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19 de febrero de 2014

Cuando también el Arte desaparece poco a poco como aquel que fenece bajo la sombría historia.



A mediados del siglo XV el Renacimiento había llevado al arte de construir palacios bellas formas con la revolucionaria y pujante arquitectura de Florencia. Plantas rectangulares y definidas, pequeños arcos de ventanas decoradas, paredes macizas, casi rústicas, con curiosos y estéticos sillares almohadillados, algo muy costoso de hacer por entonces. Así fue como el Ducado de Medinaceli construiría, en la villa guadalajareña de Cogolludo, su renacentista palacio ducal a finales del siglo XV. Una fachada extraordinaria se elevaba entonces por entre las rudas laderas castellanas según los principios clásicos de la época. Según esos principios, la belleza arquitectónica debía disponer de un cierto orden y una cierta unión dentro del organismo del que forman parte, conforme a una definida delimitación y a una colocación de todo de acuerdo con un número determinado de cosas, tal y como lo exige la armonía de la belleza. De esa forma, la fachada renacentista del Palacio de Cogolludo se dividiría en dos partes iguales desde su mismo centro. A cada lado se situarían tres ventanas geminadas con el escudo nobiliario inscrito entre sus tímpanos. Esas ventanas, divididas por una pequeña columna de mármol, estaban diseñadas con pequeños arcos trilobulados decorados todavía con los elementos góticos de antes (las llamadas cardinas decorativas vegetales). También con sus grandiosos relieves superiores formando un arco conopial que enlazaba con el florón final que lo apuntara. Así que toda esa decoración mostraba aún trazas de un gótico agonizante frente al conjunto arquitectónico propio del triunfante, armonioso y espectacular Renacimiento.

El palacio de Cogolludo se construyó a finales del año 1492 cuando el reino de Castilla y León había alcanzado su máximo esplendor político. Luis de la Cerda (1442-1501) fue el V conde de Medinaceli, título castellano que le sería otorgado a uno de sus antepasados en el año 1368, un noble francés que se uniría en matrimonio con una descendiente de un malogrado infante de Castilla (el infausto Fernando, primogénito fallecido del rey Alfonso X). Un día cualquiera de un siglo después, cuando el rey Enrique IV de Castilla deseara reconocer como heredera a su hija Juana -frente a su hermanastra Isabel la futura reina Católica-, ese conde castellano, demostrando gran valor, se negaría a reconocer a Juana por las dudas sobre su legitimidad. Ante aquel gesto valiente y decidido la futura reina Isabel le otorgaría el ducado de Medinaceli, siendo el primero de su familia en ostentarlo. Fue este duque quien quiso construir el palacio en Cogolludo siguiendo el Renacimiento inspirado ya en Italia. Era nieto del marqués de Santillana -cultivado poeta castellano enamorado del arte clásico-, descendiente de la familia Mendoza y sobrino del famoso cardenal Mendoza. Los Mendoza fueron los primeros que importaron a España el gusto renacentista. En Florencia existían palacios con estas características: fachadas de sillares almohadillados, patio interior de galerías ajardinadas, jardín elevado, espacio anexo para servicios, caballerizas, capilla y dependencias propias del palacio. Tan maravilloso alojamiento suntuario fue aquel palacio de Cogolludo que el propio duque acabaría residiendo en él sus últimos años.

Cuentan las crónicas que en el año 1502 los príncipes de Castilla y Aragón, Juana y Felipe de Habsburgo, visitaron Guadalajara en su primer viaje a España desde Flandes. En otros palacios de la familia Mendoza -duques del Infantado- estuvieron alojados varias noches, pero quisieron visitar entonces el palacio de Cogolludo del que habían oído hablar de sus bellezas artísticas renacentistas. El propio chambelán flamenco del archiduque Felipe escribiría sobre este palacio: Vale siete veces cualquiera de los nuestros; es el más rico alojamiento que hay en España. Así de impresionante debía ser la maravillosa visión de aquella hermosa fachada, de sus patios, de sus galerías ajardinadas o de sus ornamentos interiores. Porque toda aquella decoración del palacio fue de estilo renacentista, pero también del estilo gótico y mudéjar. La construcción y la decoración superaban con mucho -decían las crónicas- cualquier otra edificación flamenca o castellana construida por entonces. Pero, sin embargo, toda esa maravilla del arte renacentista castellano acabaría malograda a principios del siglo XVIII. De toda aquella exquisita magnificencia decorativa, de sus artesonados, azulejería, yeserías y grandeza, sólo quedarían la estructura de su fachada y poco más. El resto moriría; acabaría como toda aquella grandeza hispana de entonces, como toda aquella gran historia gloriosa que alguna vez existiera. El último miembro de la familia de la Cerda que ostentaría el ducado fue don Luis Francisco de la Cerda y Aragón (1660-1711), IX duque de Medinaceli. Con él finalizaría la gloria del palacio castellano, fueron los años de la decadencia española de finales del siglo XVII, cuando la descendencia maldita de los reyes españoles de la dinastía austríaca acabaría por hacer estallar el reino frente a las ambiciones de otros grandes poderes europeos. Al morir sin descendencia el rey Carlos II en el año 1700, la monarquía hispánica no pudo más que hacer uso de un real testamento que otorgaba la sucesión del trono español al más poderoso reino europeo de entonces, a Francia.

Con esa decisión se precipitaría entonces una guerra, una dolorosa escisión del reino, pérdidas territoriales, y, luego, la decadencia malograda más absoluta y definitiva. Así entraría España en su postrer enfisema. Muchos nobles apoyaron la decisión real y otros aceptaron a regañadientes la influencia francesa. Pero, aunque Luis Francisco de la Cerda aceptase inicialmente al joven Felipe de Anjou -el rey español de origen francés Felipe V-, luego opinaría el duque de Medinaceli sin reservas que la excesiva influencia francesa de la corte no sería buena para España. El caso fue que, como su valeroso antepasado ya lo hiciera, no rehusó dar su opinión en unos graves hechos ocurridos por entonces en Flandes -los intereses inconfesables de ambición territorial de Francia-, ni ocultarlo ante el nuevo monarca claramente. Así que ahora el rey Felipe V -el primer rey Borbón de España- lo mandaría encarcelar por traición en el Alcazar de Segovia en el año 1710, falleciendo en el castillo de Pamplona al año siguiente el duque y su legado. Sus dos únicos hijos tenidos en dos matrimonios diferentes fallecieron antes que él. Así que el ducado de Medinaceli pasaría a uno de sus sobrinos, el cual nunca quiso residir en un palacio tan antiguo, alejado y decadente. Con su abandono de Cogolludo la población guadalajareña entraría en una completa decadencia, tanta como aquella misma que su reino habría comenzado a padecer.

Pero tiempo antes de suceder todo eso, en el año 1684, el pintor flamenco Jacob-Ferdinand Voet (1639-1689) pintaría al joven IX duque de Medinaceli en un retrato de salón en otro de sus palacios. En esta extraordinaria -y premonitoria- pintura barroca se vislumbraría ya la atmósfera decadente que el autor flamenco insinuara aún levemente en su obra. Al ser un pintor extranjero no se puede evitar pensar la audacia, suspicacia y brillantez que anticipara tener el creador ante su singular personaje retratado. Porque en esos años se comenzaría a identificar España más con su gloria pasada que con su incierto porvenir, pero, sin embargo, nadie se atrevería por entonces siquiera a mencionar o expresar algo parecido. Y en este curioso retrato barroco subyace veladamente esa sutil sensación decadentista, una sensación crítica que solo algunos extranjeros -en este caso artistas como Voet- podían acaso percibir, comprender y atreverse a expresar así en un lienzo. Pintaría por entonces Voet el retrato del duque en un escenario desolado, casi declinante, sin demasiada luz o con una palidez inquietante en su decadente lienzo barroco. Hasta una columna del fondo aparece ahora oscurecida, tenebrosamente incluso, donde parte de la misma está cubierta por una cortina encarnada, simbolizando un estremecido, sangriento y desalentado porvenir. Además observaremos la visión parcial a la izquierda de la obra de un balcón entreabierto, desnudo y sin brillo, mostrando un mar ahora reducido con unos cuantos buques atracados, muy pocos y deslucidos, casi nada enarbolados y algo escorados incluso. Reflejando así el pintor, vagamente, la por entonces terrible realidad de un poder disminuido. Y con la imagen solitaria sobre la mesa de la estancia de un antiguo casco emplumado de armadura, un símbolo deslavazado del poder imperial que España una vez fuese en el mundo, de lo que sólo fuese una vez y dejaría ya de ser entonces. Y el semblante hosco, casi entristecido, de un noble retratado con aspecto inseguro, indolente, rígido o más sorprendido que sus grandiosos antepasados de antes. Con una apostura sin fuerza, desposeída de la gracia o de la finura de un esplendor ya perdido. Y con su vestimenta ridícula, desproporcionada, decadente, muy poco a la moda, menos avanzada o menos florecida.

(Óleo Barroco del pintor flamenco Jacob Ferdinand Voet, Retrato de Luis Francisco de la Cerda, 1684, Museo del Prado; Fotografía de mediados del siglo XIX realizada por el francés Jean Laurent, Palacio de Cogolludo, entonces transformado en una fonda o posada decadente; Imagen fotográfica actual de la fachada renacentista del Palacio de Cogolludo, Cogolludo, Guadalajara, España; Fotografía del palacio renacentista Medici Riccardi, siglo XV, Florencia, Italia; Fotografía del palacio renancentista Strozzi, siglo XV-XVI, Florencia.)

15 de abril de 2013

El matiz diferente de una historia contrastada: dos mundos europeos distintos, dos artistas y el Arte.

 

Desde que el hombre decidiera entender que sólo batiendo su espada heroica podía conquistar sus deseos, la historia nos presenta, sin embargo, que una forma de poder hacerlo también es aprendiendo de los errores de los otros. Así fue como pueblos que llegaron antes a rozar la grandeza acabaron siendo vencidos por otros que, hábiles aprendices, consiguieron alcanzar decididos luego sus éxitos y su gloria. Cuando España fuese elevada a la primacía de la historia durante el siglo XVI -la primera nación europea que la alcanzara desde el imperio romano-, conseguiría latir fuerte su pulso tanto en comercio, en riquezas, en reinos, en grandes personajes, en cultura y en Arte. Y así brillaría su historia durante algunos siglos más. Y de tantos frutos como dio su crisol entonces nacieron hombres que crearon vidas, pueblos, obras y cultura. Y crearon también -para aquel tiempo tan temprano- el posible germen de una senda de riquezas que, de haber podido fomentarse, hubieran sido una gran promesa de futuro o un hálito de prosperidad para sus descendientes. Pero, sin embargo, ni el destino de sus gobernantes ni el sustrato de sus pobladores variopintos ni el amparo de las cosas de la vida, hicieron que ese brillo perdurara para siempre.

Uno de los artistas más desconocidos y curiosos del Siglo de Oro español lo fue el sevillano Juan de Jáuregui. Dedicaría su pasión al Arte en el sentido más renacentista, aun siendo parte de su vida una época plenamente barroca. Y lo hizo como aquellos seres creativos que no distinguirían la pluma del pincel. Pintaría como sus maestros andaluces Pacheco, Céspedes o Mohedano; y escribiría como los grandes autores Góngora, Quevedo o Cervantes..., donde su poesía italiana y culta, sacra, pagana, mitológica y universal, habría prevalecido en textos resguardados tanto en pobres cajones como en bibliotecas silentes o desapercibidas. Pero no así su Pintura, de la que no queda absolutamente nada, ni resguardado, ni copiado, ni sentido... Juan de Jáuregui nació en Sevilla en el año 1583 en una familia hidalga del señorío de Gandul. Este señorío se situaba entonces entre las tierras próximas al municipio sevillano de Alcalá de Guadaíra. Desde las reparticiones del rey Fernando III a la conquista del reino sevillano a los árabes, el lugar fue requerido por su estimable situación cercana entonces a la frontera con el reino granadino. También por su nudo de comunicaciones en la antesala de Sevilla y sus ricas tierras de labranza. El señorío sevillano de Gandul fue creado cuando el rey Enrique II de Castilla lo ofrece en el siglo XIV a vasallos leales, castellanos enfrentados a su hermano y legítimo monarca, el rey Pedro I. Al ganar Enrique la lucha fratricida, el señorío de Gandul adquiere verdaderamente todo su sentido social. Fue el padre del artista -Martínez de Jáuregui- quien adquiere Gandul durante el año 1593 gracias a la riqueza del comercio de Indias como a su relación -era miembro del concejo- con la ciudad hispalense. En aquellos años -finales del siglo XVI- todavía la comarca sevillana mantenía una pujanza económica envidiable, no solo en la península sino en Europa. Los productos de Gandul se vendían en Sevilla y en su puerto -el más importante puerto del mundo entonces-, y el señorío de esa comarca -toda una villa de seiscientos habitantes- disponía de su propio castillo, de una iglesia, de un Palacio, de vida y de futuro.

Pero todo acaba terminando cuando las crecidas no son controladas por el gobierno de lo prudente, de lo que se aviene en falta de experiencias que acabarían convertidas en una burbuja detestable. Un filósofo romano, Marco Terencio Varrón, dijo en el siglo I a.C. que el hombre es una burbuja... Una absoluta, fugaz, evanescente y efímera burbuja. Cuando el botánico holandés Clusius recibiera de regalo en el año 1573, del embajador del Sacro Imperio Romano en Constantinopla, el bulbo de una planta bella y exótica, nunca pensaría que acabaría arruinando a muchos de sus compatriotas. Era tan bella esa flor, tan distinta a toda planta conocida o vista antes en Europa. Porque sus pétalos se tornaban ahora de colores maravillosos. Algunos de sus bulbos desarrollaban una flor diferente, enigmática y hermosa como nunca antes se viese. Luego se supo que la razón de ese cambio de tonalidad era provocado por un virus, que alteraba las formas y los colores de sus pétalos perfectos.

El proceso inflacionista en el valor de esas plantas exóticas comenzaría con una demanda en exceso desbocada. Y continuaría más tarde con la vil especulación y la codicia. Holanda a finales del siglo XVI pertenecía aún a la Corona española de Felipe II. Este rey heredaría el territorio de su padre, el emperador Carlos V, pero el rey no supo -o no pudo- mantener el suave acontecer social y político de un vasallaje antes comprendido con España. Las riquezas americanas agasajaron además aquellas posesiones norte-europeas. Así que las ciudades de Flandes prosperaron al amparo de las conquistas españolas. El comercio americano que salía y llegaba de Sevilla sería fomentado por Carlos V en todas sus posesiones, sin distinción de fueros, identidades, naciones o intereses. Sin embargo, una guerra en Flandes llevaría a España a perder aquellas posesiones europeas. Y el nuevo reino flamenco independiente alcanzaría una prosperidad marítima, comercial e imperial extraordinaria. Y todo eso a pesar de soportar la quiebra financiera producida por aquella burbuja explosiva de los tulipanes durante la primera mitad del siglo XVII.

Aun así consiguieron los holandeses llegar a ser la primera nación productora de tulipanes del mundo -hoy en día aún lo son-, y obtener gran parte de su riqueza nacional gracias a esa maravillosa industria de los tulipanes. Uno de los holandeses que sufriera esa burbuja -la tulipanomanía- fue el pintor paisajista Jan van Goyen. Antes de la quiebra del mercado de los tulipanes del año 1637, el pintor van Goyen comenzaría a dibujar paisajes con la exquisita combinación de sus colores y perspectiva flamenca. Ganaría el dinero suficiente con su Arte para vivir bien, pero, sin embargo, se vio seducido por la inmensa ganancia que los bulbos del diablo habían llegado a tener antes. Acabaría el pintor arruinado en los últimos años de su vida. Al contrario de lo que le sucedió al señorío de Gandul, que no llegaría a perder su pujanza sino hasta comienzos del siglo XIX. El campo andaluz sufriría entonces el cambio de influencia comercial, que se dirigía ahora del sur al norte de Europa. Pero, además los gobiernos españoles de comienzos del siglo XIX terminarían por fracturar, aún más, las posibles reformas para renovar la región y su deficiente agricultura.

Los descendientes de aquel poeta-pintor Jaúregui siguieron tratando de hacer de su tierra lugares de promisión durante casi dos siglos más. Luego de las desamortizaciones y expropiaciones de los gobiernos liberales, llegaron sus descendientes a importar tecnología a sus tierras andaluzas construyendo una estación de ferrocarril y desarrollando cultivos y comercio. Pero, para nada. Todo sucumbiría en la región sevillana tras la desidia y el abandono de los años decimonónicos. Como la historia de aquella grandeza de España que una vez fuese. Y el poeta sevillano escribiría mucho antes de aquel final desastroso unos versos, versos que fueron deslucidos luego por otros versos líricos más conocidos, los de los grandes poetas de su mismo dorado siglo grandioso.  Juan de Jáuregui dejaría, como el Arte -lo más indeleble y menos evanescente que existe-, eternas unas palabras emotivas y líricas con su genial, intemporal, clarificadora y hermosa rima entristecida:

Pasó la primavera y el verano 
de mi esperanza...

(Cuadro del pintor holandés Jan van Goyen, Paisaje invernal, 1627, Holanda; Fotografía de la antigua estación de ferrocarril, Gandul, Sevilla, autor Pedro Moreno; Lienzo del pintor Jan van Goyen, A la calma, 1650, Museo de Bellas Artes de Budapest, Hungría; Retrato de Miguel de Cervantes, atribuido sin mucha consistencia a Juan de Jáuregui, Real Academia Española, Madrid; Fotografía de un tulipán abriendo los pétalos de su flor.)

29 de marzo de 2013

La historia permanecerá subsumida en las inadvertidas creaciones del Arte.



Cuando los almohades llegaron a Hispania a mediados del siglo XII -seducidos por los perdedores almorávides vencidos por los cristianos en la península Ibérica-, alcanzaron su esplendor más glorioso con el califa almohade Abu Yusuf (1135-1184). Este califa norteafricano decidió que su capital imperial almohade fuese la ciudad ribereña de Sevilla. Fue él quien ordenaría construir una gran mezquita en la ciudad sureña de Al Andalus, proyecto que sólo pudo comenzar y que nunca llegaría a competir con la tan hermosa, grandiosa y sagrada mezquita cordobesa... Pero, al menos, la mezquita almohade hispalense tendría ahora un alminar, una torre de llamada a la oración tan alta y decorada como lo era la sagrada Kutubia de Marrakech. Y así pasaron los años hasta que, en 1248, los cristianos del rey Fernando III alzaron el pendón castellano-leonés sobre la famosa Giralda sevillana. Sin embargo, fueron esos mismos cristianos los que mantuvieron la torre sagrada, ahora consagrada al rito católico, tal y como estaba antes para ser sede arzobispal del nuevo reino reconquistado. Así que no fue hasta el mes de julio del año 1401 cuando entonces el cabildo sevillano decidiera erigir, en ese mismo lugar, una gran catedral cristiana, tan grande y buena que no haya otra igual en el mundo... La ciudad de Sevilla por entonces -principios del siglo XV- no tenía demasiados artesanos o artistas conocedores de técnicas constructivas y decorativas catedralicias, esas que una obra tan importante y sagrada requería para ser embellecida. Y es por lo que fueron llamados por toda la Europa cristiana los mejores artistas que el nuevo siglo pudiera ofrecer. Vinieron entonces de Italia, de Francia, de Alemania, también del resto de los reinos peninsulares. Arquitectos, escultores, pintores, artesanos o creadores, con experiencia en decoración y construcción de templos sagrados por toda la Cristiandad.

¿Quién fue realmente el primer arquitecto que ideara el diseño de ese enorme templo nunca antes diseñado? Por entonces, como ahora, se obligaba a dibujar los planos del edificio y a firmarlo al maestro constructor de la obra. Esos documentos existieron y en ellos aparecía el nombre del primer atarife responsable de la catedral de Sevilla. Porque luego hubieron más, tantos como los años que se tardaron en terminarla. Desde comienzos del siglo XV hasta mediados de ese siglo -año 1465- no se consiguió alcanzar levantar la catedral poco más allá de la mitad de su altura definitiva. Porque no fue sino a finales de ese siglo XV cuando se lograría terminarla, llegando incluso al año 1506 su completa finalización arquitectónica. Aquellos planos iniciales fueron guardados en el archivo catedralicio sevillano, pero el rey Felipe II ordenaría luego llevarlos al Palacio Real de Madrid a finales del siglo XVI. En ese viejo Alcázar madrileño durmieron sus recuerdos los planos de la Catedral de Sevilla con el diseño inicial y la firma de aquel primer arquitecto que ideara la estructura de sus muros. Allí estuvieron hasta que perecieron por completo -y con ellos el nombre del autor de los mismos-, consumidos por las feroces llamas del arrasador incendio que acabara con el Real Alcázar madrileño el día 24 de diciembre del año 1734.

Una de las puertas del magno edificio eclesial, situada hacia el este del edificio, hacia la actual plaza de la Virgen de los Reyes, es la llamada de las Campanillas. Fue llamada así porque, cuando se construía la catedral, ese lugar era desde el que se llamaba con unas campanillas a la finalización de la jornada. Como Sevilla y sus alrededores no poseen canteras de piedra, tuvieron que utilizar otros procedimientos artísticos para esculpir. El gran relieve que decora el tímpano de la puerta de las Campanillas representa la llegada de Jesús a Jerusalén. Está realizado en barro cocido, una técnica que sólo los artesanos franceses dominaban por entonces. Uno de los mejores escultores conocedores de esa técnica en barro llegaría a Sevilla en el año 1516 procedente del sur de Francia: Miguel Perrin. Junto a él, otros artistas finalizarían las obras de decoración que se prolongarían durante muchos años luego de haber acabado la catedral. Unas obras de Arte que tratarían de adornar aquel grandioso deseo monumental de algunos sevillanos hacia finales del siglo XIV. En estas obras de Arte decorativas contribuyeron diferentes creadores y arquitectos, diferentes órdenes de diseño también. Está diseñada con el estilo de la arquitectura Gótica -su principal orden constructiva y artística-, pasando luego por la arquitectura alemana medieval y la greco-romana, pero también por la árabe y hasta por la plateresca, ésta propia de sus últimos años decorativos. Así se configuraría la extraordinaria construcción que, como todas las obras de los hombres, pasaría por años de vicisitudes, de cambios y de fracasos. Por ella recorrieron y dejaron su arte primoroso unos seres desconocidos hoy, artistas que un día pensaron sobrevivir a sus esfuerzos dedicando por entonces todo su saber y destreza a esas sagradas construcciones artísticas. Unas obras -grandes o pequeñas- que permanecen indelebles como aquellos deseos tan inmortales de sus abnegados, desconocidos y efímeros promotores.

(Fotografía del tímpano de la Puerta de las Campanillas, Catedral de Sevilla, obra Jesús entra en Jerusalén, 1520, barro cocido, del escultor de origen francés Miguel Perrin, 1498-1552; Fotografía de una gárgola de la Catedral hispalense; Fotografía de la fuente de la plaza de la Virgen de los Reyes, Sevilla; Fotografía del tejado de un edificio anexo a la Catedral de Sevilla; Fotografía de la fachada de un edificio de la ciudad de Sevilla; Fotografía de Sevilla, vista parcial de la cúpula de la iglesia de la Magdalena, Sevilla; Fotografía de una esquina del Palacio Arzobispal, Sevilla; Fotografía de los arbotantes del edificio gótico de la Catedral hispalense.)

5 de febrero de 2013

La imagen es capciosa, puede enmascarar la verdad tanto como potenciarla.



Uno de los lienzos más grandes -en dimensiones físicas- del mundo del Arte es probablemente Las bodas de Caná, del pintor veneciano Paolo Veronese. Se encuentra este enorme lienzo en el museo parisino del Louvre. Es impresionante presenciarlo en una sala no muy grande, además. Porque es imposible mirarlo apropiadamente en solo un momento de visualización -el que se utiliza más o menos en un museo-, pues sólo podrá presenciarse un poco y desde muy lejos. Hay que distanciarse mucho para apreciar así su majestuosidad y la gran obra maestra de Arte que es, son casi diez metros de anchura y siete de altura. Para esas dimensiones se precisaría todo un medio día quizá para disfrutar adecuadamente de toda su visión artística. Para aquel que desconozca las dimensiones reales del lienzo de Veronese la sorpresa al verlo por primera vez es también enorme. Se suelen conocer las obras de Arte por sus reproducciones iconográficas o sus imágenes en libros, en estampas o en grabados, pero la verdadera dimensión de algo, si se desconoce -y es lo más normal-, nunca se llegará a saber bien hasta que no se tope uno con la realidad de lo que eso es verdaderamente. Por tanto, la imagen desubicada, es decir, la representación trasladada de su soporte original, de su sentido original -objeto real traspasado a algún otro tipo de medio visual-, dejará por completo de ser fiel a lo que su esencia verdadera es, a lo que en verdad quiso el creador hacer y componer con ello. La falsedad o la torticera parcialidad de las cosas llegará a alcanzar entonces niveles de engaño sublime para quien quiera conocerlo. Porque puede confundir a cualquiera. Por esto la frase de una imagen vale más que mil palabras puede ser o no verdad en comparación con la descripción literal -también capciosa- de lo que representa, porque ésta -la descripción real- puede no ajustarse tampoco a la realidad de lo que su visión nos proporcione.

Cuando al pintor cretense Doménikos Theotokópoulos -El Greco- le pidieron que crease una obra sobre la flagelación de Cristo antes de su pasión, el gran autor manierista español llevaría a cabo una de las más maravillosas obras de Arte realizadas jamás sobre ese tema en la historia. Nada parece en el lienzo que tenga que ver con una flagelación. El mismo Jesucristo incluso se muestra aquí satisfecho ahora ante los seres que, aparentemente, van a maltratarle, a torturarle o a herirle dura, despiadada y brutalmente. Pero, claro, ¡esto es Arte!, lo único que puede permitirse la desvirtualización de la realidad desde supuestos o paradigmas que sólo obedecen al Arte. Es como la obra del año 1650 Retrato de madre del pintor Rembrandt. Al parecer es la madre del artista. Aunque su rostro no parece ni el de una madre ni el de una anciana ni el de una mujer siquiera. Aquí el gran pintor barroco holandés lleva a cabo su virtuosismo como dibujante a niveles extraordinarios. Para él eso es lo importante: el Arte. Lo demás, la verosimilitud idealizada de un personaje, no le interesa para nada. Aun a pesar de desfavorecer a la modelo, en este caso su propia madre. Pero, claro, el Arte puede utilizar como quiera sus recursos especiales para elaborar una creación. Los creadores no buscan significar la representación exacta de la cosa, sea ésta la que sea. No, los creadores crean simplemente Arte. Pero, sin embargo, éste, el Arte, se diferencia de la imagen torticera en que ésta tiene un objetivo evidente o disimulado: resaltar parte de la verdad de un modo interesado. Y parte de la verdad nunca será la verdad. No, no lo es nunca. Porque para comprenderla, para conocer completa, real, auténtica y absolutamente la verdad, es preciso presenciar o estar junto al objeto en cuestión, mirarlo ahora frente a frente o desde diferentes perspectivas o visiones laterales... Unas visiones que entonces nos harán comprender sin error la verdadera naturaleza de lo que estemos observando.

(Óleo Las Bodas de Caná, 1563, Paolo Veronese, Museo del Louvre, París; Cuadro El expolio, 1579, El Greco, Catedral de Toledo, España; Retrato de Madre, 1650, Rembrandt; Fotografía de la actriz y cantante norteamericana Jennifer López, ¿desarreglada?; Fotografía de la misma actriz en otra representación diferente; Fotografía de la Alameda de Hércules, Sevilla, Huelga de Basuras, Febrero 2013; Fotografía de la misma Alameda, Sevilla.)

20 de enero de 2013

El medio más indeleble, hermoso, contemporizador y genial del Arte: la Obsidiana.



Cuando en la antigua Nueva España -actual México- se descubriera el mineral de plata fue en el año 1552. Fueron andaluces los españoles que hicieron posible una de las mayores actividades económicas durante la edad moderna hispanoamericana. Con ella España conseguiría las fuentes de donde emanaría el más grande poder político que en el siglo XVI hubiese soñado reino alguno. Todo comenzaría con el onubense Alonso Rodríguez de Salgado, que llegaría en el año 1534 a la Nueva España. Dos años después alcanzaría las estribaciones de la Sierra de las Navajas en la extraordinaria cordillera de la Sierra Madre Oriental, la gran cadena montañosa que zanja casi todo el territorio mejicano de norte a sur por la parte más central del continente. Porque ahí fue donde años después -en 1552- Rodríguez de Salgado amanecería con su ganado en una mañana fría y desolada. Decidió entonces encender un fuego para calentarse. Al acabarse la fogata los restos calcinados habían despejado el suelo de maleza y descubierto unas curiosas piedras oscurecidas. La plata refulgía entonces brillante entre las costras minerales que la cubrían poderosa. El mineral argentífero fue a partir de entonces la única razón de ser de la pequeña población mejicana de Pachuca de Soto. La excelente prestancia de la plata estaba, sin embargo, rodeada de escoria, es decir, de restos petrificados que ningún valor poseía y la hacían de imposible uso.

Así que no fue hasta que el sevillano Bartolomé de Medina llegase a Méjico en el año 1554 y descubriese en las minas de Pachuca la forma de separar la plata de los restos ahora de mercurio, material que servía para limpiar de escoria el preciado y deseado mineral argentífero. La Sierra de las Navajas -situada en el estado de Hidalgo- las visitaría en el año 1803 el naturalista Alexander von Humboldt. El geógrafo alemán las empezaría llamando Sierra de los Cuchillos por sus abundantes yacimientos de obsidiana. La obsidiana era una curiosa roca vítrea que se había formado por la solidificación rápida del magma expulsado por los volcanes durante su erupción. Todas las culturas mesoamericanas utilizaron esta piedra negra para sus útiles domésticos y militares, resultando especialmente eficaz por los afilados bordes causados en sus fragmentaciones. Una antigua leyenda azteca contaba cómo la hermosa amante -llamada  Xochitzol, flor de sol-  enamorada de un guerrero azteca, ahora alejado de ella, subiría una vez a lo alto de una montaña y comenzaría entonces a llorar desconsolada. Uno de los dioses aztecas le preguntaría por qué ella lloraba así. Entonces le contesta la joven que trataba de esa forma que sus lágrimas fuesen un faro de luz que pudiese guiar a su amado hasta ella. Así fue cómo los dioses convirtieron sus lágrimas en la maravillosa piedra obsidiana.

La obsidiana se convertiría en un material imprescindible para los pueblos mexicas. Su utilización sangrienta -cuchillos afilados para sacrificios humanos- se complementaba con la elaboración de los magníficos objetos labrados de artesanía y ornamentación decorativa que permitían sus vetas maravillosas.  Cuenta otra leyenda prehispánica que la vida de los primeros hombres sería muy dura y difícil en la Tierra, que debían luchar contra las bestias o los animales más salvajes para poder alimentarse y sobrevivir. En cierta ocasión debieron salir todos los hombres a cazar, dejando a las mujeres y a los niños solos en la cueva protectora. Las mujeres y sus hijos estarían a cubierto en su refugio pero sin ningún tipo de armas. Sucedió entonces que un grupo de hienas feroces y hambrientas atacaron la cueva sin piedad. De pronto el pequeño hijo de uno de aquellos guerreros, llamado Obsid, tomaría del suelo una filosa negra piedra que acabaría atando a un palo a modo de lanza, enfrentándose decidido a los terribles depredadores. Acabaría recibiendo luego los honores de la tribu y en su memoria aquella útil piedra negra recibiría su nombre.

Los españoles comercializaron las riquezas de la Nueva España entre los siglos XVI y XVII. Los privilegiados canónigos de la metrópoli, como lo fuera el sevillano Justino de Neve, dispondían de intereses comerciales y rentas de aquellas minas mejicanas de Pachuca. Este sacerdote español iniciaría a mediados del siglo XVII una relación profesional y artística de lo más fructífera con el mejor maestro pintor barroco de la ciudad hispalense: Murillo. En una ocasión el pintor sevillano retrataría agradecido a Justino de Neve por contratar sus pinturas para la catedral y para otras iglesias. Hasta que un día le trajeron al canónigo de Neve de aquella Sierra Madre mejicana unos trozos de la piedra oscurecida de la obsidiana. Le pediría el canonigo entonces a Murillo que las utilizara para crear sobre ellas su prodigioso y maravilloso Arte barroco. El pintor español no lo dudaría y crearía así, de ese modo tan curioso, pintadas sobre ellas, las únicas obras maestras barrocas sobre obsidiana de toda la Historia del Arte.

(Fotografía del volcán Popocatepelt, Estado de México, México; Imagen del Parque Nacional de El Chico, Sierra Madre Oriental, Estado de Hidalgo, México; Obra Sacrificio en noche de Obsidiana, 2007, del pintor mexicano Joaquín Martín Rojas Hernández, México; Imagen de una Obsidiana verde; Óleo sobre obsidiana -el creador utilizaría las propias vetas naturales de la piedra para simbolizar así los rayos celestes y divinos- La oración en el huerto, 1685, Murillo, Museo del Louvre, París; Óleo sobre obsidiana Natividad, 1670, Murillo, Houston, EEUU; Óleo Retrato de Justino de Neve, 1665, del pintor barroco Murillo, National Gallery, Londres.)
 

17 de diciembre de 2012

El Arte no remediará el dolor, ni sus creaciones lograrán conmover la vida más allá de sus autores.



Ya lo diría el poeta romano Virgilio hace muchos siglos: La poesía no puede aliviar la angustia de vivir.  Así mismo, también expresaría de un modo parecido mucho antes el griego Teócrito:  El poeta elevará sus cantos a la vida sin conmoverla.    Porque la vida obviará desdeñosa las aspiraciones desconsoladas de los hombres. El final de todo será que el verso inútil, el más desesperado, el más insistente o el más desgarrador no conseguirá consolar la emoción desorientada de los hombres. Tan sólo algunos creadores obtendrán de los dioses el instante  más descarnado para apenas saborear la emoción de plasmar en sus obras los deseos inabarcables del idilio más imposible de los hombres. Cuando la niña Camille Claudel (1864-1943) jugaba con el barro e hiciera con él figuras de las cosas que viese, nunca pensaría que acabaría solo deseando vivir más que alcanzar con su arte la gloria más envidiada de los dioses. En el año 1883 llegaría a París para poder desarrollar su arte escultórico. Y entonces conocerá a dios... El gran genio escultor y creador que fuese Auguste Rodin (1840-1917), su dios, se impresionaría tanto con el trabajo de ella que la incluiría en su propio taller parisino.

Colaboraría Camille con Rodin como modelo y creadora para acabar terminando, finalmente, como amante. Su relación con el dios de la escultura acabaría siendo compleja y desgarrada. Ella le entregaría su Arte y su vida, pero a él únicamente le interesaría lo primero. La vida de Camille terminaría siendo un sufrir silencioso y macilento al lado del genio. Al desolado lamento del desamor se unirían sus propias crisis nerviosas. En el año 1913, a los cuarenta y nueve años de edad, la ingresarían en un manicomio del que no saldría sino hasta su muerte, treinta años después. Realizaría muchas obras escultóricas hasta su internamiento para luego nunca más crear. En una de sus primeras esculturas quiso inmortalizar el gesto conmovido del desgarramiento más humano. Y compuso entonces su escultura Sakountala. Según cuenta el libro sagrado del hinduismo Mahabarata, una vez el dios Indra quiso distraer de sus meditaciones al sabio Vishvamitra. Para ello le enviaría a una hermosa mujer que acabaría seduciéndolo totalmente. Luego ella y la hija de ambos son abandonadas por el sabio temeroso de perder su virtud adquirida durante años.

La madre entonces, desesperada, abandonaría a la pequeña Sakountala en un bosque. Años después un joven rey la encuentra mientras cazaba. Ambos terminarán enamorados. El rey le entrega un anillo en señal de amor y se marcharía luego a su reino con la firme promesa de volver. Pasaron los años y el rey no lo cumpliría. Hasta que ella, cansada, decide por fin buscarlo. Por el tortuoso camino cruzaría un río donde acabaría mojándose sus manos y, de modo accidental, terminará perdiendo el anillo para siempre. Pasado el tiempo, después de ser herida incluso por bandidos, llegará a su destino desconocida y muy diferente a la de antes. El rey no la reconocerá y ella se volverá perdida y desolada para siempre. En el Libro del Principio (génesis hinduista) se nos dice en uno de sus versos sagrados:

Ella se vio entonces envuelta en la soledad del desierto junto a Sakountas (pájaros, en sánscrito), por eso ella fue nombrada por mí Sakountala...

Camille Claudel comenzaría en el año 1886 su obra escultórica Sakountala y no la terminaría sino hasta dos años después. Representaba la reunión de dos amantes hindúes después de muchos años de separación, causada, al parecer, por un maleficio ajeno a ambos. En su inspirada y versionada escultura, Claudel trataría de enfrentar su obra con aquella famosa obra escultórica de Rodin llamada El Beso. Claudel representaría simbólicamente en vez de a Rodin al rey Dusiyanta arrodillado ahora frente a Sakountala, arrepentido totalmente por no haberla reconocido. A diferencia del deseo tan pasional e irrefrenable de la obra El Beso de Rodin, la escultura de Camille simbolizaría mejor, sin embargo, el desgarro más emotivo padecido por un amante frente al conmovido gesto del arrepentimiento.

(Escultura Sakountala, Camille Claudel, 1888; Fotografía de Camille Claudel, 1884; Cuadro del pintor hindú Raja Ravi Varma, Mahabarata, Nacimiento de Sakountala, siglo XIX; Fotografía de Camille Claudel esculpiendo su obra, siglo XIX; Composición de fotografía artistica, de la fotógrafa española Lola Martínez Sobreviela, En el Jardín de Sakountala, 2008; Óleo Sacerdotisas, 1912, del pintor expresionista alemán Emil Nolde; Fotografía de Camille Claudel pocos años antes de fallecer en el manicomio.)

11 de diciembre de 2012

El expresionismo triste de una danza o la plasticidad corporal de la música.



El mundo se transformaría extraordinariamente hace cien años: la aviación, el automovilismo, el cine, la danza, la música, la pintura..., toda manifestación técnica y cultural alcanzaría por entonces unos niveles y una originalidad no vistos antes en la historia. Pero un poco antes, durante el verano del año 1889, tres pintores en el norte de Alemania enardecidos por el cambio cultural y el enfrentamiento con los cánones oficiales, decidieron fundar una escuela para poder expresar mejor su nueva tendencia artística: Worpswede.  Rechazaban el academicismo rígido y clásico de sus antiguos maestros. A finales del siglo XIX descubrieron en plena Naturaleza un paisaje diferente y la libertad más completa para componer una obra natural, feraz y desenvuelta. Imitaban lo que en Francia había llevado a cabo años antes el pintor Pierre Rousseau (1812-1867) y su Escuela de Barbizon. Pero surgirían también mujeres creadoras en esa zona de Alemania a finales de ese siglo. Fue el caso de la pintora Paula Mondersohn-Becker (1876-1907), que se instalaría en el año 1897 en Worpswede, aquella colonia cercana a Bremen donde los pioneros del Expresionismo comenzaron a revolucionar la forma de transmitir Arte en la historia. Estos artistas se dejaron influir por el barroco Rembrandt o el postimpresionista Van Gogh y hasta por filósofos y poetas como Nietzsche o Rilke. Utilizaban los colores y las formas plásticas de un modo simbólico no real. Años después, el sur de Alemania vendría a ser el centro de una gran transformación artística en el mundo del Arte. En Munich un grupo de pintores verían entonces en el azul y en los caballos los motivos principales de su especial inspiración más innovadora.

Era la libertad más expresiva y la creación más impactante, era la exteriorización de la introspección del creador, una nueva forma de expresar que se podría alcanzar ahora con el Arte. Fueron los pintores Kandinski, Marc, Klee, etc. Era lo espiritual del Arte lo que por entonces deseaban más que otra cosa subrayar con sus obras expresionistas. Y de ese concepto expresionista del mundo y del Arte surgiría también la danza de finales del siglo XIX. Esta expresión artística comenzaría incorporando la libertad más expresiva a los movimientos del cuerpo y su coreografía. Se trataba de comunicar lo que el interior del ser había logrado reprimir durante tantos años. Así que ahora era la espontaneidad, la teatralidad, la liberalidad o la gestualidad lo que marcaría el desarrollo artístico finisecular de aquella danza. Los bailarines utilizarían además los estilos, colores o formas que los pintores expresionistas preconizaban en sus obras. Los escenarios teatrales se llenaban con la estética remarcada de aquellas pinturas expresionistas. Multitud de pintores expresionistas se dedicaron a decorar los escenarios teatrales de aquellos atrevidos Ballets. Uno de esos bailarines innovadores lo fue Alexander Sacharoff (1886-1963). Nacido en Ucrania, se educaría luego en París con clases de interpretación que derivaron en una danza interpretativa extraordinaria. Pero sería en Munich cuando comenzara Sacharoff a bailar en pleno ambiente expresionista. Con Kandinski y algunos compositores de música atrevidos crearía el concepto de Arte sinestésico: aquel que baila colores y dibuja movimientos...

En el año 1913 conoce a la bella bailarina alemana Clotilde Edle von der Planitz (1892-1974). De origen aristocrático, cambiaría ella su nombre por Clotilde von Derp para poder pasar desapercibida ante un público ávido de su belleza. Se complementaban ambos tanto en sus danzas que decidieron unir sus propias vidas. Sería una unión de conveniencia ya que la ambigüedad sexual de Alexander fue evidente durante toda su vida. Sus representaciones de baile causaban furor en un público anheloso de ver algo nunca antes visto en un escenario. El expresionismo alcanzaría con ese tipo de danza romper todo formalismo corporal o de vestuario que existiera hasta entonces. El cuerpo se representaba con todas sus formas naturales, transparentes o translúcidas...  Clotilde von Derp bailaría una vez la obra musical La tarde del Fauno, una representación que diera fama al más grande bailarín de entonces, el polaco Vaslav Nijinsky.   En su novela Danzas Tristes (2002) el escritor uruguayo-venezolano Ugo Ulive hace decir al protagonista de su relato:   , imagínate, la obra consagrada de Nijinsky, el más grande de todos.  Yo no podía creer que se atreviese y fui a verla lleno de escepticismo. Allí estaba ella envuelta en una túnica transparente pintada con trazos rojos como manchas de sangre; tenía entre sus manos una tela también rojiza que manejaba con sensualidad increíble. Porque de eso se trataba, de una inmensa masturbación pública mucho más atrevida que la de Vaslav. Estaba la mayor parte del tiempo sentada en el suelo y se ondulaba, se retorcía, se arqueaba, jugaba con el trozo de tela hasta que lo arrojaba lejos y, luego, separando las piernas, mostraba todo el esplendor de su cuerpo, se regodeaba en su propia belleza poseída del amor por sí misma en un éxtasis de placer, en un trance que compartía con el espectador fingiendo no darse cuenta o como quien da una limosna...  Fue la obra maestra de Clotilde.

(Obra El sueño, 1912, del pintor del grupo expresionista El Jinete Azul, Franz Marc, Museo Thyssen Bornemisza, Madrid; Fotografía de los bailarines Clotilde y Alexander Sacharoff, 1913; Cuadro Ballet ruso, 1912, del expresionista August Macke; Retrato de Rainer María Rilke, 1906, de Paula Mondersohn-Becker; Retrato de Clara Rilke-Westhoff, 1905, de Paula Mondersohn-Becker; Óleo Alexander Sacharoff, 1909, de la pintora Marianne von Werefkin; Fotografía de principios de siglo XX, Clotilde von Derp -Clotilde Sacharoff-; Fotografía de Alexander Sacharoff y fotografía de Clotilde Sacharoff, principios siglo XX.)

5 de diciembre de 2012

Y la realidad tendió a transformarse en un sueño: lo fragmentario o la ineficaz experiencia.



¿Cuál es el Arte perfecto? ¿Cuál será la más completa obra de Arte que, como la vida, contemple todos los elementos que precise para serlo? Porque también la vida, la existencia vivida por los humanos, será como el Arte, una forma de invención. Que luego ésta sea provocada por el sujeto o forzada por la sociedad dependerá de la noción del sentido de experiencia que tengamos. Porque todo lo vivido por el ser humano es resultado o de lo que le viene de afuera o de aquello que construye dentro de él. Cuando el Arte reapareció en la historia -Renacimiento- durante las postrimerías del medievo, la vida del hombre y el mundo exterior que le rodeaba estaban inseparablemente unidos y entrelazados. Se representaría entonces todo -sobre todo lo religioso- con una clara identificación antropológica -una forma de antropocentrismo-. Porque el hombre comenzaría en el Renacimiento a ser el centro de todo lo existente, y su vida y sus cosas no dejarían de ser el único motivo fundamental de cualquier representación estética concebida.

Sin embargo algo sucedería luego, mucho tiempo después de aquel sagrado Renacimiento. El Realismo, a pesar de que comenzara en el Barroco, culminaría tiempo después llevado por una sociedad vertiginosa y desolada a mediados del siglo XIX. Y desde entonces no se pudo ir más allá ni en técnica ni en el sentido de lo que se entendiera como la representación del mundo y sus elementos estéticos más determinantes. Sería entonces el Naturalismo -la descripción más completa y veraz de la vida- el enfoque más realista en el Arte, aquel que más reproduciría los modelos exactamente igual a como eran en la naturaleza y con la misma fuerza de su temperamento. Pero entonces surgiría una pregunta desestabilizadora para algunos creadores artísticos: ¿existiría otra realidad más allá de la luz que les llegara de los objetos a sus ojos? Sí, sí existía. Y el impresionista Monet alcanzaría a demostrarlo pronto con su nuevo Arte innovador. Así fue como la realidad terminaría por transformarse en un sueño. Y ese sueño fue el gran salto que la humanidad diese por entonces con la Modernidad estética y su pensamiento.

Pero todo salto conlleva siempre un riesgo a torcer en algo el conjunto perfecto, a fragmentarlo. A partir de finales del siglo XIX los postimpresionistas -Van Gogh, Gauguin, Cezanne- consumaron la escisión del Arte con sus ahora nuevas creaciones modernistas. También la sociedad lo hizo entonces con todo, con la propia vida, con la verdad, con la belleza y, por supuesto, con el Arte. ¿Qué habría sucedido entonces, por ejemplo, con aquella representación pictórica magnífica de Rembrandt donde una escena cotidiana y real -La ronda de noche, 1642- consiguiera mostrar el Arte total, el más perfecto, el más completo nunca alcanzado a ver antes en la historia? Porque mucho tiempo después, a partir del rompedor Cezanne (1839-1906), el mundo del Arte y su representación visual dejarían de ser un conjunto equilibrado y completo para iniciar, inevitablemente, el descalabro más imparable y desolado de una fragmentación artística.

Y la cuestión es, ¿se puede desligar la vida emotiva, sus bellas creaciones y sentimientos, de la propia experiencia real y desolada de los seres? Es decir, ¿se puede separar la vida poética de la mundana que nos contrasta o define al albur de lo azaroso de un mundo incontrolable? Porque si el Arte más completo, el más conmovedor, el más significativo -aquel excelente de Rembrandt-, el más sublime o el más magistral no es una realidad fragmentada, ¿cómo podremos entender una vida plena y completa si ésta, por el contrario, sí lo está...? ¿Cómo podemos apreciar lo auténtico de una vida elogiable si hoy está todo desmembrado, edulcorado, envasado, adocenado, incluso con fecha insidiosa de vulgar caducidad? El filósofo alemán Walter Benjamin (1892-1940) dejaría escrito una vez: ¿Qué valor tiene toda la cultura cuando la experiencia no nos conecta a ella? Y Goethe, el gran poeta romántico alemán, también nos dejaría escrito: Todo lo que el hombre se dispone a hacer, ya sea fruto de la acción o de la palabra, tiene que nacer de la totalidad de sus fuerzas unificadas, todo lo aislado es recusable.    Por esto para la idea clásica de experiencia lo fragmentario era rechazable, condenable, inaceptable. Pero, sin embargo, la era de lo más completo -como todas las épocas- estaría destinada a morir...

Cuando los jóvenes soldados europeos marcharon decididos a los campos desolados de la terrible Guerra Mundial del año 1914, recordarían heroicos y nostálgicos las épicas gestas guerreras de sus ancestros románticos. Sólo que, esta vez, no resultaría así. Para ese terrible momento bélico había sobrevenido en Europa la más sangrienta, triste, devastadora y fragmentaria forma de morir en un campo de batalla. El mayor de los miedos de esos guerreros modernos no fue el miedo a la muerte o a las heridas; no, el mayor miedo de esos hombres fue por entonces ser malogrados por la mutilación, el despedazamiento o el desgarramiento más vil de una explosión devastadora. Por la fragmentación, en definitiva. ¿Hemos conseguido comprender por fin que sólo la cercanía a la experiencia más auténtica, completa y conmovedora es la única capaz de mejorar el futuro, nuestros sentimientos y nuestra posible creación ante la vida? El filósofo Walter Benjamin lo expuso de este modo en uno de sus ensayos (Experiencia y pobreza, 1933): El fragmentado, el mutilado, no puede seguir funcionando como si fuera el mismísimo Goethe camino de Nápoles (un viaje romántico, artístico y exitoso de Goethe a Italia en el año 1786), sino saberse o definirse como pobre o bárbaro y proceder por el camino del desgarramiento y la fragmentación.

(Óleo La ronda de noche, 1642, Rembrandt, Amsterdan, Holanda; Cuadro Rocas cretáceas de Rügen, 1818, de Caspar David Friedrich, Alemania; Óleo Álamos a orillas del río Epte, 1892, Claude Monet; Lienzo de Paul Cezanne, Las grandes bañistas, 1905, Fundación Barnes, Merion, Pensylvania, EEUU; Obra de Marcel Duchamp, Desnudo bajando la escalera, 1912, Museo de Arte de Filadelfia, EEUU; Fotografía de Marilyn Monroe en la biblioteca, experiencia falsa de pose diseñada; Obra Fragmentación, actual, de la pintora argentina María Ganuza.)