14 de julio de 2011

Un histórico y antiguo magnate español desconocido, mecenas, comprometido y liberal.



Después de la vergonzosa derrota del ejército español en el Rif (Marruecos) en el año 1921, donde cerca de unos diez mil militares españoles perdieron la vida y otros mil fueron hechos prisioneros, España se conmocionaría durante los cuatro años siguientes. Así hasta que, junto con Francia, se decidiera, firmemente, a desembarcar un gran y preparado ejército conjunto en la costa norteafricana. Pero dos años antes de eso, en el año 1923 -un año y medio después del desastre-, el gobierno español aceptaría -por fin- pagar el rescate solicitado por los enemigos rifeños para entregar a los prisioneros retenidos, entre los que se encontraban un general, varios oficiales, suboficiales y soldados. Pero, entonces, para ese canje, ¿quién negociaría ahora con un enemigo tan imprevisible y odioso? Sólo había un hombre en toda España capaz de hacerlo, el bilbaíno don Horacio Echevarrieta Maruri (1870-1963). Nieto de un carpintero venido a próspero comerciante e hijo del industrial vasco Cosme Echevarrieta. Este empresario vasco continuaría ampliando el negocio familiar, asociándose ahora con otro bilbaíno, Bernabé Larrínaga. Ambos fundaron Echevarrieta y Larrínaga, una compañía dedicada tanto a la minería como a los transportes marítimos.

Cuando su padre Cosme fallece, decide Horacio Echevarrieta ampliar el negocio familiar haciendo muestra del gran talante innovador de los emprendedores de finales del siglo XIX. Diversificaría aún más sus empresas hasta llegar a promocionar, por ejemplo, los transbordadores aéreos (inventado por el español, Torres Quevedo) para las famosas Cataratas del Niágara (EE.UU). También aprovecharía el magnate bilbaíno la Primera Guerra Mundial para comerciar provechosamente gracias a la neutralidad española en el conflicto mundial. Al acabar la gran guerra, Alemania había quedado totalmente arruinada y castigada por los vencedores. No podrían construir ningún tipo de armamento militar. Y fue por lo que Echevarrieta, a través de su amistad con un oficial alemán -Canaris-, conseguiría que Alemania pudiese fabricar, clandestinamente, un submarino moderno y muy eficaz, un prototipo fabricado con toda la tecnología alemana de entonces, pero montado y realizado ahora en los Astilleros de Echevarrieta en Cádiz (España). El submarino E1 era por entonces, año 1930, uno de los mejores construidos nunca, superando con mucho a cualquier otro submarino del mundo.

Gracias a la extraordinaria fama que supuso en España su noble gesto al intermediar en el rescate de los prisioneros de África, acabaría manteniendo una estrecha amistad con el rey Alfonso XIII. Él, además, todo un republicano, anticlerical, liberal y modernista vasco... Sin embargo, jamás su ideología le etiquetaría, ni le esclavizaría ni le sectarizaría. De ese modo, obtuvo Echevarrieta la promesa, tanto del rey como del gobierno de Primo de Rivera, de adquirir los submarinos alemanes fabricados en Cádiz para la Armada española. A finales de los años veinte consigue llevar a cabo dos épicas empresas nacionales además, dos gestas emprendedoras que, aún, continúan activas en España. Construyó en el año 1927, en sus astilleros gaditanos, el buque escuela español Juan Sebastián Elcano y, en junio de ese mismo año, constituiría la Compañía Aérea de Transportes -futura compañía aérea Iberia-, en la cual participaba la alemana Lufthansa -fabricante de los primeros aviones de Iberia- con una cuarta parte de las acciones de la compañía española.

Sus ideas republicanas, propias de una época donde la razón y el sentido común se aliaban contra las injusticias de entonces, le llevaron a celebrar el triunfo, en el año 1931, de la Segunda República española. Sin embargo, su alegría inicial se tornaría luego en una total desolación personal y económica. Es curioso cómo los mismos que Echevarrieta ayudara a salir adelante por entonces -los socialistas republicanos-, les defraudarían luego cuando don Horacio más los necesitara. La República se volvió anglófila y dejaría de interesarse por los submarinos alemanes de Echevarrieta. Además, años después, en el año 1947, una explosión en Cádiz destruyó por completo su Astillero naval. Esto, junto a las expropiaciones de sus compañías mineras y de aviación por parte del gobierno de Franco, terminó por arruinar definitivamente al magnate español, que no volvería a ser el que fue, acabando sus días olvidado, pero satisfecho, en su solariega y querida mansión bilbaína.

Contra el rurismo y la teocracia, decía don Horacio. Siempre lucharía él por modernizar España. Desde su privilegiada posición, no sintió ningún pudor en defender propuestas claramente antiburguesas por entonces. El antiguo palacio donde acabara sus días ha llegado a padecer incluso un litigio judicial, y a punto estará de ser derribado. Al mismo tiempo, sus descendientes se vieron obligados a vender su preciada colección artística, sus extraordinarios cuadros de pintura francesa. El panteón familiar en el cementerio de Getxo, en Vizcaya, es casi lo único que recordará ya el antiguo esplendor de Echevarrieta. No, no sólo lo único, también -y surcando ahora todos los mares-, lucirá, orgulloso, en uno de los mástiles del buque Juan Sebastián Elcano, inscrito ahora en una placa conmemorativa y dorada, una leyenda mítica e imperecedera: Astilleros Echevarrieta y Larrínaga.

(Óleo del pintor francés, postimpresionista, Gauguin, Buenos días señor Gauguin, 1889, Galería Nacional de Praga, República Checa, obra de la colección de Horacio Echevarrieta, vendida por sus herederos; Fotografía del magnate español Horacio Echevarrieta, años veinte; Postal con la imagen del transbordador aéreo Torres Quevedo, principios de siglo XX; Imagen fotográfica en una playa norteafricana de Horacio Echevarrieta con el líder rifeño Abd el-Krim, 1923; Imagen fotográfica del Astillero de Cádiz en los años veinte, Echevarrieta y Larrínaga; Fotografía del avión Rohrbach Ro VIII Roland, primer avión utilizado por la Compañía Iberia, 1928; Fotografía de Horacio Echevarrieta con el rey Alfonso XIII, 1929; Imagen de Horacio Echevarrieta, años veinte; Imagen fotográfica de la botadura del buque-escuela español Juan Sebastián Elcano, Cádiz, 1927; Fotografía actual del buque-escuela Juan Sebastián Elcano.)

11 de julio de 2011

Parte III. La regresión como un fenómeno salvífico o cuando volver es lo importante.



Veintiún años después de la conquista y colonización de la Nueva España, actual México, los españoles se plantearon la posibilidad de alcanzar aquellas islas de las especias del Oriente que ya Colón pensara, equivocadamente, que fueran las mismas que sus pies pisaron un 12 de octubre del año 1492. Así que el primer virrey de Nueva España, Antonio de Mendoza, ordenaría embarcar en el año 1542 varios navíos para conseguir descubrir nuevas rutas hacia occidente que posibilitasen obtener acceso a las famosas y valiosas especias del lejano sureste asiático. A Ruy López de Villalobos (1500-1544) le resultó fácil llegar y descubrir un archipiélago al que bautizaría Filipinas en homenaje al entonces príncipe Felipe. Pero volver, regresar a Méjico a través del impresionante Mar del Sur -o Pacífico- fue algo muy difícil, muy peligroso -Villalobos moriría en la isla de Ambón-, muy largo y complicado. Del mismo modo, las siguientes expediciones organizadas para encontrar las islas de las especias fueron todas un total fracaso.

Pero cuando el rey español Felipe II comenzara su reinado, se empeñaría en que se descubrieran unas rutas marinas eficaces entre la costa mejicana y las islas bautizadas con su nombre. Así se ordenaría una expedición que, en noviembre del año 1564, surcase el océano Pacífico hacia el oeste. En ella debía ir como asesor científico y piloto de derrota el gran marino vasco Fray Andrés de Urdaneta (1508-1568). Este extraordinario explorador español consiguió, gracias a sus conocimientos cosmográficos, descubrir una ruta para regresar, el tornaviaje, un itinerario por latitudes muy al norte que aprovecharía la, hasta entonces desconocida, corriente marina de Kuro Siwo. Con un sólo navío, Urdaneta pudo llegar a Acapulco (México) de regreso tan sólo cuatro meses después de salir de Filipinas. Eso supuso, por fin, poder disponer de la mayor y más rentable ruta marítima comercial conocida en toda la historia de la Humanidad, llegando a durar -el conocido por entonces como Galeón de Manila- por más de doscientos cincuenta años su derrota en el Pacífico.

Relato Breve. El Regreso, parte III y última:

Me eché en la litera, apagué la luz y no cerré, entonces, ni los ojos. Únicamente, como en un flash, aparecía de vez en cuando, iluminado, el espejo del compartimento. El resto, sencillamente, no aparecía. Como si no hubiese existido nunca, como si no existiera. Edmundo, hijo, venga, date prisa. Aquella noche apenas dormí, recuerdo, esperando que la luz del pasillo me permitiese, por fin, empezar el día más maravilloso de mi niñez. Mi madre se dirigía al andén donde, desde hacía horas, descansaba, dormido aún, el mayor sueño de mi infancia. Siempre había tratado de colocar la silla delante del inmenso ropero del abuelo, donde mi padre, arriba, lejos de la curiosidad, guardaba, apenas sin polvo, la locomotora que compartiera gran parte de mis evasiones y que, creo yo, me imprimió este ánimo por salir, por ir lejos, más lejos todavía. El proyecto de viajar me invadió todo. Con ojos vírgenes descubrí un mundo de fantasía lejos de mis juegos y las vías de hojalata. Nunca olvidaré lo que sentí entonces. Mi corazón ahora latía a la misma velocidad que el sueño. Aquella imagen recordada me llenó de nostalgia y algo hizo que mirara la ventanilla, fue entonces cuando ésta lloró. Mis lágrimas y las suyas coincidieron en el tiempo. Parecía que, por sus ojos cristalinos, hubiese experimentado la lluvia el mismo sentimiento que yo. ¿Cómo era posible -pensaba- que este mismo escenario, que esta misma ventana, fuesen lo que, entonces, me permitiesen descubrir todo lo que mis deseos anhelaban llenos de felicidad? Este mismo vagón, esta velocidad, eran la misma, aun el mismo sonido. Entonces me llevaban, ahora me traían. ¿Qué ha cambiado, pues? La lluvia caía con más fuerza y el viento la hacía dibujar en el cristal caminos incoherentes.

Siempre entraba alrededor de las nueve y cinco, el bedel me saludaba desde su refugio y, con aire dinámico, subía las escaleras redondas y frías hacia la planta más escandalosa del centro. Esa mañana el bedel no sólo me saludó sino que además me entregó una notificación importante. Poco después me encontraba en el despacho del señor Iranzo, director del instituto.
-Por favor, siéntese.
-Gracias.
-Seré breve y conciso. Bien, hay pruebas de que existe un canal de entrada de droga en el centro. Tenemos datos fiables de que ese canal es usted.
-Pero, ¿qué está diciéndome?
-Lo que oye, hay testigos además.

La explicación de todo no tiene ahora el mayor sentido. Empezaba a encajar el puzle desordenado que comenzara una noche en las entrañas de la ciudad. Efectivamente, se demostró que existía un tráfico importante de estupefacientes en el instituto. Comprendí la fiesta, el señor maduro, la esencia… Pero, faltaba lo más inevitable: la víctima.

El ritmo acompasaba mis recuerdos, éstos se sucedían con la misma cadencia. Hubo un momento en que el ritmo se expandió, se esparció por todo el espacio que comprendía el recinto estrecho y confortable del compartimento. Pero ya no se percibía, formaba parte de todo, hasta de mí. Mis párpados me traicionaron y acabé por cerrarlos. Sólo en ese instante dejé de soñar. La luz se hizo de pronto entonces, inundó rápidamente el espacio que, como una prolongación mía, notaba ya la falta del ritmo, del movimiento, del reflejo dinámico de la vida. Era una estación pequeña pero iluminada, sin salas de espera porque toda ella era una. Me incorporé, abrí la ventanilla mojada y fría y miré, miré con ojos conspiradores al empleado, al banco solitario, al letrero, al reloj y hasta una campana vieja, negra, mohosa, casi sin vida, cansada de esperar su momento de nuevo, cansada de esperar ese tren que la permitiese, como entonces, volver a recorrer el espacio que su sonido marcase a base de golpes. Antes de que me percatase del frío húmedo que penetraba en el interior, las manecillas del reloj de la estación ya habían cambiado de posición con respecto a mis pupilas. Lo cerré todo automáticamente, incluso la pesada y opaca cortina anaranjada. No quería volver a despertarme, pero, para ese momento, ya no podía recordar cómo se cerraban los párpados siquiera. El sueño no sólo me había vuelto sino que me impedía ahora evitar recordar aquellos instantes vividos, hace años, donde un tren, un paisaje, un ritmo, un sonido y un aroma compartieron tiernamente las sensaciones más hondas que mi cerebro pudiera recomponer en imágenes, ya pasadas, y grabadas profundamente en mi alma.

Tardé menos de lo que suponía se podría tardar en esas ocasiones. Deseaba marcharme cuanto antes. El equipaje me permitiría olvidarme de las personas y de las emociones, frustradas ya, que me producían aún estupor y desasosiego. Tan sólo necesité tiempo para realizar una llamada. Con esta llamada telefónica mi voz recobró parte de sentido, merecía la pena articular palabras, es más, deseaba hacerlo.

-Juan, ¿qué hay?, me alegro tanto de oírte.
-¿Qué pasa Edmundo, hacía tiempo que no llamabas, cómo estás?
-Regreso, Juan, vuelvo mañana.
-Pero, ¿cómo es posible?, la sustitución era para, al menos, seis meses, ¿no?
-Ya te contaré; sólo decirte que deseo volver desesperadamente. Espérame en la estación del Norte sobre las ocho cincuenta de la mañana.
-De acuerdo, espero que te encuentres bien.
-Sí, hasta mañana, Juan.
-Hasta mañana, Edmundo.

Era curioso que, sin embargo, sintiera ahora casi la misma inquietud que hace muchos años una noche, aun a pesar de no tener ni los mismos motivos, ni el mismo destino, ni la misma causa. No necesitaba más que una copa, una silla, una mesa y un papel, ya que el bolígrafo lo manejaban mis dedos desde que colgué el teléfono de mi conversación con Juan minutos antes. Era una necesidad que no manifestaba desde hacía bastante tiempo. Ni siquiera cuando las alas del amor se posaron en mis hombros aquella vez que, aquella chica, Alicia creo, sí, Alicia se llamaba, irrumpió en mi vida sin aviso y sin justificación se fue, desenterrando de mí más razones, posiblemente, que las que ahora me animaban a escribir un sentimiento parecido. Pero es que el desencanto no pregunta en qué grado ha de sentirse la melancolía, esa tristeza profunda pero inspiradora, quizá más inspiradora que otra cosa.

Faltaban aún dos horas para tomar el tren que me devolvería a mi pasado. Es sorprendente cómo un pasado puede estar lleno de más vida que un presente. El día se estaba acabando y no deseaba hacer más que esperar, empujando los minutos con el deseo más que con los segundos. Cerré la puerta de mi vivienda, que me sirvió en la ciudad de compartimento estático y sin ritmo, pero esta vez no me quedé dentro, lo dejé a espaldas de mi anhelo. Recorrí por última vez el trayecto urbano con mis pasos y me dirigí, a lomos de otra máquina -el taxi oportuno- al santuario donde se veneran los sueños del espacio, del destino, del adiós y del regreso.

Descubrí que me hube dormido, después del último pensamiento nostálgico, cuando desperté por el aviso certero y claro del revisor que, recorriendo el pasillo, acompasaba con golpes el ritmo del traqueteo recordado horas antes esa noche. Instintivamente me dirigí a la ventanilla ascendente. Es asombroso como ésta determina muchos de los movimientos que se pueden hacer en un compartimento. La abrí y ya casi el sol levemente, muy levemente, coloreaba algo el paisaje natural, dándole una vida no sólo a lo que veían mis ojos sino a mí mismo.

Todavía quedaban algunos kilómetros para llegar, para volver a llegar, que es lo que es un regreso. Quise salir ahora de esta celda elegida, querida y sin barrotes. Caminé por un pasillo menos iluminado, descubrí más ventanas y paisajes, pero ¿y el sol, dónde estaba? Otro aspecto tenía todo aquí; era ese momento, ese instante, en el que el astro aún apenas se eleva por el oriente y, por tanto, el oeste sólo volvía a ser noche casi. Pero duraba poco, como los árboles, como los animales que pastaban empezando el día con el alba rajada por el surco del tren en su paisaje. Luego las vías se entrecruzaban, como queriendo distraer al viajero del camino que realmente va a transitar... -¡Edmundo, Edmundo! –alzó Juan la voz al verme. -Juan, me alegro tanto –cortó un abrazo oportuno. -Dime, ¿qué ha pasado? -Que, simplemente, he regresado. -¿Regresado? -Sí, regresado, algo que he aprendido en una noche: regresar, a veces, es descubrir tu mejor triunfo.

Juan me miró confuso y convencido de que ya se enteraría más tarde de todo. Yo sólo estaba cansado de tanto regresar y lo único que hice, cuando el andén dejó de serlo, fue detenerme, girar mi cuerpo y mis recuerdos y mirar atrás, como sintiendo que dejaba algo a mis espaldas.

-Edmundo, vamos, ¿qué haces?
-Sentir, Juan, sentir que estoy ya en casa.

FIN

(Óleo del pintor cuatrocentista italiano Pinturicchio, 1454-1513, Regreso de Ulises, 1509, National Gallery, Londres.)

10 de julio de 2011

Parte II. La regresión como un fenómeno salvífico, o cuando volver es lo importante.



Relato Breve El Regreso, parte II:

El vagón era alto, nadie desde fuera podría, por mucho que se alzase, alcanzar medio metro menos desde la ventanilla del compartimento. Entre otras cosas, esto me seducía ya que, a la vez, me encontraba en un lugar concurrido, público, ocupando un espacio provisional –el tren pronto se pondría en marcha y abandonaría aquel mismo espacio- y también íntimo, personal, inviolable. Me desnudé en medio de todo aquello sin pudor. Ahora miraba, por el único vínculo que me conectaba con el mundo exterior -la ventanilla ascendente del compartimento-, las luces por encima de los edificios oscuros que delimitaban la estación. Parecían desde allí que quisieran saludarme; en ese momento un expreso irrumpió, imprevisto, por una de las vías paralelas.

Estuvimos todos bebiendo bastante tiempo, yo dejaba que el licor fuera lo único que supusiera algún deseo de satisfacción. Enrique contaba anécdotas vividas con sus alumnos. Todos reían, y yo, ajeno a todo, sólo elevaba el vaso a mis labios para poder mirar, clandestinamente, el único rostro que veía. Embriagado sutilmente a causa de la actitud observadora que llevaba, no percibí que casi todos se habían marchado hasta que me encontré solo, sólo con mi copa, y ésta ya se encontraba vacía.

- Vamos, Edmundo, tomemos la última…
- Enrique, ¿se han ido todos?
- Sí.
-¿Y Verónica?
- Te ha gustado, ¿eh?
- Es que no he tenido ocasión de…
- ¿De qué? –cortó.
- De despedirme.
- Así es aquí, hombre, todo fugaz y pasajero.

Las palabras de Enrique justificaban todo, incluso lo abandonado del local, que ahora se asemejaba más a aquel lugar inusitado y misterioso que acabábamos antes de visitar. Nos sentamos incluso y no faltó ni el joven sirviente, ni la mesa, ni la copa, ni el ambiente.

- Dime, Enrique –aproveché cuando el filo de su vaso rozó tiernamente su nariz-, ¿qué es eso de la esencia? Tardó en contestar menos de lo que se necesita en desocupar el líquido del vaso que manejaba, pero más de lo que hubiese supuesto.
- ¿No quieres triunfar, conseguirlo todo, alcanzar eso por lo que te ha merecido la pena venir?
- Bien, y si fuera así, ¿qué tiene que ver con eso?
- Todo –interrumpió violentamente. Esa esencia –continuaba- te permitirá ser admirado, conquistar a las mujeres que desees, conseguir la capacidad y la decisión suficientes para emprender y obtener el éxito. Te ofrecerá la aguda y mágica aptitud para la convicción, arma poderosa y mortal en manos y palabras de un hombre.
- Pretendes que crea que un frasco, un simple frasco de eso, sea la causa de todo lo que dices.
- Sí.

Sentí como todo tembló suavemente y, con ello, hasta los edificios negros del fondo. La estación se movía. Me acerqué a la ventanilla ascendente y al ver en el andén algunas personas quietas, inmóviles, saludando, comprendí que el tren empezaba, por fin, y yo con él, el camino de regreso. Al principio los edificios negros dejaron paso al muro iluminado débilmente, y éste a los postes eléctricos igualmente negros e igualmente débiles. Un pitido intenso y prolongado, casi musical por el efecto del viento que lo guiaba, me hizo asomarme fuera. La ciudad desde aquí tenía otra imagen, pasábamos ahora, como un ajeno impulso nervioso, por el itinerario más vergonzante del coloso. Sus miserias se dejaron ver, sórdidamente, hasta que traspasamos la frontera de sus garras. Para ese momento yo ya habría dejado de mirar, de sentir, de pensar. Cerré la ventanilla y tranquilamente me senté, olvidándome incluso qué hacía yo allí.

Un fuerte dolor de cabeza me impedía estar concentrado. Mis alumnos, posiblemente, no se daban cuenta de ello, pero esto no era sorprendente ya que apenas se percataban de nada. Al salir del aula fui al bar a tomar algo. Enrique se encontraba allí.

- Edmundo, ¿vienes conmigo por la esencia? –lo pronunció bastante serio para mi gusto.
- ¡Por favor!, Enrique... –dejé oír convincentemente.
- ¿Qué, no quieres..?
- No.
- De acuerdo, iré solo. Por cierto, esta noche nos reuniremos en casa de unos amigos. Estará Verónica, ¿vendrás?
- Bueno. –contesté como para terminar de una vez.

Cuando llegamos a la casa Enrique se perdió entre las columnas humanas que formaban su entorno. No conocía a nadie. Ningún rostro de los que pude ver el otro día recordaba. O, tal vez, entonces no me fijé. Otra vez sólo me acompañó un vaso y su contenido. Lo recorría de un lugar a otro como si hiciese estación en cada sitio para justificar su transporte.

- Edmundo, ¡ven!, por favor –la voz de Enrique reconocí.
- Ya voy -dije solícito.
- Este es Edmundo, Jaime.

Un hombre maduro, al menos en apariencia, me saludó fríamente. “Encantado”, contesté muy educado. Luego me explicaría mi cicerone que se trataba de un poderoso hombre de negocios que intentaba introducirse en la ciudad. Verónica no apareció hasta tarde, y cuando lo hizo no dejaba de explicarme un pesado las ventajas de beber mezclado frente a no beber. Al llegar un camarero la distracción me liberó y, sin darme apenas cuenta, me tropecé con ella.

- Hola Edmundo.
- ¿Qué tal estás, Verónica?
- ¿Te diviertes?
- Sí, claro.
- Me alegro -contestó. Entonces, cuando ella hizo ademán de girar para irse, la sorprendí:
- ¿Verónica? –la llamé.
- Dime.
- ¿Quieres tomar una copa?
- No, gracias.
- Bueno, pues, al menos, déjame hablar un momento contigo.
- Vale, vamos a sentarnos.

Me pareció, sin embargo, el momento interminable, pero duró poco el sentido de esto ya que no había acabado de sentarme, ni de construir una idea de lo que hasta ahora me había parecido todo, la ciudad, el trabajo, ella, mis inquietudes y hasta la atmósfera que respirábamos cuando alguien, un hombre, se le acercó, se le acercó más, mucho más, y, levantándose, decidida, me miró y me dijo:

- Discúlpame, Edmundo, un momento.

Se dirigió entonces hacia el extremo opuesto a todo y, con aquel hombre, abandonó el lugar, la habitación, la casa, mi conversación no iniciada y hasta mis ganas de estar fueron abandonadas, en este caso por mí. No lo pensé demasiado, al día siguiente sólo cogí el teléfono y hablé rápido y convencido:

- Enrique, vamos, deseo la esencia.

(Continuará.)

(Óleo de Vincent van Gogh, Paisaje con carro y tren al fondo, 1890, Museo Pushkin, Moscú. Cuando Vincent llega a Auvers en 1890 se produce un cambio en su pintura, los amarillos de los campos de Arlés dejan paso a los verdes campos de trigo que vemos en esta obra. Van Gogh nos muestra la cosecha de la zona recurriendo a una perspectiva panorámica. Las bandas horizontales empleadas tienen dos puntos de referencia especiales para llamar nuestra atención: el camino con la carreta y el tren del fondo. Esas bandas horizontales que organizan el conjunto se ven a su vez relacionadas con las líneas verticales y diagonales de los campos sembrados, obteniendo un entramado de líneas con el que consigue un espectacular efecto de profundidad. Las pinceladas son rápidas, el toque de pincel en espiral, que caracteriza buena parte de su producción de Auvers, también está aquí presente. Respecto al color, los tonos son fríos, verdes y malvas, aunque se animan con el rojo de las casas y la carreta. -Reseña mostrada en la entrada al lienzo de Vincent van Gogh en Ciudad de la Pintura-.)

9 de julio de 2011

Parte I. La regresión como un fenómeno salvífico, o cuando volver es lo importante.



En el otoño del año 1988 se publicó un anuncio en un periódico con el que la Fundación de los Ferrocarriles Españoles pretendía dar a conocer el XIII premio que organizaba de Narraciones Breves Antonio Machado. Las bases del mismo dejaban claro que el tema de la redacción debía tratar, en primer o segundo plano, sobre el ferrocarril. Así que, inspirado por haber utilizado por primera vez hacía tres años un antiguo expreso coche-cama, hoy desaparecido, me atreví a presentar a ese consurso literario el relato breve El Regreso. Relato del cual lo único que recibí fue un acuse de recibo, eso sí, con el número de salida de la comunicación así como el de referencia para cualquier consulta, aclaración o reclamación que pudiese interpelar.

La terapia regresiva es una de las psicoterapias que todavía se pueden realizar para ayudar a aquellos pacientes que, encerrados en sí mismos, no consiguen mejorar con cualquier otra. Concretamente, la llamada Regresión de Edad permitirá acceder a la memoria oculta de la vida del individuo. La hipnosis suele ser uno de los procedimientos para conseguirlo, aunque no el único. Hay otras terapias para acceder a los estados alterados de la conciencia, como la relajación profunda. En este tipo de psicoterapias se pretenderá llegar a la conciencia profunda del sujeto, contemplando ahora su oculto pasado para traerlo así, poco a poco, hacia su presente, comprendiéndolo.

Con la maravillosa experiencia del viaje y de la introspección que se consigue en los compartimentos ferroviarios, pretendí manejar por entonces conceptos como la inocencia, la falsedad, la utilización ajena, la traición, la frustración, la vulnerabilidad ante el deseo y el regreso, entendido este último como aquella forma balsámica de encontrar la salida del laberinto, ese hilo de Ariadna que, a veces, nos ayudará a comprender, después de un maravilloso o azaroso viaje, que regresar a gusto, regresar con sentido, o simplemente regresar, es el mejor de los éxitos conseguidos en esa huida.

Relato breve. El Regreso, parte I:

Sólo una línea horizontal hacia el oeste de la esfera, desde su centro, apreciaba de lejos: las nueve menos cuarto de la noche. Había salido un momento a acariciar la brisa fría que recorría el andén, sentí su presencia y me entregué a su compañía. Era la única cosa que acudía a despedirme; parecía que había atravesado toda la ciudad para estar allí conmigo. Aún, por tanto, quedaban quince minutos para que el empleado cerrara las puertas del vagón. Siempre queda algún tiempo para cerrar las puertas de algo. A mí, aquella noche, se me cerraron todas las puertas.
- Edmundo, dime, ¿vendrás esta noche?
- No sé, es que…
- Nada, nada –cortó Enrique-, te recogeré a las ocho.
A los pocos días de llegar conocí a Enrique. Él había contribuido, más de lo que yo entonces hubiese sido capaz de entender, a hacer mucho menos solitaria y menos definitiva mi estancia en la ciudad. Cuando llegué lo hice ilusionado, suelto –como la ropa nueva recién estrenada-, alegre, confiado, seguro. Todo fue sobrevenido como siempre lo imaginé. Necesitaba venir, necesitaba hacerlo. Siempre, en la vida de todo hombre, hay un momento el cual sabes que es el tuyo. Así lo entendí yo entonces. Sentía un hondo deseo de triunfar. Antes de que lo hiciera Enrique, me había telefoneado mi hermano Juan; esta llamada fue, sin embargo, mi único contacto palpable con mi pasado. Mi pasado, una estación ya visitada, vieja y pequeña, pero entrañable.

Al colgar el auricular pensé, bah, por qué no, salgamos hoy. Enrique sabía mi falta de decisión en ciertos casos, y, sobre todo, mi falta de amigos. Había llegado yo para sustituir a un anciano profesor, hospitalizado además, de un instituto de enseñanza media de la gran ciudad. Gracias a esa anónima y contingente baja pude obtener la oportunidad deseada desde siempre, salir del pueblo, salir de una sala de espera asfixiante, incómoda y sin ventanas. Me preparé enseguida y a poco más de las ocho sonó insistente el timbre. Enrique era el encargado de la cátedra de idiomas, hombre resuelto, rápido, vivaz, algo incómodo para los intransigentes de la tranquilidad. Conectamos desde el principio. La evasión en él era fundamental. Recorrimos casi todo el soportal animado de la avenida principal. Hola Enrique, dejaron caer unos labios seductores. Él se acercó rápidamente, dejándome mirando el panorama. Observé cómo se besaron y, muy poco después, reanudábamos el paso.

Llegamos entonces a una estancia curiosa, diferente; la entrada era pequeña y baja, lo recuerdo bien porque me di en la cabeza ligeramente. Al pasar el umbral sólo percibí unas lámparas de luz roja difuminada por el interior del local. Y un aroma, un olor difícil de recordar pero fácil de distinguir, profundo, húmedo, viejo. También era pequeño todo, no sólo la puerta, en ese extraño lugar al que me había llevado Enrique. Un hombre pequeño, en una pequeña mesa, esperaba; esperaba sentado, como si hubiese perdido un tren en una noche de invierno. Yo seguía a Enrique mecánicamente. Esa mañana en un descanso habíamos hablado un poco, yo le insinuaba mis deseos de aprovechar mi estancia en la ciudad, sabía que él la conocía bien, que podía ser para mí un perfecto cicerone personal. No tardó en reaccionar y me propuso ir esa misma noche a un lugar interesante. No llegamos a intercambiar palabra alguna en el recorrido que separaba desde donde nos encontramos a la chica de los labios seductores, hasta esta pequeña mesa en la que, ahora, nos encontrábamos delante.

La manecilla subía imperceptiblemente, el caso es que se separaba más y más del cuarto hasta alcanzar el norte. Un tren ahora iniciaba la llegada, lentamente, por la vía más distante al andén en donde mis huellas se perderían para siempre. El frío, al avanzar mi cuerpo hacia la última puerta que se me cerraría, chocaba bruscamente contra mi rostro y parecía, en un gesto de violencia, despedirse así, triunfalmente, de mis mejillas. Un mozo de equipajes en dirección contraria a la mía guiaba un pequeño y vacío transporte de maletas; éstas, probablemente, ya se encontrarían a cubierto. Era el único que entonces no iba, andaba o corría, en mi sentido. Parecía raro que no se marchara también de allí, que sólo quedara el frío. Me alegré de no ser mozo ni carrillo, ni familia que separa sus manos y sus labios del viajero que, como yo, subía difícilmente la escalerilla.

Enrique no lo dudó un instante, acercó la silla y se sentó. Aquel hombre pequeño no movió ni siquiera el dedo índice, único extremo visible de su cuerpo y, posiblemente, móvil que tenía.
- Siéntate –me susurró Enrique.
El dedo índice ahora se quebró -mis pupilas se habían centrado sólo en esa insólita figura-, giró la mano hacia un vaso vacío y, elevándolo suficientemente, lo dirigió a los ojos de un joven situado en la parte opuesta a la entrada.
- ¿Qué desean? –dijo con voz tajante y sorprendentemente clara, después que ésta se produjera en una garganta inundada de alcohol y de humo.
- Venimos por la esencia –respondió Enrique.
¿La esencia -pensé yo-, qué significaba eso? No había terminado de abstraerme en la idea cuando mi tobillo recibió un roce suave pero decidido.
- ¿Poseen el valor para pagarla?
- ¿Cuánto quiere?
- La vida no tiene precio –sentenció el viejo y embriagado hombrecillo.
- Bien, póngale usted uno –respondió retador Enrique.
Esta vez no pudo contestar aún, las palabras se le ahogaban de nuevo. Dejó el viejo hombrecillo pasar un tiempo, el cual bastó para que mi acompañante me mirase con ojos confiados y seguros. Al poco, continuó sentenciando:
- Muchos hombres han querido conseguirlo todo, llegar a una meta, a un final, cada vez más alto, más lejos, más grande. Y para ello no han –de nuevo volvía a mojar las palabras, o las ideas, más lentamente si cabe- vacilado en anteponer su trayecto a todo lo demás.
Enrique parecía dejarle hablar; pretendía algo y no quería estropear el resultado. Continuó diciendo el misterioso hombrecillo:
- Créanme, sólo se vive una vez; y el lugar que hemos transitado no aparece más a nuestros ojos.
Con esta sentencia trágica finalizó el contenido del vaso y ya no volvió siquiera a levantarlo en dirección al joven sirviente.
- Estoy dispuesto a llegar a un acuerdo –espetó Enrique.
- El mejor acuerdo es aquel que uno se hace a sí mismo. De todas formas siempre se es libre para elegir, para vivir, para morir...
- Dígame, ¿qué desea por un frasco de esencia?, insistió Enrique, esta vez más sosegado y como dejando caer lenta, pero ceremoniosamente, las palabras.
- Cien mil –contestó, volviendo en esta ocasión, solamente, a cubrirlo todo de espeso e irritante humo.
- Está bien –tardó en decir mi compañero. Mañana vendré a recogerlo, le traeré el dinero.
No había transcurrido ni medio minuto cuando nos empapábamos con el agua que, regularmente y con fuerza, resbalaba por nuestros vestidos arrugados. La avenida se encontraba desierta ahora. Qué contraste con algunos minutos antes. Estaba deseando llegar a alguna parte para poder escuchar a Enrique y saber, de una vez, qué era eso de la esencia y a qué maldito lugar me había llevado.

Pude llegar hasta mi compartimento después de que evitara a una señora gruesa que, con su hijo y una maleta tan gorda como ella, se dirigía hacia la puerta de salida, no sin maldecir el momento por el hecho de haberse equivocado de vagón. Abrí la estrecha puerta, encendí la luz, que a modo de lámpara se situaba en la pared, y cerré el seguro como queriendo separarme del resto con la seguridad que ofrece un cerrojo en una estancia pequeña y acogedora. Ya no tenía que soportar el frío de la noche, probablemente éste se habría cansado de esperar.

Sólo cesó de llovernos cuando traspasamos, empujándola, la puerta del Diamante, único establecimiento, al parecer, que carecía de derecho de admisión; se encontraba como una estación terminal a la hora más importante. Afuera seguía lloviendo. Enrique avanzaba decidido, sin hablar, rápido, expedito. Daba la impresión de ser una de esas locomotoras que en el antiguo Oeste descosían, literalmente, las manadas de Búfalos para poder continuar. Yo seguía detrás, como vagón encarrilado, imposible de detener. Al momento observé cómo una mano sobresalía de la superficie humana. Entonces los ojos de Enrique se dirigieron, y con ellos todo lo demás, hacia donde la señal se encontraba.
- ¿Dónde estabas? –preguntó la mujer más hermosa del grupo.
- Por ahí, le he enseñado a Edmundo un poco la ciudad.
Yo ya había llegado a la pequeña reunión que formaba el grupo, y supe que era pequeña y que era un grupo algo después. No dejé de mirar aquel rostro hermoso, entre otras cosas porque el hueco que yo ocupaba no me permitía girar, ni tan siquiera, los ojos.
- Os presento a Edmundo, el nuevo profesor. Dispuesto a triunfar.
Todos me saludaron; pero, al llegar a ella, que se situaba justo enfrente, mi gesto me delató.
- Edmundo, ésta es Verónica.
- Encantado, dije; fue lo primero que dije desde hacía tiempo y me salió sin tono casi.
Ella sonrió brevemente, sin dejar de inhalar el humo de su cigarrillo.
-Hola Edmundo, bienvenido.
Iba a decir gracias pero Enrique se interpuso para pedir una copa, ya que no había otra forma de hacerlo en ese desaireado y cargado lugar.
Continuará.)

(Poster Carga Nocturna, del artista inglés Terence Cuneo, 1907-1996; Cuadro del pintor impresionista francés Claude Monet, Tren en la nieve, 1875; Óleo Tiempo paralizado, del pintor surrealista belga Renè Magritte; Cuadro del artista español actual José Manuel Gómez, Tren para unos cuantos; Cuadro del pintor español actual Ricardo Sánchez, Estación de Aranda de Duero; Óleo del pintor inglés Terence Cuneo, Nostalgia, 1983, con la curiosidad de que el niño que aparece en el cuadro viendo pasar el tren fue el adulto que lo encargó.)

3 de julio de 2011

Modernidad e Historia: una sacralizada plaza, un mercado afrancesado y un diseño innovador.



Cuando Sevilla fuera reconquistada a los árabes por el rey Fernando III de Castilla en el año 1248, algunos moros que le acompañaron en su ejército se asentaron entonces en un lugar descampado de la ciudad. En ese lugar, en su subsuelo árabe, dormitaban ocultos restos del glorioso pasado hispano-romano de Sevilla. Años después, en los tiempos del descubrimiento y la colonización americana, la Iglesia adquiriría esos terrenos y acabaría construyendo ahí el gran convento femenino de la Encarnación. Así se mantuvo aquel zoco árabe, ahora sacralizado cristianamente, hasta que, a principios del siglo XIX, los franceses de Napoleón conquistaran la ciudad de Sevilla -sin demasiada resistencia- en el belicoso, revolucionario y rebelde año de 1810. Con las nuevas ideas ilustradas napoleónicas, el intendente del rey afrancesado -José I Bonaparte-, monsieur Mayer, idearía por entonces un proyecto modernista y laico para ese histórico y céntrico lugar. Pretendía el francés crear un edificio que centralizara todos los mercadillos que abundaban en la ciudad de Sevilla.

Por entonces los alimentos se vendían al aire libre, sin la menor higiene. Luego un alcalde español afrancesado -nombrado por José I-, Joaquín Goyeneta, decidió ponerlo en práctica un año después. El convento se expropiaría, como todas las órdenes religiosas, en ese pequeño período francés (1810-1813). La demolición del edificio religioso dejaría a las monjas, provisionalmente ahora, en otro edificio. Así hasta que, en el año 1819, se ubicaron definitivamente cerca de la catedral hispalense, donde aún continúan. El mercado de la Encarnación terminaría por construirse en el año 1837, siendo la primera plaza de Abastos de Sevilla. Con el paso de los años, en el siglo XX, concretamente en el año 1948, acabaría por derribarse parte del mismo mercado para crear una plazuela ajardinada que ampliara la ciudad, ya que el diseño urbano de entonces era de calles muy estrechas y plazas empequeñecidas, heredado de su antiguo trazado hispano-árabe. Pero, todo acabará terminando alguna vez en los arrabales del tiempo... Y eso sucedería en el año 1973, cuando definitivamente el antiguo mercado de la Encarnación sería derribado por completo y para siempre. Entonces se pensó utilizar ese espacio liberado para lo que, ahora, invadiría la vida y costumbres de sus habitantes: los vehículos privados. Y así se mantuvo la antigua plaza -como un aparcamiento improvisado- durante casi cuarenta años en su historia, dejada del todo y abandonada sin sentido. Y ahora se decide, otra vez -doscientos años después-, hacer con ella otra modernidad. Reconvertir su pasado y compaginar así su historia con su futuro. Hoy, recién inaugurada y estrenada, resurge otra imagen desconocida entre sus antiguas casas aledañas. Otra función, otro diseño y otra mirada. Pero, de nuevo, su cielo y su contorno milenario no se sorprenderán de nada. Demasiados años para no saber asimilar -recompuesta de nuevo- la señera efigie de una villa llena de contrastes y pueblos distintos. De religiones distintas, de tendencias distintas, de diseños distintos y de vidas distintas. Pero, ahora como entonces, con tan sólo una única, luminosa, misteriosa y permanente alma.

(Fotografías de la nueva y recién terminada construcción para la antigua Plaza de la Encarnación, ahora Plaza Mayor, Sevilla, 2011; Fotografía del solar -aparcamiento de vehículos- del antiguo mercado de la Encarnación, Sevilla, 1973; Imagen de la puerta de entrada al mercado, Sevilla, años cincuenta; Fotografía del primer derribo -casi la mitad- del mercado de Abastos de la Encarnación, Sevilla, 1948; Fotografía del Mercado de Abastos, Plaza Encarnación, Sevilla, años cincuenta; Cuadro Semana Santa en Sevilla, del pintor español Ernest Descals, actual; Fotografía actual Plaza Encarnación, 2011; Fotografía de la plazuela anexa de la antigua Plaza de la Encarnación, Sevilla, años cincuenta; Cuadro Plaza de Toros -Maestranza de Sevilla-, del pintor José Jiménez Aranda, siglo XIX.)

28 de junio de 2011

El decadentismo, la engañosa evasión de los sentidos, su traición y la vida.



En el quinto libro del Antiguo Testamento -el Deuteronomio- se describe la escena cuando Moisés despide a su pueblo elegido en los llanos de Moab.  El profeta bíblico le dice entonces al pueblo hebreo que ellos acabarán siendo ingratos y poco merecedores del amor de Dios si no guardan fidelidad al pacto...  En uno de esos discursos, el cuarto y último, Moisés se dirige de nuevo a su pueblo y les dice: Mirad que hoy pongo ante vosotros la vida y la muerte. Invoco hoy para vosotros al cielo y la tierra poniendo ante vosotros la vida o la muerte, la bendición o la maldición: escoged la vida, para que así podáis vivir vosotros y vuestra posteridad. En unas antiguas tablillas sumerias escritas en el tercer milenio antes de Cristo, se mencionaba por primera vez el nombre del opio. Se utilizaría así ya esa palabra por el misterioso y primigenio pueblo sumerio, y cuyo significado entonces vendría a ser algo parecido a disfrutar. Los egipcios y los griegos emplearon el opio como un remedio analgésico poderoso. Los romanos utilizaron la adormidera -el opio- para mitigar el dolor y para los que dormir no puedan... Se conocía el opio desde la Antigüedad hasta casi el siglo XVIII como un remedio equilibrado, como muchos otros remedios que existían por entonces. Por tanto, su uso se mantuvo en la historia sin obsesión ni desprecio.

Pero hubo un pueblo que caería rendido tristemente a los pies de ese alcaloide, al que le acabarían añadiendo además otra sustancia para aumentar así su consumo. Fue a partir del siglo XVI cuando el comercio opiáceo con China se fue haciendo interesante tanto por los españoles como por los portugueses y, sobre todo, luego por los ingleses. Los occidentales comprendieron pronto la extraordinaria aceptabilidad del pueblo chino a esa nueva forma de ingerir el opiáceo. El advenimiento del tabaco a partir de entonces contribuyó a innovar con la adormidera una afortunada mezcla que los chinos consideraron irresistible. El comercio internacional de opio no fue provocado sólo por esa demanda china sino, sobre todo, por una oferta feroz. Los ingleses vieron en el siglo XIX una magnífica oportunidad de intercambiar el opio cultivado en la India por mercancías chinas que los británicos deseaban ávidamente (seda,, porcelana). Así comenzaría el comercio del opio, única mercadería occidental que los chinos demandarían compulsivamente y no pudieron evitar desear en adelante. Hasta guerras se provocaron en el siglo XIX por culpa del opio. Guerras que perdieron los chinos pero que Occidente no tardaría en sufrir años más tarde, como la rebelión de los Boxer del año 1900, los disturbios dinásticos posteriores, el rechazo cultural subsiguiente, las revueltas sociales comunistas y la superioridad comercial mundial, una superioridad que continúa hoy en día.

A mediados del siglo XIX, se consolidaría en occidente una Revolución industrial y comercial que transformaría por completo la historia. Por entonces la economía, basada en la libre concurrencia -mercados abiertos a todos y con igualdad de oportunidades para todos-, empezaría a transformarse en una macroeconomía de grandes concentraciones financieras e industriales. Eso motivaría una crisis en el último tercio del siglo XIX que supuso el mayor cambio del sistema productivo habido en el mundo, y, por consiguiente, provocaría  revueltas, represiones y antagonismos sociales que nunca antes fueron vistos en la historia. Fue por ello que, desde la esfera del mundo artístico y ante las preocupaciones sociales del momento, aparecería un movimiento cultural denominado postromántico... Un escritor vendría especialmente a representar esa postración emocional que siempre conllevará un cambio social tan importante. Charles Baudelaire (1821-1867) se enfrentaría con su literatura a una sociedad convencional y burguesa cargada de una moral y unas costumbres en exceso inflexibles. De ese modo reivindicaría el escritor francés la individualidad del romanticismo, pero añadiría a su obra además una feroz brutalidad y un grotesco lirismo. Los críticos académicos consideraron el postromanticismo como algo decadente, y así acabaron ellos hasta por denominarse, decadentistas. Sólo buscaban huir de la realidad, no sublimarla. La poesía de Baudelaire fue considerada una ofensa a la moral y a las buenas costumbres. El autor francés se defendió escribiendo: Todos esos imbéciles que pronuncian la palabra inmoralidad o moralidad en el Arte, y demás tonterías, me recuerdan a Louise Villedieu, una puta de cinco francos que una vez me acompañó al Louvre, donde ella nunca había estado, y empezó a sonrojarse y a taparse la cara. Tirándome a cada momento de la manga de mi chaqueta me preguntaba, indignada ante los cuadros y estatuas inmortales, cómo podían exhibirse públicamente semejantes indecencias.

A principios de los años veinte del pasado siglo los japoneses consiguieron sintetizar, a través de la conocida anfetamina -descubierta por los alemanes en 1887-, la espantosa metanfetamina. No fue, sin embargo, hasta el año 1938 cuando se comenzaría a comercializar ese producto químico en todo el mundo. Las ventajas de este estimulante sintético en los soldados en guerra fue inmediatamente comprobada. Los alemanes descubrieron sus efectos sobre el sistema nervioso central. Es decir, que producía los mismos resultados que la hormona humana adrenalina, lo cual provocaría un estado de alerta acentuado. Con el añadido de que, en el caso de la metanfetamina, sus efectos se multiplicaban y perduraban hasta por doce horas. Aumentaba la autoconfianza, la concentración, la voluntad de asumir riesgos, también reducía la sensibilidad al dolor, al hambre y a la sed. Todo un cóctel inapreciable para los, por entonces, guerreros modernos. Así fue como los militares y aviadores alemanes la comenzaron a utilizar con un claro beneplácito académico y social. Los primeros aviadores alemanes llegados a España durante la contienda civil de 1936 ofrecían esta droga a los soldados españoles. De ese modo la guerra civil española fue una de las primeras contiendas bélicas donde se utilizaría.

Luego, en la Segunda Guerra Mundial, se practicaría su uso tanto en los bandos aliados como en los del Eje. Los japoneses -creadores del producto estimulante- recomendaron el uso de metanfetamina a sus valerosos, heroicos y suicidas kamikaces. ¿Cómo si no era posible dirigirse, decididos, hacia una muerte segura, violenta y programada? Y así hasta que llegaron los felices años sesenta, donde la revolución social de la modernidad pop consumiría todos los alucinógenos posibles e imposibles. Las consecuencias pronto se observaron en los que, sin un motivo controlado y terapéutico, fueron arrollados por la cruel y traicionera desoxiefedrina... La Convención Internacional de Psicotrópicos de la ONU incluyó en el año 1971 a la metanfetamina en su Lista de sustancias peligrosas. Aquí comenzaría, realmente, la batalla social y legal que el mundo ha tenido que librar denodadamente -y que no ha ganado aún- contra las fuerzas malignas de la drogadicción. En marzo del año 1870 el gran poeta francés, decadentista y malogrado, Arthur Rimbaud (1854-1891), se inspiraría en una de sus composiciones más bellas y efectivas para simbolizar la engañosa evasión de los sentidos. En sus palabras, en sus metáforas y en su lírica sensación expresaría toda la contradicción que encierra la dulce y trágica asechanza de los psicotrópicos:

En las tardes azules de verano, iré por los senderos,
picado por el trigo, hollaré la hierba menuda;
soñador, sentiré el frescor de mis pies,
dejaré que el viento bañe mi cabeza desnuda.

No hablaré, no pensaré en nada;
pero el amor infinito me subirá al alma,
me iré lejos, muy lejos, como un bohemio
por la Naturaleza; feliz como una mujer.

Sensación, del poeta francés Arthur Rimbaud, 1870.

(Cuadro Una Loca, 1822, Eugene Delacroix; Fotografía de Charles Baudelaire, 1855; Óleo del pintor francés Henri Fantin-Latour, 1836-1904, Verlaine y Rimbaud, 1872, ambos sentados a la izquierda del lienzo; Cuadro del pintor Eduard Manet, Dama con abanico, 1862, la modelo era la amante de Baudelaire, la mestiza Jeanne Duval; Cuadro El fumadero de ópio, 1880, del pintor americano William Lamb Picknell, 1853-1897; Imagen artística, Boca, del autor actual Vincent Sablong; Imagen representando a un Kamikaze japonés de la Segunda Guerra Mundial; Cuadro del pintor español Santiago Rusiñol, La Morfina, 1884; Imagen de las Autoridades norteamericanas contra la Droga, Ejemplo de efectos de la Metanfetamina, 2005-2007.)

24 de junio de 2011

La autenticidad o la artificiosa perfección: el apego equivocado, la verdadera personalidad y el Arte.



En el año 1924 fue legado al museo londinense de la National Gallery el cuadro La Virgen con el Niño, una obra pintada en el año 1500 por el artista cuatrocentista italiano Francesco di Marco Raibolini -también conocido por Francesco Francia- (1450-1510). En este museo de Londres estuvo expuesto el lienzo del pintor boloñés hasta que salió a subasta treinta años después otra obra igual, con el mismo título y firmada por el mismo autor. El museo, rápidamente, comparó en el año 1954 las dos obras llegando a la conclusión de que el óleo expuesto desde el año 1924 en el National Gallery de Londres no era el auténtico. La obra recién descubierta y subastada luego era ahora la original, la auténtica obra. La otra, la que el museo londinense había mostrado durante treinta años, había sido una perfecta copia extraordinariamente realizada, pero no era la auténtica y habría sido creada con mucha probabilidad hacia finales del siglo XIX. Cuando en el año 1851 el pintor norteamericano Emanuel Gottlieb Leutze (1816-1868) quiso inmortalizar la histórica gesta que George Washington llevara a cabo cruzando el río Delaware en diciembre del año 1776, realizaría entonces una grandiosa, perfecta y magnífica obra de Arte para elogiarlo. Pero, sin embargo, no sería nada fiel a la realidad auténtica de cómo sucedió aquel hecho histórico. Ni la embarcación era tan pequeña como se observa en el lienzo -la verdadera llevaba muchos más hombres-, ni la bandera americana era en ese momento la que aparece dibujada en el cuadro. El autor pintaría entonces el definitivo emblema norteamericano -éste no se utilizaría hasta septiembre del año 1777-, una bandera que no existía aún en el invierno del año 1776. No fue la auténtica bandera entonces, cuando se llevó a cabo tal heroica gesta por la independencia de los Estados Unidos.

El afamado psiquiatra y pediatra inglés Donald Woods Winnicott (1896-1971) elaboraría unas teorías orginales sobre la génesis de la personalidad en la infancia. Introduciría el concepto de Yo mismo. Puede que un individuo alcance el Yo mismo verdadero, o, por el contrario, el Yo mismo falso. Cuando el bebé, continúa Winnicott, expresa su propio gesto espontáneo es indicativo de un potencial Yo mismo verdadero. Sin embargo, el Falso Yo es una estructura de defensa del bebé para asumir prematuramente -al no ofrecérselas la madre- las funciones de cuidado y protección que requiere; de modo que el pequeño se adapta ahora al medio a la vez que protege su Verdadero Yo de supuestas amenazas. Si la madre no es capaz tampoco de sentir y responder suficientemente bien las necesidades del niño sustituirá el gesto espontáneo de éste por una conformidad forzada con su propio gesto materno. Esta repetida conformidad llegará a ser la base del más temprano modo del Falso Yo.

Estas pueden ser las situaciones que sobrevienen en algunas personas que no consiguen desarrollar una autoestima en su personalidad. De ese modo transformaremos nuestra propia y original imagen para, dejando de ser auténticos, obtener ahora una falsa satisfecha personalidad. Ser ahora otro individuo, no el que somos realmente. No es esto una anécdota simplemente, ya que oculta una realidad frustrada en el inconsciente de cada ser humano. Esto es observable también a lo largo de la historia del Arte. Por ejemplo, la famosa pintora mexicana Frida Kahlo fue un modelo de personalidad auténtica, jamás dejaría ella que el mundo ni nada condicionase su individualidad artística como personal. Por otro lado hay objetos consagrados que su autenticidad ha sido cuestionada. Un ejemplo singular sería la Sábana Santa, la Síndone de Turín. Su autenticidad, es decir, haber sido el lienzo verdadero que envolvió el cadáver de Jesucristo, es del todo cuestionable. En los casos de fe, en manifestaciones no ya tanto artísticas sino de creencias religiosas, podemos o no alinearnos con una u otra afirmación. La autenticidad en esta ocasión es muy relativa. Sin embargo, en la obra artística del pintor Annibale Carracci denominada La Pietá, donde una representación divina también se sugiere, la autenticidad representada es aquí, sin embargo, del todo incuestionable. Porque aquí vemos ahora una auténtica y extraordinaria obra maestra del Arte. La autenticidad ahora adquiere aquí, en esta obra, otra dimensión. Es ahora la acepción más artística -no sólo de creación original- la que viene a decirnos, con absoluta fidelidad, que lo que vemos representado ahora aquí, con independencia de nuestra fe, es una maravillosa obra de Arte, una, realmente, auténtica obra de Arte.

(Óleo auténtico -es decir, original- La Virgen y el Niño, 1500, del pintor italiano Francesco Francia, Museo Carnegie, Pittsburgh, EE.UU; Copia de la obra anterior, La Virgen y el Niño, de autor desconocido, siglo XIX, National Gallery, Londres; Cuadro Washington cruzando el Delaware, 1851, del pintor norteamericano Emanuel Leutze, 1816-1868, Metropolitan, Nueva York; Fotografía de la pintora mexicana Frida Kahlo, 1907-1954, años treinta; Cuadro Autorretrato, 1940, de la pintora Frida Kahlo; Óleo La Pietá, 1600, del pintor italiano Annibale Carracci, Nápoles; Imagen de la Sábana Santa de Turín; Cuadro La Falsedad, 1490, del pintor cuatrocentista veneciano Giovanni Bellini, 1433-1516; Óleo La Madre y el Hijo, 1622, del pintor del barroco holandés Pieter de Grebber, 1600-1652.)