1 de junio de 2018

La genialidad es irrepetible, como la inspiración, la motivación o el entusiasmo.



En solo tres años de diferencia el pintor italiano Orazio Gentileschi (1563-1639) pintaría dos versiones de un mismo tema durante su estancia en Inglaterra. El tema era Moisés rescatado de las aguas. La primera está fechada en el año 1630 y fue compuesta para la corte del rey inglés Carlos I, la segunda es del año 1633 y  fue una obra de regalo compuesta para el rey de España Felipe IV. Son unas composiciones curiosas porque, aun partiendo de la misma estructura, personajes, posiciones y narración, solo una de ellas, la del año 1633 -en el museo del Prado-, no incorpora un personaje que antes sí estaba, así como difiere también en algunos gestos o ademanes que sí estaban en la primera. Uno de los personajes deja de mirar y señalar al río para fijarse ahora en el pequeño rescatado de las aguas. Diferencias estas que, junto a una mayor rigidez o gravedad de algunos personajes, hacen mucho menor la genialidad de la segunda obra. ¿Es que no se avanzará siempre desde la genialidad hacia la genialidad...? Porque el equilibrio compositivo que consigue el pintor italiano en su primera obra es más estético y original que en la segunda. Los brazos extendidos de los personajes situados a la derecha compensan en la obra de 1630 la aglutinada agrupación de los personajes de la izquierda. En la izquierda del cuadro se sitúan los personajes más importantes: la princesa egipcia, la madre de Moisés -de pie y túnica roja- y Miriam, hermana del pequeño rescatado que ahora, de rodillas, está situada al lado de su madre, ofreciéndose Miriam como niñera del pequeño Moisés a la princesa egipcia.

Orazio Gentileschi nace en el tiempo y en la región italiana de los grandes creadores manieristas del siglo XVI. Pero, pronto el mundo del Arte cambiaría con la fuerza poderosa del revolucionario Caravaggio. A Orazio le entusiasmaba su amigo Caravaggio, y le seguiría en tendencia y en sentido artístico todo lo que pudo. Para sobrevivir a Caravaggio y a la vida, Orazio debía elegir ahora otra cosa, y descubriría así una expresión más lírica y elegante en sus nuevas obras clásicas de Arte.  Pero la genialidad no se mantiene por siempre. Como la inspiración, no abundará la genialidad en todos los casos. Sobre todo cuando como en Gentileschi se primaría sobrevivir a crear. Al pintar para Carlos I de Inglaterra y su corte Orazio creó nuevas obras inspiradas pero, a diferencia del Naturalismo de Caravaggio, llenas ahora de armoniosa, sugerente y original belleza barroca. Gustaban sus obras por la capacidad de combinar matices y tonalidades clásicas con originalidad y estilización barrocas. Su Moisés, terminado en el año 1630, fue una obra realizada para la esposa del rey Carlos I de Inglaterra, una francesa con gustos cosmopolitas y deseos muy atrevidos de belleza... Aquí, el pintor barroco-manierista realizaría una composición muy original llena de gestos atrevidos, desnudos insinuantes y unos matices fríos que sostienen ahora, compensados, todos los elementos más importantes de la obra.

Pero, tres años después, cuando el pintor buscase seducir artísticamente a otro mecenas regio -el rey español-, pintaría la misma obra, Moisés rescatado de las aguas, pero, ahora, con unas diferencias muy calculadas para su majestuoso y más serio destinatario. Realizaría una obra  estéticamente mucho más austera. Viste  ahora más a los personajes -ya no hay desnudos insinuantes-, acentúa los colores cálidos y elevaría la figura noble de la princesa egipcia al eliminar los personajes más altos, evitando señalamientos o brazos extendidos por encima de su figura. Con este desequilibrio compositivo aumentaría la fortaleza de la princesa frente a los personajes secundarios, creando un mejor efecto de grandiosidad majestuosa, algo más adecuado para una corte real como la de Felipe IV, la más majestuosa y exigente de toda Europa. Durante esos años (1630-1633) la corte inglesa estaba fascinada aún por dos pintores flamencos, Rubens y Van Dyck, así que el pintor italiano sospecharía que esta competencia sería difícil de vencer tan solo con sus cuadros. Buscaría viajar entonces a Italia o a España, pero no lo consigue, terminando por fallecer en Londres en el año 1639. Sin embargo, dejaría antes estas obras de Arte para, sin desmerecer ninguna, comprender que la genialidad artística sólo la llegó a rozar el pintor con la primera de las dos obras. 

La primera es más caravaggista y la segunda es más clásica. La primera es más original, más sorprendente; la segunda más elegante, aséptica, correcta o majestuosa. Hasta la corona de la princesa egipcia brillará elegante y regia solo en la segunda, ya que en la primera no la pintaría siquiera. Hasta la sofisticación y la elegancia del vestido regio es mayor en la segunda obra que en la primera. La narración estética también es diferente, ya que en la primera obra hay una más interesante visión estética gracias a una composición más original de todos sus personajes. Están aquí mostrando algunas mujeres el lugar donde han encontrado al pequeño Moisés, y esta eventualidad hace no centrar la mirada solo en la princesa sino en algo que no se ve en la obra por ningún lado. Los colores y sus tonalidades son más fríos -azules frente a ocres- y obtienen un contraste más original que en la obra del año 1633. Pero, sobre todo, es la naturalidad de los personajes en la primera obra.  Porque ahora, sin pudor,  muestran su interés por el hallazgo del bebé sin reparar en sus gestos ni en sus vestidos indecorosos, éstos más acordes con haber estado rescatando a Moisés que paseando lejos de la orilla sin mojarse. ¿Fue ésta una genialidad o una forzada inspiración creativa interesada? 

La genialidad es tan sutil como imposible comprenderla exactamente. Es decir, ¿cómo saber que algo es hecho conforme al genio o no? Pero, no hay duda posible, o no debería haberla. La genialidad no puede estar condicionada nunca. Si lo está no es genialidad, es otra cosa. La genialidad, como la inspiración, debe fluir sin condiciones previas, debe prosperar sin determinaciones que lleven al creador a definir un planeamiento de lo que, finalmente, persiga calculado. Cuando el pintor compuso su obra desde la honestidad de su sentido inspirador, es cuando brillaría la genialidad más artística o más grandiosa. Cuando Orazio Gentileschi decidió volcarse en el lirismo estilístico más clásico, lo hizo porque no pudo componer como lo había hecho antes Caravaggio. Fue Orazio un extraordinario pintor barroco, sus obras consiguen combinar manierismo tardío, tan bello, sutil y original, con el modernismo por entonces tan naturalista de Caravaggio. Sin embargo, tuvo el pintor que sobrevivir y componer sus obras desde una poderosa razón, económica más que artística. Fue uno de los mejores seguidores de Caravaggio, a la vez que fue uno de los más grandes creadores de un barroco por entonces tan fértil y original, pero, a veces, artísticamente muy despiadado.

(Óleo Moisés salvado de las aguas, 1630, Orazio Gentileschi, Colección Particular, actualmente prestado en la National Gallery, Londres; Obra del pintor barroco Orazio Gentileschi, Moisés salvado de las aguas, 1633, Museo Nacional del Prado, Madrid.)

29 de mayo de 2018

Elogio de la mediocridad o cuando lo importante no es de qué está hecho algo sino qué nos dice.



El Arte nos enseña más que ninguna otra cosa a relativizar la verdad, la belleza, la grandeza o la genialidad de lo creado en el mundo. Pero para aprender esto es preciso antes abrir la conciencia a la capacidad de percibir sin influencia alguna, sin prejuicios y sin otra cosa más que la sensación que podamos apreciar de una impresión en nuestra noción natural de percibir belleza. La tendencia humana a la excelencia dejará por el camino algunos afanes personales por elaborar belleza. ¿Hay que avanzar vertiginoso buscando siempre la excelencia a riesgo de malograr alguna otra sensación distinta de belleza? A mediados del siglo XVII era muy difícil conseguir la gloria en el Arte. La creatividad más armoniosa, la más sublime o la más extraordinaria no podía conseguirse sin afinar antes el camino hacia la gloria. Ya había sido encumbrado el Arte más excelso cuando el pintor Giovanni Francesco Romanelli (1610-1662) comenzara a pintar con las influencias clásicas más engrandecidas de belleza. En el Barroco más exigente los efluvios artísticos más ennoblecidos eran buscados por doquier entre las ambiciones desmesuradas por conseguir Belleza. Así que Romanelli se encontraría entre dejar de crear o participar de cierta mediocridad entre las fauces asesinas de la exigencia. El Arte en el Barroco europeo se alcanzaba por el encargo de grandes personajes políticos. Y éstos no conseguían su grandeza si no la perseguían también en lo artístico. 

Las obras de Arte menudearán en las abyectas categorías de la memoria selectiva. Y la memoria solo se salvará de las categorías cuando la percepción se independice de la feroz membresía tan exigente de la historia. ¿Hay que mirar solo desde la óptica de una grandeza únicamente entendida por la excelencia acogida a esa memoria? La memoria, ¿de quién? Porque el recuerdo de la grandeza no debería ser una categoría universal acogida a criterios universales de belleza. Y para que no lo sea deberá emanciparse de lo universal para adherirse a lo particular, lo individual o lo más personal de la belleza. Ahí es donde se recogerán los frutos de otra memoria..., ésta posiblemente más auténtica y que llegará a alentar su representación ahora sin mediaciones, sin condiciones, sin categorías o sin mal entendida grandeza. Porque no es siempre esta grandeza (entendida clásicamente) la que se producirá también en las capas más profundas de la percepción humana. ¿Qué es la grandeza? Deberá ser la belleza universal que ocasiona en los seres la sensación más personal de identificación placentera o emocionante. Si no es eso no es grandeza. O, tal vez, haya mejor dos tipos de grandeza: la formal y la emotiva. Porque en el transcurso de la historia algunos hechos artísticos -las pequeñas historias no las grandes- y sus emociones íntimas más sobrecogedoras no llegarían siempre a alcanzar la aguerrida sensación de pertenecer a la glorificación más encumbrada de grandeza. 

Para cuando el pintor Romanelli crease su obra Hallazgo de Moisés el mundo no le habría catalogado aún como mediocre. La mediocridad surge luego, cuando la memoria hunde su puñal sin condiciones. Es la memoria no los hechos, ni las obras, ni las cosas lo que determinará o no la gran creación o la grandeza. Es tan importante la memoria. Lo saben tanto los influenciadores o manipuladores del mundo que la valoran o cotizan a costa de palidecer otras, aquellas que no lleguen a ofrecer ninguna rentabilidad a sus intenciones. Por esto la peor de las ideologías es la que cotiza la verdad sin ofrecerla. Porque la verdad artística es imposible ofrecerla solo desde planteamientos interesados y universales de belleza. ¿Qué debe ser más valorable artísticamente en el mundo, la subjetividad o la objetividad en la percepción de las creaciones artísticas? Las cosas bellas no lo son objetivamente nunca. Aun cuando lo sean. Porque la belleza es una sensación personal no universal. No podemos prescindir de la emoción personal para descubrir la belleza. Y no existe una emoción universal como no existe una mirada universal  ni existe una percepción universal. La mediocridad es el punto equidistante entre la excelencia y la banalidad. ¿No es, por otro lado, la mayor autenticidad al demostrar ahora participar de la parte más estable de la vida? Para conseguir ese equilibrio hay que estar situado en el justo medio. Cualquier deriva hacia los lados determinaría una inclinación que se percibiría claramente en la sensación receptora de belleza. Por eso la mediocridad no es necesariamente denostada en el Arte..., si está claramente posicionada en la belleza. 

La mediocridad es una grandeza participada de otras cosas que no lo son, es un todo donde ahora partes del conjunto son elementos que no alcanzarán ninguna grandeza. Pero, ¿qué hay en la vida que consiga esa perfección sin menoscabar parte de su autenticidad? Cuando observamos la belleza de la obra de Romanelli en este cuadro, ¿vemos acaso la inexpresividad inerte o fallida de algunos de los ojos retratados? ¿Vemos la simplicidad de un entorno sin rasgos de belleza? ¿Vemos la manida forma decadente de albergar una composición sin demasiados alardes iconográficos? No, no es así como algunos lo podemos percibir. Porque la perceptividad subjetiva puede enjuiciar ahora un hallazgo con la misma sensación que un descubrimiento inopinado -de pronto y sin arraigos tradicionales- produzca también en nuestro ánimo. Los colores de Romanelli brillan del mismo modo que laten de emoción los personajes retratados ante un hallazgo... La serenidad del ambiente natural de la obra refleja la misma sensación que debe llegar a los necesitados sujetos receptores tan precisados de calma. Este es un motivo, por ejemplo, para la valoración personal de una obra cuya memoria no estuviese, sin embargo, a la altura de su gloria. También como la memoria particular de los seres que ahora la miran sin prejuicios. O como las grandezas olvidadas por la impenitente obligación de relacionar belleza o excelencia con la promoción enardecida de una memoria tan universal como interesada.

(Óleo Hallazgo de Moisés, 1656, del pintor barroco Giovanni Francesco Romanelli, Museo de Arte de Indianápolis, EE.UU.)

21 de mayo de 2018

El Barroco español fue un escenario romántico diluido, algo que se adelantaría en emoción dos siglos al Romanticismo.



La historia se anticiparía ya una vez en el siglo XVII español, cuando los creadores entonces -poetas y pintores- alcanzaron a sentir en España -ejemplo de un cierto laboratorio histórico de grandeza difuminada- la emoción tan deteriorada de una magnificencia muy alejada del mundo. Se anticiparon a una emoción que sucedería siglos después, cuando el Romanticismo atrajese la visión deteriorada del sentimiento elusivo de una grandeza inexistente en el mundo. Porque la grandeza no existiría, no habría existido nunca, ni siquiera cuando la cantasen los poetas latinos antes de que la historia los sublimase luego entre nostalgias. Los románticos fueron los primeros que descubrieron el carácter humano tan sensible al sentimiento desvaído del mundo. ¿Los primeros? No, los primeros no, porque existieron ya hombres atrevidos que, siglos antes, alcanzaron a describir las rémoras emocionales de un mundo desalojado de vana grandeza histórica. Cuando el pintor del barroco español Francisco Gutiérrez Cabello (1616-1670) descubriese la belleza de la idealización de una escena primorosa, alumbraría a mediados del siglo XVII la imagen estética fantasiosa de un mundo imposible: pintaría una obra que combinaba la leyenda bíblica de José con la grandeza sublime de la galería inexistente de un gran palacio imaginado. Lo haría además recreando la visión de un lugar sagrado encumbrado de obras de Arte mitológicas. 

Nada de coherencia histórica o legendaria, nada de grandeza real o de fidelidad a ninguna esencia existente en la historia. Todo lo imaginaría el pintor español al amparo de una leyenda bíblica utilitaria. En su obra no fue la leyenda lo que más representó. Los personajes bíblicos apenas son una parte mínima, el resto es magnificencia escenográfica del propio Arte, obras expuestas en la pared de un edificio imaginado sobre el que no existe más que una excelsa fantasía iconográfica. Siglos después el romántico español Jenaro Pérez de Villaamil compuso su imagen del interior del monasterio de San Juan de los Reyes de Toledo. Compuso la misma magnificencia arquitectónica que Gutiérrez Cabello hiciera antes, pero ahora, en el Romanticismo del XIX, Villaamil realzaría la grandeza de algo existente sobre las ruinas históricas de un mundo ya inexistente. Misma amplitud de galerías verticales, misma primorosidad de Arte visual, misma sensación estética al minimizar la vida efímera de los hombres frente a la grandiosidad eterna de un Arte emocionante. Así, también se encumbraría la misma fantasía ejercida siglos antes por los creadores barrocos españoles. En 1837 Pérez de Villaamil pinta otra obra romántica imaginada, Manada de toros junto a un río al pie de un castillo. Nada es existente en la realidad de lo representado, ni ese paisaje existe ni el castillo idealizado en la colina tampoco, como Gutiérrez Cabello hiciera siglos antes con la visión de un excelso palacio inexistente.

Las ruinas fueron glosadas por el Romanticismo, pero el Barroco español lo haría también, aunque sesgadamente, entre sus óleos por entonces insensibles...  ¿Es que la sensibilidad sólo debía expresarse siempre con la fervorosidad de un mundo emocional claramente evidenciado en sus formas? Porque en el año 1630 el mundo emocional no estaba ni descubierto -estéticamente- ni sus emociones encumbradas eran tan vigentes. Aun así, el pintor Francisco Collantes compuso en el año 1630 su obra Visión de Ezequiel, la resurrección de la carne. Es curioso que los pintores españoles de un barroco difusamente emocionado recurriesen a la mitología de lo profético. ¿Sería tal vez eso, premonición sensible, lo que alumbraría el sentido artístico de esos creadores tan arrollados por la emoción intangible de un sentimiento tan vano por entonces? Porque nada haría presagiar en el mundo emociones tan desgarradoras todavía. Pero, sin embargo, el mundo de entonces, la sociedad del fallido imperio español tan desarrollado en contradicciones como en incertidumbres, sería el caldo de cultivo exclusivo que favorecería, anticipadamente, las sensibles emociones de una estética humana tan demoledora. Esa experiencia vital crearía una impronta en el inconsciente colectivo hispano que llevaría a recordar, doscientos años después, el sentido olvidado de un poderoso latido artístico ya predispuesto, sin embargo, de emociones tan poéticas como icónicas sentimentalmente. Por eso fue España un país tan visitado por los románticos europeos, ávidos de inspirarse en una tendencia emocional donde el Arte fuese el motivo inspirador más decisivo para una especial grandeza estética. Ya que ésta, la grandeza, solo fue posible desde la óptica artística más extraordinaria de belleza, nunca desde la cruda realidad histórica. No existiría en otra cosa que no fuese la sutil memoria de las cosas bellas, expuestas sólo por el deseo de eternizar un primoroso sentimiento de grandeza. Pero solo un sentimiento no una realidad. Solo una emoción no una continuidad, ni histórica, ni brillante ni grandiosa.

(Óleo José mostrando a su padre y sus hermanos al faraón, Siglo XVII, del pintor barroco español Francisco Gutiérrez Cabello, Museo del Prado; Cuadro romántico, Interior del monasterio de San Juan de los Reyes de Toledo, 1839, Jenaro Pérez de Villaamil; Lienzo del mismo pintor romántico español, Manada de toros junto a un río al pie de un castillo, 1837, Museo del Prado; Óleo Visión de Ezequiel, resurrección de la carne, 1630, del pintor barroco español Francisco de Collantes, Museo del Prado; Cuadro romántico del pintor británico David Roberts, Ruinas de la catedral de Elgin, siglo XIX.)

14 de mayo de 2018

Dos formas diametralmente opuestas de ver la vida o el Arte al considerarla.



Con una diferencia de cuarenta años, el Arte muestra la versatilidad que dispone siempre para poder ver la misma cosa de una forma absolutamente opuesta. Parmigianino y Pieter Bruegel, 1528 y 1567, respectivamente, y la misma representación: La conversión de san Pablo. Según el texto evangélico, el judío Paulo de Tarso cabalgando hacia Damasco cae de su caballo luego de que una luz deslumbre tanto al animal como al jinete. El Manierismo de Parmigianino compone una escena grandiosa y extraordinaria ya que solo el inmenso caballo aparece ahora en el lienzo y san Pablo a sus pies. No hay nada más, salvo un paisaje verdecido y deslumbrante a lo lejos de la escena básica. Los rayos de un sol atenuado aparecen en la obra para señalar aquí el vínculo sagrado del momento vivido. Pero nada más. La figura del jinete caído mira ahora a su caballo y no a ninguna otra cosa por sorprendente o determinante que sea, algo que justificase luego una visión sagrada tan decisiva. La forma de representar el caballo aquí es la de un ser mediador entre dos realidades muy diferentes, un ser vinculante ahora entre la divina luz tan poderosa y el abatido hombre desarmado. Es además un Manierismo exagerado con las formas atribuidas a Miguel Ángel que brilla en la composición de Parmigianino. Pero, sobre todo, es la representación del simbolismo de un descubrimiento trascendente expuesto ahora aquí, sin embargo, de un modo muy simplificado o minimalista. Sólo vemos al ser humano receptor de la caída, al ser mediador del vínculo y a la luz sutil y poderosa causa metafórica de todo ese sentido sagrado. 

Cuarenta años después el renacentista Bruegel decide pintar la misma conversión de san Pablo pero, ahora, transformaría toda la iconografía llevando a un sentido diferente aquella sagrada gesta. Pinta el paisaje de una cordillera abrupta con un numeroso grupo de personas que cabalgan, caminan o esperan a pasar por el desfiladero. Si no supiéramos el título de la obra ni siquera veríamos al personaje caído de su caballo. Este es el mismo personaje de antes, pero ahora rodeado de muchos seres que condicionan, describen, determinan o componen todo un entramado distinto para aquel mismo sentido. La primera impresión de las dos creaciones nos lleva a elegir mejor la primera obra, tanto para entender o definir mejor el sentido del milagro como para identificar también belleza con prodigio. Porque el cuadro de Parmigianino asume la totalidad de los tres elementos compositivos necesarios -la luz, el mediador y el mediado- que llenan totalmente el plano de la obra. Sus colores asombran a la vez que la originalidad de la piel de un armiño sobre el caballo engrandecido de la obra. En el caso de Bruegel no hay nada especial que destaque en la obra renacentista, nada nos atrapa estéticamente ahora tanto como sí lo hacía, a cambio, el cuadro manierista. Pero, sin embargo, la originalidad de Bruegel es muy sutil y creativa porque, además, añade un aspecto psicológico o antropológico su estético sentido. Es decir, que la conversión, el descubrimiento, la visión o la transformación de un personaje se dan en Bruegel en una situación nada personal ni íntima ni reveladoramente introspectiva. Tal como fuera la realidad, por otra parte. La leyenda evangélica lo deja claro: iba un grupo de personas -un pequeño ejército- con Pablo de Tarso camino de Damasco.

Hay un verismo literario en la obra de Bruegel frente a la de Parmigianino. Pero podría el pintor, sin embargo, haber situado también al personaje principal en un plano lo suficientemente señalado como para evidenciarlo mejor. Pero no, en la obra de Bruegel el protagonista no se ve apenas, a menos que nos fijemos bien en un hombre con prendas azules que, ahora, está caído en el suelo. Por tanto hay dos diferencias en Bruegel con respecto al pintor manierista: una la pluralidad de personas y otra el plano secundario del principal personaje. Las dos cosas juntas hacen a la obra de Bruegel una pintura absolutamente original. Es narrar algo muy relevante de una forma muy colateral, incluir lo nuclear del tema narrado apenas ahora como una anécdota ante una composición mucho más grandiosa. Justo lo contrario de Parmigianino, que centra y focaliza todo en las dos únicas figuras principales de la escena representada. ¿Dónde veremos más sutileza cercana a la verosimilitud de la vida? Parmigianino no busca verosimilitud busca belleza, una belleza efusiva y radiante. Bruegel no buscará efusión artística de belleza radiante, busca mejor un contexto real y sustituible en un entorno artístico general, sin embargo, mucho más elaborado. Para el pintor flamenco la vida, como el Arte, debía referenciar siempre cosas que se asimilasen a una realidad humana y vital representable. Elementos pictóricos que puedan trasladarse a una visión global de todas las cosas humanas, no a la única visión monolítica de lo más significado y exento de otras connotaciones, percepciones, emociones o grandezas de cualquier clase. 

Por eso el Arte nos viene a enseñar siempre algo más de lo que, se supone, enseña. Por ejemplo que la belleza de la visión de una escena artística o es intercambiable (implícita) o es única (explícita). Si es explícita no hay nada más ahora que verla y sentirla directamente antes de que podamos entenderla incluso. Si es intercambiable no hay belleza directa, hay interpretación o narración encubierta, algo que debe comprenderse antes de poder admirarse. Cosas que hacen de la obra un reflejo estético intelectual mucho más que un mero y sensual ejercicio de visión placentera. Y esto es lo que Pieter Bruegel el viejo compuso con su recreación artística tan particular de la conversión mística de San Pablo. Pero, entonces, concretamente, ¿qué nos enseña aquí el Arte ahora? Pues que la visión de una misma cosa puede tener dos o muchas formas de reconocerla o exponerla. Que toda historia, concepto, idea, planteamiento, teoría, escena o cosa pueden tener siempre varias formas de entenderse o de verse o de justificarse o plantearse. Que no hay una sola. Que todas pueden llegar a cumplir el requisito estético de ser válidas o de estar justificadas, o de poder ser entendidas o vividas o salvadas. Pero hay algo más que el Arte nos enseña todavía. Que para que sean válidas tan solo una cosa es necesaria además de las otras múltiples cosas para realizarla: que elijamos al menos siempre la belleza como elemento imprescindible para poder apreciarla.

(Óleo de Parmigianino, Conversión de san Pablo, 1528; Cuadro Conversión de san Pablo, 1567, Pieter Bruegel el viejo,  ambas obras en el Museo de Historia del Arte de Viena, Austria.)

30 de abril de 2018

La sutil geometría del Arte es invariable a pesar de la evolución de las tendencias.



¿Qué definió Leonardo da Vinci de la estructura del Arte? Pero, sobre todo, ¿qué relación meta-artística sobrecogería a los grandes creadores para entrever en sus obras la ideación geométrica más sutil o inevitable? El manierista Tiziano compuso a mediados del siglo XVI una versión de la mítica leyenda de Marte y Venus ahora con la apasionada estilística renacentista. Su composición es sublime, absolutamente bella y definitiva para el Arte más clásico. Los amantes clandestinos (Venus estaba unida a Hefesto pero acabaría enamorada de Marte) son aquí entrelazados desde una visión artística sugerentemente original. Es Venus sobre todo quien es retratada en la diagonal más resolutiva del cuadro. Marte solo perfila una mínima parte en el lienzo manierista: el perfil de su cabeza ladeada y su brazo derecho son de él ahora lo único visible. No abraza a Venus sino que apenas la roza, porque la diosa renacentista no puede nunca ser alterada en su excelsa figura tan desnuda y divina. Sutilidad de manierismo delicado o principios estéticos refulgentes de cierta caballerosidad erótica renacentista. Pero el pintor debe manifestar en su obra, sin embargo, la pasión y la entrega más ardientes. En la mirada atenta y fervorosa y en su mano derecha abrazadora, Venus atiende a la consecución de una entrega decidida de ella. En la posición de la mano de su brazo poderoso, Marte determina la pasión más incontenida, aunque ahora ésta muy subliminalmente manifiesta. 

Pero la geometría artística de Tiziano está aquí insinuada ahora en el ángulo recto que forma el brazo derecho de Venus sobre el hombro de Marte. Es tan recto el ángulo, tan perfecto y delineado, como la armonía renacentista obligara siempre en su diseño artístico. Ahí está el ángulo recto para modelar la sensación incontenida de un estilo manierista ante la pasión, también incontenida, de esta leyenda. No puede el pintor más que situar a Cupido levitando con su flecha al otro lado de los amantes. El resto es pasión poética y mitológica, una dialéctica amorosa señalada ahí entre los trazos esbeltos del genial Tiziano. Así, de forma tan decidida, compuso el creador veneciano su ángulo recto sobre el brazo enamorado de ella. Podía haberlo inclinado un poco, podía tal vez haber mostrado un poco de incontinencia pasional. Pero, no. El renacimiento desconsiderado no era una opción para el pintor, como tampoco era una opción no buscar la geometría perfecta. ¿Qué ojos no ponen un maravilloso interés en el perfil delimitado por la ortogonalidad más armoniosa de una figura tan esbelta? El pintor remarca además el contorno del ángulo en Venus para dar más fortaleza a su figura tan recta. Cuatrocientos años después el Arte volvería a magnificar los volúmenes geométricos. El Postimpresionismo lo descubriría entusiasmado antes incluso. El Cubismo lo revolvería muy necesitado después. 

Y Picasso lo llevaría a su mayor genialidad compositiva en su personal tendencia modernista, sea cubista o no. En el año 1925 pinta a su hijo Pablo como un Pierrot, demostrando entonces la intemporalidad más genial del Arte en sus tendencias. Ahora, lejos de aquella amalgama de belleza desmesurada renacentista, Picasso busca la armonía equilibrada más sublime para el nuevo Arte que llegaba. Las líneas rectas determinan también la composición compacta de su obra moderna. Los rectángulos delinean el fondo simple y modelado de ese cuadro. Pero es ahora un triángulo el formado aquí entre las dos piernas del niño retratado. Es ese que configura dos triángulos rectángulos con un ángulo recto... tanto como lo fuera aquel renacentista. ¿Dónde se simboliza el lenguaje artístico entre estas dos tendencias tan diferentes? En la geometría configurada por el deseo de los creadores de buscar resortes en que apoyar el equilibrio para sostener un sentido artístico. Sin él no es posible componer nada que alcance una cierta belleza modelada. Por muy pequeña que sea, por la mínima expresión incluso. La geometría artística acompañará siempre la belleza sublime más desmesurada, aunque apenas se vislumbre -como aquel ángulo recto manierista- absorbida ahora por la sutileza grandiosa de una perfilación tan ensoñadora. 

(Óleo Marte, Venus y Cupido, 1550, del pintor veneciano Tiziano, Museo de Historia del Arte de Viena, Austria;  Lienzo Paulo en Pierrot, 1925, del pintor español Picasso, Museo Picasso, París, Francia.)

23 de abril de 2018

La frágil memoria del Arte en la injusticia de un legado artístico oculto en la historia.



La abundancia de grandiosidad o de lo más primoroso en un período concreto del Arte -la extraordinaria producción artística del barroco en la corte española durante el tercer cuarto del siglo XVII-, ha llevado en ocasiones a maltratar las obras menos aplaudidas o menos conocidas o menos celebradas o más desubicadas, luego de que su efusión, tal vez, no llegara a colmar las exigencias de un triunfo apenas por entonces persistente. Fue el caso del pintor español Benito Manuel de Agüero (1629-1668). ¿Qué hace que prosperen o no algunas obras o personas legitimadas en su Arte frente al excelso y meritorio, sin embargo, reconocimiento de los aparentemente más grandes? La desidiosa injusticia arbitraria de los hombres. También la irreverencia de la memoria, de una memoria ahora deslavazada e inconclusa consecuencia de los arraigados arquetipos tan convencionales de los hombres. ¿Dónde estará la celebración y la grandeza más auténtica? ¿En los perfiles sobrecogedores de una influencia sociológica? ¿Entre los estigmas inconfesables de una despiadada sombra psicológica? ¿En los trastornados afanes de la gloria encumbrada por raíces meramente decorosas o interesadas? ¿En las vagas elucubraciones subjetivas de personajes elevados sobre la universal y serena cumbre de las verdades más poderosas? Entre los años 1630 y 1670 se produjeron en España, concretamente al amparo de la corte real en Madrid, una grandísima cantidad de obras de Arte primorosas. Fue una excelsa escuela que llevaría con Velázquez, entre otros muchos, a ser una de las más grandiosas de la historia del Arte. En la nómina virtual de esa grandeza artística hubieron muchos pintores, conocidos algunos pero desconocidos muchos. Al final son sus obras, no ellos, los que reconocerán el sentido y la grandeza. Sin embargo, a veces sus obras no las reconocieron ni las cuidaron, ni las nombraron ni las asignaron lo suficiente como para que la memoria, que todo Arte requiere para serlo, venga para poder transmitir o asistir para siempre su belleza.

Pero, algunas creaciones artísticas no dejarán de tener la misma suerte que sus entornos. Para el Palacio Real de Aranjuez se crearon una serie de paisajes en la década de los años cincuenta del siglo XVII. Sería el pintor Agüero el que más composiciones de ese tipo crease para el real sitio de Aranjuez. Sin embargo, la decadencia española de aquellos años tristes para el reino, finales del siglo XVII, llevaría a deslustrar la memoria de algunas de sus obras. El propio Palacio de Aranjuez fue paralizado en su desarrollo artístico y arquitectónico. Solo hasta el año 1747 con el rey Fernando VI el Palacio no volvería a brillar con su belleza, como también el propio reino lo hiciera de nuevo por entonces. Pero antes de eso, alrededor del año 1700, se llevaría a cabo un inventario de las obras depositadas en ese Palacio real. Entonces se describirían todas aquellas obras y autores asignando el nombre de Benito Manuel de Agüero a muchas de sus obras. Pero pasarían los años, sus grandezas, sus rigurosidades estéticas y sus asignaciones recordadas o inciertas. El caso es que aquel inventario desaparecería entre legajos ocultados de miseria. Ahora, en el año 1794, otro nuevo inventario prosperaría al amparo de la desidia, de la negligencia o de la desmemoria. El pintor Agüero desaparecería de los nombres, de los títulos y de sus obras. El siglo XIX no bastaría para ser nefasto en otras cosas, en otras razones o en otras historias, también lo fue para esas creaciones de grandeza y originalidad artísticas, obras que, entonces perdidas y olvidadas, padecerían la oscuridad más infame tras la mera asignación de un frágil legajo de la historia.

Pasarían las glorias y las guerras, pasarían los deterioros y la decadencia, pasarían las reacciones y las revueltas, o las revoluciones y las pérdidas... Y, entonces, desapareció. La figura artística de Agüero se disolvería en la historia como sus bellos paisajes, deteriorados o descoloridos ahora por el paso del tiempo y la desmemoria. Así hasta que, bien entrado el siglo XX, durante el año 1933, dos historiadores rigurosos -Elías Tormo y Sánchez Cantón- recuperasen la verdad de aquel inventario desidioso y parcial. Recuperaron entonces la memoria, la grandeza, la sutileza, la extraordinaria originalidad, la anticipación y la belleza del Arte de los paisajes de Benito Manuel de Agüero. La belleza sugerida, la belleza enardecida, aquella que resultaba de cuidar y alentar más los colores y sus formas que los pinceles ilusorios, malheridos o desahuciados por la historia. No prosperaron antes sus matices estéticos porque no fueron reconocidos en el tiempo. Porque fue un reconocimiento malogrado, es decir, fue el reconocimiento que alguna vez tuvo en sus inicios pero que, luego, se malograría o difuminaría entre las veleidosas y maliciosas decisiones personales tan injustas. Porque entonces -siglo XVII- sí se verían y admirarían sus bellezas alegóricas, luminosas y compositivas, primorosas bendiciones de anticipación estética de una obra tan sutil como esa. Nunca los paisajes habían tenido una fuerza tan poderosa en la narración estética de una escena mitológica. Claudio de Lorena sería el pintor barroco que lo comenzara a engrandecer en Francia, pero en España pocos creadores habían adquirido esa grandeza. Nunca hasta entonces se habían pintado escenas marginando la narración conocida frente a otras cosas solo exclusivamente estéticas. Agüero destacaría en su obra Paisaje con la salida de Eneas del puerto de Cartago la mera gloria de la civilización con la fuerza ahora más poderosa de una naturaleza estimulante; también de la historia o la leyenda del hombre con la belleza refulgente de un horizonte ahora bellamente manifiesto; y además la magnitud exagerada de unos alardes atmosféricos tan excelentes con la pequeñez de las figuras o de los encuadres de una humanidad ahora apenas vertiginosa o nada reseñable.

Para una sociedad y una época -siglo XVII- de proliferación de obras religiosas esos paisajes narrativos -tan anticipadores- de escenas paganas, míticas, naturales o de fuerza desgarradora, hacían de las creaciones de Agüero un ejemplo de extraordinaria exposición de obras ahora con un especial cariz más humanista y natural, prerrománticos incluso, donde lo principal es subsumido ahora por la emoción de un entorno tan desgarrador como impresionante. En esta obra barroca el pintor seccionaría la historia así como la cultura que la sustentaba frente a la poderosa escena destacable de una naturaleza arrogante y fervorosa. Ahora los seres humanos son pequeñas criaturas que, para nada, pueden merecer el verdadero sentido estético de la historia. El Arte situaba así las cosas en su sentido justo, donde ahora la fatua actitud humana no puede más que ridiculizarse ante la grandeza de un universo tan dadivoso como estéticamente inigualable. Hasta los dioses lo sufrieron... En la obra Paisaje con Latona y los campesinos transformados en ranas el pintor Manuel de Agüero cuenta la leyenda mitológica de Latona y sus hijos, los dioses Apolo y Diana, cuando son desatendidos por unos vulgares pastores. La inmensidad del grandioso paisaje natural sobrevuela ahora sobre las dogmáticas sombras de la leyenda mitológica. Ahora la belleza de esta obra encierra un mensaje diferente..., uno recurrido de primorosidad estética novedosa ante cualquier otra magnanimidad iconográfica más tradicional o clásica. Toda esa belleza anticipada y el artista que lo compuso fueron relegados por la ignominia cruel de una negligencia injustificable. Aquella relación inventariada del año 1700 quedaría olvidada, perdida y desolada por la desmemoria artística más imperdonable. Las autorías fueron confundidas, las obras mantenidas ocultas sin relieve, la memoria sin sustento y la belleza ahora velada y ausentada de glosa, cultura, sentido y permanencia.

¿Es que no pasará lo mismo con los nombres, los personajes y las historias? ¿Cómo saber que lo que sustenta una historia es lo que de verdad supuso y fue su gloria? Sólo quedará la memoria. Sólo sus obras..., apenas éstas vislumbradas en ocasiones por el reflejo desvaído de la desatención y la miseria. Pero también el recuerdo ligero, limitado, afanoso y desposeído de cierta grandeza que nos quedará ahora para tratar de comprender, así, la fortaleza de una decisión artística como fue la de -hace cuatrocientos años casi- componer por entonces una imagen como esa. Una imagen más llena de sentimiento humano que de gloria majestuosa. Una creación artística gozosa de belleza natural de un paisaje que motivará el espíritu del hombre a alcanzar las metáforas sublimes de un destino histórico, sin embargo, ahora sin mucho sentido primoroso. Porque es el sentimiento lo que primará ante las grandiosidades narrativas de un mundo artificial desposeído de belleza. Agüero lo intuiría. Como así adivinarían ya sus obras la fuerza del desatino ante las fragilidades de un sino insostenible de grandeza. En los años en que el pintor barroco compusiera sus obras, el grandioso imperio español comenzaría, balbuceante, un descalabro paulatino de su frágil fortaleza. Ese mismo descalabro que obtuvieran también con su nombre y creaciones el desconocido pintor barroco. Para cuando el Palacio de Aranjuez, sin embargo, alcanzara de nuevo su grandeza -segunda mitad del siglo XVIII-, para ese final del siglo más ilustrado, sus recuerdos artísticos proclamados -desde hacía cien años antes- de belleza acabarían ahora desmantelados ante la infame, insensible y desatenta negligencia. Y ya no existirían ni su nombre, ni su fama, ni su grandeza. Cruel realidad de una injusta y vil desmemoria. Pero, como el destacado celaje de su paisaje mitológico, vibraría de nuevo ahora, aunque desvanecido de grandeza, bajo el sol impenitente de una fiel historia descubierta. Porque unos historiadores entonces recuperaron su memoria, descubrieron su nombre, su Arte y su grandeza. Y ya nunca más nadie podrá mencionar ahora que, bajo aquellos reflejos barrocos dorados de grandeza, no existieron ni otros nombres, ni otros deseos, ni otros alardes, ni otras estéticas...

(Óleo Paisaje con la salida de Eneas del puerto de Cartago, c.a. 1650, del pintor español Benito Manuel de Agüero, Museo del Prado; Óleo Paisaje con Latona y los campesinos transformados en ranas, 1660, del pintor Benito Manuel de Agüero, Museo Nacional del Prado, Madrid.)

15 de abril de 2018

La maravillosa mentira del Arte, la más duradera, la más inspiradora, la más engañosa.



Cuando el Arte alcanzara su fervorosa inspiración más excelente fue a partir del Renacimiento. Entonces los humanos comprendieron la fabulosa invención de un procedimiento tan extraordinario para embellecer la vida y sus cosas. La vida ya había sido encumbrada por el Arte griego hacía dos mil años, pero ahora, en el Renacimiento, podía pintarse la vida otra vez con nuevas y atrevidas formas o expresiones iconológicas. ¿Podrían Leonardo da Vinci o Rafael haber alcanzado su fama artística de belleza sin la revolución estética del siglo XV? Y si se deseaba alcanzar la más alta estimación de belleza, ¿cómo se pudo conseguir esa belleza si no existía así, tan sublimada, en este mundo azaroso? Habría que idealizarla entonces, habría que mentir ahora con la belleza. Pero el Arte desde Grecia, sin embargo, había sido sobre todo imitación de la Naturaleza. Así que, ¿habrían los griegos conseguido la más eximia representación de la belleza gracias a esa afirmación del Arte? No, exactamente. Porque para cuando se empeñaron en crear Belleza ésta no era como sus sentidos les representara las formas de este mundo. Así que, entonces, inventaron ellos la Belleza. Y los renacentistas siglos después idearon una mejor técnica para engrandecerla. Y cuando los siglos pasaron y la vida demostrara que la idea elaborada no era lo mismo que las cosas, los seres humanos, ahora perdidos, entraron así en una sensación ofuscada del verdadero sentido de la Belleza. Encontraron entonces a partir del Romanticismo una emoción deformada de Belleza, una que les llevaría a dividirla. Así que desde finales del siglo XVIII rompieron la Belleza y ésta se escindiría en dos maneras de poder entenderla. Una la más armónica y proporcionada, otra la más misteriosa, desgarrada y emotiva de Belleza.

Pero existió antes de eso un periodo -el Barroco- que sí conseguiría aunar, aunque sin alcanzar los grandes extremos de Belleza anterior, las dos cosas juntas ahora, esas dos vertientes estéticas de Belleza. Fue un momento de sorpresa, de cierto desdén también, pero sobre todo de búsqueda, de pasión, de mentira, de crudeza, de sublimidad engañosa. Duró más de un siglo porque la vida entonces estuvo muy matizada de fiereza, ya que las guerras en el siglo XVII duraron más que la Belleza... Y el ser humano al no alcanzar a ver el final de la miseria, trataría de mantener viva su idea de Belleza. Así el Barroco duraría más que ninguna otra tendencia artística en la historia. Sus creadores querían alcanzar aquella alta estimación de Belleza de Rafael o de Leonardo, y, a la vez, querían encontrar las nuevas y diversas formas de plasmarla en una obra. Algunos lo hicieron con fruición manifiesta de belleza clásica y otros con la determinación de imitarla de otra forma. Pero todos con la pasión decidida por engrandecerla sin desmerecerla. La Belleza debía entonces ser retratada con la primorosa inspiración de expresar una idea y una forma. Ésta, la forma, no podría diferir grandemente de la Naturaleza; y aquélla, la idea, no podría distinguirse de una representación sublime de Belleza. Entonces inventaron la sombra, la luz, la fábula, el sueño y la memoria... Quisieron así representar la vida y la belleza de otra forma. No como era exactamente la vida o la idea de belleza, pero tampoco sin diferenciarse mucho de la Naturaleza. Así las maneras de las escuelas divergieron según aquella regla: o la idea o la forma. Para cuando se enfrentaron las dos algunos reflejaron la Belleza según la combinación de ambas sutiles tendencias.

Ferdinand Bol (1616-1680) fue un pintor holandés extraordinario. Tuvo un referente primoroso en Rembrandt, pero también derivaría su estilo hacia un academicismo francés muy elogioso. Brillaría entre los suyos como un elegante pintor, tan correcto como idealizante. Así compuso obras de Arte donde la imitación de la Naturaleza consiguiera llegar a alcanzar la afinación más encumbrada de Belleza. Para eso, para combinar naturaleza con belleza, haría falta rozar a veces la falsedad más elogiosa de Belleza. No se puede imitar la Naturaleza y crear a la vez obras primorosas de Belleza. Esto sólo lo hacen los genios como Rembrandt, donde la Belleza se transforma entonces más en idea que en forma. La forma es lo que vemos cuando lo aprecian nuestros sentidos primeros de Belleza. La idea es otra cosa, es una intelectualización sutil de la forma. Es Belleza sobre todo, una sublime representación combinada de belleza, lo que hizo Rembrandt casi siempre en sus obras. Pero, sin embargo, Ferdinand Bol crearía otra cosa diferente. No pudo sustraerse a su necesidad de alcanzar la belleza de las formas, de imitar éstas como los ojos buscarán siempre la belleza. Pero para eso, para retratar así a veces la Naturaleza, habrá que mentir ligeramente en las formas. Porque la Naturaleza no siempre es pródiga de formas sutiles de armoniosa belleza, no estará predeterminada siempre para conseguir la eximia forma más primorosa. Así que, cuando la rica familia holandesa Trip le solicitara un retrato mitológico de sus hijas, el pintor Bol compondría un retrato de Belleza sin que las formas le impidieran mostrarla así, sin sutilezas. 

Pintaría la Belleza sin reparos, sin pudor, sin control, sin detalles, o sin verosimilitud ni fidelidad a la forma. El cuadro Margarita Trip como Minerva enseñando a su hermana Anna María retrata las dos hijas de la familia Trip, Margarita como la diosa Minerva, con su casco emplumado y armadura representando la sabiduría de la diosa. Y a su hermana Anna la compone, sin embargo, como la joven hermosa que aprende, desdeñosa, sin otra determinación que ofrecer aquí toda su belleza primorosa. Años después otro pintor holandés, Jan Weenix, retrataría a Anna Trip en una obra donde ahora el Barroco encumbraría mejor la idea de perseguir la imitación exacta de la Naturaleza. Weenix fue admirado incluso hasta por Goethe gracias a su Arte de imitar correctamente la Naturaleza; el poeta alemán le homenajearía con un verso romántico glosando la precisa forma de sus texturas para componer la vida como esta es. Así que con Weenix no valdría ya más que la realidad de la forma para alcanzar la mediación de la belleza...  La mediación, no la Belleza, no su idea, sino su flagrante forma de belleza estética tan realista. Ferdinand Bol, a cambio, mentiría sin atisbo alguno para traspasar el medio menos indolente de Belleza.  Ese medio que no percibe otra cosa que la Belleza más rabiosa debida a los mismos ojos de un espíritu tan deseoso de ella. Retrataría la Belleza con Anna María, aunque no exactamente a Anna María. Para hacer eso, para hacerlo de una forma tan intransigente con la idea de Belleza, volvería su rostro hacia nosotros haciendo que nos mirase ella directamente a los ojos, los mismos ojos que la vieran ahora admirados de Belleza. Con ello nos expresaba la confirmación de que la Belleza no se esconde, ni se abruma, ni se pierde ni se arredra. Tan solo se mantiene ahora así, entre las finas armas de su grandeza, entre las figuras o entre las formas más clásicas y armoniosas, o entre las mitologías legendarias más misteriosas, o entre las sublimes manifestaciones más engrandecidas de Belleza. Esa misma belleza que la Naturaleza azarosa pudiera llegar a veces a componer en el mundo... sin llegar a preguntarse si es o no es eso Belleza.

(Óleo Margarita Trip como Minerva enseñando a su hermana Anna María, 1663, del pintor barroco holandés Ferdinand Bol, Rijksmuseum, Amsterdam; Retrato de Anna María Trip, c.a. 1679, del pintor holandés Jan Weenix, Museo de Amsterdam.)

10 de abril de 2018

El grito desesperado de un poder incomprensible devastado por la comprensión más violenta de los hombres.



Es una satisfacción justificar la labor que hago en este caso más que nunca. Es muy simple: localizar Arte a través de los museos virtuales que exponen sus obras entre la maraña difusa y disgregadora de la imagen digitalizada, seleccionar la obra de Arte que pueda ofrecer emoción, conocimiento y belleza para descubrir, finalmente, la obra escondida entre las múltiples salas virtuales reseñadas y archivadas del mundo. En este caso ha sido todo un descubrimiento, azaroso, virtual, maravilloso. En España disponemos de extraordinarios lienzos de Goya, los hemos visto tanto que hasta su técnica y color, su fuerza y talento nos han llenado el sentido de lo que debe ser una obra de Arte. En Goya su grandeza como creador es absolutamente extraordinaria. Fue el primero de los pintores en descubrir el impacto de la imagen en la mente humana. De la imagen compuesta para eso, una idea traducida ahora en colores, formas, trazos, siluetas y sentimientos. Más aún en una época en la que la grandiosidad artística era otra cosa: era lujo clasicista y belleza sublime llevada a la más armoniosa proporción del detalle. Sin embargo Goya quería exponer otras cosas con sus obras. Para él los trazos pictóricos eran un medio banal para representar algo más importante: la semblanza de un perfil desgarrado de sombras, de contrastes, de oposiciones, de equilibrio inestable o del fragor más indecible en una obra.

Aproximadamente sobre el año 1809, en plena guerra de la Independencia española, compuso Francisco de Goya esta escena sobre aquel conficto bélico. Las escenas bélicas en el Arte fijaban sobre todo el campo de batalla, las efusivas cargas de caballería o los ingentes batallones coloreados de uniformes, pero Goya no crea nada de eso en esta obra bélica. De hecho, en España, para ver escenas de batallas así, habría que alejarse un siglo o dos desde entonces, cuando el siglo de oro pintase sus obras flamantes de victorias gloriosas por el mundo. Ahora, sin embargo, a comienzos del siglo XIX, cuando Goya adivinase la sutilidad del Arte para plasmar ideas a través de nuevas técnicas iconográficas, el pintor español fijaría en sus óleos la representación de un sentimiento sin más decoración que un espacio desalentador y desnudo ahora de fragancias estimulantes. Tendría un motivo muy humano detrás para hacerlo. La crueldad del conflicto bélico franco-español fue alarmante entonces. Nunca el pueblo español había sufrido tanta maldad humana sobre su tierra. Pero Goya va más allá del conflicto en cuestión para utilizar su nueva técnica y mostrarla claramente. Ese modernismo pictórico le ayudaría al pintor a reflejar lo que su idea le apasionaba fijar en un lienzo. No hay referencias ideológicas ahora, ni banderas, ni uniformes -apenas se vislumbran los de los soldados napoleónicos- para mostrar el mensaje universal que su sentido humanista le pidiera al pintor.

Pero esta obra de Arte es, además, una composición extraordinaria. Sobre un perfil del horizonte que divide sinuosamente el lienzo en dos, el mundo se escinde aquí entre un cielo oscuramente poderoso y una tierra oscuramente deshecha. ¿Escindido? Pero si parece lo mismo. Hay oscuridad en ambas escenas opuestas. No hay esperanza. Nada ofrece ahí una solución a esa continuidad tenebrosa. Los soldados disparan sus fusiles en una dirección y los guerrilleros en la opuesta. Enfrentados están sin ninguna separación, sin ninguna tregua. No es un campo de batalla, la población desarmada sufrirá entonces también la cruel guerra terrible. Como en la modernidad, el desorden humano ocupa ahora el lugar inexistente de aquella clásica representación armónica del Arte. Componer la desolación entre la desolación escénica hace a la obra mucho más impactante. Pero, no bastó. Sólo reflejaba el deseo inspirador de un genio tan humano como era Goya. ¿Quién compraría entonces esta obra? Ni siquiera los que sobrevivieron a esa afrenta espantosa. Tuvieron que pasar los años y ver entonces la grandeza iconográfica detrás de una obra universal. ¿Sólo iconográfica? En absoluto. Para Goya el Arte era una forma de transmitir un mensaje humano a los oídos inhumanos del mundo. En el lienzo vemos un enfrentamiento humano terrible aglutinado en una parte localizada -la parte inferior- del mismo, siguiendo, como un reflejo, el perfil del horizonte tan desnudo del lienzo. Los seres luchan ahora decididos sin terror, abatidos por la conformidad de un sentido comprensivo que les ha llevado a eso. Otros padecen sin luchar enfrentados a un mal comprensivo también para ellos, y lo hacen así porque entienden que la vida es parte inevitable de eso mismo.

¿Qué podría decir el pintor ante la imposibilidad de cambiar tanto entendimiento? ¿Cómo hacer ver lo imposible ahora? Y lo comprendió Goya. Pintaría, en el filo sutil de ese horizonte dividido, el perfil aterrador de un ser humano que ahora levanta aquí sus brazos. Pero, sin embargo, no los levanta como los otros seres abatidos que comprenden lo que hacen. No, los levanta desde la incomprensión más absoluta, lo hace con el deseo más atronador de un silencio tan poderoso, profundo como fantasmagórico. Ese personaje solitario, fuera del sentido narrativo de la obra, eleva ahora sus brazos ahí para gritar al mundo, sin ruido, sin coherencia, sin destino casi: ¡basta!, ¡basta ya de tanto horror y tanto odio! Nadie le ve, sin embargo, nadie le oye, nadie. Tan sólo nosotros, los que vemos el cuadro. Para eso lo pintó ahí Goya, para que las generaciones siguientes lo comprendieran al verlo. ¿Lo comprendieron? No, para nada. El mundo no tiene oídos sensibles lo suficientemente abiertos para eso. Solo la sensibilidad de una imagen, sabría Goya, podría si acaso satisfacer esa demanda tan necesaria. Aun así el cuadro seguirá descansando entre las paredes decoradas del Museo de Bellas Artes de Budapest. Lo verán en su clasificación de Arte romántico español de principios del siglo XIX. Verán su magnífica composición tan modernista para entonces, verán al precursor artístico que fuera Goya. ¿Verán el grito desesperado...? 

(Óleo sobre lienzo, Una escena de la guerra de la Independencia, 1809, del pintor Francisco de Goya, Museo de Bellas Artes de Budapest, Hungría.)

4 de abril de 2018

El único creador del paisaje de sus sentimientos es el ser motivador de los mismos.



Ante la brusquedad de la vida, incluso ante sus demoledoras fuerzas escondidas, pero lacerantes, los humanos buscarán refugio y calma. No es más que el evidenciado modo humano vulnerable de reaccionar ante un entorno abrumante y cuestionador. Para representar una escena legendaria narrada en los evangelios, la tempestad calmada, el pintor flamenco Jan Brueghel el viejo (1568-1625) compuso en el año 1596 un pequeño óleo sobre bronce. Pero, sin embargo, habría creado con él una grandiosa obra de Arte. Lo que hace al Arte una visualización diferente de cualquier representación de la vida es su fabulosa mentira extraordinaria. El naturalismo en el Arte -ver la realidad como es, sin fisuras, de la forma más natural- no conseguirá más que emocionarnos. A cambio, todo estilo artístico que prime belleza, equilibrio, pero también irrealidad, sueño, alegoría y sentido -finalidad- conseguirá, además de emocionarnos, hacernos pensar en la misteriosa influencia de un sutil mensaje destacado. Porque debe haber un mensaje sutil en la representación no naturalista y debe estar significativamente destacado. Debe existir también belleza, pero ésta tiene que ser exagerada, grandiosa, armoniosa. Y luego, por fin, el sueño -una imaginación vinculante-, algo imprescindible para poder así subjetivarla. Con él combinaremos irrealidades con realidades, posibilidad con indiferencia o sutilidad con sentido. Y todo esto es lo que veremos -con el sueño del Arte- en esta obra renacentista Cristo en la tempestad del mar de Galilea.

Un paisaje favorecedor de lejanía y de cercanía, de fuerza e intimidad, se nos representa a la mirada sorprendida. En la obra de Jan Brueghel no hay ahora, para ser una terrible circunstancia dramática -la tempestad de un mar embravecido-, ninguna sensación personal que produzca una atrocidad natural de un escenario cruel o atronador. Pero, sin embargo, el pintor compone un entorno marítimo sobrecogedor incluso sobre oscuros trazos tornasolados. ¿Qué hay ahí que haga expresar una sensación personal tan diferente? Es ahora el mensaje sutil de un personaje sagrado que, dormido serenamente, destacará sobre los demás. Esto no tiene sentido en una representación naturalista. Pero en una representación que no lo es tiene un especial sentido alegórico: nada agresivo y exterior puede existir que trastorne o altere el motivo fundamental de una existencia interior confiada y serena. Pero aquí, entonces, ¿cuál es el motivo alegórico? Nuestra propia decisión personal. Para el ser humano la representación de la vida, de la vulgar vida que vive y no otra cosa, es una alegoría de lo que veremos en este cuadro renacentista. Porque se encuadra el paisaje en un entorno despiadado que, aunque los efectos producidos en los otros -y en nosotros- socaven duramente el ánimo de la existencia, no se corresponderá ahora, sin embargo, con ninguna sensación inquietante para el personaje principal de la representación artística. La tempestad desoladora no estará manifestada o expresada, sin embargo, sino entre los trazos retorcidos de un paisaje aún mayor... 

Artísticamente, la obra es maravillosa porque dispone de un fuerte contraste plástico en su textura, expresado con los colores destacados de las vestimentas de los personajes o con el bello paisaje gris-azul-verdoso de un entorno marítimo desolador. En la abigarrada barca los apóstoles temerosos buscan ahora para salvarse la inexistente fuerza nuclear de lo sagrado. Es inexistente porque la buscan ahora fuera de ellos mismos. Para subrayar este efecto el pintor, como en la parábola, duerme ahora al personaje fundamental de la obra. No está ahí manifestada la fuerza nuclear de lo sagrado aunque lo esté. Sólo estarán ellos, los seres que buscan ahora consuelo entre sus gestos inútiles y desasosegados. El pintor fue un especialista en crear grandes paisajes motivadores. Por eso mismo no deja de ser un paisaje estimulante... aun representando una fiera tormenta pavorosa. Pero solo la representará el pintor levemente porque la belleza interior de la obra es ahora superior a cualquier otro fenómeno estético en la obra, o mejor, es su propio reflejo. Ni siquiera en la oscuridad... Brilla ahora incluso una ciudad al fondo sobre las laderas hermosas y blanquecinas de una cordillera montañosa. Hasta las otras embarcaciones parecen disfrutar con su rumbo entre la tempestad primorosa; como las aves, como los peces o como las suaves olas ahora tiernamente encrespadas sobre la orilla del fondo. Parece una sublime contradicción todo eso: parte invitará a quedarse y parte obligará a huir... Es como el pintado cielo poderoso de la obra: formas nubosas oscurecidas que ocultan ahora, sin embargo, un tenue y ardiente sol que resistirá, sin embargo, la prueba poderosa de una brava existencia incomprensible. Esta misma luz poderosa que hará brillar también la ciudad blanquecina maravillosa del fondo.

Porque estará aquí representada la sensación de la fuerza poderosa del ser ante los desafíos retadores de sí mismo. Como en la obra renacentista, el ser humano es perseguido a veces por dos sensaciones diferentes... Porque existen dos sensaciones en la vida humana como existen dos impresiones en esta iconografía: una lo es de cierto y la otra solo una obtusa, vaga o tenebrosa sensación demoledora. Por un lado estará la impresión pavorosa que el pintor representará con el movimiento; por otro la impresión segura, que el pintor expresará con la quietud. El movimiento está en la vela arremolinada de la barca, en las nubes ensombrecidas de parte de un cielo fugaz y negativo, en los brazos tensos de los apóstoles atemorizados o en las olas alternadas con colores diferentes. La quietud, a cambio, está en la firmeza de las rocas kársticas del paisaje primoroso, en las siluetas de los edificios arraigados del fondo, en la atmósfera acogedora de un paisaje esplendoroso, en la luz atravesada de un sol insobornable o en la serena ensoñación de un sueño poderoso. Es esta la representación de una obra universal que consigue ahora belleza, equilibrio, irrealidad, sueño, alegoría y sentido reflexivo. Nos ofrece ahora, entre la emoción de sus colores y sus formas, una reflexión profunda para los seres humanos contingentes: que las sensaciones de temor y de sorpresa solo estarán motivadas por nosotros mismos, que no se pueden hallar fuera de uno mismo ni su causa ni su fuerza. Que el ser humano es el único creador del paisaje de sus sentimientos... Como Jan Brueghel lo fuera con su maravilloso, armonioso y colorido paisaje sobre bronce.

(Óleo sobre bronce Cristo en la tempestad del mar de Galilea, 1596, del pintor flamenco Jan Brueghel el viejo, Museo Thyssen Bornemisza, Madrid.)

23 de marzo de 2018

La perspectiva como una emoción continuadora, evolucionadora, de historia, cultura y sentido artístico.



Clamado de introspección y atávico sentimiento ancestral para mirar desde la cueva acogedora y poderosa el ser humano, curioso y sensible, promovería su deseo de comprobar y aprehender el mundo fascinante que se le presentara a sus ojos. Y desearía entonces fijarlo en su memoria. El Arte es posible que fuese la incipiente transformación de una realidad evanescente en una conformación indeleble. Pero cuando lo fascinante se desea elogiar artísticamente en todas sus maravillosas formas y contrastes, el ser agente procurador de esa belleza buscará conformar la imagen grandiosa desde el mejor encuadre para verlo. Sin embargo, ¿qué sentido tiene hacerlo sin manifestar toda la estética traducible y comprensible de una belleza grandiosa? El escorzo en el Arte es una forma de distorsionar la imagen comprensible o natural de un objeto armonioso. El escorzo es un extraordinario modo de elaborar una representación artística concreta. Pero, sin embargo, las formas identificables de la naturaleza del objeto representado no serán asimilables en el sentido habitual comprendido por una mente esquemática. Los pintores han conseguido embelesar nuestros ojos ante la expresión diferente, pero artística, de una representación voluntariamente distorsionada. Habitualmente del cuerpo humano ha sido el escorzo una técnica utilizada por el Arte, pero, ¿y de los objetos artificiales creados por el hombre?

No es razón hacerlo de una belleza que solo puede ser objetivada desde sus perspectivas más armoniosas. ¿Perspectivas más armoniosas?, ¿cuáles son esas? Aquellas que descubren en una creación artificial la más completa y mejor sinfonía de sus formas más significativas. El escorzo en general es un trasunto, es una excusa, es una recreación accesoria de algo más sublime. Tiene un contexto, pues no presentará únicamente la imagen principal de lo objetivado, sino más cosas. Por eso existe el escorzo, para articular así una narración. Entonces las diferentes partes conforman un todo ante la rara imagen escorzada, sea protagonista o no de la obra.   Pero, cuando lo que se desea es representar la armoniosidad de un conjunto estético, de un objeto bello producido por el hombre -lo que tiene menos sutilidad y más proporción-, es preciso albergar su imagen entre las mejores angulosidades de una bella visión estereoscópica. Salvo cuando lo que se desee vislumbrar sea otra cosa. Entonces la genialidad sustituirá a la grandeza...  El pintor desconocido Giuseppe Bernardino Bison (1762-1844) marcharía muy joven con su familia a Venecia, en donde aprendería las formas estéticas de su Academia reconocida. Pero entonces, finales del siglo XVIII, la pintura no era ya en Italia una forma lucrativa de vivir, así que se dedicaría a la escenografía y a la decoración de castillos para nobles de Padua. A comienzos del siglo siguiente empezaría a pintar para los advenedizos más prósperos de una nobleza empobrecida. Compuso entonces paisajes con una panorámica propia del vedutismo, la tendencia artística de sus maestros venecianos -Canaletto, Guardi- que destacaba así una visión escenográfica o prodigiosa de un mero paisaje urbano.

En su vejez acabaría Bison en Milán, donde seguiría componiendo obras y decorados para la aristocracia vetusta, aunque no tendría ya mucho éxito ante los gustos transformables de la estética por entonces, muriendo pobre y desconocido en el año 1844. Pero, unos trece o catorce años antes, en la setentena, se inspiraría el pintor en la plaza del Duomo milanesa para componer su obra Vista de la catedral de Milán desde un soportal arqueado. Aquí necesitamos conocer el título de la obra para identificar el escenario retratado. La imponente catedral milanesa, el Duomo, es una maravillosa construcción gótica producida por el hombre en las postrimerías del medievo y desarrollada durante casi seiscientos años. Su decoración gótica es maravillosa, con multitud de pináculos y cresterías elaboradas, elementos estéticos que precisan de una magnífica proporcionalidad para ser elogiosos. Y es la armoniosidad de sus proporciones y detalles la que producirá la belleza más sublime a su gran estructura arquitectónica. Su fachada pentagonal, enarbolada de suaves torres chapiteladas que enmarcan cresterías elaboradas, muestran la mejor y más fascinante decoración producida por el gótico. Es precisamente la fachada la sublimación más artística de cualquier construcción catedralicia, sea gótica o no. Sin embargo, el pintor italiano no la destacaría en su obra sino que la escorzaría. Así perdería su rasgo identificativo más destacado. Sólo en una narración visual, es decir, en una descripción estética de más cosas, es como únicamente tendría sentido componerlo de ese modo original. 

Pero, sin embargo, aquí no hay narración, no existe un motivo principal, histórico, social o representativo, para ser objetivado en la obra frente a cualquier otra cosa añadida, por grandiosa que sea. Es ahora solo el paisaje urbano de una parte muy delimitada de la grandiosa plaza milanesa, sesgada además por la perspectiva limitada de una galería porticada. Pero, sin embargo, la perspectiva de la obra encierra ahora una emoción cultural e histórica muy determinada. Hay varios contrastes en la visión acotada de esta representación. Por un lado el sublime solapamiento de dos estilos arquitectónicos: el gótico y el neoclásico. Las columnas de los arcos del soportal presentan un capitel corintio propio del estilo más clásico. El propio arco del soportal neoclásico, de medio punto, está destacado en la obra por el encuadre de tres de ellos -tres, el sentido numérico más primoroso de una proporción estética-, y se enfrenta ahora al arco ojival alargado de un conjunto de cuatro arcos góticos -menos proporcionalidad estética- de la insigne pared lateral de la catedral milanesa. Tradición y desarrollo, cultura y evolución, sintonía y vértigo... El paso aquí de una encrucijada en el Arte, así como en la vida, muy destacada por entonces (comienzos del segundo tercio del siglo XIX): el advenimiento de un Neoclasicismo arrollador. Más para un pintor o creador -decorador, escenógrafo- que viviera los últimos momentos de un estilo artístico en la historia. No hay que olvidar que la escena neoclásica es más estimulante que la gótica, la escena, aunque no los detalles. 

La obra de Arte -¿romántica, clásica, vedutista?- de Bison es una alegoría del sentido más histórico y cultural -civilizador- de Europa. Todo lo que vemos en la obra de Arte son creaciones del ser humano, son artificios o construcciones de la civilización del hombre y su desarrollo a lo largo de la historia. Por no haber nada natural, no existe paisaje que altere la visión de una cultura humana, salvo el cielo azul de la obra. El creador debía destacar la emoción de esa visión cultural, no solo la pintoresca de una edificación grandiosa. Por eso se situó dentro de la galería porticada para componer su obra original. Era un homenaje a la evolución de la belleza artística, era un homenaje a la cultura que la sostuviera y a los seres que la procuran, admiran o transmiten. Era un homenaje al Arte,  al Arte que sabría destacar la visión emotiva frente a la práctica, la estética de un encuadre subjetivo frente al objetivo grandioso de lo más principal. Porque en esta obra de este pintor dieciochesco, educado en la tradición rococó de paisajes utilitarios, vendría a solazarse ahora un ingenio de emoción teñido de un cierto romanticismo vetudista. Había que plasmar una visión urbana y había que destacar un paisaje de civilización grandioso, pero, al mismo tiempo, había también que emocionarse situando la perspectiva dentro de una oquedad que destacara lo cercano ante el aparatoso fondo cultural e impresionante. Pero, sin embargo, fijándolo todo ahora como si el motivo lo fuera sin brillo, sin fulgor, sin entusiasmo... 

(Óleo Vista de la catedral de Milán desde un soportal arqueado, alrededor de 1830, del pintor italiano Giuseppe Bernardino Bison, Colección Particular; Fotografía actual del Duomo, la catedral de Milán, con la galería porticada a la izquierda de la imagen, Plaza del Duomo, Milán, Italia.)

16 de marzo de 2018

Rembrandt, el mejor pintor del mundo, o la imposibilidad de no sentir nada al mirar.



Es una sensación imposible de no padecer al mirar esta obra. Sí, padecer. Porque se nubla el raciocinio al confundirse uno ahora pensando que lo que ve es una pintura y no una cosa real. A pesar de la irrealidad vaporosa de la escena, a pesar de la distancia temporal y cultural para un observador actual. Y esto es así entre otras cosas por la sutil composición de esta obra de Rembrandt: una obra medida, simple y muy elaborada. Veamos una de las grandezas de este genio del Arte: el fondo de sus obras. ¿Qué hay ahí? Nada. No hay nada detrás del contenido de alguna de sus obras. Como en esta. Pero, ¿cómo se puede crear una obra de Arte con un fondo neutro, tan desolador, y, al mismo tiempo, ser tan necesario para su resultado? Por el juego de matices elegido para ese fondo que destacará, sin desentonar ni deslucir, el motivo principal de la obra. Para ello además hay que exagerar la textura de la elaboración de todas las cosas representadas. Por ejemplo, el manto que recubre el atril del estudiante, las contadas -se pueden casi contar- hojas del libro abierto, y, luego, las vestimentas de ambos personajes. Rembrandt compone una escena de aprendizaje, no hace falta decir mucho para llegar a saberlo, ni su título siquiera. Es la alegoría más convincente de la sabiduría magistral de un enseñante. Porque no es un comprador -el joven atildado- que analiza ahora un libro para elegirlo; no es tampoco un usurero -el viejo maestro- indicando la cantidad debida a un posible deudor. Es sobre todo lo que sentimos cuando vemos la extraordinaria mano con la que señala el viejo personaje.

Dos personajes que interactúan en un retrato. Pero para no ser tan simple la obra, ¿cómo lo hace el pintor? Fijémonos bien. El tutor o maestro es desplazado, por ejemplo, de la orientación del eje del libro para que ahora el alumno pueda ver bien su contenido. El joven alumno recibe así, como un inmenso receptor anónimo de conocimiento, el sentido primoroso de una sabiduría extraordinaria. En su obra de Arte, Rembrandt nos ofrece además una sensación de amor humano muy especial. Lo es porque lo hace -ofrecer el maestro esa sensación educativa tan afectuosa- desde la humildad candorosa de un gesto de sabiduría con una gran vistosidad iconográfica. La figura del maestro en la obra es ahora como una aparición; de hecho, parece surgir su figura de la nada desde el fondo neutro o monocolor; es como si no estuviera ahí...  El joven ni siquiera percibe su presencia, tan absorto y concentrado está en lo que mira. Como nosotros... Porque así es como el Arte -epígono aquí en la figura representada del maestro- nos presenta la sabiduría que encierran las formas de una creación artística: sin modificar nuestra relación subjetiva con el propio objeto artístico. Con ello nos señala, como lo hace el Arte más sublime, la trayectoria de lo que precisa ser mirado para llegar a ser entendido... Gesto y vistosidad, dos cosas que veremos en esta obra de Arte barroco. El gesto, entregado y sensible, de un ser -el maestro- que orienta sin trastocar nada de lo que enseña. Es el gesto hierático, sagrado y detenido, del que está ahora -el alumno- conectando con la verdad. Pero también está la vistosidad de los elementos decorativos representados en toda la obra, la de todos ellos. 

Para que los ojos se abran a la verdad es preciso que sean abiertos por completo. El Arte de Rembrandt sabe de esto. Es algo automático, no podremos evitar asombrarnos ante la belleza representada tan conseguida. Concentraremos aún más nuestra capacidad de poder percibir la impresión con la mirada. Pero, hay que saber dirigirla como se hace aquí: con la mano amiga y sabia que, precisa y segura, ayudará a iluminar a nuestros ojos maravillados. Esto es lo que el Arte intenta hacer siempre con sus obras. Y Rembrandt lo consigue, y no solo con la mano sino con el fondo neutro o con las figuras tan elaboradas y sus complementos: el tocado, la vestimenta de los personajes, el libro o el manto ribeteado de un atril decorado. Y ahora nuestros ojos están dispuestos a mirar ávidos de sutil belleza representada. Y podremos comprender ya, como lo hace el becario del cuadro. Es una alegoría de la enseñanza más sublime, pero, también es una metáfora de lo que nos ofrece el Arte. Al mirar la obra la comprendemos pronto, pero, ¿la comprenderemos bien? Se precisa amor, belleza, concentración y curiosidad para conseguir obtener la mejor relación Arte-observador. La misma que para obtener la mejor relación sabiduría-aprendiz. ¿Qué cosa representa aquí la curiosidad?: la mirada del joven alumno. ¿Cuál la concentración?: el fondo monocromático tan acogedor. ¿Qué la belleza?: la maravillosa elaboración de la textura, los colores y las figuras tan extraordinarias. ¿Y el amor, qué lo representa en la obra?: la mano; la mano dirigida, la mano entregada, sin dogma, sin fuerza, sin desatino, solo afablemente manifiesta.

(Óleo barroco Joven becario con su tutor, 1630, del pintor holandés Rembrandt, Museo Paul Getty, California, EEUU.)

6 de marzo de 2018

Cuando el color de la luz es el escenario más decisivo y justificado de una representación artística.



Cuando el pintor romántico Turner estaba en su lecho de muerte cuentan las leyendas que pronunciaría esta última frase lapidaria: Dios es el sol.  Y lo es...  Para los seres humanos es la fuente de la vida y la vida misma; para los paisajistas como Turner era la única razón de pintar. Pero en el Arte no es el sol únicamente el sentido de su razón de ser. Es la luz. La emisión de cualquier luz o fuente luminosa que, no solo producida por el sol, sea manifestada por el maravilloso efecto electromagnético de, por ejemplo, una llama en combustión. Y esa luz es la que ahora veremos en esta extraordinaria obra neoclásica del año 1817. La veremos reflejada con los diferentes matices de color que sabemos que la luz puede producir en un recinto oscurecido. ¿Qué es primero en esta obra, el sentido de un acecho a un dormitorio nocturno o el sentido poderoso de una luz tan seductora? La realidad es que Pierre-Narcisse Guérin (1774-1833) consiguió una excelente composición lumínica no superada en otras obras de esta leyenda. Daba igual que la leyenda de Clitemnestra y Agamenón exigiera una noche; también pudo ser una siesta vespertina... Pero, no, en este caso era preciso resaltar dos escenarios divididos en la obra y, además, crear una sensación de duda silenciada por las sombras. Y para esto último la luz artificial debía reflejar entonces poderosa.  El pintor no muestra en su obra la fuente de luz, solo la luz, y en el plano principal no hay luz sino penumbra, aunque la suficiente ahora como para ver la vil intención de ella.

En el Arte los detalles son importantes. Por ejemplo, si no tuviese Clitemnestra el cuchillo asesino en su mano derecha, ¿qué podría también representar su imagen? Un deseo erótico claramente. Solo por ese pequeño detalle -el no incorporar el cuchillo en el lienzo- nos podría confundir toda una leyenda. Agamenón, el personaje dormido, es el marido de Clitemnestra. Ella desea terminar con su vida porque se ha enamorado de Egisto, que lo anima aquí a llevar la intención a un hecho. Pero el Arte aquí -y su creador- buscan resaltar ahora la duda. Este es el mensaje ilustrador y clásico de la sabia mitología helénica: aún podemos cambiar nuestra elección.  Esto es lo que le interesa al Arte: que nos enseña y alecciona a sentir una emoción salvífica ante las cosas demoledoras del mundo. El pintor detiene y fija la escena artística en ese instante, los demás instantes no interesan para nada. Sabemos por la leyenda que ella asesinó a Agamenón, un personaje que no era un héroe glorioso ni un modelo de hombre. Pero en el Arte lo importante no es la leyenda que cuenta una mitología, lo importante es el sentido inspirador que nos produce la sensación de comprobar, ante las luces y las sombras, que siempre hay un instante para dudar y poder elegir luego así otra cosa.

Es la sutil escisión psicológica que produce el Arte a veces. Y en esta obra neoclásica lo es además por la grandiosidad artística de los efectos poderosos de la luz. Cuando al pronto vemos la obra no vemos un crimen ni un planeamiento de tal barbaridad; lo que vemos es la maravillosa reflexión óptica de la luz amarillenta de una llama que ahora, sin embargo, no veremos. Un sentido añadido de aquel clásico mensaje moralista. Los efectos para el Arte son más importantes que la acción en sí, incluso que su causa. Porque los efectos nos deslumbrarán, pero no los ojos sino el alma interior de nuestra conciencia. Y el pintor Guérin lo consigue aquí prodigiosamente. Vemos incluso una sombra en el suelo tras la cortina plisada que ignoramos, e ignoraremos para siempre, qué es lo que la produce. También vislumbramos algo la poderosa llama detrás de la sugerente cortina plisada. Porque debe ser poderosa la llama que la causa, aunque no la veamos, pues sus efectos en el cuerpo dormido de Agamenón son muy señalados en la obra. Además es muy importante que se vea este personaje con claridad: Agamenón es el objetivo criminal. Para que la duda de ella sea elogiosa hay que ver muy bien el sujeto motivador de la misma. No se duda ante lo que no se ve, como no se paraliza nadie fácilmente ante la invisibilidad de un objetivo a malograr. Sin embargo, distinto es verlo claramente. Porque ahora sí se detiene el ánimo ante la visión, sin aristas, de un posible mortal equivocado... Pero la luz no solo detiene al personaje de Clitemnestra, también a nosotros, que ahora no vemos un crimen desolador sino una obra de Arte. Una obra extraordinaria de contrastes de luces y de sombras que seducen, atraen y condicionan a cualquier espectador que lo aprecie.

Porque esta obra de Arte clásica dispone además de una composición cromática magnífica. Comienza a la izquierda del lienzo, cuando la oscuridad protege a los cómplices; continúa luego en el centro, cuando la cortina translúcida determine así una tonalidad más pronunciada. Y pasa luego más a la derecha, a la parte más iluminada de la obra. Pero la maestría del pintor hace representar estos tres escenarios concatenados en tres planos ahora de perspectivas diferentes, cada uno de ellos más alejado del espectador. Pero no acaba así la sensación lumínica. En el plano final una ventana presenta ahora la luz mortecina de una luna que tampoco veremos, pero que cierra ahora aquí el círculo de luces de un escenario sobrecogedor. Toda esa magistral estructura artística lumínica nos distrae del motivo esencial de la obra. ¿Esencial un asesinato? ¿Es ese el motivo esencial, un vil crimen, en esta neoclásica obra? No. El motivo ese es solo aquí una extraordinaria excusa para el Arte. Por un lado para mostrar la sensación emotiva de un momento de tensión dubitativa y, por otro, para recrear la maravillosa justificación cromática de componer diferentes escenarios en uno. Escenarios de luces, de sombras, de reflejos, de brillos, de transparencias...

(Óleo neoclásico sobre lienzo del pintor francés Pierre-Narcisse Guérin, Clitemnestra duda antes de matar al dormido Agamenón, 1817, Museo del Louvre, París.)

1 de marzo de 2018

El Arte no se vive, se admira desde lejos, por eso no decepciona ni cuestiona nada.



La Fenomenología es una parte de la Filosofía que tratará de acercarnos a la verdad del mundo. ¿La verdad? ¿Qué es eso? Eso, para resumir, fue el gran error de esa filosofía. Pero fue, sin embargo, una tendencia del pensamiento occidental muy decisiva e influyente, ideas que se desarrollarían con fuerza a lo largo del siglo XX en diferentes escuelas o formas de pensamiento. Una de ellas lo fue el Existencialismo. La vivencia es fundamental para acercarse a la verdad, según aquel pensamiento fallido, pero lo único importante es lo que el individuo vive en su existencia, según el Existencialismo. Por lo tanto, la Fenomenología y su ahijado rebelde, el Existencialismo, básicamente, consideran la vida como una extraordinaria posibilidad realizable..., o no. Es decir, que podremos acercarnos a la verdad de lo que pensamos, deseamos o actuamos sin más dificultad que el límite de nuestra existencia. Esto, salvando otras cuestiones que ambas tendencias del pensamiento han supuesto, ha provocado que desde la Revolución Industrial -mediados del siglo XIX- el ser humano haya tratado de realizar sus anhelados sueños de una u otra forma. El famoso apelativo "vivir el sueño americano" proviene precisamente de las grandes posibilidades de desarrollo que el boom económico de los Estados Unidos consiguiera a comienzos del siglo XX. Mero panfleto publicitario para albergar así las incoherentes vidas personales de los miembros menos afortunados de la sociedad.

Pero también en otras sociedades y en otros ámbitos de la vida, no solo el económico, se llegaría a padecer el poderoso influjo seductor de esos pensamientos. Para el ser humano construir la vida es, generalmente, un complejo mecanismo de insatisfacción. Pero es precisamente por querer construir la vida por lo que la fatalidad de lo obtenido, finalmente, llevará a la frustración. La sabiduría, a cambio, consistirá en no querer construir nada sino tan solo en vivir lo construido. Hay una gran diferencia y tiene que ver con vivir más que con construir. Pero vivir sin pretensiones, sin complejos, sin objetividades precisas, sino con una sosegada, ligera y armoniosa forma de hacerlo. Es realizarse sin un plan articulado, sin un continuo objetivo determinado. Como el Arte. Porque en la composición de una obra artística, por ejemplo, no hay un plan ideado con una premeditación subordinada a un objeto ajeno a un sentimiento. Y si lo hay no es Arte. Cuando vemos la obra Nacimiento de Venus del extraordinario pintor neoclásico Bouguereau, ¿qué vemos ahí?: ¿un objeto concreto?, ¿una realización completa de algo, incluso del propio pintor?, ¿una manifestación de existencia o de pensamiento? No, nada de eso. La obra terminará en sus bordes físicos y en su estética primorosa. ¿Hay alguna verdad ahí? Ninguna. Por eso el Arte, algo que no se vive, ni siquiera por su autor, no conllevará asociación con fenomenología alguna, es decir, no pretenderá albergar nunca ninguna realidad o verdad física, mental o pasajera. Ahí estará comprendido por oposición parte de lo que aquel fenómeno es: algo pasajero.  Si acaso, el Arte se acerca más a lo que el filósofo Kant ideara con el concepto contrario al fenómeno, el nóumeno, la cosa en sí, o la esencia de las cosas. Pero, sin embargo, en el Arte, a diferencia de la filosofía, la teología, la mística, etc..., no existe nada más que sentimiento. Esto, en definitiva, es lo que hace al Arte un extraordinario motivo para sustituir cualquier sistema de autorreflexión humana, venga de donde venga. No podemos vivir nada de lo que el Arte nos presenta desdeñoso. Lo sabemos, además. Porque el sentimiento artístico proviene de una sensación y no de un deseo. Y esa sensación no está fuera de uno mismo. Pero tampoco está del todo dentro, ya que para que exista deberá verse...

Lo admiramos -el Arte- como admiramos un paisaje o un bello atardecer. No es algo nuestro, no nos pertenece, no forma parte de nuestra existencia. Ni siquiera si poseyésemos el cuadro y nadie más lo pudiese ver sería nuestro. Pero, a diferencia de un paisaje, el Arte sí está para nosotros siempre. Aunque no lo esté. En eso sí se acerca algo a la Fenomenología: como una intuición poderosa o como una aprehensión de algo...  Pero no de una idea sino de un sentimiento, lo que lo distingue extraordinariamente de ese influyente pensamiento. En el cuadro de este pintor francés vemos una representación idealizada de Belleza, de Amor y de Vida placentera. Como sus maestros clásicos, Bouguereau compone a la diosa Venus emergiendo del mar con la voluptuosidad más deseosa del mundo. La vemos y la deseamos... Pero, ¿la deseamos realmente? No, porque no existe ahí como deseo. El Arte no la representa para eso. Por eso la idealiza de Belleza por un lado y, por otro, nos la permite ver. Está y no está ahí, y acabaremos comprendiendo esa leve contradicción. La comprenderemos más cuanto más equilibrio, composición, sutilezas, detalles, fragancias o contrastes bellos de color consiga el creador elaborar en su obra. No está ahí para hacernos mejores ni peores, ni para conseguir algo físico, ni para calmar, ni para pensar siquiera. Está ahí para sentir una emoción de belleza, de equilibrio o de grandeza inconsistente. Es por lo que el Arte como fenómeno no materializará una idea de una sensación sino que provocará una sensación de una idea. No decepciona, por tanto. Porque cuando una sensación se transforma solo en una idea intuitiva, y no en un hecho, no hay manera de malograr nada.  El escritor israelita Amos Oz escribiría en una ocasión: La única manera que hay de que un sueño siga siendo completo, esperanzador y no decepcionante, es que nunca intentes vivirlo; un sueño cumplido es un sueño decepcionante. La decepción está en la naturaleza de los sueños.  Todo lo contrario del Arte, que nunca es ni será un sueño, sino la sensación, a veces no vivida, de un sentimiento.

(Óleo Nacimiento de Venus, 1879, del pintor neoclásico francés William-Adolphe Bouguereau, Museo de Orsay, París.)