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10 de mayo de 2011

La contradicción del deseo, su inútil forma de embelesar o el precio irracional de lo eterno.



Al principio de los tiempos fueron los pueblos micénicos los que adoraron a la diosa madre representada por la Luna. Cuenta el mito griego el nacimiento de la Luna gracias a la unión de Gea (la Tierra) y de Urano (los Cielos). De estos dos primigenios dioses nacerían luego Hiperión y su hermana Tea. Ambos hermanos tuvieron a su vez tres hijos: Helios (el Sol), Selene (la Luna) y Eos (la Aurora). Cuando pueblos invasores indoeuropeos (los dorios) alcanzaron llegar a Grecia por el año 1200 a.C., encontraron unos pobladores autóctonos y matriarcales que concedían a la Luna un carácter endiosado y principal. Esos pueblos invasores dorios a diferencia de los micénicos eran patriarcales, así que idearon una eficaz táctica colonizadora. A partir de entonces se celebrarían unos esponsales rituales con la Luna. De ese modo, subliminalmente, surgiría luego la leyenda del rey de la arcaica Élide griega, Endimión, y de su amada lunar, la diosa Selene. Al parecer, Endimión fue destronado de su reino y se decidiría por marchar solo a la espesura salvaje de una naturaleza solitaria. Se aficionaría tanto a los astros en los cielos nocturnos que éstos acabaron por enamorarle. En el interior de su cueva dormía Endimión para protegerse del frío en las noches invernales. Pero, cuando el clima sofocaba con su calor, terminaría pronto recostándose a la entrada de su gruta.

Así que, desde ese lugar exterior, podría ahora él ver el infinito cielo estrellado de la noche. En una de esas noches estrelladas, Endimión miraría una vez la Luna. Luego, embelesado y absorto, cuando acabara rendido de tanto mirarla, se entregaría indefenso al profundo sueño de la noche. Pero, una noche, Selene, la diosa lunar, bajaría a la Tierra en un lugar cercano a la cueva. Sin saber ella la existencia del admirador de su belleza, lo verá a él ahora dormido en su gruta. Fascinada y sorprendida, entusiasmada y sentida, descendería ahora Selene casi todas las noches para verle. Sin embargo, ahora, siempre dormido él y siempre despierta ella. Así fue como ambos desconocidos se mantuvieron unidos por la noche: una enamorada el otro sin saberlo. Pero, otra noche Endimión se despierta de pronto, y, al verla con él ensimismada y absorta, comprenderá ahora el poderoso influjo amoroso que ella siente. Selene le acabaría confesando su amor, un amor que él, sin embargo, habría comenzado a sentir por ella mucho antes. Pasaría entonces el tiempo y Endimión comenzaría a ver los rastros marchitos que los años producirían en su belleza. Y se aterró. ¿Cómo, se decía él, podría seguir provocando ahora amor en su amada, ella siempre tan joven, sin embargo? Ruega entonces a su inmortal y amada diosa Selene que interceda ahora en Zeus -el dios de los dioses- para que le conceda la juventud eterna para siempre.

El señor de los dioses se lo permite, pero con una condición: que no sufriría el paso del tiempo solo mientras estuviese dormido. Es decir, que sólo pasaría el tiempo de día, al despertar y vivir despierto, pero nunca dormido envejecería... Poco después, comprendería Endimión el terrible tormento de esa forma de vivir y amar. Únicamente podría estar con ella cuando estuviese dormido, ya que, sólo así, no envejecería. Se despertaría feliz, es cierto, pero, para entonces, para ese único y feliz momento, ella ya no estaría con él para sentirlo. El selenio, nombre que proviene de la diosa griega lunar, es un elemento químico de color grisáceo, insoluble en agua y soluble en éter. Así, como la Luna. El selenio se utilizaba antiguamente en fotografía para intensificar los grados de las tonalidades del blanco y el negro. Por tanto, influía en la durabilidad (eternidad) de las imágenes. El selenio además es un elemento fundamental para todas las formas de vida. Posee un gran poder antioxidante y evitará la pérdida de los radicales libres de las células, por tanto, estimulará el sistema inmunológico. Sin embargo, se utiliza también para la industria fotovoltaica, electrónica y eléctrica. Está, del mismo modo, considerado un elemento muy perjudicial para el medio ambiente. Es curioso el paralelismo entre el mito y la realidad. Lo que nos ama, a veces, nos puede dañar. Lo que nos ayuda, casi siempre, nos puede traicionar. Así, como el relato de Endimión y Selene. Así, como la atrayente, necesaria, veleidosa, misteriosa y peligrosa Luna.

(Óleo del pintor inglés George Frederick Watts, 1817-1904, Endymión, 1872; Composición fotográfica de la Luna, Reflejo de Selene, Canonistas.com; Grabado antiguo griego, vaso de figuras rojas, diosa Selene; Cuadro del pintor Sebastiano Ricci, Endimión y Selene, 1713; Fotografía de la Luna, día 20 de marzo de 2011, a las 22 horas de España; Cuadro Endymión, 1871, del pintor prerrafaelita Arthur Hughes, 1832-1915; Fresco en la Galeria Farnese, Roma, Endimión y Selene, del pintor Carracci, 1600; Cuadro del pintor italiano del barroco Ubaldo Gandolfi, 1728-1781, Endymión y Selene, 1770; Óleo Endymión y Selene, 1630, Nicolás Poussín, en este cuadro se observa a Endimión, antes de dormirse, hablando con Selene mientras la diosa alada de la noche se prepara para cubrir con su telón la escena.)

1 de mayo de 2011

El encuadre diferente, la emoción frente al detalle o el manido pero genial paisaje.



Uno de los primeros creadores que pintaron paisajes como el motivo principal de la obra, no como un escenario secundario, lo fue el renacentista holandés Pieter Brueghel (1525-1569), conocido como el viejo por haber sido el padre de dos artistas flamencos, Pieter y Jan. Sería ya en tan temprana época el paisaje un genial ardid para mostrar, con sutilezas, otras cuestiones delicadas de enseñar en pleno siglo XVI. En su obra La urraca sobre la horca del año 1568, también conocida como Danza de campesinos junto a la horca, el creador flamenco pintaría un escenario grandioso, profundo, de lejanía inspiradora, casi sagrada, mostrando así con todo ello un cierto sosiego algo trascendente... Pero pintaría una horca ahora muy centrada y solitaria, con una pequeña urraca misteriosa además posada en su travesaño principal. En el cuadrante inferior izquierdo de la obra situaría algunos personajes que danzan, irreverentes, junto al atribulado patíbulo desolado. La triste urraca, indiferente ahora a lo que los hombres hacen, observará displicente a unos seres demasiado inconscientes que se alegrarán de no haber sido ellos los ajusticiados, de que, ahora, sean de otros los restos que ellos pisan contentos. Más alejado hacia la izquierda -justo en la esquina inferior izquierda- se ve a un hombre agachado haciendo sus necesidades en la tierra, un claro simbolismo obsceno que afrentaría aquí el suelo que acogerá las almas desconsoladas de los condenados.

Pero el paisaje de Brueghel, siendo tan hermoso en su profundidad, es ofuscado ahora aquí por el ofensivo alarde de una desagradable horca, por el símbolo mortífero de la urraca desatenta, y por los gestos desconsiderados de sus alegres personajes indecentes. Sin embargo, sería un artista nacido en pleno estilo barroco -tendencia poco paisajista- el que, realmente, iniciara el paisaje como un objeto creativo en sí mismo, no como escenario argumental. Claudio de Lorena (1600-1682) fue incluso muy clasicista para su época. Nacido en Francia, pronto marcharía a Italia para inspirarse en los antiguos pintores manieristas, unos pintores que aún harían obras con encuadres espectaculares o con entornos naturales por entonces demasiado tardíos. Morirá Claudio de Lorena en Roma, donde sus creaciones influyeron en los paisajistas ingleses de finales del siglo XVIII y principios del XIX, pintores que viajaron a Italia para ilustrarse en el mismo lugar donde surgiera el Arte. Llegaría a ser tan grande su fama, fue él tan original, sus obras eran tan impactantes y bellas, que sería muy copiado en su época. Así que, motivado por eso, el propio pintor Lorena crearía El Libro de la Verdad, un volumen donde recopilaría todas las obras compuestas por él. Aunque no se publicaría sino hasta casi un siglo después de su muerte, fue todo un gesto audaz contra los falsificadores muy moderno para entonces.

Pero luego, en el siglo de la Ilustración y el Rococó, hubo otro pintor francés, muy paisajista, que mostraría así la continuidad entre Lorena y los paisajistas posteriores, Joseph Vernet (1714-1789). Su luz, poderosa, concentrada y dispersa en el encuadre de un horizonte grandioso -tendencia iniciada por Lorena-, le llevaría a realizar impresionantes marinas, unos paisajes donde el atardecer, el prodigioso cielo y los barcos con su arboladura, formarían parte de su característica iconografía conocida. Tal habilidad adquirió el pintor en esos paisajes, que hasta el propio rey francés Luis XV le encargaría, en el año 1753, que pintase dieciséis puertos de Francia. Otro gran paisajista -además de otras maravillosas, románticas y precursoras tendencias- lo fue el gran pintor inglés Joseph Williams Turner (1775-1851). Pintaría en el año 1815 La construcción de Cartago por Dido, una obra genial donde las trazas de su Romanticismo se aprovecharían del gran paisajista que fuera Turner. En esta obra suya hay un cierto paralelismo con la de Claudio de Lorena: una exaltación de la Antigüedad, de sus ruinas, de la luz poderosa del atardecer, del encuadre diseñado siguiendo las medidas áureas, del color reflejado ahora en sus aguas, colores de olas que, tranquilas y lejanas, llegarán serenas y amarillentas hasta el propio espectador. Cuando Turner decidiera donar este cuadro al museo londinense de la National Gallery lo hizo con una condición: que su obra estuviese justo al lado de la de Claudio de Lorena, Embarque de la reina de Saba. No supo mejor modo que ese para homenajear así a su admirado colega barroco.

Pero el pintor más paisajista por excelencia lo sería el británico John Constable. Nacido en la granja de su padre junto al molino de Flatford, en Suffolk, Inglaterra, desde su infancia aprendería a amar su maravilloso entorno natural, los colores de su cielo, o las fuertes y sosegadas tardes de su coloreada campiña inglesa. Fue un creador -como sólo los grandes lo son- capaz de innovar, de obtener tanto las obras que el público apreciaba como las que él deseaba hacer. De ese modo, crearía extraordinarias imágenes con trazos ahora diferentes, con colores sorprendentes, representando lugares y cosas de una forma por entonces bastante adelantada. Señalando así ya una característica muy esencial para el Arte posterior: la emoción frente al detalle... Pero sería el pintor más conocido aún, sin embargo, por los paisajes naturales y comunes, donde combinaría la perfección del escenario natural con las tranquilas costumbres campesinas de sus habitantes. Aunque también consiguió Constable hacer otras cosas, igualmente geniales y perfectas. Ahora, por ejemplo, sería ya otro el punto de vista, otras las visiones que de las mismas cosas él tuviera... Como cuando pintase la Catedral de Salisbury. La pintaría varias veces, desde ligeros y diferentes puntos de vista, aunque muy poco perceptibles en sus obras.

Hay que fijarse bien para observar que las tres composiciones del mismo paisaje -tal vez hiciera más- que realizara para su amigo el obispo de Salisbury -que se sitúa en los lienzos señalando al campanario de la catedral-, son ahora diferentes todas y cada una de ellas. En la primera, que realiza en el año 1823, parece el pintor querer desear celebrar el estilo en que fuera construida la catedral -el gótico- pues encorva los árboles que enmarcan el campanario como si fuesen un grandioso arco ojival apuntado hacia el cielo. En las otras dos que pinta posteriormente no utilizará ya ese recurso. Ahora pretende dejar el campanario de la catedral despejado, apuntado hacia el infinito cielo. Quizá a su prelado amigo no acabara de gustarle aquel atrevido recurso subjetivo de antes. Debe ser otoño la estación retratada en la obra del año 1825 ya que ciertas ramas que antes -en el otro lienzo- aparecían florecidas se muestran ahora desnudas en uno de los pequeños e inclinados árboles. Por último, en el año 1826, realiza otra creación del mismo escenario pero, ahora, el punto de vista es aquí levemente otro. En este otro cuadro, no en el anterior, parece ahora -en su nueva perspectiva- que tocan aquí algunas de las ramas del árbol el perfil rectilíneo de la torre del campanario; una torre que, majestuosa, dominará orgullosa todo ese sugestivo, bucólico, grandioso y romántico paisaje.

(Cuadro del pintor John Constable, Barcazas en Flatford, 1810; Óleo La catedral de Salisbury, 1823, John Constable, Museo Victoria y Alberto, Londres; Cuadro Catedral de Salisbury, 1825, John Constable, Metropolitam de Nueva York; Cuadro Catedral de Salisbury, 1826, John Constable, Frick Collection, Nueva York; Óleo de John Constable, Tormenta en la costa de Brighton, 1827; Óleo de John Constable, Stonehenge, 1836; Cuadro El caballo blanco, de John Constable, 1819; Óleo La urraca sobre la horca, 1568, Pieter Brueghel el viejo, Museo Darmstadt, Frankfurt, Alemania; Cuadro Embarque de la reina de Saba, 1648, del pintor clasicista Claudio de Lorena, National Gallery, Londres; Óleo Puesta de Sol en el mar, 1760?, Joseph Vernet; Óleo La construcción de Cartago por Dido, 1815, Turner, National Gallery, Londres.)

27 de abril de 2011

Una síntesis realista, la reacción al dualismo clásico-romántico, descubrió el Impresionismo.



En un viaje romántico a Italia en el año 1825 el pintor francés Jean-Baptiste Camille Corot (1796-1875) descubriría, fascinado, la luz poderosa del sur de Europa. Una luz que ahora le permitiría manejar en su tableta todas las tonalidades que pudiera combinar para representarla. Así se iría germinando en el Arte, poco a poco, una vaga idea plástica que, años después, se consolidaría exitosamente y que acabaría llevando uno de los nombres más descriptivos de una tendencia artística: el Impresionismo. Pero Corot no buscaba por entonces nada más que reflejar otro movimiento artístico, una tendencia que en aquellos años, finales del primer tercio del siglo XIX, despertaba de las dolorosas tragedias causadas por las guerras napoleónicas: el Realismo paisajista. La anterior tendencia romántica, tan desafiante como era, no bastaría ni serviría ya para inspirar de nuevo a los inquietos creadores franceses. Ahora se anhelaba el paisaje relajado y sin desastres, sosegado y con la escena natural reflejada de un modo simple pero real, aséptico y desensibilizador. Y Corot, curiosamente, lo buscaría en Italia, un país esencialmente romántico. Y en Umbría, en la pequeña población italiana de Narni (la antigua Narnia latina), descubriría el pintor, asombrado, el escenario ideal para su nuevo paisaje anhelado.

Cuando los antiguos romanos construyeron la vía Flaminia durante el siglo III a.C. se encontraron de pronto con un río, el Nera -afluente del Tíber- al que solo lograron salvar tiempo después con un grandioso puente robusto. Construido por los ingenieros romanos del emperador Augusto en el año 27 a.C., era tan alto, tan enorme y sus vanos tan anchos que fue uno de los puentes más grandiosos construidos por el imperio. Pero la fuerza de las aguas en Umbría es tan poderosa que los años no soportaron tamaña grandeza constructiva. Así que desde el siglo XI comenzaría su inevitable y paulatina destrucción arquitectónica. Cuando Corot llega en el año 1826 a Narni pintaría su puente manifestando entonces toda su nueva pasión artística, dividida ahora entre el neoclasicismo, el romanticismo y el paisaje realista. Así fue como Corot plasmaría todos esos rasgos estilísticos en su obra: las líneas clásicas en sus perfectos arcos dibujados; el paisaje realista del fondo apenas esbozado; y un aura emocional de lo efímero y de lo sombrío que albergarán, algo más tarde, el germen impresionista de un nuevo sentido artístico revolucionario. Todo eso junto nunca antes se había visto en una obra de Arte. Y Corot, sin quererlo, provocaría  luego una de las impresiones más motivadoras del Arte. Lo que no imaginó por entonces el creador francés era que todo eso ayudaría a que, menos de cincuenta años después, los impresionistas culminaran sin complejos su nueva tendencia artística. Una tendencia que revolucionaría absolutamente el Arte pictórico y conseguiría, además, mantener en el tiempo el fervor del público como ninguna otra tendencia haya conseguido.

La eclosión de la fotografía en la segunda mitad del siglo XIX influyó en el nuevo movimiento impresionista. Por entonces las instantáneas fotográficas de las exposiciones de un paisaje, su cualidad efímera, serían un competidor muy avezado y creativo del nuevo movimiento artístico. Por eso los pintores debían discernir muy bien cómo alcanzar a impresionar mejor un lienzo o qué técnica plástica usar frente al nuevo invento fotográfico. Sobre todo con los colores, algo todavía inexistente en la fotografía. La guerra franco-prusiana del año 1870 dejaría deprimida a una Francia vencida y humillada, así que la sociedad francesa se volvió sobre sí misma y rechazaría toda novedad y excentricidad artísticas. Por ello los creadores impresionistas tuvieron ante tal desinterés que exponer sus obras en círculos cerrados, arriesgando el fruto de su trabajo a que el gusto del público cambiase con el tiempo. Y cambió. Cuando en el año 1877 el pintor impresionista Claude Monet (1840-1926) se marchase de la población campesina de Argenteuil a París, abandonaría los paisajes del campo por los escenarios modernos y sofisticados de la gran urbe francesa. A finales de los años setenta de aquel siglo la modernidad obligaba a los pintores a recrearla en todas sus obras. Monet se decide entonces a pintar un lugar verdaderamente iconográfico para su nuevo movimiento. Los artistas de esa tendencia buscaban captar la fugacidad del momento, el eterno fluir de las cosas. Las cosas no son las mismas cuando las miramos minutos después, éstas cambian y, a cada nueva mirada que reciben, sus obras deben así también reflejar esa eventualidad. Cuanto más lo consiguieran mejores obras impresionistas serían. Monet descubre, como antes lo hiciera Corot, el lugar perfecto ahora para enmarcar su nueva visión artística impresionista: una estación parisina de tren

En la terminal de Saint-Lazare de París llegaría a pedir hasta autorización para que los trenes se retrasasen un poco, obteniendo así una mejor instantánea para su obra. En su cuadro reflejaría Monet genialmente la movilidad y la luz ahora concentrada, contrastada y evaporada en todo el lienzo artístico. Pero también el humo evanescente, ese mismo humo que, dentro de poco -aunque no lo veremos-, desaparecerá. Esta tendencia artística fue la primera que no preparaba los colores antes de plasmarlos en el lienzo. Los impresionistas obligaban además al público a distanciarse de sus creaciones, con ello forzaban ahora mejor imaginarlas para mejor apreciarlas en todos sus detalles. Porque la imaginación debía ser usada para disfrutar mejor de la escena impresionista. Ellos no querían ni buscaban otra cosa. El equilibrio, la geometría o el dibujo eran algo del Neoclasicismo, demasiado viejo para ellos; la emoción y la esencia de las cosas eran elementos Románticos, algo que ignoraban; la mera Realidad con sus defectos, sus mensajes y sus alardes eran cuestiones que no les interesaban en absoluto. Sólo quedaba impresionar..., lo que conseguirían los fotógrafos con sus maquetaciones espontáneas: algo sin límites, sin perfectos márgenes y sin recreación alguna. Cuando le preguntaban a Monet qué era lo que pintaba, qué trataba de decir con todo eso, él contestaba: El motivo es para mí del todo secundario, lo que quiero representar es lo que existe entre el motivo y yo. O sea, sólo la obra de Arte, sólo el momento, sólo la genialidad, sólo la luz... Eso fue el maravilloso Impresionismo.

(Cuadro del paisajista francés Jean-Baptiste Corot, El puente de Narni, 1826, donde refleja la síntesis de lo que luego sería el impresionismo más elaborado: un clasicismo en sus geometrías y composición, un romanticismo en sus ruinas melancólicas y un realismo en sus formas imprecisas; Óleo de Claude Monet, La estación de Saint-Lazare, 1877; Óleo de Monet, Parlamento de Londres, 1904; Cuadro del pintor impresionista francés Pierre-Auguste Renoir, Remeros en Chatou, 1879; Óleo del pintor impresionista español Aurelio Beruete, Paisaje de Segovia, 1908; Cuadro del pintor impresionista español Joaquín Sorolla, Paseo a la orilla del mar, 1909.)

25 de abril de 2011

La avidez, el desánimo, la inspiración sublime, la vileza o el oportunismo en la creación artística.



En octubre del año 1998 la sala londinense de subastas Christie's ofreció en su catálogo de antigüedades una novedad arqueológica muy curiosa del siglo XII. Ese objeto a subastar contenía unas hojas de papiro escritas en griego que translucían -gracias a los rayos X- los caracteres y dibujos de un famoso matemático griego nacido en el siglo III a.C, el reconocido Arquímedes. No fue por entonces sin dificultades la venta del preciado objeto, ya que el Patriarcado de Jerusalén, una iglesia ortodoxa autónoma de Palestina -la más antigua organización eclesial cristiana-, litigaba por ese tesoro arqueológico argumentando la propiedad de dicho papiro. Y es que, efectivamente, así era. Porque un monje escribano de la antigua Constantinopla, la sede principal de dicha iglesia, utilizaría esos papiros en el siglo XII reescribiendo encima de los que, dos siglos antes, un colega suyo -otro monje escribano- hubiese creado ya para transcribir antiguos escritos del inventor griego Arquímedes y de otros autores helenos menos conocidos.

La Corte Federal norteamericana falló a favor de la casa de subastas, con la peregrina explicación de que la ejecución de los derechos del Patriarcado habrían prescrito. Es decir, que la propiedad de los tesoros que alguna vez se hubiesen perdido deberían, de modo constante y claro, tenerse bien publicitadas y reivindicadas siempre para evitar perder los derechos. Así, el Palimpsesto de Arquímedes fue finalmente subastado por dos millones de euros en el año 1998. Es por tanto aquí ahora la vileza, la maldad de aquel escribano medieval que, a sabiendas del daño que hizo, destruyó una obra cultural negligentemente para aposentar otra. Y no ya un daño para sí, sino para toda la humanidad. Un tesoro cultural como fuera la herencia de sabiduría que el genio griego creara para explicar las oscuras sinuosidades de la Naturaleza. Y no sólo se conformaría el monje con borrar u ocultar los caracteres, sino que descosería las hojas, las doblaría y luego las cortaría para, de ese modo, poder así utilizar más páginas en el nuevo útil bibliográfico que confeccionara.

Cuando el dolor le sobreviniese en su difícil estadía durante el año 1889 en la localidad francesa de Saint-Remy-de-Provence, Vincent van Gogh pintaría entonces en una de sus obras un lugar agreste y desolado, un paisaje situado muy cerca de su sanatorio. Fue ingresado en ese sanatorio, entre otras cosas, por querer ingerir sus propias pinturas. Con el tiempo mejoraría, y al verse sin sus pinceles y pinturas le dejarían recorrer a pie al menos los alrededores del sanatorio. Pronto dibujaría y se recuperaría con tal fuerza que encontraría, en el paisaje de Provenza, un revulsivo extraordinario para su espíritu terriblemente atormentado. Pintaría entonces una naturaleza florida, llena de plantas y de una vegetación poderosa. Casi diez dibujos de vegetación salvaje, llenos de hojas, ramas y vida, llegaría a plasmar en los diez lienzos en blanco que su hermano Theo le proveyese para ello. Sin embargo, de pronto su estado de ánimo cambiaría bruscamente. Entonces quiso van Gogh pintar un desfiladero abrupto, rocoso, hendido, solitario y casi desierto muy cercano a Saint-Remy. Pero no le quedaría ya lienzo en blanco alguno que utilizar. Su deseo inspirador y alegre habría consumido los diez disponibles que tendría. Así que no lo pensaría mucho y reutilizaría uno de ellos, uno de los lienzos donde tenía pintado ya un paisaje vegetal exuberante, un paisaje florecido que antes sintiese él la necesidad de componer. Y crearía van Gogh, después de sobrepintar el lienzo con pigmentos blanquecinos, su nueva obra de Arte desolada, una creación a la que titularía El Barranco. Todo un alarde de creación encima de otra creación, aunque en este caso causada, compulsivamente, por el mismo creador que antes crease otra obra diferente.

Mucho antes de que el gran Miguel Ángel (1475-1564) fuese designado por la ciudad de Florencia para realizar la escultura del héroe bíblico David, otros escultores fueron elegidos para llevar a cabo tamaña obra renacentista. Fue el caso del artista -también florentino- Antonio Rossellino (1428-1479), un escultor de conjuntos sagrados de otras iglesias de Florencia y de algún que otro David que hiciera en mármol años antes. La historia comienza en el año 1464, once años antes de que naciera incluso Miguel Ángel, cuando entonces se encargaron esculturas para la catedral de Florencia, unas estatuas que tuviesen que ver con personajes del antiguo testamento. Un bloque de mármol había sido llevado a la ciudad para su utilización en esas obras. Pero un artista lo malograría..., estropearía la piedra dejando menos espacio para la idea inicial de su tamaño. Años más tarde, Rossellino trataría de reutilizar el bloque malogrado, pero, después de fracturarlo aún más, desistió enojado por no poder aprovecharlo. Quedaría el bloque muchos años abandonado e inservible en los talleres de Florencia. Así hasta que le encargasen a un talentoso joven escultor que hiciese lo que pudiese con aquel trozo de mármol desahuciado... En el año 1504, con una inspiración sublime, entregaría Miguel Angel a su ciudad un David acoplado ahora en su belleza a los nuevos contornos de la piedra, reutilizados y delimitados por los intentos de otros escultores antes que los suyos.

La impulsiva y deseosa necesidad de pintar llevaría, en el año 1923, al adolescente Dalí (1904-1989) a crear en un cartón como lienzo un óleo que plasmara la belleza mitológica y elegante de unas jóvenes ninfas. Fueron sus primeros años y entonces fue la avidez, la ineludible avidez que llevaría, en esos momentos del comienzo creativo de Dalí, a la improvisación y utilización más sagaz de los medios que fuesen para expresar así una inspiración creativa. Dos años después vuelve a utilizar el mismo cartón, aunque esta vez por el otro lado, para pintar a su hermana Ana María de espaldas. De ese modo el cuadro, visible por ambas caras, dispondría ya, como un conjuro mágico y surrealista, de un anverso y un reverso creativo cuya genialidad y necesidad llevarían al autor catalán a compaginar magistralmente.

No sólo los palimpsestos han sido objetos creados sobre papel, papiros o telas, también en piedra... Cuando el faraón egipcio Seti I (XIX dinastía, del año 1294 al 1279 a.C.) consiguiese ampliar su reino, consecuencia de ganar las batallas que sus antecesores no hubiesen ganado, mandaría construir un templo en la antigua ciudad y necrópolis de Abidos en el Alto Nilo. En ese templo sus constructores inscribieron en la piedra los cinco nombres del faraón (los faraones llegaban a tener hasta cinco nombres distintos) y de sus hazañas. También ordenaría grabar el faraón en piedra los nombres de todos los reyes que le precedieron, salvo el del infiel Akenatón o el del indeseable Hatshepsut. Pero, cuando su hijo Ramses II le sucediera en el trono quiso construir su propio templo, aunque no pudo competir con la grandeza extraordinaria del de su padre. Así que, para inmortalizar su influencia y fortaleza, consintió entonces Ramses II que las inscripciones de Seti I -su propio padre- fuesen ocultadas en argamasa y grabadas encima las suyas propias. Esta curiosa actuación, que no era infrecuente en el antiguo Egipto, fue la causa de que algunos aficionados al enigma o al misterio confundieran algunos símbolos e ideogramas egipcios con aviones, naves espaciales o submarinos. La explicación era más simple. Esa superposición en la argamasa configuraría esas divergentes y extrañas figuras, unas inscripciones que, al paso de los años, fueron creando otras curiosas formas accidentales al desprenderse algunas incisiones anteriores de la propia argamasa. En este caso fue el oportunismo, tanto del faraón inescrupuloso al crear el palimpsesto pétreo, como el de los investigadores del misterio populista al interpretar el efecto por la causa.

(Óleo de Dalí, Figura de espaldas, 1925; Óleo de Dalí, mismo cuadro, reverso, Ninfas y señoritas en la fuente del jardín, 1923, Fundación Gala-Salvador Dalí, Figueras, España; Cuadro de Vincent van Gogh, El Barranco, 1889, Museo de Bellas Artes de Boston, EEUU; Cuadro de van Gogh, Vegetación salvaje, 1889, Museo van Gogh de Amsterdam, otro mismo dibujo que éste está pintado debajo de El Barranco; Fotografía del rostro del David de Miguel Ángel, 1504, Florencia; Fotografía del rostro de la escultura El joven San Juan Bautista, del escultor Antonio Rossellino, 1470; Imagen del Palimpsesto de Arquímedes, donde se aprecian los dibujos y el texto transcrito del matemático griego; Fotografía de una estela grabada en una pared del templo de Abidos donde se observan las figuras de Seti I -la mayor- y su hijo Ramses II realizando ofrendas ante la lista de los setenta y seis reyes ya fallecidos, templo de Abidos, Egipto; Fotografía de unos relieves del templo de Abidos, donde se observan los ideogramas con parecidos curiosos a formas de objetos y aparatos modernos.)

24 de marzo de 2011

Cuando la búsqueda es sólo lo que importa, no se sabe de qué, sólo la búsqueda.



Habían pasado dos años desde la derrota del rey Rodrigo en aquella famosa batalla del río Guadalete. Entonces los musulmanes cercaron las murallas de la ciudad extremeña de Mérida en el año 713. Con un ejército de más de diecisiete mil hombres, la mayoría árabes, consiguieron los invasores que la ciudad hispano-visigoda claudicara para siempre. Los sitiadores pusieron sus condiciones. Primero, se permitiría abandonar la ciudad a todos los que quisieran hacerlo, a cambio, sólo podían llevarse los bienes que pudiesen transportar. A los demás -a los que se quedaran- se les respetarían sus propiedades, salvo a la Iglesia, que las perderían todas. Así que, según cuenta una antigua leyenda hispana, siete obispos tuvieron que huir de la sitiada ciudad de Mérida con los tesoros y las valiosas reliquias que pudieran esconder. Al parecer huyeron hacia Lisboa, en Portugal, y corrió el rumor que embarcaron y marcharon lejos, muy lejos, hacia un lugar allende el océano donde fundaron una ciudad llamada Cíbola y otra llamada Quivira, ambas llenas de tesoros y construidas con oro y piedras preciosas.

La leyenda caló en el imaginario de los cristianos españoles de entonces, que no dejaron de pensar en conseguir algún día encontrar aquellas maravillosas ciudades. Algunos años después una morisca de Hornachos -población cercana a Mérida- había profetizado un destino trágico para los que persiguieran la mítica y anhelada ciudad de Cíbola. Otra historia musulmana que arraigó en la España medieval fue la de un personaje legendario de la mística sufí, Al-Khidr, o el verde, llamado así porque una vez andando por el desierto se detuvo a descansar en un lugar que, de pronto, se volvió paradisíaco, lleno de árboles y con mucha agua y un gran verdor. Eso se interpretó entonces como un símbolo de conocimiento y vida eterna. Toda una descripción de la mítica fuente de la vida, la juventud y la eternidad. De ese modo la idea de la fuente de la juventud se convirtió en otra leyenda a perseguir cuando, por el Renacimiento, la historia trajera nuevas tierras por descubrir más allá del océano peligroso. Así fue como el explorador español Juan Ponce de León (1460-1521), al tener conocimiento de que al norte de la isla de la Española podía existir tal fuente maravillosa, se dirigió en el año 1513 hacia una costa que resultaría ser la noreste de la actual península norteamericana de Florida. Acabaría por descubrirla y regresaría luego a Cuba frustrado sin haber hallado más que manglares, lagos, caimanes o indios. Pasados los años, en 1527, el rey Carlos I de España decide comisionar al adelantado Pánfilo de Narváez para conquistar La Florida. Desde Sanlúcar de Barrameda (Cádiz) salieron cinco barcos y seiscientos hombres para acabar llegando a la península de la Florida en abril del año 1528. Trescientos hombres desembarcaría Narváez en esas tierras, internándose en un territorio salvaje de indios hostiles a la búsqueda del codiciado oro.

Narváez fue un hombre brutal y decidido que no dudaría en utilizar la violencia para conseguir lo que quería. Sin embargo, la respuesta de los indios y la dura naturaleza le hizo desistir de la expedición. Decidió entonces navegar cerca de la costa hasta alcanzar Méjico, pero una gran tormenta acabaría por hacer naufragar todas sus embarcaciones, terminando casi todos ahogados cerca de la desembocadura del río Misisipi. Todos perecieron, excepto cuatro hombres: Alonso del Castillo Maldonado, Andrés Dorantes, Esteban el esclavo y el explorador Alvar Núñez Cabeza de Vaca (1490-1560). Estos cuatro hombres llevarían a cabo, sin embargo, la más extraordinaria aventura vivida entonces en América. Recorrieron a pie, durante casi ocho años, todo el sur de lo que hoy son los Estados Unidos, bajando luego hasta alcanzar la ciudad de Méjico, capital de la Nueva España. Descubrieron lugares extraños con pueblos indígenas que les hablaban de ciudades llenas de tesoros. Tan dura fue la experiencia que Dorantes tiempo después, cuando el virrey de Méjico Antonio de Mendoza le propusiera dirigir otra expedición, rechazaría tajantemente la aventura de descubrimiento; lo que él deseaba era regresar a España lo antes posible. A cambio Dorantes le ofreció al virrey su criado bereber Esteban, el cual le indicaría dónde se encontraban aquellos nativos que les habían contado aquellos relatos.

El virrey acude entonces a un franciscano ilustrado y aficionado a la geografía, fray Marcos de Niza, para que, junto al esclavo Esteban, organizaran una expedición hacia lo que, supuso el fraile, eran aquellas ciudades legendarias que tanto había leído sobre las leyendas de Cíbola y Quivira. La expedición fue, sin embargo, un total fracaso desastroso. El moro Esteban acabaría muerto por los nativos y fray Marcos regresaría trastornado, contando que había visto a lo lejos una gran ciudad maravillosa, una más grande incluso que la gran Tenochtitlan -la Ciudad de México-. Animó a todos con sus fabulosas historias de tesoros, joyas, perlas, esmeraldas y demás piedras preciosas. Todo un gran alarde de imaginación que sus horas de ávida lectura legendaria le habían llegado a provocar. Poco bastó para que se organizara, en el año 1540, el más ingente viaje de descubrimiento para conquistar esas tierras y sus fabulosos tesoros. Al mando de la expedición se encontraba Francisco Vázquez de Coronado (1510-1554), el cual, con más de trescientos hombres y cientos de indios, se encaminaría desde Sinaloa hasta las tierras situadas más al norte de Arizona. El viaje de esos hombres alcanzaría incluso el alejado territorio de Kansas, en pleno centro de los actuales Estados Unidos. No consiguieron encontrar entonces nada más que tierras, nativos, culebras, alacranes y sol.

Buscaron, sin éxito, el oro y la mítica ciudad de Quivira. Hasta un indio les llegaría a contar que existía un lugar así, como les había relatado fray Marcos. Todo falso. Sólo llegaron a encontrar un asentamiento de indios llamados Zuñi, un lugar al que pensaron se trataba de Quivira, acabando finalmente por llamarlo así. Desde ese lugar, una pequeña expedición mandada por García López de Cárdenas marcharía hacia el noroeste. Lo único que Cárdenas descubrió fue un maravilloso tesoro natural, el Gran Cañon del Colorado, realmente el único tesoro que aquella expedición llegaría a descubrir. Francisco Vázquez de Coronado regresó a la Ciudad de Méjico cansado y agotado en el año 1542, ahora sólo con cien de todos sus desesperados, aventureros y soñadores hombres. La expedición había sido un total fracaso al igual que las anteriores. Desde entonces la búsqueda dejaría de dirigirse hacia el norte. Los avezados aventureros, los buscadores de aquellas míticas ciudades de Cíbola y Quivira, terminarían volviendo ahora sus ojos hacia el sur del continente. No podían ya dejar de hacerlo, de buscar, de seguir buscando... Necesitaban seguir persiguiendo todos aquellos antiguos sueños de su infancia. Unos sueños que, desde niños, les habían llenado el alma y la cabeza de algo que nunca, nunca, acabarían ellos mismos por comprender del todo: que ese sueño idílico estaba tan sólo en sus deseos de ir más allá de sí mismos, de sus propias miserias, limitaciones, bajezas, desesperanzas y anhelos.

(Cuadro del pintor norteamericano Frederic Remington, 1861-1909, Expedición de Coronado, siglo XIX; Parte izquierda del tríptico del Bosco, Óleo del Jardín de las Delicias, en donde se observa ya la Fuente de la eterna Juventud, 1490; Grabado medieval de una imagen de ejército invasor musulmán; Grabado de una ilustración con el retrato de Alvar Núñez Cabeza de Vaca; Grabado con el retrato de Juan Ponce de León; Grabado con el retrato del conquistador español Francisco Vázquez de Coronado.)

Vídeos de Ponce de León, de Alvar Núñez Cabeza de Vaca y del Gran Cañón:

15 de marzo de 2011

La lírica como un manifiesto individual, subjetivo, poderoso y permanente.



El cambio social y económico producido en la Grecia antigua durante el siglo VII a.C., motivaría que una nueva clase comercial, artesanal, urbana y autocomplaciente ascendiera entonces socialmente, adquiriendo ahora cierto poder y prevalencia sobre los demás. Eso provocaría un individualismo en la sociedad griega que llevaría a que esos miembros socialmente favorecidos se plantearan un interés especial e íntimo por todo lo atractivo que les rodeara, por el conocimiento de la naturaleza y de la belleza. Ahora ellos, con sus vidas desahogadas, disfrutarían de una naturaleza más amable, mucho más que la que -injustamente- otros pudieran disfrutar, como los marginados, los campesinos, los esclavos o los parias. Así, curiosamente, llegaría a prosperar la filosofía y la lírica -incluso el Arte- en el mundo griego antiguo. En la antigua costa helena de Jonia, tanto en sus islas costeras -Lesbos- como en su litoral -en Teos por ejemplo-, surgieron por entonces unos poetas líricos que fueron famosos en la historia por sus cantos personales, unas composiciones líricas realizadas en honor a los dioses pero también a la vida placentera o al amor.

De ahí procedieron los poetas contemporáneos Safo y Alceo, y, algún tiempo después, el famoso Anacreonte. Pasaron, junto con otros, a ser llamados los poetas mélicos -de melos, canción-, aunque también al utilizar la lira para acompañar su música acabarían denominándose lyrikos -líricos-. Sus creaciones mélicas fueron denominadas monódicas ya que, a diferencia de las corales, se ejecutaban por una sola persona y glosaban ahora al amor, al placer o al vino. Estos tres poetas jonios, Safo, Alceo y Anacreonte, llegarían a ser sus más importantes y conocidos representantes líricos. Fue Anacreonte, nacido a la muerte de Safo, quien propagaría el rumor de que esta poetisa de Lesbos habría llegado a mantener relaciones amorosas con otras mujeres líricas de su escuela. Es por lo que, finalmente, los términos sáfico y lésbico se dieron a conocer con ese sentido homo-erótico femenino. Sin embargo, se relacionaría Safo también con Alceo, el otro poeta lírico de Lesbos, aunque nunca se supo realmente cuál tipo de relación mantuvieron. Alceo menciona a Safo en sus versos y llegaría a intercambiar algunas canciones y odas con ella. Una muestra de las creaciones de estos tres líricos griegos de entonces son estas pequeñas composiciones poéticas:

Ya se ocultó la Luna
y las Pléyades. Promedia
la noche. Pasa la hora.
Y aún yo duermo sola.
(Safo)

No acierto saber de dónde sopla el viento;
rueda la ola gigante unas veces de este lado
y otras de aquél; nosotros por el medio
somos llevados en la negra nave.
(Alceo)

De nuevo amo y no amo,
deliro y no deliro.
(Anacreonte)

En el año 1912 terminaría el pintor español Francisco Pradilla y Ortiz (1848-1921) su obra Mal de amores, encargada por un industrial vasco aficionado al Arte y gran coleccionista de pintura. En la obra modernista se describe una escena renacentista castellana de finales del siglo XV. La pintura muestra la imagen sosegada de una representación poética medieval llevada a cabo por un joven cancionero trashumante. El escenario pictórico está dividido en dos mitades distinguibles. Por un lado una parte material, la construida por el hombre, no por la naturaleza: una galería románica oscura, fría, pesimista y mayestática; por otro lado un paisaje natural, libre, feraz, colorido y venturoso. La narración pictórica nos cuenta la historia de una mujer herida de amor que es atendida ahora por su dueña -su servidora- en los jardines de su lujosa estancia familiar. También ella está ahora protegida por la figura tutelar, distante y adusta de un padre con aspecto vanidoso, aunque desconfiado y curioso ante la figura del ahora orgulloso poeta. Justo frente a la joven malograda por un amor desdichado, justo ahora frente a la dulce y desengañada joven maltratada por amor, se sitúa dispuesto el trovador, el poeta o el cancionero gótico. Ataviado con su laúd barroco -conocido como chitarrone romano o laúd de largo tamaño- se dispone el poeta medieval, ahora decidido, alejado y seguro entre sus versos, satisfecho también por su lírica sonora tan romántica, a calmar así la angustiosa, irreverente, desdeñosa, vaga, solitaria y lacerante, actitud tan desvanecida de la joven a causa de un terrible y desdichado desamor.

(Cuadro del pintor español Francisco Pradilla, Mal de amores, 1912, Particular, donde se aprecia en el lienzo además, al fondo, una ría de Galicia, España; Óleo de Francisco Pradilla, Lectura de Anacreonte, 1904, Museo de Buenos Aires; Cuadro del pintor británico Alma-Tadema, Safo y Alceo, 1881.)

13 de febrero de 2011

La percepción o cuando el creador se arriesga, o cuando lo real no es lo que importa.



En el condado inglés de Surrey se encuentra el famoso hipódromo de Epsom Downs. Utilizado desde el año 1661, este campo de carreras hípico es posiblemente el más antiguo del mundo. Pero en el año 1778 dos propietarios rivales de caballos pura sangre echarían a suerte cómo acabaría denominándose esa importante competición de caballos. El conde de Derby, Edward Smith-Stanley (1752-1834), y Sir Charles Bunbury (1740-1821) acordarían por entonces que la carrera acabaría llevando el nombre de aquel cuyo caballo ganase. Como lo fue el caballo Briget del conde de Derby la famosa competición hípica terminaría siendo bautizada desde entonces como el derbi de Epsom. Fue en una tarde gris y tormentosa del año 1821 cuando el pintor romántico Theodore Gèricault (1791-1824) pintara la escena -que él mismo presencia- donde cuatro jinetes compiten en ese famoso derbi británico. No era la primera vez que se pintaba un caballo en un cuadro, ni siquiera un caballo corriendo -ya lo había hecho en el año 1767 el pintor George Stubbs-, pero sí era la primera vez que se componían en un lienzo varios caballos corriendo ante un decorado natural y despejado. Un paisaje donde, en un único plano artístico, los équidos se alinean hábilmente ante un horizonte que, como genial recurso divisorio entre cielo y tierra, separase así el verde terrenal dinámico de un firmamento ahora gris y nebuloso.

Sin embargo no fue hasta muchos años después que se llegase a comprender algo muy importante de las representaciones dinámicas equinas: la falta de realismo en las figuras pintadas de los caballos corriendo.  Algo que el pintor por entonces -principios del siglo XIX- no pudo apenas sospechar ni vagamente. Nadie sabría, y menos el pintor, cómo se tenían que dibujar las patas de un caballo a pleno galope. Sólo se podría entonces utilizar un recurso artístico para esos casos, como hacen con genialidad los creadores cuando se tienen que enfrentar a lo sublime: imaginar lo desconocido. El pintor francés Gèricault afrontaría también lo que entonces parecía que debía ser así, como otros ya lo hicieron antes.  Pero él ahora además enmarcaría ese error en una obra magistral de un romanticismo natural y extraordinario. Tuvieron que pasar más de cincuenta años para que un eminente pionero de la fotografía, Eadwgeard Muybridge (1830-1904), consiguiese crear, por fin, su famosa secuencia fotográfica donde mostraba cómo los caballos nunca en su galope tienen todas sus patas tensionadas, como no tienen al correr todos sus cuartos en tensión y desplegados hacia afuera.

Pero en el Arte eso -ser fiel a la realidad- no es para nada lo importante. De hecho los impresionistas posteriores a Gèricault admirarían por ello -componer las cosas como se ven no cómo son- al pintor romántico francés. Los impresionistas no pensaban que lo importante fuera ser fiel a la realidad, inadecuada a veces para expresar el sentimiento artístico requerido, todo lo contrario, ellos defendían que sólo era preciso plasmar el sentido artístico percibido de lo que se pretendiera transmitir, es decir, de lo que la emoción sabría por sí sola descifrar tras cada trazo, color, movimiento, fondo o perspectiva iconográfica. Por esto mismo al Arte le dará igual que las cosas sean realmente de otra forma a como los creadores las presenten en sus obras. Nunca dejarán de ser obras que nos inspiren aunque no tengan por qué ser exactas, ni fieles, a la naturaleza de lo que percibamos. Porque para el Arte la percepción del mundo es otra cosa muy diferente, se interpretará con otros criterios, con otras sensaciones, o con otros sentidos... absolutamente trascendentes.

(Cuadro de Gèricault, El Derbi de Epsom, 1821, Louvre; Óleo de George Stubbs, Bay Molton montado por John Singleton, 1767; Óleo de Kandinski, El jinete azul, 1903; Cuadro de Washington Allston, El vuelo de Florimell, 1819; Cuadro de Degas, La salida falsa, 1872; Fotomontaje de la secuencia Caballo en Movimiento, hacia 1880, del fotógrafo Eadwgeard Muybridge; Óleo La estampida, 1908, del pintor norteamericano Frederic Remington 1861-1909.)