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8 de septiembre de 2012

Las nubes o la condensación más hermosa del firmamento: sus formas, apariencias, carisma y tonalidad.



Era el modelo más preciado y efímero que los creadores desearan impresionar con la imagen más grandiosa en un paisaje..., a veces colorido y a veces por colorear. ¿Qué mejor trasfondo para un paisaje impreciso que las nubes descoloridas de un cielo matizador? ¿Qué alarde mejor para un cielo donde contrastar así los objetos que el autor deseara eternizar en su obra? Contaría el director Martin Scorsese en su película El Aviador cómo su personaje protagonista, el inefable Howard Hughes, comprendiera entonces que, para filmar mejor aviones enfrentándose entre ellos, debía el cielo disponer de muchas nubes aterciopeladas para ser así un fondo idóneo y contrastable. Entonces contrataría Hughes a un meteorólogo para que las buscase allí donde estuviesen y conseguir un cielo cubierto por ellas. Un cielo así lleno ahora de capas nebulosas transformadoras de color,  de la forma y hasta del temblor condensable de una bella imagen eternizada. Pero hubo un creador artístico que, cien años antes, perseguiría esos mismos instantes de un cielo animado por las formas, de un cielo caprichoso, raro, violento en ocasiones, pero de un cielo maravilloso siempre. John Constable, el mejor paisajista inglés que se anticipara a los impresionistas franceses, trataría de comprender entonces los cúmulos, los nimbos y los cirros para hacer de ellos un reflejo muy especial en sus obras. Las nubes, algo que de por sí no es previsible ni condicionado ni muy conocido su fluir. Y escribiría el propio pintor inglés en su diario: Hoy, 5 de septiembre de 1822; hora: diez de la mañana; mirando hacia el sudeste, viento fuerte del oeste. Nubes muy luminosas y grises en rápida carrera sobre un estrato amarillo, aproximadamente a media altura del cielo. Y continuaría el pintor escribiendo: Busco en el mediodía. Viento muy veloz. Efecto brillante y fresco. Nubes que se mueven muy rápido. Apertura muy brillante al azul.

Cuenta una leyenda -que es posible que sea verdad- que a los antiguos vikingos del norte europeo ni siquiera sus cielos cubiertos de nubes les evitaban orientarse en su navegación. Para esto debían saber ellos antes dónde se hallaba el sol, algo imposible cuando las nubes impiden ver al ojo humano qué hay detrás de ellas, incapaz el ojo humano de poder filtrar la luz polarizada. Pero hubo un sabio maestro vikingo llamado Sigurd que disponía de una maravillosa piedra solar, de un talismán con el que obraría prodigios y con el que vería más allá de un cielo encapotado. La leyenda cuenta cómo el rey vikingo Olaf le pide a Sigurd su mediación para descubrir el sol oculto ahora entre las nubes. Entonces Sigurd toma su piedra, que no era más que un cristal polarizador -una forma transparente de calcita-, y, dirigiéndola hacia un cielo cubierto, la hace rotar hasta hallar con ella la dirección de la luz desconocida. El maestro vikingo terminaría localizando al sol y permitiendo a sus drakkars -poderosas naves vikingas- orientarse en los difíciles y duros mares septentrionales. Con la fotografía hemos llegado a fijar realmente la maravilla atmosférica que son las nubes, algo sin embargo siempre evanescente, sinuoso y etéreo entre los cielos. Con las imágenes fotográficas fijaremos el momento de ser ellas mismas -las nubes maravillosas-  lo que en ese momento son -y que luego no volverán a ser eso mismo-, y así podremos comprobar que aquellos pintores de entonces no se desviaron mucho de una realidad visual atmosférica tan fascinante. Los colores que las fotografías actuales llegan a reflejar pueden parecernos tan irreales ahora como existentes lo eran, sin embargo, en la paleta de aquellos pintores de entonces. Porque entonces esos colores ya existían -¡como existen hoy!-, y fueron así capaces aquellos pintores de verlos sin poder más que pintarlos. Porque las nubes, cosas inasibles y efímeras, nos descubrirán siempre la extraordinaria capacidad que tienen de ser, ahora como entonces, los mejores encuadres formales de una naturaleza inesperada, pródiga, reluciente y sublime.

El poeta español Manuel Altolaguirre (Málaga, 1905 - Burgos, 1959) nos dejaría escrita la impresión lírica que puedan inspirarnos también las nubes en la vida. Ahora con la tinta literaria y la semblanza poética que, sin embargo, plasmarían también en los bidimensionales efectos los propios pintores en su Arte:

Oh libertad errante, soñadora,
desnuda de verdor, libre de venas,
arboleda del mar, errante nube;
si en lluvia el desengaño te convierte,
la forma de mi copa podrá darte
una pequeña sensación de cielo.
Vuelve a la tierra, oh mar, vuelve a la vida,
a las cadenas de los largos ríos,
a las prisiones de los hondos lagos;
vuelve afilada a penetrar mil veces
angostos laberintos vegetales.
¡Oh libertad, tus puertas son heridas!
No las quieras abrir, sigue encerrada
en la sedienta piel no te sostenga
el inclinado cauce del torrente.
Todo sueño que es nube se deshace.
Vuelva a brillar el sol, pues la blancura
de esa ilusión de libertad celeste
es tan sólo una sombra hecha jirones.
No sueñe más el agua, y tenga vida
en la savia o la sangre, tenga sólo
en mí su libertad, libre en mis lágrimas.

Cuando el pintor John Constable siguiera obsesionado con entender lo que sus ojos no alcanzan a comprender con su Arte, continuaría persiguiendo él esas formas volátiles y caprichosas a través de los campos y campiñas inglesas. Entonces volvería a escribir el pintor en su diario itinerante: Sería difícil citar un paisaje del cual el cielo no fuera la clave, la escala y el órgano esencial del sentimiento. El cielo es fuente de luz en la Naturaleza y lo gobierna todo,  inspira incluso nuestras observaciones cotidianas más corrientes acerca del tiempo. La dificultad de los cielos es muy grande en la pintura, tanto en la composición como en la ejecución; porque si son brillantes, no han de acaparar la atención sino que ha de pensarse en ellos como último plano; no ocurre así con los fenómenos o efectos celestes accidentales, los cuales atraen siempre de modo muy particular la atención. Como las nubes...

También la poetisa polaca Wyslawa Szymborska (1923-2012) supo entender la dificultad de comprender todo aquello que uno no se detiene a mirar despacio en un mundo turbulento. Como las nubes...

Vamos tropezándonos con la realidad
de las ciudades,
sorteando las hendiduras del cielo,
sin mirar casi nunca las nubes,
sin mirar, casi nunca, los cielos.

(Óleo de John Constable, Estudio de Nubes, 1822; Fotografía de un cielo con nubes en la sabana africana; Cuadro Naufragio de Pablo, 1690, del pintor Ludolf Backhuysen, Alemania; Fotografía Mar de Nubes, del autor alejandrojdiaz.wordpress.com, 2011, Canarias, España; Óleo Holandeses embarcando en un Yate, 1670, Ludolf Backhuysen, Museo de Arte de Cincinnati, EEUU; Pintura Ballena en la playa de Schevenigen, 1663, del pintor Cornelis Beelt, Museo Schwerin, Alemania; Fotografía del cielo de Ille aux Cerfs, Isla Mauricio, 1996, foto de F. Ossing; Fotografia de cielo nocturno, Asturias, España; Óleo Cristo en una tormenta en el mar de Galilea, 1695, Ludolf Backhuysen; Cuadro de John Constable, Tormenta inminente en la bahía de Weymouth, 1820; Cuadro Buques en alta mar, 1684, Ludolf Backhuysen, Minnesota, EEUU.)

4 de septiembre de 2012

El tiempo indefinido y la atemporalidad del Arte, o la verdadera inspiración de la intemporalidad.



Podemos entender el Arte de formas diferentes, gustarnos más unas obras que otras, entender mejor unas creaciones artísticas y comprender menos otras. Pero lo que consigue el verdadero Arte es mantener siempre la soltura, la gracia, la belleza, la emoción o la sorpresa a pesar del momento temporal en el que fuese llevado a cabo. Porque, ¿qué es la antigüedad y qué la modernidad? ¿Dónde radica el elemento vanguardista de la creatividad humana? Es sabido que la evolución artística -como la científica- dispone de una lógica secuencia cronológica. Es decir, que antes se idea una cosa y luego ésta evoluciona poco a poco, avanzando siempre y consiguiendo escalar el tiempo con los elementos que antes habrían servido para sentar sus bases inspiradoras. Por lo tanto, esa evolución llevaría a alcanzar el mejor de los resultados cada vez, o, en cualquier caso, a mantener su armonía conseguida de antes. En la investigación científico-tecnológica es así, como la propia esencia que su naturaleza describe: mejorar lo anterior y perfeccionar su sentido. Pero, ¿y en el Arte, en la creación artística, sea la que sea, se sostendrá esa misma situación?

Desde siempre se ha debatido sobre lo antiguo y lo moderno. Generalmente con el sentido de que lo excelso, lo perfecto, lo mejor o lo más genial solo es posible llevarlo a cabo desde planteamientos exclusivamente clásicos. Frente a lo clásico se sitúa la modernidad, lo que, queriendo avanzar, alcanzaría una mejor, diferente y superada creatividad. Un crítico de Arte español, Eugenio Dors, dejaría escrito una vez que: Todo lo que no es tradición es plagio. Pero, entonces, ¿cómo se consigue avanzar en el Arte? Ese es el error. En el Arte, a diferencia de la tecnología o la ciencia, no es avanzar la cuestión, es otra cosa. Y es otra cosa porque los principios del Arte no son los mismos que los de la ciencia. Los principios del Arte son la emoción, el sentimiento, las formas, el equilibrio, el color, el trazado, la pasión... Valores diferentes, difíciles de utilizar innovando, pero con los que también, luego, se conseguirán inspirar nuevas emociones, sentimientos o belleza.

Y eso es lo que vemos aquí, en la obra pictórica creada en el año 1849 por el pintor austríaco Johann Baptist Reiter (1813-1890) y titulada Mujer dormida. Podría esta obra hasta datarse en la actualidad..., ¡y aún admiraríamos asombrados su pintura! Aquí el valor de la intemporalidad es uno de los valores que tiene esta creación pictórica. La tonalidad es magistral y conseguida en todos los elementos de la escena subyugante, tanto que parecen uno solo. El equilibrio de la composición es original: la gruesa sábana complementa sin solución de continuidad el maravilloso cuerpo tendido. Y aunque la naturalidad está forzada, consigue sorprendernos el somnoliento gesto de un rostro un poco deslucido. Porque lo más destacado de la obra es su indefinición temporal. Nada nos indica ahora el momento temporal o periodo estético en el cual fue realizada. Como contraste de esto vemos el detalle magnífico de un desnudo clásico del pintor Lucas Cranach del año 1518. Ahora es muy evidente su momento artístico: pleno Renacimiento. Con los detalles propios además de este estilo clásico de principios del siglo XVI: con sus consignas mitológicas, sus formas anatómicas y los detalles propios de su tendencia.

También veremos otros desnudos acostados de dos creadores europeos, ambos situados cronológicamente después del pintor Reiter y su obra intemporal. La del pintor francés Courbet y su lienzo Mujer dormida del año 1858, por tanto realizado diez años más tarde que la creación de Reiter. Para ese momento del impresionismo-realista vemos ahora una modelo totalmente adscrita a su estilo y época: mediados del siglo XIX. Todo en esta obra realista es equilibrado, todo es perfecto, excelente, sugestivo. Porque es una obra de su tiempo, del momento estético-temporal en el cual el artista la compuso. Casi cien años más tarde otro creador, el italiano Chirico, pintaría otra modelo recostada y dormida: Diana mitológica. El genio de este autor surrealista -metafísico más bien- lograría, sin embargo, conseguir ese propósito descrito antes: sorprendernos con una obra sin sentido temporal. ¿En qué momento parece estar compuesta la obra de Chirico, si no lo supiéramos? Nada hay icónicamente que nos ayude a deducirlo. ¿Dónde situar ahora esta intemporal creación surrealista?

Pero, lo que del todo nos sorprende por su atrevida forma de pintar, clásica, ferviente y exquisita, es la obra actual titulada Mañana del pintor norteamericano Jeremy Lipking. Aquí obtiene el pintor, desde planteamientos clásicos y eternos, una creación original muy actual y diferente. Pero, sin embargo, también nos engañará su momento temporal gracias a sus formas, consiguiendo aquella atemporalidad del Arte. En otras artes espaciales, como la Arquitectura, donde la construcción de las formas participa de la vida de los seres, es más difícil conseguir la intemporalidad, la indefinición temporal del sentido de sus formas. Pero, a veces es también posible. Como sucede en el extraordinario palacio italiano renacentista Palazzo del Te, ideado por el artista Giulio Romano en el año de 1525. Aquí podemos ver cómo una creación supera el momento en el que fue creada para ser considerada ahora eterna... ¿No podría pasar este Palazzo por ser una obra neoclásica actual a pesar de haber sido construido, sin embargo, a principios del siglo XVI?

(Óleo Mujer dormida, 1849, Johann Baptist Reiter, Museo galería Belvedere, Viena, Austria; Cuadro Ninfa de la fuente, 1518, Lucas Cranach el viejo, Leipzig, Alemania; Óleo Mujer dormida, 1858, Gustave Courbet, Tokio, Japón; Pintura Diana dormida en el bosque, 1933, Giorgio de Chirico, Roma; Obra Morning Light, -Mañana- 2011, del pintor Jeremy Lipking, EEUU; Fotografía de la fachada de la Casa Palacio de Colón, siglo XVI, Las Palmas de Gran Canaria, España; Fotografía de la iglesia de Ronchamp, 1955, Francia, del arquitecto Le Corbusier; Fotografía panorámica del complejo construido en Inglaterra en el siglo XVIII para la ciudad balneario de Bath, por John Wood, 1774, Royal Crescent, Bath, Inglaterra; Fotografía de parte de las fachadas de Royal Crescent, Bath, 1774, Inglaterra; Fotografía actual de viviendas adosadas, 2008, España; Fotografía del Palazzo del Te, Giulio Romano, 1525, Mantua, Italia; Fotografía del Palacio de Miramar, construido en 1893, San Sebastián, País Vasco; Fotografía del Palacio moderno Presidencial de Nicaragua, 2003.)

13 de agosto de 2012

El paso salvador sobre lo incierto: el puente entre Realismo e Impresionismo.



Jean-Baptiste Camille Corot (1796-1875) fue un pintor francés que comenzó a crear paisajes con el clasicismo más academicista del primer tercio del siglo XIX. Pero un viaje a Italia le hace descubrir, entusiasmado, la luz meridional tan poderosa... Fue entonces una revelación, un elemento imprescindible que él buscaba deseoso sin saberlo. Impregnado del Realismo que afloró después de las guerras napoleónicas, Corot piensa que debe existir algo más allá del Realismo, algo que le interesa más que la mera impresión del paisaje observado: la emoción que subyace a esa impresión. Y es cuando, recorriendo Francia, no puede dejar de sentirse fascinado con lugares que responden a esa nueva pulsión de su ánimo. Entonces busca, recorre, se sitúa delante, y ¡mira! No deja de mirar desde ese lugar hallado que cree ahora como la mejor perspectiva para inmortalizar su escenario. Pero no es el momento o el instante del día lo que más le interesa a Corot, eso que luego los impresionistas descubrirán emocionados. No. Para Corot, a cambio, lo importante es el espacio, no el tiempo. Es decir, es el objeto deseado y el lugar desde dónde desea verlo.

Y una vez solo no, sino muchas, muchas veces experimentaría el pintor ese lugar en su madurez, cuando, a partir del año 1855, su obra sea reconocida ya. Entonces deambula por las orillas del río Sena, al norte de París, sintiendo ahora la majestuosidad de una naturaleza calmada, serena y poderosa. Así recorre el río hasta llegar a Mantes, cerca de Limay, una pequeña población a 25 kilómetros de París. Allí fue construido en el siglo XI un puente del Sena, una extraordinaria construcción medieval, de mucha envergadura por entonces, con casi 37 arcos en toda su estructura de piedra. Sería remodelado el puente en el siglo XVIII, reduciendo a trece los arcos. Este puente sobre el Sena fue inutilizado -destruido dos de sus arcos- por el ejército francés en el año 1940 para evitar, inútilmente, que los alemanes lo cruzaran camino de París. Al menos en cuatro ocasiones Corot pinta el puente de Mantes. Todas desde la misma posición del mismo margen del río. Tan sólo cambia una vez la orilla desde donde pinta, y tiene sentido, ya que la única vez que lo hace es en un lienzo del año 1855, quince años antes de que hiciera todos los demás, entre 1868 y 1872. Pero, hay más curiosidades.

La primera es el título de esas obras pictóricas sobre el puente francés. En algunas publicaciones -y entradas de internet- se confunde la geografía del puente, llamándolo equivocadamente El puente de Nantes. Esta población -Nantes- es otra ciudad francesa, situada al oeste del país, a orillas de otro río francés, el Loira, pero que nunca pintaría Corot puente alguno sobre ella. Mantes es el distrito de Limay, y su puente -realmente el de Limay- llegaría a ser más conocido por el topónimo -Mantes- que por el nombre de su distrito. Es evidente que Nantes resulta más sonoro que Mantes, por ser más conocido -es una gran ciudad-, y, supuestamente, lo que llevaría al error. Esta inexactitud se indica incluso en uno de los museos donde radica la obra más temprana, la del año 1855, El Museo Nacional de Bellas Artes de Cuba, que continúa titulando la obra como El puente de Nantes. Pero, además la inercia de un, quizá, más idealizado título -hay que reconocer que suena mejor- sigue manteniendo en una reconocida web sobre Arte el equivocado nombre de la población francesa. Y toda esta confusión es como una metáfora de su propio creador ambivalente, como una nebulosa incertidumbre que llevaría a confundir al artista entre el Realismo iniciador de su tendencia y el Impresionismo triunfante posterior.

Porque Corot se situó siempre entre esas dos aguas artísticas. Tal vez, por ello se obsesionaría tanto con los puentes. Los buscó para sentirlos, para entenderlos, para salvarlos. ¿Para salvarse él también? Porque no consiguió definirse del todo como artista, ¿fue un romántico?, no; ¿fue un pintor realista?, tampoco; ¿un impresionista?, en absoluto. ¿Qué fue? Todo eso y nada de eso. Fue un extraordinario artista y creador, pero, sobre todo, fue un gran ser humano. Otro pintor francés, esta vez claramente realista, Honoré Daumier, tuvo la desgracia de quedarse ciego en el año 1870. Corot le ayuda económicamente en sus últimos años de vida. También atendió a la viuda de otro pintor realista, Millet. Por todo esto, además de ofrecernos su maravillosa visión de unos paisajes sosegados, conseguiría, sin duda, la gloria eterna más reconocida.

(Óleo El puente de Mantes, del pintor Jean-Baptiste Camille Corot, 1870, Museo del Louvre, París; Fotografía actual del puente de Limay en Mantes, Francia, 2005; Tarjeta postal con la imagen del puente de Mantes, tomada desde el lugar opuesto al que lo plasmara el pintor, principios de siglo XX; Fotografía actual del puente de Limay, de Mantes, desde el mismo lugar de la tarjeta postal anterior, Francia; Cuadro El puente de (Nantes), 1855, de Camille Corot, realmente el Puente de Mantes, Museo Nacional de Bellas Artes de Cuba; Óleo El puente de Mantes, 1870, Camille Corot, Colección Gulbenkian, Lisboa, Portugal; Lienzo El río Sena y el viejo puente de Limay, 1872, Camille Corot, Museo de Los Ángeles, EEUU; Autorretrato, de Camille Corot, 1834.)

6 de agosto de 2012

El más elogioso reconocimiento al Arte: entregar la propia vida a lo que haces.



Algunos grandes creadores que lo fueron en su tiempo, no fueron luego reconocidos. Unas veces porque se anticiparon y otras porque se retrasaron, también otras porque se obsesionaron, y, algunas otras, quizás, porque se encasillaron. Tal vez, por nada de eso, como en este caso. Porque no necesitaron al Arte para vivir sino todo lo contrario: el Arte les necesitó a ellos. Cuando al pintor catalán Isidre Nonell (1873-1911) le preguntaban, ¿por qué pintaba así, tan sórdidamente sus modelos?, ¿por qué pintaba solo personajes marginados o parias?, o ¿cuál era el sentido estético de lo que hacía?, siempre contestaba el pintor lo mismo a todos: yo sólo pinto, nada más.  Ante los destellos tranquilizadores y sosegados de un impresionismo cautivador, un revulsivo nuevo modo de pintar se apoderaría, a finales del siglo XIX, de algunos pintores que hicieron de su modo de expresión un alarde crudamente realista de su sociedad. Este fue además el gran cajón artístico llamado Postimpresionismo. Aquí cabría todo lo que representara a seres humanos vagando por sus vidas desoladas, oprimidas o marginadas. Desde van Gogh hasta Toulouse-Lautrec y Munch, pintores reconocidos universalmente, pero también existieron otros menos conocidos que se impregnaron luego de una tendencia que vendría a salvarlos de la justificación permanente a lo que hacían: el Modernismo.

En ese momento histórico decisivo en el Arte, el paso del siglo XIX al XX, explosionaría una forma multifacética y liberal de representar una época de grandes cambios sociales. Situaciones que llevarían a reflejar una sociedad desorientada y perdida. Y ahí surge la figura peculiarísima de Isidro Nonell Monturiol. De crear imágenes amables para una burguesía autocomplaciente, pasaría el pintor catalán a componer rostros y escenas profundas, marginadas, dolorosas o desgarradoras de los suburbios finiseculares de la Barcelona industrial. Ahora Nonell el color -que había sido para los postimpresionistas no una rémora sino un aliciente, y para los modernistas no un obstáculo sino una expresión-, sin embargo, lo ensombrece particularmente y lo lleva, con esa especial oscuridad suya, a una utilización sublime y elogiosa para con sus modelos antisociales. Pintó siempre lo que quiso sin importarle si lo aceptarían o no; crearía siempre sin preguntarse el porqué lo pintaba así, tan desoladamente oscuro. Se adentraría en su creación artística del mismo modo a como los poetas decadentistas franceses se habrían comprometido en sus inspiraciones. Y aun así es posible que, a diferencia de éstos, la inmersión en su entrega obsesiva la hiciera el pintor catalán sin razones especiales: sólo porque sí, sólo porque quiso hacerlo así, sin razón alguna. ¿Hay que encontrar alguna razón del porqué se hace algo para expresar lo que se desea?

Y el poeta y escritor Mario Verdaguer (1885-1973) escribiría una vez del malogrado creador catalán una reseña sobre su vida basada en una obra literaria de Eugenio Dors, La muerte de Isidro Nonell:

A Nonell le impresionaba hondamente el Carnaval de los barrios bajos de Barcelona, el carnaval de las calles sórdidas, rebosantes de mascarones estrafalarios. Gustaba de ver esas comparsas absurdas, precedidas de un destemplado tambor. En el carnaval de 1911, Isidro Nonell y Ricardo Canals iban una tarde juntos por la calle del Conde del Asalto. De pronto, descubrieron andando por el arroyo a una máscara extraordinaria. Traje de maja deteriorado, con deslucidas lentejuelas; chapines sucios de seda; como peineta, una pala de lavar, y, a guisa de mantilla, largas tripas de bacalao, que descendían desde lo alto de la pala hasta los tobillos. Nonell la contempló estupefacto, en su vida obsesionante de pintor, entre seres de pesadilla, no había visto jamás un engendro igual. Al lado de la máscara trágica, iba una vieja jorobada, con cara de idiota, vestida de torero. Aquella manola de pesadilla, llevaba el rostro embadurnado con harina amarillenta que acentuaba el gesto ambiguo de su boca sin dientes.

- ¡Nunca había visto una imagen tan extraordinaria de la muerte!, exclamó Nonell, contemplando aquella estantigua que rápidamente se perdió entre la multitud bulliciosa.

Nonell quedó obsesionado. Era el modelo más impresionante que había pasado jamás ante sus ojos de pintor, y, dominado por el estupor, la había dejado perderse entre la confusión de la gente. Como si intentase buscarla, se metió en las calles del Distrito Quinto. Visitó los ceñudos tugurios de la calle del Marqués de la Mina, los tabernuchos apestantes, los cuartos angostos, tenebrosos como ataúdes, separados sólo por tabiques de madera. Cubiles donde no entraba el aire, ni la luz clarificaba las horrendas pesadillas. Nonell buscaba, sin saberlo, a su último modelo para su último cuadro. Y acabó por encontrarlo. Lo encontró en su primer delirio de enfermo del tifus. La máscara llegó, para ser el modelo fatal de un cuadro que ningún pintor hubiera pintado jamás.

Una gitana bronceada había contagiado a Nonell una enfermedad terrible. Esta enfermedad se complicó con el tifus, y, en pocos días, el pintor dejó de existir. Tenía treinta y ocho años. Desde la modesta casa mortuoria, a pie y detrás del féretro, iban plañendo seis desoladas gitanas cubiertas con largos crespones negros. Eran las modelos del pintor. Antes de que el coche fúnebre emprendiese la marcha, las gitanas depositaron unas flores silvestres sobre el ataúd. En el cortejo figuraban muchos artistas y gran cantidad de gitanos, guitarristas, cantaores y taberneros, amigos de Nonell. Eugenio Dors escribiría unas páginas admirables: La muerte de Isidro Nonell, en las que el pintor muere a manos de la horda que él hace vivir en sus maravillosos cuadros.

(Todas obras del pintor modernista Isidre Nonell: Óleo Reposo, 1904; Gitana, 1909; Dolores, 1903; Estudio, 1906; Maruja, 1907; La Paloma, 1904; Miseria, 1904; Museo Nacional de Arte de Cataluña, Barcelona; Fotografía de Isidre Nonell en su estudio, con sus modelos gitanas.)

12 de julio de 2012

No ignores tu belleza para que quedes aún más confundido por tu fealdad.



Fui capaz de sobrevivir porque fui capaz de amar; lo amaba todo..., una noche estrellada, la odiosa gangrena, la brisa suave del atardecer o la terrible serpiente venenosa; la hendidura hedionda de una herida o la luz sublime de un amanecer... ¿Cuánto de semejanza hay en las cosas opuestas?, ¿cuánto de necesario en la enfrentada complementación de lo contrario?, y, sobre todo, ¿cuánto de valioso a veces para la vida en la sórdida, escatológica, obtusa y cruel infelicidad...? Cuando en el siglo VI comenzaron las degradaciones morales propias de una sociedad en proceso de transformación o deterioro -la caída del imperio romano por un mundo bárbaro e impredecible-, Benito de Nursia (480-547) decidiría abandonarlo todo y refugiarse en una gruta del valle de Aniene a las afueras de Roma. Establecería luego las reglas monásticas que fueron famosas por su ascetismo, rigurosidad y eficiencia. Su mensaje entonces fue restaurar al hombre, para lo cual el aprendizaje que ofrecía de la caridad comprendía varios grados de humildad. Suponía además tomar conciencia y conocimiento de sí mismo. Para conocerse, decía san Benito, no hay que ignorar la lucha que se da en el alma rota, entre lo que permanece de bueno y el desgarro acaecido por la maldad heredada. Así que entonces los maestros de sabiduría de su primigenia orden benedictina aconsejarían a los postulantes conocer su propia miseria: No ignores tu belleza..., para que quedes aún mucho más confundido por tu fealdad.

La manumisión fue una práctica post-esclavista que se desarrollaría en Europa durante muchos siglos. Consistía en liberar de la esclavitud al servidor que, durante toda su vida, no había conocido la libertad. Y si desde la más lejana antigüedad había existido la esclavitud y no dejó de existir hasta mediados del siglo XIX, había sido mucho el tiempo en que se llevaría a cabo esa práctica en el mundo. En uno de sus viajes a Roma durante el año 1650, Velázquez pintaría su obra de Arte Retrato de Juan de Pareja. Se trataba de un esclavo morisco del famoso pintor español. Había entrado al servicio del maestro en el año 1630 y llegaría a aprender tanto de Velázquez que alcanzaría además a ser un pintor reconocido, fiel seguidor de la tendencia naturalista del barroco. Velázquez lo liberaría cuatro años después de haberlo pintado. Pero, para ese momento, para cuando lo retratase antes de haberlo liberado, habría conseguido ya el genial pintor dejar marcada en su obra toda la grandeza, dignidad y prestancia liberada del retratado.

Cuando el pintor impresionista Edgar Degas decidiera retratar a su amigo el también pintor Henri Michel-Lèvi, trataría entonces de compendiar en una imagen artística toda la compleja personalidad del retratado. Henri Michel-Lèvi, aun en pleno momento impresionista, se habría decantado hacia escenas más artificiales y menos naturales, algunas incluso de interior, por lo tanto lejos de la esfera ortodoxa impresionista del momento, propia de exteriores y modelos naturales. Así que Degas -en una actitud crítica hacia su amigo pintor- compuso su retrato pintando a Lèvi en su estudio dirigiendo ahora una mirada desafiante al espectador, rodeado además de sus cuadros y artilugios de pintura. Junto a él aparece un maniquí que representa ahora el desprecio que el arte impresionista tenía por la imagen humana y su figuración artística. Pero, fue lo que sucedió después lo que, realmente, haría famoso al cuadro de Degas. Ambos pintores se habían retratado mutuamente, y regalado luego cada uno su obra a cada cual. Sin embargo, Michel-Lèvi acabaría vendiendo el curioso retrato crítico que le había hecho su colega Degas. Éste ahora, agraviado, decidiría devolverle el suyo, aquel que le hiciera Lèvi, dejándoselo sin miramientos a la puerta de su casa.

La fuerza de la personalidad subyacente de cada uno de nosotros relucirá en ocasiones en la imagen que de nosotros mismos tendremos y expresaremos claramente. Unas veces, con la desinhibición propia de lo que de nosotros mismos no ignoramos; pero, otras con la naturalidad existente de la belleza que de nosotros, sin querer, relucirá sola...  Ambas cosas poseemos: lo que sabemos de nosotros y expresamos decididos y lo que nos sale de nosotros sin saberlo. Pero, a veces, ignoraremos que ambas cosas poseemos. Y es que, como en el dualismo de la vida y el mundo, vagaremos transportando las necesidades y las potencialidades de nuestra propia esencia desconocida. Así es como en ocasiones alguna filosofía oriental, concretamente de la antigua China, hablaban ya del wuji o principio de todo, cuando al inicio de la Tierra las cosas aún no estarían diferenciadas en el mundo. A partir de ese principio universal entonces las cosas evolucionarían en pares, es decir, siempre opuestas unas a otras en esencia. Y así vivirían todas, enfrentadas sin saberlo. Pero, al final del proceso de la vida, en su muerte o desaparición accidental, volverían luego a fundirse en el pléroma o elemento primordial, esa misma unidad primigenia de la que habrían emanado, sin saberlo, mucho antes todos los seres y elementos del mundo.

(Cuadro del pintor simbolista lituano Mikalojus Konstantinas Ciurlionis, El Zodiaco, Sagitario, 1907; Obra del pintor barroco holandés Govert Flinck, 1615-1660, discípulo del gran Rembrandt, Susana y los viejos, siglo XVII; Cuadro del pintor actual español Moisés Rojas, Madrid, 1946, Naufragio, en donde una representación de lo perdido, de lo hundido o desgarrado aparece, sin embargo, de un modo diferente gracias a la creación del artista, porque aquí los colores vivificantes y alegres del conjunto, de todo el conjunto, hace ahora que el sentido final de lo que representa sea justo lo contrario de lo que titula...; Dos obras del pintor español Gustavo de Maeztu, 1887-1947, Alegoría de don Juan Tenorio, 1926, y Los novios de Vozmediano, 1915, Museo Gustavo de Maeztu, Navarra, España, aquí se muestra la dualidad de la pareja y de sus motivaciones ocultas; Lienzo Retrato de Juan de Pareja, de Velázquez, 1650, Museo Metropolitan de Nueva York; Fotografía de la muchacha afgana Gharbat Gula, del fotógrafo Steve McCurry, 1984, ejemplo de belleza natural; Óleo Artista en su taller -el pintor Henri Michel-Lèvi- , 1873, del pintor impresionista Edgar Degas.)

6 de julio de 2012

El agravio más inspirador, altruista, neoclásico, sensual y bello en el Arte.



Fue una antigua guerra griega de la antigüedad lo que inspiraría una de las obras escultóricas y arquitectónicas -¿será una contradicción, escultura y arquitectura a la vez?- más emblemática, hermosa, armoniosa, noble, elegante o majestuosa de la humanidad. Cuando los persas invadieron el Peloponeso en la segunda guerra médica (480 a.C.) se aliaron con algunas ciudades griegas frente a la resistente Atenas. Una de esas ciudades traidoras lo fue Caria, población lacedemonia -de Esparta- que, finalmente, sería derrotada junto a los persas por los orgullosos atenienses. Los atenienses eran muy estrictos con sus leales o sus traidores y por eso decidieron dar un castigo ejemplar a la ciudad lacedemonia. Un castigo que no debían olvidar nunca las siguientes generaciones de griegos. Entonces ajusticiaron a muchos habitantes de Caria y decidieron que llevaran la más pesada carga el resto de sus vidas. Para esto vendieron como esclavas a todas las mujeres jóvenes de la ciudad, la mayor afrenta que se podía hacer a un pueblo griego por entonces. Los persas habían derribado en esa guerra muchos grandiosos templos en la Acrópolis ateniense. Uno de ellos, situado cerca del Partenón, fue un templo dedicado a la diosa Atenea Polias, una construcción que fue totalmente destruida por los persas en aquel año 480 a.C. Cuando los atenienses vencieron se decidió erigir otro templo parecido a ese, aunque más alejado del Partenón y con unas columnas drapeadas y antropomorfas en uno de sus pórticos.

Quisieron los griegos recordar así la traición de aquella ignominiosa ciudad lacedemonia. Y qué mayor agravio que representar las figuras femeninas de esas columnas soportando el duro entablamento de su infamia. El nuevo templo erigido, dedicado a Poseidón, fue construido con influencias estéticas del estilo arquitectónico de la Jonia clásica, estilo que mostraba más elegancia y esplendor que el frío racionalismo del antiguo dórico. Un edificio clásico con estructura de marmol blanco-dorado -piedras procedentes del monte Pentélico- y tres pórticos o vestíbulos hexástilos -compuesto de seis columnas-, y todo ello reflejaba la exquisita armonía del período más glorioso de Atenas. Uno de sus tres vestíbulos, el orientado al sur y denominado Erecteion, disponía de seis esculturas de mujer a modo de columnas jónicas que soportaban la cornisa superior de la techumbre. Esas columnas representaban aquellas muchachas lacedemonias traidoras que fueran condenadas a soportar la infame condena del agravio patriótico. Luego acabaría todo aquel esplendor ateniense a manos del poder de Esparta. Y tiempo después a manos del poder de Macedonia. Y aún mucho después, cuando el mundo heleno sólo fuera un sueño maravilloso transmitido por sus escritores, el poder e influencia de la cultura griega sería remozado y heredado por el inmenso poder de Roma. Así hasta que también ésta acabase siglos después hundida por la historia. Y nunca más la sombra de sus bellas cariátides griegas en piedra padeciendo el orgulloso designio de sus formas serían admiradas en el Ática ni fuera de él. Así continuaría la historia hasta que el Renacimiento viniera a recordarlas como un amante olvidado y desdeñoso que regresa, tardío pero renovado, a recuperar entusiasmado todo aquel antiguo esplendor.

En el Palacio Real del Louvre se construiría en el Renacimiento una clásica tribuna arquitectónica para albergar los músicos del vanidoso rey de Francia. En el año 1550 el arquitecto real Jean Goujon decide realizar un pórtico griego majestuoso que soportara toda aquella Real tribuna. Sin haber visto personalmente la Acrópolis compuso Goujon sus cuatro cariátides renacentistas. Fue un homenaje al arte ateniense del malogrado templo griego, el primero que se realizara mil ochocientos años después de su original en el Acrópolis. Pero ahora Goujon humaniza aún más las formas y los gestos clásicos feminizando aquella sutil semblanza de las maravillosas y sensuales esculturas de entonces. Pero no fue sino hasta un renacer clasicista posterior del neoclásico siglo XIX cuando los arquitectos y escultores inundarían las plazas, fachadas, pórticos, balaustradas, fuentes o salones de todo el mundo con las maravillosas, eróticas, armoniosas y bellas figuras de las cariátides griegas. Porque fue a mediados del siglo XIX cuando la hierática y altiva representación de las jóvenes griegas en piedra -donde sus brazos no impedían relucir la sensual esbeltez de sus cuerpos- fueran descubiertas por los escultores y artistas que mostraban la voluptuosidad de las bellas formas femeninas. Y esa maravillosa excusa neoclásica descubriría en un público asombrado la genialidad, belleza y sensualidad que encerraba la antigua e inspirada estatuaria  griega.

Cuando Francia fuese derrotada y humillada por los alemanes en la guerra franco-prusiana del año 1870, París acabaría siendo bombardeada, asaltada y maltratada por la escasez y el hambre. Los parisinos descubrieron el sufrimiento más terrible y espantoso en sus calles civilizadas. La ciudad de la Luz sería entonces asolada por el hambre, el desorden, la enfermedad o el desabastecimiento. El agua dejaría de fluir por sus tuberías y llegaría a valer más que el vino, lo que traería no pocos problemas sanitarios. En ese dramático momento se decide entonces reconstruir todo de nuevo. Y para resolver la escasez de agua se diseñan fuentes públicas, manantiales artificiales donde la población pueda abastecerse sin limitación alguna. Fueron construidas siguiendo unas determinadas normas arquitectónicas: las fuentes mayores se representarían con cuatro cariátides añadidas. Y todo ese alarde fue por entonces un maravilloso símbolo artístico y altruista para después de una guerra. Igual que lo fuera también hace muchos siglos antes en la antigua Grecia.

(Fotografía de dos de las cariátides del templo Erecteion de la Acrópolis, año 421 a. C., del arquitecto Filocles, Atenas; Imagen de La Tribuna de las Cariátides, del escultor francés Jean Goujon, 1550, Museo del Louvre, París; Fotografía de una escultura de mujer -cariátide- en una fachada de París, del escultor francés Charles Auguste Lebourg, 1865, París; Imagen de una Fuente Wallace, fuente de la ciudad de París, de Charles A. Lebourg, siglo XIX, París; Imagen del interior del Palacio del Musikverein, sede de la orquesta Filarmónica de Viena, el Salón Dorado, Viena, con las cariátides doradas en su interior; Imagen del chaflán de la entrada principal del edificio del Instituto Cervantes en Madrid, antiguo Palacio clásico, con las cuatro cariátides de su soportal, Madrid; Dos fotografías del Erecteion ateniense, con sus cariátides, desde diferentes ángulos, Acrópolis, Atenas, Grecia.)