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18 de octubre de 2019

La metafísica más elemental expresada artísticamente gracias al Impresionismo.



De todas las formas de poder entender el misterioso sentido del mundo, el Arte es una de las que siempre deviene poderosa. El ser humano es el ser por excelencia de todas las criaturas del universo porque su sentido de existir es del todo diferente. Ello llevaría a los antiguos griegos a considerar la existencia humana como la representación más extraordinaria de un ente especial. De un ser que justificaba la trascendencia de su sentido gracias a una evolución diseñada a la vez que a un autoconocimiento intuido. ¿Qué otra cosa con vida se observaba a sí mismo, a los demás y cambiaba a la vez como consecuencia de su experiencia? El Arte comprendería eso pronto y los artistas clásicos alzaron sus estatuas y grabados con el entusiasmo de representar la esencia más digna de ser eternizada con belleza. Pero sus modelos entonces fueron héroes o grandes figuras excelsas que expresaban la mejor talla o la mejor postura o la mejor forma para ser representadas. Luego las creencias religiosas modelaron las formas sagradas o los momentos gloriosos donde lo visible para ellas fuese lo único que pudiese y mereciese ser expresado con belleza. Tuvo que llegar mucho tiempo después el Impresionismo más humano, el Posimpresionismo, para que el ser humano fuese representado con la simpleza, banalidad o vulgaridad más extraordinaria que jamás se hubiese realizado antes. Y así lo haría Van Gogh cuando se inspirase en un pintor realista, Millet, para componer su obra La Siesta (después de Millet) en el año 1889. 

¿Qué mayor sentido existencial que esta imagen para describir una metafísica del ser humano? ¿Para qué vivimos? ¿Qué esperar a descubrir más allá de una existencia banal, sosegada, satisfecha y sin pretensiones? En su obra Van Gogh retrata una pareja descansando justo en el momento en que el día separa la mitad de su jornada. Es tan simple, tan mínimo lo que expone el artista en su obra que nadie pudiera pensar que ahí, sin embargo, está representado ahora todo el sentido metafísico de una existencia. No hay más que ver eso para poder entender el mundo, por lo tanto, no hará falta más que eso para poder vivir sin menoscabo. El gran pintor holandés lo sabría y tal vez por eso no pudo conciliar ese conocimiento con la realidad perniciosa de su vida. Cuánta felicidad sentiría el pintor al descubrir la grandiosa representación que expresaba a medida que componía esa escena tan sosegada. Un hombre y una mujer descansan ahora juntos sin más compañía que un cielo azul y una tierra amarilla. Ni sangran ni deleitan las formas que el pintor compone desde la más profunda emoción de un sentido trascendente. Es trascendente porque son seres humanos y no solo seres animados, como los que al fondo se ven pastar sobre una sombra. El ser por excelencia que sabe lo que es y lo que conoce, que comprende lo que hace y lo que ha hecho. Ese mismo ser está ahora dormido sin socavar las serenas motivaciones de una existencia. Toda una metafísica... ¿Hay alguna forma mejor de componer sabiduría motivadora que la expresión acompasada de dos seres juntos (que quieren estar juntos además) bajo un cielo diurno que mantiene con ellos la misma sensación de belleza?

Bajo la sagrada escena impresionista el pintor extiende su sentido existencial buscando el equilibrio estético más simple. Ahora son pares las formas más representadas en la obra. Dos son los humanos, dos son las herramientas, dos el calzado, dos los animales y dos las costillas del carro...  Dos también el contraste, ese contraste de luz y sombra que genialmente Van Gogh compone en su obra. ¿Hay mejor dialéctica para entender una metafísica existencial tan simple como poderosa? Porque es dualidad lo que el pintor expresa sutilmente en su escena de siesta. No hay bajo el cielo más que dos cosas para entender la vida y su esencia. O se está o no; o se duerme o no; o se ama o no; o se trabaja o no... Para que exista algo debe su contrario existir, o su complementario, depende. En la vida todo se limitará a esta sencilla forma de entender las cosas. Pero el pintor trata de buscar una metafísica completa con una escena tan simple. ¿Cómo hacerlo sin dejar de ser simple? ¿Dónde radica aquí la unidad universal de lo originario? Porque para que esa metafísica tenga algún sentido trascendente deberá expresarse algo distinto a lo conocido. El pintor debe hacerlo con sutileza y fuerza compositiva pero sin desmejorar el conjunto impresionista. ¿Dónde radicará en la obra la expresión de esa unidad trascendente tan metafísica? En el cielo...  En ese pequeño pero poderoso cielo azul tan aguerrido. Solitario. Único. Misterioso. Tanto como puedan serlo los rasgos tan poco realistas que un firmamento tan azul tenga ahora, sin embargo, para poder expresar con él un mediodía tan luminoso...

(Óleo La Siesta (después de Millet), 1889, del pintor Vincent Van Gogh, Museo de Orsay, París.)

1 de octubre de 2019

La modernidad impresionista transformaría el naturalismo barroco sutilmente.



A Manet lo que le habría encantado es haber vivido en la época de Velázquez y pintar escenas de un mundo marginal. Consiguió eso, sin embargo, en los albores de un Impresionismo que buscaba fugacidad en paisajes o en escenas costumbristas. Aún no se había presentado esta tendencia innovadora cuando Manet compuso su obra El viejo músico. Fue un Arte sorprendente el que consiguió Manet con su lienzo. ¿Realista?, ¿impresionista?, ¿costumbrista...?  Sorprendente. Porque no hay en él ni unidad ni una composición coherente. Son personajes deslavazados, independientes, extrañamente relacionados entre ellos para interactuar en una misma escena emotiva. Lo que el pintor deseó fue hacer despertar las conciencias ante esa extraña mezcolanza compositiva, ya que ante la pobreza o la miseria no había motivo aún para obtener ninguna atención artística por entonces. Son seres desharrapados y marginados los que, ante la música de un viejo artista, se encuentran ahora vaticinados en aparecer solemnes entre la vaga composición de un frío escenario. La calidad plástica de la obra es magistral: no se puede alcanzar mayor virtuosismo artístico con unos colores, unas formas o unos contrastes. Está todo perfecta, barroca y genialmente pintado. Pero, sin embargo, no están relacionados los personajes ni hay una narrativa conjunta que exprese alguna realidad. Pero es esto precisamente lo que hace a la obra una creación sublime. Manet fue un pintor que enlazó siempre tradición con modernidad, y la modernidad no era por entonces ir contra la tradición sino sublimarla. 

Fue la primera ocasión que el Arte tuvo para que los que observaran la obra se preguntaran, ¿qué es eso?, ¿qué nos quiere transmitir, aparte de alguna belleza? Porque la belleza de las cosas representadas está ahí, sin embargo. Si aislamos cada uno de los personajes podríamos hacer pequeñas obras maestras con ellos... Pero, ¿y juntos?, ¿qué conseguimos hacer sino sorprendernos? Hay como una apatía en ellos, que aparecen ahí solícitos por escuchar o ser escuchado. Están por algo más, probablemente: no tienen otro sitio a donde ir...  Y esta particularidad, solo insinuada, es una lección magistral del pintor sobre la terrible realidad social de aquellos años. Todos los personajes están definidos en el papel contingente de un momento sin grandeza. Todos, salvo uno. El viejo músico es el único que mira fijamente al espectador, al pintor y a nosotros. Él es el que nos comunica, con gesto amable, que hay algo que no puede transmitir ni con la música. Por eso se detiene, se gira y nos mira cómplice para compartir esta sorpresa. Para ese momento histórico la modernidad artística era eso: componer algo sin demasiado o ningún sentido. El Realismo estaba entonces en su esplendor, eran escenas crudas, o no, que expresaban las cosas como eran en la realidad social y física. Manet admiraba la pintura naturalista del barroco español, esas obras que aunaban belleza, fugacidad y cierto extravío artístico. Perplejidad, más bien, podría ser la palabra para describir mejor esas geniales escenas barrocas que chocaban entonces -siglo XVII- por su belleza, su sorpresa y su narración social. Porque los personajes de Velázquez, por ejemplo, no criticaban nada ni denunciaban nada, solo sorprendían al estar retratados tan lejos y tan cerca de la Belleza...

Aquí sucede lo mismo con Manet y su obra. Ya no se podía ir más allá para alcanzar la belleza (el perfilamiento y la calidad técnica de Manet fueron muy elogiables) y tampoco se podía ir más allá para, con belleza, alcanzar a denunciar la miseria. Manet no desea abandonar la Belleza ni su sutileza heroica para conseguir llegar a las conciencias. Tal como hicieron los pintores barrocos españoles, aunque entonces no existiera aún la conciencia... Pero ahora, a mediados del siglo XIX, el mundo comenzaba a tener conciencia, y por eso Manet quiebra la composición en aras de llegar a provocar una reacción en la gente. No hay relación entre los personajes porque el pintor desea expresar eso mismo, la realidad de una sociedad insolidaria, insensible, deslavazada y perversa. Por ejemplo expresando que nada puede hacer que la realidad social cambie, ni siquiera con la música. Ni siquiera con la belleza. La soledad de los personajes está resaltada además por sus posiciones aisladas, inconexas, desorientadas.  En la composición artística no hay sentido ni grandeza. Sólo la ternura artificiosa de uno de los niños representa, tal vez, la esperanza en un mundo diferente. Todos excepto el viejo músico tienen la mirada perdida, abstraída, inexistente en una expresión débil o diluida. Porque no hay fluidez, pero tampoco hay desgarro, no hay compulsión, no hay desahogo, no hay suspiro, ni siquiera vergüenza. Sólo una vaga mera sensación entre los rostros por escuchar, solícitos, la alejada, silenciosa y nunca acabada melodía... 

(Óleo El viejo músico, 1862, del pintor francés Manet, Galería Nacional de Arte, Washington D.C.)

6 de septiembre de 2019

El Arte para serlo o es emoción desgarrada y sobrecogedora o es otra cosa distinta.



Para admirar una pintura solo bastará un observador sensible y motivado, pero para que la iconografía de una obra de Arte nos cause gran impresión en nuestro ánimo, llevado ahora por la fuerza de algo apenas ahí representado, pero sublime, es necesario que eso que no existe aún manifestado nos haga preguntar, subyugado: ¿qué sucederá? Toda representación o es una contingencia banal de una escena definida y terminada o es la sobrevenida sensación especial de un incierto momento anticipado. Ambas son susceptibles de ser representadas en una imagen permanente bajo la estética fijada de un momento resaltable. Pero el momento sin avance contenido en la escena retratada solo es la escena estéticamente banal por su falta ahora de una emoción pasional, especial  o sobrecogida. Porque no estará intuida en la imagen terminada ninguna sensación subsiguiente, ninguna que suponga así una escena necesaria luego, esa de que se transforme después en otra cosa diferente. Se transforme, de existir una escena subsiguiente, en algo necesario o suficiente para comprender ahora su sentido, insinuado apenas antes en aquella abierta imagen de algo meramente transmisible.

El Arte o es emoción sobrecogida o es un apaño de imagen retratada sin ninguna sensación que la proyecte. El Arte necesitará proyección, avanzar así en la imaginación de un observador que, ahora, mirará subyugado por la sensación de ver solo una parte temporal de algo aún sin desarrollar en la escena artística. Y eso sin desarrollar es lo que nos hace valorar una imagen, sin embargo, estéticamente argumentada. Cuando el pintor Alexandre Cabanel quiso expresar la fuerza de la pasión más inevitable ante cualquier otra emoción humana en nada parecida, compuso una escena mitológica tan arrebatadora como confusa. Pero para hacer de la obra una pintura sublime que llevase el apelativo de Arte, entendió el creador francés que la sublimidad solo era posible si la escena representaba el momento de un avance y no la expresión finalizada de una admiración sin tránsito, sin sorpresa o sin sentido  ulterior tan necesario. Es el suspense del Arte, algo muy valorado en la estética de todas las tendencias artísticas. Es lo que marcará una diferencia. Porque no toda pintura es Arte, pero todo Arte puede ser una gran pintura. Para comprender esa valoración subjetiva del Arte comparo ahora la obra de Cabanel con otra representación mitológica parecida. Pero, apenas parecida. El pintor Joseph-Désiré Court se inspiraría en la admiración clásica que un sátiro tuviese por la bella  visión de una ninfa acuática en su baño. La inspiración mitológica de ambos pintores franceses es la misma, pero Court no traspasaría la escena más allá de una afable visión terminada o finalizada por haberse cumplido ya ese efecto: contemplar la belleza de una ninfa que ahora aparece satisfecha; tanto la visión como la ninfa y la belleza.

En Cabanel es todo diferente. El fauno o sátiro está abrazando ahora en una escena sin final el cuerpo arrebatado de la ninfa, imbuida ésta además de un tránsito estético muy efusivo, largo y poderoso. No es algo terminado en su sentido ese tránsito estético, no es una escena agotada en sí misma, sino que traspasará el umbral artístico de un momento ahora sublimado. Del mismo modo podremos argumentar lo mismo ante la imagen de un paisaje artístico. El pintor Constant Troyon crearía en el año 1849 una escena de paisaje extraordinaria por plasmar ahora dos momentos en uno. Ante un paisaje sosegado, incluso espiritualmente acogedor por sus trazas de belleza y calma interior representadas, mostraría al fondo de la obra la tormenta más lejana y, a la vez, más inminente y desgarrada que con su belleza pudiera hacerlo. Pero, sin embargo, aún no se sabe ni se ve en la escena por los protagonistas de la obra. Ningún personaje es ahí consciente de ese momento estético tan sublimado. Tan solo el espectador de la obra, el mismo que ahora admira, sin distancia ni grandes hazañas estéticas, la grandeza subyacente y emotiva de una iconografía tan eterna. Porque es eternidad lo que estas creaciones inacabadas (no en lo estético sino en lo formal) llevarán siempre asociadas a la realidad artística propia de una obra pictórica abierta. No sucederá lo mismo con el maravilloso y bello, pero no sublime -no Arte en su acepción más desgarradora-, lienzo impresionista del pintor español Aureliano Beruete. El Puente de Alcántara es la bella imagen paralizada de una estética sin recorrido o sin avance, de una realización estética que, ahora, no nos producirá la sensación transitiva tan sublime de una obra como la de Troyon

Es por eso que el Arte para serlo verdaderamente o genera una emoción o genera una belleza. En el primer caso, con la emoción, el sentido sublime alcanzará además la mayor expresión y fuerza que el Arte pueda tener de una imagen en la interpretación tan sensible de un observador sobrecogido. En el otro caso solo la belleza congelada o fijada en el lienzo puede, si acaso, alcanzar a desvelar una mera admiración estética cerrada, como fuera la que sintiera el sátiro de Court ante la aparición de la hermosa e ingenua ninfa mitológica. En la vida sucederá lo mismo. Nada apasionará menos que la rápida comprensión de un momento ya agotado en su secuencia. Necesitaremos agenciar resquicios por donde poder hilvanar el hilo que mantenga, perenne, la admiración que nuestro espíritu inquieto requiera así para sobrevivir extasiado y sin miserias. Y en esa creación personal que consigamos idear en nuestra mente habrá mucho del propio Arte sublime que expongo en estas obras. Todo debería estar siempre abierto y transitable en nuestra mente insaciable de sucesos, aunque no haya más ahora que un mero gesto inacabado e inútil pero, sin embargo, muy poderoso, latente o emotivo. Los genios del Arte lo hicieron con la grandeza sublime de plasmar dos momentos en uno. Qué menos ya que, ahora, en nuestra alma desasosegada y anhelosa, pudiera así también combinarse esa misma intención en los instantes de alguna sensación tan pavorosa o tan definitiva, ese mismo momento tenebroso o cerrado que cualquier ser humano, a veces, pudiera llegar a tener en su secuencia existencial nada sorprendente, algo inquieta, agotada, o demasiado conocida. 

(Óleo del pintor Academicista francés Alexandre Cabanel, Ninfa y Fauno, 1860, Museo de Orsay, París; Cuadro Ninfa y Sátiro en el baño, 1824, del pintor Joseph-Désiré Court, Museo de Bellas Artes de Alenzón, Francia; Óleo La tormenta se acerca, 1849, del pintor francés Constant Troyon, National Gallery de Arte, EEUU; Obra impresionista del pintor español Aureliano Beruete, El puente de Alcántara, 1906, Hispanic Society, Nueva York.)

3 de julio de 2019

Entre el Impresionismo y el Realismo se deslizaría un atisbo de sensibilidad muy humana.



Cuando algunos pintores impresionistas quisieron expresar la realidad deformando solo la atmósfera del conjunto pero no los detalles, obtuvieron una semblanza casi románticamente realista en sus obras. Pero, además, otra cosa que esos díscolos impresionistas lograron fue dar un cariz más principal al ser humano que a cualquier otro asunto, fuese un paisaje u otras formas representadas de las cosas del mundo. En su inspirada visión del Palacio de Westminster el pintor italiano Giuseppe de Nittis (1846-1884) crearía una composición afortunada artística y socialmente. En dos planos adyacentes pero alejados privilegiaría la visión de unos hombres frente al extraordinario, ahora desdibujado por la niebla, relieve arquitectónico del gran palacio londinense. Y para no desentonar con el afamado sentido comercial de su obra artística lo titularía Palacio de Westminster, aunque de ese palacio solo veamos a lo lejos apenas unas afortunadas sombras fantasmagóricas. Sin embargo, las figuras de los hombres apoyados en el puente es tan realista y determinada como impresionista o fugaz es justo la contraria. Pero ahora los seres representados, que están observando todo menos la visión más conocida de ese paisaje, son los personajes menos favorecidos de la sociedad, para nada figuras aristocráticas o burguesas de aquella contrastada y dura época del mundo.

Porque estamos en el año 1878, el momento de mayor esplendor de la sociedad industrializada de entonces, cuando algunos seres humanos padecían sus efectos y, descoloridos en lo estético, formaban el decorado insustancial de una amalgama superflua para el sentido principal de cualquier escenario estéticamente relevante. Pero para entonces, cuando el pintor italiano viaja a Londres y compone su lienzo impresionista, lo transformaría todo con un sutil alarde muy emotivo e impactantemente plástico. Porque ahora le ofrece el color, el relieve y hasta el plano más principal de su composición a los seres humanos, no así a otra cosa representada en el cuadro. Hasta el estético sol, ocultado ahora entre las nubes, es insignificante aquí. Hasta la torre poderosa del conocido palacio londinense es irrelevante aquí. El pintor no la caracteriza sino como un simple esbozo o como un decorado sin fulgor ni perfilamiento destacable. Todo eso se lo dedicaría, sin embargo, a los seres humanos marginados, unos objetos estéticos banales que nunca antes habrían tenido tanto protagonismo figurativo frente a cualquier paisaje. El contraste es tan definido como el que las dos tendencias artísticas supondrían por entonces. El Realismo había sido ya encumbrado para cuando el Impresionismo triunfara, pocos años antes de componer de Nittis este cuadro. En el Realismo sí habían sido los seres humanos más desfavorecidos retratados claramente en sus obras. Pero el Realismo no emocionaría, sin embargo, estéticamente tanto como consiguiera luego hacer el Impresionismo. Pero esta última tendencia, a cambio, no situaría al ser humano muy destacado frente a una naturaleza troncal mucho más poderosa y evidente. 

Esa fue la especial sensibilidad y genialidad que lograría conseguir de Nittis en su obra. Tenía que vender el cuadro y además ofrecer el pintor la semblanza típica -la niebla londinense- del ambiente más conocido y emblemático de Londres, y tenía también que mostrar los rasgos característicos de un Impresionismo rompedor. Pero, aun así, el pintor incorporaría sutilmente en su obra un mensaje despiadado: que el mundo debía estar mucho más para los seres humanos y no éstos para aquél. Expresarlo entonces todo eso con belleza estética era algo muy complicado de hacer. O favorecías la belleza o destacabas la realidad. Si hacías una cosa tendrías más admiradores que compraran el cuadro, si hacías lo contrario te arriesgabas a no gustar ni venderlo. Pero, hacer ambas cosas en su obra fue el reto extraordinario de Giuseppe de Nittis. Sólo apenas un cuarto de la superficie del cuadro está expresando a los representantes de esa humanidad desfavorecida. El resto, la práctica totalidad del lienzo, es el paisaje nebuloso donde el Impresionismo mostraría sus virtudes estéticas. ¡Qué maravilloso cielo seccionado entre un desvaído sol y las nubes poderosas de la atmósfera londinense! Qué extraordinario murmullo visual el de las aguas de un río cuyos rasgos  difieren muy poco del resto del paisaje, como el Impresionismo además  preconizara con su novedosa técnica plástica. Fue todo un alarde de composición pictórica muy logrado y apreciado por entonces. Contrastes evanescentes, sombras débiles, siluetas mortecinas, paisaje desolador y colores  desplegados o atenuados por la espesa bruma. Todo ese virtuosismo estético fue muy conseguido en una obra de Arte que manipulaba el tiempo y el espacio para, con ellos, hacer ahora una cosa inédita: expresar socialmente el Impresionismo más humano en una obra de Arte. Porque la parte creativa de la obra, el escenario limitado del parapeto de un puente donde unos hombres se apoyan ahora sin deseos, sin admiración de ese paisaje  o  sin ninguna vinculación estética con éste, es justo lo que el creador más destacaría en su ambigua obra impresionista. Nada puede ser más relevante en una iconografía, sea impresionista o no, que la representación emotiva de un ser humano en su paisaje furibundo. No por ser una parte o elemento más de un decorado artístico, sino por ser el trasunto fundamental de la representación pictórica más emotiva de un cuadro. 

(Obra impresionista-realista del pintor italiano Giuseppe de Nittis, Palacio de Westminster, 1878, Colección privada.)

23 de mayo de 2019

El tiempo y la verdad, dos cosas que el Arte representa y el ser humano interpretará.



Cuando el mundo artístico se enfrentase con el clasicismo a comienzos del siglo XIX crearía el movimiento artístico romántico. Pero, fue poco tiempo después cuando algunos pensadores y creadores rechazaron, de modo tajante, el legado clásico más extraordinario que el Arte hubiese llegado a alcanzar nunca en la historia: el Renacimiento. ¿Cómo fue posible que la exquisitez, corrección, brillantez, equilibrio y belleza clásicas renacentistas pudiesen haber sido denostadas por amantes, además, del elogioso estilo tan humano de componer Arte? Coincidieron, básicamente, dos cosas por entonces: un afán por descubrir la esencia de las cosas frente a la forma y un necesario dominio del tiempo como valor de fe. El Renacimiento, a cambio, había supuesto el dominio de la forma y la sublimación del tiempo. Los creadores renacentistas habían basado su sentido estético principal en el espacio como un referente absoluto del universo. La perspectiva, la línea, la regularidad, la medida, la proporción, por ejemplo, eran todos elementos que llevarían la forma espacial al modo más significativo de lo bello. Por otro lado, el tiempo sería sublimado en el Renacimiento, no tendría entonces más sentido que progresar, que ser el mejoramiento y la corrección perfectas de aquellas formas espaciales. A finales del siglo XV y principios del XVI -época plenamente renacentista- el tiempo fue conquistado para avanzar, con él, en un mundo vertiginoso. El Neoplatonismo -pensamiento filosófico renacentista- lo justificaría además: el tiempo es cíclico, es eterno e inmutable. Pero ahora, a mediados del siglo XIX, unos pensadores, críticos y artistas necesitaron dominar el tiempo, hacerlo dúctil, utilizable y justificado, y, así, volvieron entonces al pasado para traer al presente la esencia de las formas...

John Ruskin (1819-1900) acabaría siendo el teórico y sostenedor intelectual del movimiento Prerrafaelita, un estilo de Arte que reivindicaba una estética anterior al pintor renacentista Rafael Sanzio. Es decir, reivindicaban el gótico, aquel período artístico situado entre el siglo XII y el XIV, y que observaban la irregularidad, la emoción y la exaltación del tiempo como un vínculo -no como un progreso- entre el pasado y el futuro; también la fragilidad, la asimetría, la consagración de lo bello o la dulzura de lo representado (no tanto de cómo se representaba). El Renacimiento había sido creado por los grandes mecenas y artistas del siglo XV y XVI, fueron el elitismo estético y el proverbial mercantilismo social de entonces. Italia fue en el Renacimiento un caldo de cultivo progresista en lo económico, algo que llevaría a valorar la excelencia frente a cualquier otra consideración, fuese moral, ética o religiosa. El Prerrafaelismo abogaría -gracias a Ruskin- justo por todo lo contrario: un Arte compuesto por artesanos al amparo de gremios y parroquias donde ahora la fe, la moral y la belleza fuesen de la mano para representar Arte buscando la esencia no la excelencia. En el año 1853 publicaría Ruskin su obra Las piedras de Venecia, un ensayo donde anticiparía su visión de la estética en el Arte. Y es cuando, con el valor que supuso hacerlo -denostar el Renacimiento-, el teórico inglés hablaría de la verdad y de la autenticidad. En su libro nos dice Ruskin algo así: la función del artista es la de ser un instrumento sensible que ninguna luz o línea, ninguna expresión fugitiva en los objetos visibles pueda hacernos olvidar el sentido de la memoria. El artista debe crear serenamente, no dejarse llevar por ningún pensamiento o sabiduría. Su vida solo tiene dos fundamentos: mirar y sentir. Todo lo contrario, sin embargo, de lo que fue el Renacimiento.

El Prerrafaelismo fue un movimiento artístico británico que duraría tan poco como su emoción contenida. En el resto de Europa tuvo que iniciarse después otro movimiento artístico que impulsara parte de lo que aquel Arte preconizaba: el dominio del tiempo y la relatividad del espacio. Y entonces surgió el Impresionismo...  La fugacidad entonces sería conquistada, la sutileza sería esgrimida y la esencia de las cosas sería representada como una impronta espacial tamizada ahora de luz, de color y de evanescencia permanente. Necesitó el Impresionismo de un escritor también, pero no para justificar la tendencia impresionista -que nació a la vez que él- sino para componer la obra literaria más ingente sobre el tiempo, la impresión de las cosas y su esencia permanente. En busca del tiempo perdido fue la creación impresionista más determinante de la historia de la literatura del siglo XX. Marcel Proust (1871-1922) fue su autor; un escritor que, además, admiraba profundamente a Ruskin. Compartía su visión del tiempo, de la esencia del Arte y del sentimiento estético. Ruskin buscaría en el pasado la verdad, la autenticidad y la esencia, pero, sin embargo, desde una posición moralista. Para el pensador británico, por ejemplo, Venecia representaba la esencia de la verdad en sus piedras eternas y bellas; pero, a pesar de eso, la decadencia de la ciudad veneciana, de la sociedad tan artística que albergaba esas piedras maravillosas, había sido producida por la inmoralidad imperdonable de sus costumbres. Para el escritor francés, un ser más liberal, ese pensamiento de Ruskin era nefasto, no podía basar Proust la belleza o considerarla bajo ningún atisbo de ninguna moralidad. ¿Dónde estaba entonces la verdad? En el propio Arte, no en el pensamiento. Con este matiz crítico tan definitivo, Proust llevaría cualquier teoría artística, incluso la suya propia, a matizarla ofreciendo ahora una salvedad a todo Arte, a cualquier Arte. Esta fue, verdaderamente, la mejor forma de buscar aquel tiempo perdido, de recobrar  ahora así, en definitiva, un tiempo eterno, a la vez fugaz pero permanente..., tanto como lo habría sido aquel tan sublime del Renacimiento.

(Obra El milagro de san Nicolás de Bari, 1437, del pintor gótico Fra Angelico, Museos Vaticanos, Roma; Óleo Virgen del Pez, 1514, Rafael Sanzio, Museo del Prado, Madrid; Óleo sobre madera Puerta de la catedral de Venecia, 1875, Albert Maignan, Museo de Orsay, París; Acuarela de John Ruskin, Pilar de san Juan de Acre, lado sur de la catedral de san Marcos, Venecia, 1879, Museo Británico, Londres; Fotografía de John Ruskin, Getty Images; Fotografía de Marcel Proust, Getty Images.)

3 de febrero de 2018

La mediocridad de lo forzado frente a la genialidad de lo auténtico, o el misterio creativo de Manet.



Manet es uno de los pintores más brillantes de la historia que, sin embargo, fue el menos popular de los genios de su tiempo. Menos popular porque a su pintura le seguiría, muy pronto, la mayor transformación artística en la historia del Arte: el Impresionismo y el Postimpresionismo. Tendencias artísticas éstas que fueron más atractivas, incluso tiempo después, en el poco exigente estético siglo XX. También porque el pintor se situaría entre la tradición y la modernidad... Sin embargo, su Arte prosperaría. Es uno de los mejores pintores de la historia luego de los grandes genios renacentistas y barrocos. Nació demasiado tarde. Posiblemente, habría sido -de haber nacido en el siglo XVII- el pintor barroco francés más pasional de los grandes barrocos de su país. Pero vivió en pleno siglo XIX, cuando el Arte luchaba por encontrar otras formas de poder reflejar la luz en un lienzo artístico. También cuando la sociedad deseaba más sosiego y calma, o cuando la humanidad, los individuos, empezaban a querer tener más protagonismo que el claroscuro desolado de sus lienzos. Así que cuando Manet (1832-1883) se asombrase mirando obras maestras descubriría el sentido poderoso de lo que era pintar. Ni el Romanticismo, esa fuerza arrolladora que atrajese la sensibilidad de un mundo relajado, ni el Clasicismo, la siempre efectiva tendencia más aplaudida, asombraron al joven Manet. Para cuando Manet comienza a frecuentar el estudio de Delacroix, uno de los grandes pintores románticos de Francia, éste le recomienda mejor copiar a Rubens, al dios de la pintura barroca, al maestro más excelso que el Arte hubiera dado en la historia.

En el año 1859 Manet se decide componer una obra al ver uno de los paisajes del maestro flamenco. Pinta su obra La pesca (1861) en homenaje a Rubens, pero, también a Tiziano, a Lorena, a Velázquez o Pissarro. Es decir, que no fue una obra original y personal, fue un compuesto inspirado de otros. Cuando el pintor decidió dejar de ser guiado por nadie alcanzaría su grandeza. Es uno de los creadores más extraordinarios porque pintó siempre lo que pensaba que debía pintar desde la sinceridad más intuitiva de su genio. Algo que, sin embargo, no demostró hacer  en La pesca. Pensaba además que el clasicismo mejor conseguido en la historia no había sido el de Rubens sino el de Velázquez. Había tal vez  una razón personal para componer esa infame obra. En La pesca están retratados Manet y su prometida Suzanne. Están retratados como una pareja circunspecta y cariñosa, como esa misma pareja que Rubens compusiera de sí mismo y su joven esposa Helena siglos antes. Manet adquirió el compromiso amoroso forzado por una sociedad moralista y rigurosa. No refleja en su obra un amor tan apasionado por su esposa. La conoció cuando él tenía diecisiete años y ella, con diecinueve, era la profesora de piano que su padre le impusiera. La efímera pasión adolescente llevaría luego al autoengaño. Manet, que se casó con Suzanne al morir su padre, nunca acabaría de encontrar el amor que retrata en sus cuadros, salvo en la idealización inalcanzable de su cuñada, también pintora, Berthe Morisot.

La pesca representa la idealización inconclusa de un escenario imposible, como la misma obra en sí. Es de las creaciones de Manet más mediocres, infames y espantosas de su carrera. No representa el espíritu genial que Manet expresaría con su Arte antes, ni sobre todo después. En el mismo año termina otra obra, Niño de la espada, donde un estilo clásico expresa esa maravillosa afinidad por la pintura de Velázquez. Ahí sí es Manet, a pesar de parecer Velázquez. Los colores, la composición, el fondo neutro y la pose hierática delatan su pasión por el Arte español del siglo XVII. El modelo retratado del cuadro es el hijo de Suzanne, León. Las leyendas sitúan a León como hijo fuera del matrimonio de Manet (o como un hijo del padre de Manet). Nunca reconocería Manet a León como hijo propio, aunque lo apadrinase y le dejase incluso su herencia. Pero entonces lo pinta como si lo fuera o, al menos, como si su pasión le guiara en ese intento paternal.  La realidad es que crearía una gran obra de Arte retrasada en el tiempo. Pronto llega el año artístico más maravilloso de Manet: 1869. Y entonces compone dos obras excelentes. Una inspirada en su pasión por la pintura española de Goya: El balcón; otra estremecedora por su insinuación misteriosa y con unos tintes también hispanos: Almuerzo en el estudio

La obra El balcón, influida por Majas en el balcón de Goya, nos descubre una sutil epifanía de las relaciones cruzadas o triangulares. Cuando Manet conoce a su cuñada -casada con su hermano Eugene-, la pintora impresionista Berthe Morisot (1841-1895), descubre la belleza distante, misteriosa o evanescente más anhelada. ¿Sólo para su Arte? Volvemos a la sociedad puritana de mediados del siglo XIX y sus compromisos, lealtades o represiones auto-impuestas. Sin embargo, el pintor había descubierto la modelo perfecta. En El balcón retrata tres caras del mundo: la de la vida, la de la pasión y la de la sociedad. Utiliza tres personajes, dos mujeres y un hombre, una manipulación sesgada para describir -desde una perspectiva masculina- la imposibilidad de representar el amor humano, dividido ahora entre una admiración sosegada y una fascinación imposible. Compone la figura de una mujer arrebatadora: el trasunto de lo que era Berthe para él; por otro la figura entregada, virtuosa y cariñosa de la joven violinista Fanny Clauss; también la representación del hombre confundido, sin brillo, indeciso, apocado, situado entre la mediocridad y el sentido sublime de un gesto meditabundo.

El mismo año presenta Manet su obra de Arte Almuerzo en el estudio. La obra rezuma misterio por todas partes. La genialidad de Manet es componer el conjunto más característico de su Arte peculiar: ni clásico ni moderno, ni romántico ni impresionista, ni mediocre ni reconocido. En un estudio, no en una cocina, ni en un comedor, ni en un salón, aparecen tres -otra vez tres- personajes familiares para describir la escena misteriosa. ¿Es costumbrista, es hogareña, es familiar la escena compuesta? De nuevo una tríada, la inevitable de la vida social y familiar que domina por entonces: el hombre padre productor de bienes y seguridad; la madre servidora cariñosa y entregada; el hijo promesa de futuro y objeto de toda atención personal de sus progenitores. La figura vanidosa y orgullosa del joven contrasta con las desdibujadas del fondo. El pintor sitúa a la izquierda un casco de armadura que, junto a armas ya ineficaces, representa el extinto poder de un mundo ahora ya inútil y vencido... Vanagloria fatua de una vida pasajera. Más misterio para entrelazar la tríada defendida y rechazada -su lealtad a una familia protegida, su propia indecisión y su incapacidad para aceptar lo inaceptable-. Unos gestos modernistas mezclados con los más tradicionales de un mundo ya perdido o por perderse...

(Todos óleos del pintor Edouard Manet: Almuerzo en el estudio, 1869, Neue Pinakothek, Munich; La Pesca, 1863, Metropolitan de Nueva York; Niño de la espada, 1861, Metropolitan de Nueva York; El Balcón, 1869, Museo de Orsay, París.)

1 de junio de 2017

La esquizofrenia del siglo XX o las dos maneras de entender el Arte hace un siglo.



El comienzo del siglo XX fue tan fascinante como aterrador. Para entender bien el mundo que ahora vivimos hay que comprender lo que sucedió en los primeros quince años del pasado siglo veinte. Porque ahí, en esos apasionados años iniciales, se gestaría la más despiadada, contradictoria, terrorífica, visionaria, frustrada, creativa y genial forma de entender el mundo. Jamás un cambio de siglo fue tan esperanzador, tan buscado, tan necesitado, tan apasionado y tan desalentador luego en la historia. Ni el milenarismo del siglo XI es comparable siquiera. Entonces, al advenimiento del año 1000, era una sola cosa lo que abrumaba a la humanidad: el cataclismo bíblico, el colapso espiritual en plena edad media. Pero a finales del siglo XIX se produjeron, sin embargo, las innovaciones tecnológicas y sociales más vertiginosas de toda la historia. Al menos como para albergar una idea del siguiente siglo algo prometedora o diferente a todo lo que se había producido antes. O, mejor dicho, todo lo anterior en la historia desde el Renacimiento valía ahora aún mucho más: la revolución, la transformación, la evolución, el progreso imparable, la ruptura, la búsqueda de la felicidad... Pero, sin embargo, todo ese ambicioso proyecto era demasiado increíble para ser verdad. Los artistas vivieron en ese fascinante momento un periodo desconocido, nuevo, de libertad asombrada, de fronteras imprecisas, de comunicación sesgada, de belleza transformada, o de un cierto desánimo de cualquier asidero formal, algo que pudiera llevar a prolongar en el tiempo una nueva forma creativa para mejor poder expresar las cosas -¿ahora con belleza?- de este mundo.

Porque el anterior siglo XIX había sido extraordinariamente virtuoso en el Arte. Hubieron grandes pintores y maestros que expresaron sus imágenes artísticas con equilibrio, soltura, belleza o formas armoniosas con una composición y expresión muy conseguidas. Las tendencias artísticas siguieron esa norma académica. Incluso, el Impresionismo la siguió a pesar de su transgresión evidente con respecto al Academicismo, la manera por entonces más consagrada de pintar. La creatividad fue también muy elogiosa: las tendencias artísticas del siglo XIX fueron todas fascinantes en sus innovaciones. Fueron muchas de ellas diferentes y opuestas a la vez (el prerrafaelismo y el realismo, por ejemplo), pero todas mantuvieron, sin embargo, una idea básica en el Arte: el reflejo formal de un sentido traducible de la figura humana o de la naturaleza. Se podría expresar lo que se quisiera, la cruda realidad social o la espiritualidad mística o mitológica más sentida, pero en ambos casos había que hacerlo con un criterio figurativo armonioso con la naturaleza. Sin embargo, el inicio del siglo XX rompería todo ese sagrado y no escrito acuerdo tácito en el Arte. Y lo haría con todo, no sólo con el Arte. El vértigo sentido entonces debió ser irresistible: sentir, por ejemplo, cómo por entonces el propio abismo, que no se preveía ni se afirmaba, se podría pasar por lo alto sin caer en él... Pero la sociedad misma no estaba, sin embargo, tan preparada como los propios artistas para dar ese gran salto mortal. Por esto las terribles guerras, conflictos, enfrentamientos, rudezas, holocaustos, desvaloración humana, deterioros, ambivalencias o esquizofrenia social que se sucedieron luego en el siglo XX.

Cuando los pintores norteamericanos de mediados del siglo XIX quisieron pintar con una tendencia propia, idearon el Impresionismo natural. Fue una forma de crear que tomaron con la conciencia de estar expresando las cosas naturales de la vida de una manera sosegada y emotiva. La escuela del río Hudson fue una tendencia así, y hubo muchos pintores americanos que vieron esta forma de pintar como la mejor manera de comunicar belleza con entusiasmo natural. Sin embargo, a finales del siglo XIX, propiciados por la filosofía social de algunos pensadores americanos, un grupo de pintores norteamericanos crearon una tendencia diferente, La escuela Ashcan. Fue la forma en que llevaron al Arte la sensibilidad de una sociedad que aún no habría comprendido el terrible abismo por el que su entusiasmo vital se deslizaría luego. No cambiaron la forma armoniosa, ni el equilibrio académico: solo usaron el Arte para mover las conciencias, para trastocar los elementos más rígidos de la sociedad de entonces. El principal representante de esta tendencia americana lo fue el pintor Robert Henri (1865-1929). No revolucionaron la forma de expresión sino su contenido. Ahora querían reflejar la sociedad real, no la soñada. Sin duda, fue una extraordinaria y elogiosa manera de evolucionar en el Arte. 

En su obra del año 1915 Desnudo oriental, Robert Henri compone una bella mujer con las profusas pinceladas coloreadas más innovadoras para aquel impresionismo natural, ese mismo impresionismo al que se enfrentara años antes. Para él, la innovación era parte de dos cosas: alardes técnicos impresionistas para componer una obra y mirada misteriosa para satisfacer un profundo desencanto. No podía él entender que el Arte pudiera expresar las cosas con la rupturista forma de componer que, muy pronto sin embargo, en esos mismos años del inicio del siglo XX, habían alumbrado decididamente otros creadores. Dos años después de componer su obra Henri, el pintor expresionista italiano Amedeo Modigliani crearía su obra modernista Desnudo sentado. La composición era la misma, y los colores también, y el fondo parecido -incluso Modigliani había sido menos profuso o más minimalista-, pero, sin embargo, la figura de la mujer -de la imagen paradigmática de belleza femenina- estaba ahora totalmente transformada. Había mirada misteriosa también, como en Henri, había desnudo también, había un profundo desencanto en el gesto, como en Henri, pero las formas armoniosas y naturales de la belleza de antes habrían desaparecido ya para siempre.

(Óleo del pintor norteamericano Robert Henri, realismo-impresionismo, Desnudo oriental, 1915, Colección Privada; Obra expresionista del pintor italiano Amedeo Modigliani, Desnudo sentado, 1917, Real Museo de Bellas Artes de Amberes, Bélgica.)

15 de mayo de 2017

El compendio de la vida expresado en una obra de Arte: el realismo impresionista de Uhde.



En la interminable lista de pintores desconocidos está el alemán Fritz von Uhde (1848-1911). ¿Por qué? Pues porque se dedicó a pintar escenas banales, infantiles, sencillas y costumbristas, las llamadas también escenas de género. Lo hizo además en un momento fundamental de la gran cultura en Alemania, y esto le malograría frente a una sociedad muy exigente entonces por querer fijar grandiosas imágenes en un lienzo. Pero, aun así, ¿cómo es posible ese rechazo, a pesar de su virtuosa forma de pintar un lienzo? Van Gogh hizo lo mismo casi, y, sin embargo, ahí está el genio: en la más alta popularidad artística. Pero, aclaremos cosas. Primero van Gogh no fue reconocido mientras vivió, solo después de muerto la crítica modernista lo encumbraría gozosa. Segundo el Modernismo (postimpresionismo, vanguardias, etc...) ganaría la batalla artística al Impresionismo, y más aún al Impresionismo-Realista, el estilo al que más se consagraría Fritz von Uhde. Precisamente un estilo artístico éste que hoy, por ejemplo, valoraremos más que nunca. Porque en él se encuentra el reflejo verosímil de qué somos a la vez que el sesgado momento fugaz de lo impreciso... Ambas cosas determinarán, si lo pensamos bien, el sentido compendiado de una vida, de toda la vida, tanto la humana como la que no. Y, ¿qué mejor obra que una de Uhde para comprender esa sensación visual y emocional que siempre debería una obra de Arte suponer?

En el año 1890 el pintor alemán compone su lienzo Un viaje difícil. El Arte tiene siempre la ventaja de que todo lo que refleja es subjetivo, es decir, que lo que el espectador sugiere o percibe es lo que, realmente, expresará la obra. Da igual lo que el pintor haya ideado inicialmente en su mente: el Arte ha transformado ya completamente el sentido del emisor -su contenido concreto primordial- y lo ha llevado al del receptor -su sensible emoción encubierta-, haciendo ahora una pirueta expresiva para poder llegar al profundo sentido personal de cada uno. Pero esto no lo hace cualquier Arte, solo el Arte grandioso. Porque ahora, en esta obra realista-impresionista, ¿qué vemos traslucir desde su mera apariencia formal? En un camino incierto, deslucido, frío y agreste, una pareja unida avanzará, difícilmente, bajo un cielo sin color... En primer lugar, la perspectiva es apasionante, con ella veremos cómo sus líneas se concentran en un final también impreciso, un final que no se ve, que no se percibe siquiera parte alguna del lugar hacia donde, ahora, se dirigen ellos, la pareja de personajes anónimos representados en el cuadro. Porque en la obra estará representado todo, sin embargo. Y no sólo todo para comprenderlo estéticamente, sino que todo estará representado ahora para entender el sentido completo de la vida en un cuadro. 

En el lienzo de Fritz von Uhde hay espacio, tiempo y emoción. Tres cosas necesarias para compendiar el sentido de la vida en una obra de Arte. Vemos un escenario espacial: el camino orillado de árboles deshojados que compone así un sendero atravesado de barro por donde caminará, frágilmente, la pareja representada en el lienzo. Vemos también el tiempo: la pareja que avanza desde una posición inicial hasta una final, posición esta última que apenas apreciaremos bien en la obra. Hay por tanto un principio y hay un final. Se aprecia la diferencia de ambas posiciones en la perspectiva lineal y en el propio gesto de avance de la pareja unida. El tiempo es lo único que puede ahora hacernos prever aquí el momento presente, un tiempo que, luego, cuando las líneas coincidentes se acerquen poco a poco, precipitadas, acabará ya transformándose después en otro espacio, en otro momento aún no representado en la obra pero existente gracias a la sensación tan fluida de la misma. Y, por último, la emoción...  ¿Qué otra cosa realmente se apreciará más en este lienzo sugestivo? ¿Qué emoción o emociones percibiremos ahora de esa pareja que camina unida por el sendero itinerante o transeúnte... tan propio de la vida? Todas las emociones están ahora representadas ahí: la desesperación y la ternura, el dolor y la esperanza, la decisión y el cansancio, la persistencia y el sentimiento, la confianza y la amargura, la simpatía y el hallazgo...  ¿No es la vida todo eso? Y el pintor alemán lo retrataría todo eso en su lienzo impresionista-realista genialmente. Porque la vida es así: realista e impresionista, tanto como las cosas representadas en la obra. Realista son las emociones; Impresionista es el tiempo y el espacio. Debe ser así, además. Porque sólo deberán durar aquéllas y solo fluir éstas. Nada que verdaderamente importe en la vida puede ser representado sin merecer el reflejo real de una imagen emotiva. Todo lo demás, lo contingente y caduco de la vida, será ya tan fugaz como lo son las pinceladas impresionistas de este Arte pictórico, abandonadas aquí a su imprecisión y evanescencia por el alarde, tan descolorido como  elusivo, de sus sutiles trazos indistintos...

(Óleo Realista-Impresionista del pintor alemán Fritz von Uhde, El viaje difícil, 1890, Museo Neue Pinakothek, Munich, Alemania.)

26 de abril de 2017

El Arte no imita la realidad sino que trata de mejorarla.



En el Museo del Prado hay un retrato excelente del año 1894 de una infanta española -Paz de Borbón, hija de Isabel II-, una obra que sirve para admirar al gran retratista alemán que fue Franz von Lenbach (1832-1904). Pero los retratos a finales del siglo XIX y principios del XX no tendrían ya mucho sentido: la fotografía había alcanzado su liderazgo en plasmar la imagen retratada. Sin  embargo, un año antes de fallecer, el pintor tuvo la osadía de realizar una obra de Arte haciendo justo lo contrario. Ahora crearía el retrato de él y su familia en un óleo donde fijaría el mismo instante y la misma composición y los mismos efectos de una fotografía. Como obra de Arte es original: nunca se había autorretratado una familia observando agrupados hacia un mismo objetivo, en este caso la lente de una cámara. Algo que era necesario para encuadrar la limitada placa fotográfica. El pintor elige hacer un retrato de familia no como Velázquez lo hiciese en Las Meninas, ante un espejo, sino ahora componiendo la misma imagen fotográfica en un lienzo artístico. Aquí hay dos aspectos artísticos a considerar. Uno la creación artística propia y otro el alarde -absolutamente audaz- de copiar una instantánea fotográfica en una obra de Arte.

No podemos disociar una cosa de otra. Porque si no supiésemos que existe una fotografía causa del lienzo, podríamos tener una impresión estética muy distinta de la obra. Porque de haber sido la obra de Lenbach un acto original imaginado, es decir, objeto de un impulso creativo de pintura, el autorretrato del pintor y su familia habría sido una curiosa, ingeniosa, creativa y original obra de Arte. Porque todos los miembros retratados en la pintura están ahora mirándonos fijamente en una posición entregada y activa de comunicación con el observador (posición imprescindible en una fotografía). Un alarde creativo de vinculación y cercanía al observador no realizado nunca de ese modo en una pintura. Pero se trataba además de una fotografía familiar y todos debían salir lo más agrupados posible. En la fotografía se aprecia ahora la sorpresa, la estupefacción, la tensión de la espera -los posados requerían largo tiempo de exposición-, la incomodidad, la artificialidad de los gestos, la realidad sufrida de un momento determinado -no tanto de un instante- de gran verosimilitud retratista. Porque así éramos los seres humanos cuando nos situábamos ante la exposición forzada, objetiva y real, de una fotografía en el pasado.

El pintor no hizo una copia exacta de esa imagen fotográfica, sino que desarrollaría su propia visión de lo que de una fotografía pudiera representarse en una creación determinada. Y así podemos apreciar en la pintura cómo varía el vestido de su hija mayor -en la obra de Arte es más hermoso y equilibrado que en la fotografía-, cómo transformaría también su gesto, para nada la estupefacción, el cansancio, la sorpresa o la rigidez de su imagen vista en la fotografía. La hija mayor del pintor aparece esplendorosa en la pintura, mejorada extraordinariamente por el Arte. Es ella pero, no es la misma de antes... También suceden esos detalles en el propio pintor, el cual reluce en la pintura más joven, más seguro y menos entumecido que en la placa fotográfica. En la pequeña hija se observa una leve sonrisa en la obra de Arte que en la fotografía no se apreciaba. En la fotografía hay como un suave ademán de cierta temeridad en su mirada. Todos en la pintura mejorarán. Hasta los trazos impresionistas del encuadre hacen de la obra un extraordinario retrato de familia muy sugerente y original. ¿Original? No, realmente original no. Ya no lo era. Fue una copia, y esa particularidad evitará en la pintura el sentido de creatividad total, lo que es el hecho de obtener una imagen desde la única y exclusiva intuición de la mente del pintor, algo que no es una de las virtudes de este retrato de familia. Pero todo lo demás sí lo fue. Con su obra demostraba el pintor alemán la grandeza del Arte. Por eso el Arte no imita nunca la realidad sino todo lo contrario: nos enseña la mejor actitud y la mejor combinación del mundo -también la mejor belleza- para con nosotros mismos y nuestra imagen.

(Óleo Autorretrato del pintor y su familia, 1903, del pintor alemán Franz von Lenbach, Galería Lenbachhaus, Munich, Alemania; Fotografía del pintor Franz von Lenbach y su familia, 1903, del blog Imágenes fotográficas antiguos y clásicos, de Servatius.)

3 de abril de 2017

Para entender no solo hay que mirar, hay que pensar en ello sosegadamente.



¿Quiénes somos realmente?, ¿somos lo que hacemos o a lo que nos dedicamos?, ¿somos lo que tenemos o poseemos?, ¿somos lo que parecemos o representamos? ¿Qué sentido tiene la representación del fenómeno (no lo que es sino lo que parece) que reciben los ojos del que observa, un ser que trata de averiguar ahora qué tiene ante sus ojos? Porque, además, estaremos sometidos al atávico resorte de creer aquello que hemos recibido de nuestros pareceres heredados de antes y diseñados por el paso del  tiempo. Porque para juzgar no observaremos detenidos, distanciados, sosegados o interiorizados (sin influencia alguna). Haremos lo contrario: prejuzgar inquietados, mediatizados, alterados y exteriorizados (influenciados por el medio). Y esta compartimentación del juicio es voluntaria, además. Y lo es porque el hecho de decidir es la acción más esencial -aunque sea inconsciente- de lo que somos. Pero, por otro lado, no podremos escapar a nuestros prejuicios (no somos libres del todo) a menos que renunciemos a la apariencia de lo que nos permite sobrevivir -creemos equivocadamente- sin menoscabo. Entonces, ¿qué somos, verdaderamente? Pues, somos lo que pensamos y lo que decimos y hacemos luego consecuencia de ese pensamiento. Porque para vivir o sobrevivir el único aprendizaje digno de ser llamado así es pensar antes. Aprender a pensar es el reto existencial y estético. Pero, es el aprendizaje más difícil y complejo porque no es solo una técnica o ciencia, es, sobre todo, un arte demasiado humano. Y como todo proceso mental reflexivo, demasiado lento a veces para prosperar -reaccionar pronto- ante el peligro suscitado por los que no piensan o piensan alterados o interesados..., o antes que nosotros.

Cuando el pintor Pierre-Auguste Renoir (1841-1919) quiso homenajear a su amigo el poeta Catulle Mendès (1841-1909), compuso en el año 1888 su obra impresionista Las hijas de Catulle Mendès. Y, entonces, pintaría a tres de las hijas del poeta y de la compositora Augusta Holmès (1847-1903). Quiso además volver a sentir la gloria que había tenido antes en el Salón de París del año 1879, cuando expuso La señora de Charpentier y sus hijos, una obra suya realizada el año anterior. Una pintura correcta y destacable por la verosimilitud natural expresada en la misma así como por sus claras formas representadas. Pero ahora, en mayo del año 1888, la recepción de Las hijas de Catulle Mendès no alcanzaría a tener por el público, los críticos o aquellos que creían estar viendo Arte, un mínimo esplendor de justificación y de satisfacción estéticas. ¿Por qué? ¿Sería, tal vez, por ese atavismo prejuicioso tan humano del que decíamos antes? ¿Fue el rechazo de esta obra consecuencia del fragmentado ejercicio banal de un pensamiento inconsistente? No pudo ser otra cosa. Porque los que por entonces miraron el cuadro del año 1888 no vieron más que lo que ellos no esperaban ver del Renoir de antes. ¿Pensaron quizás que lo que el pintor impresionista quiso hacer fue algo más que retratar a las hijas de su amigo de un modo correcto y clásico? ¿Pensaron, tal vez, que lo que Renoir deseaba expresar era el terrible contraste entre la apariencia fútil de los sentidos uniformados (los rostros apenas esbozados y sin belleza y los colores desperdigados por el caos cromático) y la esencia más fundamental e irrepresentable de las cosas (la música y la poesía como ejemplo de elementos etéreos y virtuales)?

Porque no son exactamente las hijas de Catulle y Augusta lo que representan esas figuras impresionistas. Pero para llegar a comprender esa eventualidad estética habría que haber sabido antes pensar que mirar.  Habría que saber (se sabe al averiguar las identidades de los progenitores) que sus padres eran un poeta y una compositora. Y que ambas artes son incapaces de ser comprendidas materialmente. Porque no hay nada que las sostengan mínimamente en una realidad visible, física y material. ¿Qué son esas artes? Son sonidos invisibles por el acorde de un instrumento o por la voz emocionada de un humano. Pero, hay más cosas en esta obra de Arte. El Impresionismo no reivindicaba otra cosa más que lo que apenas queda después de recordar una imagen visionada antes por unos ojos ahora sin memoria. Sin memoria fidedigna, tan solo la recordada vagamente. Y eso es lo que Renoir sabría que su Arte impresionista debía representar de la realidad de las cosas. El pensó eso antes de plasmarlo en su obra. Pensó así de lo que su intuición le decía que, de la naturaleza de las cosas, es recordado luego de ser visto. Porque no recordaremos exactamente cómo las cosas son, sino cómo, deslavazadamente, se envuelven, luego de verlas, en una bruma indeterminada y vaporosa en nuestra mente. Una mente humana en sintonía más con la poesía evanescente y emotiva -más auténtica en su lenguaje humano- que con la imagen petrificada o fidedigna -más clásica estéticamente- de una naturaleza real y material..., pero ahora ya sin sentimientos. 

¿Sucederá lo mismo con los seres humanos que con las obras de Arte? Sucede lo mismo. Y sucede doblemente además, como sujetos y como objetos. Es decir, que veremos las cosas o a los otros con esa presunción equivocada; y que los otros nos verán con esa misma equivocada presunción. Porque seremos consecuencia de un pensamiento sin ejercer: o por nosotros o por los demás. Y el pensamiento se ejerce solo cuando no se escatiman recursos para alimentar toda clase de datos que se precisen. Unos datos que son la información que debe sustentarse luego en el sosegado impulso interior de lo más humano: pensar. Y por ello pensar debe primar sobre lo meramente visionado. Porque pensar adecuadamente debería filtrar lo esencial de lo accesorio; debería comprender y distinguir lo mediático de lo final, es decir, distinguir lo que solo sirve para obtener algo de lo obtenido finalmente. Y esto último, lo obtenido, debe ser lo más importante.  Para ello hay que aprender a mirar y ver las cosas de un modo diferente a lo primero que sintamos al ver, desprotegidos, ahora sin pensar. Hay que distinguir lo que es de lo que, simplemente, parece ser. Hay que profundizar y no padecer presunciones desde la simple superficie aparente de las cosas. Una superficie que no llegará nunca a entender, mínimamente, lo que la vida ocultará casi siempre detrás de todas sus representaciones, sean éstas estéticas o no.

(Óleo impresionista Las hijas de Catullo Mendès, 1888, del pintor Pierre-Auguste Renoir, Museo Metropolitan de Nueva York.)

11 de octubre de 2016

La vida es una elección, está compuesta de elecciones, y el Arte ayuda a comprenderlo.




En las postrimerías del Romanticismo, hacia finales de los años treinta del siglo XIX, unos pintores sintieron la necesidad de crear de otra manera distinta el sentimiento de las cosas. Porque ese sentimiento que las cosas les producirían sería para ellos un pálpito artístico insoslayable. ¿Fue un impulso artístico exclusivamente? ¿Fue la pulsión artística por expresar las cosas de otra manera solo lo que originó pintar ahora de otra forma? La historia convulsa de los rigores sociales de la humanidad condicionará siempre cualquier forma o manera de expresión contemporánea. Hay que situarse históricamente para entenderlo. La crisis institucional y social que provocó la Revolución francesa y las guerras napoleónicas posteriores llevaron a un necesitado clamor espiritual, metafísico o emocional, del hombre europeo. Por eso el Romanticismo enraizó bastante bien en aquellos años revolucionarios. Pero, cuando toda aquella convulsión agitada pasó el mundo restauraría su sociedad amable y sus tranquilas y satisfactorias formas estéticas de antes. Sin embargo, no duraría todo eso más de treinta años. La sociedad se revolvería de nuevo luego, ante la incapacidad de entender la humanidad los verdaderos motivos de las cosas. Así que cuando surgieron las revoluciones sociales del año 1848, herederas de aquella Revolución de antes pero advenidas ahora desde una insatisfacción más social que ideológica, fueron desarrollándose en Europa algunos pintores que buscaron la tranquilidad o el sosiego que necesitaban para crear sus obras de Arte. Y no lo buscaron tanto en el sentido metafísico, espiritual o ideológico de las cosas, sino más bien en lo cercano de las cosas, en un entorno natural desprovisto de cualquier connotación idealizada, pero huyendo también de una realidad social cruel, dura y desmotivadora.

Fue el pintor Theodore Rousseau quien, en el año 1848, decide huir a la boscosa población francesa de Barbizón al norte de París, donde encontraría el sentido más profundo de lo que sentiría como el verdadero motivo de una creación artística. Ahí se materializaría una forma de crear Arte, que habría sido incluso sospechada por algunos pintores británicos años antes -John Constable-, gracias por entonces a una tendencia que acusaba más el espíritu natural de lo representado que la metáfora espiritual que lo natural representado expresara. Y esa nueva escuela artística -La Escuela de Barbizón- inspiraría luego una revolución en el Arte cuando el Realismo no satisfaciera -como esta escuela tampoco lo hiciera- el sentido expresivo e íntimo de una realidad inmediata -la que aparece efímeramente a nuestros ojos-, ni tampoco la de una necesidad existencial inmanente -la que sentimos huérfanos de espiritualidad desconocida-. Y de toda esa forma de crear se acabaría originando en el Arte poco tiempo después el aséptico, equidistante y maravilloso Impresionismo. George Inness (1825-1894) fue un pintor norteamericano que navegaría por las aguas románticas que el paisajista Thomas Cole y la Escuela del Río Hudson habían configurado por entonces en los EE.UU. Pero, en el año 1851, decide Inness viajar a Europa y descubre ahora asombrado otra cosa muy diferente a ese romanticismo norteamericano. Porque la diferencia de los creadores franceses de paisajes -Barbizón- frente a los norteamericanos de paisajes -Hudson- era que aquéllos expresaban sus composiciones directamente en el sitio en que pintaban, frente a la luz y al color que ellos veían directamente, sintiéndolo además en su interior más emotivo. En contraste con la escuela norteamericana, que intelectualizaba, racionalizaba o pensaba -en el estudio interior- mucho más el sentido creativo que el paisaje les inspiraba, aunque fuesen sentimientos muy parecidos ambos.

En definitiva, había en las dos tendencias una inspiración sentida: o por lo que el sentimiento desnudo se dejara guiar (Europa), o por lo que el intelecto reflexivo pudiera sentir (Estados Unidos). Pero en Inness el momento y las emociones que le produjo aquella experiencia francesa le cambiaría la vida para siempre. De regreso a su país, en la década del año 1860, descubriría las obras literarias del filósofo, científico y místico sueco Emanuel Swedenborg. Y entonces compuso George Inness unas obras de Arte con una expresividad mística como espiritual extraordinarias. Cuando los fuertes descubrimientos de algunas cosas emotivas les lleva a preguntarse o replantearse a los espíritus más sensibles y reflexivos esas mismas emotivas cosas, determinan luego esas especiales cosas una inevitable elección decisiva en sus vidas. Tal fue el caso de Emanuel Swedenborg (1688-1772), un inquieto científico de la ilustración que, hacia el final de su vida, decidiría dedicar todos sus conocimientos a explicar a la humanidad una teología más asequible, cercana y justificable, de una realidad, sin embargo, tanto inmanente como trascendente en nuestro mundo. Supuso un trastorno en los sentidos clásicos de espiritualidad hasta entonces conocidos. Pero, sin embargo, no prosperaría esa novedosa intención metafísica de Swedenborg. La razón y el sentimiento -el racionalismo y el romanticismo-, junto con la propia religiosidad oficial y tradicional, dejaron solo en una anécdota intelectual y filosófica lo que, según para algunos budistas, llevaría a cabo entonces el llamado por éstos Buda del Norte. En la difícil recopilación de teorías filosóficas o religiosas del pensador Swedenborg hay que tratar de sintetizar, sin dejar de ser riguroso, pero sin extenderse. Aquí prefiero mencionar un artículo de internet: Lo que Borges me contó de Emanuel Swedenborg.

En este artículo se establece una curiosa e interesante teoría de Swedenborg que al escritor Borges le inspiraría. Tiene que ver con las elecciones. Lo que decidimos asociar a la afinidad que tenemos con algunas de las cosas de la vida es lo que, libremente, decidimos elegir. Y eso determinará elegir a la vez el sentido de benignidad, bondad o placer espiritual que queramos tener, frente a la tosquedad contraria de lo maligno que acojamos también, esto último tan aniquilador o displacentero espiritual como personalmente. En ese artículo de Borges se expresaba lo que el pensador sueco defendía con sus teorías místicas revolucionarias. Algo que puede resumirse en que solo nosotros elegimos qué cielo o qué infierno queremos padecer. Primero expresa un dualismo existencial muy claro: hay una oposición entre un mundo material o corporal y otro espiritual o intelectual. Segundo hay también un dualismo moral: el bien y el mal. Unos viven -y vivirán- en un mundo (exterior/interior) placentero y bondadoso y otros en uno terrible y violento. Pero, y aquí está lo que más inspiraría a Borges -y es lo más interesante-, ni el cielo es un premio ni el infierno es un castigo. Es cada ser humano el que los crea según la disposición de su alma personal -su propia elección personal- en su propia vida. Porque los buenos, por un lado, irán adonde están los otros buenos, y su resultado será la celestial bondad elegida. Y los malos buscarán la compañía de otros malos, y sus envidias, conspiraciones y violencias serán así el infierno elegido. Pero, en cierto sentido, los malos son felices en su infierno, porque es ahí donde ellos desean estar. Si se acercan demasiado a ese cielo contrario lo perciben con dolor y repugnancia. Porque son las elecciones que hacemos en la vida las que nos llevarán a ese estado -ese donde ahora vivimos, ¿y luego viviremos?- y no otra cosa diferente. 

(Óleo del pintor George Inness, Amanecer, 1887, Museo Metropolitan, Nueva York; Cuadro Atardecer en Medfield, 1875, del pintor George Inness, Metropolitan; Fotografía realista de la mezquita turca de Santa Sofía, Estambul; Óleo del pintor impresionista John Singer Sargent, Santa Sofía, 1881, Museo Metropolitan de Nueva York.)

8 de septiembre de 2016

Un impresionismo entre las contradicciones del Arte: Renoir y la belleza como sentido.



¿Destacar la primera impresión y canalizar la luz como fuente o motivo de una representación pictórica? ¿Fijar el pintor lo que queda después de mirar el objeto sin señalar en nada la mirada? Decididamente, Renoir (1841-1919) no fue, exactamente, un pintor impresionista...  Vivió en el momento más impresionista, creció y se desarrolló con las mismas características artísticas que esta tendencia tuviese en el Arte, pero, sin embargo, Auguste Renoir hubiera querido mejor vivir y crear en el Renacimiento o en el Barroco. Nació tarde, demasiado tarde, como para poder expresar la vida y el mundo que a él le habría gustado hacer. En una ocasión diría el pintor francés: Para mí un cuadro debe ser algo alegre y hermoso, , hermoso. Ya hay demasiadas cosas desagradables en la vida como para que nos inventemos más.  En el año 1866 compone su obra Lise cosiendo. La influencia del pintor Manet en Renoir fue decisiva, pero, también lo fue la del pintor romántico Delacroix.  Manet fue un innovador, un barroco en el realismo preimpresionista de mediados del siglo XIX. Delacroix, sin embargo, es la pasión, es un manierista del romanticismo decimonónico más barroco... Todas estas cosas son elementos artísticos que atrajeron al joven Renoir. Por eso, cuando pinta a la bella modelo Lise, están esos dos grandes creadores, Manet y Delacroix, también ahí expresados.

Pero, también está el Barroco y el Renacimiento...  ¡Qué maravilla las cintas rojas en el cabello pintado de Lise! ¡Qué hermoso pendiente de coral rojo en la bella modelo! Aún no se había presentado el movimiento impresionista -lo hizo en el año 1870-, cuando Renoir capta el momento pictórico y los colores moldean parte de la figura de ella: son su propio cuerpo, sin distinción del tejido azul que cose decidida. El fondo, sin embargo, es esbozado con trazos marrones o grises que anuncian el desgarro impresionista, algo característico de esta tendencia. Pero el rostro de ella, lo que individualiza y da sentido personal, no es exactamente impresionista. Renoir brilla con fuerza romántica en el perfil modelado que atisba la belleza de la joven retratada. Aunque no hay Romanticismo si no hay un gesto elogioso, emotivo o heroico en una representación estética, los trazos de Renoir aquí, sin embargo, lo son, son románticos en el perfil de Lise.  Pero, a diferencia del Romanticismo, el gesto no es más que el gesto cotidiano de una modelo haciendo una simple actividad vulgar. En esta obra de Renoir hay más bien Barroco, el barroco de las obras de pintores como Vermeer y su famosa Mujer de la perla. Además, hay colores que no abundan mucho en las creaciones de Renoir, pero que ahora son otro alarde extraordinario del creador francés: el complicado maridaje artístico del gris con el azul.

Pero, da igual, porque el sentido de la imagen aquí es destacar la belleza de Lise sobre todas las cosas. Y la cinta y el pendiente rojos adornan esa belleza aún más. Cuando Renoir conoce a la joven Aline Charigot -su futura esposa- ni siquiera pudo imaginar que la llegaría a amar tanto.  Antes la pintaría. La había idealizado tanto antes de conocerla. Así que cuando la ve por vez primera no pudo evitarlo: debía pintarla y amarla.  En el año 1883 Renoir la pinta en su obra En la orilla del mar. Aquí el paisaje es ferozmente impresionista. Los colores revueltos y disgregados, combinados o mezclados, son los trazos enfermizos de una pasión impresionista. Pero no es Impresionismo del todo, sin embargo. Qué bien destaca ahora el bello rostro de Aline, el perfecto y renacentista rostro de Aline. Porque la belleza de la mirada de la modelo no es, exactamente, impresionista.  Es mejor pensar en Manet y sus figuras impactantes que miran y seducen. Es mejor pensar en el Renacimiento que provoca en la modelo el rostro perfecto de una belleza sublime. Aquí el pintor se deja llevar por el amor, o a su mujer o a su sentido artístico, o a ambas cosas. Contrastan la belleza de la modelo con el fugaz instante impresionista en la obra. Es el instante de la impresión primera que todo ojo impresionista debe plasmar para que sea un arte fugaz.  Pero, aquí no. Aquí Renoir nos lleva a mirar, antes que nada -o solamente-, el rostro de Aline. En él no hay fugacidad, ni instante ni momento impresionista. Es la belleza del rostro lo que está fijado ahí para siempre, es justo ahora esto lo más sobresaliente de todo aquel feroz contraste impresionista. 

(Óleo En la orilla del mar, 1883, Renoir, Metropolitan, Nueva York; Cuadro de Pierre-Auguste Renoir, Lise cosiendo, 1866, Museo de Bellas Artes de Dallas, EEUU.)

16 de marzo de 2016

El inicio de una época en el Arte, la audacia de Cézanne o el posibilismo de la inestabilidad.



En los grandes creadores hay una sutil combinación de identidad de momento histórico y audacia creativa. Para eso los autores deben ser sinceros con su Arte... y con su vida. La autenticidad de las emociones artísticas es reconocida en ellos de una forma clara: no vivirán otra cosa más que lo que creen con su Arte y no crearán otra cosa más que lo que vivan sin él. El Impresionismo trataría inútilmente de seducir al pintor Paul Cézanne (1839-1906). Tuvo grandes motivos para ser un pintor impresionista, uno de ellos lo fue su gran amigo Pissarro, el más esencial y primigenio impresionista de la historia. Sin embargo, aunque aceptaba Cézanne la autonomía e independencia que esa nueva tendencia suponía, no participaba de la superficialidad que -según Cézanne- el Impresionismo mostraba con respecto a dos cosas que para él eran fundamentales en el Arte: la emocionabilidad y la intelectualidad del Arte. Para Cézanne estas dos cuestiones eran necesarias para desarrollar una obra pictórica de relieve. Esa audacia crítica y el sentido tan personal que tuvo Cézanne, a pesar de las oposiciones a su deriva plástica, llevaron luego a justificar el Arte Moderno como ningún otro creador haya sido capaz de hacerlo. Es a él a quien todo eso que vino después -el Arte moderno- le debe el poder haber sido posible en la historia.

Pero entonces su deriva artística solo fue un gesto personal, un estilo peculiar e individual, no una idea compartida ni promovida, tan solo fue un estilo muy personal y sin trascendencia alguna. Albergar teorías iconológicas o socioculturales del Arte es una pretensión suicida a veces, pero, sin embargo, seguiremos haciéndolo con el ancho parecer que el Arte nos permita hacer gracias a su generosidad emotiva y expresiva... tan subjetiva. Generosidad emotiva provocada además en el alma humana ante las sombrías fluctuaciones de una sociedad vertiginosamente peligrosa, por entonces tan antipersonal o inhumana como fuera la sociedad finisecular del siglo XIX. La vida del pintor Cézanne fue la vida de un hombre insatisfecho. Él representaba el paradigma del ser perdido a causa de una sociedad vertiginosa. Un ser humano que, a pesar de la sociedad burguesa como refugio poderoso, no encontraría un atisbo de paz en nada que le llevase a conciliar vida, Arte y sociedad acosadora. Aquí veremos dos obras de Cézanne llevadas a cabo durante el período 1899-1905, obras que expresan el sentido visualmente salvador que el autor esgrimiría así como una capacidad de expresión tan revolucionaria y atrevida. Las compararemos con dos obras impresionistas de Renoir. Es la misma temática, pero en Cèzanne vemos un modo diferente de encarar el Arte con el entonces apasionante mundo simbólico del artista.

Porque en sus obras hay ruptura y hay geometría diferenciadora y aperturista -lo que llevaría al volumétrico cubismo-, también hay desgarro de colores y contornos que llevaría ineludiblemente al Arte Moderno. Todo esto y mucho más hay en las creaciones de Cèzanne, pero sobre todo cierta desazón existencial y una crítica profunda a la sociedad de entonces. En su naturaleza muerta, Cézanne modifica el Impresionismo con su sentido radical de expresión de las cosas: éstas son lo que son siempre, indiferentemente de la luz que reciban. Las formas no corresponden a una sola perspectiva, son ahora formas independientes incluso de su propia naturaleza física. Pero, no sólo hace esto el gran postimpresionista sino que lleva el Arte a un personal simbolismo emotivo para expresar la insensibilidad de una sociedad tan inhumana.  En su obra Manzanas y Naranjas del año 1899 Cézanne muestra una estabilidad imposible: ¿cómo se mantienen estables algunas -no todas, como sucede también con las personas- de esas frutas redondas sin perecer en el abismo, sin caer desde el lugar inestable en donde se encuentran? Hay formas como el plato de la izquierda que soportan varias frutas que, ahora, están en un equilibrio claramente inestable. ¿Qué rara superficie es esa que sostiene todo ese conglomerado de formas que parecen flotar más que sustentarse?

En su obra postimpresionista Las grandes bañistas producida en el año 1905 -un año antes de morir- Paul Cézanne lleva ese mismo mensaje de esperanza. Ahora su posibilismo inestable -es posible sobrevivir a pesar de la inconsciencia- lo transforma con el mayor efecto de grandiosidad artística moderna. La obra es definitoria en el mensaje salvador, ya que, ¿cómo pueden sostenerse algunas figuras humanas ahora sin caerse...?  ¿Cómo se mantienen así ellas, tan inclinadas, sin derrumbarse ahora en el abismo existencial de su propia inestabilidad? Pues, por lo mismo que el creador francés nos transmite en su obra modernista: inestabilidad y posibilidad. ¿Es una contradicción? ¿Cómo aunar ambas cosas, cómo es posible algo inestable?, ¿cómo conseguir transmitir que es posible seguir creyendo en la vida y en sus tendencias, a pesar de las sensaciones tan demoledoras o inestables que la propia sociedad provoque en los seres? Eso fue lo que -además de una nueva expresión de formas, geometrías, colores y perfiles- consiguió hacernos percibir Cézanne con su nueva generación artística moderna.

(Obras de Paul Cézanne: Manzanas y Naranjas, 1899, Museo de Orsay, París; y óleo Las grandes bañistas, 1905, National Gallery, Londres; Obras de Renoir: Vida con frutas tropicales, 1881, Instituto de Arte, Chicago; y su obra maravillosa del mejor impresionismo, Almuerzo de Remeros, 1881, National Gallery de Washington.)