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6 de noviembre de 2016

La transmisión de mensajes en la imagen armoniosa, eternizada y sutil que produce el Arte.


La leyenda bíblica de Goliat es muy conocida. El joven y frágil David acabará, decidido, con la vida del fiero, enorme y devastador -enemigo de su pueblo judío- Goliat. El libro de Samuel contará la leyenda heroica del judío David sobre el gigante Goliat: Metiendo David la mano en su bolsa cogió de allí una piedra y la tiró con su honda; al instante el filisteo Goliat fue herido en su frente y cayó sobre su rostro en la tierra ensangrentada. Así venció David al filisteo con su honda y una piedra, lo hirió y lo mató sin tener David espada alguna en su mano. Esta es una leyenda de la mitología hebrea, una de las que la civilización europea se alimentaría para forjar su cultura. Y el Arte es cultura representada en imágenes. Los pintores y sus tendencias plasmaron el rostro de David en muchas de sus obras artísticas. Pero fue el Barroco el estilo que mejor sabría llevar esa mitología -la bíblica en general y la heroica de David en particular- a la más bella y mejor forma de representar una imagen trascendente junto a una grata sensación estética. Guido Cagnacci (1601-1682) pasaría a la historia del Arte con pocos elogios. Sus contemporáneos no le alabaron ni le admiraron. Claro que brillar fuerte en el Barroco era lo más difícil del mundo: estaba lleno de genios. Y Cagnacci además innovaría desde una perspectiva moderna para la época, llevaría su Arte a combinar sensualidad con belleza natural, a utilizar fondos poco elaborados o monocromáticos, a destacar al personaje principal sobre cualquier otra cosa o escenificación relacionada.

Se adelantaría el pintor barroco al Arte neoclasicista en dos siglos. Pero, de todos los posibles cuadros de su producción, es su óleo David con la cabeza de Goliat una muestra extraordinaria no solo para valorarle como creador sino para comprender el Arte barroco, el Arte más seductor. Porque no bastará con hacer llegar una luz a nuestros ojos que delimite ahora formas armoniosas: hay que transmitir además mensajes, enseñanzas, alardes vitales, o un sentido profundo e inspirador que el propio Arte produzca en nuestro ánimo, ávido de emociones artísticas. En su obra de Arte, Cagnacci consigue, gracias a la profundidad de la perspectiva, dividida entre el color gris y negro del fondo, aumentar ahora la grandeza de la figura de un David vencedor y satisfecho de sí mismo. El gris del fondo lo realzará bellamente; el negro del fondo oscurecerá, aún más, la cabeza degollada de Goliat. Detalle este de importancia para la belleza de un barroco naturalista, pero no grotesco ni cruento ni ensangrentado, sin embargo. La imagen de David es la imagen de la seguridad en sí mismo desde antes de haberse decidido a llevar a cabo la hazaña heroica. Aquí no mirará David a su enemigo abatido, ni a nosotros tampoco; no mira él ni arriba ni abajo, mira ahora fijo a su derecha. ¿Pero, hacia qué cosa mirará? Hacia la abandonada miseria del temor que hace a los hombres desaparecer entre las sombras... Porque él, a cambio, no ha desaparecido. David ha triunfado, porque él mismo lo habría decidido así antes. Y solo mira ahora convencido, es decir vencedor de sí mismo, de lo que por ser humano -no bestia ni inhumano ni cobarde- ha sido él capaz de llevar a cabo, frente a las fútiles sensaciones angustiadas de la vida y de los hombres.

Pero el Barroco es florecimiento bello, es adorno destacado. Por esto aquí el pintor nos muestra no ya al real y exacto joven hebreo rústico de la leyenda antigua, sino al elegante y noble efebo del siglo XVII, que llevará ahora su elegante vestido, su capa encarnada y el sombrero coronado con su perfecta pluma enjoyada de perlas. ¿Hay mayor contraste aquí ahora, por ejemplo, entre esa sofisticación de vestuario y la cuerda basta y vulgar de la honda asesina que portará David en su mano derecha? ¿O, también, la belleza de David con la grotesca cabeza de Goliat que ofrecerá el feroz y aterrador perfil más siniestro de un ser malvado? El Arte de Cagnacci y su barroco poderoso utilizarán su equilibrio y composición genial para abatir la sordidez cruenta del heroico crimen. Pero, además, destacará en la obra la promesa sosegada de un futuro esplendoroso...  Porque la inteligencia, la decisión y la honradez humanas de una parte, vencerá a la pérfida, brutal e insensible maldad de la otra. Y el mensaje artístico se transmite ahora con la maravillosa eternidad fijada en esta bella imagen barroca. Los que vean la imagen representada en el cuadro entenderán la sutil y bella escena de un David mirando, victorioso de sí mismo, hacia su derecha, aquí ahora invisible del todo en la obra. Esta es otra de las grandes y geniales características del Arte: que el creador puede dejar fuera del escenario visible las múltiples cosas que puedan ser miradas ahora por el personaje retratado... y también por nosotros. Porque cada cual de nosotros que lo mire ahora puede imaginar lo que desee ver, según su propia emoción sentida. Esas cosas imaginadas serán, a fin de cuentas, las cosas por las que merecerá la pena vencerse, y vencer así, a la vez, las temeridades o dificultades más abyectas de la vida.

(Óleo del pintor barroco Guido Cagnacci, David con la cabeza de Goliat, 1650, Museo Paul Getty, Los Ángeles, EEUU.)

25 de febrero de 2014

El poder de la creación barroca: cuando su composición consigue resaltar lo que dice y como lo dice.



Los teóricos del Renacimiento, como Leon Battista Alberti (1404-1472), decían que una representación pictórica ideal no debía exceder de nueve personajes. Han habido grandes obras maestras del Arte que los han excedido, pero, sin embargo, hemos de reconocer que aquellas que manifiestan lo mismo con menos son mejores creaciones. Además, si componen una escenificación dinámica y teatral, son  personajes creíbles o argumentados, y están posicionados en un alarde de escenificación eficaz, hay que reconocer entonces que la obra El juicio de Salomón, del pintor José de Ribera, es una extraordinaria creación artística barroca. Una curiosidad de la obra es que no fue asignada al pintor Ribera sino hasta apenas hace doce años, en el año 2002. Se llevaría casi cuatrocientos años catalogada como del Maestro del Juicio de Salomón, indicando así la identidad desconocida del pintor. El primer pintor naturalista que hiciera del Barroco una forma de expresión natural con rasgos de autenticidad, crudeza y sencillez lo fue el maestro italiano Caravaggio. Pero el español José de Ribera (1591-1652) consiguió ser un avezado seguidor de ese Arte. Es cierto que Ribera ha pasado más a la historia por su tenebrismo, un oscurantismo excesivo y tendencioso en sus obras; sin embargo, su etapa de juventud en Roma -de la que es esta obra- fue menos tenebrista y más naturalista, más caravaggista que en su periodo de madurez.

Es un hábil círculo el que forman ahora los personajes en su obra. Lo comienza la madre interesada, falaz o despiadada; lo sigue Salomón, el sabio rey hebreo, aquí desconocido por su aspecto nada majestuoso ni divino, representado como un hombre vulgar vestido burdamente, ni excelso ni hierático, con un gesto hosco -nada sabio- propio de hombres mediocres o estultos. Continúa el círculo artístico con la madre virtuosa, un ser que no desea que dividan al niño. En la escenificación trata ahora -su figura retratada-, sin tocar a nadie, que las manos insensibles del sirviente no asesinen al bebé, su propio hijo cuestionado. Son sus brazos quienes delimitan la escena dramática y enlazan una magna sabiduría -la de Salomón- con la ejecución criminal ciega y decidida del sirviente patibulario. Cierran este círculo artístico los espectadores: que observan, discuten o piensan sobre el acto jurídico representado. En medio de todo ese círculo grandioso se sitúa, exánime, el otro bebé muerto, tendido y solitario, causa de la cruel, despiadada y egoísta disputa.

Otros creadores habían reflejado la salomónica escena tan inhumana. Todos excelentes lienzos, todos grandes pintores, pero sólo el lienzo de Ribera consigue una cosa diferente y clarificadora estéticamente: destacar lo importante sin resaltar (sin añadir ni decorar) otra cosa distinta a la de los propios personajes. Por esto el Barroco es sobre todo escenificación genuina, es decir, auténtica recreación dinámica sin adornos de belleza, como sí los tiene, a cambio, el Neoclasicismo, el Arte tan fatuo realizado más de un siglo después. Pero, también sin exceso de drama, como más tarde el Romanticismo desgarrador trajese al Arte. Aquí el Barroco más barroco lo obtiene Ribera solo con la sencillez del suceso y la claridad de la imagen fatídica o proverbial de los personajes. Una semblanza artística que llega a todas las mentes y comprenden todos los ojos. Pero sin tener esos ojos ahora mucho que mirar para entenderlo. Nadie puede dudar aquí, ni distraerse, ni perderse, entre los profundos mensajes de lo artístico, algo más propio de otros estilos diferentes más sofisticados. Porque esta extraordinaria composición barroca hace equilibrar, magistralmente, lo sencillo del mensaje estético con la forma grandiosa de cómo decirlo.

(Óleo del pintor español José de Ribera, El juicio de Salomón, 1610, Galería Borghese, Roma; Cuadro El juicio de Salomón, 1665, Luca Giordano, Museo Thyssen, Madrid; Obra del pintor del Barroco francés Valentín de Boulogne, El juicio de Salomón, 1625, Museo del Louvre; Óleo El Juicio de Salomón, 1649, Nicolás Poussin, Museo del Louvre; Lienzo del genial Rubens, El juicio de Salomón, 1617, Museo de Kunst, Copenhague.)

22 de febrero de 2014

Un naufragio artístico salvado entonces por la impenitente ansia tan humana de copiar.



Cuando las cosas naufragan dejarán de ser aunque sigan existiendo. Entonces vagarán por el limbo jurídico de lo impreciso o de lo indelimitado, de lo imposible, de lo insensato o de lo desaparecido sin final. De ese modo las obras de Arte creadas antes de un naufragio dejan de serlo después, incluso como si no hubiesen existido nunca. Salvo que algún día las cosas hundidas dejen de estarlo. Porque en determinadas circunstancias la tecnología permitirá recuperar del inframundo abisal de los naufragios parte de lo perecido en el pasado. Pero, ¿y antes, cuando los mares vencían con su magnitud la voluntad de los hombres de recuperar lo perdido? Por eso las obras de Arte -objetos que sólo existieron si existen aún- nunca se catalogaban después de los desastres irreversibles -no en el caso de los robos, que sí pueden ser reversibles- como objetos con algún sentido real, con un pasado, con una entidad o con un recuerdo. Sencillamente dejaban de existir y, por tanto -en el Arte-, como si nunca hubieran existido. Uno de los períodos artísticos más exitosos en la historia de Holanda fue el comprendido desde sus inicios como país hasta la invasión francesa del año 1672. Fue el momento conocido como el Siglo de Oro de la pintura holandesa.

En esos años Holanda conseguiría una sociedad tan próspera y liberal que los pintores proliferaron mucho. Tanto la economía -fueron los más activos comerciantes- como la religión -el calvinismo cambiaría las costumbres- condicionaron un tipo de hacer pintura y Arte. Ahora las escenas dejaban de ser religiosas o mitológicas para transformarse en realistas escenas cotidianas, en un reflejo de las costumbres ordinarias en los interiores de los hogares.  Esas obras abundaban y eran adquiridas no solo por ricos o pudientes, sino por cualquier persona -artesana o comerciante- que quisiese adornar las paredes de su casa con ese Arte. La calidad, sin embargo, desmerecería mucho los valores estéticos entre la abundancia de obras y temáticas -cosas vulgares y simples- de sus creaciones artísticas. Así que algunos creadores -de la escuela holandesa de Leiden, por ejemplo- comenzaron a afinar más sus trazos de estilo para hacer de sus obras ahora unas elaboradas composiciones aunque se trataran de escenas cotidianas o de costumbres tan vulgares y corrientes.

En la escuela holandesa de Leiden proliferaron algunos artistas, pero sólo unos pocos llegarían a merecer el elogio con los años. Algunos muy conocidos -como el gran Rembrandt-, pero la mayoría no lo fueron tanto. Sin embargo, sí destacaron otros pintores que no fueron tan valorados en su época y pasado el tiempo los grandes compradores de Arte -las cortes europeas- volvieran sus ojos a esas sencillas -por su temática- y tan originales obras de Arte holandesas. Uno de aquellos creadores lo fue el pintor barroco Derrit Dou (1613-1675), también conocido como Gerard Dou en el resto de Europa. Sobre el año 1648 compone un tríptico no religioso, una estructura más habitual en obras religiosas de países europeos más devotos -Italia, España o Francia-. Pero ahora llegaría a reflejar su creación algo más intimista, sugerente y humanista para el momento. Desarrollada no tanto para adoctrinar, extasiar o iluminar, sino más bien para asombrar, estimular, maravillar o educar bellamente.

Así fue como su obra Alegoría de la educación artística sorprendió entonces por su elaborada técnica del claroscuro o por la manera en que componía diferentes formas de educar un tipo de arte -en este caso artesanas actividades- con otras no menos carentes de habilidad. Pero esta magnífica obra de Gerard Dou no la veremos nunca -al menos por ahora- en el mundo. Lo que ahora vemos no lo realizó él, aunque sí compuso la original de antes, perdida ahora o inexistente para el mundo. Esta que vemos fue copiada de la suya por un pintor alemán afincado en Amsterdam, Willem Joseph Laquy (1738-1798), que la pintaría con toda seguridad antes del fatídico verano de 1771. El tríptico de Dou adquiriría tanta fama entonces -mediados del siglo XVIII- que los más poderosos compradores europeos quisieron hacerse con la obra. La amante del rey francés Luis XV, la marquesa de Pompadour, quiso regalársela al monarca galo febrilmente. Pero ignoraba ella que todavía había otra gran mujer -mucho más grande- que deseaba la obra apasionadamente. La emperatriz de Rusia Catalina II anhelaría el tríptico de Gerard Dou quizá con mayor ahínco. Esta zarina rusa se caracterizó por ser una de las mujeres más ilustradas de ese siglo y no podía dejar pasar la oportunidad de poseer una de las obras más emblemáticas de la época.

Así que cuando se celebró una subasta en Holanda en julio de 1771, el Tríptico de Dou se llegaría a cotizar por unos 14.000 florines de entonces, una cantidad que abonaría Catalina II por su deseada obra del maestro Dou. Los holandeses organizaron entonces el traslado de la obra a Rusia. El cargamento del buque fletado incluía otras creaciones y otros objetos artísticos de gran valor, y la carga, al parecer bien embalada y protegida, embarcaría en Amsterdam con destino a San Petersburgo en septiembre de ese año. Pero, sin embargo nunca su contenido llegaría a Rusia ni a ninguna otra parte. El buque holandés, el Lady María -Frau Maria o Vrouw Maria-, naufragaría a unos doce kilómetros al sudeste de la isla de Jurmo en el mar Báltico, hoy una isla de Finlandia pero por entonces territorio de Suecia. Y el Museo Nacional de Amsterdam, el Rijksmuseum -aperturado a comienzos del siglo XIX-, quiso poseer el recuerdo de aquel tríptico como de otras obras de Arte desaparecidas entonces. Todas copias de obras originales desaparecidas en aquel naufragio. Así es como hoy aparecen expuestas sus copias en ese importante museo holandés. Pero ahora con la leyenda titulada del famoso apelativo que suele añadirse a las obras que han sido copiadas: después de... La obra holandesa aquí mostrada es: Alegoría de la educación artística después de Gerard Dou del pintor Willen Joseph Laquy. Existe una obra en ese mismo museo de otro cuadro que naufragó también en aquel accidente, en este caso de otro famoso pintor holandés, Gerard Ter Borch (1617-1681). Este otro lienzo se copiaría sobre el año 1728 por un autor desconocido y se titularía en el museo de Amsterdam como Joven con perro después de Gerard Ter Borch (aunque en algunos lugares ni siquiera se especifica el después de, lo que lleva a una confusión histórica).

De aquel naufragio y de esas obras originales no se volvió a saber nada hasta el año 1999, cuando el buzo y buscador de pecios finlandés Rauno Koivusaari hallara los restos hundidos de aquel famoso velero. Así que ahora la inexistencia, de pronto, acabará por devolver a la realidad de lo inesperado aquellos objetos maravillosos, obras de Arte que un día dejaron de ser. Ahora los holandeses, los fineses, los suecos y, por supuesto, los rusos, desearán eliminar más de doscientos años de golpe para volver a aquellos años de 1771 (aunque menos a Finlandia le interese atrasar el tiempo, hay que tener en cuenta que no hace ni cien años que Finlandia existe como país). Al parecer los cuadros fueron envueltos en estuches de piel de arce y colocados en vasijas de plomo cubiertas con cera. De ser todo eso así es muy posible que el tiempo y el agua no hayan deteriorado mucho aquellas maravillosas -y ahora reexistentes- obras del Arte holandés.

(Tríptico Alegoría de la educación artística, después de Gerard Dou, realizado entre 1760-1771 por Willem Joseph Laquy, -sin embargo, la obra original fue realizada ya por el pintor del barroco holandés -de la escuela de Leiden- Gerard Dou sobre 1648, desaparecida en el naufragio del Frau Maria en octubre de 1771-, Rijksmuseum, Amsterdam; Óleo La villa a orillas del río después de Jan van Goyen -pintor holandés del barroco, 1596-1656-, obra realizada por su compatriota y coetáneo Jan van der Heyden, 1637-1712, antes de 1712, aunque el original relacionado en la aduana holandesa de 1771 aparece esta obra como del maestro Jan van Goyen, perdida en el naufragio del Frau Maria en 1771, Rijksmuseum, Amsterdam; Pintura desaparecida también en este naufragio, Joven con perro después de Gerard Ter Borch -pintor holandés del barroco, 1617-1681-, realizada por autor desconocido antes de 1771, Rijksmuseum de Amsterdam, Holanda.)



5 de noviembre de 2013

¡Qué maravilla, cuántas criaturas bellas aquí!; oh, mundo feliz, en el que vive gente así.



En el monólogo que Miranda, personaje shakespeariano de La Tempestad, hace en el acto V de la obra inglesa, dice convencida: ¡Oh, qué maravilla! ¡Cuántas criaturas bellas aquí! ¡Cuán bella es la humanidad! Oh, mundo feliz, en el que vive gente así. Este relato escrito por el gran bardo británico, a pesar de ser tan dramático, acabará muy bien, curiosamente. El autor inglés lo quiso así y por ello hasta los románticos aplaudieron esta obra de Shakespeare. Trata sobre la negación del amor y la venganza. Aunque, finalmente, el personaje desalmado de la obra -Próspero- acabará perdonando y salvando a todos.  Cuando el pintor John Singer Sargent (1856-1925) decide retratar a las hijas de su amigo Edward Boit, recuerda inspirado un lienzo de Velázquez que viese en el Museo del Prado durante el año 1880. Las Meninas le fascina tanto como para inspirarse dos años después en París, donde vivía el pintor americano, y componer su obra de Arte Las hijas de Edward Darley Boit. La escena retrata parte del apartamento que Boit tenía en París a finales del siglo XIX, un espacio donde ahora, además de unos enormes jarrones japoneses, aparecen las cuatro hijas de su amigo.

Qué genialidad, qué ubicuidad de perfección compositiva, qué naturalidad en los personajes retratados, en la situación, en la profundidad, en la luminosidad o en el tenebrismo... Las niñas eran nietas de un despiadado comerciante americano, John Perkins, famoso por sus oscuros negocios de contrabando en opio, aunque, sin embargo, también lo fuera por su filantropía (construiría uno de los mejores conservatorios de música de Nueva Inglaterra). Su hija Marie Louise acabaría casándose con Edward Boit y tuvieron cuatro hijas: Florence, Jane, Marie Louise y la pequeña Julia. En la obra modernista, el pintor Singer Sargent sitúa a las cuatro niñas en una disposición muy original, a pesar de ser inspiradas por el cuadro barroco velazqueño. La más pequeña la representa en primer plano, cerca del espectador -como su inspirada menina barroca-, y después, más atrás y a la izquierda, aparece la figura solitaria de Marie Louise, ahora como el inspirado personaje de Velázquez auto-retratado en su famoso lienzo. Por último, en un plano intermedio, sitúa a las otras hermanas, una sesgada y otra de frente, también como los personajes infantiles retratados por Velázquez.

Está compuesta la obra con la sutileza de mantener un orden iconográfico con las edades de las niñas: desde la más pequeña a la mayor, desde la más cercana a la más lejana. Este es el único orden, sin embargo, que mantiene la obra. Una blanca luz ilumina a las retratadas desde uno de los lados, con lo que la oscuridad del fondo permanece en un contraste marcado, como un rudimento artístico ahora de cierto misterio indescifrable. De la inocencia infantil al despertar adolescente, pero, también, de la luz de un presente de promesas maravillosas a las sombras susceptibles -que el pintor ignoraba por entonces- de un terrible porvenir. Cuando vio la pintura de Sargent el escritor victoriano Henry James la describiría como la escenificación ideal de un mundo feliz, el de unos niños encantadores que, seguros y serenos, se dejan retratar dichosos y satisfechos. Sin embargo, no es esta la sensación que trasciende en el lienzo de Singer. La dimensión semi oculta de algunos rasgos latentes en la obra induce a presentir la profunda inquietud que encierra la escena del pintor. Lo que sólo algunos grandes creadores pueden llegar a intuir a veces, es decir, a entender o presentir algo antes, o durante, de llevar a cabo la obra. Porque al final de sus vidas las dos hijas mayores -Florence y Jane- sufrirían graves y desgarradoras enfermedades mentales. Además, ninguna de las cuatro hermanas abandonaría la soltería, a pesar de haber recibido todas una de las mayores herencias de la época. Finalmente, acabarían donando las malogradas hermanas, además de los jarrones japoneses, la extraordinaria obra modernista -metáfora del misterio de la vida, de sus apariencias y promesas- al norteamericano museo de Boston.

(Óleo Las hijas de Edward Darley Boit, 1882, de John Singer Sargent, Museo de Boston, EEUU; Fotografía de una modelo en la semana de la moda de Toronto, 2009; Imagen de un grabado del pintor expresionista alemán Otto Dix, 1891-1969, retratando la crudeza de los años de entreguerras; Lienzo del pintor del primer barroco italiano Bartolomeo Schedoni, La Caridad, 1611, Museo de Capodimonte, Nápoles; Óleo de Velázquez, Las Meninas, 1656, Museo del Prado, Madrid; Fotografía de la exposición del cuadro de Singer Sanger en el Museo de Boston, donde se aprecian los Jarrones japoneses, los mismos que aparecen en el cuadro, donados también por las hermanas Boit.)

25 de agosto de 2013

Los inicios del erotismo artístico renacentista o una maravillosa excusa del Arte.



Uno de los primeros creadores que esbozaron, plasmaron y crearon erotismo -en su acepción más misteriosa y subyugante- fue el pintor del Renacimiento alemán Hans Baldung (1485-1545). Inicialmente fue el grabado -xilografías, dibujos sobre papel preparado, etc.- una de las técnicas que utilizaron los pintores del siglo XV para expresar -sin colores- aquello que más podría chirriar el ánimo opresor de la moralidad eclesial o reaccionaria. Fue el pintor Alberto Durero -maestro de Baldung- quien más temprano comenzaría a manejar esas nuevas técnicas gráficas de crear imágenes -entre otras cosas gracias a las máquinas recién inventadas de impresión- para acercar el Arte a un público más extenso. Pero, ¿cómo se pudo comenzar a expresar artísticamente entonces -inicios del siglo XVI- ese erotismo gráfico, aunque fuese de una forma tan subliminal? Porque se acabaría asociando el erotismo a la brujería y su representación en el cuerpo femenino, único género humano maldecido por esa superstición. Es decir, que lo que se representaba por entonces en esas imágenes transgresoras eran brujas no mujeres, no escenas eróticas humanas naturales sino encuadres aberrantes.

Antes del siglo XV no se permitía creer ni se creyó en brujas ni en brujería, incluso bajo pena de excomunión sagrada. Desde el siglo VIII tanto el poder civil como el eclesial prohibieron la creencia en la brujería. Es curioso que la oscura Edad Media no osara calificar con ese nombre ninguna de las posibles desviaciones o manifestaciones contrarias a la moral, cosa que, sin embargo, al inicio de tan humanístico siglo renacentista comenzara a producirse en el mundo occidental. ¿Por qué? Todo comenzaría con un clérigo inquisidor alemán, Heinrich Kramer (1430-1505). Fue tanta su obsesión contra las mujeres que no pudo más que ver en los deseos y pasiones femeninas una maléfica forma de posesión diabólica. Tal actitud le llevaría a convencer al papa Inocencio VIII de que había que hacer algo contra ello. Nadie antes que él había llegado tan lejos en eso. Pero aunque la sociedad estaba evolucionando y caminaba hacia las luces de un mundo más permisivo, Kramer entendía que  cuando la mujer se entregaba a su pasión marital lo hacía de un modo que sólo una posesión maléfica podría justificarlo.

Así que en el año 1484 el papa Inocencio VIII creaba una bula inspirada en los argumentos del inquisidor alemán. Se aceptaba ahora, después de ocho siglos sin creer en ello, la existencia de las brujas. Como consecuencia los inquisidores fueron obligados desde entonces a perseguir tales prácticas esotéricas. Kramer compuso en 1485 un libro, Martillo de Brujas, verdadera biblia y tratado de brujería. A partir de entonces  las mujeres se podían -así lo creyeron algunos inspirados creadores artísticos- representar con un aspecto diabólico o erótico, desnudas sugerentemente con gestos voluptuosos y lujuriosos propios de la brujería. Con su magnífica imaginación artística, Baldung comenzaría a erotizar el incipiente desnudo artístico en el Arte. Otros artistas, como el italiano Raimondi, habían realizado ya algunos grabados con desnudos, pero fue el pintor alemán quien comenzaría a expresarlo con el sutil, sugerente o misterioso motivo que el erotismo iniciara en los años iniciales del siglo XVI. 

(Todas obras de Hans Baldung: Dos brujas, 1525, Alemania; El caballero, la joven y la muerte, 1505; Mozo de caballería embrujado, 1544; La muerte y la doncella, 1520, Basilea; Adán y Eva, 1531, Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid; Aristóteles y Phyllis, 1510; Tres brujas, 1514.)

14 de diciembre de 2012

Pero aquellas que el vuelo refrenaban, aquellas que aprendieron nuestros nombres, ésas no volverán.



El Arte tiene la virtualidad de recordar nuestros rostros y de mantener el pasado fijado en los ojos del porvenir. ¿Qué si no fue el impulso obsesivo de plasmar en lo que fuese las imágenes compuestas de nuestros antepasados? Así comenzaría el Arte, siendo un auxiliar de la memoria y un vínculo entre los muertos y los vivos, entre los recuerdos y la desmemoria. Pero, navegaremos con la proa de nuestras vidas sosteniendo la mirada tan sólo en el reflejo pictográfico de lo exquisito, de lo bello, de lo armonioso o de lo magistralmente creativo. Por esto sólo recordaremos mejor lo maravilloso o lo que más nos impresione la vista gratamente. Los creadores del Arte consiguieron satisfacer así su propia vanidad, su propio recuerdo creativo y artístico: solazando eterna la belleza de lo vivido, de lo existido o de lo imaginado en los ojos admirados, efímeros y sorprendidos de sus espectadores.

El artista norteamericano Ray Donley (Texas, EEUU, 1950) evoca en sus obras tanto el pasado como el presente. Genuino creador actual, consigue inspirar las inquietudes contemporáneas de lo humano con el genio inmortal y mágico de sus clásicos maestros eternos (Rembrandt, Caravaggio, Ribera). Porque para este pintor lo humano primará siempre sobre cualquier otra representación o característica estética. Son ahora rostros humanos -a veces ocultos-, pero también obsesiones, emociones o frustraciones, cualidades aparentes de la fugacidad de lo vivido o de la fragilidad del momento que, armoniosamente, compone así en sus obras de Arte contemporáneo. ¿Hay otra forma mejor de crear, después de haber alcanzado el Arte a reinventarse, que aquella que combine magisterio y audacia?

Cuando el escritor romántico Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870) se encontrase ante la encrucijada de enfrentar un Romanticismo empalagoso y decadente con el deseo de expresar las emociones de otra forma, alcanzaría el poeta español la gloria sin saberlo. En sus palabras conocidas o en sus verbos desgastados supo inspirar Bécquer genialmente el sentido más universal, permanente y emotivo de lo humano. A veces clasicismo y modernidad se han enfrentado por un inculto proceder manipulado. Son tan compatibles ambas tendencias como los contrarios necesarios, como el renacer y la destrucción, o como la existencia y el recuerdo. Gustavo Adolfo Bécquer supo combinar los elementos más eternos de la creación literaria, tanto como lo hicieran los maestros barrocos con sus lienzos. Así, el poeta español compuso versos que no sólo sonaban bien sino que expresaban lo más auténtico, profundo, intemporal y desgarrado que el ser humano haya sentido, sienta o sentirá jamás. En su Rima LXI, pocos años antes de desaparecer, dejaría el romántico poeta español escrito esto para siempre:

¿Quién, en fin, al otro día,
cuando el sol vuelva a brillar,
de que pasé por el mundo,
quién se acordará?

(Óleos del pintor norteamericano Ray Donley: Tristán, 2011; Isolda, 2011; Figura con capa amarilla, 2009; La crisis, 2010; Figura en rojo, 2011; El sueño, 2012; Figura con máscara blanca -Amelia-, 2010; Figura con Dupatta -larga bufanda asiática-, 2012; Tres máscaras blancas, 2012; La Perdida, 2010; La máscara de la cordura, 2011; El origen de la conciencia en el discurso de la mente bicameral, 2010.)

28 de septiembre de 2012

La autoría de una emoción, de la mejor y más gloriosa emoción encerrada entre los cuadros.



Cuando en el año 1880 un coleccionista estadounidense adquirió en España la obra -sin firmar- Ciudad sobre una roca, pensó sin dudar que tendría que ser por fuerza del genial pintor Goya. Luego se la lleva a su país y la mantiene durante años entre las paredes de su mansión, con el lujo de poseer un lienzo tan original del gran maestro español. Pero años después, a finales de 1929, la nueva propietaria de la obra, la colección de la señora Havemeyer, dona el lienzo romántico al Museo Metropolitano de Arte de Nueva York. En su ficha técnica el Metropolitan cataloga entonces la obra de Arte como: Una ciudad sobre una roca, siglo XIX, Goya. Y así continua descrita la obra hasta que llega el año 1970, cuando se comienza a dudar de la autoría del cuadro por Goya. Se dedujo que la creación debía haber sido confeccionada entre los años 1850 y 1870, no antes. Si el genial pintor aragonés falleció en el año 1828, ¿de quién fue entonces? Eugenio Lucas Velázquez había nacido en Madrid en el año 1817 y se educa en la eximia Academia de Bellas Artes de San Fernando. Para cuando comienza a pintar, el Romanticismo había dejado su lugar al Realismo y éste, a su vez, al Academicismo tiempo después, una tendencia esta última que regresaba a las hieráticas creaciones de estudio, tan frías y alejadas del vibrante universo cálido, onírico o natural de los grandes maestros españoles como Velázquez o Goya. Así que Lucas Velázquez lo tuvo muy claro por entonces: seguiría a su admirado Goya a pesar de que las tendencias artísticas fuesen por otro lado. Y tanto se parece a su maestro que hasta su obra Ciudad sobre una roca llegaría a ser atribuida a Goya por los expertos de entonces. En ella vemos el mejor homenaje que un autor pueda hacer a otro: imitarlo tan bien que parece ser del imitado en vez del imitador.  Pero, sin embargo, aquí no hay falsificación, ni copia. El artista no firmaría el cuadro y Goya nunca pintó una obra parecida. Sólo que habían algunos elementos de Goya pintados como en otras tantas obras de Eugenio Lucas -su discípulo más fervoroso- los hubiera, pequeños o grandes elementos inspirados de los grabados o pinturas de su maestro y que fueron reconocidos en esta peculiar, hermosa y desconocida obra del pintor Lucas Velázquez. 

Por ejemplo, con los seres voladores de Goya, esos seres extraños y propios del estilo goyesco en sus Caprichos. Se llegaría incluso a considerar esta obra de Lucas Velázquez como un pastiche, es decir, como una composición de cosas existentes de otro autor y combinadas en una obra supuestamente original. Pero no creo que sea justa, ni precisa, esa valoración. Representa la obra una ciudad o baluarte inexpugnable situado justo en lo alto de un gran montículo rocoso. Una ubicación idónea para salvar cualquier asedio violento de los otros. Se observa en el cuadro un grupo de personas abajo de la roca, unos seres que tratan con el fuego de sus cañones de doblegar a los que habitan el enclave rocoso de lo alto. En el cielo de la obra surgen seres voladores extraños, esos mismos seres alados que Goya pintara también en sus misteriosos Caprichos. Fue un magnífico homenaje a Goya, una maravillosa forma de homenajear al gran maestro, pero, también, una grandiosa creación original del pintor español Eugenio Lucas Velázquez. Un ser humano que pasaría sin reconocimiento por el Arte porque tuvo la mala suerte de nacer tiempo después, a la sombra de un gran genio. Obtuvo en su vida, a cambio, todo lo que un artista en su época pudiera desear socialmente. Pintaría el techo -hoy desaparecido- del Palacio del Teatro Real de Madrid y sería nombrado por la reina Isabel II pintor honorario de cámara y caballero de la Real orden de Carlos III.

Cuando el pintor francés Manet quiso componer una fuerte escena dramática, se inspiraría en uno de los creadores españoles más interesantes e injustamente desconocidos del siglo de Oro español: Antonio de Puga. Este pintor gallego nacido en el año 1602 se adelantaría, sin embargo, a los pintores impresionistas del siglo XIX. Original y atrevido, crea en el año 1630 una obra de Arte que sigue estando atribuida vagamente a él. Es decir, que no se sabe todavía con certeza su verdadera autoría. Como otros creadores del Arte, de Puga no firmó sus obras nunca -salvo una conservada en Inglaterra, un San Jerónimo-, pero sus pinturas, al igual que le sucediera a Lucas Velázquez, estuvieron influidas por otro gran maestro español, en este caso por Velázquez. Muchas de sus obras fueron asignadas al gran maestro sevillano, pero, finalmente, han sido atribuidas al desconocido pintor Antonio de Puga. El pintor francés Manet, genial y primordial pintor impresionista, admiraba la forma en que algunos pintores españoles habían sido capaces, hacía más de doscientos años, de fijar la figura de un cuerpo humano tendido sin vida entre los ángulos sombreados de un lienzo clásico. En su -dudosa- obra de Arte Soldado muerto, el pintor Antonio de Puga nos muestra el cuerpo yacente y en escorzo de un soldado abatido en un campo de batalla. No hay representada nada más que la figura solitaria y muerta del soldado, solo unos restos óseos aparecen en el cuadro, propio de la futilidad y evanescencia de la vida pasajera. Pero, genialmente, no hay nada más en la obra. La autoría de la pintura sigue siendo incierta, aunque el museo londinense de la National Gallery lo sigue catalogando aún como Anónimo napolitano. Sin embargo, Antonio de Puga es uno de los candidatos mejor adjudicado a ser el creador de esta curiosa y misteriosa obra de Arte. 

Asignar una autoría sólo hace que alguien se relacione históricamente con una obra. Las autorías de las obras son mera especulación a veces, elucubraciones cuasi arqueológicas para encontrar, ufano, al autor original que las compuso inspirado. Nos dejaremos en ocasiones condicionar por ese académico y divino magisterio sagrado. Pero, la obra de Arte, si es original y sabemos cuándo fue compuesta, y cuál fue su tendencia artística o estilística, si además es una hermosa imagen acreedora de emociones, sensaciones, ideaciones o congojas, sólo necesita ya del estímulo sincero de nuestro aliento más admirativo. Nada más. De nuestro ver sólo cómo unas líneas, un color, unos reflejos o unos trazos pictóricos determinados, son la única autoría material, la más perfecta de todas, la más admirada y definitiva autoría artística. Porque el Arte puede a veces, aun con un pincel anónimo, llegar a componer una especial emoción transfigurada de belleza, una tan elogiosa como emotiva ante nosotros. Una emoción ahora catalogada únicamente en nuestro personal y sincero afecto interior más emotivo y auténtico. Ese mismo afecto que nos hará sentir una especial emoción frente a lo que ahora veremos asombrado y perfecto.

(Óleo Ciudad sobre una roca, 1860?, Eugenio Lucas Velázquez -influido por Goya-, Museo Metropolitan de Art, Nueva York, EEUU;  Obra del pintor italiano Giovanni Francesco Grimaldi, Paisaje con Río y Barcas, 1640?, pintura conservada en el Museo del Prado, y que pudo ser la inspiración para la Ciudad sobre una Roca; Lienzo Soldado muerto, 1630, atribuida al pintor español Antonio de Puga, catalogada su autoría como Anónimo napolitano por el National Gallery de Londres; Obra Maja con perrito, 1865, del pintor Eugenio Lucas Velázquez, Museo Carmen Thyssen, Málaga; Obras de Goya, Caprichos, 1810-1820, Modos de volar y Todos caerán, Museo del Prado, Madrid; Óleo La muerte del torero, 1864, Manet, Museo Galería Nacional, Washington, EEUU.)

6 de septiembre de 2012

No se alcanza la iluminación fantaseando sobre la luz, sino haciendo consciente la oscuridad.



En los dinteles del pronaos -vestíbulo- del antiguo templo griego de Apolo en Delfos construido en las laderas del monte Parnaso, habrían grabadas dos leyendas inscritas a modo de sabio precepto filosófico. La primera de ellas decía esto: Conócete a ti mismo; la segunda la completaba con: Nada en exceso. El famoso psiquiatra suizo Carl Gustav Jung elaboraría sus famosos arquetipos para explicar las imágenes simbólicas universales y primigenias representadas en el inconsciente colectivo de la humanidad, el inconsciente global de todo el género humano desde sus inicios primitivos. Uno de esos arquetipos que el psicoanalista suizo ideara fue el denominado como la sombra. Representaba este arquetipo lo más oculto del inconsciente de cada individuo, aquellas pulsiones -deseos inevitables- que no serían asumidas en ningún caso por el sujeto en cuestión. No desaparecían nunca y podrían enfrentarse incluso al yo de cada sujeto, llegando a dominar los esfuerzos de éste por tratar de bloquearlos. También este arquetipo podía representar aquellas virtudes que no sabríamos reconocer en nosotros mismos. El psicólogo Jung había dejado dicho: Uno no alcanza la iluminación fantaseando sobre la luz sino haciendo consciente la oscuridad; porque lo que no se hace consciente se manifiesta en nuestras vidas como destino.

Pero, como sabrían muy bien los antiguos griegos, conocerse a sí mismo conlleva conocer también el lado más oscuro del individuo. Los griegos habían comprendido que ambas caras, la luz y la oscuridad, forman parte del mismo discurso, de aquel phatos y ethos griegos -cualidades negativas y positivas de los seres humanos- que describen la conducta de todo individuo. Por eso mismo sus dioses respondían también a esas dos necesidades.  Apolo y Dioniso, por ejemplo, eran esas dos caras de todo ser humano: uno era la luz y el otro la sombra. Ambos dioses griegos eran igual de grandes, ambos eran igual de queridos y ambos, también, igual de comprendidos. Grecia entendía así con ambas divinidades el lado oscuro que todo ser humano dispone. Todos los años celebraban los griegos en la misma ladera fócida del monte Parnaso las bacanales de Dioniso, unas manifestaciones bulliciosas y alegres de esas pulsiones humanas tan creativas e íntegras. Actividades lúdicas llevadas a cabo sin represión alguna de la forma en que pudieran realizarse. Pero algo más tarde, cuando triunfó el socrático mensaje platónico de la única virtud idealizada, pero sobre todo luego de esto, cuando el cristianismo -y el judaísmo- separara tajantemente -reprimiese- las manifestaciones dionisíacas, estas expresiones vitales ocultas que permitían equilibrar el imperfecto mundo sublunar -nuestro mundo terrenal-, se prefirió entonces ignorar por completo la sombra a cambio de una única y prevaleciente luz...

De ese modo se acabaría personificando todo lo dionisíaco en la figura diabólica y satánica del mal más rechazable. Pero, entonces, si ambas cosas -la sombra y la luz- son tan necesarias, ¿cómo distinguir ahora, en verdad, lo que es saludable de lo que no lo es?  La segunda leyenda profética del templo de Delfos lo dejaba muy claro: nada en exceso. Lo que sucede es que esto, la medida correcta, exige una mayor lucidez de conciencia en el individuo, una personal clarividencia inteligente del ser humano nada sencilla de conseguir. Es decir, que habría que desarrollar inevitablemente una poderosa conciencia individual para poder llegar a comprender, verdaderamente, todo nuestro mundo. El famoso psiquiatra Jung lo dejaría muy claro una vez: El único peligro que existe reside en el propio ser humano. Nosotros somos el único peligro pero, lamentablemente, somos inconscientes de ello. En nosotros radica el origen de toda posible maldad. La sombra sólo resultará peligrosa cuando no le prestemos la debida atención. Por eso el conocimiento de la sombra, su desvelamiento, tiene por objeto fomentar nuestra relación con el inconsciente, es decir, completar nuestra individualidad compensando la unilateralidad de nuestra conducta consciente con las oscuras sombras de nuestro inconsciente. De este modo, cuando restablezcamos el equilibrio con nuestra sombra, también iluminaremos nuestras capacidades más ocultas llegando así a poder alcanzar los verdaderos y difíciles peldaños de nuestro autoconocimiento.

Finalmente, el gran psicoanalista suizo Carl Gustav Jung nos habría dejado también dicho esto: Cada uno de nosotros proyecta una sombra tanto más oscura y compacta cuanto menos encarnada se halle en nuestra vida consciente. Esta sombra constituirá, a todos los efectos, un impedimento inconsciente que malogrará todas nuestras mejores intenciones.

(Óleo renacentista Las Tentaciones de San Antonio Abad, 1510, El Bosco, Museo del Prado, Madrid; Cuadro surrealista-simbolista Fenómeno, 1962, de la pintora hispano-mexicana Remedios Varo, México, D.F.; Pintura surrealista de Salvador Dalí, Sombras en la noche que cae, 1931, Florida, EEUU; Fotografía del psiquiatra suizo Carl Gustav Jung.)

28 de agosto de 2012

El moliente efecto de lo real, del naturalismo más feroz, o la expresividad más humana y perviviente.



Cuando los creadores del realista estilo Barroco tuvieron que romper con el concepto tan clásico del Renacimiento, acudieron a veces a un socorrido Manierismo, a un personalísimo claroscuro y, casi siempre, al sentimiento virtuoso de la estética de los mártires sagrados, seres demasiado venerables para ser denostados por lo real. Pero debían ser ellos mismos ahora, dejar para siempre la estética hierática y falsa del clasicismo renacentista anterior. Se acabaría ya la dulzura eminente y gloriosa de la insigne -falsa para ellos- belleza tan satisfecha y alejada del mundo de antes. Pero el proceso evolutivo en el Arte es lento y mezclado, balbuceante, confuso y muy personal. Algunos pintores consiguieron hacer lo que la nueva tendencia barroca y su época pedían: la confección de obras correctas y clásicas pero ahora con un sesgo muy diferente... Por tanto elaboradas y conseguidas aún según la antigua manera de pintar la perspectiva, los colores o las formas. Pero, ahora, ¿cómo resolver esa diferencia barroca, esa pulsión más sublime y realista que la anterior tendencia renacentista? Lo tuvieron que hacer los creadores del Barroco con los rasgos más personales y destacados de los seres representados -sus humanos personajes-, unos seres desgarrados por el sentimiento y que sustentaban la emoción profunda que salpicaban sus retratos realistas. Debían estar compuestos los lienzos barrocos con la expresión más abierta que una emoción humana pudiera representar vívidamente. Pero, ¿con qué cosa o rasgo humano en particular?: con el rostro humano más expresivo, con la única cosa que, realmente, determinará la mayor expresividad estética de una persona. Así lo entendería el gran creador español del barroco napolitano de aquella época convulsa: José de Ribera (1591-1652). 

Sus contemporáneos alcanzaron también la cornisa más gloriosa de esta tendencia barroca tan vertiginosa y brillaron con algunas creaciones primorosas, pero no pudieron llegar a reflejar todo lo que el Españoleto obtuviera en sus rostros con el genial maquillaje de su obra. Esta es la posible diferencia o el matiz particular del porqué una cosa es más excelsa que otra. Porque cuando las cosas se consiguen hacer de una cierta forma, cuando se hacen ahora de una forma diferente, es cierto que pueden llegar a alcanzar el cielo con sus formas, pero sólo con una de ellas se podrá llegar a rozar la gloria de las estrellas. Y no es mucha la diferencia, no deviene ésta siquiera en algo especial ni en una cosa grandiosa o manifiesta, es solo un pequeño matiz, una pequeña consistencia física muy genial, atisbada apenas, de una cosa ahora frente a otra. Y en ese barroco tenebrista observamos cómo el pintor español radicado en Nápoles lo hizo genialmente: sabiendo expresar el gesto, la mirada o la forma en la que una emoción se transmita entre los rasgos, las arrugas, la tersura o la fuerza de un rostro desolado que se perfile entre las sombras. Pero de cualquier rostro humano, sea éste frágil, derrotado, sobresaliente o vanidoso. Cuando el poeta francés decadentista Arthur Rimbaub (1854-1891) pasara una temporada en el infierno..., quiso por entonces derrumbar, desde el alto pedestal en donde se encontraba, la solitaria belleza literaria, demasiado clásica, o demasiado desdeñosa, o demasiado alejada de los hombres. Esa belleza que se había encumbrado, sin embargo, poderosa y destacable antes en la historia. Para ello escribió en el año 1873 su obra Una temporada en el infierno, del cual estos versos son  una pequeña muestra:

Antaño, si mal no recuerdo, mi vida era un festín donde se abrían todos los corazones, donde todos los vinos corrían.
Una noche, senté a la belleza en mis rodillas.
Y la encontré amarga.
Y la injurié.
Me armé contra la justicia.
Huí. ¡Oh hechiceras, oh miseria, oh cólera, a vosotras os he confiado mi tesoro!
Logré desvanecer de mi espíritu toda esperanza humana. Sobre toda alegría para estrangularla di el salto sordo de la bestia feroz.
Llamé a los verdugos para morder, mientras agonizaba, la culata de sus fusiles. Llamé a las plagas, para ahogarme con la arena, con la sangre. La desdicha fue mi dios. Me revolqué en el fango. Me sequé con el aire del crimen. Y le di buenos chascos a la locura.
Y la primavera me trajo la horrenda risa del idiota.

Aquí, como en muchos otros lugares parecidos, la imagen y la palabra se confunden ahora en una misma e intercambiable disposición emotiva. Porque son lo mismo, ¡porque dicen lo mismo! Unas veces usando los colores y otras los verbos. Pero ambas herramientas creativas sirven para lo mismo: emocionar sorprendiendo bellamente. Ambas son artes universales, ágiles, firmes, espontáneas y permanentes en la historia emotiva de lo humano. Sin embargo, no siempre todos los creadores del Arte habrían conseguido hacer con ellas algo parecido: obtener la mayor virtualidad sublime escondida tras un pequeño matiz estético. Eso fue lo que consiguieron hacer Ribera y Rimbaud, traspasar la frontera de lo expresivo con el sencillo -y tan complicado- discernimiento universal y milagroso de lo único: alcanzar el alma interior más emotiva de los otros.

(Obra barroca San Jerónimo Penitente, 1652, José de Ribera, Museo del Prado; Detalle del óleo de José de Ribera, San Jerónimo Penitente, 1652, Museo del Prado, Madrid; Cuadro Magdalena penitente, 1611, José de Ribera, Museo Capodimonte, Nápoles; Óleo Demócrito, 1630, José de Ribera, Prado, Madrid; Obra San Pedro, 1622, José de Ribera, San Petersburgo, Rusia; Óleo Judith y la cabeza de Holofernes, 1640, Massimo Stanzione; Obra La Sibila cumana, 1620, Domenico Zampiere, Galleria Borghese, Roma; Cuadro Santa Cecilia, primer tercio XVII, Cavalier Arpino; Óleo La Caridad, 1630, Guido Reni, Museo Metropolitan de Nueva York; Cuadro Salomé, 1620, Caracciolo, Galería de los Uffizi, Florencia.)