30 de marzo de 2011

El sublime valor de la emoción frente al enajenado material de la subasta.



No fue hasta mediados del siglo XVIII cuando se comenzaron a subastar las obras de Arte. Aunque sería a partir de la Revolución francesa cuando se activaría aún más el comercio del Arte. Posiblemente, los frustrados aristócratas franceses vieron entonces una salida económica viable enajenando sus tesoros artísticos, esos objetos custodiados por siglos y siglos de transmisiones familiares solariegas. Los británicos se beneficiaron además con la mediación en esas transacciones artísticas, ya que, a partir de entonces, se desarrollarían con una fervorosa compulsividad en su país. Pero, entonces como ahora, ¿qué valorará verdaderamente una obra de Arte? ¿Cómo se puede enjuiciar materialmente una emoción, una pulsión ahora, enamorada casi, hacia un lienzo artístico, sea el que sea? O, ¿es que sólo es algo económicamente tasable el Arte, sin nada más que lo valore? En Madrid, por ejemplo, en la Sala Alcalá, se subastaría en el año 2009 un cuadro barroco del pintor napolitano Andrea Vaccaro (1604-1670): Magdalena penitente. Ese lienzo alcanzaría entonces la cifra de 90.000 euros. Otra obra subastada ese mismo año, esta vez en la Sala Retiro, fue Coracero francés, datada en el año 1813 y firmada por el pintor español José de Madrazo. Esta obra consiguió venderse al Museo del Prado por 60.000 euros. Pero, lo verdaderamente curioso, lo que tal vez nos haga enajenarnos ahora a nosotros más que a las propias obras, fue el valor que obtuvo el cuadro contemporáneo del pintor alemán Martin Kippenberger (1953-1977): Bar de París. Esta obra de Arte conceptual -arte donde la creación se ejecuta más por su ideación o concepto que por su composición formal o espacial- se llegaría a subastar, en la Sala Christie`s de Londres, en casi 2,5 millones de euros.

Cuenta una parábola evangélica (Lucas, capítulo 15) que una mujer se percataría una vez de haber perdido un dracma en su casa, una sola moneda entonces de las diez que poseía...  Empezaría a buscarla por toda la casa, por las habitaciones, los armarios y sus cajones cerrados. Comenzaría de día, y no dejaría ya de hacerlo hasta encontrarla. Para buscarla mejor cuando la luz dejó de brillar, encendería una pequeña lámpara para ayudarse. Tendría también que hacer otras cosas en su casa, otras tareas, pero las dejó todas para solo buscar esa única moneda perdida. Eran diez las monedas que ella tendría, todo lo que ella tendría -monedas de muy poco valor además-, pero tan sólo ahora una, ¡una sólo!, habría perdido en su propia casa, no afuera de ella. Aun así, lo dejaría todo para dar con esa moneda..., aunque fuese sólo la décima parte del poco valor que ella tendría. Continuaría barriéndolo todo, mirándolo todo, ahora con su luz sostenida entre las manos... Así hasta que, por fin, la encuentra entre las rendijas ocultas de un oscuro suelo maltratado. ¿Qué valor tendría para ella esa pequeña moneda, tan sólo esa única, perdida y vulgar moneda ahora? ¡Todo el del mundo!

Así, como el dios que no cejará en valorar cada una de sus ovejas, con ese valor real y auténtico de la cosas intangibles y sus principios, esa leyenda sagrada nos inspirará para entender ahora algo más el verdadero valor de las cosas... Para que entendamos mejor la diferencia entre valor nominal y espiritual. El puramente económico y coyuntural, por un lado, del que tiene que ver ahora con las emociones, con las cosas que nos atarán, irresistiblemente, a alguno de nuestros deseos más viscerales y profundos. Algo, por lo tanto, que no tiene ningún valor cuantitativo. Que no puede enajenarse, ni trascender más allá de nuestra íntima sensación mental más poderosa. Porque ahí, en nuestra mente emocional, es donde radicarán los auténticos valores de la vida, esos que nunca podrán ser subastados ni enajenados... Porque de ahí -de nuestro interior más profundo- jamás podrán ya ser liberados, transmutados, catalogados, suplantados.... o enajenados.

(Cuadro del pintor alemán Martin Kippenberger, Bar de París, siglo XX; Óleo del pintor español Alejandro Ferrant, 1843-1917, Interior del Corgo, con una salida de 3.600 euros en una subasta en 2009; Cuadro del insigne pintor español Sorolla, Pescador, de 1904, subastado en 2009 en Sotheby's de Londres por 3,6 millones de euros; Cuadro del pintor barroco holandés Gerri Dou, 1613-1675, Una anciana sentada junto a la ventana con su rueca, subastado también en Sotheby's en el año 2009 por 3,5 millones de euros;  Óleo Coracero francés, 1813, del pintor español José de Madrazo; Cuadro del pintor Andrea Vaccaro, Magdalena penitente, siglo XVII; Cuadro del pintor italiano barroco Domenico Fetti, Parábola de la moneda perdida, 1622.)

28 de marzo de 2011

La pulsión más adolescente del genio creativo, su necesidad y su peligro: la melancolía.



Desde la Antigüedad griega se habría desarrollado la idea de que los seres humanos estaban compuestos de cuatro tipos de sustancias o humores: la bilis negra, la bilis amarilla, la sangre y la flema. El desequilibrio de una de ellas, su exceso, produciría la enfermedad que se relacionaba con la característica primordial de dicha sustancia. Así se establecieron también los temperamentos, las inclinaciones predeterminadas desde el nacimiento que provocarían, en su desmedida proporción, la personalidad que a cada humor correspondiera en el individuo. La bilis negra se asociaba a la melancolía, a la tristeza, la bilis amarilla se relacionaba con la agresividad, la sangre con la inclinación vitalista, receptiva o cambiante, la flema caracterizaba al individuo frío, tranquilo y analítico. Durante la Edad Media se afianzaría esa teoría helénica y así se llegaron a explicar las alteraciones mentales, unos trastornos que sufrirían los pacientes a causa de padecer esos desequilibrios humorales. De ese modo la melancolía pasaría entonces a ser un trastorno negativo, impropio de los seres inteligentes, individuos que, generalmente, se consideraban sanos y virtuosos. Estaba la melancolía por tanto más cerca de la desesperación, de los pecados capitales, de la sequedad, del frío, del otoño, de la tarde, del final de las cosas, de la vulnerabilidad o de la locura.

En los albores del Renacimiento un filósofo neoplatónico florentino, Marsilio Ficino, se dedicaría a traducir a Platón y Aristóteles y descubriría que el filósofo estagirita había elogiado la melancolía. Escribía Aristóteles: todos los hombres verdaderamente sobresalientes en filosofía, política, poesía o artes son melancólicos. Melancolía significaba por entonces genialidad. Los neoplatónicos como Ficino reconocían, al igual que Platón, al planeta Saturno por encima incluso del gran Júpiter. Y es que Saturno era la influencia cósmica más universal para los melancólicos. Significaba la prevalencia de la mente frente a la acción. Por tanto las mentes que se dedican a contemplar o investigar las cosas elevadas y misteriosas estarían influidas por Saturno. Y es por eso que los miembros de la escuela neoplatónica florentina se acabaron denominando también saturninos. Así que la poderosa -y a veces maléfica- influencia de Saturno en los seres humanos seguiría siendo entonces del todo incuestionada. El mismo Marsilio Ficino recomendaba el uso de talismanes para sopesar los posibles efectos negativos de ese planeta influyente.

Un siglo después el escritor inglés Robert Burton publicaría, en el año 1621 -en pleno periodo Barroco-, su libro Anatomía de la Melancolía. El personaje protagonista de la obra relataba ahora, sin embargo, una sensación personal contraria a la del Renacimiento: Yo escribo sobre la melancolía para permanecer ocupado y evitarla. En esta obra literaria barroca el autor trataba de compendiar todo el saber clásico para realizar una descripción completa y entretenida de la melancolía. Un mal al que, como dice, se encuentra por doquier y lo padece de alguna manera toda la sociedad; el mundo está trastornado y todos somos, de alguna forma, melancólicos. Porque no fue el Barroco sino el Renacimiento el que llevaría a reivindicar la figura imaginativa y creativa que favorecería la actitud melancólica. Esa idea renacentista se mantuvo hasta mediados del siglo XIX, cuando por entonces la nueva medicina psiquiátrica desarrollaría las teorías psicológicas que vaticinaban un aura depresiva y patológica al anteriormente mágico, inspirado y creativo acontecer.

En el año 1514, en pleno Renacimiento, el alemán Alberto Durero crearía su grabado sobre plancha Melancolía I. Fue uno de los tres grabados que realizara el pintor sobre ese estado emocional y que ha sido considerado como una de sus mejores obras maestras. De gran tamaño (234 x 189 cm), Melancolía I es el grabado de Durero más misterioso y complejo de todos los que creara. Porque es una alegoría del genio profano con los rasgos -para entonces- más intelectuales e imaginativos expresados así en una obra de Arte. En el grabado se sitúa una figura alada -símbolo de imaginación y creatividad- que representa al creador meditabundo, pensativo y triste. Actitudes que entonces se asociaban a los artistas, seres habitualmente melancólicos. En el grabado de Durero la imagen de la melancolía aparece ahora absorta, pero no ensimismada en tarea alguna que la ocupase distraído. Ahora el personaje retratado está absolutamente abstraído en su inactividad. Existen otros elementos en la obra que caracterizan el momento melancólico, hilvanados por la apatía y el abandono. Así vemos una balanza, un reloj, un cuadro mágico de orden cuatro -que actúa como un talismán, sus números en cualquier dirección siempre suman 34-, una escalera abandonada, un niño -infancia ingenua- , un perro dormido, así como un fondo impreciso de cierta lejanía enigmática. Y todo ello además con una luz extraña y adormecedora que levita en la obra poderosamente.

Antes de Durero la melancolía como alegoría sólo se representaba en grabados de medicina o en almanaques y calendarios. Se la consideraba en el medievo una enfermedad y se recomendaban remedios peregrinos o alquímicos para curarla. Pero, en esta obra de Arte renacentista, el artista alemán transformaría todo eso completamente: describiría la representación de una imagen inteligente, aparentemente estéril pero creativa. No es que no continúe el personaje su trabajo por pereza, sino porque piensa que carece ya de todo sentido hacerlo. Así que la obra de Durero sublimaría la melancolía y la relacionaría con el Arte. En la moderna psiquiatría el psicoanalista Jacques Lacan vino a crear en el siglo XX el concepto de objeto a.  Significa el deseo inalcanzable, por tanto, el objeto causa de ese deseo inalcanzable. El ser humano en sus deseos está motivado o por sus instintos o por sus pulsiones. Pero las pulsiones, a diferencia de los instintos, son motivaciones psíquicas causadas por la experiencia vivida en la infancia -relación maternal y paternal-, y que se aprenden o modifican con las emociones aferradas al deseo. Contrastan con los instintos, elementos más irracionales y primitivos de nuestro subconsciente genético. Aquí se sitúa la sutil diferencia entre lo creativo y lo que no lo es: a mayor impulso desiderativo mayor creatividad. Porque esas son las características del artista: un ser diferente, genial, inspirado, sensible, simbólico..., pero, sobre todo, sometido a sus pulsiones y, por tanto, huraño, descuidado, desprendido, melancólico. Desde el Renacimiento se habría configurado ya un mito bohemio en el Arte: el del creador abandonado. Un mito que ha prevalecido hasta ahora. Una personalidad especial, una que tratará de mantener su distancia con el mundo, con sus evoluciones, con sus aspavientos o con su mediocridad.

(Grabado sobre plancha de Alberto Durero, Melancolía I, 1514; Óleo del pintor barroco italiano Domenico Fetti, 1589-1663, Melancolía, 1620; Cuadro del pintor Edvard Munch, La Melancolía, 1895; Óleo del pintor español Eduardo Úrculo, 1938-2003, Melancolía, 1982; Cuadro del pintor postimpresionista francés Paul Sérusier, 1864-1927, Melancolía, 1890; Cuadro de la artista actual española Cati Zajón, Melancolía, 2008, en donde observamos el efectivo contraste entre una época alegre, desinhibida, expansiva -mostrada por la estética desenfadada de los años veinte-, y la expresión claramente acongojada de la modelo, toda una paradoja que el Arte, como siempre, nos ayuda a dilucidar.)

24 de marzo de 2011

Cuando la búsqueda es sólo lo que importa, no se sabe de qué, sólo la búsqueda.



Habían pasado dos años desde la derrota del rey Rodrigo en aquella famosa batalla del río Guadalete. Entonces los musulmanes cercaron las murallas de la ciudad extremeña de Mérida en el año 713. Con un ejército de más de diecisiete mil hombres, la mayoría árabes, consiguieron los invasores que la ciudad hispano-visigoda claudicara para siempre. Los sitiadores pusieron sus condiciones. Primero, se permitiría abandonar la ciudad a todos los que quisieran hacerlo, a cambio, sólo podían llevarse los bienes que pudiesen transportar. A los demás -a los que se quedaran- se les respetarían sus propiedades, salvo a la Iglesia, que las perderían todas. Así que, según cuenta una antigua leyenda hispana, siete obispos tuvieron que huir de la sitiada ciudad de Mérida con los tesoros y las valiosas reliquias que pudieran esconder. Al parecer huyeron hacia Lisboa, en Portugal, y corrió el rumor que embarcaron y marcharon lejos, muy lejos, hacia un lugar allende el océano donde fundaron una ciudad llamada Cíbola y otra llamada Quivira, ambas llenas de tesoros y construidas con oro y piedras preciosas.

La leyenda caló en el imaginario de los cristianos españoles de entonces, que no dejaron de pensar en conseguir algún día encontrar aquellas maravillosas ciudades. Algunos años después una morisca de Hornachos -población cercana a Mérida- había profetizado un destino trágico para los que persiguieran la mítica y anhelada ciudad de Cíbola. Otra historia musulmana que arraigó en la España medieval fue la de un personaje legendario de la mística sufí, Al-Khidr, o el verde, llamado así porque una vez andando por el desierto se detuvo a descansar en un lugar que, de pronto, se volvió paradisíaco, lleno de árboles y con mucha agua y un gran verdor. Eso se interpretó entonces como un símbolo de conocimiento y vida eterna. Toda una descripción de la mítica fuente de la vida, la juventud y la eternidad. De ese modo la idea de la fuente de la juventud se convirtió en otra leyenda a perseguir cuando, por el Renacimiento, la historia trajera nuevas tierras por descubrir más allá del océano peligroso. Así fue como el explorador español Juan Ponce de León (1460-1521), al tener conocimiento de que al norte de la isla de la Española podía existir tal fuente maravillosa, se dirigió en el año 1513 hacia una costa que resultaría ser la noreste de la actual península norteamericana de Florida. Acabaría por descubrirla y regresaría luego a Cuba frustrado sin haber hallado más que manglares, lagos, caimanes o indios. Pasados los años, en 1527, el rey Carlos I de España decide comisionar al adelantado Pánfilo de Narváez para conquistar La Florida. Desde Sanlúcar de Barrameda (Cádiz) salieron cinco barcos y seiscientos hombres para acabar llegando a la península de la Florida en abril del año 1528. Trescientos hombres desembarcaría Narváez en esas tierras, internándose en un territorio salvaje de indios hostiles a la búsqueda del codiciado oro.

Narváez fue un hombre brutal y decidido que no dudaría en utilizar la violencia para conseguir lo que quería. Sin embargo, la respuesta de los indios y la dura naturaleza le hizo desistir de la expedición. Decidió entonces navegar cerca de la costa hasta alcanzar Méjico, pero una gran tormenta acabaría por hacer naufragar todas sus embarcaciones, terminando casi todos ahogados cerca de la desembocadura del río Misisipi. Todos perecieron, excepto cuatro hombres: Alonso del Castillo Maldonado, Andrés Dorantes, Esteban el esclavo y el explorador Alvar Núñez Cabeza de Vaca (1490-1560). Estos cuatro hombres llevarían a cabo, sin embargo, la más extraordinaria aventura vivida entonces en América. Recorrieron a pie, durante casi ocho años, todo el sur de lo que hoy son los Estados Unidos, bajando luego hasta alcanzar la ciudad de Méjico, capital de la Nueva España. Descubrieron lugares extraños con pueblos indígenas que les hablaban de ciudades llenas de tesoros. Tan dura fue la experiencia que Dorantes tiempo después, cuando el virrey de Méjico Antonio de Mendoza le propusiera dirigir otra expedición, rechazaría tajantemente la aventura de descubrimiento; lo que él deseaba era regresar a España lo antes posible. A cambio Dorantes le ofreció al virrey su criado bereber Esteban, el cual le indicaría dónde se encontraban aquellos nativos que les habían contado aquellos relatos.

El virrey acude entonces a un franciscano ilustrado y aficionado a la geografía, fray Marcos de Niza, para que, junto al esclavo Esteban, organizaran una expedición hacia lo que, supuso el fraile, eran aquellas ciudades legendarias que tanto había leído sobre las leyendas de Cíbola y Quivira. La expedición fue, sin embargo, un total fracaso desastroso. El moro Esteban acabaría muerto por los nativos y fray Marcos regresaría trastornado, contando que había visto a lo lejos una gran ciudad maravillosa, una más grande incluso que la gran Tenochtitlan -la Ciudad de México-. Animó a todos con sus fabulosas historias de tesoros, joyas, perlas, esmeraldas y demás piedras preciosas. Todo un gran alarde de imaginación que sus horas de ávida lectura legendaria le habían llegado a provocar. Poco bastó para que se organizara, en el año 1540, el más ingente viaje de descubrimiento para conquistar esas tierras y sus fabulosos tesoros. Al mando de la expedición se encontraba Francisco Vázquez de Coronado (1510-1554), el cual, con más de trescientos hombres y cientos de indios, se encaminaría desde Sinaloa hasta las tierras situadas más al norte de Arizona. El viaje de esos hombres alcanzaría incluso el alejado territorio de Kansas, en pleno centro de los actuales Estados Unidos. No consiguieron encontrar entonces nada más que tierras, nativos, culebras, alacranes y sol.

Buscaron, sin éxito, el oro y la mítica ciudad de Quivira. Hasta un indio les llegaría a contar que existía un lugar así, como les había relatado fray Marcos. Todo falso. Sólo llegaron a encontrar un asentamiento de indios llamados Zuñi, un lugar al que pensaron se trataba de Quivira, acabando finalmente por llamarlo así. Desde ese lugar, una pequeña expedición mandada por García López de Cárdenas marcharía hacia el noroeste. Lo único que Cárdenas descubrió fue un maravilloso tesoro natural, el Gran Cañon del Colorado, realmente el único tesoro que aquella expedición llegaría a descubrir. Francisco Vázquez de Coronado regresó a la Ciudad de Méjico cansado y agotado en el año 1542, ahora sólo con cien de todos sus desesperados, aventureros y soñadores hombres. La expedición había sido un total fracaso al igual que las anteriores. Desde entonces la búsqueda dejaría de dirigirse hacia el norte. Los avezados aventureros, los buscadores de aquellas míticas ciudades de Cíbola y Quivira, terminarían volviendo ahora sus ojos hacia el sur del continente. No podían ya dejar de hacerlo, de buscar, de seguir buscando... Necesitaban seguir persiguiendo todos aquellos antiguos sueños de su infancia. Unos sueños que, desde niños, les habían llenado el alma y la cabeza de algo que nunca, nunca, acabarían ellos mismos por comprender del todo: que ese sueño idílico estaba tan sólo en sus deseos de ir más allá de sí mismos, de sus propias miserias, limitaciones, bajezas, desesperanzas y anhelos.

(Cuadro del pintor norteamericano Frederic Remington, 1861-1909, Expedición de Coronado, siglo XIX; Parte izquierda del tríptico del Bosco, Óleo del Jardín de las Delicias, en donde se observa ya la Fuente de la eterna Juventud, 1490; Grabado medieval de una imagen de ejército invasor musulmán; Grabado de una ilustración con el retrato de Alvar Núñez Cabeza de Vaca; Grabado con el retrato de Juan Ponce de León; Grabado con el retrato del conquistador español Francisco Vázquez de Coronado.)

Vídeos de Ponce de León, de Alvar Núñez Cabeza de Vaca y del Gran Cañón:

22 de marzo de 2011

La antinomia de la belleza y la virtud en la creación artística y sus creadores.



Cuando muy joven marchara a Italia el pintor barroco español José de Ribera, acabaría desarrollando allí toda su excelente vida artística hasta el final de sus días. Viviría primeramente en Roma durante muchos años, hasta que, huyendo por sus desproporcionadas deudas, acabara refugiándose luego en el por entonces virreinato español de Nápoles, un lugar en donde pudo ahora recuperar su posición social y su dedicación artística gracias a su origen hispano. Pero en Nápoles demostraría el pintor barroco español su verdadera personalidad, tanto la creativa como la personal propia, esta última mucho más real y oscura que las de sus creaciones artísticas tan tenebrosas. Consiguió realizar en Italia las obras maestras más extraordinarias del Arte tenebrista barroco. Su realismo, su perfección, su tonalidad y sus ágiles recursos para la anatomía humana le consagrarían para siempre en la historia del Arte. Pero, sin embargo, así como tuvo Ribera una gran habilidad artística para el claroscuro tenebrista, también mantuvo una propia personalidad peculiar para otra muy oscura tendencia parecida... Porque entonces un egoísmo radical, un desalmado, cruel, despiadado y asesino egoísmo, le llevaría a Ribera a participar junto a otros dos pintores italianos en una organización mafiosa y artística inédita, una agrupación de pintores sindicados para apartar de Nápoles a todo aquel artista competidor que deseara consagrar allí su labor creativa. De esa manera fue como se formaría el Cabal de Nápoles, una asociación criminal y artística desarrollada entre los años 1620 y 1641 en la ciudad de Nápoles. Aunque luego acabaría incluso prolongando su influencia maléfica hasta casi mediados del siguiente siglo. Ese grupo violento llegaría a sabotear obras, coaccionar pintores y, en el peor de los casos, hasta llegar a mandar asesinar a algunos artistas, creadores o pintores que osaran practicar su Arte en la prolífica ciudad tan artística de Nápoles.

La afición de Adolf Hitler por el Arte pictórico en su Austria natal es conocida. Aunque sus creaciones pictóricas fueron precoces, inferiores y carentes de interés para la época. Sin embargo, sí hubo un apreciado y formado pintor alemán, Adolf Ziegler (1892-1959), que llegaría a pertenecer al nazismo y sería además encargado por Hitler para depurar las obras de Arte modernas en Alemania. También a los artistas indeseados por entonces -la época del poder nazi en Alemania-, unos pintores y unas creaciones a los que los nazis acabarían por denominar degenerados. Este pintor alemán comenzaría a componer en un estilo modernista acorde a la época de principios del siglo XX, estilo, sin embargo, impropio de la influencia artística nazi posterior. Porque luego acabaría Ziegler manifestando en los años treinta una tendencia mucho más realista, un estilo artístico muy del gusto de Hitler y su corte nazi. A pesar de haber expresado el pintor sus dudas por el éxito de las campañas bélicas finales del nazismo, pudo salvarse de un internamiento ordenado por la Gestapo gracias a la intervención del propio Führer. Pero al final de su vida, después de la guerra mundial, no pudo ya volver a dedicarse a su carrera artística, acabando sus días retirado del Arte en su Baden-Baden natal.

La sensibilidad artística no es, de por sí, más que eso: artística. Es decir, permitirá crear y elaborar elementos de belleza que nos inspiren y seduzcan, pero ahí, en ese hecho artístico, radicará exclusivamente ese tipo de sensibilidad. Sus autores no tienen por qué ser seres de una sublime, virtuosa y magnánima sensibilidad humana. De hecho, posiblemente los creadores artísticos sean los paradigmas más evidentes para entender la contradicción más humana en nuestra especie, para comprender ahora esa antinomia que nos demuestra cómo somos realmente los seres humanos: seres, además de brillantes, poliédricos, ambivalentes y oscuros... La acción de generar belleza, entenderla y plasmarla, hasta de desearla admirar incluso, no garantizará al sujeto actor de la misma de ninguna capacidad para expresarla también así hacia los demás... Quizá sea esta la diferencia: los demás. Es así probablemente como funcionará el mecanismo psíquico por el cual distinguiremos la belleza cuando es creada de cuando es dirigida hacia los otros. Es decir, que para ser totalmente sensibles deberemos entonces no solo distinguir el equilibrio espacial, proporcional o estético de una creación formal, sino también saber cuándo aquélla -la belleza- es emocionalmente dirigida ahora hacia el mundo de los seres humanos, de todos los seres humanos que lo habiten, admiren y compartan. Esos mismos seres humanos que merecen siempre toda aquella belleza del mundo para, ahora también, poder así además recibirla, admirarla, ofrecerla o crearla sin dolor.

(Cuadro del pintor alemán Adolf Ziegler, Desnudo, siglo XX; Óleo del pintor español barroco José de Ribera, El pie varo, 1642, Museo del Louvre; Fotografía de la inauguración del Museo de Munich en el año 1937, con Hitler y el pintor Adolf Ziegler segundo por la derecha; Cuadro del pintor José de Ribera, San Jerónimo, 1664.)

21 de marzo de 2011

Sólo para el primero la gloria engañosa del laurel, o cuando el premio necesitado nos acucia...



Según cuentan las historias el gran poeta latino Virgilio (70 a.C.-19 d.C.) en su lecho de muerte, justo antes de expirar, le rogaría al emperador romano Octavio Augusto que destruyese su gran obra épica La Eneida. En ella había relatado la gesta mitológica de la creación de Roma -basada en la tradición homérica de Troya- siguiendo incluso los propios deseos del emperador por entonces. El poema cuenta cómo el héroe troyano Eneas supera todas sus aventuras y viajes hasta llegar a Roma. Y terminará luego hasta por conquistar las tierras y pueblos que acabarían conformando inicialmente el posterior imperio romano. En uno de sus libros describe Virgilio el momento en el que el héroe, ya en tierras italianas, decide celebrar unas gestas donde compitan y luchen todos sus aventureros hombres. El poema virgiliano, resumido y adaptado, dice en una ocasión: Así que ánimo y celebremos todos alegre ceremonia: invoquemos a los vientos... Dispondré en primer lugar un combate de las naves más veloces, y además el que valga en la carrera a pie, o el que osado de fuerzas llegue más lejos con la jabalina o con las rápidas flechas, o el que se anime a presentar batalla en la dura lucha con los puños; acudan así todos y aguarden el premio de la merecida palma. En la ensenada litoral desde donde ahora Eneas los observa se disponen cuatro naves a partir para la épica competición gloriosa. Al final, cuando las naves van llegando después de una lucha enconada, el poeta continuaría escribiendo: Unos temen perder una gloria propia y un premio ya ganado, cambiarán su vida por la victoria; a otros el éxito les alentará: pueden porque creen que pueden. Cloanto, uno de ellos, es ahora el gran vencedor. Sigue el poema de Virgilio diciendo: Entonces Eneas a todos convoca y, con la gran voz del heraldo vencedor, proclama ganador a Cloanto, que con el verde laurel recubrirá sus sienes...

Todo va al ganador. Desde la más ancestral historia de los humanos la emoción de la victoria se habría asociado siempre a la supervivencia o la lucha. Pero es más que todo eso, es una sensación de plenitud y justificación que nos elevará, incluso, por encima de nuestras propias miserias. Se inicia en la infancia más precoz cuando lloramos con fuerza y resonancia para atraer así la vida que queremos. Luego continúa cuando deseamos ganar una pareja sexual, algo que, siguiendo nuestra llamada genética, necesitaremos entonces como lo único que -así pensamos- existe ahora en el mundo para nosotros. También, tiempo después, cuando arrebatamos a los demás lo que creemos que es nuestro, que es justo que es nuestro. Y, más adelante, cuando desesperados urgimos a la vida a que nos rodee de triunfos, de aclamaciones, de orlas, aplausos o guirnaldas. Y esto es así porque ya no podremos vivir sin dejar de sentir que, aún, no hemos dejado de ser aquel niño indefenso, desamparado, precario y expuesto a las fuerzas telúricas del mundo y de los otros. Sólo el estímulo del Arte y la recreación cultural que obliga nos salvará de esa obsesión...  A veces, sólo a veces, nos salvará de la urgencia de ser el primero, de la ineludible querencia de ser el primero, el único, el que solamente saboreará las mieles de los laureles colocados ahora, sin embargo, efímeros en nuestra cabeza. Unas veces en público pero, también, muchas otras tan sólo frente a nosotros mismos, ya que seremos al único que nunca podremos engañar con ninguna falsa victoria...  La burla o la impostura del premio mal ganado sólo servirá al que busca la efímera recompensa material. Porque habrá otra recompensa, otra clase de victoria que no requiera de orlas ni laureles, que no busque testigos, ni siquiera papeles, tan sólo la certeza propia nuestra de haberlo logrado... frente a nadie.  De, por fin, haber conseguido así llegar a lo que nos urge alcanzar a veces, irracionalmente casi, para poder demostrarnos a nosotros mismos que somos, que seguimos siendo, algo más que lo que somos...

(Óleo del pintor barroco holandés Ferdinand Bol, 1616-1680, Eneas en la corte de Latino, entrega a Cloanto la corona ganadora de la carrera de naves, 1661, Amsterdam; Cuadro del pintor británico Frank Bernard Dicksee, 1853-1928, Victoria, un caballero es coronado con una corona de laureles, siglo XIX; Grabado de un relieve griego de los antiguos corredores helenos; Óleo del pintor impresionista francés Claude Monet, Las Barcas, regatas en Argenteuil, 1874, Museo de Orsay, París.)

20 de marzo de 2011

La recompensa más brillante de los dioses a la más grandiosa generosidad.

 

Cuenta la mitología griega que Quirón fue un centauro -mitad hombre, mitad caballo- que, a diferencia de sus hermanos más salvajes, poseía una sabiduría que le permitía curar, aconsejar, enseñar y consolar a los demás. Para ser el monstruo que su madre rechazase había conseguido, sin embargo, una excelencia impropia de sus orígenes brutales e incultos. Quirón llegaría a ser médico, músico, filósofo y acabaría llegando a dominar el arte de la guerra y la caza. De ese modo crecería su fama y terminaría siendo maestro y preceptor de muchos héroes de la mitología. Aquiles fue uno de ellos, pero también Orfeo, Jasón, Ulises o Teseo disfrutaron de sus sabias enseñanzas. Pero el centauro Quirón, como hijo del todopoderoso dios primigenio Cronos, era un ser inmortal. Así que sus enseñanzas debían ser además una inevitable y bella forma de justificar toda esa sabiduría acumulada de siglos, todo un conocimiento que, sin parar, crecería y crecería con los años. Debía Quirón, por tanto, necesitar transmitir con toda esa sabiduría la insoportable conciencia de la vida permanente. Pero resultó que, una vez, cuando uno de sus famosos alumnos, el poderoso Heracles, sin querer -accidentalmente-, le hiriese con la punta de una flecha envenenada comprendió Quirón entonces el verdadero valor del sufrimiento. Ese veneno contenía la sangre emponzoñada de la Hidra y, por ello, sin antídoto y fatal. La Hidra era una terrible serpiente vil y asesina de muchas cabezas a la que Heracles mataría en uno de sus encomendados y difíciles trabajos para liberarse.

La herida de Quirón fue nefasta y letal, pero, como no podía morirse -era inmortal-, padecería así el más duro e infinito de los tormentos. Ni siquiera su sabiduría le pudo ayudar, ni pudo curarse ni pudo calmarse, ni pudo esperar nada de la vida ni del mundo. Su dolor era permanente, imposible de padecer a un mortal, ya que éste, al morir, habría sucumbido también a su propio dolor, habría acabado el sufrimiento al acabar su vida para siempre. No pudo más el centauro Quirón que tratar de sublimar su propia sabiduría para resolverlo. Comprendió que la única forma de superar ese sufrimiento era dejando de ser inmortal.   La poderosa venganza del dios Zeus cuando Prometeo robó y entregó el fuego a los hombres fue despiadada y brutal. A parte de castigar a la humanidad con los males de Pandora, ordenaría al dios Hefesto que encadenara a Prometeo en uno de los más altos riscos de la cordillera del Cáucaso. Allí enviaría Zeus todos los días un águila para que devorase, poco a poco, las entrañas del atrevido titán. El destino de Prometeo estaba designado y su muerte era cuestión de tiempo. Entonces Zeus echaría una maldición al titán amigo de los hombres: Su tortura duraría hasta que alguien consintiera sufrir en su lugar, padecer como él pero de una forma libre y voluntaria. Heracles avisaría a Quirón de esta decisión de Zeus. El sabio centauro lo vio claro entonces, se cambiaría decidido por Prometeo cediéndole su propia y sensible inmortalidad. De ese modo Quirón pudo escapar a su eterno sufrimiento. Dio un último suspiro y descansó. A cambio los dioses premiaron al centauro desdichado situándolo, luminoso, entre una de las constelaciones más brillantes del universo, la que lleva su nombre. También así, curiosamente, gracias a su decidida generosidad, conseguiría el centauro Quirón permanecer de nuevo, para siempre, del todo inmortal, brillante y poderoso.

(Óleo del pintor irlandés James Barry, 1741-1806, La educación de Aquiles por Quirón, 1772; Fotografía de las estrellas Omega Centauri, de la constelación Centauro, Observatorio Sur Europeo, 2008; Cuadro del pintor barroco holandés, Dirck van Baburen, 1595-1624, Vulcano encadenando a Prometeo, 1623; Óleo del pintor alemán Christian Griepenkerl, 1839-1912, Prometeo, siglo XIX.)

17 de marzo de 2011

La identidad transformada, su esencia permanente, las ruinas y el Arte.



En la tarde del 29 de julio del año 1773 se produjo un movimiento sísmico en la capital de la Capitanía General de Guatemala. La fuerza del terremoto fue tan grande que acabaría destruyendo muchos de los edificios de la ciudad, llamada desde su fundación siglos antes Santiago de los Caballeros de Guatemala. Según cuenta la historia, cuatro días después del terremoto el Capitán General, don Martín de Mayorga, presidió una Junta General para tomar las decisiones adecuadas sobre los daños ocasionados por el seísmo. Acudieron a ella las autoridades civiles y eclesiásticas, ésta última representada por el entonces arzobispo de Guatemala, don Pedro Cortés y Larraz, nacido en Belchite, Zaragoza, en el año 1712. Don Martín de Mayorga era partidario de desmantelar y abandonar la ciudad trasladándola a otro lugar lejos de allí, pero se encontró con la dura, tajante e inflexible oposición del arzobispo Cortés. Como resultado de esa reunión, se decidió comunicar al rey Carlos III y al Consejo de Indias de la situación tan peligrosa de las edificaciones y de la necesidad de levantar una ciudad en otro lugar, lejos de los volcanes que rodeaban la antigua capital dañada de Guatemala.

En diciembre de ese mismo año hubo una repetición sísmica, algo que reforzó la posición de los que apoyaban el traslado de la ciudad. En enero del año 1774 se acabaría aprobando por el Consejo de Indias un traslado interino, eventual, de toda la ciudad guatemalteca. Ahora no se trataba ya sólo de levantar una nueva ciudad a decenas de kilómetros de allí, lo que se cuestionaba era la supervivencia de la antigua población. El arzobispo lucharía durante años enviando misivas a Madrid, a la corte, al rey, a los obispos, al Consejo, a todos, para evitar el desmantelamiento de lo que quedaba de aquella hermosa y antigua ciudad guatemalteca, fundada además allá por el año 1543. En el año 1777 don Martín de Mayorga estaba tan presionado por el obispo Cortés, que llegaría a escribirle al mismísimo rey la siguiente apelación: Difícil es describirle a su Majestad los estragos que ocasiona la inflexibilidad de este caballero y el empeño que ha contraído para atraerse a los demás a su causa. Sin embargo, el arzobispo don Pedro Cortés y Larraz tuvo que acabar abandonando su ciudad con destino a España, ante la resolución firme y definitiva de la Corona. Acabaría sus días en la diócesis de Tortosa, falleciendo en el año 1787 en Zaragoza sin volver a ver su antigua ciudad desmantelada.

En el año 1779 el nuevo virrey de la Nueva España, Bernardo de Gálvez, ordenaría el desalojo y la total demolición de la ciudad antigua de Guatemala. Afortunadamente, años después, esas órdenes no acabaron por cumplirse del todo. Y, con el tiempo, la antigua ciudad se convirtió en un enclave mantenido y conservado por algunos criollos y otros colonos nacidos allí. Esto permitió que siguiera existiendo la antigua ciudad a unos cuarenta kilómetros de la Nueva Ciudad de Guatemala, la actual capital del país. En el año 1979, casi doscientos años después de aquellos hechos, la vieja ciudad, la llamada Antigua de Guatemala, fue declarada por la Unesco Patrimonio Cultural de la Humanidad. En filosofía se entiende por identidad la relación que mantiene cada cosa consigo misma. Sobre todo la identidad cualitativa, la esencial, la que tiene que ver con sus elementos más intrínsecos, con lo que es algo en sí, sin tener en cuenta la simple y superficial apariencia. Sin embargo, cuando se define una igualdad, cuando dos cosas son idénticas, en matemáticas por ejemplo, se acepta que los dos miembros deban ser iguales. Pero, también cuando en una misma organización sus miembros cambian, son ahora otros, aquella organización sigue siendo la misma de antes, sigue teniendo su propia identidad... A esta curiosa paradoja se le ha dado en llamar Paradoja de Teseo.

El famoso barco con el que el héroe mitológico Teseo regresó de Creta con los jóvenes rescatados del Minotauro, fue conservado durante muchos años por los atenienses en dique seco. Éstos mantenían el barco reponiendo las tablas estropeadas por otras nuevas. Entonces, algunos filósofos discutieron sobre la identidad de las cosas... Mientras unos argüían que el barco de Teseo seguía siendo el mismo, otros defendían que ya no lo era. La cuestión aparecía de este modo: si se hubiesen sustituido todas las tablas del barco, ¿estaríamos ante el mismo barco de Teseo? Y si las maderas antiguas, las sustituidas después de haberse almacenado, se hubieran utilizado para hacer otro barco, ¿cuál sería, de serlo alguno, el original, el auténtico barco de Teseo? El escritor británico Douglas Adams (1952-2001) escribiría en el año 1991 su obra Mañana no estarán: en busca de las más variopintas especies de animales al borde de la extinción. En su ensayo literario escribiría el autor británico: Una vez en Japón fui de visita a un templo en Kyoto, y me sorprendí al observar lo bien que el templo había resistido el paso del tiempo desde que fuera construido en el siglo XIV. Entonces me explicaron que en realidad el edificio no había resistido, ya que había sido quemado dos veces hasta los cimientos en este siglo. Entonces pregunté, ¿o sea, que no es el edificio original? Al contrario, por supuesto que es el original, contestó sorprendido. ¿Pero no se incendió?, insistí. Dos veces, respondió. Pero, entonces, ¿cómo es posible que sea el mismo edificio? Siempre es el mismo edificio, contestó. Y tuve que admitir que era el mismo edificio. La idea del mismo, su finalidad, su diseño, son conceptos inmutables, son la esencia del edificio.

Con los seres humanos sucederá algo parecido. Cuando nos reflejamos en un espejo, ¿qué veremos, realmente, nuestra identidad o lo que parece que es? Lo que somos, lo que verdaderamente somos, no tiene nada que ver con las apariencias. Por esto las rozaduras del tiempo no deberían ajar la esencia auténtica de cada ser humano. Lo que parece y vemos no tiene por qué ser ni la identidad, ni el valor, ni la justificación de una vida humana. En arquitectura, por ejemplo, se ha discutido mucho sobre la conveniencia o no de reformar las ruinas históricas y artísticas de la antigüedad. En algunos casos sí se ha hecho. Por ejemplo, con el histórico Puente Romano de Córdoba (España). En otros las ruinas, como en Antigua de Guatemala, San Juan del Duero en Soria, Itálica en Sevilla o Belchite en Zaragoza, se han mantenido tal y como el deterioro del desamparo de los años las han dejado. En Belchite, Zaragoza (España), nacería aquel arzobispo don Pedro Cortés, el mismo que luchara por no abandonar a su suerte su antigua ciudad centroamericana. Casi ciento sesenta años después, una guerra civil destruyó su pueblo natal. Y aún hoy así sigue... En Belchite se llevó a cabo en el año 1937 una de las batallas más sangrientas de la guerra civil española. El pueblo fue declarado entonces ruina nacional en conmemoración de aquella batalla. Hoy, como un monumental pueblo fantasmal, nos demuestran sus ruinas las contradicciones de las identidades, de las preservaciones o de las falsas maneras de consagrar un patrimonio cultural deteriorado. Un patrimonio que, sin embargo, siempre debería ser conservado, disfrutado... y habitado.

(Cuadro barroco de Rubens, El aseo de Venus, 1615; Cuadro del pintor ucraniano actual Michael Garmash, Belleza intemporal, figuración; Óleo de Paul Signac, Mujer peinándose, 1892, Puntillismo; Cuadro del impresionista Degas, Madame Jeantaud frente al espejo, 1875; Fotografía actual del Puente Romano de Córdoba (España), ya reformado; Fotografía del archivo municipal de Córdoba del Puente en los años cincuenta; Fotografía de una iglesia ruinosa de Belchite (Zaragoza); Fotografía de la ruina de la antigua iglesia de San Martín de Tous en Belchite, de estilo mudéjar; Fotografía actual de la ciudad Antigua de Guatemala; Fotografía actual del Arco de Santa Catalina y el volcán de Agua, en Antigua de Guatemala; Cuadro con el retrato del arzobispo don Pedro Cortés y Larraz, siglo XVIII.)

15 de marzo de 2011

La lírica como un manifiesto individual, subjetivo, poderoso y permanente.



El cambio social y económico producido en la Grecia antigua durante el siglo VII a.C., motivaría que una nueva clase comercial, artesanal, urbana y autocomplaciente ascendiera entonces socialmente, adquiriendo ahora cierto poder y prevalencia sobre los demás. Eso provocaría un individualismo en la sociedad griega que llevaría a que esos miembros socialmente favorecidos se plantearan un interés especial e íntimo por todo lo atractivo que les rodeara, por el conocimiento de la naturaleza y de la belleza. Ahora ellos, con sus vidas desahogadas, disfrutarían de una naturaleza más amable, mucho más que la que -injustamente- otros pudieran disfrutar, como los marginados, los campesinos, los esclavos o los parias. Así, curiosamente, llegaría a prosperar la filosofía y la lírica -incluso el Arte- en el mundo griego antiguo. En la antigua costa helena de Jonia, tanto en sus islas costeras -Lesbos- como en su litoral -en Teos por ejemplo-, surgieron por entonces unos poetas líricos que fueron famosos en la historia por sus cantos personales, unas composiciones líricas realizadas en honor a los dioses pero también a la vida placentera o al amor.

De ahí procedieron los poetas contemporáneos Safo y Alceo, y, algún tiempo después, el famoso Anacreonte. Pasaron, junto con otros, a ser llamados los poetas mélicos -de melos, canción-, aunque también al utilizar la lira para acompañar su música acabarían denominándose lyrikos -líricos-. Sus creaciones mélicas fueron denominadas monódicas ya que, a diferencia de las corales, se ejecutaban por una sola persona y glosaban ahora al amor, al placer o al vino. Estos tres poetas jonios, Safo, Alceo y Anacreonte, llegarían a ser sus más importantes y conocidos representantes líricos. Fue Anacreonte, nacido a la muerte de Safo, quien propagaría el rumor de que esta poetisa de Lesbos habría llegado a mantener relaciones amorosas con otras mujeres líricas de su escuela. Es por lo que, finalmente, los términos sáfico y lésbico se dieron a conocer con ese sentido homo-erótico femenino. Sin embargo, se relacionaría Safo también con Alceo, el otro poeta lírico de Lesbos, aunque nunca se supo realmente cuál tipo de relación mantuvieron. Alceo menciona a Safo en sus versos y llegaría a intercambiar algunas canciones y odas con ella. Una muestra de las creaciones de estos tres líricos griegos de entonces son estas pequeñas composiciones poéticas:

Ya se ocultó la Luna
y las Pléyades. Promedia
la noche. Pasa la hora.
Y aún yo duermo sola.
(Safo)

No acierto saber de dónde sopla el viento;
rueda la ola gigante unas veces de este lado
y otras de aquél; nosotros por el medio
somos llevados en la negra nave.
(Alceo)

De nuevo amo y no amo,
deliro y no deliro.
(Anacreonte)

En el año 1912 terminaría el pintor español Francisco Pradilla y Ortiz (1848-1921) su obra Mal de amores, encargada por un industrial vasco aficionado al Arte y gran coleccionista de pintura. En la obra modernista se describe una escena renacentista castellana de finales del siglo XV. La pintura muestra la imagen sosegada de una representación poética medieval llevada a cabo por un joven cancionero trashumante. El escenario pictórico está dividido en dos mitades distinguibles. Por un lado una parte material, la construida por el hombre, no por la naturaleza: una galería románica oscura, fría, pesimista y mayestática; por otro lado un paisaje natural, libre, feraz, colorido y venturoso. La narración pictórica nos cuenta la historia de una mujer herida de amor que es atendida ahora por su dueña -su servidora- en los jardines de su lujosa estancia familiar. También ella está ahora protegida por la figura tutelar, distante y adusta de un padre con aspecto vanidoso, aunque desconfiado y curioso ante la figura del ahora orgulloso poeta. Justo frente a la joven malograda por un amor desdichado, justo ahora frente a la dulce y desengañada joven maltratada por amor, se sitúa dispuesto el trovador, el poeta o el cancionero gótico. Ataviado con su laúd barroco -conocido como chitarrone romano o laúd de largo tamaño- se dispone el poeta medieval, ahora decidido, alejado y seguro entre sus versos, satisfecho también por su lírica sonora tan romántica, a calmar así la angustiosa, irreverente, desdeñosa, vaga, solitaria y lacerante, actitud tan desvanecida de la joven a causa de un terrible y desdichado desamor.

(Cuadro del pintor español Francisco Pradilla, Mal de amores, 1912, Particular, donde se aprecia en el lienzo además, al fondo, una ría de Galicia, España; Óleo de Francisco Pradilla, Lectura de Anacreonte, 1904, Museo de Buenos Aires; Cuadro del pintor británico Alma-Tadema, Safo y Alceo, 1881.)

13 de marzo de 2011

La decadencia del espíritu, de sus héroes y de su historia, o el paso romántico del auge a la caída.



En el año 1838 el velero británico Temeraire sería remolcado por una embarcación de vapor hacia su total y definitivo ocaso naútico: el dique seco donde se llevaría a cabo su definitivo desguace. Este velero británico fue un navío de guerra de tres palos que llegaría a intervenir en el año 1805 en la famosa batalla de Trafalgar. Por entonces, junto a su escuadra de navíos de guerra, fue la máquina perfecta y ágil para surcar los mares y conseguir la hegemonía y la victoria. Su arboladura de velas cuadras configuraba en su época toda una estética marinera de grandiosidad, éxito, gloria, triunfo y romanticismo. Pero, todo acabará sumido en su propia e inevitable decadencia histórica. Y de ese modo retrata al buque británico el pintor romántico William Turner en el año 1838. Él mismo lo presenciaría además en su último derrotero desde la desembocadura del Támesis hasta su definitivo lugar de finitud. Fue todo un símbolo que el creador romántico inglés supo representar genialmente en su obra. Fue el final de una época y de un momento histórico, pero, también el de una tecnología náutica superada por completo. Suponía todo un cambio técnico el mundo de la antigua propulsión por el viento y sus velas al nuevo invento del vapor y su aplicación en los barcos modernos. Naves que ayudarían a descubrir, dominar y conquistar aún más los mares y territorios del mundo.

El historiador británico Arnold Toynbee idearía a principios del siglo XX una teoría para explicar la inevitable caída de las civilizaciones y sus imperios. La Némesis de la Creatividad de Toynbee planteaba que cuando se alcanzan, en un momento determinado de su auge, los retos anhelados de civilización perseguidos por los hombres que la lideran, esos mismos retos conseguidos provocarán luego una negativa autosatisfacción en esa civilización o pueblo. Porque los siguientes retos que surjan más tarde no serán ya resueltos por los mismos hombres de antes, sino por los hombres que habrían de sucumbir ahora a su propia autosuficiencia e ineficacia. Y esto es así porque el movimiento de flujo y reflujo, propio de esas minorías de líderes virtuosos, crearía una fuerza espiritual que no estaría ya disponible luego para sus sucesores, careciendo ahora éstos de toda aquella ingente creatividad impulsadora de antes.

Cuando el rey español Fernando V necesitó ejercer su influencia en la Italia renacentista de principios del siglo XVI, enviaría a su célebre general Gonzalo Fernández de Córdoba a luchar contra una Francia que deseaba también imponerse en el suelo estratégico de Nápoles. En la decisiva Batalla de Cerignola de abril del año 1503 se enfrentarían los dos poderosos ejércitos europeos. El ejército español además bastante inferior en número de soldados, caballería y artillería. Pero, sin embargo, el genio militar de Gonzalo Fernández de Córdoba sería determinante para conseguir la victoria en esa batalla decisiva. Gracias a esa victoria el gran reino que pocos años antes se acababa de configurar en la península Ibérica, Castilla y Aragón -España-, pudo establecer las bases de un inmenso y poderoso imperio universal que llegaría a durar por más de trescientos años incluso.

Pero, no es más que el crepúsculo de las grandes cosas creadas por el hombre lo que la historia nos recuerda siempre, algo que en la historiografía ha sido motivo de teorías defensoras de ciclos determinantes o, simplemente -como el historiador Toynbee decía-, de elementos demasiado humanos... Los grandes imperios, como los grandes discursos, religiones, teorías o tendencias de la humanidad, han sido superados siempre por sus propias contradicciones. Es la curiosa tendencia humana a la evolución desintegradora de las cosas consecuencia de aquellos grandiosos motivos inspirados por sus creadores. Pero, sin embargo, esta es la única forma de desarrollo que la historia nos enseña que existe en el mundo de lo humano, la única que hace que las cosas parezcan luego que tienen algún sentido. Y del mismo modo explicar así que las vidas entregadas de esos seres sacrificados y destinados a sostenerla en su auge sólo fueron luego una mera excusa en la ingrata, desalentadora o fascinante historia que ellos crearon sin saberlo. Todo un necesario y sentido homenaje a sus decisivas, heroicas o entregadas vidas tan temerarias.

(Cuadro del pintor inglés Joseph William Turner, El Temeraire remolcado a dique seco, 1838, National Gallery de Londres; Óleo del pintor español Federico de Madrazo, El Gran Capitán en el campo de batalla de Ceriñola, 1835; Grabado de una ilustración del artista norteamericano Gilbert Gaul, 1855-1919, Batalla en Santiago de Cuba, 1898, donde el ya simbólico imperio español acabaría definitivamente para la historia; Cuadro de la pintora actual argentina Cyntiamilli Santillan, Crepuscular.)

11 de marzo de 2011

La decisión inconsciente, infantil y temeraria, o cuando los dioses solo hacen lo que deben.



El orgullo de vivir es algo que ignoramos tener pero que existe, que está latente en nosotros desde siempre, aunque sobre todo brille poderoso en nuestra inconsciente y lejana juventud. Es una sensación que resiste la prudencia y sostiene la osadía hasta no ver ya más que sus efectos seductores en una vida temeraria. Es el orgullo de ser hijos de los mismos dioses a los que deseamos imitar...  Así que entonces, como jóvenes autocomplacientes y vanidosos, creemos disponer de la misma fuerza, habilidad, reflejos, poder o capacidad que aquellos grandes seres poderosos. Pero, no es así. A veces unas circunstancias favorables, una influencia positiva o un consejo providencial en nuestra vida, nos salvarán. Pero otras, las más, nos enfrentaremos solos a las encrucijadas difíciles de nuestra existencia. Y es que las fuerzas que controlan el universo, en permanente compensación de equilibrios inestables, detienen de pronto, ciegas y desalmadas, las incorrectas, desproporcionadas, estúpidas o heroicas maneras cargadas de exagerada voluntad egoísta. De ese modo los dioses, ahora sin piedad ni miramientos, destruirán cualquier bienintencionada forma de querer ser los humanos algo más de lo que somos.

Cuenta una antigua leyenda griega que, en una fatídica ocasión, Faetón -el hijo del dios Helios, el Sol y de una mortal- sentiría la necesidad de ser él reconocido como quien era realmente -el hijo de todo un dios- frente a los que dudaban ahora -y le insultaban por ello- de su procedencia divina. Un día, acongojado, se dirigió Faetón a la casa de su padre y le pediría decidido que le ofreciese un signo demostrable de su origen divino. Para convencerlo de forma tajante, para afirmarle que sí era su hijo, Helios le prometió ofrecerle lo que más deseara entonces, jurándole además que así lo cumpliría fuese lo que fuese. En su arrogante sensación de querer demostrar quién era, Faetón le pediría a su padre viajar con el Carro Celestial del Sol y poder conducirlo durante todo el recorrido solar que durara su trayecto. Helios lo había jurado, no pudo desdecirse, aunque sabía que dominar su auriga era totalmente imposible para un mortal. Los caballos del Carro solar eran incapaces de ser dirigidos por nadie que no fuese el dios mismo. Quiso disuadirlo, pero fue en vano. La osadía crece a medida que se imagina poseer y persiste ofuscada en un lugar de nosotros donde nadie puede penetrar jamás. No tuvo más remedio el Sol que satisfacer el deseo de Faetón y someterse, por tanto, al designio inescrutable y azaroso de la fortuna.

Cuando Faetón, sintiéndose diferente -más engrandecido y soberbio-, decidiera ya desembridar a los poderosos caballos del Carro, éstos se lanzaron entonces raudos hacia el galope más desaforado y enérgico que pudieran realizar en un intento parecido. Poco después de verse Faetón encumbrado en su deseo, comprendería pronto que los corceles no respondían a sus riendas ni a gobierno. Éstos llevaban al Carro Solar por donde querían, fuera de la ruta cósmica comprendida en su lugar. A veces lo subían demasiado alto con el riesgo de golpear las constelaciones; pero otras lo bajaban muy cerca de la Tierra y las montañas se incendiaban o los seres que habitaban en ellas sufrían su poderoso ardor. Todo era un desastre. Todo además podría ser alterado gravemente, deteriorando y sufriendo todo el Universo. Porque algo estaba obrando diferente a como, en justicia universal, el cosmos mantenía su orden y equilibrio poderoso.

Pero, ya estaba hecho, no había margen ahora para el si acaso... El peligro universal y su zozobra terrible obligaban ya a corregir el error. Así que entonces el dios de los dioses, el árbitro celestial y terrenal más poderoso, Zeus, no tuvo más remedio, sin entender ahora otra cosa ni compensar con otra, que acabar decidido y para siempre con Faetón y su Carro. Cualquier otra decisión hubiera supuesto la destrucción del Universo. Por eso Zeus, con su rayo fulminante, acabaría precipitando al auriga solar de Helios y, con él, a un Faetón confiado, temerario y ya destruido para siempre. Faetón caería al río Eridano y allí las ninfas de sus aguas se compadecieron del frustrado héroe. Sus hermanas, las también ninfas del sol -las helíades-, llorarían tanto su maldita suerte que fueron transformadas luego en árboles, convertidas sus lágrimas en la ambarina resina de sus troncos. Luego las náyades, aquellas ninfas de las aguas que lo habían compadecido al caer, dejarían inscrito en una roca de la orilla del río un epitafio en recuerdo del malogrado héroe: Aquí yace Faetón, auriga del carro de su padre, que si no fue capaz de gobernarlo al menos cayó víctima de su grandiosa audacia.

(Cuadro del pintor flamenco Jan Carel van Eyck, 1610-1668, La Caída de Faetón, siglo XVII, Museo del Prado; Óleo del pintor barroco alemán Johann Liss, 1590-1631, La Caida de Faetón, 1610; Cuadro del pintor italiano Sebastiano Ricci, 1659-1734, La caída de Faetón, siglo XVII; Cuadro del pintor español Rafael Tejeo, 1798-1856, La caída de Faetón, siglo XIX; Óleo del gran pintor Rubens, La Caída de Faetón, 1605, Galería de Arte, Washington D.C.)