Cuando los creadores del realista estilo Barroco tuvieron que romper con el concepto tan clásico del Renacimiento, acudieron a veces a un socorrido Manierismo, a un personalísimo claroscuro y, casi siempre, al sentimiento virtuoso de la estética de los mártires sagrados, seres demasiado venerables para ser denostados por lo real. Pero debían ser ellos mismos ahora, dejar para siempre la estética hierática y falsa del clasicismo renacentista anterior. Se acabaría ya la dulzura eminente y gloriosa de la insigne -falsa para ellos- belleza tan satisfecha y alejada del mundo de antes. Pero el proceso evolutivo en el Arte es lento y mezclado, balbuceante, confuso y muy personal. Algunos pintores consiguieron hacer lo que la nueva tendencia barroca y su época pedían: la confección de obras correctas y clásicas pero ahora con un sesgo muy diferente... Por tanto elaboradas y conseguidas aún según la antigua manera de pintar la perspectiva, los colores o las formas. Pero, ahora, ¿cómo resolver esa diferencia barroca, esa pulsión más sublime y realista que la anterior tendencia renacentista? Lo tuvieron que hacer los creadores del Barroco con los rasgos más personales y destacados de los seres representados -sus humanos personajes-, unos seres desgarrados por el sentimiento y que sustentaban la emoción profunda que salpicaban sus retratos realistas. Debían estar compuestos los lienzos barrocos con la expresión más abierta que una emoción humana pudiera representar vívidamente. Pero, ¿con qué cosa o rasgo humano en particular?: con el rostro humano más expresivo, con la única cosa que, realmente, determinará la mayor expresividad estética de una persona. Así lo entendería el gran creador español del barroco napolitano de aquella época convulsa: José de Ribera (1591-1652).
Sus contemporáneos alcanzaron también la cornisa más gloriosa de esta tendencia barroca tan vertiginosa y brillaron con algunas creaciones primorosas, pero no pudieron llegar a reflejar todo lo que el Españoleto obtuviera en sus rostros con el genial maquillaje de su obra. Esta es la posible diferencia o el matiz particular del porqué una cosa es más excelsa que otra. Porque cuando las cosas se consiguen hacer de una cierta forma, cuando se hacen ahora de una forma diferente, es cierto que pueden llegar a alcanzar el cielo con sus formas, pero sólo con una de ellas se podrá llegar a rozar la gloria de las estrellas. Y no es mucha la diferencia, no deviene ésta siquiera en algo especial ni en una cosa grandiosa o manifiesta, es solo un pequeño matiz, una pequeña consistencia física muy genial, atisbada apenas, de una cosa ahora frente a otra. Y en ese barroco tenebrista observamos cómo el pintor español radicado en Nápoles lo hizo genialmente: sabiendo expresar el gesto, la mirada o la forma en la que una emoción se transmita entre los rasgos, las arrugas, la tersura o la fuerza de un rostro desolado que se perfile entre las sombras. Pero de cualquier rostro humano, sea éste frágil, derrotado, sobresaliente o vanidoso. Cuando el poeta francés decadentista Arthur Rimbaub (1854-1891) pasara una temporada en el infierno..., quiso por entonces derrumbar, desde el alto pedestal en donde se encontraba, la solitaria belleza literaria, demasiado clásica, o demasiado desdeñosa, o demasiado alejada de los hombres. Esa belleza que se había encumbrado, sin embargo, poderosa y destacable antes en la historia. Para ello escribió en el año 1873 su obra Una temporada en el infierno, del cual estos versos son una pequeña muestra:
Antaño, si mal no recuerdo, mi vida era un festín donde se abrían todos los corazones, donde todos los vinos corrían.
Una noche, senté a la belleza en mis rodillas.
Y la encontré amarga.
Y la injurié.
Me armé contra la justicia.
Huí. ¡Oh hechiceras, oh miseria, oh cólera, a vosotras os he confiado mi tesoro!
Logré desvanecer de mi espíritu toda esperanza humana. Sobre toda alegría para estrangularla di el salto sordo de la bestia feroz.
Llamé a los verdugos para morder, mientras agonizaba, la culata de sus fusiles. Llamé a las plagas, para ahogarme con la arena, con la sangre. La desdicha fue mi dios. Me revolqué en el fango. Me sequé con el aire del crimen. Y le di buenos chascos a la locura.
Y la primavera me trajo la horrenda risa del idiota.
Aquí, como en muchos otros lugares parecidos, la imagen y la palabra se confunden ahora en una misma e intercambiable disposición emotiva. Porque son lo mismo, ¡porque dicen lo mismo! Unas veces usando los colores y otras los verbos. Pero ambas herramientas creativas sirven para lo mismo: emocionar sorprendiendo bellamente. Ambas son artes universales, ágiles, firmes, espontáneas y permanentes en la historia emotiva de lo humano. Sin embargo, no siempre todos los creadores del Arte habrían conseguido hacer con ellas algo parecido: obtener la mayor virtualidad sublime escondida tras un pequeño matiz estético. Eso fue lo que consiguieron hacer Ribera y Rimbaud, traspasar la frontera de lo expresivo con el sencillo -y tan complicado- discernimiento universal y milagroso de lo único: alcanzar el alma interior más emotiva de los otros.
(Obra barroca San Jerónimo Penitente, 1652, José de Ribera, Museo del Prado; Detalle del óleo de José de Ribera, San Jerónimo Penitente, 1652, Museo del Prado, Madrid; Cuadro Magdalena penitente, 1611, José de Ribera, Museo Capodimonte, Nápoles; Óleo Demócrito, 1630, José de Ribera, Prado, Madrid; Obra San Pedro, 1622, José de Ribera, San Petersburgo, Rusia; Óleo Judith y la cabeza de Holofernes, 1640, Massimo Stanzione; Obra La Sibila cumana, 1620, Domenico Zampiere, Galleria Borghese, Roma; Cuadro Santa Cecilia, primer tercio XVII, Cavalier Arpino; Óleo La Caridad, 1630, Guido Reni, Museo Metropolitan de Nueva York; Cuadro Salomé, 1620, Caracciolo, Galería de los Uffizi, Florencia.)