9 de julio de 2011

Parte I. La regresión como un fenómeno salvífico, o cuando volver es lo importante.



En el otoño del año 1988 se publicó un anuncio en un periódico con el que la Fundación de los Ferrocarriles Españoles pretendía dar a conocer el XIII premio que organizaba de Narraciones Breves Antonio Machado. Las bases del mismo dejaban claro que el tema de la redacción debía tratar, en primer o segundo plano, sobre el ferrocarril. Así que, inspirado por haber utilizado por primera vez hacía tres años un antiguo expreso coche-cama, hoy desaparecido, me atreví a presentar a ese consurso literario el relato breve El Regreso. Relato del cual lo único que recibí fue un acuse de recibo, eso sí, con el número de salida de la comunicación así como el de referencia para cualquier consulta, aclaración o reclamación que pudiese interpelar.

La terapia regresiva es una de las psicoterapias que todavía se pueden realizar para ayudar a aquellos pacientes que, encerrados en sí mismos, no consiguen mejorar con cualquier otra. Concretamente, la llamada Regresión de Edad permitirá acceder a la memoria oculta de la vida del individuo. La hipnosis suele ser uno de los procedimientos para conseguirlo, aunque no el único. Hay otras terapias para acceder a los estados alterados de la conciencia, como la relajación profunda. En este tipo de psicoterapias se pretenderá llegar a la conciencia profunda del sujeto, contemplando ahora su oculto pasado para traerlo así, poco a poco, hacia su presente, comprendiéndolo.

Con la maravillosa experiencia del viaje y de la introspección que se consigue en los compartimentos ferroviarios, pretendí manejar por entonces conceptos como la inocencia, la falsedad, la utilización ajena, la traición, la frustración, la vulnerabilidad ante el deseo y el regreso, entendido este último como aquella forma balsámica de encontrar la salida del laberinto, ese hilo de Ariadna que, a veces, nos ayudará a comprender, después de un maravilloso o azaroso viaje, que regresar a gusto, regresar con sentido, o simplemente regresar, es el mejor de los éxitos conseguidos en esa huida.

Relato breve. El Regreso, parte I:

Sólo una línea horizontal hacia el oeste de la esfera, desde su centro, apreciaba de lejos: las nueve menos cuarto de la noche. Había salido un momento a acariciar la brisa fría que recorría el andén, sentí su presencia y me entregué a su compañía. Era la única cosa que acudía a despedirme; parecía que había atravesado toda la ciudad para estar allí conmigo. Aún, por tanto, quedaban quince minutos para que el empleado cerrara las puertas del vagón. Siempre queda algún tiempo para cerrar las puertas de algo. A mí, aquella noche, se me cerraron todas las puertas.
- Edmundo, dime, ¿vendrás esta noche?
- No sé, es que…
- Nada, nada –cortó Enrique-, te recogeré a las ocho.
A los pocos días de llegar conocí a Enrique. Él había contribuido, más de lo que yo entonces hubiese sido capaz de entender, a hacer mucho menos solitaria y menos definitiva mi estancia en la ciudad. Cuando llegué lo hice ilusionado, suelto –como la ropa nueva recién estrenada-, alegre, confiado, seguro. Todo fue sobrevenido como siempre lo imaginé. Necesitaba venir, necesitaba hacerlo. Siempre, en la vida de todo hombre, hay un momento el cual sabes que es el tuyo. Así lo entendí yo entonces. Sentía un hondo deseo de triunfar. Antes de que lo hiciera Enrique, me había telefoneado mi hermano Juan; esta llamada fue, sin embargo, mi único contacto palpable con mi pasado. Mi pasado, una estación ya visitada, vieja y pequeña, pero entrañable.

Al colgar el auricular pensé, bah, por qué no, salgamos hoy. Enrique sabía mi falta de decisión en ciertos casos, y, sobre todo, mi falta de amigos. Había llegado yo para sustituir a un anciano profesor, hospitalizado además, de un instituto de enseñanza media de la gran ciudad. Gracias a esa anónima y contingente baja pude obtener la oportunidad deseada desde siempre, salir del pueblo, salir de una sala de espera asfixiante, incómoda y sin ventanas. Me preparé enseguida y a poco más de las ocho sonó insistente el timbre. Enrique era el encargado de la cátedra de idiomas, hombre resuelto, rápido, vivaz, algo incómodo para los intransigentes de la tranquilidad. Conectamos desde el principio. La evasión en él era fundamental. Recorrimos casi todo el soportal animado de la avenida principal. Hola Enrique, dejaron caer unos labios seductores. Él se acercó rápidamente, dejándome mirando el panorama. Observé cómo se besaron y, muy poco después, reanudábamos el paso.

Llegamos entonces a una estancia curiosa, diferente; la entrada era pequeña y baja, lo recuerdo bien porque me di en la cabeza ligeramente. Al pasar el umbral sólo percibí unas lámparas de luz roja difuminada por el interior del local. Y un aroma, un olor difícil de recordar pero fácil de distinguir, profundo, húmedo, viejo. También era pequeño todo, no sólo la puerta, en ese extraño lugar al que me había llevado Enrique. Un hombre pequeño, en una pequeña mesa, esperaba; esperaba sentado, como si hubiese perdido un tren en una noche de invierno. Yo seguía a Enrique mecánicamente. Esa mañana en un descanso habíamos hablado un poco, yo le insinuaba mis deseos de aprovechar mi estancia en la ciudad, sabía que él la conocía bien, que podía ser para mí un perfecto cicerone personal. No tardó en reaccionar y me propuso ir esa misma noche a un lugar interesante. No llegamos a intercambiar palabra alguna en el recorrido que separaba desde donde nos encontramos a la chica de los labios seductores, hasta esta pequeña mesa en la que, ahora, nos encontrábamos delante.

La manecilla subía imperceptiblemente, el caso es que se separaba más y más del cuarto hasta alcanzar el norte. Un tren ahora iniciaba la llegada, lentamente, por la vía más distante al andén en donde mis huellas se perderían para siempre. El frío, al avanzar mi cuerpo hacia la última puerta que se me cerraría, chocaba bruscamente contra mi rostro y parecía, en un gesto de violencia, despedirse así, triunfalmente, de mis mejillas. Un mozo de equipajes en dirección contraria a la mía guiaba un pequeño y vacío transporte de maletas; éstas, probablemente, ya se encontrarían a cubierto. Era el único que entonces no iba, andaba o corría, en mi sentido. Parecía raro que no se marchara también de allí, que sólo quedara el frío. Me alegré de no ser mozo ni carrillo, ni familia que separa sus manos y sus labios del viajero que, como yo, subía difícilmente la escalerilla.

Enrique no lo dudó un instante, acercó la silla y se sentó. Aquel hombre pequeño no movió ni siquiera el dedo índice, único extremo visible de su cuerpo y, posiblemente, móvil que tenía.
- Siéntate –me susurró Enrique.
El dedo índice ahora se quebró -mis pupilas se habían centrado sólo en esa insólita figura-, giró la mano hacia un vaso vacío y, elevándolo suficientemente, lo dirigió a los ojos de un joven situado en la parte opuesta a la entrada.
- ¿Qué desean? –dijo con voz tajante y sorprendentemente clara, después que ésta se produjera en una garganta inundada de alcohol y de humo.
- Venimos por la esencia –respondió Enrique.
¿La esencia -pensé yo-, qué significaba eso? No había terminado de abstraerme en la idea cuando mi tobillo recibió un roce suave pero decidido.
- ¿Poseen el valor para pagarla?
- ¿Cuánto quiere?
- La vida no tiene precio –sentenció el viejo y embriagado hombrecillo.
- Bien, póngale usted uno –respondió retador Enrique.
Esta vez no pudo contestar aún, las palabras se le ahogaban de nuevo. Dejó el viejo hombrecillo pasar un tiempo, el cual bastó para que mi acompañante me mirase con ojos confiados y seguros. Al poco, continuó sentenciando:
- Muchos hombres han querido conseguirlo todo, llegar a una meta, a un final, cada vez más alto, más lejos, más grande. Y para ello no han –de nuevo volvía a mojar las palabras, o las ideas, más lentamente si cabe- vacilado en anteponer su trayecto a todo lo demás.
Enrique parecía dejarle hablar; pretendía algo y no quería estropear el resultado. Continuó diciendo el misterioso hombrecillo:
- Créanme, sólo se vive una vez; y el lugar que hemos transitado no aparece más a nuestros ojos.
Con esta sentencia trágica finalizó el contenido del vaso y ya no volvió siquiera a levantarlo en dirección al joven sirviente.
- Estoy dispuesto a llegar a un acuerdo –espetó Enrique.
- El mejor acuerdo es aquel que uno se hace a sí mismo. De todas formas siempre se es libre para elegir, para vivir, para morir...
- Dígame, ¿qué desea por un frasco de esencia?, insistió Enrique, esta vez más sosegado y como dejando caer lenta, pero ceremoniosamente, las palabras.
- Cien mil –contestó, volviendo en esta ocasión, solamente, a cubrirlo todo de espeso e irritante humo.
- Está bien –tardó en decir mi compañero. Mañana vendré a recogerlo, le traeré el dinero.
No había transcurrido ni medio minuto cuando nos empapábamos con el agua que, regularmente y con fuerza, resbalaba por nuestros vestidos arrugados. La avenida se encontraba desierta ahora. Qué contraste con algunos minutos antes. Estaba deseando llegar a alguna parte para poder escuchar a Enrique y saber, de una vez, qué era eso de la esencia y a qué maldito lugar me había llevado.

Pude llegar hasta mi compartimento después de que evitara a una señora gruesa que, con su hijo y una maleta tan gorda como ella, se dirigía hacia la puerta de salida, no sin maldecir el momento por el hecho de haberse equivocado de vagón. Abrí la estrecha puerta, encendí la luz, que a modo de lámpara se situaba en la pared, y cerré el seguro como queriendo separarme del resto con la seguridad que ofrece un cerrojo en una estancia pequeña y acogedora. Ya no tenía que soportar el frío de la noche, probablemente éste se habría cansado de esperar.

Sólo cesó de llovernos cuando traspasamos, empujándola, la puerta del Diamante, único establecimiento, al parecer, que carecía de derecho de admisión; se encontraba como una estación terminal a la hora más importante. Afuera seguía lloviendo. Enrique avanzaba decidido, sin hablar, rápido, expedito. Daba la impresión de ser una de esas locomotoras que en el antiguo Oeste descosían, literalmente, las manadas de Búfalos para poder continuar. Yo seguía detrás, como vagón encarrilado, imposible de detener. Al momento observé cómo una mano sobresalía de la superficie humana. Entonces los ojos de Enrique se dirigieron, y con ellos todo lo demás, hacia donde la señal se encontraba.
- ¿Dónde estabas? –preguntó la mujer más hermosa del grupo.
- Por ahí, le he enseñado a Edmundo un poco la ciudad.
Yo ya había llegado a la pequeña reunión que formaba el grupo, y supe que era pequeña y que era un grupo algo después. No dejé de mirar aquel rostro hermoso, entre otras cosas porque el hueco que yo ocupaba no me permitía girar, ni tan siquiera, los ojos.
- Os presento a Edmundo, el nuevo profesor. Dispuesto a triunfar.
Todos me saludaron; pero, al llegar a ella, que se situaba justo enfrente, mi gesto me delató.
- Edmundo, ésta es Verónica.
- Encantado, dije; fue lo primero que dije desde hacía tiempo y me salió sin tono casi.
Ella sonrió brevemente, sin dejar de inhalar el humo de su cigarrillo.
-Hola Edmundo, bienvenido.
Iba a decir gracias pero Enrique se interpuso para pedir una copa, ya que no había otra forma de hacerlo en ese desaireado y cargado lugar.
Continuará.)

(Poster Carga Nocturna, del artista inglés Terence Cuneo, 1907-1996; Cuadro del pintor impresionista francés Claude Monet, Tren en la nieve, 1875; Óleo Tiempo paralizado, del pintor surrealista belga Renè Magritte; Cuadro del artista español actual José Manuel Gómez, Tren para unos cuantos; Cuadro del pintor español actual Ricardo Sánchez, Estación de Aranda de Duero; Óleo del pintor inglés Terence Cuneo, Nostalgia, 1983, con la curiosidad de que el niño que aparece en el cuadro viendo pasar el tren fue el adulto que lo encargó.)

3 de julio de 2011

Modernidad e Historia: una sacralizada plaza, un mercado afrancesado y un diseño innovador.



Cuando Sevilla fuera reconquistada a los árabes por el rey Fernando III de Castilla en el año 1248, algunos moros que le acompañaron en su ejército se asentaron entonces en un lugar descampado de la ciudad. En ese lugar, en su subsuelo árabe, dormitaban ocultos restos del glorioso pasado hispano-romano de Sevilla. Años después, en los tiempos del descubrimiento y la colonización americana, la Iglesia adquiriría esos terrenos y acabaría construyendo ahí el gran convento femenino de la Encarnación. Así se mantuvo aquel zoco árabe, ahora sacralizado cristianamente, hasta que, a principios del siglo XIX, los franceses de Napoleón conquistaran la ciudad de Sevilla -sin demasiada resistencia- en el belicoso, revolucionario y rebelde año de 1810. Con las nuevas ideas ilustradas napoleónicas, el intendente del rey afrancesado -José I Bonaparte-, monsieur Mayer, idearía por entonces un proyecto modernista y laico para ese histórico y céntrico lugar. Pretendía el francés crear un edificio que centralizara todos los mercadillos que abundaban en la ciudad de Sevilla.

Por entonces los alimentos se vendían al aire libre, sin la menor higiene. Luego un alcalde español afrancesado -nombrado por José I-, Joaquín Goyeneta, decidió ponerlo en práctica un año después. El convento se expropiaría, como todas las órdenes religiosas, en ese pequeño período francés (1810-1813). La demolición del edificio religioso dejaría a las monjas, provisionalmente ahora, en otro edificio. Así hasta que, en el año 1819, se ubicaron definitivamente cerca de la catedral hispalense, donde aún continúan. El mercado de la Encarnación terminaría por construirse en el año 1837, siendo la primera plaza de Abastos de Sevilla. Con el paso de los años, en el siglo XX, concretamente en el año 1948, acabaría por derribarse parte del mismo mercado para crear una plazuela ajardinada que ampliara la ciudad, ya que el diseño urbano de entonces era de calles muy estrechas y plazas empequeñecidas, heredado de su antiguo trazado hispano-árabe. Pero, todo acabará terminando alguna vez en los arrabales del tiempo... Y eso sucedería en el año 1973, cuando definitivamente el antiguo mercado de la Encarnación sería derribado por completo y para siempre. Entonces se pensó utilizar ese espacio liberado para lo que, ahora, invadiría la vida y costumbres de sus habitantes: los vehículos privados. Y así se mantuvo la antigua plaza -como un aparcamiento improvisado- durante casi cuarenta años en su historia, dejada del todo y abandonada sin sentido. Y ahora se decide, otra vez -doscientos años después-, hacer con ella otra modernidad. Reconvertir su pasado y compaginar así su historia con su futuro. Hoy, recién inaugurada y estrenada, resurge otra imagen desconocida entre sus antiguas casas aledañas. Otra función, otro diseño y otra mirada. Pero, de nuevo, su cielo y su contorno milenario no se sorprenderán de nada. Demasiados años para no saber asimilar -recompuesta de nuevo- la señera efigie de una villa llena de contrastes y pueblos distintos. De religiones distintas, de tendencias distintas, de diseños distintos y de vidas distintas. Pero, ahora como entonces, con tan sólo una única, luminosa, misteriosa y permanente alma.

(Fotografías de la nueva y recién terminada construcción para la antigua Plaza de la Encarnación, ahora Plaza Mayor, Sevilla, 2011; Fotografía del solar -aparcamiento de vehículos- del antiguo mercado de la Encarnación, Sevilla, 1973; Imagen de la puerta de entrada al mercado, Sevilla, años cincuenta; Fotografía del primer derribo -casi la mitad- del mercado de Abastos de la Encarnación, Sevilla, 1948; Fotografía del Mercado de Abastos, Plaza Encarnación, Sevilla, años cincuenta; Cuadro Semana Santa en Sevilla, del pintor español Ernest Descals, actual; Fotografía actual Plaza Encarnación, 2011; Fotografía de la plazuela anexa de la antigua Plaza de la Encarnación, Sevilla, años cincuenta; Cuadro Plaza de Toros -Maestranza de Sevilla-, del pintor José Jiménez Aranda, siglo XIX.)

28 de junio de 2011

El decadentismo, la engañosa evasión de los sentidos, su traición y la vida.



En el quinto libro del Antiguo Testamento -el Deuteronomio- se describe la escena cuando Moisés despide a su pueblo elegido en los llanos de Moab.  El profeta bíblico le dice entonces al pueblo hebreo que ellos acabarán siendo ingratos y poco merecedores del amor de Dios si no guardan fidelidad al pacto...  En uno de esos discursos, el cuarto y último, Moisés se dirige de nuevo a su pueblo y les dice: Mirad que hoy pongo ante vosotros la vida y la muerte. Invoco hoy para vosotros al cielo y la tierra poniendo ante vosotros la vida o la muerte, la bendición o la maldición: escoged la vida, para que así podáis vivir vosotros y vuestra posteridad. En unas antiguas tablillas sumerias escritas en el tercer milenio antes de Cristo, se mencionaba por primera vez el nombre del opio. Se utilizaría así ya esa palabra por el misterioso y primigenio pueblo sumerio, y cuyo significado entonces vendría a ser algo parecido a disfrutar. Los egipcios y los griegos emplearon el opio como un remedio analgésico poderoso. Los romanos utilizaron la adormidera -el opio- para mitigar el dolor y para los que dormir no puedan... Se conocía el opio desde la Antigüedad hasta casi el siglo XVIII como un remedio equilibrado, como muchos otros remedios que existían por entonces. Por tanto, su uso se mantuvo en la historia sin obsesión ni desprecio.

Pero hubo un pueblo que caería rendido tristemente a los pies de ese alcaloide, al que le acabarían añadiendo además otra sustancia para aumentar así su consumo. Fue a partir del siglo XVI cuando el comercio opiáceo con China se fue haciendo interesante tanto por los españoles como por los portugueses y, sobre todo, luego por los ingleses. Los occidentales comprendieron pronto la extraordinaria aceptabilidad del pueblo chino a esa nueva forma de ingerir el opiáceo. El advenimiento del tabaco a partir de entonces contribuyó a innovar con la adormidera una afortunada mezcla que los chinos consideraron irresistible. El comercio internacional de opio no fue provocado sólo por esa demanda china sino, sobre todo, por una oferta feroz. Los ingleses vieron en el siglo XIX una magnífica oportunidad de intercambiar el opio cultivado en la India por mercancías chinas que los británicos deseaban ávidamente (seda,, porcelana). Así comenzaría el comercio del opio, única mercadería occidental que los chinos demandarían compulsivamente y no pudieron evitar desear en adelante. Hasta guerras se provocaron en el siglo XIX por culpa del opio. Guerras que perdieron los chinos pero que Occidente no tardaría en sufrir años más tarde, como la rebelión de los Boxer del año 1900, los disturbios dinásticos posteriores, el rechazo cultural subsiguiente, las revueltas sociales comunistas y la superioridad comercial mundial, una superioridad que continúa hoy en día.

A mediados del siglo XIX, se consolidaría en occidente una Revolución industrial y comercial que transformaría por completo la historia. Por entonces la economía, basada en la libre concurrencia -mercados abiertos a todos y con igualdad de oportunidades para todos-, empezaría a transformarse en una macroeconomía de grandes concentraciones financieras e industriales. Eso motivaría una crisis en el último tercio del siglo XIX que supuso el mayor cambio del sistema productivo habido en el mundo, y, por consiguiente, provocaría  revueltas, represiones y antagonismos sociales que nunca antes fueron vistos en la historia. Fue por ello que, desde la esfera del mundo artístico y ante las preocupaciones sociales del momento, aparecería un movimiento cultural denominado postromántico... Un escritor vendría especialmente a representar esa postración emocional que siempre conllevará un cambio social tan importante. Charles Baudelaire (1821-1867) se enfrentaría con su literatura a una sociedad convencional y burguesa cargada de una moral y unas costumbres en exceso inflexibles. De ese modo reivindicaría el escritor francés la individualidad del romanticismo, pero añadiría a su obra además una feroz brutalidad y un grotesco lirismo. Los críticos académicos consideraron el postromanticismo como algo decadente, y así acabaron ellos hasta por denominarse, decadentistas. Sólo buscaban huir de la realidad, no sublimarla. La poesía de Baudelaire fue considerada una ofensa a la moral y a las buenas costumbres. El autor francés se defendió escribiendo: Todos esos imbéciles que pronuncian la palabra inmoralidad o moralidad en el Arte, y demás tonterías, me recuerdan a Louise Villedieu, una puta de cinco francos que una vez me acompañó al Louvre, donde ella nunca había estado, y empezó a sonrojarse y a taparse la cara. Tirándome a cada momento de la manga de mi chaqueta me preguntaba, indignada ante los cuadros y estatuas inmortales, cómo podían exhibirse públicamente semejantes indecencias.

A principios de los años veinte del pasado siglo los japoneses consiguieron sintetizar, a través de la conocida anfetamina -descubierta por los alemanes en 1887-, la espantosa metanfetamina. No fue, sin embargo, hasta el año 1938 cuando se comenzaría a comercializar ese producto químico en todo el mundo. Las ventajas de este estimulante sintético en los soldados en guerra fue inmediatamente comprobada. Los alemanes descubrieron sus efectos sobre el sistema nervioso central. Es decir, que producía los mismos resultados que la hormona humana adrenalina, lo cual provocaría un estado de alerta acentuado. Con el añadido de que, en el caso de la metanfetamina, sus efectos se multiplicaban y perduraban hasta por doce horas. Aumentaba la autoconfianza, la concentración, la voluntad de asumir riesgos, también reducía la sensibilidad al dolor, al hambre y a la sed. Todo un cóctel inapreciable para los, por entonces, guerreros modernos. Así fue como los militares y aviadores alemanes la comenzaron a utilizar con un claro beneplácito académico y social. Los primeros aviadores alemanes llegados a España durante la contienda civil de 1936 ofrecían esta droga a los soldados españoles. De ese modo la guerra civil española fue una de las primeras contiendas bélicas donde se utilizaría.

Luego, en la Segunda Guerra Mundial, se practicaría su uso tanto en los bandos aliados como en los del Eje. Los japoneses -creadores del producto estimulante- recomendaron el uso de metanfetamina a sus valerosos, heroicos y suicidas kamikaces. ¿Cómo si no era posible dirigirse, decididos, hacia una muerte segura, violenta y programada? Y así hasta que llegaron los felices años sesenta, donde la revolución social de la modernidad pop consumiría todos los alucinógenos posibles e imposibles. Las consecuencias pronto se observaron en los que, sin un motivo controlado y terapéutico, fueron arrollados por la cruel y traicionera desoxiefedrina... La Convención Internacional de Psicotrópicos de la ONU incluyó en el año 1971 a la metanfetamina en su Lista de sustancias peligrosas. Aquí comenzaría, realmente, la batalla social y legal que el mundo ha tenido que librar denodadamente -y que no ha ganado aún- contra las fuerzas malignas de la drogadicción. En marzo del año 1870 el gran poeta francés, decadentista y malogrado, Arthur Rimbaud (1854-1891), se inspiraría en una de sus composiciones más bellas y efectivas para simbolizar la engañosa evasión de los sentidos. En sus palabras, en sus metáforas y en su lírica sensación expresaría toda la contradicción que encierra la dulce y trágica asechanza de los psicotrópicos:

En las tardes azules de verano, iré por los senderos,
picado por el trigo, hollaré la hierba menuda;
soñador, sentiré el frescor de mis pies,
dejaré que el viento bañe mi cabeza desnuda.

No hablaré, no pensaré en nada;
pero el amor infinito me subirá al alma,
me iré lejos, muy lejos, como un bohemio
por la Naturaleza; feliz como una mujer.

Sensación, del poeta francés Arthur Rimbaud, 1870.

(Cuadro Una Loca, 1822, Eugene Delacroix; Fotografía de Charles Baudelaire, 1855; Óleo del pintor francés Henri Fantin-Latour, 1836-1904, Verlaine y Rimbaud, 1872, ambos sentados a la izquierda del lienzo; Cuadro del pintor Eduard Manet, Dama con abanico, 1862, la modelo era la amante de Baudelaire, la mestiza Jeanne Duval; Cuadro El fumadero de ópio, 1880, del pintor americano William Lamb Picknell, 1853-1897; Imagen artística, Boca, del autor actual Vincent Sablong; Imagen representando a un Kamikaze japonés de la Segunda Guerra Mundial; Cuadro del pintor español Santiago Rusiñol, La Morfina, 1884; Imagen de las Autoridades norteamericanas contra la Droga, Ejemplo de efectos de la Metanfetamina, 2005-2007.)

24 de junio de 2011

La autenticidad o la artificiosa perfección: el apego equivocado, la verdadera personalidad y el Arte.



En el año 1924 fue legado al museo londinense de la National Gallery el cuadro La Virgen con el Niño, una obra pintada en el año 1500 por el artista cuatrocentista italiano Francesco di Marco Raibolini -también conocido por Francesco Francia- (1450-1510). En este museo de Londres estuvo expuesto el lienzo del pintor boloñés hasta que salió a subasta treinta años después otra obra igual, con el mismo título y firmada por el mismo autor. El museo, rápidamente, comparó en el año 1954 las dos obras llegando a la conclusión de que el óleo expuesto desde el año 1924 en el National Gallery de Londres no era el auténtico. La obra recién descubierta y subastada luego era ahora la original, la auténtica obra. La otra, la que el museo londinense había mostrado durante treinta años, había sido una perfecta copia extraordinariamente realizada, pero no era la auténtica y habría sido creada con mucha probabilidad hacia finales del siglo XIX. Cuando en el año 1851 el pintor norteamericano Emanuel Gottlieb Leutze (1816-1868) quiso inmortalizar la histórica gesta que George Washington llevara a cabo cruzando el río Delaware en diciembre del año 1776, realizaría entonces una grandiosa, perfecta y magnífica obra de Arte para elogiarlo. Pero, sin embargo, no sería nada fiel a la realidad auténtica de cómo sucedió aquel hecho histórico. Ni la embarcación era tan pequeña como se observa en el lienzo -la verdadera llevaba muchos más hombres-, ni la bandera americana era en ese momento la que aparece dibujada en el cuadro. El autor pintaría entonces el definitivo emblema norteamericano -éste no se utilizaría hasta septiembre del año 1777-, una bandera que no existía aún en el invierno del año 1776. No fue la auténtica bandera entonces, cuando se llevó a cabo tal heroica gesta por la independencia de los Estados Unidos.

El afamado psiquiatra y pediatra inglés Donald Woods Winnicott (1896-1971) elaboraría unas teorías orginales sobre la génesis de la personalidad en la infancia. Introduciría el concepto de Yo mismo. Puede que un individuo alcance el Yo mismo verdadero, o, por el contrario, el Yo mismo falso. Cuando el bebé, continúa Winnicott, expresa su propio gesto espontáneo es indicativo de un potencial Yo mismo verdadero. Sin embargo, el Falso Yo es una estructura de defensa del bebé para asumir prematuramente -al no ofrecérselas la madre- las funciones de cuidado y protección que requiere; de modo que el pequeño se adapta ahora al medio a la vez que protege su Verdadero Yo de supuestas amenazas. Si la madre no es capaz tampoco de sentir y responder suficientemente bien las necesidades del niño sustituirá el gesto espontáneo de éste por una conformidad forzada con su propio gesto materno. Esta repetida conformidad llegará a ser la base del más temprano modo del Falso Yo.

Estas pueden ser las situaciones que sobrevienen en algunas personas que no consiguen desarrollar una autoestima en su personalidad. De ese modo transformaremos nuestra propia y original imagen para, dejando de ser auténticos, obtener ahora una falsa satisfecha personalidad. Ser ahora otro individuo, no el que somos realmente. No es esto una anécdota simplemente, ya que oculta una realidad frustrada en el inconsciente de cada ser humano. Esto es observable también a lo largo de la historia del Arte. Por ejemplo, la famosa pintora mexicana Frida Kahlo fue un modelo de personalidad auténtica, jamás dejaría ella que el mundo ni nada condicionase su individualidad artística como personal. Por otro lado hay objetos consagrados que su autenticidad ha sido cuestionada. Un ejemplo singular sería la Sábana Santa, la Síndone de Turín. Su autenticidad, es decir, haber sido el lienzo verdadero que envolvió el cadáver de Jesucristo, es del todo cuestionable. En los casos de fe, en manifestaciones no ya tanto artísticas sino de creencias religiosas, podemos o no alinearnos con una u otra afirmación. La autenticidad en esta ocasión es muy relativa. Sin embargo, en la obra artística del pintor Annibale Carracci denominada La Pietá, donde una representación divina también se sugiere, la autenticidad representada es aquí, sin embargo, del todo incuestionable. Porque aquí vemos ahora una auténtica y extraordinaria obra maestra del Arte. La autenticidad ahora adquiere aquí, en esta obra, otra dimensión. Es ahora la acepción más artística -no sólo de creación original- la que viene a decirnos, con absoluta fidelidad, que lo que vemos representado ahora aquí, con independencia de nuestra fe, es una maravillosa obra de Arte, una, realmente, auténtica obra de Arte.

(Óleo auténtico -es decir, original- La Virgen y el Niño, 1500, del pintor italiano Francesco Francia, Museo Carnegie, Pittsburgh, EE.UU; Copia de la obra anterior, La Virgen y el Niño, de autor desconocido, siglo XIX, National Gallery, Londres; Cuadro Washington cruzando el Delaware, 1851, del pintor norteamericano Emanuel Leutze, 1816-1868, Metropolitan, Nueva York; Fotografía de la pintora mexicana Frida Kahlo, 1907-1954, años treinta; Cuadro Autorretrato, 1940, de la pintora Frida Kahlo; Óleo La Pietá, 1600, del pintor italiano Annibale Carracci, Nápoles; Imagen de la Sábana Santa de Turín; Cuadro La Falsedad, 1490, del pintor cuatrocentista veneciano Giovanni Bellini, 1433-1516; Óleo La Madre y el Hijo, 1622, del pintor del barroco holandés Pieter de Grebber, 1600-1652.)

18 de junio de 2011

Los ocultos senderos de la mente o la necesidad a veces de enajenar el juicio...



En los años oscuros del medievo surgieron, sin embargo, algunos hombres lúcidos y muy destacados. Uno de ellos fue el caso del filósofo italiano Tomás de Aquino (1224-1274). Entre sus muchos escritos señalaría con respecto a la estupidez humana lo siguiente: Se trata de una percepción de la realidad. Es como en las cosas del sabor. Para discernir un sabor de otro preguntamos a quienes tienen un paladar sensible. Lo que de hecho es amargo o dulce parece amargo o dulce para quienes poseen una buena disposición del gusto, pero no para aquellos que tienen el gusto deformado. A los que en ocasiones padecen de fiebres se les corrompe el gusto y no encuentran entonces dulces las cosas que en verdad lo son. Una de las cosas que el filósofo Tomás de Aquino destacara fue la especial característica del estulto, es decir, del necio o estúpido: Esta consiste en ignorar la conexión existente entre los medios y los fines. Debemos distinguir entre la estupidez especulativa de la práctica; ésta última es peor. Es decir, no debemos confundir inteligencia -propiamente dicha- con resultados: hay personas limitadas en su inteligencia que saben actuar muy bien; sin embargo, las hay muy inteligentes que son verdaderamente estúpidas en actuar. Es por lo que debe así existir otro componente que añadir al entendimiento, ¿pero, cuál?: la sensibilidad. Continúa diciéndonos Tomás de Aquino: Otra de las características de la estulticia es la falta de sensibilidad. Para esto el filósofo medieval distingue entre estúpido (estulto) y fatuo (sin razón). Continúa Aquino: La fatuidad es la total carencia de juicio. El estulto, a diferencia, tiene juicio, pero lo tiene embotado (que es muchísimo peor). Es por ello que la estulticia es contraria a la sensibilidad, que proviene de la sabiduría, palabra que procede a su vez de saber, de sabor Así como el gusto discierne y distingue los sabores, la sabiduría distingue las cosas y sus causas. A lo obtuso, por tanto, se opone la sutileza, la perspicacia o la sensibilidad.

El Art Nouveau surgió a finales del siglo XIX como un revulsivo estilo contra todo lo establecido como Arte por entonces. Fue también conocido como Modernismo. Ya se había iniciado antes una tendencia general para romper fronteras o para ir más allá en los conceptos artísticos. A ello contribuyó por ejemplo los escritos del crítico de arte inglés John Ruskin (1819-1900). Aunque este crítico se rebelaría contra el entumecimiento estético y los efectos perniciosos de la Revolución Industrial, formulando una teoría esencialmente espiritual y gótica (medieval), postularía, sin embargo, la democratización de la belleza... Así que con el Art Nouveau se trataría por entonces de que hasta los objetos más cotidianos llegaran a tener valor estético y fuesen accesibles a toda la población. Aunque, eso sí, sin llegar a utilizar las modernas técnicas de producción masiva. Este movimiento, totalmente revolucionario en el Arte, comprendería todas las manifestaciones artísticas, no sólo las Artes mayores sino también el mobiliario o los objetos propios del diseño decorativo. En la Viena del año 1897 se fundaría una tendencia artística modernista como sucediera en otros países europeos, pero aquí acabaría denominándose secesión vienesa. A diferencia de las otras la secesión vienesa culminaría en la historia a consecuencia de la rigidez política y social que entonces el Imperio Austro-Húngaro obligara a una burguesía ansiosa de poder e influencia. Esa burguesía liberal se centraría en la Literatura, en la Ciencia o en el Arte. De ese modo acabaría apoyando a los jóvenes creadores que propiciaban un movimiento lleno de rebeldía.

Cuando en la búsqueda de una elegancia diferente se incluyeran ahora rasgos de formalidad más severa, cuando además se traspasara esa sobriedad formal que caracterizaba al Modernismo, se llegaría a alcanzar poco más tarde lo que acabaría por denominarse Expresionismo. Y en esta nueva tendencia expresionista aparece el gran y original creador austríaco Egon Schiele (1890-1918). Con una personalidad absolutamente irreverente y escandalosa, se enfrentaría decidido a la inflexible y lastrante moralidad de su época. Por mantener una relación con su adolescente modelo acabaría brevemente encerrado en una prisión imperial. Las contradicciones de su obra y su vida llegaron a manifestarse hasta en su irónica forma de morir. Cuando en los inicios de la Primera Guerra mundial (1914-1918) todos los jóvenes austríacos fueran llamados a filas, el ya entonces afamado artista Egon Schiele fue excluido por pertenecer a tan especial élite intelectual. Pero, a pesar de ser salvado por el Arte, no pudo impedir que los efectos mortíferos de la contienda mundial acabaran con su vida en el año 1918. La gripe, llamada errónea y mediáticamente española, surgida y extendida gracias al movimiento de las tropas por Europa, consiguió malograr una de las carreras artísticas más prometedoras del siglo XX.

Y así es como, a veces, tendremos que enfrentarnos con la estupidez humana, esa actitud que se prodigará abundante por todos los lugares de la Tierra. Enfrentarse a la inteligente estupidez obligará a veces al uso del sarcasmo, de la ironía o hasta del cinismo... Pocos términos han podido llegar a ser tan confusos como este del cinismo, llevado por su ambivalencia, el mal uso, la costumbre equivocada o la estupidez. Cuando surgió este término en la Grecia de la antigüedad, cinismo hacía referencia a una escuela filosófica fundada por Antístenes en el siglo IV a.C. Posteriormente el racionalismo del siglo XVIII lo vistió de una definición antropológica diferente, al parecer necesaria. El cinismo moderno se entiende ahora como una disposición a no creer -descaradamente- en la sinceridad o en bondad humanas. Una actitud crítica despiadada, pero, ha de reconocerse, un buen principio a veces para empezar con algunos seres... estúpidos. Fue un gran humanista, Erasmo de Rotterdam (1466-1536), quien haría uso del elogio a la locura para enseñarnos cómo sería el mundo sin una mínima gota de locura inteligente. Nos dice el pensador holandés: La locura es sabiduría mundana, resignación, tolerancia. Prosigue el humanista diciendo: La sabiduría es a la locura como la razón a la pasión. Y en el mundo hay mucha más pasión que razón. Lo que mantiene al mundo en movimiento, la fuente de la vida, es la locura. Hay dos clases de locura. Una fomentada por la furia que se engendra en el infierno. Otra, muy distinta, que es pura, inocente e ingenua. La primera es pasión de la guerra, avaricia, sacrilegio. La otra es diferente y no corresponde nada más que a un cierto alegre extravío de la razón. La locura aporta felicidad y alegría al corazón, despreocupación y hermosura al alma, que oculta e ignora los problemas, penas y todo sufrimiento que ésta no sería capaz de soportar sin aquélla.

¿Podremos utilizar una cierta locura ahora sin desfallecer, es decir, sin caer injustamente en alguna trampa caótica auspiciada desde la estupidez inteligente? Este es el reto. En la creatividad artística se consiguió algo parecido con un Modernismo exacerbado y neoexpresionista. Algunas obras expresionistas fueron -lo son a veces hoy- censuradas por su atrevimiento artístico. Generalmente, hoy su extensa publicidad -se conocen las obras artísticas gracias a su amplia divulgación- hace totalmente ineficaz ir contra ellas. ¿Cómo permitiríamos hoy que no se expusieran? Pero, y en los demás casos, en los seres humanos, aquellos que no tengan nada que ver con el Arte. Por ejemplo, cuando los seres humanos ahora -sin publicidad, solos ante la estupidez maliciosa- nos enfrentemos solitarios a la inteligente estulticia..., ¿podremos evitar, sin desfallecer, la censura más despiadada, ofensiva y obtusa ante nosotros? Porque además ésta -la estupidez humana- no se mostrará ahora claramente descubierta, serena o frágil ante nosotros, no, ahora se enarbolará ella vanidosa detrás incluso de un rostro amable y seguro de sí mismo, pero del todo inflexible, tanjante y desmoralizador hacia los espíritus sensibles. Serán aquí, en estos casos humanos, donde el cinismo ahora adquiera su otra cara más conocida, la más vulgar, manipuladora, torticera y estúpida. Porque es ahora cuando la estupidez se vestirá de ese otro cinismo despiadado para ahuyentar a los espíritus honestos y sinceros. Espíritus que se atreverán, incluso, con disponer de una cierta locura salvadora, esa misma con la que se atrevan ahora a dirimir una creativa estrategia para neutralizar la estupidez cínica y acosadora. Pero aquí también puede existir un peligro. La mayoría de las veces no hay publicidad o no hay testigos, y así la creatividad de los seres que defienden honestamente su postura podrá volverse -como un afilado cuchillo por ambos filos- contra ellos mismos. Así, sin otra arma ni otra cosa ahora que su vida descubierta y vulnerable... frente a la insidiosa, oportunista y engañosa estupidez.

(Detalle del óleo Extracción de la piedra de la locura, 1480, del pintor holandés El Bosco; Cuadro del pintor barroco italiano Luca Giordano, siglo XVII, Filósofo Cínico; Imagen de la obra del pintor expresionista austríaco Egon Schiele, Moa, 1911; Obra Muchacha arrodillada sancando la falda por la cabeza, 1910, Egon Schiele; Autorretrato masturbándose, 1911, Egon Schiele; Óleo del pintor español del barroco Zurbarán, Apoteosis de Tomás de Aquino, 1631, Museo Bellas Artes de Sevilla; Cuadro Erasmo de Rotterdam, 1517, del pintor Quentin Massys; Cuadro La muerte y la muchacha, 1916, Egon Schiele; Cuadro Caricia de cardenal y monja, 1911, Egon Schiele; Cuadro Mujer sentada, 1917, Egon Schiele; Cuadro Resistiré tenazmente por el Arte y mis amores, 1912, Egon Schiele; Cuadro de Egon Schiele, Muchacha acostada con vestido oscuro, 1910; Fotografía del pintor expresionista Egon Schiele, 1915.)