2 de abril de 2011

La idealización, la rectitud, la virtuosidad..., y, después, llegaría el Barroco.




Una de las curiosidades de la historia fue el hecho de que un motivo religioso llevara a originar uno de los movimientos artísticos más rudos, sensuales, toscos o desaliñados que hayan existido jamás. Así fue como la Iglesia Católica a finales del siglo XVI fomentaría o auspiciaría un estilo artístico más cercano al pueblo llano y, por tanto, más lejano de las exquisiteces refinadas del sugerente y altivo Renacimiento. Había que llegar ahora no al noble o al ser cultivado sino a todo el mundo, a todo aquel que pudiese confiar y adoctrinarse con un mensaje teológico diferente, un mensaje con el que el Arte contribuiría por entonces de una forma como nunca antes se había llegado a conseguir. De ese modo los pintores contratados por la Iglesia tuvieron que humanizar, vulgarizar, emocionar o identificar así el nuevo espíritu que la Contrarreforma inspirase para tratar de frenar el impulso herético luterano,  éste estéticamente mucho más clásico, formal o inexistente incluso en el Arte. Fue una tendencia incomprendida y denostada la que se encargaría de hacer todo eso, un estilo artístico que ni siquiera se consideraría una tendencia sino hasta mucho tiempo después de comenzar a serla. El nombre Barroco le fue dado un tiempo más tarde, y no por sus autores sino por los críticos, que vieron en la deformidad de una perla de ostra -llamada barrôco por los portugueses- el mejor símbolo metafórico para denominar ese curioso y fascinante período artístico.

Esa actitud despectiva hacia el Barroco duraría hasta finales del siglo XIX, cuando algunos historiadores del Arte mostraran entonces su verdadera grandeza. Así, el Barroco fue tildado como el exceso, la irregularidad, la impureza, lo recargado o lo abrupto. La Arquitectura barroca definiría visualmente más quizás todo ese extraordinario período. En ella la Iglesia Católica derrocharía medios para distinguirse del clasicismo decorativo de antes, un estilo más aséptico que defendería, sin embargo, la Reforma protestante. La Pintura era un objeto de lujo a finales del siglo XVI, por lo que tuvo que ser financiada por la Iglesia para decorar esas nuevas edificaciones religiosas. Sin embargo, en los encargos de la nobleza a los pintores se mostraría todo el furor sensual colorido y exultante de lo más profano del Barroco. Ahora no eran ya caballeros o damas virtuosos -como en el Renacimiento- ni héroes perfectos, castos o idealizados los representados; ahora se plasmaban en las obras barrocas la atrocidad vulgarmente más humana, la sordidez más artística de lo bello. Por ejemplo, con la leyenda mitológica del rey de Tesalia Ixión no se vendría ahora a ensalzar la gloria del buen héroe sino la del personaje equivocado, la del ser malogrado en sus defectos, en sus delirios o en su alienación. De ese modo el pintor del Barroco José de Ribera realizaría en el año 1632 su obra Ixión, donde aparece retratado el personaje barroco como un hombre corriente, desdibujado, oscurecido incluso, tendido ahora boca abajo y sufriendo el tormento que los dioses le habían otorgado.

En esta muestra de imágenes artísticas contrapuestas, donde se comparan obras barrocas con sus similares del Renacimiento, se observan las diferencias de ambas tendencias del Arte. La pulcritud, la serena y rigurosa posición del Renacimiento contrasta con la pulsión, por ejemplo, de la pareja que Rubens retrata en el año 1618 en su obra La unión de la Tierra y el Agua. Ellos, los amantes, están ahora mirándose sin pudor relacionados de otra forma distinta a la de antes -la clásica-, de una forma ahora más irreverente o más sensualmente perversa incluso. En las obras de Venus y Cupido vemos aquí a una Venus del Barroco -del pintor Luca Giordano- arrebatada en su sueño, más deseable y espiada no por un pulcro caballero sino por un impulsivo y lujurioso sátiro. Las figuras del dios Marte y del héroe bíblico David también contrastan entre una época artística y otra. Cuando el renacentista Botticelli pinta al dios de la guerra lo hace estilizado, joven, alejado de la realidad en su propio sueño. Sin embargo los artistas barrocos -Luca Giordano y Velázquez- dibujan al dios Marte en un segundo plano y claramente menos atractivo, cansado, meditabundo, menos juvenil, más anodino o insignificante incluso. Fue el Barroco una explosión de visceralidad y realismo, de cercanía y vulgarización, pero, también -y esto es lo que más define al Arte- fue la mejor forma artística donde expresar la sublimación de las emociones, de los deseos, miserias, pasiones, heroicidades frustradas, arrojos humanos, imperfecciones o cosas que reflejan lo humano -y el mundo- como realmente es.  Aunque, y en esto es quizá donde venga maravillosamente el Arte barroco mejor a salvarnos, con una genial, arrebatadoramente hermosa, arrogante y hasta justificadora forma de hacerlo.

(Cuadro Barroco de José de Ribera, Ixión, 1632; Cuadro Renacentista El Sueño del Caballero, de Rafael Sanzio, 1505; Composición Adán y Eva, del pintor renacentista Alberto Durero, 1507; Óleo Barroco de Rubens, La unión de la Tierra y el Agua, 1618; Cuadro Venus y Cupido, 1565, del pintor renacentista-manierista Lamber Frederic Suster; Cuadro Barroco de Luca Giordano, Venus y Cupido con Sátiro, 1663; Cuadro renacentista Jupiter abrazando a Calisto, 1540, del pintor Andrea Schiavone; Óleo Júpiter y Calisto, 1655, del pintor barroco holandés;Everdingen, 1621-1671; Cuadro renacentista Dánae, 1553, de Tiziano; Cuadro barroco Dánae, 1636, de Rembrandt; Cuadro Las tres Gracias, 1503, del renacentista Rafael Sanzio; Óleo Las tres gracias, 1635, de Rubens; Cuadro Nacimiento de Cupido, 1560, de la escuela renacentista de Fontainebleau; Cuadro del barroco, Nacimiento de San Juan Bautista, 1625, de la pintora Artemisia Gentileschi; Cuadro de Botticelli, Venus y Marte, 1483; Óleo de Luca Giordano, Marte, Venus y Vulcano, 1670; Cuadro de Velázquez, Marte, 1640; Fotografía de la escultura renacentista de Miguel Ángel Buonarroti, David, 1504; Cuadro barroco David contemplando la cabeza de Goliat, 1610, de Orazio Gentileschi.)

1 de abril de 2011

Una precoz y dilatada vida en el Arte y una modelo ocasional, liberada hasta en su muerte.



Cuando en el año 1885 el joven rey español Alfonso XII falleciera en el Palacio del Pardo en Madrid, víctima al parecer de la tuberculosis, no encontraron artista más a mano para pintar su escena fúnebre que al niño pintor Fernando Álvarez de Sotomayor y Zaragoza. Había nacido en Ferrol, La Coruña, diez años antes, pero sus padres lo enviaron pronto a Madrid para estudiar Arte. Tanto destacaría el pequeño en su precoz habilidad artística que asombraría a maestros y entendidos de entonces. En el año 1899 consigue Álvarez de Sotomayor una pensión para viajar a Roma y ampliar sus conocimientos artísticos en la Academia española de la capital italiana. Más tarde en Holanda descubre la obra del pintor del barroco flamenco Frans Hals (1585-1666), cuyo fuerte colorido y técnica empastada marcaría el resto de sus creaciones artísticas. En el año 1906 consigue en Madrid gracias a su talento artístico su primera medalla en la Exposición Nacional de Bellas Artes. Viajará luego a Santiago de Chile en 1908 para impartir clases en la Escuela de Bellas Artes chilena, obteniendo, tres años después, la dirección de dicha academia. En Chile su influencia artística fue tal que crearía tendencia incluso, la llamada Generación de 1913, también conocida como Generación Sotomayor. En el año 1918 regresa a España para conseguir la subdirección del Museo del Prado y obtener después, en el año 1922, el cargo de director de esta gran pinacoteca española. En esa importante responsabilidad artística se mantuvo hasta el comienzo de la guerra civil en el año 1936. Luego de finalizada la guerra en 1939, volvería a ser director del Museo del Prado hasta su muerte, ocurrida en Madrid en 1960. Toda una vida dedicada al museo madrileño. Ha sido el director del Museo del Prado que más años ha estado a su frente. 

En los años que Álvarez de Sotomayor estuvo en Chile consiguió retratar a una jovencísima muchacha de la alta sociedad chilena, Teresa Wilms Montt (1893-1921). Pero no pasaría ella a la historia por eso sino por haber sido una curiosa escritora y una mujer rebelde y soñadora. Se comprometió dos años después de aquel retrato en un enlace matrimonial buscado por ella -un matrimonio no deseado por su familia-, una relación que, sin embargo, la llevaría a integrarse en un ambiente cultural y liberal que la atraería apasionadamente. Pero nada resulta gratis cuando el deseo es atropellado por la precipitación. Su marido, Gustavo Balmaceda, terminaría convirtiéndose en uno de sus más terribles dramas personales, al transformarse éste en un hombre celoso, alcohólico y obsesivo. Una relación de ella con un pariente de su marido acabaría siendo descubierta por éste. En una sociedad ultraconservadora como aquella sería demandada judicialmente por su esposo y terminaría condenada varios años por adulterio. Fue recluida en un convento en el año 1915, del cual un año después el poeta chileno Vicente Huidobro la ayuda a escapar. Marchan juntos a Buenos Aires y allí consigue publicar ella por fin dos primeros libros. También empezaría a disfrutar de una vida no antes conocida. Un amante que tuviera en Argentina hasta acabaría quitándose la vida por ella. Luego viajará a Nueva York en plena Primera Guerra Mundial y, a causa de sus apellidos alemanes, es detenida por la vigilancia aduanera. Tuvo entonces que marchar a España, país neutral, donde conocería a los escritores españoles más famosos de aquellos años. Al acabar la Gran Guerra en el año 1918 conseguirá visitar su adorada París. Pero allí, al terminar el año 1921, decidirá terminar con su vida dentro de la catedral de Notre Dame. Sin embargo, aquel pintor que la retratase cuando aún era una joven adolescente ilusionada, inocente y frágil, la sobreviviría todavía muchos años más pintando y retratando otras vidas modeladas...

(Cuadro del pintor español Fernando Álvarez de Sotomayor, Desnudo; Retrato de Fernando Álvarez de Sotomayor, 1910, del pintor chileno Ezequiel Plaza, 1882-1947; Óleo de Fernando Álvarez de Sotomayor, Orfeo atacado por las Bacantes; Cuadro de Fernando Álvarez, Cena de Boda Gallega, 1915; Óleo de Fernando Álvarez, Retrato de la duquesa de Medinaceli, 1917; Óleo de Fernando Álvarez, Retrato de joven escondiendo sus ojos; Cuadro del pintor Fernando Álvarez, Estudio para boda en Galicia, 1917; Fotografía del pintor Fernando Álvarez de Sotomayor; Grabado de una ilustración del fallecimiento del rey Alfonso XII, 1885; Cuadro de Fernando Álvarez, Retrato de Teresa Wilms Montt, 1908, derechos de la Galeria ArtValue; Fotografía de Teresa Wilms Montt.)

30 de marzo de 2011

El sublime valor de la emoción frente al enajenado material de la subasta.



No fue hasta mediados del siglo XVIII cuando se comenzaron a subastar las obras de Arte. Aunque sería a partir de la Revolución francesa cuando se activaría aún más el comercio del Arte. Posiblemente, los frustrados aristócratas franceses vieron entonces una salida económica viable enajenando sus tesoros artísticos, esos objetos custodiados por siglos y siglos de transmisiones familiares solariegas. Los británicos se beneficiaron además con la mediación en esas transacciones artísticas, ya que, a partir de entonces, se desarrollarían con una fervorosa compulsividad en su país. Pero, entonces como ahora, ¿qué valorará verdaderamente una obra de Arte? ¿Cómo se puede enjuiciar materialmente una emoción, una pulsión ahora, enamorada casi, hacia un lienzo artístico, sea el que sea? O, ¿es que sólo es algo económicamente tasable el Arte, sin nada más que lo valore? En Madrid, por ejemplo, en la Sala Alcalá, se subastaría en el año 2009 un cuadro barroco del pintor napolitano Andrea Vaccaro (1604-1670): Magdalena penitente. Ese lienzo alcanzaría entonces la cifra de 90.000 euros. Otra obra subastada ese mismo año, esta vez en la Sala Retiro, fue Coracero francés, datada en el año 1813 y firmada por el pintor español José de Madrazo. Esta obra consiguió venderse al Museo del Prado por 60.000 euros. Pero, lo verdaderamente curioso, lo que tal vez nos haga enajenarnos ahora a nosotros más que a las propias obras, fue el valor que obtuvo el cuadro contemporáneo del pintor alemán Martin Kippenberger (1953-1977): Bar de París. Esta obra de Arte conceptual -arte donde la creación se ejecuta más por su ideación o concepto que por su composición formal o espacial- se llegaría a subastar, en la Sala Christie`s de Londres, en casi 2,5 millones de euros.

Cuenta una parábola evangélica (Lucas, capítulo 15) que una mujer se percataría una vez de haber perdido un dracma en su casa, una sola moneda entonces de las diez que poseía...  Empezaría a buscarla por toda la casa, por las habitaciones, los armarios y sus cajones cerrados. Comenzaría de día, y no dejaría ya de hacerlo hasta encontrarla. Para buscarla mejor cuando la luz dejó de brillar, encendería una pequeña lámpara para ayudarse. Tendría también que hacer otras cosas en su casa, otras tareas, pero las dejó todas para solo buscar esa única moneda perdida. Eran diez las monedas que ella tendría, todo lo que ella tendría -monedas de muy poco valor además-, pero tan sólo ahora una, ¡una sólo!, habría perdido en su propia casa, no afuera de ella. Aun así, lo dejaría todo para dar con esa moneda..., aunque fuese sólo la décima parte del poco valor que ella tendría. Continuaría barriéndolo todo, mirándolo todo, ahora con su luz sostenida entre las manos... Así hasta que, por fin, la encuentra entre las rendijas ocultas de un oscuro suelo maltratado. ¿Qué valor tendría para ella esa pequeña moneda, tan sólo esa única, perdida y vulgar moneda ahora? ¡Todo el del mundo!

Así, como el dios que no cejará en valorar cada una de sus ovejas, con ese valor real y auténtico de la cosas intangibles y sus principios, esa leyenda sagrada nos inspirará para entender ahora algo más el verdadero valor de las cosas... Para que entendamos mejor la diferencia entre valor nominal y espiritual. El puramente económico y coyuntural, por un lado, del que tiene que ver ahora con las emociones, con las cosas que nos atarán, irresistiblemente, a alguno de nuestros deseos más viscerales y profundos. Algo, por lo tanto, que no tiene ningún valor cuantitativo. Que no puede enajenarse, ni trascender más allá de nuestra íntima sensación mental más poderosa. Porque ahí, en nuestra mente emocional, es donde radicarán los auténticos valores de la vida, esos que nunca podrán ser subastados ni enajenados... Porque de ahí -de nuestro interior más profundo- jamás podrán ya ser liberados, transmutados, catalogados, suplantados.... o enajenados.

(Cuadro del pintor alemán Martin Kippenberger, Bar de París, siglo XX; Óleo del pintor español Alejandro Ferrant, 1843-1917, Interior del Corgo, con una salida de 3.600 euros en una subasta en 2009; Cuadro del insigne pintor español Sorolla, Pescador, de 1904, subastado en 2009 en Sotheby's de Londres por 3,6 millones de euros; Cuadro del pintor barroco holandés Gerri Dou, 1613-1675, Una anciana sentada junto a la ventana con su rueca, subastado también en Sotheby's en el año 2009 por 3,5 millones de euros;  Óleo Coracero francés, 1813, del pintor español José de Madrazo; Cuadro del pintor Andrea Vaccaro, Magdalena penitente, siglo XVII; Cuadro del pintor italiano barroco Domenico Fetti, Parábola de la moneda perdida, 1622.)

28 de marzo de 2011

La pulsión más adolescente del genio creativo, su necesidad y su peligro: la melancolía.



Desde la Antigüedad griega se habría desarrollado la idea de que los seres humanos estaban compuestos de cuatro tipos de sustancias o humores: la bilis negra, la bilis amarilla, la sangre y la flema. El desequilibrio de una de ellas, su exceso, produciría la enfermedad que se relacionaba con la característica primordial de dicha sustancia. Así se establecieron también los temperamentos, las inclinaciones predeterminadas desde el nacimiento que provocarían, en su desmedida proporción, la personalidad que a cada humor correspondiera en el individuo. La bilis negra se asociaba a la melancolía, a la tristeza, la bilis amarilla se relacionaba con la agresividad, la sangre con la inclinación vitalista, receptiva o cambiante, la flema caracterizaba al individuo frío, tranquilo y analítico. Durante la Edad Media se afianzaría esa teoría helénica y así se llegaron a explicar las alteraciones mentales, unos trastornos que sufrirían los pacientes a causa de padecer esos desequilibrios humorales. De ese modo la melancolía pasaría entonces a ser un trastorno negativo, impropio de los seres inteligentes, individuos que, generalmente, se consideraban sanos y virtuosos. Estaba la melancolía por tanto más cerca de la desesperación, de los pecados capitales, de la sequedad, del frío, del otoño, de la tarde, del final de las cosas, de la vulnerabilidad o de la locura.

En los albores del Renacimiento un filósofo neoplatónico florentino, Marsilio Ficino, se dedicaría a traducir a Platón y Aristóteles y descubriría que el filósofo estagirita había elogiado la melancolía. Escribía Aristóteles: todos los hombres verdaderamente sobresalientes en filosofía, política, poesía o artes son melancólicos. Melancolía significaba por entonces genialidad. Los neoplatónicos como Ficino reconocían, al igual que Platón, al planeta Saturno por encima incluso del gran Júpiter. Y es que Saturno era la influencia cósmica más universal para los melancólicos. Significaba la prevalencia de la mente frente a la acción. Por tanto las mentes que se dedican a contemplar o investigar las cosas elevadas y misteriosas estarían influidas por Saturno. Y es por eso que los miembros de la escuela neoplatónica florentina se acabaron denominando también saturninos. Así que la poderosa -y a veces maléfica- influencia de Saturno en los seres humanos seguiría siendo entonces del todo incuestionada. El mismo Marsilio Ficino recomendaba el uso de talismanes para sopesar los posibles efectos negativos de ese planeta influyente.

Un siglo después el escritor inglés Robert Burton publicaría, en el año 1621 -en pleno periodo Barroco-, su libro Anatomía de la Melancolía. El personaje protagonista de la obra relataba ahora, sin embargo, una sensación personal contraria a la del Renacimiento: Yo escribo sobre la melancolía para permanecer ocupado y evitarla. En esta obra literaria barroca el autor trataba de compendiar todo el saber clásico para realizar una descripción completa y entretenida de la melancolía. Un mal al que, como dice, se encuentra por doquier y lo padece de alguna manera toda la sociedad; el mundo está trastornado y todos somos, de alguna forma, melancólicos. Porque no fue el Barroco sino el Renacimiento el que llevaría a reivindicar la figura imaginativa y creativa que favorecería la actitud melancólica. Esa idea renacentista se mantuvo hasta mediados del siglo XIX, cuando por entonces la nueva medicina psiquiátrica desarrollaría las teorías psicológicas que vaticinaban un aura depresiva y patológica al anteriormente mágico, inspirado y creativo acontecer.

En el año 1514, en pleno Renacimiento, el alemán Alberto Durero crearía su grabado sobre plancha Melancolía I. Fue uno de los tres grabados que realizara el pintor sobre ese estado emocional y que ha sido considerado como una de sus mejores obras maestras. De gran tamaño (234 x 189 cm), Melancolía I es el grabado de Durero más misterioso y complejo de todos los que creara. Porque es una alegoría del genio profano con los rasgos -para entonces- más intelectuales e imaginativos expresados así en una obra de Arte. En el grabado se sitúa una figura alada -símbolo de imaginación y creatividad- que representa al creador meditabundo, pensativo y triste. Actitudes que entonces se asociaban a los artistas, seres habitualmente melancólicos. En el grabado de Durero la imagen de la melancolía aparece ahora absorta, pero no ensimismada en tarea alguna que la ocupase distraído. Ahora el personaje retratado está absolutamente abstraído en su inactividad. Existen otros elementos en la obra que caracterizan el momento melancólico, hilvanados por la apatía y el abandono. Así vemos una balanza, un reloj, un cuadro mágico de orden cuatro -que actúa como un talismán, sus números en cualquier dirección siempre suman 34-, una escalera abandonada, un niño -infancia ingenua- , un perro dormido, así como un fondo impreciso de cierta lejanía enigmática. Y todo ello además con una luz extraña y adormecedora que levita en la obra poderosamente.

Antes de Durero la melancolía como alegoría sólo se representaba en grabados de medicina o en almanaques y calendarios. Se la consideraba en el medievo una enfermedad y se recomendaban remedios peregrinos o alquímicos para curarla. Pero, en esta obra de Arte renacentista, el artista alemán transformaría todo eso completamente: describiría la representación de una imagen inteligente, aparentemente estéril pero creativa. No es que no continúe el personaje su trabajo por pereza, sino porque piensa que carece ya de todo sentido hacerlo. Así que la obra de Durero sublimaría la melancolía y la relacionaría con el Arte. En la moderna psiquiatría el psicoanalista Jacques Lacan vino a crear en el siglo XX el concepto de objeto a.  Significa el deseo inalcanzable, por tanto, el objeto causa de ese deseo inalcanzable. El ser humano en sus deseos está motivado o por sus instintos o por sus pulsiones. Pero las pulsiones, a diferencia de los instintos, son motivaciones psíquicas causadas por la experiencia vivida en la infancia -relación maternal y paternal-, y que se aprenden o modifican con las emociones aferradas al deseo. Contrastan con los instintos, elementos más irracionales y primitivos de nuestro subconsciente genético. Aquí se sitúa la sutil diferencia entre lo creativo y lo que no lo es: a mayor impulso desiderativo mayor creatividad. Porque esas son las características del artista: un ser diferente, genial, inspirado, sensible, simbólico..., pero, sobre todo, sometido a sus pulsiones y, por tanto, huraño, descuidado, desprendido, melancólico. Desde el Renacimiento se habría configurado ya un mito bohemio en el Arte: el del creador abandonado. Un mito que ha prevalecido hasta ahora. Una personalidad especial, una que tratará de mantener su distancia con el mundo, con sus evoluciones, con sus aspavientos o con su mediocridad.

(Grabado sobre plancha de Alberto Durero, Melancolía I, 1514; Óleo del pintor barroco italiano Domenico Fetti, 1589-1663, Melancolía, 1620; Cuadro del pintor Edvard Munch, La Melancolía, 1895; Óleo del pintor español Eduardo Úrculo, 1938-2003, Melancolía, 1982; Cuadro del pintor postimpresionista francés Paul Sérusier, 1864-1927, Melancolía, 1890; Cuadro de la artista actual española Cati Zajón, Melancolía, 2008, en donde observamos el efectivo contraste entre una época alegre, desinhibida, expansiva -mostrada por la estética desenfadada de los años veinte-, y la expresión claramente acongojada de la modelo, toda una paradoja que el Arte, como siempre, nos ayuda a dilucidar.)

24 de marzo de 2011

Cuando la búsqueda es sólo lo que importa, no se sabe de qué, sólo la búsqueda.



Habían pasado dos años desde la derrota del rey Rodrigo en aquella famosa batalla del río Guadalete. Entonces los musulmanes cercaron las murallas de la ciudad extremeña de Mérida en el año 713. Con un ejército de más de diecisiete mil hombres, la mayoría árabes, consiguieron los invasores que la ciudad hispano-visigoda claudicara para siempre. Los sitiadores pusieron sus condiciones. Primero, se permitiría abandonar la ciudad a todos los que quisieran hacerlo, a cambio, sólo podían llevarse los bienes que pudiesen transportar. A los demás -a los que se quedaran- se les respetarían sus propiedades, salvo a la Iglesia, que las perderían todas. Así que, según cuenta una antigua leyenda hispana, siete obispos tuvieron que huir de la sitiada ciudad de Mérida con los tesoros y las valiosas reliquias que pudieran esconder. Al parecer huyeron hacia Lisboa, en Portugal, y corrió el rumor que embarcaron y marcharon lejos, muy lejos, hacia un lugar allende el océano donde fundaron una ciudad llamada Cíbola y otra llamada Quivira, ambas llenas de tesoros y construidas con oro y piedras preciosas.

La leyenda caló en el imaginario de los cristianos españoles de entonces, que no dejaron de pensar en conseguir algún día encontrar aquellas maravillosas ciudades. Algunos años después una morisca de Hornachos -población cercana a Mérida- había profetizado un destino trágico para los que persiguieran la mítica y anhelada ciudad de Cíbola. Otra historia musulmana que arraigó en la España medieval fue la de un personaje legendario de la mística sufí, Al-Khidr, o el verde, llamado así porque una vez andando por el desierto se detuvo a descansar en un lugar que, de pronto, se volvió paradisíaco, lleno de árboles y con mucha agua y un gran verdor. Eso se interpretó entonces como un símbolo de conocimiento y vida eterna. Toda una descripción de la mítica fuente de la vida, la juventud y la eternidad. De ese modo la idea de la fuente de la juventud se convirtió en otra leyenda a perseguir cuando, por el Renacimiento, la historia trajera nuevas tierras por descubrir más allá del océano peligroso. Así fue como el explorador español Juan Ponce de León (1460-1521), al tener conocimiento de que al norte de la isla de la Española podía existir tal fuente maravillosa, se dirigió en el año 1513 hacia una costa que resultaría ser la noreste de la actual península norteamericana de Florida. Acabaría por descubrirla y regresaría luego a Cuba frustrado sin haber hallado más que manglares, lagos, caimanes o indios. Pasados los años, en 1527, el rey Carlos I de España decide comisionar al adelantado Pánfilo de Narváez para conquistar La Florida. Desde Sanlúcar de Barrameda (Cádiz) salieron cinco barcos y seiscientos hombres para acabar llegando a la península de la Florida en abril del año 1528. Trescientos hombres desembarcaría Narváez en esas tierras, internándose en un territorio salvaje de indios hostiles a la búsqueda del codiciado oro.

Narváez fue un hombre brutal y decidido que no dudaría en utilizar la violencia para conseguir lo que quería. Sin embargo, la respuesta de los indios y la dura naturaleza le hizo desistir de la expedición. Decidió entonces navegar cerca de la costa hasta alcanzar Méjico, pero una gran tormenta acabaría por hacer naufragar todas sus embarcaciones, terminando casi todos ahogados cerca de la desembocadura del río Misisipi. Todos perecieron, excepto cuatro hombres: Alonso del Castillo Maldonado, Andrés Dorantes, Esteban el esclavo y el explorador Alvar Núñez Cabeza de Vaca (1490-1560). Estos cuatro hombres llevarían a cabo, sin embargo, la más extraordinaria aventura vivida entonces en América. Recorrieron a pie, durante casi ocho años, todo el sur de lo que hoy son los Estados Unidos, bajando luego hasta alcanzar la ciudad de Méjico, capital de la Nueva España. Descubrieron lugares extraños con pueblos indígenas que les hablaban de ciudades llenas de tesoros. Tan dura fue la experiencia que Dorantes tiempo después, cuando el virrey de Méjico Antonio de Mendoza le propusiera dirigir otra expedición, rechazaría tajantemente la aventura de descubrimiento; lo que él deseaba era regresar a España lo antes posible. A cambio Dorantes le ofreció al virrey su criado bereber Esteban, el cual le indicaría dónde se encontraban aquellos nativos que les habían contado aquellos relatos.

El virrey acude entonces a un franciscano ilustrado y aficionado a la geografía, fray Marcos de Niza, para que, junto al esclavo Esteban, organizaran una expedición hacia lo que, supuso el fraile, eran aquellas ciudades legendarias que tanto había leído sobre las leyendas de Cíbola y Quivira. La expedición fue, sin embargo, un total fracaso desastroso. El moro Esteban acabaría muerto por los nativos y fray Marcos regresaría trastornado, contando que había visto a lo lejos una gran ciudad maravillosa, una más grande incluso que la gran Tenochtitlan -la Ciudad de México-. Animó a todos con sus fabulosas historias de tesoros, joyas, perlas, esmeraldas y demás piedras preciosas. Todo un gran alarde de imaginación que sus horas de ávida lectura legendaria le habían llegado a provocar. Poco bastó para que se organizara, en el año 1540, el más ingente viaje de descubrimiento para conquistar esas tierras y sus fabulosos tesoros. Al mando de la expedición se encontraba Francisco Vázquez de Coronado (1510-1554), el cual, con más de trescientos hombres y cientos de indios, se encaminaría desde Sinaloa hasta las tierras situadas más al norte de Arizona. El viaje de esos hombres alcanzaría incluso el alejado territorio de Kansas, en pleno centro de los actuales Estados Unidos. No consiguieron encontrar entonces nada más que tierras, nativos, culebras, alacranes y sol.

Buscaron, sin éxito, el oro y la mítica ciudad de Quivira. Hasta un indio les llegaría a contar que existía un lugar así, como les había relatado fray Marcos. Todo falso. Sólo llegaron a encontrar un asentamiento de indios llamados Zuñi, un lugar al que pensaron se trataba de Quivira, acabando finalmente por llamarlo así. Desde ese lugar, una pequeña expedición mandada por García López de Cárdenas marcharía hacia el noroeste. Lo único que Cárdenas descubrió fue un maravilloso tesoro natural, el Gran Cañon del Colorado, realmente el único tesoro que aquella expedición llegaría a descubrir. Francisco Vázquez de Coronado regresó a la Ciudad de Méjico cansado y agotado en el año 1542, ahora sólo con cien de todos sus desesperados, aventureros y soñadores hombres. La expedición había sido un total fracaso al igual que las anteriores. Desde entonces la búsqueda dejaría de dirigirse hacia el norte. Los avezados aventureros, los buscadores de aquellas míticas ciudades de Cíbola y Quivira, terminarían volviendo ahora sus ojos hacia el sur del continente. No podían ya dejar de hacerlo, de buscar, de seguir buscando... Necesitaban seguir persiguiendo todos aquellos antiguos sueños de su infancia. Unos sueños que, desde niños, les habían llenado el alma y la cabeza de algo que nunca, nunca, acabarían ellos mismos por comprender del todo: que ese sueño idílico estaba tan sólo en sus deseos de ir más allá de sí mismos, de sus propias miserias, limitaciones, bajezas, desesperanzas y anhelos.

(Cuadro del pintor norteamericano Frederic Remington, 1861-1909, Expedición de Coronado, siglo XIX; Parte izquierda del tríptico del Bosco, Óleo del Jardín de las Delicias, en donde se observa ya la Fuente de la eterna Juventud, 1490; Grabado medieval de una imagen de ejército invasor musulmán; Grabado de una ilustración con el retrato de Alvar Núñez Cabeza de Vaca; Grabado con el retrato de Juan Ponce de León; Grabado con el retrato del conquistador español Francisco Vázquez de Coronado.)

Vídeos de Ponce de León, de Alvar Núñez Cabeza de Vaca y del Gran Cañón:

22 de marzo de 2011

La antinomia de la belleza y la virtud en la creación artística y sus creadores.



Cuando muy joven marchara a Italia el pintor barroco español José de Ribera, acabaría desarrollando allí toda su excelente vida artística hasta el final de sus días. Viviría primeramente en Roma durante muchos años, hasta que, huyendo por sus desproporcionadas deudas, acabara refugiándose luego en el por entonces virreinato español de Nápoles, un lugar en donde pudo ahora recuperar su posición social y su dedicación artística gracias a su origen hispano. Pero en Nápoles demostraría el pintor barroco español su verdadera personalidad, tanto la creativa como la personal propia, esta última mucho más real y oscura que las de sus creaciones artísticas tan tenebrosas. Consiguió realizar en Italia las obras maestras más extraordinarias del Arte tenebrista barroco. Su realismo, su perfección, su tonalidad y sus ágiles recursos para la anatomía humana le consagrarían para siempre en la historia del Arte. Pero, sin embargo, así como tuvo Ribera una gran habilidad artística para el claroscuro tenebrista, también mantuvo una propia personalidad peculiar para otra muy oscura tendencia parecida... Porque entonces un egoísmo radical, un desalmado, cruel, despiadado y asesino egoísmo, le llevaría a Ribera a participar junto a otros dos pintores italianos en una organización mafiosa y artística inédita, una agrupación de pintores sindicados para apartar de Nápoles a todo aquel artista competidor que deseara consagrar allí su labor creativa. De esa manera fue como se formaría el Cabal de Nápoles, una asociación criminal y artística desarrollada entre los años 1620 y 1641 en la ciudad de Nápoles. Aunque luego acabaría incluso prolongando su influencia maléfica hasta casi mediados del siguiente siglo. Ese grupo violento llegaría a sabotear obras, coaccionar pintores y, en el peor de los casos, hasta llegar a mandar asesinar a algunos artistas, creadores o pintores que osaran practicar su Arte en la prolífica ciudad tan artística de Nápoles.

La afición de Adolf Hitler por el Arte pictórico en su Austria natal es conocida. Aunque sus creaciones pictóricas fueron precoces, inferiores y carentes de interés para la época. Sin embargo, sí hubo un apreciado y formado pintor alemán, Adolf Ziegler (1892-1959), que llegaría a pertenecer al nazismo y sería además encargado por Hitler para depurar las obras de Arte modernas en Alemania. También a los artistas indeseados por entonces -la época del poder nazi en Alemania-, unos pintores y unas creaciones a los que los nazis acabarían por denominar degenerados. Este pintor alemán comenzaría a componer en un estilo modernista acorde a la época de principios del siglo XX, estilo, sin embargo, impropio de la influencia artística nazi posterior. Porque luego acabaría Ziegler manifestando en los años treinta una tendencia mucho más realista, un estilo artístico muy del gusto de Hitler y su corte nazi. A pesar de haber expresado el pintor sus dudas por el éxito de las campañas bélicas finales del nazismo, pudo salvarse de un internamiento ordenado por la Gestapo gracias a la intervención del propio Führer. Pero al final de su vida, después de la guerra mundial, no pudo ya volver a dedicarse a su carrera artística, acabando sus días retirado del Arte en su Baden-Baden natal.

La sensibilidad artística no es, de por sí, más que eso: artística. Es decir, permitirá crear y elaborar elementos de belleza que nos inspiren y seduzcan, pero ahí, en ese hecho artístico, radicará exclusivamente ese tipo de sensibilidad. Sus autores no tienen por qué ser seres de una sublime, virtuosa y magnánima sensibilidad humana. De hecho, posiblemente los creadores artísticos sean los paradigmas más evidentes para entender la contradicción más humana en nuestra especie, para comprender ahora esa antinomia que nos demuestra cómo somos realmente los seres humanos: seres, además de brillantes, poliédricos, ambivalentes y oscuros... La acción de generar belleza, entenderla y plasmarla, hasta de desearla admirar incluso, no garantizará al sujeto actor de la misma de ninguna capacidad para expresarla también así hacia los demás... Quizá sea esta la diferencia: los demás. Es así probablemente como funcionará el mecanismo psíquico por el cual distinguiremos la belleza cuando es creada de cuando es dirigida hacia los otros. Es decir, que para ser totalmente sensibles deberemos entonces no solo distinguir el equilibrio espacial, proporcional o estético de una creación formal, sino también saber cuándo aquélla -la belleza- es emocionalmente dirigida ahora hacia el mundo de los seres humanos, de todos los seres humanos que lo habiten, admiren y compartan. Esos mismos seres humanos que merecen siempre toda aquella belleza del mundo para, ahora también, poder así además recibirla, admirarla, ofrecerla o crearla sin dolor.

(Cuadro del pintor alemán Adolf Ziegler, Desnudo, siglo XX; Óleo del pintor español barroco José de Ribera, El pie varo, 1642, Museo del Louvre; Fotografía de la inauguración del Museo de Munich en el año 1937, con Hitler y el pintor Adolf Ziegler segundo por la derecha; Cuadro del pintor José de Ribera, San Jerónimo, 1664.)

21 de marzo de 2011

Sólo para el primero la gloria engañosa del laurel, o cuando el premio necesitado nos acucia...



Según cuentan las historias el gran poeta latino Virgilio (70 a.C.-19 d.C.) en su lecho de muerte, justo antes de expirar, le rogaría al emperador romano Octavio Augusto que destruyese su gran obra épica La Eneida. En ella había relatado la gesta mitológica de la creación de Roma -basada en la tradición homérica de Troya- siguiendo incluso los propios deseos del emperador por entonces. El poema cuenta cómo el héroe troyano Eneas supera todas sus aventuras y viajes hasta llegar a Roma. Y terminará luego hasta por conquistar las tierras y pueblos que acabarían conformando inicialmente el posterior imperio romano. En uno de sus libros describe Virgilio el momento en el que el héroe, ya en tierras italianas, decide celebrar unas gestas donde compitan y luchen todos sus aventureros hombres. El poema virgiliano, resumido y adaptado, dice en una ocasión: Así que ánimo y celebremos todos alegre ceremonia: invoquemos a los vientos... Dispondré en primer lugar un combate de las naves más veloces, y además el que valga en la carrera a pie, o el que osado de fuerzas llegue más lejos con la jabalina o con las rápidas flechas, o el que se anime a presentar batalla en la dura lucha con los puños; acudan así todos y aguarden el premio de la merecida palma. En la ensenada litoral desde donde ahora Eneas los observa se disponen cuatro naves a partir para la épica competición gloriosa. Al final, cuando las naves van llegando después de una lucha enconada, el poeta continuaría escribiendo: Unos temen perder una gloria propia y un premio ya ganado, cambiarán su vida por la victoria; a otros el éxito les alentará: pueden porque creen que pueden. Cloanto, uno de ellos, es ahora el gran vencedor. Sigue el poema de Virgilio diciendo: Entonces Eneas a todos convoca y, con la gran voz del heraldo vencedor, proclama ganador a Cloanto, que con el verde laurel recubrirá sus sienes...

Todo va al ganador. Desde la más ancestral historia de los humanos la emoción de la victoria se habría asociado siempre a la supervivencia o la lucha. Pero es más que todo eso, es una sensación de plenitud y justificación que nos elevará, incluso, por encima de nuestras propias miserias. Se inicia en la infancia más precoz cuando lloramos con fuerza y resonancia para atraer así la vida que queremos. Luego continúa cuando deseamos ganar una pareja sexual, algo que, siguiendo nuestra llamada genética, necesitaremos entonces como lo único que -así pensamos- existe ahora en el mundo para nosotros. También, tiempo después, cuando arrebatamos a los demás lo que creemos que es nuestro, que es justo que es nuestro. Y, más adelante, cuando desesperados urgimos a la vida a que nos rodee de triunfos, de aclamaciones, de orlas, aplausos o guirnaldas. Y esto es así porque ya no podremos vivir sin dejar de sentir que, aún, no hemos dejado de ser aquel niño indefenso, desamparado, precario y expuesto a las fuerzas telúricas del mundo y de los otros. Sólo el estímulo del Arte y la recreación cultural que obliga nos salvará de esa obsesión...  A veces, sólo a veces, nos salvará de la urgencia de ser el primero, de la ineludible querencia de ser el primero, el único, el que solamente saboreará las mieles de los laureles colocados ahora, sin embargo, efímeros en nuestra cabeza. Unas veces en público pero, también, muchas otras tan sólo frente a nosotros mismos, ya que seremos al único que nunca podremos engañar con ninguna falsa victoria...  La burla o la impostura del premio mal ganado sólo servirá al que busca la efímera recompensa material. Porque habrá otra recompensa, otra clase de victoria que no requiera de orlas ni laureles, que no busque testigos, ni siquiera papeles, tan sólo la certeza propia nuestra de haberlo logrado... frente a nadie.  De, por fin, haber conseguido así llegar a lo que nos urge alcanzar a veces, irracionalmente casi, para poder demostrarnos a nosotros mismos que somos, que seguimos siendo, algo más que lo que somos...

(Óleo del pintor barroco holandés Ferdinand Bol, 1616-1680, Eneas en la corte de Latino, entrega a Cloanto la corona ganadora de la carrera de naves, 1661, Amsterdam; Cuadro del pintor británico Frank Bernard Dicksee, 1853-1928, Victoria, un caballero es coronado con una corona de laureles, siglo XIX; Grabado de un relieve griego de los antiguos corredores helenos; Óleo del pintor impresionista francés Claude Monet, Las Barcas, regatas en Argenteuil, 1874, Museo de Orsay, París.)

20 de marzo de 2011

La recompensa más brillante de los dioses a la más grandiosa generosidad.

 

Cuenta la mitología griega que Quirón fue un centauro -mitad hombre, mitad caballo- que, a diferencia de sus hermanos más salvajes, poseía una sabiduría que le permitía curar, aconsejar, enseñar y consolar a los demás. Para ser el monstruo que su madre rechazase había conseguido, sin embargo, una excelencia impropia de sus orígenes brutales e incultos. Quirón llegaría a ser médico, músico, filósofo y acabaría llegando a dominar el arte de la guerra y la caza. De ese modo crecería su fama y terminaría siendo maestro y preceptor de muchos héroes de la mitología. Aquiles fue uno de ellos, pero también Orfeo, Jasón, Ulises o Teseo disfrutaron de sus sabias enseñanzas. Pero el centauro Quirón, como hijo del todopoderoso dios primigenio Cronos, era un ser inmortal. Así que sus enseñanzas debían ser además una inevitable y bella forma de justificar toda esa sabiduría acumulada de siglos, todo un conocimiento que, sin parar, crecería y crecería con los años. Debía Quirón, por tanto, necesitar transmitir con toda esa sabiduría la insoportable conciencia de la vida permanente. Pero resultó que, una vez, cuando uno de sus famosos alumnos, el poderoso Heracles, sin querer -accidentalmente-, le hiriese con la punta de una flecha envenenada comprendió Quirón entonces el verdadero valor del sufrimiento. Ese veneno contenía la sangre emponzoñada de la Hidra y, por ello, sin antídoto y fatal. La Hidra era una terrible serpiente vil y asesina de muchas cabezas a la que Heracles mataría en uno de sus encomendados y difíciles trabajos para liberarse.

La herida de Quirón fue nefasta y letal, pero, como no podía morirse -era inmortal-, padecería así el más duro e infinito de los tormentos. Ni siquiera su sabiduría le pudo ayudar, ni pudo curarse ni pudo calmarse, ni pudo esperar nada de la vida ni del mundo. Su dolor era permanente, imposible de padecer a un mortal, ya que éste, al morir, habría sucumbido también a su propio dolor, habría acabado el sufrimiento al acabar su vida para siempre. No pudo más el centauro Quirón que tratar de sublimar su propia sabiduría para resolverlo. Comprendió que la única forma de superar ese sufrimiento era dejando de ser inmortal.   La poderosa venganza del dios Zeus cuando Prometeo robó y entregó el fuego a los hombres fue despiadada y brutal. A parte de castigar a la humanidad con los males de Pandora, ordenaría al dios Hefesto que encadenara a Prometeo en uno de los más altos riscos de la cordillera del Cáucaso. Allí enviaría Zeus todos los días un águila para que devorase, poco a poco, las entrañas del atrevido titán. El destino de Prometeo estaba designado y su muerte era cuestión de tiempo. Entonces Zeus echaría una maldición al titán amigo de los hombres: Su tortura duraría hasta que alguien consintiera sufrir en su lugar, padecer como él pero de una forma libre y voluntaria. Heracles avisaría a Quirón de esta decisión de Zeus. El sabio centauro lo vio claro entonces, se cambiaría decidido por Prometeo cediéndole su propia y sensible inmortalidad. De ese modo Quirón pudo escapar a su eterno sufrimiento. Dio un último suspiro y descansó. A cambio los dioses premiaron al centauro desdichado situándolo, luminoso, entre una de las constelaciones más brillantes del universo, la que lleva su nombre. También así, curiosamente, gracias a su decidida generosidad, conseguiría el centauro Quirón permanecer de nuevo, para siempre, del todo inmortal, brillante y poderoso.

(Óleo del pintor irlandés James Barry, 1741-1806, La educación de Aquiles por Quirón, 1772; Fotografía de las estrellas Omega Centauri, de la constelación Centauro, Observatorio Sur Europeo, 2008; Cuadro del pintor barroco holandés, Dirck van Baburen, 1595-1624, Vulcano encadenando a Prometeo, 1623; Óleo del pintor alemán Christian Griepenkerl, 1839-1912, Prometeo, siglo XIX.)