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19 de enero de 2014

El momento anterior a la tragedia, el instante creador de mil acciones, o la belleza de lo incierto.



La Literatura clásica fue siempre un motivo de inspiración para los pintores de todas las épocas. De hecho, la poesía, como la mayor representación excelsa de aquélla, sería comparada con la pintura: Así como la poesía, así la pintura, diría el famoso adagio clásico latino. Aunque, luego acabaría demostrándose esa máxima clásica más como un alarde de interpretación acomodaticia que como una realidad estética objetiva. Pero, entonces, ¿cómo es posible compendiar en el encuadre limitado de un pequeño espacio -el lienzo pictórico- la narración poética de varios momentos sucesivos ahora en un único tiempo, en un solo instante? Porque el pintor o el escultor encierran su creación en un instante único, arriesgándose a elegir el momento más idóneo o el más abierto o el más inspirado de todos. Y lo hacen así para que la imaginación de los otros, de los que vean la creación, pueda hacer el resto. La cuestión -además de elegir la creación compositiva más estética- es, entonces, ¿cuál momento o instante elegir de todos? En la tragedia -la temática más clásica-, por ejemplo, los pintores no debían mostrar nunca el mayor instante de dolor o el de más extrema pasión. Y no debían hacerlo así porque con ese instante elegido acabaría cualquier posible deducción posterior. Ya no se podría ir, imaginativamente, más allá. Estaría fijado para siempre ese sombrío -trágico- momento elaborado, haciendo su visión con el tiempo más una pantomima de su pasión que otra cosa. Perdería entonces el alarde representado su fuerza con las veces de mirarlo. Porque no sería más que un instante sin avance, una esencia definida, una realidad finalizada, sin pensamiento causado, sin ofrecer al que lo mira la oportunidad, aún, de poder decidir así otra cosa.

Medea fue quizá la tragedia griega más desoladora, la más dura, la más dramática o la más desesperadamente cruel. En ella una madre acaba con la vida de sus hijos en un paroxismo de pasión, venganza, celos y sufrimiento inevitable. Contaba la leyenda mitológica, antes de que el poeta trágico lo narrase, cómo Jasón -el héroe de los Argonautas- llega por fin a su destino, la Cólquide, el reino no griego del rey Eetes. Y ahí su hija Medea acabaría arrebatadoramente apasionada por Jasón. No puede ella apartar ya su mirada de él. La locura de amor se reflejará muy pronto en su delirio. Ante las dificultades del héroe griego por conseguir el Vellocino de oro, Medea le ayuda siempre, salvándole incluso de la muerte. Así consigue por fin Jasón su objetivo, para, pronto, acabar él luego por marcharse. Y ella también lo hará, a pesar del rechazo de su propia familia. Medea terminaría hasta matando a su hermano Apsirto cuando tratara éste de evitar su huida. Y subirá ella al fin a bordo del navío Argo para cruzar con su amado Jasón el Helesponto. Pero, se detuvieron antes de su destino final -el azar indecente- en el istmo griego del reino de Corinto. Su rey Creonte recibirá al héroe griego entusiasmado, ofreciéndole ahora incluso la mano de su hija, una hermosa y prometedora griega como él.

Así que Medea -la no griega- quedará ahora como una vulgar concubina a pesar de haber engendrado con Jasón dos hijos antes. Y aun así la nueva esposa, la hermosa griega de Corinto, trata ahora de desterrar a Medea incluso sin sus hijos. Pero, surge de pronto ya el conflicto, el pavor, el dolor y el estruendo más pavoroso de la vida, esa llama mortífera que, poco a poco, empieza a arder y no podrá ya parar ni controlarse. En el siglo IV, a.C. -cien años después de que el poeta griego Eurípides crease su famosa tragedia Medea- un pintor griego, Timómaco de Bizancio, compuso una obra pictórica con la figura estética de la trágica celosa mítica. Pero, para entonces, debía reflejar en su obra de Arte la expresión más elocuente, la que más belleza consiguiera poseer en una única escena retratada. Y este creador pictórico de la Antigüedad griega no elegiría el degollamiento de los niños, ni el sangrante instante de una espada, no, para nada en absoluto. Para él, para el primer pintor que la crease en un cuadro, la eximia hermosura de un retrato debía cumplir con el sagrado momento de lo eterno. Y eligió entonces Timómaco la indecisión, la duda espantosa o la terrible lucha interior entre la pasión y el sentido.

El gran poeta y escritor griego Eurípides en su famosa tragedia Medea relataba así ese crítico momento:  ¿Por qué me volvéis, mis hijos, la mirada hacia mí, dedicándome esa última sonrisa? ¡Oh, no, no, alma mía, no lo hagas; infeliz, no cometas tal crimen! ¡Déjales, a tus hijos perdona! Pero no, yo no voy a dejar a mis hijos que sean ultrajados. Comprendo qué crimen tan grande voy a osar; pero en mis decisiones impera la pasión, que es la mayor culpable de los males humanos... Y es justo ese preciso momento el que el pintor clásico griego elegiría para componer su inspirada escena pictórica trágica. Siglos después, la escuela romana de Pompeya elaboraría un fresco para la pompeyana Casa de los Dioscuros, una obra pictórica donde también se plasmaría ese mismo instante clásico. Medea está ahora en el fresco pompeyano de pie, a la derecha de la obra, mientras sus hijos juegan seguros al cuidado de su preceptor. Aquí aparece ahora una serena Medea con el silencio atronador más espantoso, ese mismo silencio que antecede al momento trágico de la fatídica ejecución de su crimen. Pero, sin embargo, nada hace presagiar aún que algo tan terrible se vaya a cometer, ni que se cometa.

No fue así como el gran pintor francés Delacroix expuso luego, con su Romanticismo decimonónico tan apasionado, el momento trágico elegido para retratar aquel drama clásico. En su Medea furiosa del año 1838, el extraordinario creador romántico avanzará más allá de una simple diatriba psicológica. Porque aquí describe Delacroix el instante donde toma a sus hijos una Medea decidida y les arranca los vestidos por el esfuerzo de asirlos ante su fatídica arma, un cuchillo mortal que acabará pronto con sus vidas sin remedio. La diferencia en Delacroix es el gesto; allí -en el icono clásico de Timómaco-, sin embargo, la mirada. En el Romanticismo el gesto prima siempre sobre la mirada. Un ademán, el gesto, que no sería lo que ni Timómaco ni el fresco pompeyano señalaban como la más virtuosa forma de representar una bella escena en un cuadro. Porque con el gesto es ira vengadora, pero con la mirada es meditación reflexiva. En uno -Delacroix- es el hecho inminente trágico; en el otro -Timómaco- es el instante indefinido anterior a todo eso.  Porque en la obra clásica griega se trataba de reflejar todo el drama, no la resolución final irreparable. Toda la narración trágica estaría entonces concentrada en un sólo momento, en un instante único que no muestra aún nada, esperanzador incluso, que dejará así a los que lo veamos luego la ocasión que nos enseñe que aún hay tiempo, que lo habrá, que todavía todo puede ser distinto, de pensar, de sentir, de poder decidir ahora así otra cosa...

(Óleo romántico de Eugène Delacroix, Medea furiosa, 1838, Palacio Bellas Artes de Lille, Francia; Boceto para su obra Medea y Jasón, del pintor prerrafaelita John William Waterhouse, 1906; Fresco pompeyano, casa de los Dioscuros, Medea debate asesinar a sus hijos, basado en una obra anterior clásica griega, siglo I, d.C., Museo Arqueológico de Nápoles;  Obra Galería de pinturas romana, 1866, del pintor clasicista Alma-Tadema, en esta obra se observarán obras clásicas antiguas, como la Medea pintada por Timómaco en el siglo IV, a.C.; Fragmento del mismo cuadro anterior, donde se apreciará aquí ampliada la obra de Timómaco de Bizancio, una Medea que, con su mirada, recreará así la obra más conseguida de belleza, con esa sensación ahora de belleza que buscarían ya los clásicos grecolatinos -según dicen, el propio Julio César la admiraría tanto que llegaría a comprarla, por muchos talentos, para el templo de Venus en Roma.)

30 de diciembre de 2013

El camino del espíritu o el círculo platónico con la vuelta y la ida de un erotismo cósmico.



Cuando en febrero del año 1497 seguidores del monje fanático Girolamo Savonarola hicieran una hoguera en Florencia para quemar todos los objetos mundanos y lujosos que depravaban el espíritu, cuentan las leyendas que el pintor Botticelli arrojaría al fuego algunos de sus antiguos y maravillosos lienzos mitológicos. Desde entonces el maestro florentino dejaría de inspirarse en la mitología profana y terrenal para alcanzar ahora, con sus nuevas creaciones piadosas, una mayor y marcada devocionalidad. Porque veinte años antes -afortunadamente salvados- había llegado el pintor a realizar sus más mitológicas, terrenales, humanísticas y famosas obras de Arte. Aunque todas obras inspiradas de sublimes mensajes espirituales y neoplatónicos muy atrevidos. En Florencia surgió una tendencia filosófica que quiso tratar de conciliar el Cristianismo y el Platonismo. Todo comenzaría cuando Cosme de Médicis conociera en el concilio de Florencia del año 1439 a uno de los personajes bizantinos más curiosos, Gemisto Pletón (c.1360- c.1450). Este filósofo platónico bizantino trataría de renacer la mitología y los dioses griegos de sus ancestros. En aquellos años las dos iglesias cristianas, la católica romana y la oriental bizantina, comenzaron un acercamiento en ese concilio de Florencia que, finalmente, no llegaría a ningún resultado positivo. Pero algo se gestaría a cambio con la unión azarosa de esos dos personajes medievales: una revolución del pensamiento que poco tiempo después sería conocido como el movimiento estético más innovador de la historia: el Renacimiento. 

Promovieron crear la Academia Platónica de Florencia donde el escritor y poeta Marcilio Ficino (1433-1499) sería el filósofo que retomaría las ideas de su admirado Platón. Unas ideas tan revolucionarias como lo fueron las teorías estéticas que acabaron influyendo en algunos pintores, entre ellos el genio Sandro Botticelli (1445-1510). Según Ficino -siguiendo las ideas neoplatónicas- el Universo se establece en cuatro niveles cósmicos jerarquizados, desde una mayor o más perfecta esfera hasta otra menor o más imperfecta. El primero de esos niveles, el más importante, es la esfera o mundo supra-celeste denominado Mente Cósmica. Aquí todo es estable, inmaterial e incorruptible. Aquí se situaría a Dios pero, también, todas las ideas o conceptos esenciales de lo que se encontrase más abajo. Luego se hallaba la siguiente esfera o mundo celeste, denominado Alma Cósmica. Este espacio es un lugar espiritual fuera del tiempo, incorruptible pero inestable todavía, lleno de movimiento autónomo, donde se encuentran las estrellas o elementos superiores a la simple materia terrenal. Después está la esfera terrestre, el Mundo Sublunar representado como la esfera de la Naturaleza y las cosas sensibles, un espacio lleno de movimiento no autónomo sino dependiente de su esfera superior. Aquí todo es corruptible y compuesto por materia y forma. Por último se encuentra la esfera de la Materia, de las cosas o elementos sin vida que sólo alcanzan a tenerla cuando se unen a su esfera superior, la esfera de la Naturaleza.

La idea fundamental neoplatónica de Ficino era que el alma habita tranquila la esfera denominada Alma Cósmica. Pero como esta esfera es inestable y se mueve a voluntad puede suceder que el alma caiga a su nivel inferior accidentalmente. Entonces el alma se une a un cuerpo corruptible y vive con él en el nivel inferior. A veces recordando el alma sus experiencias cósmicas anteriores, esas que le llevaran a anhelar -desear, amar, necesitar- volver a regresar a la esfera celeste de antes, aquel lugar desde donde podía contemplar la Mente Cósmica. Cuando a Botticelli le encargan  una obra para la formación de un primo de Lorenzo de Médicis -el adolescente Lorenzo de Pierfrancesco-, este magnate de Florencia se dejaría influenciar por las sugerencias del filósofo Ficino, tutor que fuera del joven Pierfrancesco. Para que el adolescente se aplique virtuoso en su formación de perfecto caballero, ¿qué cosa mejor que una visión estética grandiosa para que asocie belleza con virtud? Para eso debe conseguir el pintor plasmar la filosofía neoplatónica que relaciona amor y deseo terrenal con el siguiente plano cósmico superior, el del verdadero Amor y Deseo celestial.

¿Y cómo hacerlo, cómo representar Botticelli esa odisea del alma, del amor y del sentido cíclico de las cosas y su fluir con las elecciones terrenales de los seres humanos corruptos y su vida sublunar? Inspirado en la mitología griega de Ovidio -poeta romano del siglo I- consigue Botticelli la narración necesaria para componer esa formación de la gesta del alma. Pero, ¿cómo darle sentido a todo ese ir y venir desde un mundo terrenal a uno celestial? La grandeza del pintor estuvo en abrir con belleza los ojos del joven Médicis -y de todos los que ahora vemos la obra- para entender que elegir el camino de la virtud y la grandeza de espíritu (los valores que el humanista Ficino propugnaba) podía ser compatible con la elección de la belleza más terrenal o material. Y esto es así porque el alma hallaría su camino inspirada en la belleza. Botticelli consigue componer un circuito vital del alma como una danza representada en tres tiempos o escenas diferentes. Y ese circuito se describe en la obra desde la derecha hasta el personaje situado más a la izquierda. En ese lugar un joven solitario -el dios Hermes- eleva ahora su brazo derecho hacia el cielo señalando el camino del deseo espiritual más elevado. En esta obra, a diferencia de la obra de El Greco Entierro del Conde de Orgaz -aquí hice una entrada sobre ello-, no aparecen ahora ni las esferas del Alma Cósmica ni de la Mente Cósmica, sino sólo las esferas terrenales de la Materia y de la Naturaleza. Por esto esta obra de Botticelli se titula como la representación del florecimiento de la estación más germinal del año: La Primavera.

Pero, ¿cómo hacer entender al joven Médicis que tiene sentido entregarse al camino de la virtud? Para eso el creador sitúa en una de las escenas del lienzo tres hermosas jóvenes -las tres Gracias- entrelazadas por sus manos en una danza de equilibrio, belleza y sabiduría. Botticelli las pinta como la Belleza, el Amor y la Castidad. Las tres unen sus manos en un círculo de intercambio de dones, de dar para recibir en una expresión de total generosidad. La castidad, gracias al amor sensual, consigue descubrir la belleza, y ésta, a su vez, acabará colmándola de virtudes similares a la pureza. Y así todo fluye en un mutuo beneficio. Por otro lado, el alma caída desde la esfera superior llegará al mundo terrenal de la materia con el afán propio de lo corruptible. Entonces busca abrazarse a su deseo más pasional, representado ahora por la figura oscurecida de un joven -idealizado como Céfiro, dios del viento primaveral- que persigue a la diosa Cloris, una sensual y deseosa ninfa que, fecundada por éste, se transformará luego en la primavera exultante, representada a la izquierda por la diosa Flora.

Pero, ¿cómo conseguir que el joven Lorenzo no se equivoque en su elección matrimonial -la obra buscaba influir en esta sabiduría-? Pues porque ahora la diosa Venus -la figura central de la obra- en su representación más terrenal de Belleza, la hija de los dioses y la tierra no la nacida del mar -ya que esta última Venus no tendría madre, mater, materia, a cambio de la Venus terrenal que sí la tenía-, es la que consigue influir en la decisión matrimonial más correcta del joven Médicis. Porque la Venus terrenal concilia todas las virtudes para que el joven -como un Paris mitológico eligiendo acertado la belleza perfecta- no se deje llevar por las flechas equivocadas de Cupido, el pequeño dios alado alborotador que se muestra ahora encima de la diosa, dirigiendo su flecha a la menos adecuada de las tres gracias... Este es el mensaje subliminal de la obra: que el joven no debe elegir la castidad para poder tener un matrimonio fértil. Sin embargo, en el ámbito cósmico, a cambio, elige ahora el dios Eros -Cupido- a la ninfa Castidad -la gracia central a la que la flecha iba dirigida-, la única de las tres gracias que aspiraría, mirando al dios Hermes, seguir el camino anhelado que su espíritu le muestre hacia el deseo más elevado.  Es decir dirigirse el alma hacia la esfera superior más espiritualmente deseada o más trascendente -aunque más improductiva terrenalmente-, y así encaminarse, por fin, hacia aquella esfera perfecta de su recordado erotismo cósmico superior.

(Temple sobre tabla, Alegoría de la Primavera, 1480, Sandro Botticelli, Galería de los Uffizi, Florencia.)

11 de enero de 2012

La esperanza y la inspiración u otras formas de ver ahora otra vez todo de nuevo.



En pleno momento romántico del siglo XIX un escritor argentino de los primeros de su literatura, Esteban Echevarría (1805-1851), compuso en el año 1837 un largo, épico, emotivo y trágico poema novelesco, La Cautiva. Los autores de ese estilo desgarrador romántico buscaban elementos narrativos que llevaran a golpear la emoción o a enardecer una semblanza sufrida con los gestos heroicos ahora abocados, sin embargo, irremisiblemente, a la caída. La obra romántica de Echevarría relataba la sorpresiva y violenta irrupción de unos indios mapuches en una población fronteriza argentina de entonces. Luego de azorarla tomaron rápidamente a una de sus mujeres y, de vuelta a sus territorios, se la llevaron sin dejar ahora que nada ni nadie pudiera evitarlo. Su esposo y su pequeño hijo quedaban atrás. Ahora ya nada es posible hacer, salvo buscarla. El marido, un militar de campañas indias, decide por fin aventurarse en su búsqueda por la pampa. Terminará capturado también por los indios y llevado a la misma suerte fatídica que su esposa. Sin embargo, es ahora ella quien, ante un desastroso final, consigue que ambos se liberen huyendo decididos del cautiverio, incluso a pesar de la resignada y nada confiada sensación liberadora de él. ¡Han conseguido huir, han conseguido salvarse! Pero ahora es el desierto, el desolado y sombrío desierto, el que, acechante, los espere a los dos abatidos y sin fuerzas. Así que, de nuevo, a volver a empezar otra vez todo de nuevo como antes. Pero la fuerza determinante de su voluntad y esperanza no pudieron soslayar, sin embargo, el abatimiento mortal de su marido ni tampoco de su propio trágico final, el de ella, al saber ahora que su propio hijo, atrapado por los indígenas también, nunca volvería a verlo con vida.Terminará el relato épico-romántico por sacrificar así, víctima de la desesperanza más atroz, a la entonces decidida, abnegada y fuerte mujer. 

Perséfone, conocida como la diosa Proserpina en la mitología romana, fue aquella hermosa doncella y mítica diosa griega de las semillas, de las plantas y la resurrección. Entonces una vez ella, descuidada y confiada, sería raptada por el dios Hades -o Plutón- en una bella tarde tranquila y prometedora. ¿Qué había sucedido para que entonces todo cambiara tan brusca y repentinamente además? No podía ella entender ahora nada de nada, tan sólo se aferraría a su ingrata sorpresa de que todo aquello que ella tenía, que había tenido hasta ahora, se habría acabado del todo y para siempre. Fue llevada entonces al inframundo, al reino profundo y tenebroso de su raptor. Éste la colmaría, sin embargo, allí de todas las glorias de su nueva condición como esposa. Pero Hades no comprendió entonces, cuando se dejase llevar por su deseo, que la diosa que había tomado no podría ya cubrir la Tierra con sus fértiles promesas. Eso alteraría la vida y el equilibrio de toda la Naturaleza. Entonces el gran dios Zeus, empujado por Deméter, diosa madre de la Tierra y de la raptada, trataría de obligar a Hades a entregar a Perséfone. Pero no aceptaría Hades tan fácilmente ese trato. Así que Zeus sólo pudo conseguir del dios subterráneo un compromiso: que la mitad del año fuese Perséfone a la vida, regresando de nuevo al inframundo la otra mitad. De este modo, en la tradición mitológica, aparecía la explicación de la floración primaveral que se lleva a cabo durante seis meses al año, para que, en los otros otoñales e invernales seis, las semillas vuelvan de nuevo, ocultas, latentes y enterradas, a los reinos oscuros y siniestros del Hades.

Es la esperanza a veces como la inspiración. Esperamos que esta última nos sobrevenga de nuevo, que pueda darnos otra vez el genio de pensar que todo lo que necesitamos ahora para vivir -o para crear- acabe por ser comprendido o elaborado de nuevo en nuestra mente fructífera. Y todo eso para servir a un propósito casi siempre: crear o vivir. Los pintores han representado la esperanza de muchas formas, pero solo George Frederick Watts (1817-1904) la compuso en su obra del año 1886 con los ojos cubiertos por una venda. ¿Es que es ciega la esperanza? No siempre, otros creadores no lo habían entendido así. Pero este pintor sí, él sí lo creía. Y así es como entiendo que es, en verdad. Porque la esperanza realmente no sabe nada, ni nunca lo sabrá. Porque todo es sorpresivo e inesperado en la vida. También, porque no dejaremos además -inconscientemente- que un único destino se nos enfrente ahora, indómito, a nuestra desesperación. Porque es vago e indefinido lo que se asume en el momento de sentir esperanza, es incierto, es inconcreto. Como en la inspiración... En el paisaje arrebatador del cuadro de Andreas Achenbach (1815-1910) se nos ofrece una puesta de sol luminosísima, de resplandeciente que es en su final, casi molesta algo incluso su reducido fulgor... Pero ahora, sin embargo, el entorno de este paisaje es aquí descorazonador porque un naufragio sobrecoge a las minúsculas personas que, trabajosamente, tratan de vencer la dura y despiadada tormenta inevitable. La Naturaleza representada nos asombra de modo estrepitoso tanto por la difícil embestida de su perfil en una parte del lienzo, como por la brillante y preciosista escena de la otra. Pero ambos entornos superan ahora aquí la vida de los hombres, no quedará ya más que la aceptación del resultado de las cosas. El maravilloso decorado nos hace ahora recordar que todo es conforme a la vida, a su propio desarrollo y a su propia belleza.

El siguiente y último cuadro, del pintor norteamericano Edwin Church (1826-1900), nos representa una brumosa, oscura y firme salida de la luna en un paisaje desolado, distante y también descorazonador. Pero no hay nada en esta obra de Arte que represente ahora, a diferencia de la anterior obra, una fuerza atronadora que destruya, abomine o inquiete. Porque lo que pudo ser destruido una vez lo fue ya. Porque ahora, sin embargo, relucirá en ese paisaje desolado prometedoramente algo. Algo resplandecerá ante los menguantes rayos solares que acabarán desvaneciéndose por el oculto horizonte contrario, ese otro horizonte que aquí ahora no se verá. No parece haber nada que nos ofrezca ahora ninguna esperanza, todo son ruinas y tenebrosidad. Aunque, a diferencia de la obra de Achenbach, este lienzo de Edwin Church, que como decimos no tiene a simple vista nada que nos lo suponga, posee ahora, sin embargo, más esperanza que el otro. ¿Por qué? Pues porque aquí todo ha pasado ya y en el otro estaba aún pasando. Ahora nada malo puede esperarse: estamos viviendo ahora tan sólo lo pasado... Hasta la luna incipiente del fondo acabará por iluminar luego todo aún mucho más, por justificar así todo aún mucho más. Hasta comprender ahora, serena y claramente, esas viejas y bellas formas de lo pasado, esas nuevas formas de poder verlo ahora ya todo de nuevo...

(Óleo del pintor simbolista inglés George Frederick Watts, 1817-1904, La Esperanza, 1886, Tate Gallery, Londres; Lienzo del pintor polaco Jacek Malczewski, La inspiración del pintor, 1897, Museo Nacional de Cracovia; Óleo La vuelta del malón, 1892, del pintor argentino Ángel Della Valle, Museo Nacional de Bellas Artes, Buenos Aires; Cuadro del pintor italiano del barroco tardío Simone Pignoni, 1611-1698, El Rapto de Proserpina, 1650, Francia; Óleo Puesta de Sol después de la tormenta en la costa de Sicilia, 1853, del pintor Andreas Achenbach; Cuadro Salida de la Luna, 1880, del pintor paisajista americano Frederic Edwin Church.)

19 de mayo de 2011

El Eros sagrado, el arrebatamiento, la sutil impudicia, la fuerza pasional y el Arte.



Tú no sabes, imprudente, de quién huyes, y por eso huyes. A mí me obedecen el país de Delfos, Claros, Ténedos y la regia Patara. Yo tengo por padre a Júpiter, yo soy quien revela el porvenir, el pasado y el presente; por mí los cantos se ajustan al son de las cuerdas. Mi flecha es segura, pero hay una flecha más segura que la mía, la cual ha hecho en mi corazón, antes vacío, esta herida.  Así escribiría el poeta latino Ovidio estos versos -pronunciados por el dios Apolo a la hermosa Dafne- para su relato mitológico de amor divino. Es de los pocos relatos míticos cuyos protagonistas sufren involuntarios el deseo pasional al que son dirigidos. Porque es ahora el dolor el motor que los motiva a ambos, el que desarrolla o mitiga esa pasión desaforada en los dos personajes. El dios griego Eros había llegado a sentir un profundo desprecio por el extraordinario dios Apolo. Este último dios, a diferencia de aquél, era un ser hábil en casi todo: virtuoso de la caza, de la música, de la poesía, de las artes y hasta de la curación. Dios de la Luz y del Sol. A cambio, Eros sólo era el dios de la atracción, el de la unión desaforada a veces fértil y a veces misteriosa. Una vez, Eros idearía vengarse de Apolo. Así que utilizando dos de sus flechas, una de oro y otra de plomo, enfrentaría despiadadamente a la hermosa Dafne con el orgulloso Apolo.

La herida dorada (amorosa) penetraría en Apolo y causaría en él la irresistible y necesitada -algo nuevo para el dios- sensación más enamorada. La otra flecha, la incisiva con punta de plomo, conseguiría en Dafne -probablemente propicia a sentir lo mismo que él-, sin embargo, ahora justo lo contrario (rechazo). Cuando el escultor italiano del Barroco Lorenzo Bernini (1598-1680) se plantea su obra Apolo y Dafne en el año 1622, imagina a la ninfa sobrecogida a su pesar, llevada ahora por un extraño dolor inevitable y desdeñoso. Pero a Apolo, el dios sereno y virtuoso, lo muestra el escultor italiano ahora sorprendido y asombrado por su ardoroso y nuevo deseo rutilante tan pasional. Desde el Renacimiento los creadores del Arte habrían tenido especial pulsión por mostrar, aunque fuese veladamente, los símbolos eróticos más humanos. Al parecer fue lo sagrado, curiosamente, lo que les permitiría llevar a ese olimpo erótico aquello más deseado. El cristianismo medieval no sólo cercenaría su natural sentido erótico, sino que contribuyó a hacer de las partes sexuales del cuerpo humano un objeto de voluptuoso e inconfesable delito. Los antiguos griegos y romanos no veneraban tanto -quizá por su natural consentimiento- los elementos más erotizados del cuerpo humano. Tal vez por eso los artistas comenzaron a transgredir con su incontestable Arte el poderoso influjo pudoroso que abominaba de los senos femeninos, de los torsos masculinos y de los desgarrados momentos de pasión o éxtasis, fuesen éstos sagrados, mitológicos o profanos.

Cuando Bernini fue llamado en el año 1647 a crear una escultura sobre Teresa de Jesús (Éxtasis de Santa Teresa) para una capilla de la iglesia carmelita de Santa María de la Victoria en Roma, su mecenas le sugirió, ya que existía un éxtasis de San Pablo, crear una misma sensación arrebatadora pero, en este caso, de una santa. El escultor llevaría su prodigioso Arte a tal punto que algunos críticos no dudaron en afirmar que el arrobamiento místico conseguido en la santa, tendría más de sugerente sensación física y sexual que de compungida querencia sobrenatural. Pero no se equivocaban, ni aquellos ni los otros. El Arte consigue precisamente eso: alcanzar aquella línea liminar o frontera mágica donde ambos y opuestos conceptos se hacen intercambiables. Aunque, sin percibirlo apenas, sin llegar a menospreciar, en ningún sentido, ninguno de los dos conceptos contrapuestos. Uno de los aristócratas napolitanos más extravagantes y curiosos lo fue Raimundo de Sangro, más conocido como Príncipe de San Severo (1710-1771). A parte de ser un ilustrado y masón -de conocer los avances científicos de su época- fue un gran mecenas del Arte. Para la capilla de su palacio napolitano decidió en el año 1744 encargar unas esculturas diferentes, unas obras de una creación exageradamente compleja, pero de resultados brillantes, sobrecogedores y bellísimos. Llegaría a patrocinar la composición escultórica titulada La Castidad Velada. Su autor fue el italiano Antonio Corradini (1668-1752), que llegaría a confeccionar genialmente una arrebatadora estatua femenina desnuda sólo cubierta por un fino y transparente velo... cincelado en la misma y maravillosa piedra. 

Hacia el temprano año 1450 el pintor francés Jean Fouquet (1420-1481) lograría mostrar, por primera vez y de modo explícito -sin justificación alguna para entonces-, el pecho descubierto de una Virgen sagrada para su Díptico de Melum. Fue con toda probabilidad el comienzo de un cambio cultural y artístico entonces -siglo XV- para representar sólo porque sí, aunque bellamente, un símbolo erótico en una figura tan sagrada como la Virgen. Símbolo erótico que había sido desde siglos antes anatemizado y ocultado por la rígida y antinatural doctrina eclesial. Tiziano y Miguel Ángel, Rubens algo más tarde, consiguieron excusar sus desnudas imágenes humanas con la por entonces sutil y genial justificación artística. La Belleza se impuso así y la genialidad artística mantuvo en las paredes de los palacios o de las grandes casas la más insinuante erótica sagrada representada en un lienzo. Esa misma erótica representada que, en ocasiones velada y otras menos pudorosamente, aquel dios griego Eros impusiera una vez, con su dardo aniquilador y fascinante, al presuntuoso Apolo y a la pudorosa Dafne.

(Escultura La Castidad Velada, de Antonio Corradini, 1744, Capilla de San Severo, Nápoles; Cuadro de Guido Reni, Martirio de San Sebastián, siglo XVII, Pinacoteca de Génova; Detalle de la obra Apolo y Dafne, de Lorenzo Bernini, 1622, Galería Borghese, Roma; Detalle rostro de la escultura de Bernini, Éxtasis de Santa Teresa, 1647, Capilla Cornaro, Roma; Fotografía de escultura, El beso de la muerte, Cementerio de Poble Nou, Barcelona; Detalle del fresco de Miguel Ángel, Creación de Adán, Capilla Sixtina; Detalle de la obra escultórica de Bernini, Beata Ludovica Albertoni, 1671, Iglesia San Francesco a Ripa, Roma; Imagen de la escultura Eros y Psique, 1793, del artista italiano Antonio Canova, 1757-1822; Óleo del pintor italiano del renacimiento Correggio, 1489-1534, No me toques, 1525, Museo del Prado, Madrid; Cuadro de Rubens, La Virgen con el niño, Santa Isabel y San Juan, siglo XVII; Detalle del díptico de Melum, 1450, del pintor Jean Fouquet; Óleo Magdalena, del pintor Tiziano; Cuadro La Madonna del cuello blanco, 1535, del pintor italiano Parmigianino; Cuadro del pintor colombiano Carlos Correa, La anunciación, 1940.)

11 de febrero de 2011

El fulgor nocturno de la imagen, la luna retratada, su luz, su sentido y el Arte.



Desde siempre la luz había sido sinónimo de verdad, de conocimiento o clarificación filosófica. La ausencia de ella, la oscuridad, sería, por tanto, un motivo de desesperación, incapacidad, miedo o inconsciencia. Pero, hay otra luz..., una luz diferente, donde la verdad no es lo que más importa, donde el conocimiento que produce irá más allá de lo que entendemos por él. Esa es la luz de luna. Cuando basta ahora tan sólo con iluminar débilmente un camino, una estancia, una mente o un corazón... ¿Cómo han representado los pintores al cambiante satélite? Unos, como Dalí, sin definición ni forma alguna, donde su reflejo ayude ahora, por ejemplo, al filósofo o sujeto pensador a descubrir la lucidez de lo profundo. Otros, como Spilliaert, con la lejana y tenebrosa vaguedad sumida en las brumas de la noche con las luces artificiales de una ciudad. Seguirán otros, como Manet, que la contrastan entre la oscuridad y la luz, entre el comienzo ambiguo de su sentido misterioso, cuando los azules celestes palidecen justo antes de morir. Entonces su luz no iluminará del todo porque ya no hay luz ni grandes sombras, sólo ausencia clara de color. Algunos otros, como Van Gogh, muy pocos realmente, con la creatividad de los colores inéditos de la noche, donde una luna languideciente, menguante, genial y desfigurada se expresa con amor...

Pero, hay otros autores como Rousseau que la pintan poderosa, completa y magnánima. En un mundo estético donde, únicamente, iluminará su luz el alma de los seres que la padecen silenciosa; el resto no importa, para nada, sólo ella y los seres que ilumina, vagamente, con su luz. Y, luego, hay otros pintores, como Allston, que la muestran creadora de formas y sombras, como en una maravillosa competencia solar. Aquí vuelven ahora de nuevo la vida y sus cosas a ser como antes, como cuando, con el sol, brillaban aquellas definidas. Su gran reflejo lunar visible lo hace todo palpitar de nuevo, pero de otro modo a como la luz solar lo hiciera antes. Porque aquí el paisaje se ve de otra forma, distinto todo a lo de antes. Aunque las ideas y las imágenes nocturnas se clarifican aquí, quizás, aún mucho más en lo concreto o en lo importante o en lo verdaderamente merecedor. Es cuando lo que realmente se ve es lo que se mira, y nada distraerá ni deformará ni acontecerá sin ella. Después, Turner decide que la luna emule ahora su gran dador de luz -el sol- con un fulgor tan exultante que confunda todo con su alarde. En este extraordinario lienzo del pintor romántico todo se vislumbra poderoso, todo se sospecha y todo se confunde también. El pintor inglés nos muestra la luna como un mero resplandor tamizado de noche pero poderosa, benefactora, impactante y majestuosa gracias a su luz. Se ve ella toda, y sus efectos se perciben, aunque, sin embargo, aún la oscuridad seguirá reinando entre las sombras. Sólo el ser humano cambia el color de la noche con su fuego refulgente, éste aún más cálido y vibrante, más aterrador incluso, aun mucho más seguro y poderoso, que cualquier otra luz del mundo.

(Cuadro de tinta china y pastel, Claro de Luna y luces, 1909, del pintor simbolista belga Leon Spilliaert; Cuadro de Dalí, Filosofía iluminada por la luz de la Luna y el Sol poniente, 1939; Cuadro Luz de Luna sobre el puerto de Boulogne, 1869, del pintor francés Manet; Óleo de Van Gogh, Paseo a la luz de la Luna, 1890; Óleo del pintor naif francés Henri Rousseau, Noche de Carnaval, 1886; Óleo Paisaje de luz de Luna, 1809, del pintor norteamericano Washington Allston, 1779-1843; Óleo del pintor inglés Turner, Gabarras de Noche al claro de Luna, 1835.)

29 de octubre de 2009

¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿Adónde vamos?



En el año 1897 el pintor Paul Gauguin (1848-1903) compuso en las islas Marquesas de la Polinesia francesa, donde él creyó encontrar por entonces el Paraíso perdido, este magnífico cuadro que bautizaría como el título de la entrada: ¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿Adónde vamos?...  ¿Qué quiso realmente expresar el pintor con esta obra?:  ¿la búsqueda del motivo último de todo, o la desesperación por no entender nada de nada? Muchos autores a lo largo de la historia, sin embargo, han plasmado en sus obras de Arte ese mismo o parecido sentimiento. Thomas Stearns Eliot (1888-1965) fue un profundo y complejo poeta norteamericano que terminaría por vivir en Inglaterra. De gran formación clásica y literaria, concibió uno de los poemas más enigmáticos y desalentadores... a la vez que extraordinarios de la Literatura Universal. Es el desgarro, como su propia vida personal le enseñaría, pero, también, es la esperanza, el anhelo o la última exhalación de vida que se desgranará en cada verso oscuro de su obra... Todo eso y mucho más esbozaría Eliot en su inmensa obra poética denominada Tierra Baldía, y de la que extraigo aquí estos pocos versos enigmáticos:

Aquí no hay agua, sólo roca,
roca y no agua, y el camino arenoso.
El camino sube serpenteando las montañas,
que son montañas de agua sin roca.
Si hubiese agua nos detendríamos a beber.
Entre las rocas no puede uno pararse ni
pensar.]
El sudor es seco y los pies sobre la arena,
si sólo hubiera agua entre las rocas.
Muerta montaña, boca de cariosos dientes
que no pueden escupir.]
Aquí no puede uno ni pararse, ni acostarse,
ni sentarse.]
No hay silencio siquiera en las montañas,
sino el seco estéril trueno sin lluvia.
No hay soledad siquiera en las
montañas,]
sino ceñudos rostros rojos que gruñen
entre dientes,]
desde los umbrales de casas de tierra
apisonada.]
Si hubiese agua,
y no roca.
Si hubiese roca
y tambien agua,
y agua,
un manantial,
un pozo entre las rocas.
Si sólo se oyera rumor de agua,
no la cigarra
ni la hierba seca cantando,
sino rumor de agua sobre roca
allí donde canta el zorzal entre los pinos,
pero no hay agua.


(Imagen del cuadro ¿De dónde venimos? ¿Quienes somos? ¿Adónde vamos?, 1897, de Paul Gauguin, Museo de Bellas Artes de Boston, USA; Fragmento de la obra poética Tierra Baldía, 1922, de T. S. Eliot.)

15 de agosto de 2009

Antología lírica: del poeta sevillano Rafael Montesinos.



- ¿Y si al final resulta que no somos,
ay Fabio, qué dolor,
más que ruinas, última locura,
memoria insoportable, sólo un grito
en el momento de caer rendida
la última pared, entre el adobe,
la ceniza y el polvo?

- No preguntes. Yo fui pared un día,
sostenida ruina de la nada,
mustio collado de mí mismo.
Escúchate y dispónte a sentir cómo te caes,
campo de soledad, sobre tus años.

Diálogo con un viejo poeta sevillano, del poeta sevillano Rafael Montesinos (1944-1995).


¿La felicidad, dices? Quizá sea
simplemente vivir, sentirse vivo
en medio de las cosas destinadas
a durar más que uno, o frente al amplio
ventanal del verano y su lentísimo
atardecer, oír las golondrinas,
que en sus rápidos gritos nos recuerdan
el chirriar del eje del estío.

Alguien me pregunta por la felicidad, versos de Rafael Montesinos, poeta español (1944-1995).

(Fotografía de las ruina romana de Itálica, Sevilla, España.)

14 de agosto de 2009

Versos y ruinas: canto a la antigua urbe romana de Itálica.



Estos, Fabio, ¡ay dolor!, que ves ahora
campos de soledad, mustio collado,
fueron un tiempo Itálica famosa.

Aquí de Cipión la vencedora
colonia fue; por tierra derribado
yace el temido honor de la espantosa
muralla, y lastimosa
reliquia es solamente
de su invencible gente.

Sólo quedan memorias funerales
donde erraron ya sombras de alto ejemplo;
este llano fue plaza, allí fue templo;
de todas apenas quedan las señales.

Del gimnasio y las termas regaladas
leves vuelan cenizas desdichadas;
las torres que desprecio al aire fueron
a su gran pesadumbre se rindieron.

Este despedazado anfiteatro,
impío honor de los dioses, cuya afrenta
publica el amarillo jaramago,
ya reducido a trágico teatro,
¡oh fábula del tiempo, representa
cuánta fue su grandeza y es su estrago!

(Fragmento de Oda a las Ruinas de Itálica (Sevilla, España), de Rodrigo Caro (1573-1647), poeta sevillano del Siglo de Oro español.)

(Fotografías de las ruinas de la antigua ciudad romana de Itálica, Sevilla, España.)

1 de mayo de 2009

Triunfo del Impresionismo: ¡La Luz y el Color!



El Impresionismo fue realmente el impacto emocional más instantáneo de un conjunto visual en el ojo de un espectador sorprendido...  En este cuadro de Camille Pissarro (1830-1903) veremos la luz de una mañana brillante en un invierno nevado como si fuera un maravilloso y luminoso amanecer estival. Esta técnica pictórica de la luz impresionada, unida al útil color vibrante y etéreo de su paleta, hizo de esa tendencia  artística una de las más elaboradas y permanentes -continúa ahora igual su valor y estima- de toda la Historia del Arte.