13 de mayo de 2011

Dos mujeres cautivadoras e inspiradoras vibraron una vez bajo el mismo cielo de Segovia.



En Segovia, una de las ciudades más hermosas de España, existía una antigua iglesia románica del siglo XII, San Juan de los caballeros, templo que durante los años treinta del siglo XIX fue expropiado a la Iglesia Católica por la desamortización de los primeros gobiernos liberales. Desalojada y abandonada, se mantuvo así durante casi setenta años hasta que un gran artista de finales de ese siglo, don Daniel Zuloaga (1852-1921), la adquiriese como un magnífico lugar inspirado ahora para sus creaciones. Fue don Daniel además de pintor un extraordinario ceramista, el cual plasmaría con magníficos colores sus maravillosos y especiales diseños artesanos de la famosa loza arcillosa castellana. Admirado y apoyado por el rey Alfonso XII, consiguió crear muchas fábricas de cerámicas de donde salieron reconocidas obras artísticas esmaltadas en el barro. En el año 1893 el gobierno progresista del presidente Sagasta decidió respaldar la construcción en Madrid de la sede del nuevo ministerio de Fomento, un grandioso edificio neoclásico pero un tanto ecléctico que incorporaba elementos arquitectónicos añadidos. Se decidió entonces revestir algunas partes de su majestuosa fachada con aquellas famosas cerámicas castellanas. El Ministerio se lo encargaría entonces al mejor de los ceramistas conocidos, a don Daniel Zuloaga.

Para tan grandiosa obra marcharía el artista entonces a Segovia, para encontrar allí una fábrica de loza ya existente, una situada junto al río Eresma para que sus aguas contribuyesen a tan artística y hermosa industria. Se debía conseguir el brillo cobrizo de los famosos alfares moriscos..., con sus exquisitos esmaltes y su fascinante policromía. Con los años don Daniel se embrujaría de la belleza de Segovia y, en el año 1905, terminaría comprando la abandonada iglesia románica segoviana de San Juan, adaptándola luego para su estudio y también para vivir. Un sobrino suyo, el que fuera gran pintor Ignacio Zuloaga, le visitaría a menudo en su nueva fábrica de loza segoviana. Hasta que éste también quedara subyugado por el aire, los colores y la extraordinaria luz de aquel cielo de Segovia. Cuando en el año 1911 se anunció en Madrid que una nueva bailarina, de origen español, bella, exótica y exitosa, debutaría en el teatro Romea, Ignacio Zuloaga asistiría muy interesado para verla. Así fue como se dio a conocer en su país natal una mujer de veintinueve años, Carmen Tórtola Valencia. Aunque nacida en el sevillano barrio de Triana, la trasladarían a los tres años misteriosamente a Londres. Al parecer, sus padres la entregaron a una familia inglesa de la alta burguesía londinense, donde ahora la educarían y formarían de manera excepcional. Fue un misterio, como todo en ella, como su propia, apasionada y extravagante vida. Seguidora de la gran bailarina americana Isadora Duncan, se dedicaría a componer magistrales escenas de danza contemporánea, unos bailes que, junto a los atrayentes vestuarios y maneras orientales, conseguiría mezclar originalidad, sensualidad y belleza.

Poetas y escritores, pintores y reyes, todos quedaron impresionados por su belleza, personalidad y danza artística. Llegaron hasta escribirle algunos versos, como los que compusiese el poeta Rubén Darío en su obra lírica La bailarina de los pies desnudos: Su falda era la falda de las rosas; en sus pechos había dos escudos... Constelada de casos y de cosas...; la bailarina de los pies desnudos. Con el pintor Ignacio Zuloaga (1870-1945) mantuvo una estrecha y algo más que admirable relación. La llevaría una vez a Segovia y en San Juan de los caballeros pudo Carmen Tórtola inspirarse fácilmente para danzar sin sonidos, sin público, tan sólo ahora con la reverberación de las viejas piedras románicas medievales, esas joyas milenarias y lustrosas del inigualable entorno segoviano. Y allí, ahora, en la nave de crucería románica, entre sus arcos y ventanas, entre sus suelos y paredes, la bailarina española regalaría a sus anfitriones una maravillosa danza oriental. Después, cuando acabara su sensual baile, le enseñaron todo aquel arte románico del atrio, de sus paredes y de sus estancias milenarias... En uno de los ábsides del edificio, ahora en dos grandes laudas -leyendas grabadas- en pizarra, pudo ella leer la inscripción siguiente: Aquí yace la ilustre y noble señora doña Angelina de Grecia, hija del conde Juan y nieta del rey de Hungría; mujer de don Diego González de Contreras, regidor de esta ciudad; muerta en 1420.

Cuando, a principios del siglo XV, el rey de Castilla y León Enrique III (1379-1406) se propuso afianzar alianzas políticas donde fuese, ante el temor ahora de que hordas moriscas del norte de África apoyaran al débil -pero aún resistente- reino peninsular nazarí granadino, tomaría la decisión de enviar una embajada a la corte del gran imperio Otomano. Así fue como, en el año 1402, don Payo Gómez de Sotomayor y don Hernán Sánchez de Palazuelos partieron hacia el Asia Menor, para ver entonces al gran sultán Bayaceto I. Pero descubrirán entonces que el gran sultán está ahora luchando contra un invasor, un agresor que llega de las estepas del este, el mongol Tamerlán. Vencido el sultán, los embajadores castellanos, hábilmente, cambiarían rápidamente su misión. Ahora, deciden entregarle al nuevo señor de los turcos, el fiero Tamerlán, las ofrendas de Enrique III de Castilla. Impresionado por los regalos y la cortesía, el nuevo sultán nombraría entonces a un emisario, Mohamad al Qazl, para que acompañe de regreso a Castilla a los dos embajadores, llevando ahora con él, además de una carta a su rey, unos especiales presentes del nuevo sultán.

Esos especiales presentes para Enrique III eran dos cautivas blancas, rehenes que Bayaceto tenía retenidas como botín por la batalla que ganara en el año 1395 a Segismundo, el primer emperador de Austria y Hungría. Así fue como Angelina de Grecia y María Gómez, nombres que les pusieron luego en Castilla, consiguieron escapar de su espantoso cautiverio oriental. Al parecer, según cuentan los relatos, doña Angelina llegaría a ser en Castilla una de las más hermosas damas de aquel siglo. En aquel viaje de regreso a Europa, llegaron en barco primero a Sevilla, donde residía un trovador llamado Francisco Imperial, un castellano de origen genovés que quedaría asombrado por la extraordinaria belleza de Angelina. Entonces le compone un verso castellano en su homenaje: Fuese tártara o griega; en cuanto la pude ver; su disposición no se niega; grandioso nombre ha de ser; que debe sin duda ser, mujer de alta nación; puesta en gran tribulación y depuesta de gran poder. (Adaptación del cancionero recogido por Alonso Álvarez de Villasandino, siglo XV).

Los pintores del Romanticismo y luego del Academicismo decimonónico llegarían a retratar, seducidos, gran cantidad de harenes y gineceos orientales. En ellos aparecen a veces mujeres blancas, esclavas que, como tesoros inapreciables, guardarían celosos los eunucos musulmanes a su señor. De ese modo, como todo lo que provenía del Oriente misterioso, se fue creando así en el imaginario del Arte occidental una maravillosa e inspirada devoción por el exotismo y la sensualidad más explicitada del oriente. Esa misma sensualidad que la bailarina Tórtola Valencia mostrara también por toda Europa, América o Asia, con su excitante y subyugante danza. Recorrería Tórtola el mundo maravillando a todos y a todas... Desde el año 1911 no pudo dejar de pensar en regresar al país de sus padres. En 1915 se presenta en Barcelona -tierra de su padre- para actuar con otras grandes artistas, como lo fuera Raquel Meyer. Volvió a viajar de nuevo, con sus baúles y su arte, por toda Sudamérica, triunfando y seduciendo adonde iba. Finalmente, a principios de los años treinta, regresaría a España para siempre. Por aquel entonces, disfrutaba ella de una Barcelona modernista y unos años de gran libertad. Pero el gusto del público fue cambiando, como aquellos años sombríos, de una forma inapelable. Ahora ya no se admirarían tanto las curvas, ni los vestidos adornados ricamente, ni el brillo del oropel o la danza memorable. Acabaría ella sus días serenamente en Barcelona, acompañada ahora por otro tipo de arte, por el propio Arte... Se dedicaría a la pintura y a coleccionar obras de Arte, antigüedades y recuerdos. Unos recuerdos, sin embargo, que nunca compartiría con nadie, que nunca escribiría, y que murieron con ella para siempre.

(Cuadro del pintor español Hermenegildo Anglada Camarasa 1871-1959, Tórtola valenciana, 1912, homenaje a la bailarina española Carmen Tórtola; Fotografía de la bailarina Carmen Tórtola Valencia, 1911; Fotografías de Carmen Tórtola, años veinte; Composición fotográfica con gestos escénicos del baile de Carmen Tórtola, 1911; Fotografía de la bailarina Tórtola Valencia, 1915; Fotografía de la construcción del edificio del hoy Ministerio de Agricultura -entonces Fomento-, Madrid, 1895; Fotografía actual de la fachada del edificio ministerial, donde se observan las cerámicas de don Daniel Zuloaga; Imagen fotográfica actual del edificio ministerial, Madrid; Fotografía de la iglesia románica de San Juan de los caballeros, Segovia, actual museo Zuloaga; Óleo del pintor polaco Stanislaw Chlebowski, 1835-1884, Tamerlán dirigiéndose a Bayaceto I, 1878; Cuadro del pintor español Dionisio Fierros Álvarez, 1827-1924, Episodio del reinado de Enrique III de Castilla, siglo XIX; Óleos del pintor academicista francés Jean-Léon Gérôme, El encendedor de Cachimba, 1898 y Después del baño; Fotografía de los baúles de Carmen Tórtola Valencia; Cartel publicitario con su imagen.)

Vídeo homenaje a Carmen Tórtola Valencia:

10 de mayo de 2011

La contradicción del deseo, su inútil forma de embelesar o el precio irracional de lo eterno.



Al principio de los tiempos fueron los pueblos micénicos los que adoraron a la diosa madre representada por la Luna. Cuenta el mito griego el nacimiento de la Luna gracias a la unión de Gea (la Tierra) y de Urano (los Cielos). De estos dos primigenios dioses nacerían luego Hiperión y su hermana Tea. Ambos hermanos tuvieron a su vez tres hijos: Helios (el Sol), Selene (la Luna) y Eos (la Aurora). Cuando pueblos invasores indoeuropeos (los dorios) alcanzaron llegar a Grecia por el año 1200 a.C., encontraron unos pobladores autóctonos y matriarcales que concedían a la Luna un carácter endiosado y principal. Esos pueblos invasores dorios a diferencia de los micénicos eran patriarcales, así que idearon una eficaz táctica colonizadora. A partir de entonces se celebrarían unos esponsales rituales con la Luna. De ese modo, subliminalmente, surgiría luego la leyenda del rey de la arcaica Élide griega, Endimión, y de su amada lunar, la diosa Selene. Al parecer, Endimión fue destronado de su reino y se decidiría por marchar solo a la espesura salvaje de una naturaleza solitaria. Se aficionaría tanto a los astros en los cielos nocturnos que éstos acabaron por enamorarle. En el interior de su cueva dormía Endimión para protegerse del frío en las noches invernales. Pero, cuando el clima sofocaba con su calor, terminaría pronto recostándose a la entrada de su gruta.

Así que, desde ese lugar exterior, podría ahora él ver el infinito cielo estrellado de la noche. En una de esas noches estrelladas, Endimión miraría una vez la Luna. Luego, embelesado y absorto, cuando acabara rendido de tanto mirarla, se entregaría indefenso al profundo sueño de la noche. Pero, una noche, Selene, la diosa lunar, bajaría a la Tierra en un lugar cercano a la cueva. Sin saber ella la existencia del admirador de su belleza, lo verá a él ahora dormido en su gruta. Fascinada y sorprendida, entusiasmada y sentida, descendería ahora Selene casi todas las noches para verle. Sin embargo, ahora, siempre dormido él y siempre despierta ella. Así fue como ambos desconocidos se mantuvieron unidos por la noche: una enamorada el otro sin saberlo. Pero, otra noche Endimión se despierta de pronto, y, al verla con él ensimismada y absorta, comprenderá ahora el poderoso influjo amoroso que ella siente. Selene le acabaría confesando su amor, un amor que él, sin embargo, habría comenzado a sentir por ella mucho antes. Pasaría entonces el tiempo y Endimión comenzaría a ver los rastros marchitos que los años producirían en su belleza. Y se aterró. ¿Cómo, se decía él, podría seguir provocando ahora amor en su amada, ella siempre tan joven, sin embargo? Ruega entonces a su inmortal y amada diosa Selene que interceda ahora en Zeus -el dios de los dioses- para que le conceda la juventud eterna para siempre.

El señor de los dioses se lo permite, pero con una condición: que no sufriría el paso del tiempo solo mientras estuviese dormido. Es decir, que sólo pasaría el tiempo de día, al despertar y vivir despierto, pero nunca dormido envejecería... Poco después, comprendería Endimión el terrible tormento de esa forma de vivir y amar. Únicamente podría estar con ella cuando estuviese dormido, ya que, sólo así, no envejecería. Se despertaría feliz, es cierto, pero, para entonces, para ese único y feliz momento, ella ya no estaría con él para sentirlo. El selenio, nombre que proviene de la diosa griega lunar, es un elemento químico de color grisáceo, insoluble en agua y soluble en éter. Así, como la Luna. El selenio se utilizaba antiguamente en fotografía para intensificar los grados de las tonalidades del blanco y el negro. Por tanto, influía en la durabilidad (eternidad) de las imágenes. El selenio además es un elemento fundamental para todas las formas de vida. Posee un gran poder antioxidante y evitará la pérdida de los radicales libres de las células, por tanto, estimulará el sistema inmunológico. Sin embargo, se utiliza también para la industria fotovoltaica, electrónica y eléctrica. Está, del mismo modo, considerado un elemento muy perjudicial para el medio ambiente. Es curioso el paralelismo entre el mito y la realidad. Lo que nos ama, a veces, nos puede dañar. Lo que nos ayuda, casi siempre, nos puede traicionar. Así, como el relato de Endimión y Selene. Así, como la atrayente, necesaria, veleidosa, misteriosa y peligrosa Luna.

(Óleo del pintor inglés George Frederick Watts, 1817-1904, Endymión, 1872; Composición fotográfica de la Luna, Reflejo de Selene, Canonistas.com; Grabado antiguo griego, vaso de figuras rojas, diosa Selene; Cuadro del pintor Sebastiano Ricci, Endimión y Selene, 1713; Fotografía de la Luna, día 20 de marzo de 2011, a las 22 horas de España; Cuadro Endymión, 1871, del pintor prerrafaelita Arthur Hughes, 1832-1915; Fresco en la Galeria Farnese, Roma, Endimión y Selene, del pintor Carracci, 1600; Cuadro del pintor italiano del barroco Ubaldo Gandolfi, 1728-1781, Endymión y Selene, 1770; Óleo Endymión y Selene, 1630, Nicolás Poussín, en este cuadro se observa a Endimión, antes de dormirse, hablando con Selene mientras la diosa alada de la noche se prepara para cubrir con su telón la escena.)

4 de mayo de 2011

Lo que nos atrae y nos distancia, lo que miraremos a veces sin ser vistos: lo grotesco.



Fue el emperador romano Nerón quien mandaría construir, tras el gran incendio del año 64 en Roma, un impresionante y megalómano palacio, la Domus Aurea. De dimensiones exorbitadas -unas cincuenta hectáreas-, no pudo terminarse a su muerte, producida cuatro años después. Incendiado en el reinado de Trajano, luego este emperador decidiría ocultar lo que quedaba bajo tierra, en un gesto de borrar toda huella de su indeseable antecesor. Esta acción permitiría que, con el paso de los años, se pudiese mantener casi intacta la Domus Aurea, al verse ahora lejos del deterioro envilecido del pillaje. Así se mantuvo hasta que en el año 1480 se descubriese. Entonces aparecieron en el subsuelo unas habitaciones y pasillos decorados bellamente, con unas figuras muy ridículas pintadas en sus paredes, unas figuras grotescas, repugnantes o absurdas. Como eran unas grutas donde aparecieron esas imágenes, fueron entonces denominadas grotesco (grottesco, de gruta en italiano) lo que allí descubrieron.

La mitología griega habría sorprendido ya al glosar los dionisíacos y grotescos rasgos de Sileno, uno de los sátiros más famosos de la antigüedad mítica helena. Estos dioses menores eran unos viejos pero, a la vez, joviales borrachos encantadores; los describían feos, calvos, barrigudos, obscenos, lividinosos, pero simpáticos. Tenía Sileno el don de la profecía y la sabiduría cuando la embriaguez dominaba su carácter. De ese modo fue comparado, por su desafortunado aspecto, con el famoso filósofo griego Sócrates. El escritor francés Rabelais (1494-1553), en su grotesca y divertida obra Pantagruel del año 1532, fue el primer humanista que glosaría esa tendencia ambivalente que rechazaba pero atraía, que llevaba a la risa y a la reflexión. Con él, lo grotesco comenzaría a valorarse creativamente como algo que permitía a los creadores usarlo en un sentido que fuese más allá de lo morboso, de lo despectivo o de lo chabacano. El Barroco vino posteriormente a brindar la oportunidad que su atrevida tendencia dispensara a lo grotesco. Con lo grotesco expresaba el Barroco lo más sórdido como algo elevado, explicable, con sentido, con una profunda y especial forma de representar el lado oscuro, pero auténtico, del ser humano.

Los pintores crearían entonces grandes obras que no sólo conseguirían satisfacer el deseo de belleza que todo espectador requiere, sino que también venía a satisfacer otra necesidad más oculta: justificar y complacer las inevitables y vulgares desviaciones de la naturaleza, de la más normal y humana. Así, Caravaggio y Murillo, entre otros pintores, alcanzaron a crear grandes obras con este subgénero irreverente, aunque luego comenzado a ser aceptado gracias a la extraordinaria sublimación que consigue el Arte para con lo diferente. Algunos grandes fotógrafos del siglo XX han sido imitadores de aquellos creadores del Renacimiento o del Barroco. Uno de esos fotógrafos grotescos es el norteamericano David LaChapelle (1963). Su obra mezclará atrevimiento, provocación y grosería, pero, sin embargo, lo adornará ahora todo con un elegante y glamuroso entorno. Así impactará él con sus instantáneas de celebridades y de famosos donde, en un escenario desaseado y soez, conseguirá atraer y destacar belleza. Una belleza que desde luego sus modelos poseen..., produciendo de esta forma un destacado contraste. Pero no fue este el caso de la fotógrafa norteamericana Diane Arbus (1923-1971), la cual buscaría siempre la mayor sordidez, lo más depravado, marginal, diferente o rechazable socialmente, cosas además que, en aquellos años, aún mantendrían una despreciable forma de ser miradas.

Lo grotesco llevado en la creación artística a lo más frecuente y excelso ha tenido -y tiene- en sus autores a personajes igualmente ambivalentes, marginados, esquizofrénicos, diferentes o extravagantes. Desde Rabelais hasta LaChapelle, Arbus (que acabó suicidándose) o el pintor figurativo-expresionista Francis Bacon, han sido y son seres enfrentados a sus contradicciones, a su sociedad, a sus deseos, a sus demonios y a sus vidas. Utilizaron el Arte para exorcizarla, para tratar de buscar en ella el sentido que los demás, los convencionales, los otros, los normales, sólo admiraremos, quizás, de refilón, cuando ahora observemos, distantes, algunas de sus creativas y sorprendentes láminas, lienzos, objetos o instantáneas.

(Fotografía de la actriz Faye Dunaway, David LaChapelle, años ochenta; Fotografía de Uma Thurman, años noventa, David LaChapelle; Óleo de Caravaggio, Muchacho mordido por un lagarto, 1593; Cuadro del pintor español Bartolomé Esteban Murillo, Vieja despiojando a niño, 1675; Cuadro Retrato de enano, 1616, del pintor español de origen holandés Juan van der Hamen; Cuadro Los lisiados, 1568, Brueghel el viejo; Cuadro Mujer sentada, 1961, del pintor irlandés Francis Bacon; Óleo Autorretrato, 1971, Francis Bacon.)

1 de mayo de 2011

El encuadre diferente, la emoción frente al detalle o el manido pero genial paisaje.



Uno de los primeros creadores que pintaron paisajes como el motivo principal de la obra, no como un escenario secundario, lo fue el renacentista holandés Pieter Brueghel (1525-1569), conocido como el viejo por haber sido el padre de dos artistas flamencos, Pieter y Jan. Sería ya en tan temprana época el paisaje un genial ardid para mostrar, con sutilezas, otras cuestiones delicadas de enseñar en pleno siglo XVI. En su obra La urraca sobre la horca del año 1568, también conocida como Danza de campesinos junto a la horca, el creador flamenco pintaría un escenario grandioso, profundo, de lejanía inspiradora, casi sagrada, mostrando así con todo ello un cierto sosiego algo trascendente... Pero pintaría una horca ahora muy centrada y solitaria, con una pequeña urraca misteriosa además posada en su travesaño principal. En el cuadrante inferior izquierdo de la obra situaría algunos personajes que danzan, irreverentes, junto al atribulado patíbulo desolado. La triste urraca, indiferente ahora a lo que los hombres hacen, observará displicente a unos seres demasiado inconscientes que se alegrarán de no haber sido ellos los ajusticiados, de que, ahora, sean de otros los restos que ellos pisan contentos. Más alejado hacia la izquierda -justo en la esquina inferior izquierda- se ve a un hombre agachado haciendo sus necesidades en la tierra, un claro simbolismo obsceno que afrentaría aquí el suelo que acogerá las almas desconsoladas de los condenados.

Pero el paisaje de Brueghel, siendo tan hermoso en su profundidad, es ofuscado ahora aquí por el ofensivo alarde de una desagradable horca, por el símbolo mortífero de la urraca desatenta, y por los gestos desconsiderados de sus alegres personajes indecentes. Sin embargo, sería un artista nacido en pleno estilo barroco -tendencia poco paisajista- el que, realmente, iniciara el paisaje como un objeto creativo en sí mismo, no como escenario argumental. Claudio de Lorena (1600-1682) fue incluso muy clasicista para su época. Nacido en Francia, pronto marcharía a Italia para inspirarse en los antiguos pintores manieristas, unos pintores que aún harían obras con encuadres espectaculares o con entornos naturales por entonces demasiado tardíos. Morirá Claudio de Lorena en Roma, donde sus creaciones influyeron en los paisajistas ingleses de finales del siglo XVIII y principios del XIX, pintores que viajaron a Italia para ilustrarse en el mismo lugar donde surgiera el Arte. Llegaría a ser tan grande su fama, fue él tan original, sus obras eran tan impactantes y bellas, que sería muy copiado en su época. Así que, motivado por eso, el propio pintor Lorena crearía El Libro de la Verdad, un volumen donde recopilaría todas las obras compuestas por él. Aunque no se publicaría sino hasta casi un siglo después de su muerte, fue todo un gesto audaz contra los falsificadores muy moderno para entonces.

Pero luego, en el siglo de la Ilustración y el Rococó, hubo otro pintor francés, muy paisajista, que mostraría así la continuidad entre Lorena y los paisajistas posteriores, Joseph Vernet (1714-1789). Su luz, poderosa, concentrada y dispersa en el encuadre de un horizonte grandioso -tendencia iniciada por Lorena-, le llevaría a realizar impresionantes marinas, unos paisajes donde el atardecer, el prodigioso cielo y los barcos con su arboladura, formarían parte de su característica iconografía conocida. Tal habilidad adquirió el pintor en esos paisajes, que hasta el propio rey francés Luis XV le encargaría, en el año 1753, que pintase dieciséis puertos de Francia. Otro gran paisajista -además de otras maravillosas, románticas y precursoras tendencias- lo fue el gran pintor inglés Joseph Williams Turner (1775-1851). Pintaría en el año 1815 La construcción de Cartago por Dido, una obra genial donde las trazas de su Romanticismo se aprovecharían del gran paisajista que fuera Turner. En esta obra suya hay un cierto paralelismo con la de Claudio de Lorena: una exaltación de la Antigüedad, de sus ruinas, de la luz poderosa del atardecer, del encuadre diseñado siguiendo las medidas áureas, del color reflejado ahora en sus aguas, colores de olas que, tranquilas y lejanas, llegarán serenas y amarillentas hasta el propio espectador. Cuando Turner decidiera donar este cuadro al museo londinense de la National Gallery lo hizo con una condición: que su obra estuviese justo al lado de la de Claudio de Lorena, Embarque de la reina de Saba. No supo mejor modo que ese para homenajear así a su admirado colega barroco.

Pero el pintor más paisajista por excelencia lo sería el británico John Constable. Nacido en la granja de su padre junto al molino de Flatford, en Suffolk, Inglaterra, desde su infancia aprendería a amar su maravilloso entorno natural, los colores de su cielo, o las fuertes y sosegadas tardes de su coloreada campiña inglesa. Fue un creador -como sólo los grandes lo son- capaz de innovar, de obtener tanto las obras que el público apreciaba como las que él deseaba hacer. De ese modo, crearía extraordinarias imágenes con trazos ahora diferentes, con colores sorprendentes, representando lugares y cosas de una forma por entonces bastante adelantada. Señalando así ya una característica muy esencial para el Arte posterior: la emoción frente al detalle... Pero sería el pintor más conocido aún, sin embargo, por los paisajes naturales y comunes, donde combinaría la perfección del escenario natural con las tranquilas costumbres campesinas de sus habitantes. Aunque también consiguió Constable hacer otras cosas, igualmente geniales y perfectas. Ahora, por ejemplo, sería ya otro el punto de vista, otras las visiones que de las mismas cosas él tuviera... Como cuando pintase la Catedral de Salisbury. La pintaría varias veces, desde ligeros y diferentes puntos de vista, aunque muy poco perceptibles en sus obras.

Hay que fijarse bien para observar que las tres composiciones del mismo paisaje -tal vez hiciera más- que realizara para su amigo el obispo de Salisbury -que se sitúa en los lienzos señalando al campanario de la catedral-, son ahora diferentes todas y cada una de ellas. En la primera, que realiza en el año 1823, parece el pintor querer desear celebrar el estilo en que fuera construida la catedral -el gótico- pues encorva los árboles que enmarcan el campanario como si fuesen un grandioso arco ojival apuntado hacia el cielo. En las otras dos que pinta posteriormente no utilizará ya ese recurso. Ahora pretende dejar el campanario de la catedral despejado, apuntado hacia el infinito cielo. Quizá a su prelado amigo no acabara de gustarle aquel atrevido recurso subjetivo de antes. Debe ser otoño la estación retratada en la obra del año 1825 ya que ciertas ramas que antes -en el otro lienzo- aparecían florecidas se muestran ahora desnudas en uno de los pequeños e inclinados árboles. Por último, en el año 1826, realiza otra creación del mismo escenario pero, ahora, el punto de vista es aquí levemente otro. En este otro cuadro, no en el anterior, parece ahora -en su nueva perspectiva- que tocan aquí algunas de las ramas del árbol el perfil rectilíneo de la torre del campanario; una torre que, majestuosa, dominará orgullosa todo ese sugestivo, bucólico, grandioso y romántico paisaje.

(Cuadro del pintor John Constable, Barcazas en Flatford, 1810; Óleo La catedral de Salisbury, 1823, John Constable, Museo Victoria y Alberto, Londres; Cuadro Catedral de Salisbury, 1825, John Constable, Metropolitam de Nueva York; Cuadro Catedral de Salisbury, 1826, John Constable, Frick Collection, Nueva York; Óleo de John Constable, Tormenta en la costa de Brighton, 1827; Óleo de John Constable, Stonehenge, 1836; Cuadro El caballo blanco, de John Constable, 1819; Óleo La urraca sobre la horca, 1568, Pieter Brueghel el viejo, Museo Darmstadt, Frankfurt, Alemania; Cuadro Embarque de la reina de Saba, 1648, del pintor clasicista Claudio de Lorena, National Gallery, Londres; Óleo Puesta de Sol en el mar, 1760?, Joseph Vernet; Óleo La construcción de Cartago por Dido, 1815, Turner, National Gallery, Londres.)

27 de abril de 2011

Una síntesis realista, la reacción al dualismo clásico-romántico, descubrió el Impresionismo.



En un viaje romántico a Italia en el año 1825 el pintor francés Jean-Baptiste Camille Corot (1796-1875) descubriría, fascinado, la luz poderosa del sur de Europa. Una luz que ahora le permitiría manejar en su tableta todas las tonalidades que pudiera combinar para representarla. Así se iría germinando en el Arte, poco a poco, una vaga idea plástica que, años después, se consolidaría exitosamente y que acabaría llevando uno de los nombres más descriptivos de una tendencia artística: el Impresionismo. Pero Corot no buscaba por entonces nada más que reflejar otro movimiento artístico, una tendencia que en aquellos años, finales del primer tercio del siglo XIX, despertaba de las dolorosas tragedias causadas por las guerras napoleónicas: el Realismo paisajista. La anterior tendencia romántica, tan desafiante como era, no bastaría ni serviría ya para inspirar de nuevo a los inquietos creadores franceses. Ahora se anhelaba el paisaje relajado y sin desastres, sosegado y con la escena natural reflejada de un modo simple pero real, aséptico y desensibilizador. Y Corot, curiosamente, lo buscaría en Italia, un país esencialmente romántico. Y en Umbría, en la pequeña población italiana de Narni (la antigua Narnia latina), descubriría el pintor, asombrado, el escenario ideal para su nuevo paisaje anhelado.

Cuando los antiguos romanos construyeron la vía Flaminia durante el siglo III a.C. se encontraron de pronto con un río, el Nera -afluente del Tíber- al que solo lograron salvar tiempo después con un grandioso puente robusto. Construido por los ingenieros romanos del emperador Augusto en el año 27 a.C., era tan alto, tan enorme y sus vanos tan anchos que fue uno de los puentes más grandiosos construidos por el imperio. Pero la fuerza de las aguas en Umbría es tan poderosa que los años no soportaron tamaña grandeza constructiva. Así que desde el siglo XI comenzaría su inevitable y paulatina destrucción arquitectónica. Cuando Corot llega en el año 1826 a Narni pintaría su puente manifestando entonces toda su nueva pasión artística, dividida ahora entre el neoclasicismo, el romanticismo y el paisaje realista. Así fue como Corot plasmaría todos esos rasgos estilísticos en su obra: las líneas clásicas en sus perfectos arcos dibujados; el paisaje realista del fondo apenas esbozado; y un aura emocional de lo efímero y de lo sombrío que albergarán, algo más tarde, el germen impresionista de un nuevo sentido artístico revolucionario. Todo eso junto nunca antes se había visto en una obra de Arte. Y Corot, sin quererlo, provocaría  luego una de las impresiones más motivadoras del Arte. Lo que no imaginó por entonces el creador francés era que todo eso ayudaría a que, menos de cincuenta años después, los impresionistas culminaran sin complejos su nueva tendencia artística. Una tendencia que revolucionaría absolutamente el Arte pictórico y conseguiría, además, mantener en el tiempo el fervor del público como ninguna otra tendencia haya conseguido.

La eclosión de la fotografía en la segunda mitad del siglo XIX influyó en el nuevo movimiento impresionista. Por entonces las instantáneas fotográficas de las exposiciones de un paisaje, su cualidad efímera, serían un competidor muy avezado y creativo del nuevo movimiento artístico. Por eso los pintores debían discernir muy bien cómo alcanzar a impresionar mejor un lienzo o qué técnica plástica usar frente al nuevo invento fotográfico. Sobre todo con los colores, algo todavía inexistente en la fotografía. La guerra franco-prusiana del año 1870 dejaría deprimida a una Francia vencida y humillada, así que la sociedad francesa se volvió sobre sí misma y rechazaría toda novedad y excentricidad artísticas. Por ello los creadores impresionistas tuvieron ante tal desinterés que exponer sus obras en círculos cerrados, arriesgando el fruto de su trabajo a que el gusto del público cambiase con el tiempo. Y cambió. Cuando en el año 1877 el pintor impresionista Claude Monet (1840-1926) se marchase de la población campesina de Argenteuil a París, abandonaría los paisajes del campo por los escenarios modernos y sofisticados de la gran urbe francesa. A finales de los años setenta de aquel siglo la modernidad obligaba a los pintores a recrearla en todas sus obras. Monet se decide entonces a pintar un lugar verdaderamente iconográfico para su nuevo movimiento. Los artistas de esa tendencia buscaban captar la fugacidad del momento, el eterno fluir de las cosas. Las cosas no son las mismas cuando las miramos minutos después, éstas cambian y, a cada nueva mirada que reciben, sus obras deben así también reflejar esa eventualidad. Cuanto más lo consiguieran mejores obras impresionistas serían. Monet descubre, como antes lo hiciera Corot, el lugar perfecto ahora para enmarcar su nueva visión artística impresionista: una estación parisina de tren

En la terminal de Saint-Lazare de París llegaría a pedir hasta autorización para que los trenes se retrasasen un poco, obteniendo así una mejor instantánea para su obra. En su cuadro reflejaría Monet genialmente la movilidad y la luz ahora concentrada, contrastada y evaporada en todo el lienzo artístico. Pero también el humo evanescente, ese mismo humo que, dentro de poco -aunque no lo veremos-, desaparecerá. Esta tendencia artística fue la primera que no preparaba los colores antes de plasmarlos en el lienzo. Los impresionistas obligaban además al público a distanciarse de sus creaciones, con ello forzaban ahora mejor imaginarlas para mejor apreciarlas en todos sus detalles. Porque la imaginación debía ser usada para disfrutar mejor de la escena impresionista. Ellos no querían ni buscaban otra cosa. El equilibrio, la geometría o el dibujo eran algo del Neoclasicismo, demasiado viejo para ellos; la emoción y la esencia de las cosas eran elementos Románticos, algo que ignoraban; la mera Realidad con sus defectos, sus mensajes y sus alardes eran cuestiones que no les interesaban en absoluto. Sólo quedaba impresionar..., lo que conseguirían los fotógrafos con sus maquetaciones espontáneas: algo sin límites, sin perfectos márgenes y sin recreación alguna. Cuando le preguntaban a Monet qué era lo que pintaba, qué trataba de decir con todo eso, él contestaba: El motivo es para mí del todo secundario, lo que quiero representar es lo que existe entre el motivo y yo. O sea, sólo la obra de Arte, sólo el momento, sólo la genialidad, sólo la luz... Eso fue el maravilloso Impresionismo.

(Cuadro del paisajista francés Jean-Baptiste Corot, El puente de Narni, 1826, donde refleja la síntesis de lo que luego sería el impresionismo más elaborado: un clasicismo en sus geometrías y composición, un romanticismo en sus ruinas melancólicas y un realismo en sus formas imprecisas; Óleo de Claude Monet, La estación de Saint-Lazare, 1877; Óleo de Monet, Parlamento de Londres, 1904; Cuadro del pintor impresionista francés Pierre-Auguste Renoir, Remeros en Chatou, 1879; Óleo del pintor impresionista español Aurelio Beruete, Paisaje de Segovia, 1908; Cuadro del pintor impresionista español Joaquín Sorolla, Paseo a la orilla del mar, 1909.)

25 de abril de 2011

La avidez, el desánimo, la inspiración sublime, la vileza o el oportunismo en la creación artística.



En octubre del año 1998 la sala londinense de subastas Christie's ofreció en su catálogo de antigüedades una novedad arqueológica muy curiosa del siglo XII. Ese objeto a subastar contenía unas hojas de papiro escritas en griego que translucían -gracias a los rayos X- los caracteres y dibujos de un famoso matemático griego nacido en el siglo III a.C, el reconocido Arquímedes. No fue por entonces sin dificultades la venta del preciado objeto, ya que el Patriarcado de Jerusalén, una iglesia ortodoxa autónoma de Palestina -la más antigua organización eclesial cristiana-, litigaba por ese tesoro arqueológico argumentando la propiedad de dicho papiro. Y es que, efectivamente, así era. Porque un monje escribano de la antigua Constantinopla, la sede principal de dicha iglesia, utilizaría esos papiros en el siglo XII reescribiendo encima de los que, dos siglos antes, un colega suyo -otro monje escribano- hubiese creado ya para transcribir antiguos escritos del inventor griego Arquímedes y de otros autores helenos menos conocidos.

La Corte Federal norteamericana falló a favor de la casa de subastas, con la peregrina explicación de que la ejecución de los derechos del Patriarcado habrían prescrito. Es decir, que la propiedad de los tesoros que alguna vez se hubiesen perdido deberían, de modo constante y claro, tenerse bien publicitadas y reivindicadas siempre para evitar perder los derechos. Así, el Palimpsesto de Arquímedes fue finalmente subastado por dos millones de euros en el año 1998. Es por tanto aquí ahora la vileza, la maldad de aquel escribano medieval que, a sabiendas del daño que hizo, destruyó una obra cultural negligentemente para aposentar otra. Y no ya un daño para sí, sino para toda la humanidad. Un tesoro cultural como fuera la herencia de sabiduría que el genio griego creara para explicar las oscuras sinuosidades de la Naturaleza. Y no sólo se conformaría el monje con borrar u ocultar los caracteres, sino que descosería las hojas, las doblaría y luego las cortaría para, de ese modo, poder así utilizar más páginas en el nuevo útil bibliográfico que confeccionara.

Cuando el dolor le sobreviniese en su difícil estadía durante el año 1889 en la localidad francesa de Saint-Remy-de-Provence, Vincent van Gogh pintaría entonces en una de sus obras un lugar agreste y desolado, un paisaje situado muy cerca de su sanatorio. Fue ingresado en ese sanatorio, entre otras cosas, por querer ingerir sus propias pinturas. Con el tiempo mejoraría, y al verse sin sus pinceles y pinturas le dejarían recorrer a pie al menos los alrededores del sanatorio. Pronto dibujaría y se recuperaría con tal fuerza que encontraría, en el paisaje de Provenza, un revulsivo extraordinario para su espíritu terriblemente atormentado. Pintaría entonces una naturaleza florida, llena de plantas y de una vegetación poderosa. Casi diez dibujos de vegetación salvaje, llenos de hojas, ramas y vida, llegaría a plasmar en los diez lienzos en blanco que su hermano Theo le proveyese para ello. Sin embargo, de pronto su estado de ánimo cambiaría bruscamente. Entonces quiso van Gogh pintar un desfiladero abrupto, rocoso, hendido, solitario y casi desierto muy cercano a Saint-Remy. Pero no le quedaría ya lienzo en blanco alguno que utilizar. Su deseo inspirador y alegre habría consumido los diez disponibles que tendría. Así que no lo pensaría mucho y reutilizaría uno de ellos, uno de los lienzos donde tenía pintado ya un paisaje vegetal exuberante, un paisaje florecido que antes sintiese él la necesidad de componer. Y crearía van Gogh, después de sobrepintar el lienzo con pigmentos blanquecinos, su nueva obra de Arte desolada, una creación a la que titularía El Barranco. Todo un alarde de creación encima de otra creación, aunque en este caso causada, compulsivamente, por el mismo creador que antes crease otra obra diferente.

Mucho antes de que el gran Miguel Ángel (1475-1564) fuese designado por la ciudad de Florencia para realizar la escultura del héroe bíblico David, otros escultores fueron elegidos para llevar a cabo tamaña obra renacentista. Fue el caso del artista -también florentino- Antonio Rossellino (1428-1479), un escultor de conjuntos sagrados de otras iglesias de Florencia y de algún que otro David que hiciera en mármol años antes. La historia comienza en el año 1464, once años antes de que naciera incluso Miguel Ángel, cuando entonces se encargaron esculturas para la catedral de Florencia, unas estatuas que tuviesen que ver con personajes del antiguo testamento. Un bloque de mármol había sido llevado a la ciudad para su utilización en esas obras. Pero un artista lo malograría..., estropearía la piedra dejando menos espacio para la idea inicial de su tamaño. Años más tarde, Rossellino trataría de reutilizar el bloque malogrado, pero, después de fracturarlo aún más, desistió enojado por no poder aprovecharlo. Quedaría el bloque muchos años abandonado e inservible en los talleres de Florencia. Así hasta que le encargasen a un talentoso joven escultor que hiciese lo que pudiese con aquel trozo de mármol desahuciado... En el año 1504, con una inspiración sublime, entregaría Miguel Angel a su ciudad un David acoplado ahora en su belleza a los nuevos contornos de la piedra, reutilizados y delimitados por los intentos de otros escultores antes que los suyos.

La impulsiva y deseosa necesidad de pintar llevaría, en el año 1923, al adolescente Dalí (1904-1989) a crear en un cartón como lienzo un óleo que plasmara la belleza mitológica y elegante de unas jóvenes ninfas. Fueron sus primeros años y entonces fue la avidez, la ineludible avidez que llevaría, en esos momentos del comienzo creativo de Dalí, a la improvisación y utilización más sagaz de los medios que fuesen para expresar así una inspiración creativa. Dos años después vuelve a utilizar el mismo cartón, aunque esta vez por el otro lado, para pintar a su hermana Ana María de espaldas. De ese modo el cuadro, visible por ambas caras, dispondría ya, como un conjuro mágico y surrealista, de un anverso y un reverso creativo cuya genialidad y necesidad llevarían al autor catalán a compaginar magistralmente.

No sólo los palimpsestos han sido objetos creados sobre papel, papiros o telas, también en piedra... Cuando el faraón egipcio Seti I (XIX dinastía, del año 1294 al 1279 a.C.) consiguiese ampliar su reino, consecuencia de ganar las batallas que sus antecesores no hubiesen ganado, mandaría construir un templo en la antigua ciudad y necrópolis de Abidos en el Alto Nilo. En ese templo sus constructores inscribieron en la piedra los cinco nombres del faraón (los faraones llegaban a tener hasta cinco nombres distintos) y de sus hazañas. También ordenaría grabar el faraón en piedra los nombres de todos los reyes que le precedieron, salvo el del infiel Akenatón o el del indeseable Hatshepsut. Pero, cuando su hijo Ramses II le sucediera en el trono quiso construir su propio templo, aunque no pudo competir con la grandeza extraordinaria del de su padre. Así que, para inmortalizar su influencia y fortaleza, consintió entonces Ramses II que las inscripciones de Seti I -su propio padre- fuesen ocultadas en argamasa y grabadas encima las suyas propias. Esta curiosa actuación, que no era infrecuente en el antiguo Egipto, fue la causa de que algunos aficionados al enigma o al misterio confundieran algunos símbolos e ideogramas egipcios con aviones, naves espaciales o submarinos. La explicación era más simple. Esa superposición en la argamasa configuraría esas divergentes y extrañas figuras, unas inscripciones que, al paso de los años, fueron creando otras curiosas formas accidentales al desprenderse algunas incisiones anteriores de la propia argamasa. En este caso fue el oportunismo, tanto del faraón inescrupuloso al crear el palimpsesto pétreo, como el de los investigadores del misterio populista al interpretar el efecto por la causa.

(Óleo de Dalí, Figura de espaldas, 1925; Óleo de Dalí, mismo cuadro, reverso, Ninfas y señoritas en la fuente del jardín, 1923, Fundación Gala-Salvador Dalí, Figueras, España; Cuadro de Vincent van Gogh, El Barranco, 1889, Museo de Bellas Artes de Boston, EEUU; Cuadro de van Gogh, Vegetación salvaje, 1889, Museo van Gogh de Amsterdam, otro mismo dibujo que éste está pintado debajo de El Barranco; Fotografía del rostro del David de Miguel Ángel, 1504, Florencia; Fotografía del rostro de la escultura El joven San Juan Bautista, del escultor Antonio Rossellino, 1470; Imagen del Palimpsesto de Arquímedes, donde se aprecian los dibujos y el texto transcrito del matemático griego; Fotografía de una estela grabada en una pared del templo de Abidos donde se observan las figuras de Seti I -la mayor- y su hijo Ramses II realizando ofrendas ante la lista de los setenta y seis reyes ya fallecidos, templo de Abidos, Egipto; Fotografía de unos relieves del templo de Abidos, donde se observan los ideogramas con parecidos curiosos a formas de objetos y aparatos modernos.)

18 de abril de 2011

Entre un hombre y un Dios, entre una historia y una leyenda, entre una descreencia y una fe.



Después de que Judea fuese arrasada por los romanos dirigidos por Tito Flavio en el año 70 d.C., los judíos entonces huyeron en todas direcciones. Muchos de ellos hacia el Mediterráneo, lo cual les llevaría a occidente, lejos de allí. Es por lo que esas comunidades hebreas de Judea se asentaron en la Galia, en Italia o en la Hispania romanas. Con los años se integraron en esos pueblos de occidente y en su historia, formando parte de ellos. Pero nunca dejarían de practicar y expresar sus creencias rabínicas o talmúdicas. En el reino catalano-aragonés del rey Jaime I se llevaría a cabo en el año 1263 una de las primeras disputas más conocidas de la historia entre el judaísmo y su antagonista -y heredera- creencia cristiana. Aunque, según cuenta la historia, la primera de esas disputas se habría celebrado algunos años antes en París. Los que propiciaban este tipo de enfrentamiento eran los cristianos conversos -antiguos judíos que se habían convertido al cristianismo-, por un lado, y los rabinos judíos por otro, éstos más acostumbrados a la polémica o al ejercicio de la sabiduría.

Así que en el año 1263 el rey aragonés permitió que se celebrara en Barcelona la famosa disputa sobre Jesús. Invitaron al rabí Moshe Ben Nahma y al converso cristiano Pablo Cristiani, conocedor también del Talmud o el libro de las enseñanzas y sabiduría hebreas. En esa famosa disputa el rabino trataría de exponer que los sabios judíos que escribieron el Talmud lo hicieron después de la destrucción del Templo de Jerusalén, es decir, a partir del año 70 d.C. Que este importante escrito hebreo relataba en uno de sus libros la vida de un personaje judío al que se le llamó Ieshú, y que viviría en el año 90 antes de la era cristiana. Que fue Ieshú hijo de un amor adúltero entre una judía llamada Miriam y un soldado romano. Que la madre tuvo que ocultar el origen de su hijo para no ser culpada ante los suyos y evitar que fuese un bastardo. Y que Ieshú, por causa de un cruel rey de Judea -Janeo, monarca hebreo que reinó entre el 103 a.C. y  el 76 a.C.-, tuvo que huir a Egipto con su maestro, el Rabí Perajiá, en donde Ieshú se iniciaría en la brujería y en la idolatría de ese pueblo norteafricano.

Años después, de vuelta a Israel con el Rabí, pararon ambos en una posada y allí, a causa de una confusión con unas palabras pronunciadas por su maestro, Ieshú sería amonestado por el Rabí Perajiá. Desde entonces trataría Ieshú de disculparse frente al Rabí. Sin embargo éste aún no aceptaría la disculpa. Un día fue a disculparse Ieshú cuando el Rabí estaba en medio de una plegaria, entonces éste le hizo una señal de que esperase, pero Ieshú lo interpretó como que seguía negándole la disculpa. Salió Ieshú muy airado y levantaría con su mano una piedra, comenzando así a adorarla en un gesto claro de idolatría. Desde ese momento frecuentaría la magia y trataría de atraer a muchos hebreos a sus nuevas ideas idólatras. Luego el Rabí fue a buscarlo para perdirle que se arrepintiese. Pero Ieshú le contestaría: No, he aprendido de ti que aquél que peca y ayuda a pecar a otros no tiene derecho a arrepentirse. La verdad es que la enseñanza del Rabí no fue esa, Ieshú la malinterpretaría. La verdadera enseñanza del Rabí decía: ... que Yavéh no le ayudaría a arrepentirse, pero que si la persona decidía hacerlo por si sola, aun a pesar de que le resultara mucho más difícil, Yavéh le perdonaría.

Continuaba el Talmud relatando que Ieshú llegaría a tener sus propios discípulos, unos cinco, y que entonces un tribunal judío lo encontraría culpable de idolatría, brujería y corrupción moral contra el pueblo de Israel. Que nadie se presentó a defenderlo y que sería condenado a dos penas de muerte de acuerdo a la Ley hebraica, apedreado y colgado después. En la víspera de la fiesta que conmemoraba la salida del pueblo israelita de Egipto, la Pascua hebrea, su cuerpo herido fue colgado de un madero hasta su muerte. Moshe Ben Namah reconoció entonces que el Cristo crucificado por los romanos ciento veinte años después no es el mismo relatado en el Talmud, pero que este es el único ajusticiado de ese modo que el Talmud relataba. Ben Namah opuso a los cristianos el argumento de que los sabios talmúdicos nunca creyeron en que el mesianismo de Jesús fuese tal, y así mantuvieron y siguieron con sus antiguas y propias creencias hebraicas. El converso Pablo Cristiani arremetió entonces con las diatribas del que está del lado de la razón y el Estado. Cuentan que el rey Jaime I le ofreció unas monedas al Rabí por las molestias y le llegaría a decir incluso: Jamás había visto a un hombre equivocado razonar tan bien como tu lo has hecho.

El teólogo alemán Karl Bultmann (1884-1976) culminaría unas teorías que se habían iniciado en el siglo XVIII para establecer la primera de las búsquedas del Jesús histórico. Unas teorías que se desarrollaron entre los años 1774 y 1953. Este teólogo y erudito alemán dijo en el año 1964: Todo lo que sabemos de Jesús cabe en una hoja de papel. La información que disponemos de Jesús sólo proviene de tres medios escritos: los Evangelios sagrados, los evangelios apócrifos y los testimonios históricos mínimos de Flavio Josefo (39-101), Plinio el joven (62-113), Tácito (55-120) o Suetonio (70-126). Flavio Josefo llegaría a mencionar claramente: le llamaban el Cristo y fue condenado a la pena capital por el procurador Poncio Pilato. El teólogo Bultmann, sin embargo, afirmaría que lo mejor sería la no-búsqueda, pues los evangelios no bastan para justificar al personaje histórico. De ese modo, defendería mejor el teólogo centrarse en el Cristo de la fe y no en el Jesús histórico. Unos veinte años después de la condena de Jesús de Nazareth, los cristianos consiguieron con Pablo de Tarso (10-67) una diferenciación absoluta con la antigua religión judaica. Este apóstol de Jesús helenizaría el mensaje cristiano primitivo pero, sin quererlo él probablemente así, el gnosticismo -influido por Platón y sus escuelas filosóficas posteriores- vino a condicionar bastante ese reciente cristianismo, una religión todavía entonces no aceptada por el orbe romano dominante.

La realidad fue que esa filosofía neoplatónica -el gnosticismo-, una filosofía mistérica y dualista, tuvo en algunos cristianos ilustrados de siglos posteriores una influencia de pensamiento que motivarían las primeras controversias sobre la realidad de Jesucristo. Así unos decían que Jesús sólo era Dios, que su cuerpo no era humano sino una representación fantasmal, y, por tanto, no pudo sufrir como un humano. Otros decían que era un simple ser humano elevado a una dignidad casi divina luego de su muerte. Los Concilios de Nicea (325) y Constantinopla (381) trataron de ordenar todas esas diversas tendencias en beneficio de una sola y triunfante idea: Jesucristo es eterno y consustancial con Dios, una sola persona y dos naturalezas. Nunca se ha podido demostrar su existencia real, tan sólo el Arte materializaría su rostro y plasmaría también su naturaleza más humana, esa misma forma expresa que llegaría más a la gente.  Forma que le haría y le hace, a diferencia del intangible e invisible Dios judío, mucho más creíble por ser más cercano, más tangible, más común y sufriente. Aquella interpretación de su naturaleza dual divina-humana fue toda una extraordinaria teoría provindencial, una teoría que el obispo Osio de Córdoba (256-357) consiguiera enfrentar al argumento monofisita del presbítero Arrio (256-336) en Nicea en el año 325. Desde entonces ha prevalecido aquella teoría de las dos naturalezas, y, así mismo, de un modo genial -en la acepción más fantástica del término genial-, pudo el cristianismo salvar la difícil cuestión que, sin embargo, ha continuado -y seguirá continuando- en la historia de las creencias: ¿quién fue, realmente, Jesús de Nazaret?

(Cuadro Cristo coronado de espinas, 1510, Lucas Cranach el viejo; Óleo del pintor catalán Joan Abelló i Prats, Jesucristo, 1955; Óleo de Georges Rouault, Cristo, 1938; Cuadro Cristo expulsando a los mercaderes del templo, 1600, El Greco; Cuadro Jesús ante el sumo sacerdote, 1616, Gerrit van Honthorst; Óleo Ecce Homo, 1510, Antonio Allegri.)