3 de marzo de 2016

La extraordinaria plasticidad crítica del Arte, su libertad, su adaptación y su belleza.



Ante un universo tan extenso de creatividad hay a veces que restringir la mirada, ladearla incluso, sentir en algún lugar interior de nosotros alguna especial sensación que nos lleve a comprender que, lo que ahora estamos viendo, es algo más que un cuadro, mucho más que una imagen bella o abrumadoramente estética. Pero, no siempre todos los pintores lo conseguirán plasmar así en sus creaciones artísticas. Es como el amor, que no siempre sus alas llegarán a conseguir alcanzar parte de lo que sí puedan hacer vibrar en otras ocasiones extraordinarias. Cuando el aprendiz de pintor Alfred Stevens (1823-1906) comprendiera que París era el mejor lugar para consolidar su Arte, se marcharía de su natal Bruselas en el año 1843 para no volver jamás. Por aquel entonces el Romanticismo iría poco a poco orillándose, o marginándose, frente a su antecedente estético más encumbrado, el Clasicismo, esa tendencia sostenida ahora de nuevo -mediados del siglo XIX- entre un academicismo necesario y un realismo social agradecido. Y el joven Stevens pudo en París acercarse al Arte más realista, ese estilo que -después de aprenderlo en la Academia de Bellas Artes parisina, la mejor institución de Arte entonces conocida- se encontraba ahora abundante entre las calles solitarias, entre los bulevares deprimidos o entre los lugares más sórdidos de la vida real de aquel París tan convulso de comienzos del segundo imperio.

Para la Exposición de París del año 1855 presentaría el pintor belga una obra que había realizado un año antes, Lo que se llama vagancia. En ella Stevens consigue reflejar magistralmente una terrible injusticia social muy deplorable por entonces. En una calle de París varios soldados del ejército imperial llevan custodiada a una madre pobre y a sus dos hijos pequeños y desarrapados. Es invierno en París y la nieve cubre la acera fieramente con su blanca sombra indiferente. Frente a un desangelado muro de la calle se observan, irónicamente, carteles donde anuncian bailes y ofertas de casas lujosas. El pintor no solo describe ahora la escena triste, también la reivindica con el gesto humano de una dama que ahora se dirige a un soldado para que tenga caridad... Poco antes -el tiempo es un alarde sutil que el pintor utiliza hábilmente en su obra- un viejo inválido había hecho inútilmente la misma crítica. A pesar de esta denuncia social la obra de Alfred Stevens ganaría una medalla de segunda clase en la exigente Exposición parisina. Y, además, el propio emperador Napoleón III, abrumado por su negativo impacto, decretaría que a partir de entonces los vagabundos no fuesen llevados a pie a la cárcel... sino en un vehículo cubierto. No se sabe muy bien por qué, pero el caso fue que aquel estilo de pintura realista y crítica la cambiaría el pintor, para siempre, en el año 1860. A partir de entonces Stevens pintará mujeres elegantes, tan solo mujeres bellas en todas las posibles poses burguesas habidas y por haber. Geniales, sin duda, pero nada más que eso. Y su genialidad artística tendría ahora mucho de detallismo artístico, de exquisito modo de representar no solo lo que era la mujer sino también de todo lo que la rodeaba. 

Tanto y tan bien lo haría el pintor que fue comparado con el detallista barroco holandés Gerard Ter Borch. Y así es, ya que la pintura realista de Stevens es maravillosa por su cuidada manera de dibujar todo lo preciso, pero, también por hacer que el personaje retratado -siempre una bella mujer- tuviese una personalidad tan expresiva que llegase a trascender el mero lienzo dibujado. Una de sus más conocidas obras es la titulada El baño, compuesta en el año 1867, en ella se refleja todo lo dicho antes de él y de su Arte. ¿Qué está pensando ahora la mujer pintada en su baño? Ahí estará gran parte del genio del artista: hacernos elucubrar ahora tan solo para acercarnos a percibir un bello gesto, no para entenderlo. La mayor parte de las obras de Alfred Stevens gustaban a un público satisfecho con su vida y por eso las pintaba así: debía él sobrevivir... Obtuvo con sus obras un gran beneficio gracias a la gran aceptación de sus pinturas por entonces. Como, por ejemplo, sucedió con El ramo, una obra del año 1857 famosa por su etérea belleza. Y no pudo ya dejar de pintar así... Sin embargo, su vida personal no supo él dirigirla tan bien como su Arte: acabaría arruinado por malas inversiones y gastos excesivos. Una enfermedad le obligaría además a vivir muy cerca de la costa, algo que el pintor no podría satisfacer ya como antes. Pero un tratante de Arte le ayudaría entonces y le llegaría a ofrecer 50.000 francos por esas obras que él sabía pintar y tanto gustaban. Así continuaría el pintor hasta que, al pasar los años, acabase viviendo en habitaciones modestas en el París decadentista de finales del siglo XIX, ese mismo siglo que años antes, sin embargo, le viese triunfar. Pero antes de eso, antes de acabar así el pintor insatisfecho, sin más que aquellas cosas que pudo hacer de joven y ya no, antes de terminar incluso de volver a hacer aquello que más le demandaban, Stevens se atrevería a pintar, al menos, dos mujeres en unas poses muy transgresoras para aquella sociedad tan hipócrita.

Una de ellas sería un homenaje al Impresionismo, una tendencia que él nunca llegara, a pesar de algún intento, a componer con su Arte clásico y realista. Para ello acudiría el pintor a una de las modelos retratadas por la nueva tendencia impresionista -y pintora ella también-, Victorine Luise Meurent (1844-1927). En su obra Un estudio de Victorine Meurent, el pintor Alfred Stevens compuso la imagen de la bella y atrevida pintora francesa. Musa incluso que fuera del pintor Manet, ya que era la mujer desnuda de su impactante obra Desayuno en la Hierba. Pero, en su obra, Stevens logra ahora asombrarnos no tanto eróticamente como de otra forma. Una particular suya que tendría de representar personalidades femeninas en gestos sublimes por su misterio o por su grandeza. Aquí crea una belleza sosegada y sin rubor, sin pasión incluso, sin otra cosa más que su corrección estética y social. Pero no se conformaría el pintor solo con eso... Una vez, ignoro en qué fecha, pintaría Stevens una obra extraordinaria para ser un pintor tan socialmente correcto. Es la obra que encabeza la entrada y que tiene el enigmático título de Círculo. Nada más he podido descubrir de esta obra. Sólo la firma del autor -que sí es visible- acredita claramente que la obra es suya. Sin embargo, no se necesita saber más para admirarla. El pintor de las bellas damas parisinas con sus perfectas poses correctas, tan vestidas, tímidas, recatadas, arregladas o predispuestas, pintaría entonces una joven que ahora muestra incluso uno de sus pechos descubierto. Sólo eso y un vestido esplendoroso. Había ahora que criticar también, como lo hiciera el pintor al principio de su vida. Había que utilizar su maravilloso Arte de retratos para denunciar ahora, bellamente, un fracaso sentimental. Pero, no lo creo. Y si no es sentimental entonces, ¿qué fracaso es ahora ese que el pintor retrata? El de la misma sociedad desalmada de entonces. El de esa sociedad que, como la desolada joven del retrato, tuviese ahora que esconder, zaherido, su propio rostro avergonzado por el hecho bochornoso de haberse dejado vencer por unos deseos tan materialistas como ultrajantes.

(Óleo del pintor Alfred Stevens, siglo XIX, Círculo; Pintura El Baño, 1867, Alfred Stevens, Museo de Orsay, París; Lienzo Lo que se llama vagancia, 1854, Alfred Stevens, Museo de Orsay, París; Óleo El ramo, 1857, Alfred Stevens, Particular; Cuadro Estudio de Victorine Meurent, Alfred Stevens, siglo XIX, particular.)

25 de febrero de 2016

La muerte de Eurídice: una mirada diferente de las cosas que sólo el Arte es capaz de homenajear.



La muerte de Eurídice es el mito principal de Orfeo. La cultura y el Arte, los medios para divulgar los mitos de la Antigüedad, siempre glosaron la imagen, el relato, los cantos o la música que reflejaba la muerte de la mujer de Orfeo y su búsqueda en los infiernos. En el Arte los pintores Rubens, Corot, Tintoretto y otros plasmaron la figura de Orfeo y Eurídice o huyendo ambos, o sosteniendo él a ella, o muertos los dos. Esa era la leyenda, el mito transmitido y el sentido universal y más conocido de esos dos personajes mitológicos. Porque es el aspecto esencial de esta leyenda lo que más sabremos, y lo que las obras artísticas más se habrían encargado de representar. Pero, sin embargo, ¿qué más hay en el mito, qué otras cosas diferentes a las conocidas hubieron, o qué otros personajes existieron y padecieron además esa leyenda? Y, también, ¿dónde y por qué sucedió toda esa historia legendaria? Porque la leyenda conocida destacaba siempre la tragedia de los dos amantes, Orfeo y Eurídice, y llevaría siempre a Orfeo a tratar de recuperar de las garras de la muerte a su amada, algo muy vinculado con los grandes misterios de todas las mitologías antiguas, paganas o no. El orfismo, por ejemplo, fue en la antigua Grecia una secta dedicada a preparar las almas de los humanos para garantizarles una vida eterna y feliz. Luego, con el cristianismo triunfante, el mito alcanzaría a propagarse en los sagrados misterios de la nueva religión, incluso asociando la figura de Orfeo a Cristo. Y en todas las representaciones artísticas siempre destacando la fatídica muerte de Eurídice, su trágica bajada a los infiernos y su audaz y frustrada salvación por Orfeo.

Orfeo fue un personaje insólito en la mitología griega. Era, a diferencia de todos los demás, un ser bondadoso, encantador, músico, un ser casi perfecto. No era un dios, pero casi. Tan maravilloso era Orfeo que el dios Apolo le favoreció con sus dones. La lira era para Orfeo un instrumento eficaz con el que apaciguar las fieras, porque hasta los ríos, las rocas y los animales, todas las cosas salvajes del mundo, le escucharían extasiados a su paso por el monte. Su gran confianza en esta cualidad especial, dominar con su música las cosas feroces de la Naturaleza, tal vez fue lo que le llevaría a pensar que podría vencer de la muerte a su amada Eurídice. Y el Arte, la mitología, la religión y sus misterios llevaron a glosar su gesto heroico y su grandioso motivo -la muerte de Eurídice-, pero, sobre todo, su terrible final. Y en todas las obras artísticas -musicales, poéticas, literarias, teatrales, operísticas, pictóricas- se reflejaría siempre así el mito. Pero, sin embargo, solo el Arte pictórico es capaz de ir lateralmente y mirar las cosas de otro modo. Es el único, tal vez, que puede hacerlo sin desmerecer nada.  Algún pintor del Renacimiento, como lo fue Jacopo del Sellaio (1441-1493), realizaría una vez una representación de la muerte de Eurídice muy sorprendente e inédita: el momento mismo de su accidente mortal y el traslado posterior a la entrada del Hades. Se relata la leyenda en distintas escenas de distintos momentos temporales, algo habitual en el Renacimiento y el Manierismo temprano. Aquí aparece Orfeo muy alejado hacia la izquierda, comunicándole a otros personajes la terrible tragedia de su amada.  Pero justo al lado de ella está ahora, sin embargo, otro personaje: Aristeo. En la obra renacentista vemos el paisaje arcádico, ese lugar maravilloso que contrasta tanto con la terrible tragedia. Pero, veamos otra pintura también del mismo mito, el maravilloso lienzo manierista La muerte de Eurídice del pintor Niccolo del Abatte (1510-1571). ¡Qué paisaje más idílico es ese! ¡Qué extraordinario lugar el reflejado para ese escenario pictórico! ¿La muerte de Eurídice, de quien sea realmente, en ese plácido, tan bello y bendecido lugar? 

Fijémonos en el paisaje de la obra manierista, en las montañas, en el mar, en el cielo, en el bosque verdecido y tranquilizador. ¿Cómo es posible que algo malo, trágico, triste y desolador pueda suceder ahora en ese fantástico paraíso retratado? Hasta unos edificios elegantes y majestuosos, que simbolizan la civilización equilibrada y ordenada, aparecen orgullosos y benéficos al fondo de la escena manierista. Sólo en el primer plano de la obra vemos una persecución, pero esta podría tratarse de un juego amoroso o de un acceso de amor desaforado. A la izquierda del lienzo observamos a unas jóvenes retozando, alegres y confiadas. Incluso el cuadro nos confunde ahora con una bella Eurídice -sabemos que es ella por el título de la obra, que está ahí y que muere- desnuda y tumbada sugestivamente a la derecha de la confusa persecución narrada. Pero, nada que nos haga pensar, al pronto, que sea una muerte o una tragedia lo que es representado en la obra. En el mito, Eurídice vivía en Arcadia, un lugar griego idílico y majestuoso para sentir la paz, el amor, los cantos y la felicidad del mundo. Por eso el pintor nos muestra un paisaje maravilloso, con la representación de un escenario prodigioso, sosegado, atrayente, deseoso, natural y ajeno a todas las maldades o desastres del mundo. Ahora debemos conocer un poco la leyenda del mito para ubicarnos. Orfeo se uniría a la ninfa Eurídice y ambos vivirían felices en un mundo ajeno a toda maldad, la Arcadia. Allí cantaba y tocaba su lira él y paseaba y disfrutaba de su vida ella. A ese lugar idílico llegaría una vez Aristeo, un dios menor de la Naturaleza y de sus artes agrícolas, cultivador además de abejas y olivos. Un personaje llevado ahora por una pasión lujuriosa a enamorarse. Y se enamoró de Eurídice inevitablemente. La desearía tanto que la perseguía sin cesar por el bosque arcádico. Entonces un día Eurídice, huyendo de él, pisaría una pequeña serpiente venenosa y moriría fatídicamente.

Las hermanas de Eurídice, unas bellas dríades -ninfas de los árboles-, hicieron perecer en venganza todas las abejas cultivadas de Aristeo. Éste acudiría luego a su madre, Cirene -en la obra los dos caminan juntos a la derecha del cuadro-, una madura ninfa conocedora de la Naturaleza, que le aconseja a su hijo que visite al sabio adivinador Proteo, un viejo que aparece ahora sentado junto a un ánfora de agua -Proteo era hijo del dios del mar Poseidón-. Proteo le recomienda sacrificar unos animales para calmar el espíritu moribundo de Eurídice. Luego observaría Aristeo cómo de las vísceras descompuestas de los animales sacrificados saldrían abejas renacidas volando -el sentido renacedor de las cosas y de la vida en el mito-. El pintor manierista compuso esta escena trágica-bucólica con la belleza manifiesta que más podría crearse en un paisaje renacentista, con la delicadeza además que solo el Manierismo fuera capaz de ofrecer. No hay muerte ahí, verdaderamente, aunque veamos a Eurídice tendida y sin moverse en el suelo arcádico de la obra. No hay drama tampoco, no hay infierno incluso. No está Orfeo -ni nadie- ahí para poder tratar de auxiliarla o salvarla.  Sin embargo, el pintor sí incluye a Orfeo en el cuadro: está él más alejado, hacia la izquierda de la obra, solo y rodeado de animales que escuchan, serenos, sus bellas melodías musicales. Y de ese modo completaría el pintor su sentido metafísico en su bello cuadro manierista, un sentido que sólo este Arte pictórico podía llegar a crear sin algaradas: el de plasmar una serena mirada diferente de las cosas trágicas. Porque las cosas no son estereotipadas ni unidimensionales, no son unilaterales ni tienen una única mirada ni una única realidad. Todo es susceptible de verse siempre de otro modo distinto. Toda historia o leyenda o vida o hecho o visión, pueden ser expuestos siempre de otra forma diferente. Una forma que nos haga pensar de una manera distinta, una que nos haga sentir o ver las cosas de una forma distinta ahora a como nunca antes la hubiésemos visto o sentido.

(Óleo La muerte de Eurídice, entre 1552 y 1571, del pintor manierista Niccolo del Abatte, Museo National Gallery, Londres; Lienzo del pintor renacentista -quattrocentista- Jacopo del Sellaio, Orfeo y Eurídice, 1480, Roterdam, Holanda.)

15 de febrero de 2016

La visión del deseo en el Arte o un misterio tan mitológico como humano.



El retrato en el Arte es una forma de expresión muy personal. Definamos el término retrato: es copiar, dibujando o fotografiando, la imagen real de un ser real determinado. Es copiar una imagen real de algo concreto -un ser humano individual- que, mientras se está llevando a cabo, está dejándose ver...  Siendo consciente el objeto de esa imagen retratada del artífice que está en ese momento -un fotógrafo o un pintor avezado- llevando a cabo el proceso artístico de su retrato. Pero en el Arte a veces eso no sucederá... No sucederá, por ejemplo, cuando el objeto no existe, es decir, cuando solo es una recreación mental o imaginada del artífice, en este caso un pintor o creador artístico que imagina lo retratado. Pero, entonces, en ese caso, ¿qué lo procura? ¿Qué cosa llevará, verdaderamente, a motivar al artífice a realizar algo así?: el deseo.  Pero el deseo, a su vez, puede ser mental o físico. En la mitología antigua fue llevada la expresión del deseo físico a su más elaborado proceso creativo. Entonces el deseo se representaría en la figura más paradigmática de aquella mitología olímpica: el dios supremo griego Zeus. En él se reflejaba o representaba el deseo amoroso más desaforado, más inevitable, más trágico o más humano. Tanto desearía este dios mitológico satisfacer sus deseos eróticos que la literatura posterior grecorromana, la basada en su mitología clásica, llevaría a contar múltiples leyendas de sus fantásticas maquinaciones para acercarse -consumando ese deseo- a las más bellas ninfas o nereidas de los bosques.

Una de esas leyendas contaba la historia de la hermosa ninfa Calisto, que pertenecía al cortejo de la diosa Artemisa, la hermana gemela de Apolo. Para seducir a sus objetos de deseo el dios Zeus se transformaría en otros seres diferentes. La transformación, esa cosa prodigiosa que nos procura a veces alcanzar nuestros deseos. Zeus toma ahora la apariencia del hermano de la diosa, el bello Apolo, y es solo entonces cuando Calisto no rehusaría acompañarle. Apolo y Artemisa eran hermanos gemelos y no se distinguirían demasiado sus detalles físicos. Así consumaría Zeus su deseo y Calisto acabaría encinta del dios. Pero Artemisa no perdonaría traiciones, la expulsaría de su cortejo y la transformaría en un oso hembra para siempre. La historia del Arte se aprovecharía de esta leyenda para hacer distintas versiones de esa afrenta mitológica. A veces claramente representado -retratado- ese deseo y otras con el misterio iconográfico que el Arte sabe hacer de sus historias. El pintor del Renacimiento Giovanni de Niccoló Luteri, más conocido como Dosso Dossi (1490-1542), llevaría el misterio iconográfico de ese deseo a su Arte renacentista más inspirador. Una vez crearía ese misterio en su obra Escena Mitológica, compuesta en el año 1524. Así es como se denomina la obra en la galería donde se encuentra, el Museo Paul Getty de Los Ángeles (California). Esta obra de Arte renacentista es todo un misterio iconográfico porque representa más una alegoría que una escena determinada. Una alegoría: la representación de una cosa que es significada por otra diferente, una que no se ve en la obra claramente.

No hay cosas en la obra de Dosso Dossi para llegar a entender bien qué clase de alegoría podría ser. Por eso sigue siendo un misterio esta maravillosa representación pictórica renacentista. Primeramente, de hallar algún calificativo a esta alegoría, debería ser una alegoría renacentista, porque es el Renacimiento más espléndido, el más significativo, el más colorido o el mejor compuesto para una idea tan renacentista de la vida. Otro calificativo podría ser amor o deseo, es decir, podría ser denominada la obra como una alegoría del deseo o del amor.  Porque no es solo la Belleza lo que está reflejado en la obra. Pero, como en todas las bellezas renacentistas, sin ser ahora un objeto consciente de ser retratado.  Hay otros personajes en la obra que interactúan además con la belleza y esto hace a la belleza muy diferente ahora. Pero, ¿quiénes son esos personajes? ¿Qué hacen ahí? ¿La desean a ella, desean esa belleza? En otras escenas de parecido contraste los personajes que rodean la Belleza sí la desean claramente. Pero aquí no. Ni siquiera el dios Pan -ser mitad hombre y mitad bestia- está ahí para desearla. Este dios griego es asociado a la fertilidad más bestial, tal vez por eso está ahora ahí...  Están también otros personajes femeninos, uno es benefactor de la Belleza, protector de ella, que con sus manos muestra aquí un gesto reconocido de grandeza. El otro personaje femenino es un misterio indescifrable, aunque parezca ser la diosa Artemisa, gemela del dios Apolo intercambiable. Arriba a la izquierda los alados diosecillos del amor señalan ahora el sentido más erótico de la escena. 

Y, luego, está la Belleza... ¿Pero quién es ella, es Venus, es Calisto, o es alguna ninfa mitológica cualquiera? Ahora es aquí el objeto de deseo. El sentido de todo deseo retratado en la obra, sea mental o físico. Porque tanto el amor representado -Eros- como la divinidad más elogiosa -Artemisa-, tanto la virtud humana -la vieja protectora- como el anhelo más brutal -Pan-, están ahora todos ellos ahí para justificar esa Belleza. Todo está aquí representado por ella, por la Belleza más deseosa, la más perfecta, la más indefensa también... Cuatro años más tarde el mismo pintor compuso su otra obra Diana y Calisto. Diana es la diosa Artemisa romana. Aquí el título del cuadro despeja toda elucubración interpretativa: ahora es la ninfa Calisto la retratada. Ella es la hermosa joven despreciada por Artemisa y representada aquí desnuda y dormida. Diana señala hacia arriba, donde Zeus mora en sus dominios olímpicos, indicando así a este dios como el único responsable de esa fertilidad furtiva. Al fondo veremos la silueta de una ciudad en la ladera, la misma ciudadela que pinta el pintor en ambas obras de Arte. Rasgos similares que nos llevan a pensar en la misma leyenda mitológica, aunque la obra anterior no mencionase a Diana ni a Calisto. 

Es la imagen del deseo el sentido alegórico de este artículo. Es la idea del deseo más bien, algo que, como todos los deseos ocultos, no es nunca realmente retratado. Es decir, no es posible representar el deseo más desgarrador sin la anuencia del objeto retratado. Porque el deseo -el más inconfesable- es siempre recreado en la mente furtiva del autor de ese deseo. Y entonces éste puede pintar lo que quiera -lo que desea-, no lo que está ahí, sino lo que no está ahora ante él siendo... Sólo lo que imagina el autor, lo que solo puede él distorsionar con el misterio o con el deseo o con el gesto sublime de Belleza.

El Realismo en el Arte fue tiempo después un contrapunto del Renacimiento.  Un contrapunto que estaría casi siempre expresado por la sorpresa de lo representado, porque es expresado a veces como un hecho vergonzoso y, por tanto, como un acto cifrado o como un alarde estético cuyo realismo no estaría en qué hacen los personajes sino qué representan simbólicamente. El pintor francés Évariste Vital Luminais (1821-1896) llevaría su Academicismo estilístico perfecto a representar realidades de la vida o de la historia. En su obra El rapto vemos una escena de deseo también. Aquí se representa el gesto poderoso de un atropello violento por poseer el objeto de deseo. La obra es realista y confusa a la vez. ¿Cómo es posible atrapar a caballo un cuerpo desde el lado opuesto al brazo que el raptor utiliza ahora para llevarlo? Es imposible, o tuvo la ayuda de alguien o ella se dejaría montar... Es ahora la belleza de la escena -a diferencia de la obra renacentista- lo que primará en la obra. El Academicismo comprende equilibrio y proporción, por eso el cruce de dos figuras desnudas sobre la montura lleva ahora en la obra su mejor composición artística. Pocos años antes el pintor argentino Ernesto Sívori (1847-1918), otro pintor realista, plasmaría una impactante escena desnuda y solitaria. Ahora pasamos a un único personaje frente a varios en el Renacimiento o a dos en el Academicismo. En el realismo de Sívori vemos ahora a una mujer descuidada mirada desde la menor sensación clásica de un retrato de Belleza. Está ella levantándose desnuda al despertarse sola en su dormitorio. Una imagen desnuda pero muy diferente a la de aquella hermosa ninfa mitológica de antes. Porque ahora no es aquí la Belleza física sino solo el deseo mental. La vida, su estética y las ideaciones del deseo habían cambiado mucho desde el siglo XVI al XIX. Ahora, en pleno siglo XIX, no se necesitaría a nadie más para exacerbar el deseo, solo al propio y único objeto de deseo, aunque transformado por completo de toda aquella Belleza clásica. Porque no se necesita mostrar ahora una belleza ideal o perfecta, solo la realidad de una solitaria y sugerente escena sorprendente y erótica. Pero todo esto es así para nosotros, no para ella... Una modelo ajena a toda esa belleza que ahora pueda inspirar. Esta es la escena sugestiva y furtiva -no retratada- para representar ahora el deseo..., el mental, no el físico, aunque también ahora, al igual que en el Renacimiento, un deseo tan confuso como misterioso...

(Óleo Escena Mitológica, 1524, Dosso Dossi, Museo Paul Getty; Lienzo Diana y Calisto, 1528, del pintor renacentista Dosso Dossi, Galería Borghese, Roma; Cuadro del pintor Évariste Vital Luminais, 1890, El rapto, Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires; Lienzo del pintor argentino Ernesto Sívori, El despertar de la criada, 1887, Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires.)

5 de febrero de 2016

El Manierismo, la única tendencia que comprendió lo que, realmente, es el Arte.



Sólo con la perspectiva del tiempo se llegan a entender la historia, la vida, la sociedad y el Arte. Han tenido que relevarse tendencias, estilos, técnicas o modos de crear para que ahora, desde una sociedad totalmente conquistada y dominada por la imagen, podamos evaluar con sosiego, desapasionadamente, sin interés parcial de ningún tipo, el verdadero sentido artístico de lo que se entiende por Arte. Porque -entendido aquí solo el Arte Pictórico- ¿para qué y por qué comenzaría el Arte? Probablemente, no hayamos valorado lo bastante el hecho de que la Edad Media en Europa subestimó el Arte; es decir, no voy a decir que lo ignorara o rehuyera, pero sí que lo marginó como lo contrario a una manifestación iconográfica cultural extraordinaria. La religión cristiana en Europa, Roma concretamente, determinaría la cultura de la época y, por tanto, establecería sus medios para transmitirla. Sin embargo luego, cuando el Renacimiento revoluciona la cultura y toda manifestación artística, la Iglesia católica fomentaría, admiraría y transformaría el sentido iconológico de la imagen como un gran medio comunicador. Es a partir de entonces cuando se acelera el proceso, no es que naciera entonces el Arte sino que se aceleró y, en consecuencia, evolucionaría extraordinariamente. 

El Arte europeo occidental tuvo al principio una utilidad social y evangélica, aristocrática luego y, finalmente, burguesa. Al principio de su evolución estética más significativa, en el siglo XIII, los artistas se dejarían llevar por una iconografía bizantina adaptada a los gustos regionales o locales. Hasta ese momento la única cultura transfronteriza en Europa fue la arquitectura y las artes decorativas. Las grandes rutas europeas, como lo fuera el camino de Santiago, contribuyeron a prodigar ese tipo de arte medieval por toda Europa. Pero entonces toda esa decoración, maravillosa, románica, mudéjar y medieval de los siglos IX, X, XI, ¿qué pasó con ella, por qué no progresó? Porque entonces una tendencia artística religiosa y monacal, el Cister, acabaría radicalmente con cualquier evolución artística. El Arte cisterciense fomentaría la austeridad, el minimalismo decorativo, los muros vacíos de imágenes, los arcos desnudos, altos y bellos pero sin adorno alguno. Y esto contribuyó a que la sociedad y la Iglesia mantuviesen sin evolucionar ni desarrollar el Arte europeo. Porque el Arte existía por entonces, pero tímidamente, sin experimentar y sin encontrar un público que lo demandara especialmente. Cuando tiempo después, en el siglo XIV, empezara a evolucionar poco a poco, el Arte descubriría en lo piadoso el único sentido de ser y pintaría entonces solo seres sagrados, demasiados alejados de lo terrenal del mundo. Y se pintarían además las figuras planas, sin perspectiva, como se habían hecho siempre antes en las paredes medievales de los templos. También con las mismas formas tan poco naturales que acabarían justificándose en una obra artística. Pero el Renacimiento acabaría pronto con toda esa lentitud de siglos en el desarrollo de la evolución artística.

Los pintores en el siglo XV proliferaron tanto como el propio desarrollo que tuvo el Arte. Las demandas de obras se ampliaron a otros estamentos aparte de la Iglesia. Por entonces la aristocracia superó o igualó a la Iglesia en utilizar imágenes de Arte para satisfacer ahora otras cosas: el gusto, el placer, la vanidad o el prestigio social. Porque la Iglesia lo hacía para evangelizar, para comunicar la doctrina y lo sagrado a sus fieles. Pero los magnates italianos, los primeros aristócratas en hacerlo, lo hicieron para demostrar lo importante que ellos eran, decorando ahora sus palacios con la bella estética menos sagrada, o nada sagrada, que los pintores comenzaron a expresar en sus lienzos. Y, entonces, ¿qué pintar ahora exactamente? Pues retratos o grandes hazañas épicas, historias o leyendas atrevidas también, donde ahora pudieran divisarse, por ejemplo, los cuerpos desnudos de una dama o de una diosa.  Y entonces, cuando lo creado en un lienzo empezó a estar más cercano a lo terrenal, a personajes humanos, no tanto sagrados, a seres que, como nosotros, vivían, sentían y reflejaban lo que éramos, el Arte quiso representarlos de forma cada vez más natural, como la vida real les mostraba a sus ojos el mundo que veían.

El clasicismo grecorromano, descubierto en las ruinas romanas de aquellos años -siglos XV y XVI- conservado en esculturas de mármol -lo más duradero-, reflejaba ahora la belleza realista más maravillosa que se hubiera visto nunca. Se podía conquistar ya la belleza. Y amarla también, admirando esas obras inmortales tan perfectas. La escultura floreció en Italia entonces deseosa de recordar aquella belleza clásica. Pero la Pintura pronto comprendería que había venido también a hacer lo mismo: reflejar o reproducir la belleza tal como era en la naturaleza. Con sus dimensiones y su perspectiva natural, aun dentro de la bidimensionalidad limitada de un lienzo. Y los que mejores lo hicieran mejores pintores serían. Sin embargo, algo sucedió a partir de la tercera década del siglo XVI. ¿Fue la evolución del Arte? Pero, ¿cómo se podía evolucionar volviendo a lo de antes, al alejamiento del modelo real, del más natural o del reproducido fielmente en un lienzo? ¿Por qué sucedió eso? El Manierismo es de las pocas tendencias que más misterio, si lo pensamos bien, encierran en la historia del Arte europeo. Consiguió llevar a cabo la mayor evolución a la que el Arte podía llegar, al mayor límite. Pero, lo hizo antes de tiempo. Se anticipó. Y por eso murió, detestado, atropellado o incomprendido. Pero, sin embargo, el Arte útil, el icónico más funcional, o el ideológico, no habían acabado aún de cumplir sus necesidades sociales, políticas o religiosas.

El Barroco fue la más completa justificación del Arte para ello, cumplió su función de comunicación social como ninguna otra tendencia lo hubiese hecho. Porque duró además unos ciento cincuenta años. El Manierismo, a cambio, tan sólo duraría unos cincuenta. Luego, siglos después, el Arte sería utilizado como medio de comunicación por la sociedad burguesa o por la revolucionaria...  Y para comunicar bien hace falta que la imagen sea comprensible a todos. Así que, si lo pensamos bien, y salvo el Arte Moderno, la única tendencia artística de la historia que nunca sirvió para transmitir otra cosa que belleza fue el Manierismo. Sólo belleza, nada más que belleza. Es decir, en el Manierismo no hay otra cosa más que belleza artística: no hay mensaje verdaderamente, no hay salvación, no hay denuncia, no hay pasión, no hay leyenda, incluso, que se entienda bien, no hay ahí nada más que Arte y Belleza... Cuando el pintor Niccoló dell Abbate (1510-1571) se trasladó a Bolonia en el año 1547 desde su Módena natal, descubriría el gusto de esta ciudad italiana por la mitología, el amor cortés y los paisajes sosegados. Pero, luego se marcharía a Francia en el año 1552 para decorar grandes palacios en Fontainebleau. Más belleza todavía, aunque desconsagrada del todo y sin demasiados alardes intelectuales. Y pintaría el artista italiano entonces cómo el propio Arte habría ya evolucionado, en los años centrales del siglo XVI, cuando el Manierismo no era ni una tendencia siquiera, tan sólo la única forma renacentista de pintar con belleza.

En el año 1555, aproximadamente, Abbate crea su obra La Contención de Escipión. La historia latina había contado, en parte leyenda y en parte verdad, cómo el gran general romano Escipión el Africano, el mayor estratega de Roma, se contuvo una vez ante la belleza hispana de una hermosa cautiva enemiga de Roma. La grandeza y nobleza de Escipión fue cantada por los poetas antiguos y medievales, y llevada luego a una de las leyendas más heroicas, excelsas y ejemplares de la Antigüedad. En el Arte se había pintado esta leyenda romana con todas sus tendencias. Aquí incluyo, además de la obra manierista de Abbate, otra obra pintada cien años después,  la del barroco -muy clasicista- Nicolas Poussin. Esta última nos permite visionar mejor la historia -o la leyenda- y observar cómo Escipión es saludado por el futuro esposo de la cautiva, la bella joven hispana que él rehusó tomar como concubina. Sabremos distinguir en la obra barroca dónde están los personajes, quiénes pueden ser y, sobre todo, qué tipo de escena estamos viendo. Pero, ¿y en la obra de Niccolo dell Abbate? ¿Cómo podemos saber todo eso? ¿Pero, saber el qué? Porque en el Manierismo no hará falta saber nada. ¿Hay Belleza ahí? Sí. Pues ya está, eso es todo. Eso es todo lo que hay que saber para admirarlo.

(Lienzo Manierista del pintor italiano Niccolo dell Abbate, La Contención de Escipión, 1555, Museo del Louvre, París; Óleo clasicista del pintor barroco francés Nicolas Poussin, La Contención de Escipión, 1640, Museo Pushkin, Moscú.)

  

26 de enero de 2016

Dos visiones románticas o dos maneras diferentes de sentir emoción.



Cuando el Romanticismo estaba en su mayor apogeo, durante los años treinta y cuarenta del siglo XIX, los pintores vivieron una gloriosa etapa de fervor popular hacia su pintura. Las emociones románticas se habían desatado desde hacía años, y los pintores buscaban relatos inspirados y épicos para poder crearlos en sus obras. Todo paisaje era un posible escenario romántico, pero lo era más si el paisaje mantenía una imagen del pasado que produjese una emoción atávica al visionarlo. Dos pintores tuvieron la oportunidad de expresar eso con el paisaje andaluz de aquellos años románticos. Uno británico y otro español, pero ambos con una diferente forma de representarlo. El paisaje romántico debía inspirar sensaciones por revivir de nuevo toda esa lejana emoción atávica, una emoción que, a cada visionado exótico de sombras y luces, pudiera hacer vibrar el alma oculta de las cosas. Sombras cercanas al espectador ansioso de emociones tenebrosas, y luces lejanas para hacer sentir una resplandeciente forma estética poderosa. En el paisaje romántico no hay ideologías ni hay historias; no hay intereses particulares ni generales; no hay joyas ni miserias; no hay alegrías ni tristezas; no hay virtudes ni glorias ni durezas..., sólo emoción romántica. Pero la emoción romántica no es percibida siempre del modo como el creador decide o quiere expresar. Sentirla no exige necesariamente una pasión dirigida o condicionada o calculada por el pintor. La emoción romántica es una sensación producida en el que ve por la inspiración pasiva de lo que percibimos sensible. Cuando vemos una belleza que nos emociona no es más que un sentimiento atávico oculto en nuestra memoria. Nacemos con ello, y, tras vivir cosas hermosas que sentimos como propias, llevaremos nuestra emoción -al encontrarlas de nuevo en la belleza- al sentido que tuvieron ellas antes de admirarlas ahora. Eso podemos sentir, inconscientemente, al visionar un paisaje romántico, aunque lo pintado no lo reconozcamos incluso. Todo lo representado en un cuadro no es un recuerdo nuestro en sentido estricto, pero, sin embargo, sentiremos algo especial que nos llevará a recordarlo. En el paisaje romántico sentiremos que lo que vemos ahora es, sin embargo, en parte algo nuestro.

La visión del castillo de Alcalá de Guadaíra expresada en estas obras es la mejor forma de poder entender el sentido estético de la emoción romántica. David Roberts (1796-1864) fue de los primeros pintores en viajar a países exóticos para encontrar su visión romántica. ¿Por qué en los países exóticos? Porque esos lugares evocan ese atavismo nostálgico e inconsciente de lo romántico. Lo atávico tiene que ver con el pasado y con alguna emoción olvidada. Las imágenes románticas debían reflejar las huellas del pasado, daba igual cuales fuesen o si eran reconocidas o no en nuestra memoria. Viajaría Roberts por Andalucía buscando esos lugares inspirados y eternos. Otra cosa que define la emoción del paisaje romántico es la falta de contemporaneidad, es decir, que da igual que sea o no el tiempo real aquel que se retrate. En este sentido, Roberts es fiel a la estética de la emoción romántica: retrata el escenario romántico como lo ve en el momento que lo crea, no como fue antes. El escenario romántico no deja de ser atávico por ser actual. Otra cosa es el momento temporal del día retratado. Las luces o sombras no son las mismas al atardecer o amanecer que en el cénit del mediodía. Y Roberts compone su lienzo en la hora del día en que sus personajes están ahora haciendo sus tareas diurnas. Al fondo de la obra surge la montaña y el castillo con una luz apaciguada perfilando su silueta. Eso es todo. La emoción está en la percepción subjetiva de la visión romántica de quienes lo admiren. El paisaje sucumbe ante los ojos de un ser emocionado por el contraste de la luz como por la nostalgia de la memoria, por la grandeza del misterio como por la brumosa espectacularidad romántica.

Jenaro Pérez de Villaamil (1807-1854) es el otro creador romántico que pinta también el mismo castillo sevillano. Pero el pintor español lo hace de otra forma y con otra perspectiva romántica. El mejor representante del paisaje romántico español del siglo XIX lo fue Perez de Villaamil, un pintor que no necesitaría recorrer el mundo para crear lo que su genio le procurase inspirado. Su visión del escenario del castillo, a diferencia de Roberts, no es contemporánea sino histórica. Pinta la visión romántica del Castillo de Alcalá de Guadaíra en su momento real, cuando los árabes vivían y trabajaban en Al Ándalus. Como el castillo no estaba conservado ni completo en el año 1843, el pintor compone una visión fantástica de la poderosa silueta de la fortaleza árabe. Donde había ruinas alejadas -como en el caso de Roberts- ahora pinta brumas elevadas y un paisaje luminiscente. Donde antes había sosiego tranquilizador ahora crea muchedumbre agitadora. Donde antes había una suave luz acrisolada ahora compone un poderoso y brillante fulgor. Pero, sin embargo, en ambas obras todo supone un único motivo romántico. Aunque la visión romántica sea diferente en los lienzos, no lo es, sin embargo, aquella emoción atávica romántica. Ambos escenarios cumplen con el sentido estético romántico: recordar nuestro atávico instante inspirador de emociones románticas. También nuestro vínculo estético con la vida, con la tierra, con su misterio, algo que el tiempo o el espacio no pueden hacer olvidar en nuestra emotiva memoria romántica.

(Óleo de Jenaro Pérez de Villaamil, Castillo de Alcalá de Guadaíra, 1843, Museo Nacional de Buenos Aires; Lienzo del pintor David Roberts, El Castillo de Alcalá de Guadaíra, 1833, Museo del Prado, Madrid.)

21 de enero de 2016

¿Qué es una obra maestra?: lo que el Arte transformará en otra cosa, en una belleza independiente.



Annibale Carracci (1560-1609) fue un pintor italiano que no alcanzaría la gloria tan excelsa del olimpo de los grandes del Arte. Pero, sin embargo, acabaría glosando con el tiempo un justo reconocimiento artístico.  Fue uno de esos dioses que el Arte utiliza a veces para mostrarnos así la verdadera grandeza extraordinaria de la Pintura. Pero no nacería el pintor en el mejor momento ni elegiría el camino más triunfal. Sí eligió otra cosa: ser fiel a lo que consideraba como la mejor forma de representar la belleza del Arte... La belleza del Arte, solo la del Arte, porque la belleza de la vida solo alcanzaría a mejorarse -a cambio del sofisticado Manierismo- poco tiempo después con el Barroco naturalista y más humano de Caravaggio. Y el mundo entonces pasaría de puntillas por encima de la belleza tan artística de Carracci. El mundo dejaría de mirar las cosas como él las había mirado antes. Así que luego, cuando el Neoclasicismo del siglo XVIII admirase ya sus obras, fue entonces demasiado tarde o demasiado poco aceptable por haber creado el pintor tantas obras demasiado religiosas.  Su bello Arte conseguido acabaría así muy pronto. Porque el pintor boloñés había odiado el Manierismo como la forma más detestable de distorsionar el Arte clásico. Pero abominaría también del Barroco, un estilo que por entonces, cuando el pintor estaba en su madurez, comenzaría a exponer la vida y la Belleza de una forma como nunca antes se habría hecho en el Arte: mostrando la vulgaridad más sórdida con la sutileza menos bella para llegar a la creación menos originalmente hermosa.

Así que entonces, huérfano de escuelas excelsas de Belleza, crearía el pintor en su Bolonia natal la tendencia, sin embargo, más fugaz que haya existido nunca en el Arte: La Escuela de Bolonia. Fue una forma estética de poder salvar lo que el Arte había conseguido hacer antes, cuando Rafael o Miguel Ángel o Correggio lo crearan en el Renacimiento. Pero que ahora  Carracci lo crearía con cosas añadidas, como el color veneciano de Tiziano, o la originalidad de los florentinos, o la magnanimidad clásica de Roma. Fue muy valorada aquella belleza de Carracci por los amantes del Arte de finales del siglo XVI. Un final no solo de un siglo sino de una elogiosa, maravillosa y bella forma de pintar un cuadro. De todas las obras maestras que crease Annibale Carracci he elegido una compuesta en el año 1604. Es una Piedad, una obra religiosa. Pero, sin embargo, no es solo una obra religiosa... Es una escena conocida y muy retratada en la historia del Renacimiento, pero, sin embargo, consigue el pintor que una obra religiosa se transforme ahora en otra cosa distinta. Observemos bien la obra: es un Cristo yacente apoyado sobre las rodillas de su madre, sí, pero, además es el cuerpo de un hombre muerto que ahora, sin embargo, parece tan solo que duerme. María está también dormida. Es lo que parece su figura y su rostro mostrar en la escena artística boloñesa. Pocas Marías están así, dormidas plácidamente, ante el cadáver tendido de su hijo moribundo. El pintor aquí domina dos cosas, una teológica: no hay muerte ahí, no la habrá; otra emotiva: son ambos personajes seres expuestos aquí ante la gravedad de un sufrimiento muy humano, pero, también, ante la belleza de la vida...

El cuadro dispone de una composición muy sublime y metafórica. A parte de las pequeñas cabezas de los pequeños ángeles, no hay nada ni nadie más ahí. A la derecha del lienzo hay una oscuridad completada por el pequeño muro deslucido sobre el cual vemos las espinas y los clavos del terrible martirio sagrado. Pero a la izquierda de la obra se ve el paisaje maravilloso de un mundo por vivir. La vida y la muerte representadas juntas... Y, entre medias, dos seres dormidos que sueñan ahora con superar una cosa -la muerte- para conquistar otra -la vida-. Técnicamente la obra es perfecta: en sus colores, matices, detalles y sombras. Podría pasar por ser una obra del Neoclasicismo posterior incluso, un estilo que, casi dos siglos después, glosarán los mejores pintores franceses de esta tendencia. Es ahora el brazo de Cristo como el brazo de Marat en su muerte de Marat, una obra compuesta por el pintor neoclásico David. Los colores son los mejores colores que se puedan llegar a plasmar en un lienzo para representar y contrastar figuras humanas. El negro por ejemplo, y, sobre él, el dorado, el azul o el amarillo. La forma de los brazos de ambos personajes cuelgan ahora creando una imagen unitaria con una contraposición tan afortunada por la belleza original de su calculado encuadre. En esta obra barroca, clásica, boloñesa, el Arte consigue expresar una gran belleza transformando una iconografía concreta -religiosa, una Piedad sagrada- en otra cosa diferente: en una belleza artística del todo independiente. Nada más que Belleza, admirable, adorable, gratificante; sosegante, además, por la extraordinaria esperanza que retratará el pintor sin apenas parecerlo. Quiénes son los personajes que representa no es exactamente lo más importante para la Belleza de Carracci. Porque es belleza, pura belleza diseñada para elogiar la vista o el sentimiento más emotivo y estético. Independiente ahora de credos o mensajes, de doctrinas o historias. Eso fue lo que consiguió Carracci en la encrucijada artística más vertiginosa que viviera entonces. Eso fue lo que quiso hacer con su efímero Arte por entonces: transformar el sentido de belleza para poder definirlo sin dogmas ni gravedades. Y para eso lo hizo entonces buscando el sentido estético más universal que pudiera, destacando así la Belleza antes que cualquier otra cosa, aunque fuese ésta manifiesta ahora, sin embargo, de una manera formal, social o religiosa.

(Óleo Piedad con dos ángeles, 1604, Annibale Carracci, Museo Historia del Arte de Viena, Austria.)

6 de enero de 2016

La difícil composición de la Adoración de los Magos, una iconografía tan desequilibrada...



No se ha valorado lo suficiente la maestría de algunos pintores para encuadrar la Adoración de los Magos en un lienzo. Porque la iconografía de esa leyenda sagrada es inapelable: son tres los personajes que se presentan ante María y el niño. Y el tres es un número que no encaja muy bien con el Arte y sus medidas de belleza. ¿Por qué? En una imagen donde un grupo central -la madre y el hijo- debe ser adorado por tres iguales personajes -esto es importante, los tres son iguales figuras destacadas- que deben aparecer expresados claramente, ¿cómo hacerlo para que esa representación sea creíble y a la vez bella? Imposible. Pero, aun así, algunos pintores de la historia trataron de conseguirlo con originalidad, habilidad y belleza. Algunos lo consiguieron completamente pero otros sólo hicieron una obra sin preocuparse de la adecuada representación de la adoración de tres personajes a un cuarto.

Fijémonos bien en esta muestra de varias obras de Arte sobre la Epifanía. Sólo uno de los magos de oriente puede estar al lado del niño mostrando cerca de él sus manos en señal de respeto. Los otros dos no pueden hacerlo. Pero, no es eso solo. ¿Cómo situar a tres personajes frente a uno? ¿Cómo hacerlo para que el conjunto sea equilibrado? Imposible. Las leyes no escritas -o escritas también- de la belleza iconográfica no admitirán que ese número pueda ser utilizado para producir un instante de admiración visual. Dos personajes que adoran a un tercero es lo ideal; cuatro también. Pero tres, ¿cómo representarlo? No se puede, verdaderamente. Por eso uno de ellos deberá quedar atrás. O dos... Pero, si solo queda uno, este personaje sería marginado claramente. No, no puede ser tampoco. Uno solo debe estar arrodillado, o postrado o inclinado, ante el objeto de adoración; los otros dos alejados, da igual que uno lo esté más que el otro.

De una muestra aleatoria de obras de Arte de esa iconografía sagrada, podemos elegir la que queramos: siempre será así. Pero, sin embargo, aquí he querido destacar algunas obras que pueden mostrarnos la genialidad de los creadores para, salvando esa eventualidad del tres, conseguir una extraordinaria composición artística lo más original posible. Para mi gusto, el mejor encuadre lo realiza Alberto Durero, pintor alemán de los inicios del Renacimiento en su país, en su obra de Arte Adoración de los Magos del año 1504. La composición es la más original y bella de cuantas he podido ver. Es de las pocas obras que, en primer plano, sólo están ahora los magos, la madre y el hijo, nada más. Es de las pocas obras de Arte que ninguno de los tres magos de oriente está de espaldas ni de lado. Incluso el rey Melchor, el mago más anciano de los tres, está ahora aquí escorzado, girado así para adorar al niño pero sin dejar de mostrar su frente al espectador: el único ser que merece percibir siempre el sentido visual de una obra artística.

Todos los demás pintores incorporan a otros personajes además de los principales. Cuando no es san José son pajes o pastores. Algunos pintores hasta llevan su obra de Arte a un espectáculo multitudinario, lleno de figuras por todos lados, como el gran Rubens hiciera en el año 1629, una obra barroca que nos obliga a adivinar difícilmente las tres figuras principales de la Adoración. El pintor flamenco Hans Memling -en su Tríptico de la Adoración del año 1479- deja muy claro en su obra cuáles son los tres personajes. Es una obra renacentista, por tanto centrada, proporcionada, buscando el equilibrio más estético, algo, sin embargo, que no conseguirá...  Sólo hay sorpresa estética ahí. Sí hay belleza en el fondo de una perspectiva, que sí es simétrica, sí hay también belleza en los vestidos y en los detalles de una extraordinaria composición cromática y figurativa. Incluso, por primera vez se representan las tres etnias de los tres continentes conocidos; también, las diferencias temporales en las tres edades diferentes de los tres magos. Pero, solo la magnífica centralidad de María y del fondo de la escena tratarían de compensar aquel desequilibrio estético de la imagen artística. 

Hay otro Tríptico, este de Van der Weyden, que tampoco conseguirá ningún equilibrio en su composición, es decir, ninguna belleza en ese sentido. La buscaría no obstante el autor con la edificación del fondo de la obra, pero el pintor comprende pronto que no tiene mucho sentido y la adapta ahora al mismo desequilibrio de la sagrada escena: el muro de la derecha está ahí más inclinado o más abierto en ángulo que el de la izquierda. Consigue así mostrar el pintor menos contraste al ser todo ahora ya lo mismo: ya que hacia ese lado, desequilidradamente, están ahora los tres magos de oriente. Una extraordinaria obra maestra de la Pintura flamenca, con belleza de creación pictórica, de figuras, de colores, de detalles materiales, pero imposible de conseguir también el efecto aquel de tres más uno.  Las otras obras de Adoración de los magos que vemos aquí son todas maravillosas obras del Arte Universal. Desde un Velázquez de sus años jóvenes donde la originalidad la lleva el pintor español ahora a los rostros, tan humanos, de las barrocas figuras del lienzo, algo que supo identificar muy bien con el Arte barroco de su tendencia naturalista: son todas vulgares personas representando a grandes personajes. 

También, incluyo dos obras más de dos grandísimos pintores españoles: Murillo y Zurbarán. Ambos retratan a los magos, a María y al niño casi de la misma forma, con las mismas galas casi y en la misma posición compositiva. Sólo Murillo consigue acercarnos mucho más a la ternura y la candidez, a la belleza más genuina, a pesar del difícil empeño -imposible siempre- de tratar de encajar tres iguales personajes en una misma adoración divina. Por último, destacar una obra de un pintor español desconocidísimo: Baltasar de Echave Orio, un vasco que emigraría a la Nueva España -México- a finales del siglo XVI. Allí crearía una dinastía familiar de pintores novohispanos. En el año 1610 compuso su obra barroca Adoración de los Magos. Él conseguirá, sin embargo, que ninguno de los tres magos dé la espalda al espectador; él conseguirá también un paisaje tan renacentista como brillante; él dibujará ahí una bella estrella rutilante tan original como atractiva, con el añadido efecto de atraer ahora la mirada claramente. Es, para tratarse de un pintor muy poco conocido y valorado, una muy genial obra de Arte barroca. Porque además, en su obra maestra, una de las manos del primer mago de oriente -Melchor- se apoya ahora en el suelo necesariamente. Sitúa el pintor así la mano izquierda del rey en un gesto preciso con el que trataría de compensar su personaje el desequilibrio gravitacional de su difícil postura, esa que existe ahora en el Arte obligadamente para componer una figura tan inclinada como para que pueda besar al niño y, a la vez, no dar la espalda al espectador, en una composición estética ya de por sí tan difícil como complicada.

(Óleo Adoración de los Magos, 1504, Alberto Durero, Galería de los Uffizi, Florencia; Detalle del Tríptico de Santa Columba, Adoración de los Magos, 1455, Roger van der Weyden, Antigua Pinacoteca, Munich, Alemania; Lienzo del pintor Baltasar de Echave Orio, Adoración de los Magos, 1610, Museo Nacional de Arte, México; Óleo Adoración de los Magos, 1619, Velázquez, Museo del Prado; Lienzo La Adoración de los Magos, 1639, Zurbarán, Museo de Grenoble, Francia; Cuadro del pintor español Murillo, Adoración de los Magos, 1660, Museo de Toledo, Ohio, EEUU; Obra La Adoración de los Reyes Magos, 1629, Rubens, Museo del Prado; Tabla Tríptico de la Adoración de los Magos, detalle, Hans Memling, 1479, Museo del Prado.)

28 de diciembre de 2015

El paisaje como motivo de vida y de inspiración, de sentido artístico y poético.



Cuando los seres humanos desean triunfar en un mundo que sólo se ofrecerá a los elegidos, la manera más segura de conseguirlo es dedicarse a una sola cosa de todas. ¿Qué es triunfar? ¿Existe realmente también el concepto de elegidos? Es tan oscuro el asunto como llegar a comprender la diferencia entre un genio y alguien que, exactamente, no lo es. A comienzos del siglo XVII nacería un ser humano tan vulgar como cualquier otro en el ducado francés de Lorena. Este ducado fue independiente de Francia hasta el año 1766. Es curiosa la historia de Lorena para entender la historia de Europa. Cuando ahora hay territorios -en este caso un condado, lo único que fue Cataluña- que se quieren independizar a comienzos del siglo XXI, ya existieron ducados, un territorio jurídicamente mayor que un condado, que dejaron de ser independientes en el siglo XVIII. ¿Se entiende eso? Claudio de Lorena (1600-1682) quedaría pronto huérfano de un campesino acomodado de Luneville y acabaría acompañando a su hermano mayor a Friburgo de Brisgovia, en el suroeste de Alemania, una región muy cercana a Lorena. Su hermano era escultor y acabaría enseñando a dibujar al joven Claudio sin muchas pretensiones. Pero debía el joven Claudio ganarse la vida y, como los loreneses son famosos pasteleros, marcharía pronto a Roma para trabajar en su  oficio confitero. Sin embargo en la artística Roma tuvo la suerte de entrar al taller de un pintor que, aunque no muy famoso, le enseñaría por entonces las sutilezas del bello Arte de la pintura. A Claudio de Lorena le empezaría a gustar el oficio de pintar sin saber que terminaría por hacerlo durante el resto de su vida. Pero, entonces, ¿lo eligió él o fue él el elegido? Aunque sí hubo algo que él eligiera por entonces para, al menos, poder triunfar... Decidió dedicarse a pintar tan sólo en una única temática específica en la que acabaría siendo el mejor artista que pudiera conseguir con ello la excelencia. Y eligió solo pintar paisajes, nada más que paisajes, sólo paisajes, los mejores, los más sensibles, los más poéticos, los más elaborados, o los menos paisajistas del mundo...

¿Qué hay de especial en los paisajes del barroco Claudio de Lorena? ¿Barroco, él? Pero, ¿cómo es posible que eso que él pintaba sea barroco? Pero, ¿el Barroco no era otra cosa? ¿No era pasión, fuerza, embrujo desgarrado, colores contrastados, error humano, asalto pasional o losa despiadada de una curva ladeada, ensartada y moldeada por la fatalidad, el desequilibrio o la vulgaridad más bella del mundo? Sí, ¡claro!, pero, además también era clasicismo, el clasicismo de los bellos paisajes barrocos de Claudio de Lorena. ¡Qué barbaridad! No hay manera de entender el Arte. Pero es que el Arte es sobre todo deseo humano creativo, y nada tiene que ver que ese deseo haya sido inspirado en un periodo temporal artísticamente concreto o no. Por eso mismo el pintor de Lorena fue artísticamente inteligente. ¿Pintar como lo hacían Velázquez, Rembrandt o Rubens? Imposible para triunfar. Toda una lección de vida inteligente para, al menos, poder vivir del Arte. Y lo consiguió. Fue un elegido, todo un genio del Arte que, para triunfar, decidió dedicarse solo a una cosa en el Arte: pintar paisajes. No hacer lo que hacían los demás, sino lo que él sabría hacer mejor, lo que entendió como la mejor poesía estética que pudiera componerse en un lienzo. Aquí vemos dos muestras de su maravillosa pintura. También habrá ahora que elegir... ¿Cuál de los dos paisajes es el mejor? Uno es la obra titulada El pastor y ubicada en la National Gallery de Arte de Washington, D.C. El otro es el denominado Paisaje con las tentaciones de san Antonio y está expuesto en el Museo del Prado. Dos obras muy contrastadas: una por el sentido bucólico y otra por el sentido sagrado. Una por el color luminoso, brillante y sosegado y otra por el oscuro tenebroso, ensoñador, misterioso, terroso y opaco de su claroscuro seductor. En ambas la poesía de la imagen es llevada al máximo de representación estética de una obra barroca. ¿Hay en estas obras otra cosa que no sea sensibilidad poética en las equilibradas líneas de un paisaje profundo, grandioso, exorbitante o mágico? No hay otra cosa más que lirismo. Eso es lo que fue Claudio de Lorena, el mejor poeta-pintor del Arte del paisaje. Nadie lo hizo como él, nadie consiguió hacer todo eso: clasicismo y poesía, brillantez y claroscuro, renacimiento y barroco, naturaleza y humanidad. Porque en los paisajes de Claudio de Lorena siempre hay seres humanos, no entiende el pintor un paisaje sin ellos. No hay paisaje representado sin hombres para Lorena. ¿Qué sentido tiene el paisaje si no es para vivir el ser humano en él?

En su lienzo El pastor el pintor francés compone el amanecer -porque debe ser un amanecer- más extraordinario que un paisaje pudiera tener en un cielo pintado. Es ahora la fuerza del amarillo la que surge para alumbrar la vida y los pensamientos metafísicos del pastor. Pero, en la vulgaridad de la figura de un pastor, no un héroe o un gran personaje, es donde veremos mejor ubicar ahora el sentido del barroco. El pastor es ahora un simple personaje desconocido, ningún héroe o sátiro de leyenda mitológico, seres éstos más propios de la temática del Renacimiento. Pero en todo lo demás es clasicismo. Es decir, es perfecta composición clásica en un entorno natural equilibrado. ¿Hay algo en esta obra fuera del sentido perfecto y equilibrado de una vida o de una estética clásica? El otro lienzo, Paisaje con las tentaciones de san Antonio, tiene reminiscencias más clásicas aún. Ahora vemos un claustro derruido compuesto de columnas y arcos renacentistas, propio de un momento histórico en la humanidad más primoroso o más ajeno a lo vulgar o más sencillo. ¿Y qué menos vulgar ahora que un santo, un ser que lucha por vencer sus tentaciones? Ahora no hay súcubos ahí, ni mujeres ensoñadoras o lujuriosas que tienten al hombre santo. Tampoco ningún mono o flores o cosas exornadas y curiosas que distraigan al santo de su acontecer místico. Ahora sólo una luz divina se vislumbra entre las nubes tormentosas que dejarán ver el perfil más humano del santo. Detrás y lejos se aprecian vagamente otros seres humanos diferentes a él, unos hombres alejados de la verdad o de la visión más consoladora que de una bella y empequeñecida luz pudiera un paisaje contener.

(Óleos de Claudio de Lorena: Cuadro El pastor, siglo XVII, National Gallery de Arte de Washington, D.C.; Lienzo Paisaje con las tentaciones de san Antonio, 1638, Museo del Prado, Madrid.)

23 de diciembre de 2015

La mirada del Arte: desinteresada, perdida, carente, volátil, sagrada, solemne, infinita...



Pietro di Cristoforo Vannucci (1446-1523) pasaría a la historia del Renacimiento con el nombre de Perugino por haber nacido en Perugia, capital de la profunda, agreste y montañosa región italiana de Umbría. Pero realmente no nació en esa ciudad sino en Castello della Pieve, a unos treinta kilómetros de Perugia. Es junto a Leonardo da Vinci -coetáneo suyo- uno de los primeros en definir el Renacimiento en Italia. Fue aquella una época muy liberal y tolerante en el pensamiento y en las formas artísticas. Tanto como sus creadores quisieron o pudieron hacerlo. Y el Perugino es un ejemplo fundamental en el Arte para entender esto. En su obra Madonna con el niño entre san Juan y san Sebastián vemos ahora unos personajes sagrados en una escena algo más laica que piadosa, menos hierática que natural o más melancólica que trascendente. En las biografías que escribiera Vasari de los pintores del Renacimiento, el Perugino es criticado muy despiadadamente no solo como pintor sino como persona. Años después los críticos también consideraron que el Perugino no llegaba a un nivel de excelencia como para definirlo de gran maestro del Arte. Y todo por la repetida forma del pintor de componer siempre así los mismos rostros, los mismos gestos o la misma mirada.

Decía Vasari en su biografía del Perugino que solo se preocupó por amasar fortuna, que se caracterizó el pintor por su avaricia y su falta de fe. En aquellos años renacentistas no era nada escandaloso vivir sin fe; cada cual podría vivir y pensar como quisiera si podía vivir de lo que hacía, y el Perugino vivió muy bien gracias a sus encargos artísticos por toda Italia. Por eso el Renacimiento fue una revolución artística y vital extraordinaria, que no volvería jamás a vivirse en la historia. En este periodo del Arte no hay emoción, no hay fuerza, no hay tensión, no hay pasión, como lo hubiera, por ejemplo, un siglo después en el Barroco. Pero, sin embargo, sí hubo otra cosa:  mirada, la mirada del Arte. A veces directa y a veces ladeada. A veces queriendo mirar a quien mira, otras, no mirando nada. Es la única emoción permitida, si es que es una emoción, que lo es aunque apaciguada, y que el Renacimiento urdiría con sus modelos para tratar de ofrecer equilibrio, mesura, elegancia, distancia, medida o fragancia. Y todo eso para poder representar la Belleza a través unos colores y unos gestos comprendidos por la diferencia que deberá existir entre crear algo y darle vida sin tenerla. 

En uno de los frescos que pinta en la Sala de Audiencias del Collegio del Cambio en Perugia, un centro de finanzas de la época en el Renacimiento, el Perugino compone varias figuras en la pared artística. Entre ellas unas bellas sibilas legendarias. Y en una de ellas, la sibila de Tiburtina, reflejaría la mirada más bella que de un rostro sin vida pudiera pintarse, compuesto además en el temprano año 1500. En este fresco renacentista el creador vuelve a repetir el mismo semblante humano que sus críticos le reprochaban. Pero, no, ahora no. Para el pintor sin piedad y sin fe, llevado por entonces a una vida más material que espiritual -aparentemente-, la mirada no podía ser más que como él la pintara, enigmática, universal, profundamente humana. Y es que aquel Arte lo podía englobar todo, hasta el sin sentido de una mirada repetida sin otra representación más que la misma mirada de siempre. 

En su obra Madonna del año 1493, el Perugino llevaría el rostro virginal de María a una belleza pagana que, años después, solo su discípulo Rafael conseguiría plasmar siempre en sus maravillosas y piadosas madonnas. Pero, sin embargo, en Perugino no hay piedad ni sagrada devoción metafísica. Sólo la asociación con otros personajes nos lleva a ubicar a la madonna con su papel sagrado o piadoso. En el detalle de su imagen aislada de la obra completa, sólo el níveo nimbo sagrado que rodea su cabeza nos recuerda su sagrado sentido religioso. Porque es ahora, sin embargo, la belleza de la imagen de su rostro, de su cuello, de sus cabellos trenzados o de su mirada la que la hace universal y muy humana. Todo aquel Renacimiento de sus inicios está aquí retratado en sus miradas... Como el de su obra María Magdalena, que parece que nos mira ella ahora aquí. ¿Nos mira, verdaderamente?  Porque así es la mirada del Arte. Sin sentido, sin interés y muy distante. Toda mirada a veces es así. Y no es así por mirar sino por no hacerlo. Porque hacerlo, mirar, es mirar algo concreto, algo que está lejos de uno mismo, que es otra cosa concreta y diferente, una que puede ahora, sin embargo, ser mirada. Pero en el Arte no. En el Arte, o mejor dicho desde el Arte, ¿qué puede verdaderamente mirar? Nada. Nada puede mirar el Arte, sólo puede ser mirado, nunca mirar verdaderamente. Y así fue entendido por unos creadores geniales que vivieron en un momento único en el mundo, un tiempo que duró muy poco y que nunca más regresaría a la historia. Salvo en sus obras...

(Obra detalle del fresco Todopoderoso con profetas y sibilas, 1500, El Perugino, Collegio del Cambio, Perugia, Italia; Detalle del óleo Madonna con el Niño entre San Juan y San Sebastián, 1493, El Perugino, Galería de los Uffizi, Florencia; Óleo sobre tabla Madonna con el Niño entre San Juan y San Sebastián, 1493, El Perugino, Galería de los Uffizi, Florencia; Obra de El Perugino, María Magdalena, 1502, Galería Palatina, Palacio Pitti, Florencia,)

14 de diciembre de 2015

A lo largo del curso de la historia lo cierto es que el amigo del hombre es siempre el hombre.



Aunque parezca una contradicción los propios medios productores de un desastre cambiarán lo necesario luego de pensarlo bien, para mejorar ahora aquello que ellos antes habían deteriorado decididos. Ante las terribles consecuencias, por ejemplo, en el cambio climático producidas por el consumo desaforado de carbono terrestre, llevado durante años por una economía poderosa y egoísta, esos mismos medios productores -las empresas y estados inescrupulosos- llevarán luego a buen fin las transformaciones que sean precisas para, mejorando el mundo, poder continuar ellos ganando. Porque no es por altruismo, ni por un sagrado deber moral, ni por fraternidad global ni por esas cosas románticas que nunca en la vida económica han sido, sino tan sólo por el mismo interés económico de siempre por lo que cambiarán. Ese interés que compensará ahora para cambiar de opinión, de producir o de vivir. Pero es que es así, sin embargo, el único sentido de progresión en la historia. Porque sin desastre no hay avance tampoco. Sin pérdida no hay transformación. Y es que vivimos mucho más inmersos en lo que se podría llamar historia cuantitativa o diacrónica (la contabilidad, la renta, el grano o el beneficio), que en lo que se podría entender por historia cualitativa o sincrónica (el pensamiento, la conciencia de lo eterno o de la belleza o del Arte).

En la historia de la humanidad los inicios más tempranos de civilización se dieron en el oriente próximo, justo en la parte más occidental de Asia. Ahí, en lo que se ha dado en llamar Creciente fértil (Egipto, Mesopotamia y Siria), prosperaría el sedentarismo, la agricultura, las ciudades, la escritura o el comercio. Pero también existieron otros lugares en el mundo donde pronto se dieron también todas esas cosas, excepto dos de ellas: la escritura -la compleja no la ideográfica- y la organización compleja de las ciudades. Y esos dos sitios alejados del Creciente fértil fueron la llanura aluvial china y el sur del desierto de Gobi al pie del Himalaya. Es decir, en China y en la India. Y un elemento fundamental para poder entender el progreso del hombre fue su alimentación. En el Creciente fértil pronto la humanidad descubriría el trigo, el primer cereal cultivado por el hombre. Su grano era más grande entonces que el de ningún otro cereal conocido, imposible de prosperar salvajemente si no era cultivado (el viento no podría elevarlo y trasladarlo para ser fertilizado por sí solo), y por lo tanto un grano con mayor capacidad nutritiva (cuantitativa pero no cualitativamente). Sin embargo hubo otro cereal, uno que crecía fácilmente de modo salvaje (su grano es mucho más pequeño) y que se utilizaba en África desde los primeros momentos del homo sapiens. Sólo consiguió ser consumido luego y cultivado en la India y en China, pues el trigo no llegaría a ser utilizado en estas regiones asiáticas hasta dos mil años después de ser conocido en la cuenca oriental del Mediterráneo.

En China podía prosperar este cereal en regiones de escasa lluvia y poca fertilidad de suelo, incluso crecería en los suelos salinos. Xiaomi es la palabra china para denominar al mijo. En China su medicina fue anterior a todas, y el mijo tendría además un valor de bienestar físico además de nutritivo, ya que era fácilmente digerible por no contener la proteína del gluten. Además su consumo combatía la cándida, un hongo unicelular cuya infección produciría la micosis. En Europa también se consumió en la antigüedad el mijo, entre otras cosas porque era un cereal de duradera conservación. En Venecia, en la alta edad media, se conservaba el mijo almacenado en fortalezas lejos de la costa, llegando incluso así hasta durar veinte años su almacenamiento. Cuando el transporte mejoró ya no era necesario su almacenamiento durante tanto tiempo y los cereales cultivados en ciertos lugares pudieron ser consumidos en otros. Por esto el mijo dejaría de tener sentido práctico y su consumo en Europa declinaría frente al poderoso trigo nutritivo. Hoy, cuando son conocidas las ventajas del mijo, su consumo se considera beneficioso para la salud humana y se incrementará, poco a poco, su producción y su comercio. Lo que no era antes importante lo es después...

Cuando el pintor Turner (1775-1851) comprendiera el sentido de progreso como un movimiento crearía su obra Lluvia, vapor y velocidad. Expuesta en el año 1844 -aunque compuesta años antes-, fue por entonces una revolución a los ojos que no estaban aún acostumbrados a ver algo tan poco visible, tan farragosamente disperso entre colores que parecían no estar acabados. Con Turner los impresionistas tienen una deuda artística parecida a la de Manet, pero sobre todo mucho más antigua. Para el pintor romántico inglés la luz lo es todo. En este lienzo es lo principal la luz, aunque no lo parezca tanto. Turner glosará o expresará, sin embargo, aquí mucho más la velocidad, el movimiento, el cambio de espacio o de lugar para transportar ahora la vida, las cosas, las emociones, las ideas o las sensaciones. En su lienzo romántico vemos a un tren cruzar ahora por el puente de Maidenhead, un viaducto inglés construido en el año 1838 para ese tren tan primitivo. Veremos la chimenea de la locomotora y por eso sabremos que es un tren lo que ahora vemos. Para Turner el detalle principal es el único detalle importante, lo demás lo tendremos que adivinar.  La lluvia es otro elemento importante en este cuadro, veremos trazos leves e inclinados de líneas delgadas en un cielo asolado de brumas doradas. Brumas que ocultan ahora el azul celeste desperdigado del fondo. Y suponemos o presentiremos que esos trazos leves de líneas delgadas serán finas ráfagas de lluvia. El vapor era por entonces la causa de la velocidad, de esa rapidez que conseguiría el hombre con su artefacto y que acabaría empezando a consumir ávidamente aquel carbono peligroso.

Pero, no es esta la única velocidad que aquí veremos. En el río cruzado por el puente de Maidenhead se vislumbra ahora una pequeña barca en la parte izquierda del lienzo. Y en la parte derecha extrema del cuadro, al otro lado del tren, el pintor dibuja -apenas se distingue por la falta de contraste- algo que parece una liebre corriendo. Tres formas de entender aquí la velocidad. Una lenta y sosegada, otra menos lenta, pasajera y fugaz en su contienda con la vida y las cosas, y, por último, la de la naturaleza, la que era la más veloz de todas por entonces. Y es este aquí ahora el contraste. Para que veamos bien las cosas siempre hay que contrastar, aunque no las veamos bien del todo. En el Arte, lo único que permite hacerlo así, esas mismas cosas más tarde o más temprano se acabarán viendo. Puede que al ver por primera vez un cuadro no veamos bien algo, pero seguro que al verlo luego mejor después acabemos viéndolo. Con la luz pasará lo mismo. Para Turner la luz lo es todo, porque cómo si no veremos algo. Pero, ¿qué vemos ahora en esta obra de Arte si no es lo que pinta el artista exactamente igual a como es en la naturaleza? Pues la luz reflejada o refractada. Solo la luz. Por sus reflejos o por los diferentes efectos cromáticos en las cosas, vistas ahora éstas como se verían de no poder ser vistas detenidamente, como por ejemplo en un fugaz movimiento a los ojos del que las mire desde un lugar en movimiento. Es como cuando miramos perpendicularmente hacia una ventanilla desde un vehículo a gran velocidad: no veremos más que ráfagas de colores. Lo que sin poder aún experimentarlo -las velocidades en su época no eran tan rápidas- Turner intuiría genialmente entonces en su mente tan artística y prodigiosa. Como el progreso humano.

(Óleo Lluvia, Vapor y Velocidad, 1844, del pintor romántico inglés Joseph William Turner, National Gallery, Londres.)

11 de diciembre de 2015

La victoria como un impulso ante la barbarie más que como una conquista arrolladora.



Cuando en el año 1909 publicase el poeta e ideólogo italiano Tomasso Marinetti (1876-1944) su Manifiesto Modernista, el mundo occidental había comenzado a caminar por un precipicio tenebroso, por un equivocado sentimiento de euforia que le llevaría a despeñarse pronto por uno de los siglos más violentos de toda su historia. Y en ese manifiesto modernista Marinetti escribiría: La Pintura y el Arte han magnificado hasta hoy la inmovilidad del pensamiento, del éxtasis y del sueño; nosotros queremos exaltar el movimiento agresivo, el insomnio febril, la carrera, el salto mortal, la bofetada, el puñetazo. Afirmamos que el esplendor del mundo se ha enriquecido con una belleza nueva: la belleza de la velocidad. Un coche de carreras con su capó adornado con grandes tubos parecidos a serpientes de aliento explosivo, o un automóvil rugiente que parece que corre sobre la metralla, es más bello que la Victoria de Samotracia. Los antiguos griegos fueron los primeros occidentales que entendieron la verdadera diferencia entre la vida y la muerte, entre elegir vivir o elegir equivocarse. Y crearon toda una cultura de libertad incipiente, de elogio a la vida, de riqueza por armonizar lo práctico y lo eterno, lo terrenal y lo divino. ¿Cómo si no iba a surgir allí el Arte equilibrado, el más idealizado, el más exquisito, aquel que combinara belleza y sabiduría?

Porque antes de los griegos o existía la belleza o existía la sabiduría. Las dos cosas juntas, unidas y entrelazadas la inventaron los griegos entre los siglos VI y V antes de la era cristiana. Y no pudieron menos que componer a sus dioses con las bellas formas de los seres humanos. Entonces asimilaron esa belleza divina a la propia belleza humana, dándole así un sentido creíble y real a las elevadas cualidades o virtudes sagradas que ellos mismos habían ideado antes. En la genealogía de sus dioses Nike fue la divinidad griega de la victoria. No de la guerra, que también tuvo su dios, no, sino de la victoria, de la alegría por vencer al contrario o a lo diferente, por alcanzar con la victoria la gloria más excelsa de la vida, el triunfo más deseado o la mayor bendición de ésta. La representación de la diosa griega Nike combinaba el cuerpo de una bella mujer con alas desplegadas a su espalda. El símbolo alado -las alas- indicaba un enlace trascendente con la divinidad, un rasgo sagrado para las imágenes o esculturas que así lo llevaran. Pero, era algo más lo que suponía llevarlas... Porque todas las efigies sagradas no llevaban alas, solo aquellas divinidades que podían cambiar o dejar de ser lo que eran para transformarse justo en lo contrario. Como Eros, el dios del Amor, Nike también podía dejar de ser un motivo de salvación para sus protegidos y convertirse ahora en otra cosa.

Nike podía volar, podía ahora esfumarse con el viento para regresar luego pasado un cierto tiempo. O no regresar. Por esto llevaba alas Nike, por eso fue compuesta (en el siglo II a. E.C.) con alas a su espalda la diosa griega Victoria que fuera encontrada -descabezada su escultura- durante el año 1863 en la isla griega de Samotracia. El mundo de aquellos siglos -VI y V a. E.C.- fue entonces un escenario bélico donde dos fuerzas contrarias luchaban por vencer: el inmenso imperio Persa y el conglomerado de pueblos griegos situados alrededor del mar Egeo. Pero había una especial diferencia en ese enfrentamiento. Uno de ellos quería la victoria para conquistar al otro, para dominar con su civilización el occidente de su vasto imperio. El otro sólo quería defender con su victoria su propio mundo, el que ellos habían comprendido como el mejor mundo posible, el más sabio y el más bello. Lucharon los griegos en una fiera batalla en un golfo cercano a una de sus islas, la de Salamina, en el año 480 a. E.C. Y vencieron ellos. Y no pudieron más que agradecer a la diosa Nike por su victoria. Una diosa que desde entonces igualaron a su más grande diosa ateniense, Atenea. Y decidieron erigir un templo a su memoria para no olvidar, para elogiar y para seguir viviendo. A pesar de ese deseo tardaron casi sesenta años en elegir el momento adecuado para levantar el templo. Sería construido en la densa Acrópolis ateniense en un pequeño espacio que quedaba libre para ello, en un lugar ahora privilegiado a su entrada, elevado sobre un muro o paramento de relieve.  

Un templo muy pequeño para un sentido tan grande. Pero los griegos no asociaban nunca grandeza con tamaño físico. Los primeros en toda la historia que erigieron templos a la medida del hombre. Los griegos que más sufrieron aquel bélico acoso imperial persa fueron los jonios, los griegos asentados en la costa del Asia menor, al otro lado del mar Egeo. Allí en Jonia surgirían el pensamiento filosófico más sutil, el verso lírico más hermoso o la arquitectura más bella y armoniosa del mundo. Por eso el pequeño templo erigido en la Acrópolis para homenajear a Nike fue construido en el orden arquitectónico jónico, el más sublime de todos. Sus arrebatadoras columnas jónicas resaltaban ante su limitada estructura arquitectónica. Cuatro columnas delante y cuatro detrás, con el orden, la elegancia, el sentido de equilibrio, de sabiduría y belleza que aportaban al mundo con sus formas. No fue necesario tanta dimensión para albergar ahora lo más sagrado, lo más elogioso o lo más glorioso. Solo la belleza, solo la medida perfecta para representar el sentido eterno de lo que permitiera vivir, no morir. Para mantener así el impulso vital ante lo avasallador, ante toda esa barbarie extranjera.

Pocos años antes de comenzar a levantar el templo de Nike, Atenas comenzaría otra guerra decisiva. Fue una guerra ahora contra sus propios hermanos griegos, contra Esparta. Fueron otros griegos quienes lucharían con ellos. Y perdieron esta vez. Pero los vencedores no arrasaron nada, sólo consiguieron la hegemonía frente a la vanidosa Atenas. Mantuvieron aquel templo y sus dioses. En ese templo de Nike se guardaba una efigie de la diosa que no llevaba alas. Y no las llevaba para que no pudiera salir volando y escapar así la victoria de su lado. Luego pasaron los siglos y los griegos dejaron paso a Roma, y, algo más tarde, al Cristianismo y su teología transformadora. Y así hasta que los otomanos y su imperio turco -reminiscencia de aquel imperio avasallador persa-, siglos después, no tuvieron escrúpulos en destruir esa sagrada belleza de templo griego para, con sus restos, construir una mera posición de vil artillería. Todo acabaría entonces bajo las piedras amontonadas de la barbarie. Tiempo más tarde, cuando Grecia consiguiera su independencia frente a Turquía, fueron reconstruyendo aquella Acrópolis con las piedras encontradas en parte de lo que fuera todo aquel hermoso lugar sagrado de antes. ¿Qué victoria puede hoy homenajearse en un mundo donde aquellos principios ancestrales de belleza están en gran parte ignorados o superados? ¿Dónde estará hoy la barbarie? Es tiempo de comprender que lo que hoy somos forma parte de lo que se hizo entonces, tanto lo bueno -la belleza y sabiduría ancestrales- como lo malo -la ideología violenta y el rechazo a la virtud más elogiosa de lo eterno-, pero es vital saber que no puede prosperarse sin recuperar aquella actitud ancestral ante lo decisivo de la vida, esa que elogiaremos para poder vivir todos sin menoscabo. La memoria sirve, pero mejor la memoria de lo virtuoso, de lo sagrado -en sentido trascendente en general-, de lo permanente como virtud humanística... De lo que hace que una piedra sobre otra llegue a representar lo más insigne o lo más bello, o lo más armonioso o lo que nos recuerde, siempre, la elección de la vida sobre cualquier otra forma de destrucción o de barbarie.

(Imagen de la estatua La Victoria de Samotracia, Siglo II a. E.C., Escuela de Rodas, Periodo Helenístico, Museo del Louvre, París; Estatua de Atenea-Nike, Siglo V a. E.C., Museo Arqueológico de Atenas; Fotografía actual del Templo de Nike, Acrópolis, Atenas; Acuarela del pintor alemán Werner Carl-Friedrich, 1877, Templo de Nike, vista desde el noreste, Museo Binake, Atenas; Imagen fotográfica de la Acrópolis ateniense derruida, durante el periodo de reconstrucción en el año 1869, a la derecha el pequeño templo de Nike, fotografía de James Stillman; Fotografía actual de un lateral del Templo de Nike, Atenas; Imagen fotográfica del frontal del Templo de Nike durante el año 1896 donde se observa la reconstrucción del templo jónico, piedra a piedra, Museo Hallwyl, Estocolmo; Fotografía actual del mismo frontal del Templo de Nike, con sus columnas jónicas, el arquitrabe y parte reconstruida de su frontón y cubierta.)