero iluminada, sin salas de espera porque toda ella era una. Me incorporé, abrí la ventanilla mojada y fría y miré, miré con ojos conspiradores al empleado, al banco solitario, al letrero, al reloj y hasta una campana vieja, negra, mohosa, casi sin vida, cansada de esperar su momento de nuevo, cansada de esperar ese tren que la permitiese, como entonces, volver a recorrer el espacio que su sonido marcase a base de golpes. Antes de que me percatase del frío húmedo que penetraba en el interior, las manecillas del reloj de la estación ya habían cambiado de posición con respecto a mis pupilas. Lo cerré todo automáticamente, incluso la pesada y opaca cortina anaranjada. No quería volver a despertarme, pero, para ese momento, ya no podía recordar cómo se cerraban los párpados siquiera. El sueño no sólo me había vuelto sino que me impedía ahora evitar recordar aquellos instantes vividos, hace años, donde un tren, un paisaje, un ritmo, un sonido y un aroma compartieron tiernamente las sensaciones más hondas que mi cerebro pudiera recomponer en imágenes, ya pasadas, y grabadas profundamente en mi alma.

Tardé menos de lo que suponía se podría tardar en esas ocasiones. Deseaba marcharme cuanto antes. El equipaje me permitiría olvidarme de las personas y de las emociones, frustradas ya, que me producían aún estupor y desasosiego. Tan sólo necesité tiempo para realizar una llamada. Con esta llamada telefónica mi voz recobró parte de sentido, merecía la pena articular palabras, es más, deseaba hacerlo.

-Juan, ¿qué hay?, me alegro tanto de oírte.
-¿Qué pasa Edmundo, hacía tiempo que no llamabas, cómo estás?
-Regreso, Juan, vuelvo mañana.
-Pero, ¿cómo es posible?, la sustitución era para, al menos, seis meses, ¿no?
-Ya te contaré; sólo decirte que deseo volver desesperadamente. Espérame en la estación del Norte sobre las ocho cincuenta de la mañana.
-De acuerdo, espero que te encuentres bien.
-Sí, hasta mañana, Juan.
-Hasta mañana, Edmundo.

Era curioso que, sin embargo, sintiera ahora casi la misma inquietud que hace muchos años una noche, aun a pesar de no tener ni los mismos motivos, ni el mismo destino, ni la misma causa. No necesitaba más que una copa, una silla, una mesa y un papel, ya que el bolígrafo lo manejaban mis dedos desde que colgué el teléfono de mi conversación con Juan minutos antes. Era una necesidad que no manifestaba desde hacía bastante tiempo. Ni siquiera cuando las alas del amor se posaron en mis hombros aquella vez que, aquella chica, Alicia creo, sí, Alicia se llamaba, irrumpió en mi vida sin aviso y sin justificación se fue, desenterrando de mí más razones, posiblemente, que las que ahora me animaban a escribir un sentimiento parecido. Pero es que el desencanto no pregunta en qué grado ha de sentirse la melancolía, esa tristeza profunda pero inspiradora, quizá más inspiradora que otra cosa.

Faltaban aún dos horas para tomar el tren que me devolvería a mi pasado. Es sorprendente cómo un pasado puede estar lleno de más vida que un presente. El día se estaba acabando y no deseaba hacer más que esperar, empujando los minutos con el deseo más que con los segundos. Cerré la puerta de mi vivienda, que me sirvió en la ciudad de compartimento estático y sin ritmo, pero esta vez no me quedé dentro, lo dejé a espaldas de mi anhelo. Recorrí por última vez el trayecto urbano con mis pasos y me dirigí, a lomos de otra máquina -el taxi oportuno- al santuario donde se veneran los sueños del espacio, del destino, del adiós y del regreso.

Descubrí que me hube dormido, después del último pensamiento nostálgico, cuando desperté por el aviso certero y claro del revisor que, recorriendo el pasillo, acompasaba con golpes el ritmo del traqueteo recordado horas antes esa noche. Instintivamente me dirigí a la ventanilla ascendente. Es asombroso como ésta determina muchos de los movimientos que se pueden hacer en un compartimento. La abrí y ya casi el sol levemente, muy levemente, coloreaba algo el paisaje natural, dándole una vida no sólo a lo que veían mis ojos sino a mí mismo.

Todavía quedaban algunos kilómetros para llegar, para volver a llegar, que es lo que es un regreso. Quise salir ahora de esta celda elegida, querida y sin barrotes. Caminé por un pasillo menos iluminado, descubrí más ventanas y paisajes, pero ¿y el sol, dónde estaba? Otro aspecto tenía todo aquí; era ese momento, ese instante, en el que el astro aún apenas se eleva por el oriente y, por tanto, el oeste sólo volvía a ser noche casi. Pero duraba poco, como los árboles, como los animales que pastaban empezando el día con el alba rajada por el surco del tren en su paisaje. Luego las vías se entrecruzaban, como queriendo distraer al viajero del camino que realmente va a transitar... -¡Edmundo, Edmundo! –alzó Juan la voz al verme. -Juan, me alegro tanto –cortó un abrazo oportuno. -Dime, ¿qué ha pasado? -Que, simplemente, he regresado. -¿Regresado? -Sí, regresado, algo que he aprendido en una noche: regresar, a veces, es descubrir tu mejor triunfo.

Juan me miró confuso y convencido de que ya se enteraría más tarde de todo. Yo sólo estaba cansado de tanto regresar y lo único que hice, cuando el andén dejó de serlo, fue detenerme, girar mi cuerpo y mis recuerdos y mirar atrás, como sintiendo que dejaba algo a mis espaldas.

-Edmundo, vamos, ¿qué haces?
-Sentir, Juan, sentir que estoy ya en casa.

FIN

(Óleo del pintor cuatrocentista italiano Pinturicchio, 1454-1513, Regreso de Ulises, 1509, National Gallery, Londres.)

10 de julio de 2011

Parte II. La regresión como un fenómeno salvífico, o cuando volver es lo importante.



Relato Breve El Regreso, parte II:

El vagón era alto, nadie desde fuera podría, por mucho que se alzase, alcanzar medio metro menos desde la ventanilla del compartimento. Entre otras cosas, esto me seducía ya que, a la vez, me encontraba en un lugar concurrido, público, ocupando un espacio provisional –el tren pronto se pondría en marcha y abandonaría aquel mismo espacio- y también íntimo, personal, inviolable. Me desnudé en medio de todo aquello sin pudor. Ahora miraba, por el único vínculo que me conectaba con el mundo exterior -la ventanilla ascendente del compartimento-, las luces por encima de los edificios oscuros que delimitaban la estación. Parecían desde allí que quisieran saludarme; en ese momento un expreso irrumpió, imprevisto, por una de las vías paralelas.

Estuvimos todos bebiendo bastante tiempo, yo dejaba que el licor fuera lo único que supusiera algún deseo de satisfacción. Enrique contaba anécdotas vividas con sus alumnos. Todos reían, y yo, ajeno a todo, sólo elevaba el vaso a mis labios para poder mirar, clandestinamente, el único rostro que veía. Embriagado sutilmente a causa de la actitud observadora que llevaba, no percibí que casi todos se habían marchado hasta que me encontré solo, sólo con mi copa, y ésta ya se encontraba vacía.

- Vamos, Edmundo, tomemos la última…
- Enrique, ¿se han ido todos?
- Sí.
-¿Y Verónica?
- Te ha gustado, ¿eh?
- Es que no he tenido ocasión de…
- ¿De qué? –cortó.
- De despedirme.
- Así es aquí, hombre, todo fugaz y pasajero.

Las palabras de Enrique justificaban todo, incluso lo abandonado del local, que ahora se asemejaba más a aquel lugar inusitado y misterioso que acabábamos antes de visitar. Nos sentamos incluso y no faltó ni el joven sirviente, ni la mesa, ni la copa, ni el ambiente.

- Dime, Enrique –aproveché cuando el filo de su vaso rozó tiernamente su nariz-, ¿qué es eso de la esencia? Tardó en contestar menos de lo que se necesita en desocupar el líquido del vaso que manejaba, pero más de lo que hubiese supuesto.
- ¿No quieres triunfar, conseguirlo todo, alcanzar eso por lo que te ha merecido la pena venir?
- Bien, y si fuera así, ¿qué tiene que ver con eso?
- Todo –interrumpió violentamente. Esa esencia –continuaba- te permitirá ser admirado, conquistar a las mujeres que desees, conseguir la capacidad y la decisión suficientes para emprender y obtener el éxito. Te ofrecerá la aguda y mágica aptitud para la convicción, arma poderosa y mortal en manos y palabras de un hombre.
- Pretendes que crea que un frasco, un simple frasco de eso, sea la causa de todo lo que dices.
- Sí.

Sentí como todo tembló suavemente y, con ello, hasta los edificios negros del fondo. La estación se movía. Me acerqué a la ventanilla ascendente y al ver en el andén algunas personas quietas, inmóviles, saludando, comprendí que el tren empezaba, por fin, y yo con él, el camino de regreso. Al principio los edificios negros dejaron paso al muro iluminado débilmente, y éste a los postes eléctricos igualmente negros e igualmente débiles. Un pitido intenso y prolongado, casi musical por el efecto del viento que lo guiaba, me hizo asomarme fuera. La ciudad desde aquí tenía otra imagen, pasábamos ahora, como un ajeno impulso nervioso, por el itinerario más vergonzante del coloso. Sus miserias se dejaron ver, sórdidamente, hasta que traspasamos la frontera de sus garras. Para ese momento yo ya habría dejado de mirar, de sentir, de pensar. Cerré la ventanilla y tranquilamente me senté, olvidándome incluso qué hacía yo allí.

Un fuerte dolor de cabeza me impedía estar concentrado. Mis alumnos, posiblemente, no se daban cuenta de ello, pero esto no era sorprendente ya que apenas se percataban de nada. Al salir del aula fui al bar a tomar algo. Enrique se encontraba allí.

- Edmundo, ¿vienes conmigo por la esencia? –lo pronunció bastante serio para mi gusto.
- ¡Por favor!, Enrique... –dejé oír convincentemente.
- ¿Qué, no quieres..?
- No.
- De acuerdo, iré solo. Por cierto, esta noche nos reuniremos en casa de unos amigos. Estará Verónica, ¿vendrás?
- Bueno. –contesté como para terminar de una vez.

Cuando llegamos a la casa Enrique se perdió entre las columnas humanas que formaban su entorno. No conocía a nadie. Ningún rostro de los que pude ver el otro día recordaba. O, tal vez, entonces no me fijé. Otra vez sólo me acompañó un vaso y su contenido. Lo recorría de un lugar a otro como si hiciese estación en cada sitio para justificar su transporte.

- Edmundo, ¡ven!, por favor –la voz de Enrique reconocí.
- Ya voy -dije solícito.
- Este es Edmundo, Jaime.

Un hombre maduro, al menos en apariencia, me saludó fríamente. “Encantado”, contesté muy educado. Luego me explicaría mi cicerone que se trataba de un poderoso hombre de negocios que intentaba introducirse en la ciudad. Verónica no apareció hasta tarde, y cuando lo hizo no dejaba de explicarme un pesado las ventajas de beber mezclado frente a no beber. Al llegar un camarero la distracción me liberó y, sin darme apenas cuenta, me tropecé con ella.

- Hola Edmundo.
- ¿Qué tal estás, Verónica?
- ¿Te diviertes?
- Sí, claro.
- Me alegro -contestó. Entonces, cuando ella hizo ademán de girar para irse, la sorprendí:
- ¿Verónica? –la llamé.
- Dime.
- ¿Quieres tomar una copa?
- No, gracias.
- Bueno, pues, al menos, déjame hablar un momento contigo.
- Vale, vamos a sentarnos.

Me pareció, sin embargo, el momento interminable, pero duró poco el sentido de esto ya que no había acabado de sentarme, ni de construir una idea de lo que hasta ahora me había parecido todo, la ciudad, el trabajo, ella, mis inquietudes y hasta la atmósfera que respirábamos cuando alguien, un hombre, se le acercó, se le acercó más, mucho más, y, levantándose, decidida, me miró y me dijo:

- Discúlpame, Edmundo, un momento.

Se dirigió entonces hacia el extremo opuesto a todo y, con aquel hombre, abandonó el lugar, la habitación, la casa, mi conversación no iniciada y hasta mis ganas de estar fueron abandonadas, en este caso por mí. No lo pensé demasiado, al día siguiente sólo cogí el teléfono y hablé rápido y convencido:

- Enrique, vamos, deseo la esencia.

(Continuará.)

(Óleo de Vincent van Gogh, Paisaje con carro y tren al fondo, 1890, Museo Pushkin, Moscú. Cuando Vincent llega a Auvers en 1890 se produce un cambio en su pintura, los amarillos de los campos de Arlés dejan paso a los verdes campos de trigo que vemos en esta obra. Van Gogh nos muestra la cosecha de la zona recurriendo a una perspectiva panorámica. Las bandas horizontales empleadas tienen dos puntos de referencia especiales para llamar nuestra atención: el camino con la carreta y el tren del fondo. Esas bandas horizontales que organizan el conjunto se ven a su vez relacionadas con las líneas verticales y diagonales de los campos sembrados, obteniendo un entramado de líneas con el que consigue un espectacular efecto de profundidad. Las pinceladas son rápidas, el toque de pincel en espiral, que caracteriza buena parte de su producción de Auvers, también está aquí presente. Respecto al color, los tonos son fríos, verdes y malvas, aunque se animan con el rojo de las casas y la carreta. -Reseña mostrada en la entrada al lienzo de Vincent van Gogh en Ciudad de la Pintura-.)

9 de julio de 2011

Parte I. La regresión como un fenómeno salvífico, o cuando volver es lo importante.



En el otoño del año 1988 se publicó un anuncio en un periódico con el que la Fundación de los Ferrocarriles Españoles pretendía dar a conocer el XIII premio que organizaba de Narraciones Breves Antonio Machado. Las bases del mismo dejaban claro que el tema de la redacción debía tratar, en primer o segundo plano, sobre el ferrocarril. Así que, inspirado por haber utilizado por primera vez hacía tres años un antiguo expreso coche-cama, hoy desaparecido, me atreví a presentar a ese consurso literario el relato breve El Regreso. Relato del cual lo único que recibí fue un acuse de recibo, eso sí, con el número de salida de la comunicación así como el de referencia para cualquier consulta, aclaración o reclamación que pudiese interpelar.

La terapia regresiva es una de las psicoterapias que todavía se pueden realizar para ayudar a aquellos pacientes que, encerrados en sí mismos, no consiguen mejorar con cualquier otra. Concretamente, la llamada Regresión de Edad permitirá acceder a la memoria oculta de la vida del individuo. La hipnosis suele ser uno de los procedimientos para conseguirlo, aunque no el único. Hay otras terapias para acceder a los estados alterados de la conciencia, como la relajación profunda. En este tipo de psicoterapias se pretenderá llegar a la conciencia profunda del sujeto, contemplando ahora su oculto pasado para traerlo así, poco a poco, hacia su presente, comprendiéndolo.

Con la maravillosa experiencia del viaje y de la introspección que se consigue en los compartimentos ferroviarios, pretendí manejar por entonces conceptos como la inocencia, la falsedad, la utilización ajena, la traición, la frustración, la vulnerabilidad ante el deseo y el regreso, entendido este último como aquella forma balsámica de encontrar la salida del laberinto, ese hilo de Ariadna que, a veces, nos ayudará a comprender, después de un maravilloso o azaroso viaje, que regresar a gusto, regresar con sentido, o simplemente regresar, es el mejor de los éxitos conseguidos en esa huida.

Relato breve. El Regreso, parte I:

Sólo una línea horizontal hacia el oeste de la esfera, desde su centro, apreciaba de lejos: las nueve menos cuarto de la noche. Había salido un momento a acariciar la brisa fría que recorría el andén, sentí su presencia y me entregué a su compañía. Era la única cosa que acudía a despedirme; parecía que había atravesado toda la ciudad para estar allí conmigo. Aún, por tanto, quedaban quince minutos para que el empleado cerrara las puertas del vagón. Siempre queda algún tiempo para cerrar las puertas de algo. A mí, aquella noche, se me cerraron todas las puertas.
- Edmundo, dime, ¿vendrás esta noche?
- No sé, es que…
- Nada, nada –cortó Enrique-, te recogeré a las ocho.
A los pocos días de llegar conocí a Enrique. Él había contribuido, más de lo que yo entonces hubiese sido capaz de entender, a hacer mucho menos solitaria y menos definitiva mi estancia en la ciudad. Cuando llegué lo hice ilusionado, suelto –como la ropa nueva recién estrenada-, alegre, confiado, seguro. Todo fue sobrevenido como siempre lo imaginé. Necesitaba venir, necesitaba hacerlo. Siempre, en la vida de todo hombre, hay un momento el cual sabes que es el tuyo. Así lo entendí yo entonces. Sentía un hondo deseo de triunfar. Antes de que lo hiciera Enrique, me había telefoneado mi hermano Juan; esta llamada fue, sin embargo, mi único contacto palpable con mi pasado. Mi pasado, una estación ya visitada, vieja y pequeña, pero entrañable.

Al colgar el auricular pensé, bah, por qué no, salgamos hoy. Enrique sabía mi falta de decisión en ciertos casos, y, sobre todo, mi falta de amigos. Había llegado yo para sustituir a un anciano profesor, hospitalizado además, de un instituto de enseñanza media de la gran ciudad. Gracias a esa anónima y contingente baja pude obtener la oportunidad deseada desde siempre, salir del pueblo, salir de una sala de espera asfixiante, incómoda y sin ventanas. Me preparé enseguida y a poco más de las ocho sonó insistente el timbre. Enrique era el encargado de la cátedra de idiomas, hombre resuelto, rápido, vivaz, algo incómodo para los intransigentes de la tranquilidad. Conectamos desde el principio. La evasión en él era fundamental. Recorrimos casi todo el soportal animado de la avenida principal. Hola Enrique, dejaron caer unos labios seductores. Él se acercó rápidamente, dejándome mirando el panorama. Observé cómo se besaron y, muy poco después, reanudábamos el paso.

Llegamos entonces a una estancia curiosa, diferente; la entrada era pequeña y baja, lo recuerdo bien porque me di en la cabeza ligeramente. Al pasar el umbral sólo percibí unas lámparas de luz roja difuminada por el interior del local. Y un aroma, un olor difícil de recordar pero fácil de distinguir, profundo, húmedo, viejo. También era pequeño todo, no sólo la puerta, en ese extraño lugar al que me había llevado Enrique. Un hombre pequeño, en una pequeña mesa, esperaba; esperaba sentado, como si hubiese perdido un tren en una noche de invierno. Yo seguía a Enrique mecánicamente. Esa mañana en un descanso habíamos hablado un poco, yo le insinuaba mis deseos de aprovechar mi estancia en la ciudad, sabía que él la conocía bien, que podía ser para mí un perfecto cicerone personal. No tardó en reaccionar y me propuso ir esa misma noche a un lugar interesante. No llegamos a intercambiar palabra alguna en el recorrido que separaba desde donde nos encontramos a la chica de los labios seductores, hasta esta pequeña mesa en la que, ahora, nos encontrábamos delante.

La manecilla subía imperceptiblemente, el caso es que se separaba más y más del cuarto hasta alcanzar el norte. Un tren ahora iniciaba la llegada, lentamente, por la vía más distante al andén en donde mis huellas se perderían para siempre. El frío, al avanzar mi cuerpo hacia la última puerta que se me cerraría, chocaba bruscamente contra mi rostro y parecía, en un gesto de violencia, despedirse así, triunfalmente, de mis mejillas. Un mozo de equipajes en dirección contraria a la mía guiaba un pequeño y vacío transporte de maletas; éstas, probablemente, ya se encontrarían a cubierto. Era el único que entonces no iba, andaba o corría, en mi sentido. Parecía raro que no se marchara también de allí, que sólo quedara el frío. Me alegré de no ser mozo ni carrillo, ni familia que separa sus manos y sus labios del viajero que, como yo, subía difícilmente la escalerilla.

Enrique no lo dudó un instante, acercó la silla y se sentó. Aquel hombre pequeño no movió ni siquiera el dedo índice, único extremo visible de su cuerpo y, posiblemente, móvil que tenía.
- Siéntate –me susurró Enrique.
El dedo índice ahora se quebró -mis pupilas se habían centrado sólo en esa insólita figura-, giró la mano hacia un vaso vacío y, elevándolo suficientemente, lo dirigió a los ojos de un joven situado en la parte opuesta a la entrada.
- ¿Qué desean? –dijo con voz tajante y sorprendentemente clara, después que ésta se produjera en una garganta inundada de alcohol y de humo.
- Venimos por la esencia –respondió Enrique.
¿La esencia -pensé yo-, qué significaba eso? No había terminado de abstraerme en la idea cuando mi tobillo recibió un roce suave pero decidido.
- ¿Poseen el valor para pagarla?
- ¿Cuánto quiere?
- La vida no tiene precio –sentenció el viejo y embriagado hombrecillo.
- Bien, póngale usted uno –respondió retador Enrique.
Esta vez no pudo contestar aún, las palabras se le ahogaban de nuevo. Dejó el viejo hombrecillo pasar un tiempo, el cual bastó para que mi acompañante me mirase con ojos confiados y seguros. Al poco, continuó sentenciando:
- Muchos hombres han querido conseguirlo todo, llegar a una meta, a un final, cada vez más alto, más lejos, más grande. Y para ello no han –de nuevo volvía a mojar las palabras, o las ideas, más lentamente si cabe- vacilado en anteponer su trayecto a todo lo demás.
Enrique parecía dejarle hablar; pretendía algo y no quería estropear el resultado. Continuó diciendo el misterioso hombrecillo:
- Créanme, sólo se vive una vez; y el lugar que hemos transitado no aparece más a nuestros ojos.
Con esta sentencia trágica finalizó el contenido del vaso y ya no volvió siquiera a levantarlo en dirección al joven sirviente.
- Estoy dispuesto a llegar a un acuerdo –espetó Enrique.
- El mejor acuerdo es aquel que uno se hace a sí mismo. De todas formas siempre se es libre para elegir, para vivir, para morir...
- Dígame, ¿qué desea por un frasco de esencia?, insistió Enrique, esta vez más sosegado y como dejando caer lenta, pero ceremoniosamente, las palabras.
- Cien mil –contestó, volviendo en esta ocasión, solamente, a cubrirlo todo de espeso e irritante humo.
- Está bien –tardó en decir mi compañero. Mañana vendré a recogerlo, le traeré el dinero.
No había transcurrido ni medio minuto cuando nos empapábamos con el agua que, regularmente y con fuerza, resbalaba por nuestros vestidos arrugados. La avenida se encontraba desierta ahora. Qué contraste con algunos minutos antes. Estaba deseando llegar a alguna parte para poder escuchar a Enrique y saber, de una vez, qué era eso de la esencia y a qué maldito lugar me había llevado.

Pude llegar hasta mi compartimento después de que evitara a una señora gruesa que, con su hijo y una maleta tan gorda como ella, se dirigía hacia la puerta de salida, no sin maldecir el momento por el hecho de haberse equivocado de vagón. Abrí la estrecha puerta, encendí la luz, que a modo de lámpara se situaba en la pared, y cerré el seguro como queriendo separarme del resto con la seguridad que ofrece un cerrojo en una estancia pequeña y acogedora. Ya no tenía que soportar el frío de la noche, probablemente éste se habría cansado de esperar.

Sólo cesó de llovernos cuando traspasamos, empujándola, la puerta del Diamante, único establecimiento, al parecer, que carecía de derecho de admisión; se encontraba como una estación terminal a la hora más importante. Afuera seguía lloviendo. Enrique avanzaba decidido, sin hablar, rápido, expedito. Daba la impresión de ser una de esas locomotoras que en el antiguo Oeste descosían, literalmente, las manadas de Búfalos para poder continuar. Yo seguía detrás, como vagón encarrilado, imposible de detener. Al momento observé cómo una mano sobresalía de la superficie humana. Entonces los ojos de Enrique se dirigieron, y con ellos todo lo demás, hacia donde la señal se encontraba.
- ¿Dónde estabas? –preguntó la mujer más hermosa del grupo.
- Por ahí, le he enseñado a Edmundo un poco la ciudad.
Yo ya había llegado a la pequeña reunión que formaba el grupo, y supe que era pequeña y que era un grupo algo después. No dejé de mirar aquel rostro hermoso, entre otras cosas porque el hueco que yo ocupaba no me permitía girar, ni tan siquiera, los ojos.
- Os presento a Edmundo, el nuevo profesor. Dispuesto a triunfar.
Todos me saludaron; pero, al llegar a ella, que se situaba justo enfrente, mi gesto me delató.
- Edmundo, ésta es Verónica.
- Encantado, dije; fue lo primero que dije desde hacía tiempo y me salió sin tono casi.
Ella sonrió brevemente, sin dejar de inhalar el humo de su cigarrillo.
-Hola Edmundo, bienvenido.
Iba a decir gracias pero Enrique se interpuso para pedir una copa, ya que no había otra forma de hacerlo en ese desaireado y cargado lugar.
Continuará.)

(Poster Carga Nocturna, del artista inglés Terence Cuneo, 1907-1996; Cuadro del pintor impresionista francés Claude Monet, Tren en la nieve, 1875; Óleo Tiempo paralizado, del pintor surrealista belga Renè Magritte; Cuadro del artista español actual José Manuel Gómez, Tren para unos cuantos; Cuadro del pintor español actual Ricardo Sánchez, Estación de Aranda de Duero; Óleo del pintor inglés Terence Cuneo, Nostalgia, 1983, con la curiosidad de que el niño que aparece en el cuadro viendo pasar el tren fue el adulto que lo encargó.)

30 de mayo de 2011

La falsedad como una ficción contra los demás, a veces ridícula y siempre interesada.



Desde el principio de los tiempos se habrían escrito relatos de ficción para sorprender, para entretener o para atraer inevitablemente. Las narraciones inventadas resuelven algo que, casi siempre, falta en el relato verídico, en la vida real tan poco definida para eso. Porque no podría la historia verdadera satisfacer dos cosas a la vez: una el interés permanente del que lo escucha y otra la recompensa, el orgullo o vanidad, del que lo cuenta. Así que, poco a poco, fue surgiendo la ficción literaria, algo que desde la baja edad media (siglo XV) acabaría convirtiéndose en el género que más ha sobrevivido -¿y sobrevivirá?- en la literatura: la novela. Pero la actitud o el concepto que lo provocase inicialmente, la característica humana en que se basaría el autor primigenio para llevar a cabo tal arte de ficción literaria, no fue otra cosa, sin embargo, que la maliciosa, devastadora, anestésica y cruel mentira... Las sociedades primitivas trataron de controlar la mentira dentro de un orden. Las religiones consiguieron denostarla manteniéndola dentro de sus decálogos éticos como una de las más espantosas acciones humanas. Un cristiano inteligente del siglo IV, Agustín de Hipona, estableció por entonces que existían varios tipos de mentiras: las mentiras que hacen daño a todos y no ayudan a nadie; las mentiras que hacen daño, pero ayudan a alguien; las mentiras por placer de mentir; las mentiras para complacer a los demás; las mentiras que no hacen daño y benefician a alguien. La cuestión, finalmente, es, ¿cómo sabremos realmente cuándo una mentira o una falsedad es o no es beneficiosa? ¿Es una falsedad obvia una mentira si el receptor de la misma sabe que no es más que un artificio -a veces muy artístico- para impresionar engañando? Los artistas a partir del Renacimiento utilizaron, por ejemplo, la perspectiva como un alarde magistralmente engañoso en sus imágenes. ¿Cómo era posible que en una superficie plana pudieran apreciarse ahora distancias, volúmenes, espacios, huecos, profundidades o dimensiones tan contrastadas como en la propia realidad tridimensional de la vida?

Algunos pintores realizaron genialmente eso como el holandés Frans Francken (1581-1642), que compuso en el año 1619 su obra La Galería de pinturas. En esta extraordinaria obra de Arte conseguiría el pintor asombrar entonces con su habilidad del manejo del espacio. Sabemos que pueden existir esas galerías en la vida real, que existen, de hecho, lugares así; pero, el que vemos aquí en este lienzo, lo que ahora estamos observando es una pura ficción, una pura mentira, no existe más que en la habilidad imaginada del pintor y en el ojo del que lo mira. En estos casos a nadie se engaña. No hay falsedad. Sabemos que el autor ha querido ofrecernos algo placentero a nuestros ojos. Todo lo contrario, lo admiramos y elogiamos; ambos, emisor y receptor, obtenemos beneficio. Sin embargo, ¿es toda fantasía elaborada una muestra de beneficio legítimo y compartido por todos? Cuando el antiguo filósofo griego Diógenes de Sínope (412 a.C.-323 a.C.) buscara por las calles atenienses hombres honestos, sostendría una linterna de luz en pleno día para demostrar lo imposible de encontrarlos. Había en el filósofo una muestra transparente de rigor contra una sociedad que amparaba las costumbres, actitudes y acciones que permitían beneficiarse de la impostura o de la falsedad de algunos seres humanos contra los demás. Sólo podremos sobrevivir al engaño ignorando éste; otro modo es imposible. Los seres taimados usarán su capacidad ingeniosa para envolver, en una túnica dorada, sus argumentos encantadores sostenidos además desde la improbabilidad de demostrar su impostura, su total falsedad. A veces, incluso, a sabiendas de que los intereses legítimos y confesables de una parte oculten esa falacia denostadora de la verdad general, la única que, sin embargo, existirá verdaderamente. Es hasta ridículo comprobar cómo se defienden argumentos que, aunque inofensivos en principio, tratarán de fortalecer los intereses espurios y taimados de una parte, aunque no sean siempre claramente deshonestos...  Los intereses puede que no lo sean -que no sean del todo deshonestos-, pero acabarán siendo éticamente reprobables, porque lo deshonesto es mentir, sólo mentir, frente a los intereses generales y contrarios.

Es especialmente bochornoso comprobar también cómo, en ocasiones, ambas partes -los que mienten y los que reciben cínicamente las mentiras- acabarán proyectándose sus falsedades mutuamente en una orgía de mendacidad y cinismo donde cada parte sabe que la otra está mintiendo. La forma en que nos comportemos para con un fin determinado que busque, como en los actores de una comedia, obtener el aplauso de un público -el de los otros- para satisfacer un propio beneficio, es muy deshonesta cuando, además, los que aplauden son incapaces de pensar por sí mismos. Este es el clientelismo de los soberbios, de los que utilizan los deseos insatisfechos e ignorantes de los otros para obtener un considerable beneficio. Posiblemente sea hasta algo legítimo..., y de hecho lo es a veces, pero, sin embargo, no hace más que utilizar una forma de mentira para beneficiar a una parte. Aunque, a veces, la otra parte lo desee también, como si ello -la mentira- fuese un maravilloso e inapreciable arte del todo, al parecer, inevitable. Cuando Ulises -el héroe mítico griego de la Odisea- llegase en una ocasión a las peligrosas aguas donde moraban las sirenas, le pidió a sus hombres que se taponasen los oídos de inmediato. Sólo así, sabría él, podrían sortear la difícil prueba que las candorosas, bellas, sugerentes y dulces voces de las sirenas les supondrían a todos para ser enajenados. Sin embargo, alguien debía ahora dirigir la nave. Tendría que haber un piloto que, consciente de los sonidos para navegar, pudiese manejar el barco sin obstáculos hasta salir de la influencia de las fantásticas y atrayentes sirenas. De ese modo ideó Ulises que tendría él mismo que atarse al mástil de su embarcación para poder evitarlas. Ya que de no hacerlo de ese modo los cantos subyugadores de los ambiguos y maravillosos seres marinos le obligarían a saltar por la borda de su nave hacia el profundo, azul y oscuro mar...

(Óleo del pintor flamenco Frans Francken, La Galería de Pinturas, 1619; Cuadro del pintor José de Ribera, Diógenes con su lámpara, 1637; Óleo del pintor del barroco sevillano Murillo, Mujeres en la ventana, 1665, donde se aprecia la auténtica y sincera actitud nada falsa en los rostros y los gestos de los personajes; Cuadro del pintor español actual José Hernández, 1944, La Impostura, 1991; Fotografía de 2011 de la artista norteamericana Lady Gaga, ejemplo de comportamiento y actuación artificiosa para exclusivo beneficio; Cuadro del pintor inglés Herbert James Draper, 1863-1920, Ulises y las Sirenas, 1909; Cuadro del pintor americano Edward Hoper, Cine en Nueva York, 1939, obra que representa uno de los lugares donde la fantasía, la ficción y la mentira han tenido -magistralmente- su altar; Óleo del pintor Goya, La Verdad, el Tiempo y la Historia, 1800.)

11 de abril de 2011

La crueldad insondable del destino, el enfrentamiento como defensor de la calumnia y la verdad.



Las parcas fueron tres diosas de la mitología romana llamadas moiras en la mitología griega. En esta última mitología fueron conocidas como Cloto, Láquesis y Átropos. Representaban el devenir del ser humano, el destino vital que las tres diosas completaban en la existencia de un mismo individuo. Cloto representaba el nacimiento del ser, dominaba el cuándo, dónde y cómo había que nacer. Desenrollaba el hilo de la vida en el mundo de los seres, con sus anhelos, deseos o azares contingentes y, de ese modo, manejaba el contenido de la vida (se podría entender en un símil tejedor como la diosa que elegía los colores, el tipo y el grosor del hilo vital de los humanos). Luego Láquesis determinaba la dirección de ese hilo, hacia dónde debería ir el destino vital y, también, cuánto debía medir o durar el camino de la existencia (en la trama del tejido sería su urdimbre directora). Por último Átropos establecía cómo sería ese final y el final mismo. Sus equivalentes romanas eran Nona, Décima y Morta.

A última hora de la noche del día 25 de julio del año 1956 faltarían aún unos doscientos cincuenta kilómetros para que un moderno buque italiano de pasajeros, el Andrea Doria, llegase por fin a su destino: el puerto de Nueva York. A su vez, hacía diez horas que había salido de ese mismo puerto de Nueva York, pero en dirección contraria, un barco mercante de bandera sueca, el Stockholm. En un punto fatídico del océano Atlántico cercano a la isla de Nantucket, ambas embarcaciones colisionaron irremediablemente una contra otra. El océano no fue lo suficientemente ancho ni los instrumentos náuticos lo suficientemente fiables, ni la experiencia marina lo suficientemente valiosa ni las condiciones atmosféricas lo suficientemente graves como para que los responsables de ambos buques pudiesen evitar la tragedia. El barco mercante sueco embistió su proa mortífera -preparada y reforzada para los hielos del norte- en el lateral vulnerable del transatlántico italiano. El Andrea Doria naufragaría y el Stockholm pudo, sin proa pero con las compuertas cerradas, alcanzar de nuevo el puerto de Nueva York desde donde había salido veinticuatro horas antes. Gracias a la cercanía del continente y una ruta frecuentada pudieron ser salvados la mayoría de los pasajeros y tripulantes, excepto las trágicas 51 víctimas: 46 del Andrea Doria y 5 del mercante. Pero, sin embargo, alguien más habría perecido en ese lastimero, fatídico y despiadado día de julio: la solitaria verdad.

La verdad, que, ahora, se ocultaba y disfrazaba esclava de los intereses y la maledicencia, de la perfidia y la cobardía, de la insidia y del abandono innoble. Un tribunal norteamericano trataría de esclarecer las responsabilidades de cada cual, pero las dificultades de esclarecimiento, los intereses encontrados y sus taimados defensores legales, ávidos de acuerdos crematísticos más que de llegar a la verdad, obtuvieron entonces un injusto veredicto en tablas. Se llegaría a establecer un acuerdo económico y a sentenciar una mentira y un desprestigio profesional. Alguien debía cargar con la culpa aunque ésta solo fuese decorativa. Se lucharía más para evitar la verdad que para tratar de encontrar al verdadero culpable. Ésta, la culpa efectiva, necesitaba un responsable si debía haber necesariamente un afectado. Y las influencias y determinaciones de los suecos -y su dinero- consiguieron mejor publicidad y mejor ejecución de las resoluciones judiciales para su inmoral causa. Catorce días después de aquel suceso, los propietarios del buque Stockholm publicaron un manifiesto donde acusaban al Andrea Doria de toda responsabilidad ante el abordaje. Como consecuencia, la tripulación del buque sueco fue incorporada a otro navío de línea, totalmente disculpada y legitimada para seguir su profesión. En cambio el capitán del Andrea Doria, Piero Calamai, marino que había conseguido una brillante carrera en la guerra mundial, asumiría solo toda la maldita e infame responsabilidad ante el accidente. A pesar de no sufrir formalmente ninguna causa, nunca más se le volvió a confiar el mando de ningún barco y, lo que es peor, tuvo que soportar la dura, fría y áspera losa de la calumnia y la perfidia.

Investigaciones llevadas a cabo años después por la marina mercante norteamericana trataron de resarcirle y de justificar técnicamente las decisiones que el capitán Calamai tomase aquella noche fatídica. Últimamente la verdad asoma decidida y tímida, aunque sólo sea para recomponer la memoria de un marino honesto que falleció sin saberlo... El historiador David Hackett Fischer (EEUU, 1935) exploraría curioso en las mentiras de la Historia para desarrollar unas teorías con las cuales trató de exponer la verdad de los hechos. En su genial obra Las Falacias del historiador, describe Fischer lo que viene a llamar la falacia de las cuestiones encontradas. Dice el autor americano: Hay algunos que parecen pensar que los historiadores, como los abogados, deben actuar por el modo adversativo (la estrategia de ir contra los argumentos del adversario). Un debate entre dos lunáticos acalorados no asegura que, al final, triunfe la razón. Una discusión entre dos mentirosos patológicos es un improbable camino a la verdad. Los métodos adversativos puede que sean apropiados en el juzgado, donde el objetivo es la justicia, pero son inapropiados en la historia donde el propósito es la verdad (es por lo que, se supone, la justicia no suele ser nunca la verdad).

Cuando el pintor de la antigüedad griega Apeles (352 a.C.- 308 a.C.) alcanzara fama como mejor artista plástico del mundo heleno, vio entonces truncada su vida por la denuncia de otro artista, Antifilo, el cual le culpaba falsamente ante el rey heleno de Egipto Ptolomeo I. Este faraón había recibido amenazas de una posible conspiración contra su reinado y, sin considerar nada ni tener en cuenta otras cuestiones, decidió detener, acusar y encarcelar al pintor Apeles sólo por la delación manifestada de Antifilo. La envidia profesional de Antifilo fue lo que llevaría al artista a padecer la insidia y la indignidad.  Al poco tiempo un testigo imparcial comparecía ante el faraón Ptolomeo I y acabaría demostrando la inocencia de Apeles. Fue reparado en su injusticia sufrida y entonces decidió el pintor inmortalizar su blasfemante vivencia en una malograda y perdida obra pictórica: La Calumnia. Siglos después, cuando el magnífico pintor florentino Botticelli descubriera la historia griega la volvería a inmortalizar en un lienzo, aunque esta vez para siempre en una genial y magistral obra maestra del Arte italiano renacentista.

(Cuadro Las Parcas, 1525, del pintor italiano del renacimiento Giovanni Antonio Bazzi; Fotografía del capitán del buque Andrea Doria, Piero Calamai; Témpera sobre madera del genial Sandro Botticelli, Calumnia de Apeles, 1495, Galería de los Uffizi; Portada de una publicación con la ilustración del accidente del transatlántico Andrea Doria y el buque Stockholm, 1956; Fotografía del capitán del Stockholm y su tercer oficial -realmente el responsable de la tragedia, ya que en ese momento estaba al frente de las operaciones náuticas en el puente-, Gunnar Nordenson y Ernest Carstens-Johannsen, respectivamente.)

Vídeo documental sobre el hundimiento del Andrea Doria:

24 de marzo de 2011

Cuando la búsqueda es sólo lo que importa, no se sabe de qué, sólo la búsqueda.



Habían pasado dos años desde la derrota del rey Rodrigo en aquella famosa batalla del río Guadalete. Entonces los musulmanes cercaron las murallas de la ciudad extremeña de Mérida en el año 713. Con un ejército de más de diecisiete mil hombres, la mayoría árabes, consiguieron los invasores que la ciudad hispano-visigoda claudicara para siempre. Los sitiadores pusieron sus condiciones. Primero, se permitiría abandonar la ciudad a todos los que quisieran hacerlo, a cambio, sólo podían llevarse los bienes que pudiesen transportar. A los demás -a los que se quedaran- se les respetarían sus propiedades, salvo a la Iglesia, que las perderían todas. Así que, según cuenta una antigua leyenda hispana, siete obispos tuvieron que huir de la sitiada ciudad de Mérida con los tesoros y las valiosas reliquias que pudieran esconder. Al parecer huyeron hacia Lisboa, en Portugal, y corrió el rumor que embarcaron y marcharon lejos, muy lejos, hacia un lugar allende el océano donde fundaron una ciudad llamada Cíbola y otra llamada Quivira, ambas llenas de tesoros y construidas con oro y piedras preciosas.

La leyenda caló en el imaginario de los cristianos españoles de entonces, que no dejaron de pensar en conseguir algún día encontrar aquellas maravillosas ciudades. Algunos años después una morisca de Hornachos -población cercana a Mérida- había profetizado un destino trágico para los que persiguieran la mítica y anhelada ciudad de Cíbola. Otra historia musulmana que arraigó en la España medieval fue la de un personaje legendario de la mística sufí, Al-Khidr, o el verde, llamado así porque una vez andando por el desierto se detuvo a descansar en un lugar que, de pronto, se volvió paradisíaco, lleno de árboles y con mucha agua y un gran verdor. Eso se interpretó entonces como un símbolo de conocimiento y vida eterna. Toda una descripción de la mítica fuente de la vida, la juventud y la eternidad. De ese modo la idea de la fuente de la juventud se convirtió en otra leyenda a perseguir cuando, por el Renacimiento, la historia trajera nuevas tierras por descubrir más allá del océano peligroso. Así fue como el explorador español Juan Ponce de León (1460-1521), al tener conocimiento de que al norte de la isla de la Española podía existir tal fuente maravillosa, se dirigió en el año 1513 hacia una costa que resultaría ser la noreste de la actual península norteamericana de Florida. Acabaría por descubrirla y regresaría luego a Cuba frustrado sin haber hallado más que manglares, lagos, caimanes o indios. Pasados los años, en 1527, el rey Carlos I de España decide comisionar al adelantado Pánfilo de Narváez para conquistar La Florida. Desde Sanlúcar de Barrameda (Cádiz) salieron cinco barcos y seiscientos hombres para acabar llegando a la península de la Florida en abril del año 1528. Trescientos hombres desembarcaría Narváez en esas tierras, internándose en un territorio salvaje de indios hostiles a la búsqueda del codiciado oro.

Narváez fue un hombre brutal y decidido que no dudaría en utilizar la violencia para conseguir lo que quería. Sin embargo, la respuesta de los indios y la dura naturaleza le hizo desistir de la expedición. Decidió entonces navegar cerca de la costa hasta alcanzar Méjico, pero una gran tormenta acabaría por hacer naufragar todas sus embarcaciones, terminando casi todos ahogados cerca de la desembocadura del río Misisipi. Todos perecieron, excepto cuatro hombres: Alonso del Castillo Maldonado, Andrés Dorantes, Esteban el esclavo y el explorador Alvar Núñez Cabeza de Vaca (1490-1560). Estos cuatro hombres llevarían a cabo, sin embargo, la más extraordinaria aventura vivida entonces en América. Recorrieron a pie, durante casi ocho años, todo el sur de lo que hoy son los Estados Unidos, bajando luego hasta alcanzar la ciudad de Méjico, capital de la Nueva España. Descubrieron lugares extraños con pueblos indígenas que les hablaban de ciudades llenas de tesoros. Tan dura fue la experiencia que Dorantes tiempo después, cuando el virrey de Méjico Antonio de Mendoza le propusiera dirigir otra expedición, rechazaría tajantemente la aventura de descubrimiento; lo que él deseaba era regresar a España lo antes posible. A cambio Dorantes le ofreció al virrey su criado bereber Esteban, el cual le indicaría dónde se encontraban aquellos nativos que les habían contado aquellos relatos.

El virrey acude entonces a un franciscano ilustrado y aficionado a la geografía, fray Marcos de Niza, para que, junto al esclavo Esteban, organizaran una expedición hacia lo que, supuso el fraile, eran aquellas ciudades legendarias que tanto había leído sobre las leyendas de Cíbola y Quivira. La expedición fue, sin embargo, un total fracaso desastroso. El moro Esteban acabaría muerto por los nativos y fray Marcos regresaría trastornado, contando que había visto a lo lejos una gran ciudad maravillosa, una más grande incluso que la gran Tenochtitlan -la Ciudad de México-. Animó a todos con sus fabulosas historias de tesoros, joyas, perlas, esmeraldas y demás piedras preciosas. Todo un gran alarde de imaginación que sus horas de ávida lectura legendaria le habían llegado a provocar. Poco bastó para que se organizara, en el año 1540, el más ingente viaje de descubrimiento para conquistar esas tierras y sus fabulosos tesoros. Al mando de la expedición se encontraba Francisco Vázquez de Coronado (1510-1554), el cual, con más de trescientos hombres y cientos de indios, se encaminaría desde Sinaloa hasta las tierras situadas más al norte de Arizona. El viaje de esos hombres alcanzaría incluso el alejado territorio de Kansas, en pleno centro de los actuales Estados Unidos. No consiguieron encontrar entonces nada más que tierras, nativos, culebras, alacranes y sol.

Buscaron, sin éxito, el oro y la mítica ciudad de Quivira. Hasta un indio les llegaría a contar que existía un lugar así, como les había relatado fray Marcos. Todo falso. Sólo llegaron a encontrar un asentamiento de indios llamados Zuñi, un lugar al que pensaron se trataba de Quivira, acabando finalmente por llamarlo así. Desde ese lugar, una pequeña expedición mandada por García López de Cárdenas marcharía hacia el noroeste. Lo único que Cárdenas descubrió fue un maravilloso tesoro natural, el Gran Cañon del Colorado, realmente el único tesoro que aquella expedición llegaría a descubrir. Francisco Vázquez de Coronado regresó a la Ciudad de Méjico cansado y agotado en el año 1542, ahora sólo con cien de todos sus desesperados, aventureros y soñadores hombres. La expedición había sido un total fracaso al igual que las anteriores. Desde entonces la búsqueda dejaría de dirigirse hacia el norte. Los avezados aventureros, los buscadores de aquellas míticas ciudades de Cíbola y Quivira, terminarían volviendo ahora sus ojos hacia el sur del continente. No podían ya dejar de hacerlo, de buscar, de seguir buscando... Necesitaban seguir persiguiendo todos aquellos antiguos sueños de su infancia. Unos sueños que, desde niños, les habían llenado el alma y la cabeza de algo que nunca, nunca, acabarían ellos mismos por comprender del todo: que ese sueño idílico estaba tan sólo en sus deseos de ir más allá de sí mismos, de sus propias miserias, limitaciones, bajezas, desesperanzas y anhelos.

(Cuadro del pintor norteamericano Frederic Remington, 1861-1909, Expedición de Coronado, siglo XIX; Parte izquierda del tríptico del Bosco, Óleo del Jardín de las Delicias, en donde se observa ya la Fuente de la eterna Juventud, 1490; Grabado medieval de una imagen de ejército invasor musulmán; Grabado de una ilustración con el retrato de Alvar Núñez Cabeza de Vaca; Grabado con el retrato de Juan Ponce de León; Grabado con el retrato del conquistador español Francisco Vázquez de Coronado.)

Vídeos de Ponce de León, de Alvar Núñez Cabeza de Vaca y del Gran Cañón:

9 de marzo de 2011

Nada se sabe hasta el final del todo o las sorpresas de una existencia contingente.



La antigua Flandes fue una región excelsa en la proliferación de exquisitos creadores de Arte. Durante los siglos XVI y XVII desarrollaría una escuela que ha dado al Arte un especial y no superado estilo de componer figuras, formas, colores, gestos o miradas en sus obras flamencas de Arte. En donde la belleza de la obra, la personalidad de los retratados, los diferentes planos o su especial perspectiva, han sido un marco genial para la narración de lo que sus creadores nos deseaban contar. Pero, cuando los artistas flamencos llegaron a asimilar los influjos de los maestros italianos consiguieron, además, un efecto más atrayente y colorido con sus maravillosas obras de Arte barrocas. Así que ahora con un sutil contraste de blancos, ocres o negros resaltarían, genialmente, todas sus grandes creaciones artísticas barrocas. Las dotarían de un aura muy cercana al observador haciendo incluso que éste participase de la obra en un sugerente prodigio artístico. Fue el caso del pintor flamenco Gerard van Honthorst (1590-1656), un artista nacido y educado en Holanda que, con poco más de veinte años, viajaría a Italia donde terminaría admirando y utilizando las formas, los matices y los colores que, por ejemplo, usara antes el gran pintor naturalista Caravaggio.

En el año 1624 crearía su obra Solón y Creso. Un cuadro donde narraba la entrevista legendaria que mantuvieron esos dos personajes históricos de la antigüedad griega. Solón fue un sabio legislador heleno de gran fama, tanto dentro como fuera de Grecia. Para ampliar aún más su cultura y conocimiento del mundo, viajaría durante muchos años por algunos de los reinos más cercanos a Grecia. Cuenta una leyenda histórica que en el año 547 a.C., en una visita al reino de Lidia (actual Turquía occidental), tuvo Solón ocasión de ver y entrevistarse con el poderoso, rico y muy afortunado rey Creso, el último monarca que tuviera este antiguo reino de Asia menor. Este rey había sido muy hábil al conseguir dominar las prósperas y ricas ciudades griegas del litoral jonio, unas poblaciones situadas en la parte más occidental del reino de Lidia. También ampliaría sus fronteras hacia el este, hasta el río Halis, con lo que obtuvo así el control del paso entre el Oriente medio y el Occidente griego. De ese modo las mercancías que pasaban por su reino le ofrecían unos tributos muy considerables, algo que hizo a Creso muy rico por entonces. Fue, además, un devoto de las costumbres griegas; una de ellas era visitar el famoso oráculo del santuario de Apolo en Delfos, al cual consultaría el rey lidio a menudo sus decisiones. Le habían sido -según él- siempre muy favorables sus profecías. La realidad era que su satisfacción y felicidad fueron proverbiales por entonces, muy conocidas y envidiadas por todos.

Así que Creso se encontraba exultante y dichoso cuando Solón, el griego más sabio de entonces, le visitara en su palacio lidio. Creso entonces, en un momento de curiosidad vanagloriada, le preguntaría a Solón: ¿cuál era el hombre más feliz del mundo? Éste le contestó nombrándole algunos grandes hombres de la historia muertos ya que habían obtenido su dicha -según sabía Solón- por sus ejemplares y maravillosas vidas elogiables. El rey al no entender por qué no lo había mencionado a él, se lo inquirió deseoso y molesto. El sabio griego, en un gesto dudoso pero tranquilo, le respondió tajante: Nadie puede ser considerado feliz o desgraciado del todo antes de que finalice su vida por completo. Creso quedaría decepcionado con esa respuesta, comprendiendo así él, en su lógica peregrina, que si no podía sentirse feliz antes de su muerte difícilmente se podría sentir después. Dejó marchar a Solón indiferente a su sentencia y convencido por sí mismo de su gozosa, absoluta y definitiva felicidad. Poco tiempo después el gran emperador persa Ciro II (559-530 a.C.) amenazaría las fronteras de Lidia. Creso entonces consultó al oráculo de Delfos qué debía hacer ahora. Le contestó la profecía: Si cruzas el río Halis, destruirás un gran reino...  Así que el rey Creso decidió atacar Persia obteniendo con esa iniciativa una gran victoria en la batalla.

Al regresar a Lidia, pensó entonces Creso que bien había conseguido ya todo lo que quería en la vida, y ahora, tranquilo y sosegado, se dedicaría a sus tesoros y a recompensar a sus soldados dejándoles retirarse a sus hogares. Sin embargo, el emperador persa no se conformaría con el resultado de aquella batalla y se avalanzaría decidido, en invierno incluso -algo inesperado-, sobre el reino de Lidia con un gran y poderoso ejército expedicionario. Asediaría la capital de Lidia y su palacio, derrotando a Creso y haciéndolo prisionero. El rey lidio, fatídicamente, intuiría muy pronto que el monarca persa acabaría ajusticiándolo sin piedad. El día de su ejecución, Creso sólo pudo entonces recordar las palabras de aquel gran sabio griego que le visitara hace algunos años, aquellas palabras con las que Solón le decía que: sólo hasta el final de una vida no se puede saber, verdaderamente, si fue del todo feliz o desgraciada. Y entonces se dijo Creso, convencido, ¡Ay, Solón, Solón, qué ciertas fueron tus palabras...! En su cuadro barroco el pintor Honthorst compone la figura de Solón respondiendo a Creso con las palabras providenciales de su sabio aforismo. A la vez, le indica al rey lidio señalando con su dedo índice derecho al propio observador de la obra: que nadie -incluso nosotros mismos, los que ahora vemos el lienzo- puede considerarse nada hasta que, del todo, nuestra existencia haya concluido definitivamente. Todo un extraordinario alarde estético, además, de cercanía y conmiseración -artística y filosófica- hacia los espectadores de una obra de Arte.

(Cuadro del pintor flamenco Gerard van Honthorst, Solón y Creso, 1624, Hamburgo, Alemania.)

24 de febrero de 2011

La mezquindad frente al afán: la ambición, sus límites y su desdicha.



Al finalizar Francisco Pizarro la conquista del Perú llegaron pronto noticias a España de los fabulosos tesoros que había hallado. Fue por entonces, sobre el año 1532, cuando un joven vasco de Oñate, Lope de Aguirre (1510-1561), se encontraba en Sevilla -ciudad de donde salían los navíos hacia el Nuevo Mundo- a la espera de incorporarse a cualquier expedición que le ofreciera aventuras, oportunidades y riqueza. Así, acabaría llegando al Perú, pero su deseo y bravura fueron creciendo en un nuevo mundo violento, desmedido y ambicioso. En el año 1560 el virrey del Perú, Hurtado de Mendoza, decide aliviarse de los mercenarios inquietos y molestos que las guerras almagristas y pizarristas (enfrentamientos entre los propios conquistadores por la codicia desmedida) habían creado en el virreinato. Para ello idea una expedición de conquista muy codiciosa, imposible de desestimar por nadie: la conquista de El Dorado.

Ahí tuvo Lope de Aguirre su oportunidad buscada y deseada. Al poco tiempo de partir como sargento mayor de la expedición, alimenta el descontento entre los expedicionarios de El Dorado. Desquiciado del todo, Aguirre llegará incluso a asesinar al Justicia Mayor de la expedición, Ursúa, nombrado por el virrey comandante de la empresa conquistadora. Luego de atemorizar a los demás, tuvo la osadía de amotinarse contra la Corona con unos pocos cientos de soldados. En su desmedida ambición pretendía alzarse en príncipe del Perú. Hasta escribió una carta al rey Felipe II donde le expuso sus intenciones de libertad e independencia. Tiempo después, en una emboscada en la selva, las fuerzas del reino le acabaron rodeando y abatiendo para siempre. Desesperado y mezquino, llegaría a quitarle la vida a su propia hija que le acompañaba. Al final, dos marañones -soldados de su majestad Felipe II- consiguieron herirle de muerte con sus certeros arcabuces. Ahí, sólo un año después de iniciar aquella aventura imposible, acabaron las avariciosas y ruines ansias del llamado por entonces la cólera de Dios.

La actriz Joan Crawford (1905-1977) había crecido en un ambiente humilde y deslucido, una familia a la que pronto abandonaría el padre. Consiguió trabajar como bailarina y, según ciertas leyendas -que algo tendrán de verdad-, hasta llegó a actuar en algunas películas pornográficas de baja calidad. Años después su marido, el famoso hijo de Douglas Fairbanks, trataría de comprarlas para destruirlas. Pero la ambición de Crawford fue creciendo con los años, sin detenerse ante nada. Al contrario que la mayoría, Joan Crawford transformaría su imagen a la inversa... Creada una imagen de ella al principio de su carrera más femenina o clásica, aterciopelada o convencional -que le habían recomendado los propios estudios-, llegó luego a cambiarla por su verdadera, áspera, marcada, menos femenina pero, sin embargo, más auténtica imagen. Algo que, curiosamente, la acabaría llevando al éxito. Tuvo Crawford varios matrimonios, pero sólo pudo adoptar los hijos que tuvo. Una de ellos, Cristina, terminaría escribiendo un libro sobre su vida en el año 1978, Queridísima mamá, del cual se hizo una insulsa película en 1981. Gracias a esa película se acabaría descubriendo, para desesperación de sus fans, la verdadera y pérfida historia de Joan Crawford. Su último marido, Aldred Nu Steele, fue el presidente de la compañía Pepsi-Cola, el cual, a su muerte, le dejó en herencia tan pomposo y poderoso cargo. Con este nuevo poder tuvo ocasión de desarrollar, aún más, toda esa ambición que siempre interpretara en sus clásicas películas.

Cuando el rey mitológico Minos decide crear un laberinto para encerrar al feroz minotauro, le pidió a Dédalo -el mejor constructor griego- que lo crease con toda la seguridad precisa para que nadie escapase nunca. El rey, que no quería que nadie nunca supiese salir de allí, decidió incluso encerrar dentro del laberinto al propio Dédalo y a su hijo Ícaro. La necesidad imperiosa de salir llevó a Dédalo idear escapar de una forma maravillosa. Crearía entonces unas alas con pluma y cera y poder así conseguir volar, elevarse y huir del laberinto. Al terminar las alas Dédalo le ajustaría primero bien las suyas a Ícaro, dejándole claro que no volase ni demasiado alto, ya que el calor del sol derretiría la cera, ni demasiado bajo, porque el agua del mar mojaría las alas impidiendo volar. Decidieron salir por fin y volar juntos por encima del laberinto, de las islas de Delos y del mar. Cuando Ícaro creyó, al verse poderoso al volar como un águila, alcanzar ahora el paraíso, se le olvidaría aquello que su padre le advirtiese. Se alejó de su lado ascendiendo peligrosamente sobre el cielo muy cerca del sol. Las ceras, que unían las pequeñas alas a su cuerpo, acabaron derritiéndose. Ícaro no pudo impedir caer al mar trágicamente. Así, de ese modo, junto a su infortunado deseo, terminaría él desapareciendo para siempre.

Los deseos intensos por conseguir lo que creemos necesitar más que cualquier otra cosa en el mundo, han llevado a algunas personas a morir en el intento, o, lo que es aún peor, dañar a otros por muy queridos y amados que pudieran ser. Es así la ambición desmedida. Esa actitud, tan aplaudida a veces, para aleccionar a los seres humanos en su caminar por la vida. ¿Qué de necesaria es? ¿Es posible vivir, alcanzar unas metas razonables, y no tener que acudir a ese deseo irrefrenable, tan ambicioso, tan desquiciado, atormentador y, a veces, hasta suicida? La vida nos demuestra en la mayoría de los casos que, como Ícaro, no es más que la medida apropiada lo que nos llevará a avanzar sin caer en el abismo. O como en Midas, aquel rey codicioso que una vez, cuando ayudase a Sileno, un viejo sátiro de la corte de Dioniso -el dios mitológico de lo desbordante-, éste le recompensa con lo que aquél más deseara nunca: convertir en oro todo lo que tocase. Tan feliz se veía Midas que nunca pensó que pudiera morir tan satisfecho. Al tocar la comida también ésta se convertía en oro. No pudo más y le pidió a Dioniso que rompiese ese hechizo. Éste, contando con haber dado una lección al rey, le dijo entonces que lavara su cuerpo en las aguas del sagrado río Pactolo y purificarse así de sus mezquinas ambiciones terrenales. Desde entonces no dejaron de acudir a ese río numerosos ambiciosos buscadores de oro. Y es que, en su virtuosa purificación, Midas no pudo impedir sembrar en el sedimento del río todas aquellas deseosas, engañosas y brillantes pepitas de oro.

(Cuadro del pintor inglés Herbert James Draper, 1863-1920, Lamento por Ícaro, 1898; Fotografía de la actriz Joan Crawford, 1942; Fotografía de Joan Crawford, en sus comienzos en el cine, con una imagen más suave en su rostro, 1931; Fotografía de la jovencísima Joan Crawford, 1927; Fotografía de Joan Crawford en 1943; Fotograma de la película Aguirre, la Cólera de Dios, 1972; Cuadro del pintor flamenco Frans Francken II, el joven, 1581.1642, La mesa del rey Midas, siglo XVII; Óleo del pintor Horace Vernet, Napoleón pasando revista en la batalla de Jena, 1806, símbolo de la mayor personalidad ambiciosa habida jamás.)

Vídeo de Possessed, 1947; Vídeo documental Crawford y Cristina.

1 de febrero de 2011

La luz que salva en las tormentas, sus misterios y los lugares más aislados del mundo.



En la época en que el antiguo Egipto comenzara un auge marítimo con el resto del mundo griego -en el siglo III antes de Cristo- sus costas, tan planas y sin relieve que permitiera divisar bien el litoral, obligaron a los egipcios de la dinastía helénica a construir uno de los faros más grandiosos de toda la historia. Frente a la ciudad fundada por Alejandro de Macedonia, Alejandría, existía una pequeña isla a la que llamaban Faro. ¿Qué fue primero el nombre o la construcción? Cuenta una antigua leyenda que el rey de Esparta, Menelao, llegaría a esa isla por primera vez y preguntaría a un nativo cuál era el nombre del dueño del islote, a lo que el egipcio contestó Pera'a, que significa Faraón en lengua egipcia. Pero Menelao entendió Pharos, y es por lo que acabaría llamándose así en griego la pequeña isla frente a Alejandría. A pesar de haber sido construido en el año 250 a.C, el Faro de Alejandría no fue destruido sino por un terremoto en el siglo XIV de nuestra era, siendo imposible reconstruirlo nunca más, al utilizar sus demolidas piedras en el año 1480 un sultán de Egipto para levantar un fuerte militar. Así que el Faro más antiguo en funcionamiento dejaría de ser el de Alejandría para serlo La Torre de Hércules, el que construyeran los romanos en el siglo II en Galicia (España) para ayudar a navegar en esas difíciles y traicioneras aguas. Los fareros, esas personas solitarias encargadas de su funcionamiento, han sido los seres humanos más aislados que trabajo alguno les haya obligado nunca a hacer. Individuos que, a veces, han tenido que protagonizar historias y leyendas que, aún hoy, siguen siendo todo un misterio.

En el año 1899 se construyó un faro en la pequeña isla británica de Eilean Mor, en las islas Flannen, las Hébridas, Escocia, a casi treinta kilómetros de la costa más cercana. En este caso se consideró, dada la lejanía del lugar, que en la pequeña isla estuviesen cuatro fareros. Cuando uno de ellos enfermó una vez, tuvo que ser sustituido por otro que fue enviado pocos días después a la isla, el 26 de diciembre de 1900. Su sorpresa al llegar el sustituto fue creciendo, al comprobar ahora que ninguno de los tres fareros se encontraba en la isla. Todos habían desaparecido. El Consejo del Faro Norte, responsable de su administración, dictaminó entonces que los tres hombres habrían sido arrastrados por una enorme ola del mar. A pesar de la inconsistencia del dictamen, ¿cómo fue posible que los tres a la vez fuesen ahogados por el mar?, era la única explicación racional posible. En las islas Bimini, en las Bahamas, los fareros que atendían el faro de Great Isaac Cay, una pequeña isla en el extremo norte del archipiélago, desaparecieron para siempre en el año 1969. El 4 de agosto de ese mismo año los guardacostas encontraron la isla desierta. Es cierto que un huracán, el Anna, pasó muy cerca de allí, aunque algunos afirmaron que, antes de aquel 4 de agosto, se habría desviado ya para entonces toda su fuerza hacia el Atlántico. Pero, desde entonces, luego de aquel extraño suceso, el faro de esa pequeña isla caribeña no ha vuelto a ser habitado ni utilizado jamás.

En la costa suroccidental de Inglaterra se encuentra la localidad de Plymouth, y cerca de allí, muy cerca de unos acantilados abruptos, se sitúa el Faro de Eddystone. Enclavado en un lugar azotado por fuertes vientos y tormentas, se terminaría de construir en el año 1696. Sin embargo, una enorme tempestad destruyó el faro completamente en el año 1703, y se volvería a construir luego dada su importancia marítima en el año 1706. Un buque inglés, el Victory, se estrellaría en el año 1744 contra unas rocas cercanas al faro y no pudo impedir abatir por entonces la estructura del Faro de Eddystone. Pero, las desgracias de este faro no acabaron ahí. En el año 1755 se produjo un incendio que se desarrollaría fuertemente gracias a la cantidad de madera que parte de su construcción disponía. Al parecer, el farero de Eddystone, un sorprendente anciano de 94 años, al tratar de extinguir el fuego tuvo la desgracia de caerse y tragar así, fatídicamente, parte del plomo derretido que se desprendió del tejado ardiente. Falleció a los pocos días y de su inerte estómago, según cuentan en el Museo de Edimburgo, le sacaron luego un pequeño lingote de plomo, una pieza que se guarda desde entonces en ese museo escocés. Se volvió a reconstruir el faro en el año 1759, pero unas grietas producidas a causa del lugar tan poco sólido en el que se situaba obligaría a elegir un nuevo y más resistente emplazamiento. Se asentó un siglo después sobre unas rocas más apropiadas, en el año 1889, desde donde aún continúa alumbrando a todos los buques que, por allí, navegan ahora a salvos con su luz.

(Cuadro del pintor actual ecuatoriano Manuel Leniz León Cedeño, El Faro; Óleo del pintor puntillista francés Georges Pierre Seurat, Final del embarcadero, Honfleur, 1886; Ilustración de una recreación del antiguo Faro de Alejandría; Fotografía del Faro de la isla Great Isaac Cay, Bahamas; Fotografía de principios del siglo XX del Faro de Eddystone, Plymouth; Fotografía actual del mismo Faro de Eddystone, con un helipuerto añadido; Fotografía de La Torre de Hércules, antiguo Faro romano aún en funcionamiento, La Coruña, España; Fotografía actual de la isla de Eilean Mor, Islas Flannan, Escocia, con su faro.)